Natasha, Nataska, Tasha. A veces Natusha o Nat. 23 soles acumulados, una noche que nunca se extiende lo suficiente. Fanática de la respiración y de los compositores muertos. Coleccionista de sonrisas. Intento practicar el arte del extravío entre las palabras.
Don't wanna be here? Send us removal request.
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Se dice G
Se dice “hombre”
seis letras, más una consonante
que es una oruga en un angulo imposible
y una vocal que
a veces
se confunde con la plegaria
lanzada a un dios pagano
que no escucha.
Se dice hombre, y una lesión
que no se cura con sana sana colita de rana
sino con la ley del talión.
Y un día ·hombre” tiene más connotaciones
de las que puede abarcar la RAE.
Un día, es grito.
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Para desnudar a una mujer
Gustavo Pereira - Venezolano (1940).
Para desnudar a una mujer no hace falta penumbra ni pericia ni astucia De nada valen erudición destreza brusquedad Ni siquiera sabiduría Para amanecer a su lado poco importa el arrojo el valor la treta o la artimaña De nada sirven apostura o tenacidad No hay método ni sapiencia ni sistema que puedan vencer su resolución o su mesura Para desnudar a una mujer toda presunción es inútil toda voracidad resulta amarga todo discernimiento se vuelve melancólica penuria Para desnudar a una mujer basta el instante en que el ciego misterio la envuelva y la estremezca y restaure en su pecho la incordura y sepulte su cuerpo en nuestros brazos.
__________________________
Nota: La copia es fiel y exacta del original, con espacios y sin comas.
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Collage
Cuidado, se devoran fragmentos.
La mantis, la princesa ladina y la pequeña aristócrata
I
Érase una vez, tres niñas que habían sido dejadas al cuidado de un Basilisco y vivían en una ciudad hinchada y sonora que se enroscaba en sí misma como el caparazón de un botuto.
II
—Maus está molesta contigo —dijo Claudia, agregando otra bráctea de trinitaria en el montoncito que llevaba acumulado sobre la falda del vestido.
Basilisco apartó el dedo que recorría su hombro derecho. Chasqueó la lengua, fastidiado, se había visto interrumpido a la mitad de un patrón interesante y ahora no lograba recordar cómo había enlazado las pecas. Los hombros de Claudia eran así, un río revuelto donde se podía pescar toda clase de historias, pero había que enganchar al pez con firmeza y sacarlo antes de que volviera a sumergirse en los copos pardos de la piel cremosa.
—¿Tienes curiosidad?
—Como de costumbre —sonrió ella.
Él suspiró.
—La cosa es que, con Maus, siempre hay tres escenarios posibles y en todos ellos se me acusa de crímenes diferentes.
—¿Y eres culpable de los cargos?
Basilisco estiró un brazo sobre el respaldo del banco y echó la cabeza hacia atrás.
—La culpa es un concepto abstracto. ¿Puedes juzgar a la mantis por devorar a la mariposa cuando nació con tenazas expresamente diseñadas para su captura? No.
—¿Maus es una mariposa?
La luz del sol se fundió con los rizos dorados de Claudia.
—La respuesta, de nuevo, es no. Ese es el detalle. Maus fue, es y será la mantis. Y tampoco es culpa suya que las mariposas le sobrevuelen tan cerca.
***
Escenario III
¿Así que nunca te han besado antes? Descuida, yo te guiaré. Deja por favor que reconozca tus labios con mis dedos: ese preciso arco de Cupido que corona el superior y la voluptuosidad carnosa del inferior. La textura tersa, la silueta pálida que arroja su superficie carmesí ante la suave presión de mi pulgar. Suspiras. No te asustes, solo quiero atrapar tu aliento con mi boca. Cierra los ojos, tu rostro está entre mis manos. Vendrá una languidez, un colibrí atrapado entre tus costillas, una capa helada en las palmas de tus manos, ¿y qué hacer con ese cosquilleo acalorado más abajo de tus caderas? Tranquila, atenderemos cada necesidad, cada nueva urgencia, paso a paso. Solo recuerda: siempre puedes abrirte un poco más.
Escenario II
—Encuentro fascinante tu cabello largo —dijo él, siguiendo con la mejilla la extensión de las hebras castañas.
Esa noche, omitiendo la advertencia de las abuelas sobre rebajarse la melena en luna nueva, ella tomó la máquina que el hombre reptil guardaba en su cajón, la presionó contra su cabeza y rapó.
(Aburrida de jugar sola, la pequeña aristócrata juntó en el suelo los mechones y los encerró entre círculos dibujados con tiza blanca).
En el equipo de sonido se reproducía una pieza de Preisner.
Escenario I
Él era un derrochador del tacto, sus manos nunca estaban quietas. Todo lo tocaba, incluso aquello que no merecía su amor. He allí el motivo de su odio: uno solo debería tocar lo que ama.
***
III
Cuando inicia la temporada de tormentas, las habitaciones del segundo piso se transforman en todo tipo de montajes de cuento: desde cavernas malditas (con estalactitas armadas a base de velones y un alto porcentaje de las medias del guardián) hasta cabañas de dulce en un claro de bosque o palacios submarinos repletos de tesoros (Ofelia, el ama de llaves, todavía rechina los dientes al recordar la pequeña inundación que supuso el último).
En su despacho, el hombre reptil puede escuchar cómo cosquillean los pasos eufóricos de las niñas sobre la planta superior. La actividad bulle como un caldero al que está a punto de saltarle la tapa: se arrastran muebles, suena el frufú de las sábanas y cortinas descolgadas y, chinchin, tintinean cientos de monedas que acaban de derramarse por el suelo. Ofelia frunce el ceño hacia su jefe, que se limita a colocar un disco de Pavarotti en el reproductor de CD.
Suena el aria del acto final de la ópera Turandot. De súbito, sus ojos la sorprenden observándolo. Tiene esa mirada que puede reducir a cualquiera a la condición de presa. Ofelia traga y hace ademán de incorporarse, él se lo impide con un gesto de la mano. Debe permanecer a gatas, aún le queda mucho qué frotar.
Nessun dorma!, Nessun dorma!
Tu pure, oh, Principessa
nella tua fredda stanza
guardi le stelle
che tremano d’amore
e di speranza.
La rutina de juegos comenzó porque a la pequeña aristócrata la asustaba el gruñido de los truenos. Claudia, la princesa ladina, fue la que sugirió sacar del papel los relatos que la mayor les leía para dormir y pronto ella misma se vio fascinada por la tarea de diseñar las escenografías.
Esa noche iban a representar el fragmento de un poema persa sobre una princesa que se hacía encerrar en una torre, jurando entregarse al hombre que la encontrara y venciera una serie de enigmas. Para recrear el ambiente necesitaban muchos candelabros antiguos que dieran la sensación de semi-penumbra propia de una fortaleza, así que había descendido por los escalones rumbo a la planta baja para tomar un par del despacho del guardián. Los pies de tono aceituna no producían el menor ruido en la alfombra que cubría el entarimado de la casa.
La voz de un tenor en pleno clímax musical emergía por la puerta de doble hoja. La niña empujó un poco, indefensa ante la revelación que llegó con la luz ambarina.
Dilegua, oh notte!
Tramontate, stelle!
Tramontate, stelle!
All’alba vincerr vincerincerr
—Coño, carajita, eres sigilosa como un ratón—dijo el hombre reptil.
Ofelia perdió el rostro entre los rincones y abandonó la estancia.
No hablas, apenas tienes fuerzas para sostenerle la vista. Piensas en que la gente suele asociar el rojo con el peligro, la prevención y la censura. Pero a tus doce años sabes que se equivocan: es el verde, el verde es el color peligroso, el que paraliza y torna densa la sangre en las venas. El verde. Verde del bosque, verde mar, verde que te quiero verde, verdes las manzanas, verde el mundo, verdes las garras que se entretienen con las puntas de tu melena gitana.
—Tan callada...—él hizo una pausa, su aliento era una mezcla de tabaco y bourbon.— “Maus”, sí, pequeño roedor andrógino y cauto. ¿Podría ser ese tu nombre?
Y entonces, movida por un impulso que no comprendes, recuperas el dominio de tus cuerdas vocales y sueltas una palabra:
—Basilisco.
El guardián reptil enarca una ceja.
—“El que mata con la mirada”, ¿es ese tu nombre?
La carcajada fue estruendosa, de esas que nacen en el ombligo y se desprenden de la garganta. Basilisco te eleva las manos y deposita en ellas el juego de candelabros, siempre supo que irías por ellos.
—No las hagas esperar mucho, algunos cuentos son tan frágiles como los sueños de la infancia.
Quedas fuera del cuarto, la luz se vuelve una línea finísima que te fracciona el cuerpo como una persiana. Logras despegar las piernas y corres arriba, corres pero no hay suficiente espacio, ni tiempo, tus hermanas aguardan en el dormitorio compartido con el Oriente Medio. Solo sabes que, de ahora en adelante, Maus, cada vez que te topes con el verde tienes que emprender la carrera, o morir en el intento.
IV
La princesa ladina tenía una biblioteca casi tan impresionante como la de Basilisco.
Ejemplares de diversos tamaños, cubiertas y aromas —no había libro en el que no hubiera hundido su graciosa nariz vasca— llenaban las estanterías de punta a punta. Orden no hay más que uno: vivos y muertos. Para categorías minuciosas mejor acudir a los aposentos del guardián.
Claudia tiene allí su mesita del té, que hace rato no percibe las migajas de un buen bizcocho, y un confortable sillón que apunta hacia el tragaluz enmarcado por el dibujo de un árbol druida. Le gusta entretenerse con los trazos oblicuos y esconder en ellos los rostros marchitos que pululan en su cabeza. Rostros con extremidades que escudriñan, que rasgan, que se manchan con el olvido de sus semejantes y anhelan el loto transfigurado en la transparencia amarga del aguardiente.
Ella sabe cómo usar a su favor el deseo que les deforma las facciones. No hay que ser un lince para dar con el incentivo adecuado de un alma desesperada. Unos pellizcos a la caja fuerte del tutor reptil servían para conseguir las botellas, y las botellas obligaban a la voluntad a empeñarse por papel. ¿Cuántos lectores podían presumir de haber adquirido un Wilde, un Goethe, un Hölderlin o un Mann a cambio de un antioqueño?
Cerró su copia de ...Félix Krull y levantó una pierna por encima del apoyabrazos, mirando fijamente la zapatilla que cobijaba su pie. ¿A qué venía toda esa disertación banal? Ah, sí. Quería distraerse de la carta.
La hoja tiene manchas de agua de rosas y varios nubarrones de tinta en lugares donde la estilográfica se apoyó más de la cuenta, pero la caligrafía es delicada, con una flexibilidad elegante para formar las espirales de la “e” y la “l”. El abandono tiene la firma del método Palmer.
*
Sigue divagando: a esta hora Maus estaría abajo, en la cocina, remojando lombrices de gomita en el café y sosteniéndolas unos centímetros por encima de la cabeza de Bri, que se retorcería en su silla como un polluelo famélico al descubrir la golosina brillante. Claudia piensa en la línea del cuello de la bebé, en la yugular desbocada que caracteriza a los habitantes de aquella capital de colon irritable y metálico. Imagina los ojos abiertos, lagrimeantes, de Brinette, y los puñitos que aferran el aire con la avaricia carroñera de quienes escarban las sobras del pollo Arturo’s a la caza de huesos para chupar. La herencia inevitable, el germen que latía entre los símbolos de un ave que robaba nidos y una flor con aspiraciones parásitas.
En contraste, la calma quirúrgica, impasible, de Maus. Los movimientos pacientes de una experta devoradora de lepidópteras. La princesa ladina observa en su mente cómo se inclina ante Bri, cómo se ceba en la tensión triunfal de la bebé, para luego engullir el premio sin un atisbo de remordimiento a pesar de la desilusión que deformaba en llanto la cara de la pequeña.
Ejercicios nocturnos de escritura que no sé hacia dónde van...
N.
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Nonisidad #1
...me desprendo.
Hoy se cortó otro lazo,
la tierra se agrietó después de que salí.
Mamá miró al cielo, me buscó entre las nubes.
Llamó.
No respondí.
Lo que más temo es dejar de respirar.
(“Alexander” se llama mi pulmón izquierdo.
Dios sigue apoderado del miocardio).
Tengo agujas en los ojos.
Tengo terremotos entre los dientes.
Duermo con el bolso puesto,
con los zapatos calzados.
Los disparos alborotan el graznido
de mis cuervos.
“¿Dónde quedó mi necesidad expresiva?
“¿Dónde quedé después de las especias de la abuela
y los fantasmas de Mamá?”
No me alcanza el insomnio para una noche.
*
Las palabras brillan como el neón,
acaricio sus marcas desde adentro.
‘Hablar’ es un verbo inútil.
Escribir es el intento de mantener el oxígeno
fluyendo.
(Esto no es poesía, coño.
No rima, no duele, solo jode).
Las piernas no me terminan de crecer,
las necesito para salir corriendo.
Apenas tengo brazos, brazos con manos con dedos para teclear
para tocar,
para hundir en agujeros tiernos,
para presionar las tijeras...
PD: no, las tijeras no son para ese tipo de acción desesperada.
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“Response from a character” El siglo XX en dos entes de papel
Estimado cómplice, lo que vas a leer a continuación es la reconstrucción de una entrevista realizada a dos personajes que tuvieron la amabilidad de acompañarme en una disertación relacionada con el análisis del llamado “ente de papel” como figura predominante en la estructura narrativa de Francis Scott Fitzgerald. Es decir, antes que la descripción de atmósferas y situaciones o la contextualización histórica; es en los “entes” de Fitzgerald, y el modo en que se conducen por sus circunstancias, donde parece residir el sustento que permite al lector sumergirse en las características de la época y percibir la dimensión crítica del autor.
A fin de conducirme correctamente por este breve estudio, me he asegurado de tener a mano un ejemplar de Sobre la escritura, texto en el que Larry W. Phillips compiló una selección de la correspondencia de Fitzgerald donde se evidencia su opinión respecto al oficio de escritura. Así que la voz del escritor no será excluida de este encuentro.
Ojalá te quedes con nosotros hasta el final,
N.
*
I
Mi idea de la escritura se puede resumir en una frase.
Uno ha de escribir para los jóvenes de su generación,
los críticos de la siguiente, y los maestros de escuela
de todas las generaciones posteriores.
F. Scott Fitzgerald
*
Narrar a Marjorie Harvey es verla. Sonrosada, altiva e intacta como la mañana del 1 de mayo de 1920 en que vio luz por primera vez gracias al Saturday Evening Post. Formulo mi primera pregunta a medio camino entre el absurdo y un torpe intento de romper el hielo:
¿Eres consciente de ser un “ente de papel”?
Ella apoya el mentón en un puño enguantado de encaje y sonríe a Benjamín, quien se ve de unos sesenta años a pesar de tener el tamaño de un niño de ocho.
—Soy consciente de que soy una experiencia. La emoción recuperada por una memoria “original” cuyos efectos son reaprendidos en el proceso de escritura.
¿Y crees que eso te condiciona de una manera lineal, sin capacidad de desarrollar cronotopo?
—Puede que lo digas por Annabel. Ciertamente, sobre mí se depositó un discurso crítico respecto a los condicionamientos culturales vinculados con la mujer de mi época, pero ello, más que hacerme el mero contenedor de una idea, forjó mi carácter: me alejé de los preceptos mojigatos de Mujercitas; permanecí al margen de relaciones “íntimas” con las jovencitas del momento —modeladas al gusto de las señoras de ojos impúdicos que se ahogaban tras sus pecheras ante la mención de la palabra beso— y, lo mejor, tuve la autoridad concedida por mis diálogos. En tu libro pone que Fitzgerald partía del hecho de que para recrear con exactitud un tiempo y un ambiente determinados era necesario fijarse en las personas más que en las cosas, ¿y cuál es la habilidad que distingue a los hombres? El habla. Existimos en la medida en que otros nos perciben y el modo de hacernos percibir es la voz. Habrás notado que en mi cuento, aunque el narrador elabora el ambiente desde una perspectiva en primera persona, no se roba mi voz. Cuando yo hablo, mis pensamientos y reflexiones son mías, porque el autor las aprehende nuevamente desde mi empirismo. Y son mis vicisitudes y mis acciones las que perfilan mi historia.
Reparo en el uso del posesivo “mi” al hacer referencia al relato y acoto que el título cita: “Berenice se corta el pelo”, no Marjorie.
Ella se encoge de hombros.
—Es justo ahí que se consolida mi autenticidad. Berenice viene a ser el contrapunto de mis postulaciones, de todo lo que aborrezco: falsa afectación, snobismo, ínfulas de estirpe, comportamientos manidos del género; y también, el extremo opuesto en la contienda femenina por el dominio de las atenciones sociales. Siendo honesta, no creí que se cortaría el cabello. Acorralarla resultó tan sencillo y luego ella… —hace una pausa y se toca los rizos, carraspeando—. En fin, “no entenderán nunca el drama del mundo de la adolescencia, movedizo y casi cruel”.
Benjamín, en el interín, se retuerce la barba con sus deditos artríticos. A su lado hay una mesita sobre la que reposa una caja de habanos a los que de vez en cuando dedica una mirada codiciosa.
¿Piensas lo mismo, Ben? ¿Que el autor te dio una voz propia?
—Yo nací desengañado del mundo —afirma, agitando las piernas en el aire—. Como los hombres del Siglo de Oro, llegué para mofarme de los prejuicios de mi entorno, pellizcar las zonas de confort y fumarme un par de buenos habanos como este —dio una calada al puro que había encendido y continuó—. Mi independencia reside en todos mis conflictos, en cómo soy capaz de existir en un sistema al que le corro en reversa. Míreme —se escaneó de arriba abajo con la mano—, mi padre no soporta verme y me hace usar disfraces, la clínica en la que fui alumbrado me ocultó para cuidar su reputación, mi madre lloró desolada cuando me vio en su regazo. Nadie es capaz de entender lo que soy y yo solo sé que soy.
Me extiende el cigarro, niego con una sonrisa. No soy aficionada a la nicotina.
Y aun así, “El curioso caso de Benjamin Button” emplea pocos diálogos y prefiere ubicar su narración en un testigo.
—Eso se fundamenta en el grueso crítico del relato —interviene Marjorie—. Adolescencia, feminidad y libertad de pensamiento son discutidas en “Berenice...”. ¿Qué mejor manera de enfatizar la independencia de una mujer y su opinión contra las convenciones sociales que proporcionándole una mayor visibilidad por medio del diálogo? A mí las damitas estiradas me llamaban “chica gardenia”, ¡adorno de un día! —se ríe—. Un narrador en tercera persona hubiese opacado la expresión directa de la nueva feminidad, esa que se vale por sí misma y, en mi caso, defiende la importancia de fijar un carácter cultivado capaz de medirse con la inteligencia masculina. Era necesario hacer que el lector me escuchara, que percibiera mis convicciones, incluso si estaba segura de que, después de los cuarenta, muchas personas prefieren resguardarse en sus anticuados principios como si fueran cavernas.
*
II
Tengo que partir de una emoción
que sienta vivamente y que comprenda.
F. Scott Fitzgerald
*
Tomamos un descanso. Reviso las reseñas que he buscado en internet sobre los cuentos de Fitzgerald y recupero el artículo de Leo Cabrera: “Cuentos reunidos, Francis Scott Fitzgerald”, en el que su autor vuelve a repasar la temática de la experiencia fitzgeraldiana volcada en el retrato de una adolescencia desprovista de mitologías y en la pérdida irreversible de la inocencia, dos constantes en la narrativa del escritor norteamericano. Los jóvenes están solos: “No poseen una noción del transcurrir, son seres ahistóricos, una nueva clase de hombres y mujeres: ricos, fuertes y optimistas en un país que los toma como modelo, flotando en el presente perpetuo, en lo más alto de la nada” (s/f). En esta línea de pensamiento, me resulta válido rememorar la conversación de Marjorie con su madre acerca de las faltas de la prima Berenice durante su aparición en los bailes de la región.
“¿Qué importancia tiene una pizca de éxito barato?”, inquiere la señora Harvey, a lo que su hija replica: “Es lo más importante cuando se tiene dieciocho años” (86); alegando más adelante que la “patosidad” social de Berenice podría deberse a su “sangre india”. De este fragmento subrayo un par de factores: 1) Nuevamente, la carga sociocultural encarnada en los personajes, en la que Marjorie se ensalza como puente crítico entre la modernidad y el costumbrismo de época; 2) La noción ancestral condensada en esa “sangre india” que acaba con la imagen de una Berenice aullándole a la luna mientras sacude la trenza de cabello arrancada a su prima como señal de triunfo (121).
Ladeo el rostro hacia Marjorie —que aprovecha el receso para redactar una de esas cartas “evasivas y nada comprometedoras” que caracterizan a las chicas de su círculo— y me pregunto si realmente es pertinente el planteamiento de Cabrera en un cuento cuyo colofón se erige con un grito primitivo y el despliegue de un comportamiento ritual. ¿No termina triunfando entonces el mito sobre la modernidad? ¿No son los viejos dioses los que acuden en auxilio de la psique femenina a pesar de que la contraparte de Berenice, también femenina, realiza una tábula rasa sobre todo lo previo a sus experiencias personales? No descarto la posibilidad de que se trate de un recurso lúdico de Fitzgerald pero…
—El personaje resemantiza el espacio con sus acciones y pensamientos, por eso tiene tanto peso en la dinámica narrativa —dice Benjamin, sacándome de mis cavilaciones—. Al pensar en mi historia, el empleo de un narrador testigo supone un refuerzo de la tensión y mantiene al lector atento a la incógnita de la ecuación: yo —exhaló un pequeño anillo gris. Por cierto, he de decirte que hay bastante diálogo en mi cuento, contrario a lo que señalabas antes. Empero, la función es otra. Mi sola existencia es el sustento crítico del texto, así que mis diálogos, en lugar de reflejar pensamientos modernistas como la señorita Harvey, se limitan a mostrar al lector mis breves roces con la cotidianidad de los otros.
Es correcto. Benjamin Button es la columna vertebral del cuento, de hecho, su nombre figura en el título del mismo. En esto coincide con “Berenice se corta el pelo”, ambos personajes protagonizan el texto desde el nombre y establecen los vasos comunicantes de la trama.
—¿Puedes imaginarte lo raro que es nacer con un cuerpo de noventa años? —exageró Benjamin—. ¿Cómo no iba a ser el personaje el foco de la estructura narrativa, entonces? Y luego está el problema de adaptar toda esa edad a un entorno que desentona contigo, que quiere forzarte a desaprender. No es de extrañar que a Fitzgerald se le hiciera difícil vender mi relato, hasta a mí me costó comprender mi situación, hojeé muchas revistas médicas ¿sabes? —dio la última calada al habano y depositó la colilla en el cenicero—. Pero el buen personaje y el sexo siempre venden, ya sea en este tiempo o en los que vengan y eso, estimada Natasha, es lo que hace perdurar las historias. ¿Por qué otra razón seguiría la gente leyendo Don Quijote si no fuera con la esperanza de contagiarse de las fantasías de semejante loco?
Un ensayo final para un seminario con Natasha Tiniacos un semestre atrás.
Bibliografía
Club de catadores. “Cuentos reunidos. Francis Scott Fitzgerald”. Leo Cabrera. 28 Ag 2012. Web. 17 Mayo 2016.
Fitzgerald, Francis Scott. Cuentos escogidos. “Berenice se corta el pelo” 73-121, “El curioso caso de Benjamin Button” 365-. 1995.
---Sobre la escritura. Titivillus, 2015. Digital.
The Writting Lab. “MLA Formatting and Style Guide”. Purdue Online Writting Lab. s.f. Web. 12 Mayo 2016.
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Malas ideas: un espectáculo con “ángel”
El que no tenga el ángel que no se meta en esto
Claudio Nazoa
“Bienvenidos al domingo de la resurrección de la risa”, dice Verónica Gómez —alias La Vero— para abrir la que será la última función de Malas ideas de esta temporada. Ella es el host de la noche y su atuendo: pantalones ajustados, chaqueta de cuero, franela blanca; combina la elegancia del negro con el toque despreocupado y juvenil de unas converse. En su calidad de presentadora/comediante tiene dos objetivos: 1) hilar las introducciones de los convidados, en este caso tres: Rey Vecchionacce, Ale Otero y Nanutria; y 2) hacerte reír. Tú estás aquí ansioso (quizá) por lo segundo. Ha sido una larga semana. Estás cansado del trabajo, de las cuentas por pagar, del país; o tal vez fue lo que mejor se te ocurrió para pasar el rato un domingo; después de todo, la comedia permite una purga sin identificación directa: el punto de interés siempre es el Otro. Viniste en compañía de la pareja, de la abuela, de los panas…o es posible, incluso, que seas ese muchacho de la primera fila central que llegó solo y a quien la Vero —en su ya característico personaje de treintañera soltera y desesperada— interroga con aire pícaro: “¿Y estás soltero? ¿Cuánto calzas?”. Los dientes asoman entre los labios estirados, la noche empieza bien.
Hay un ligero aroma a licor en el aire, al parecer, no se puede hacer una catarsis de risa sin invitar a Baco. La Vero, mientras tanto, invita al público a relajarse gritando una grosería, “la que usted prefiera”, tan alto como se pueda. A la cuenta de tres. 1, 2… alguno habrá cruzado los dedos porque las puertas del PH del Centro Cultural BOD sean insonorizadas. “Está bien, yo soy tu amiga. Estoy aquí para escucharte”, dice la Host. Viene la segunda ola de carcajadas. Una vez encendidos los motores, Rey Vecchionacce entra en escena. Su rutina versa sobre las ironías de la “caducidad”, las vacaciones, los que se van y su facilidad para incentivar al país a “despertar” enviando mensajes desde sus redes sociales mientras se sorprenden de la efectividad de un Brisol en sus trabajos de medio tiempo. La gente ríe. Excelente.
Los poetas tienen la musa, los gitanos tienen duende y los comediantes poseen lo que Claudio Nazoa denominó “el ángel”. Sin ángel no hay micrófono, no hay pachanga. El ángel es la chispa que provoca el cosquilleo de la risa a través de la palabra, y Vecchionacce (ReyPelao) lo tiene. Vuelve la Vero, ha encontrado un talla 44 entre la población masculina. Lástima que la novia lo tenga tan bien amarrado por el brazo.
Es el turno de Alejandra Otero, campanita luciendo un afro. Sí, es la nieta de Miguel Otero Silva pero su mayor talento no es la pluma sino una elaborada, dinámica y peculiar danza de cejas. En Ale, el ángel se manifiesta en el dominio de la voz: desde su imitación de una amiga con una “sinusitis eterna” hasta el membrete discursivo de María Corina Machado, la voz y la expresión están bien controladas y simpatizan a los asistentes, que se reclinan aplaudiendo en sus asientos. La Vero acude a despedirla con un choque de palmas. Sus bits de este intermedio se basan en las relaciones amorosas. ¿La cereza del pastel?: “¿Ustedes son novios?”, pregunta a una pareja del centro. Ambos asienten. “Bueno, todo lo que tú le haces a tu novio en la cama, tu mamá se lo ha hecho a tu papá”. Bombazo de agua en la cara con lluvia de aplausos.
Finalmente, Víctor Medina, más conocido como Nanutria, sube al escenario con una gran decepción: la gente ha destruido el Whatsapp gracias a su enfermizo gusto por crear múltiples grupos de conversación. Muy bien. Tiene la atención del público y resuenan las primeras risas. Pero hay algo que la sala está esperando. Aguzan los oídos, entrecierran los ojos. Nanutria dice “¡No hay ningún m-mo-mono desgraciado…!”. Listo. Oficialmente la catarsis está completa. El show ha sido un éxito.
En honor a la última presentación, los artistas se inclinan sobre el escenario y realizan el imperdible selfie grupal. “Muchísimas gracias a todos por venir”, concluye la Vero, y el ángel de la comedia cierra las puertas.
Pase de Prensa bleh-bleh-bleh.
No recuerdo la fecha...
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Ni que nos vayamos, nos podemos ir: ¿un escenario para las alegrías tristes?
Hay alegrías tristes…
Ni que nos vayamos, nos podemos ir – Lupe Gehrenbeck
Hay un pez en el centro del pendón. Por la boca cuelga de un garfio al tiempo que una mano pareciera jalarlo de vuelta a la franja azulada (¿el mar?) que cubre el borde inferior de la publicidad. La imagen posee un mayor efecto lumínico que el fondo que la acompaña, superponiéndose con ánimos de incógnita en un despeje donde, en principio, pareciera no tener cabida. “¿Qué le transmite a usted ese pez?” pregunté a varias personas que ingresaban a la Torre del B.O.D durante una tarde que amenazaba con lluvias. Algunos intentaron establecer una relación entre la figura y el título de la obra: “…es como pez fuera del agua. Te jalan y están enganchando, no hay salida. Ni que nos vayamos, nos podemos ir”. Para otros, el pez era un sinónimo de escasez, y también había quien no percibía ningún vínculo entre obra e imagen: “Para mí el pescado no tiene nada que ver con la obra, pero como es algo raro invita al espectador a acercarse y ver de qué se trata”.
Y así fue como me dirigí a la Sala Experimental del Centro Cultural con una intención peculiar: encontrar el pez.
Dieron sala aproximadamente a las 3:40 p. m. Mi asiento era el último de la fila D, en la zona 2. El escenario es pequeño y la escenografía no es ni más ni menos que la de una casa (casi) lista para embalar. La iluminación es tenue y ambarina, a medida que va entrando el público es posible escuchar voces femeninas tras bambalinas.
Entre los asistentes se cuentan varias parejas, adultos mayores y un par de jóvenes que fueron a acompañar a la familia.
Hasta que entró ella.
Aunque andaba algo encorvada no pasaba desapercibida: estaba sola y su asiento era el segundo, de derecha a izquierda, de la primera fila. Justo en mi zona. Para el que está solo el tiempo parece transcurrir a un ritmo más lento que el resto del mundo. La mujer se cruza de brazos, se peina el cabello, contempla el escenario. A sus espaldas el público conversa, hace chistes, incluso no falta el sonido de envoltorios de golosinas a pesar de que el guía de puerta previno sobre abstenerse de consumir alimentos en la estancia.
De súbito, la otra. Muy pocos la vieron llegar. Simona Chirinos (Alberta en esta pieza) se movía con un sigilo que hacía pensar que tenía una contextura de algodón. La actriz arrastró una silla y se sentó de espaldas al quórum (por los parlantes sonó el anuncio del Centro Cultural sobre evitar bebidas y alimentos en la sala); comenzó la obra.
No es de extrañar que la obra de Lupe Gehrenbeck, puesta en escena bajo la dirección de Oswaldo Maccio, esté presentando una segunda temporada. Cualquiera que aún tenga la disposición (¿la voluntad?) de hacer país y conozca los achaques de la nostalgia comprenderá que lo amerita, y también entenderá por qué Caridad Canelón ganó el premio Isaac Chocrón a la Mejor Actriz con su papel de Elvira. Ni que nos vayamos, nos podemos ir es un drama que se mete directo en la cuarta pared: personajes que interactúan con el público, que se cuelan en las transiciones espaciales, que se niegan a ponerle precio a los recuerdos y miran con celo el boleto de ida…solo de ida, cuando lo que más quieren es estar de vuelta: “Me da miedo la mar, porque quiero regresar. Y si quiero regresar ¿para qué me voy a marchar?”, cita el cuento favorito de Carolina (Gladys Seco), la hija que se ahogó de tanto país y reside en Miami, manteniendo contacto virtual con la madre e invitándola constantemente a que vaya a pasar unas “vacaciones” con ella y sus hijos.
¿Es Carolina el garfio que trata de sacar al pez del agua? Podría ser una lectura pero ¿Quién jala del otro lado?
(Miro a la mujer que vino sola. A su lado se sentó una pareja. Se ríe cuando el humor de la obra la embarga, se encoge en su asiento una vez que las luces azuladas de los momentos melodramáticos la sobrecogen; hinca los dedos en sus antebrazos al escuchar “Son chispitas”, del compositor Otilio Galíndez, en la interpretación coral del elenco: Estrellitas fugaces/ parecen tus ojos/ que a veces me miran mezquinos...)
Es válido imaginar que Candelaria (Nattalie Cortez), la otra hija de Elvira, la que eligió quedarse, es la mano que jala al pez: “¿Si se va todo el mundo quién va a hacer el país?”. Y todos siguen con los ojos a Elvira, a Caridad Canelón; en su bata de seda, con sus manos pequeñas que acarician las memorias empolvadas entre los objetos, la izquierda se aferra, se acaricia con angustia el mentón y la frente; la derecha es firme, reprende, señala. Todos siguen las intensidades de su voz que parece a punto de quebrarse en los momentos precisos…y para ciertos rostros se hace inevitable no quebrarse al unísono.
Si en algún instante de la pieza apareció un espejo y usted no se reflejó en él, entonces es que no vio la obra.
Me pregunto: ¿Es Elvira el pez que fui a buscar? ¿O soy yo misma? ¿Acaso somos todos?
La obra termina del mismo modo en que inició: con una sutileza que hace vacilar los aplausos. Entonces sale Gladys Seco a hacer la reverencia de despedida, ya no hay dudas. La obra ha sido un éxito y la respuesta es una ovación de pie (Canelón destaca la presencia de María Laura García –A tu salud- en el público y agradece la asistencia).
Pero esto no ha acabado todavía. Espero a que la sala se desocupe y me doy cuenta de que la mujer que vino sola hace lo mismo. Vencida por una corazonada le doy alcance al salir. Hago la pregunta de rigor: ¿Qué le pareció la obra? “Me gustó mucho” (ambas tenemos los ojos húmedos). Hurgo un poco más y le hablo del pendón, me contesta que en realidad no se fijó en el pez sino en el título: “Mis hijas viven afuera y pelean igual que las de la obra. Una tiene 14 años en el extranjero, otra 15 y la otra como 17. Todas se la pasan diciéndonos a mi esposo y a mí que cuándo nos vamos…pero yo no me quiero ir y él tampoco”.
Se despidió de mí con cariño, yo correspondí agradecida. Tomando nota mental de nuestro encuentro admiré, presa de una certeza nostálgica, de una “alegría triste”, cómo el pez que había ido a buscar se marchaba.
Caracas, 20 de septiembre de 2015.
Crónica para el taller “La peor butaca, por favor” del programa Pase De Prensa que auspicia el BOD.
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“La ciudad de Luzbel” (Fragmento)
...«Luzbel es lenta —siguió el parroquiano—. Desprecia la pasión confusa que omite detalles y precipita los movimientos, en torpe entrevero. Luzbel ama la pasión lenta, larga, que se detiene, morosa, en cada poro. Luzbel pulsa como quien pesa. Palpa como quien no tiene ojos. Mira, a veces, la pared. Pero no es vista: el amante enfebrecido se sumerge, ciego, y no ve, no oye. Jamás mira alrededor; alrededor: los lugares en los que Luzbel, lenta como un siglo, teje su tela de araña, enhebra hilos, tuerce cordeles. Luzbel es lenta. Mientras el agitado amante se hunde en las fuentes, es posible que una de sus manos libre —con la otra guía la cabeza inmadura del viajero— trace signos en la pared. Escritura que el apresurado no verá. Esté atento a esos símbolos, tanto como a sus corvas. Porque en algún momento Luzbel se derrama en cascada. La lentitud de Luzbel es generosa. Cuando se han recorrido todos sus caminos, intervenido en sus puertas, deslizado suavemente por sus galerías, Luzbel se estremece hasta siete veces. Alguien dice hasta setenta veces siete. Como esos temblores de tierra que empiezan a oírse lejos y retumban difundiéndose cada vez en una superficie mayor; como los truenos que repican a la distancia y su eco crece, golpea la tierra, estremece los árboles, arranca los pájaros del nido. Los ecos de Luzbel se escuchan como tambores en el pavimento de la ciudad, cada vez más fuerte. El golpe de una lonja, hondo y repetidor.»
Nunca (me) falta Peri Rossi en uno de esos delirios nocturnos que acontecen bajo la piel de una india con el alma fragmentada.
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Margaritas
Una margarita no es una flor, es un millar en cada una. Algo que no aparenta, un receptáculo tremendo de los más variados bichitos propagadores de vida y buen gusto.
Jaime López-Sanz, en una correspondencia electrónica del 3 de julio de 2012.
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DO NOT FALL IN LOVE WITH PEOPLE LIKE ME
Ilustración: Chiara Bautista (Milk)
Do not fall in love with people like me.
People like me will love you so hard
that you turn into stone,
into a statue where people come to marvel at how long
it must have taken to carve that faraway look into your eyes.
Do not fall in love with people like me.
We will take you to museums and parks and monuments
and kiss you in every beautiful place
so that you can never go back to them
without tasting us like blood in your mouth.
Do not come any closer.
People like me are bombs.
When our time is up, we will splatter loss all over your walls
in angry colors that make you wish your doorway
never learned our name.
Do not fall in love with people like me.
With the lonely ones.
We will forget our own names if it means learning yours.
We will make you think that hurricanes are gentle,
that pain is a gift.
You will get lost in the desperation, in the longing
for something that is always reaching,
but never able to hold.
Do not fall in love with people like me.
We will destroy your apartment.
We will throw apologies at you that shatter on the floor
and cut your feet.
We will never learn how to be soft.
We will leave.
We always do.
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Cadáver exquisito
Y...mientras el grupo tocaba
magia, había magia en esos ojos verdes
entonces, apareció el gran hechicero
porque para nosotros -morsos de pura cepa- un “hasta nunca” es solo el comienzo del juego...
“¿Por qué pasa eso?”, pensó el niño desde su habitación
“Flor de Jamaica”, otro recuerdo, otro futuro creado...
¡Estoy de acu...cu...cuerdo! Pero ya no re-cuerdo.
¿Cuántos silencios logra estallar la cebada? una novia de verde,
verde,
verde
Toda, es que TODA buena intención está mal intencionada
(Y sobre ella había una estrella, la más brillante ¿cuál es tu deseo?)
Sucedió esa mañana, cuando el sol rehusaba salir
Un beso más, ¿me querrás mañana?
Y por eso te invito a que, agarrados de la mano, gritemos en silencio
En mi boca hay miles de cuellos de cisne, en la tuya, cientos de margaritas...flores de mil flores, pero ¿respuestas?
¡Ya! ¡Cállate! ¡No quiero creerte!
Tengo un secreto, una piedra de mar, una estrella, una lágrima...tu decisión será mi sonrisa o...
Está bien, pero ¿sabías que sin agua las nubes no lloran en invierno?
Marzo 13, 2015.
Dos locos... en La Patana.
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Alberto siempre sabe cómo joderme
...
Te regalé un libro de Idea Vilariño:
te estoy llamando amor
desde el pozo asfixiante del recuerdo
lo subrayé en rojo
marqué las páginas varias veces
y fracasé
También fui hacia todos tus amigos
buscando olerte en sus camisas
que supieran que aquí estoy sin ti
que me vieron está flaco
triste raro está
pobreciiito
Luego descubrí
que no tenías lugar para estar sola
(ese nunca fue tu fuerte)
un novio con el que vas dijeron
vas del brazo
el brazo el codo el culo los labios
las muñecas y
supe por un chisme que eras feliz
y me quedé mes y medio en un crucero
por los bares de Caracas
gritando que me voy
que tu corazón como una mosca
(un sexo que pasa rozando los manteles)
dura un solo día
Alberto Barrera Tyszka (mi poeta sanguíneo); en un largo fragmento de “(Supe por un chisme)”, poema contenido en La inquietud.
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Entre líneas
Te voy a nombrar como lo hacen todos
para volverte ajeno, impersonal;
remover los trozos de piel -tus
que siguen adheridos a mi espalda.
Las curitas son nefastas, Alexander,
parece que van a juntar la carne, cerrar la herida,
pero todo lo que hacen es sancochar el cuero,
llamar al pus y convertirse en un pegoste que acaba
por generar más dolor cuando se arrancan.
Quiero joderte la mano derecha.
Quiero abrirte el pecho, extraer el corazón
y cubrir el vacío con mucho algodón de azúcar rosa
para que sientas cuán dulce puede ser la ausencia
hasta que se deshacen las nubes.
No. Esto no es un poema.
Soy yo, hablando entre líneas,
para entender la pausa
en que nos convertimos.
N.
♥ in ink with acrylic paint texturing
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