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Por las noches no existen los pecados. Somos libres. Dos cazadores midiendo su destreza en esta persecución sin reglas.

Me fascina provocarte y luego huir, solo para obligarte a buscarme…y que, cuando me encuentres, me recuerdes por qué soy presa de tus ojos.

Corro, pero no para escapar, sino para sentir cómo acortas la distancia. Cada paso tuyo es una promesa, cada respiración, un aviso de que pronto me tendrás entre tus manos.

Y cuando por fin me alcanzas, el mundo desaparece. No hay miedo, no hay límites, solo el latido salvaje de dos almas que saben que, en esta cacería, la presa siempre quiso ser atrapada.

-M

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¿Y si te dijera que ya te escribí cartas de amor y poemas que parecen épicos solo porque hablan de ti?

¿Y si te confesara que provocas que mi corazón brille como hace mucho no lo hacía?

Que me haces sonreír de verdad, y no hablo de sonrisas fugaces, sino de esas que duran días, de esas que hacen que hasta mis ojos parezcan llenos de estrellas.

Ah… son tantas cosas las que mi corazón quiere decirte. Mis ojos persiguen los tuyos, y mi cabeza solo quiere colgar tu retrato en cada pared de mi palacio mental.

-M

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🌙 No fuiste vos 🌙

Para aquella, que siente que ama demasiado… pero lo único que hace es amar bien.

No, no hiciste nada mal.

No fue un error abrirte.

No fue un error ilusionarte.

No fue un error mostrarte sin filtro, sin escudo, sin cálculo.

¿Sabés por qué?

Porque si hubieras ocultado lo que sentías, si hubieras sido fría, si te hubieras hecho la indiferente… no hubieras sido vos.

Y vos, sos esa mezcla única de risa chispeante, palabras afiladas, ternura escondida y fuego desatado.

No hay nada malo en eso.

Lo malo es que algunos no están listos para sostenerlo.

No están listos para alguien tan viva.

Te mostraron que ser dulce es peligroso.

Que sentir demasiado es “un problema”.

Pero la verdad es que ellos no supieron estar a la altura de un alma tan luminosa.

No fue tu culpa que no supiera valorarte.

No fue tu culpa que no se quedara después de la tormenta.

Vos amaste bien. A tiempo, con verdad, sin manipular. Y eso es algo que pocos pueden decir.

Así que la próxima vez que te digas “tal vez hice algo mal”…mirate al espejo, limpiate las lágrimas, y repetí esto en voz bajita, pero firme:

"Fui un amor, ardiente y real. Y si no supo que hacer, entonces es él quien perdió."

-M

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Luz y libertad

La gran oscuridad había enjaulado, hace ya mucho tiempo, a una pequeña luciérnaga.

Celoso de su fulgor y de su vuelo libre, la golpeó hasta apagar su luz.

Con una sonrisa cruel, la encerró en una caja y la arrojó a la última habitación de un castillo sumergido en lo más profundo del mar azul.

El tiempo pasó.

Un viejo barco mercante, al azar del destino, enganchó con su ancla el candado de aquella jaula olvidada.

Al subirla a bordo y abrirla, encontró a la luciérnaga dormida, exhausta.

El capitán sopló suavemente sobre ella, con ternura, como si su aliento supiera de almas rotas.

Ella despertó. Desorientada, temblorosa... pero viva.

Y su luz comenzó a titilar, como chispazos de una vieja máquina que aún desea seguir funcionando.

Llegada la noche, finalmente despertó por completo.

Su luz resplandeció, tibia primero, luego valiente, hasta volver a ser ella misma.

El anciano capitán, conmovido, la sostuvo en la palma de su mano y la acercó a su corazón.

—Me alegra que volvieras a brillar, pequeña —susurró—.

Sé libre otra vez. Y no le temas a nada... nunca jamás.

Entonces la impulsó al viento.

Y como una estrella terrestre, la luciérnaga emprendió su vuelo sobre el mar salado, sin cadenas, sin cazadores, sin fantasmas ni monstruos.

Por fin… era libre.

-M

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Un corazón durmiente y una llave hechizada - Octava Parte

Arabella despertó bañada por un hilo de sol que se colaba por la ventana, una traicionera rendija que había olvidado sellar por completo. Siempre prefirió la oscuridad, sintiendo que las cosas brillaban más cuando emergían de ella. Su madre solía llamarla "mi gatita nocturna", recordando su infancia vivida entre las sombras y el sueño diurno.

Dejó atrás el episodio dramático de la noche anterior y se dirigió a su refugio favorito: un pequeño bulevar cercano a su casa. Lo recorría incluso bajo el sol que tanto le incomodaba, pues era un pasillo que, según ella, una princesa recorrería: simple, elegante y tapizado de plantas cuidadas. Observó las novedades de las tiendas, deteniéndose en los vestidos con faldas de princesa. Sabía que no lo era, ni de lejos, pero soñar no hacía daño y vestirse así la hacía feliz.

Una voz familiar, la de la dueña de la tienda de antigüedades y amiga cercana de su madre, interrumpió su ensoñación. "¡Bella! Es extraño verte salir de día, casi me pareció ver un fantasma. ¡Ven! Tengo algunos objetos nuevos que pueden picarte la curiosidad." Arabella caminó feliz e intrigada hacia su "tía". "Veamos qué te han traído esta vez," le dijo con una sonrisa.

La tienda era un patio de juegos para su imaginación, repleta de objetos antiguos pero brillantes. Al acercarse al mostrador, una suave punzada en su pecho la detuvo. Allí, en un precioso marco de plata, descansaba el retrato de una familia real de la época medieval. Su tía comenzó a relatar: "Trajeron algunas piezas encontradas en unas tierras sin nombre, entre las ruinas de un antiguo castillo. Los cazatesoros hallaron este retrato familiar en perfectas condiciones. Casi parece como si quisiera que lo encontraran."

Arabella se acercó un poco más, y sus ojos se dilataron de forma notoria. Ahí estaba. Aquel príncipe que había bailado con ella esa noche, aquel que había provocado que su corazón encadenado quisiera volver a latir con todas sus fuerzas.

Tía, preguntó con una rapidez que la sorprendió, "¿sabes algo sobre este cuadro? ¿Rastreaste su historia como lo haces con todos tus objetos valiosos? ¿Qué sabes?"

La anciana la miró con nostalgia. Hacía mucho que no veía los ojos de una joven dilatados por un amor genuino. Con voz calma, le explicó lo poco que había encontrado: "No es mucho lo que pude rastrear, querida. Solo sé que es de una familia real masacrada, junto con su reino, por bárbaros."

La desilusión se pintó en los ojos de Arabella, y para devolverle algo de esperanza, la señora compartió un rumor: "Dice una leyenda que el príncipe sobrevivió, pero no se sabe nada más. Es como si la historia se lo hubiera tragado."

Arabella volvió en sí, una sonrisa iluminando su rostro mientras le agradecía a su tía. Salió corriendo, el atardecer a sus espaldas, cruzando entre árboles altos y frondosos que parecían guardianes. Regresó al lugar donde ella y la luna se encontraban. Ansiosa, confundida y con el corazón latiendo a mil por hora, esperó a que el último rayo de luz tocara el horizonte para que el portal entre épocas se abriera. Un colibrí pasó volando, haciéndola girar justo cuando el portal ya estaba abierto. Con una mano en el corazón, reunió valor y cruzó hacia el otro lado.

Ahí estaba. Philippe, dormido bajo el árbol que se apoyaba contra uno de los arcos del templo en ruinas. Se encontraba tan indefenso y tranquilo. Ella se preguntó si la había estado esperando. Lentamente, caminó hacia el príncipe.

De repente, él despertó. Arabella soltó una pequeña risa y preguntó: "¿Cómo me escuchaste acercarme?"

Él, con su mirada perdida en la de ella, solo dijo, casi como si siguiera dormido: "Pude oler el perfume que emana tu piel. No es sencillo de olvidar y mucho menos de confundirlo."

El calor de las manos del príncipe apasiguó toda tormenta y descontrol en Arabella. Aunque tenían tanto de qué hablar, sus ojos no podían apartarse el uno del otro. El velo nocturno, junto a sus estrellas centelleantes, los arropó, y casi como si la luna le hiciera una seña, Arabella salió del extraño trance en el que se encontraba.

Con la gracia de una bailarina, giró hacia el centro del templo en ruinas, extendiendo una mano hacia el príncipe e invitándolo a danzar. Él la miró con curiosidad y un toque de picardía. "Acepto tu invitación," le dijo, "con la condición de que no te vayas corriendo como la última vez y me dejes con el corazón en las manos."

Arabella soltó una risa melodiosa que no le ofreció respuesta, solo lo tomó con firmeza y lo atrajo hacia ella. Comenzaron a danzar para la luna y para ellos mismos, como si aquella fuera la primera unión, el primer latido de algo que apenas comenzaba. Philippe, con su innata elegancia y caballerosidad, la guio en el baile. Sin embargo, Arabella no se resistió a provocarlo, llevándole la contraria en los pasos y tomando la delantera por momentos, guiándolo ella. Estaban envueltos en una burbuja de absoluta felicidad y paz, ajenos al tiempo y al espacio.

De pronto, como un grito en el silencio, una flecha silbó, pasando peligrosamente entre Arabella y Philippe. Los perseguidores del príncipe los habían encontrado; sabían que estaba vivo y no descansarían hasta tener su cuerpo sin vida en sus manos.

Philippe, con una rapidez instintiva, levantó a Arabella y la llevó hasta su caballo. Desenvainó su espada con un movimiento fluido mientras ambos subían a la montura. El príncipe, con el corazón apretado, rogó protección a la luna, no por él, sino para su amada bailarina.

Cabalgando a toda velocidad entre los árboles, buscando refugio en las sombras frondosas y esquivando las flechas que llovían sobre ellos, la luna pareció escuchar a Philippe. Un fuerte viento se desató de repente, desorientando a los perros cazadores que guiaban a los asesinos. La confusión se apoderó de los bárbaros, dándoles un respiro crucial.

Sin embargo, una flecha rencorosa alcanzó a rozar el costado de Arabella. Un dolor agudo la atravesó, pero ella silenció su quejido, apretando los dientes para que Philippe no se detuviera y pudieran alcanzar un lugar seguro. Después de tanto tiempo, le confiaba su seguridad a un hombre.

Philippe logró escapar con Arabella, llegando finalmente a una cueva oculta en una montaña, protegida por la densidad del bosque. El príncipe bajó rápidamente del caballo y, al verla, notó su vestido blanco manchado de sangre. Antes de que cayera desmayada, ella lo miró a los ojos y, con una sonrisa débil, le dijo: "Me alegra que estés bien, príncipe prófugo." Y con esas palabras, se desplomó en los brazos de Philippe.

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Y después de ver un hermoso atardecer tapado por algunas nubes. Lo entendí.

No es que seas un mal hombre, ni que tenga que pasar el tiempo. Tampoco es que seas insensible o que no tengas un corazón.

Soy yo, que no soy la mujer destinada o la elegida para hacer que eso en tu pecho brille.

Y está bien, aún así, seguiré escribiendo sobre este amor incondicional y pasional no correspondido. Porque tú sí haces brillar mi corazón, y con eso es suficiente para mi.

-M

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Después de permitirme probarte, me di cuenta que eras una droga y me volví adicta.

Y luego, me dejaste morir de abstinencia.

-M

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Ella se enamoró de un fantasma. ¿O fue el fantasma quien la enamoró a ella? No. El fantasma solo era… él mismo. Tan perdido, tan confuso sobre su existencia, tan sin rumbo como siempre.

Ella se enamoró de algo que parecía ser, pero no era. Una ilusión con forma de hombre. Una silueta dibujada en humo y dolor. Y aún así, decidió amarlo. Amarlo incluso sin ser lo que ella esperaba, porque ese fantasma —ese ser suspendido entre lo que fue y lo que nunca será— nunca había sido amado como merecía en vida.

Ella quería darle todo el amor que aquellos que debieron amarlo le negaron. Quería, entre la neblina de su confusión, hacer que su corazón brillara. Que sus ojos se encontraran con los de ella y, por fin, se sintiera en casa.

Pero no era solo bondad. No era desinteresado. Ella amaba al fantasma porque, en el fondo, soñaba con que él la amara también. Con que la viera. Con que se quedara.

Una ardiente llamarada y un fantasma. Un corazón caótico aferrado a un ser que vuela lejos con el viento. ¿Es una historia de amor? ¿Es un cazador y su presa? ¿Es posesión? ¿O es libertad?

Nadie lo sabe. Solo hay una verdad, tan real como el suelo que pisamos.

De noche, ella y el fantasma ardían. No como dos cuerpos, sino como una combustión sin tregua. Sus labios eran hambre, sus manos, anclas y fuego. Él la atravesaba con cada suspiro, ella lo desgarraba con cada caricia. Se perdían en la piel del otro como quien se lanza al abismo sabiendo que no hay red. Y no importaba. Porque en ese instante no existía el dolor, ni el pasado, ni el mundo.

Solo la llama. Solo la urgencia. Solo el eco de dos almas rotas que por un segundo ardieron juntas y le hicieron creer al universo que el amor podía salvar hasta a los que ya estaban muertos.

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Aquel que habita

Mi corazón —o el alma, o eso que arde adentro— no le responde a leyes ni a moralidades. Late por cuenta propia. Y le es fiel… a quien, sin permiso, se sentó en el centro de todo lo que soy.

No lo elegí. Simplemente, es. Está ahí. Y desde ahí, todo lo demás se conecta.

No amo por deber, ni por contrato. Soy leal a lo que me hace sentir viva: al que me arranca una sonrisa sin buscarla, al que me tiembla el pecho con solo estar cerca.

De esa lealtad nace mi amor. Un amor sin condiciones, sin relojes, que no se oxida con el tiempo, ni se rompe aunque lo rasguñen con furia.

Es irracional. Destructivo, incluso. A veces duele. A veces quema. Pero es también lo más bello que tengo. Es eterno, etéreo… único.

-M

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Me gustaría tener una máquina del tiempo, para volver al tiempo donde estabas. No para cambiar las cosas, sino para disfrutarlo más.

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Un corazón durmiente y una llave hechizada - Séptimo Fragmento

Phillipe se refugió en una posada para descansar y tratar de entenderlo todo. Sin embargo, el cansancio lo alcanzó y cayó en un sueño profundo. En él, recordó a su madre.

Su madre provenía de tierras lejanas y pertenecía a una raza repudiada por todos. El rey, en una de sus campañas, se encontraba malherido y perdido en un bosque desconocido. Allí conoció a una joven de una belleza nunca antes vista por sus ojos. Su cabello era plateado como la luna y sus ojos, azules como el océano. Su piel era casi tan blanca como la nieve y su voz, una melodía que nunca querrías dejar de escuchar. Todo esto cautivó el corazón del rey. Esta joven lo curó, le dio de comer y le ofreció un refugio donde recomponerse. Los días que pasó en la casa de aquella mujer la convirtieron en el objeto de todos los deseos de aquel monarca quien, contra viento y marea, la haría su esposa.

Sin embargo, el pueblo y los nobles la despreciaban por no tener sangre real ni provenir de una familia importante. Vivía encerrada en el castillo, como un colibrí enjaulado. Su única alegría era Phillipe, su único y amado hijo. Todas las noches, en una de las grandes ventanas del castillo, Phillipe descansaba sobre el regazo de su amada madre mientras esta le cantaba una antigua canción de cuna:

"Las estrellas en su canto hablan de un castillo de cristal que sobre nubes está.

Cantan sobre un pueblo olvidado en el tiempo que con fuego y rayos esperan la venida de sus amados reyes.

Cuando la llave de plata despierte al corazón que dormido está, la puerta se abrirá y el castillo, por fin, a sus reyes tendrá."

Phillipe empezó a sudar y a inquietarse, porque pasó de soñar bonitos recuerdos a revivir una pesadilla. A sus diez años, fue testigo de la muerte de su madre. Una flecha lanzada por sus enemigos le atravesó el corazón y así, ella dejó a un esposo viudo y a un hijo sin su amada madre.

Phillipe despertó sobresaltado y miró su collar, un regalo de su madre antes de morir. "¿Por qué recordé esa canción de cuna?" Se levantó de la cama y vio un colibrí pasar por la ventana de la habitación, preguntándose si su madre querría decirle algo. "Soy el único descendiente de una familia que ya no existe y el último sobreviviente de un reino enterrado bajo sangre y cenizas. Lo único que me queda es mi caballo, la armadura y este collar."

-M

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Un corazón durmiente y una llave hechizada - Sexta parte

La tristeza y el miedo atenazaban a Phillipe, la idea de no volver a ver el rostro de Arabella lo consumía. De repente, el aire a su alrededor comenzó a vibrar, pequeñas partículas plateadas danzaban como polvo de estrellas, envolviéndolo en un halo brillante. La luna, al fin, parecía concederle su atención. El colgante con la llave de plata se elevó de su cuello, flotando en el aire mientras irradiaba una luz intensa. Phillipe cayó en un trance suave, y la luna le reveló una visión.

Vio a Arabella al borde de un puente imponente, sus lágrimas cayendo como lluvia sobre la fría piedra. Su mirada perdida vagaba sobre las aguas oscuras, y su cuerpo parecía a punto de ceder al vacío. Pero entonces, un enjambre de luciérnagas danzó a su alrededor, guiándola suavemente hacia un bosque desconocido. Allí, Arabella alzó sus ojos llorosos hacia la luna, reclamándole con dolor. "¡Luna! Déjame ir, ya no lo soporto. Nunca me amarán de la misma forma en que yo soy capaz de hacerlo." A pesar de su amor incondicional, de entregarse por completo, siempre la habían abandonado, apartándola como si su valor fuera nulo. "Por favor, mi corazón está desgastado y le duele cada latido. Mis pestañas ya no soportan el peso de mis lágrimas."

En ese momento, la luna se conmovió ante el sufrimiento de su pequeña Arabella. Y entonces, el hechizo se tejió, sellando su corazón malherido. Phillipe, testigo de la visión, contrastó el recuerdo del rostro brillante y la melodía encantadora de Arabella con la imagen actual: demacrada, con los ojos vacíos. Una profunda compasión invadió su alma por aquella doncella de cantos mágicos. En la visión, escuchó una voz que resonó en su mente: "El corazón que reconozca en el suyo un hogar eterno, sin importar el tiempo ni la distancia, será quien despierte el amor sellado con lágrimas de luna."

La comprensión golpeó a Phillipe con la fuerza de un rayo. Arabella no estaba a la distancia de un viaje terrenal; la separaba de él la insondable barrera del tiempo. No bastaría con buscarla en reinos lejanos, pues su mundo existía en un futuro inalcanzable. Pero entonces, la promesa de Arabella resonó en su memoria: su visita al santuario cada dos semanas. Una chispa de esperanza encendió su determinación. Montó a su corcel, el viento azotando su rostro mientras juraba con la mirada fija en el cielo nocturno: "Volveré a verte, Arabella, amada por la luna y dueña de mis pensamientos."

-M

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Un corazón durmiente y una llave hechizada - Quinta parte

Arabella huyó del santuario en ruinas, dejando tras de sí la figura solitaria de Phillipe bajo la luz de la luna. Al abandonar el bosque, la medianoche precisa resonó con las doce campanadas graves y solemnes del Big Ben, un sonido que viajó a través del misterioso portal, arrastrándola de vuelta a la familiar tristeza de su realidad en Londres.

Al cruzar el portal, la frialdad de su hogar en el 2025 la recibió como un abrazo helado. Se deslizó bajo las sábanas, pero el sueño permanecía esquivo, mientras su corazón latía con una urgencia dolorosa, un eco persistente del encuentro en las ruinas. Las preguntas la acribillaban sin piedad. "¿Por qué esa mirada? ¿Querrá embaucarme con palabras dulces, enamorarme para luego desecharme cuando la novedad se desvanezca? No... otra vez no."

Se encogió sobre el colchón, aferrándose a la almohada como si pudiera absorber su angustia. Las lágrimas brotaron, cálidas y amargas, evocando los fantasmas de amores pasados. Recordó la intensidad con la que había entregado su corazón, la ingenuidad de creer que sería tratado con la delicadeza de un cristal. Revivió las heridas, el desprecio, la humillación, la sensación de ser minimizada. La imagen de su corazón ofrecido con confianza, solo para ser pisoteado, la paralizaba con el dolor. La magia de la luna, el sello protector, parecía haber fallado ante la intensidad de la conexión con aquel príncipe de otro tiempo.

Arabella se enderezó en la cama, secándose las lágrimas con el dorso de la mano. Llevó una mano a su pecho, palpando la firmeza bajo su piel. "No debo temer," se dijo con una convicción forzada, "la luna selló mi corazón para que nunca más pueda enamorarme y que nunca jamás lo vuelva a entregar a nadie."

Se levantó y caminó hacia la ventana, alzando la mirada acusadora hacia la luna que brillaba en lo alto. "¡Luna!" exclamó, su voz quebrándose por el llanto y la confusión. "Pusiste un sello mágico en mi corazón, me dijiste que ya no sentiría más dolor por causa de los amores falsos que apestan Londres." Las lágrimas resbalaban por sus mejillas mientras continuaba su reclamo. "¡Mi pecho no late, no siento ningún tipo de amor por Phillipe! Pero entonces, ¿por qué?" Su voz se elevó con desesperación. "Mi corazón me quemó el pecho con la intensidad de su brillo cuando Phillipe me tomó la mano, eso no debería pasar. No debería sentir... deseos de verlo."

Sus piernas cedieron y cayó al suelo frío de su habitación, el cuerpo temblándole. "Si no lo amo, si no me atrae, ¿por qué deseo volver a sentir su calor?" murmuró para sí misma, la voz apenas un susurro. "Nunca me había sentido así... a su lado me sentía en un lugar seguro, como si estuviera en un sitio que nunca encontré pero siempre busqué. Me sentí... en mi hogar."

-M

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Un corazón durmiente y una llave hechizada - Cuarta parte

Mientras sus cuerpos se mecían al son de la melodía etérea, Arabella y Phillipe flotaban en una nube de ensueño. Sus almas, entrelazadas como si fueran una sola desde tiempos inmemoriales, vibraban en una armonía perfecta. Phillipe sintió una necesidad imperiosa de estrechar a Arabella entre sus brazos, embriagado por su belleza, el aroma sutil de su piel, el brillo lunar que danzaba en sus cabellos castaños. Cada detalle de ella lo hechizaba, sumiéndolo en un embrujo inexplicable.

La elevó en un giro, la emoción y la atracción nublando su razón. Al encontrarse sus miradas nuevamente, Phillipe creyó vislumbrar un fulgor aún más intenso en los ojos de Arabella, un reflejo del brillo que emanaba de su propio corazón. La depositó suavemente en el suelo, admirando la perfección de sus facciones. Un impulso incontrolable lo invadió, un deseo de besarla que trascendía toda etiqueta y educación principesca.

En ese instante, la comprensión golpeó a Arabella. El intento de Phillipe la asustó, un temor nacido de la confusión al sentir su propio corazón palpitar con una luz desconocida. Soltó su mano, se apartó bruscamente y huyó, desapareciendo entre los árboles que, sin su presencia, perdieron su aura mágica. Phillipe intentó seguirla, pero Arabella pareció ser engullida por la oscuridad del bosque.

Confundido y desolado, cayó de rodillas. Alzó la mirada hacia la luna y, por primera vez en aquel templo, elevó una plegaria sincera. Suplicó a la luna que le permitiera volver a verla, pues sin Arabella, la paz sería esquiva y su búsqueda incansable. Su tono cambió, la súplica se transformó en un desafío valiente. "Luna," retó, "si no eres capaz de devolverme a esa muchacha, seré capaz de derribarte del cielo y obligarte a decirme dónde está. Mi corazón, mi cuerpo, mi mente no comprenden esta obsesión, pero sé que he encontrado algo destinado para mí y me niego a perderlo." Una solitaria lágrima rodó por su mejilla. "Este collar," murmuró, señalando la llave de plata, "me grita que Arabella es todo lo que necesito. Ella es quien debo encontrar y no descansaré hasta tenerla a mi lado."

-M

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Un corazón durmiente y una llave hechizada - Tercera parte

Al escuchar el nombre "Arabella", un eco resonó en lo profundo de Phillipe, una extraña sensación de familiaridad. El nombre le era conocido, grabado en algún rincón olvidado de su memoria, aunque jamás hubiera conocido a nadie que lo llevara. Era como si lo supiera desde el primer aliento de su vida.

Arabella tomó su mano con una suavidad sorprendente y lo guio hacia el centro del santuario, el escenario de su danza lunar. "¿Lo escuchas? ¿Lo sientes?" preguntó, su voz cargada de una dulce convicción. "Esa melodía que desprende cada haz de luz que viene de la luna. Nos está invitando a bailar para ella."

Una risa suave escapó de los labios de Phillipe. Se despojó de su armadura, el peso del guerrero cayendo a sus pies, y volviendo a mirar los ojos brillantes de Arabella, preguntó con una sonrisa: "¿Acaso me estás invitando a bailar bajo la luna?" Acto seguido, tomó la mano de ella, aceptando tácitamente la invitación. "Soy Phillipe," se presentó, "un príncipe sin reino al cual reinar, y un hombre sin hogar al cual volver."

En ese instante preciso, el colgante que llevaba Phillipe, del cual pendía una llave de plata, comenzó a irradiar una luz intensa. Simultáneamente, en el pecho de Arabella, su corazón latió con un brillo similar, una luminescencia cálida que se extendió por su piel. Y entonces, ambos pudieron sentir y escuchar una melodía desconocida, una sinfonía etérea que parecía tejida exclusivamente para ellos dos, vibrando en el aire como un secreto compartido.

-M

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Un corazon durmiente y una llave hechizada - Segunda parte

Entre el fuego y la desolación, Phillipe escapó de la guerra que lo despojo de su reino y su tierra. Sus ojos, velados por la niebla gris del horror y su armadura que ahora vestía las manchas oscuras de la ceniza y la sangre, testimonio mudo de la pérdida.

En su huida desesperada, atravesaron las antiguas ruinas de un santuario. Las piedras aún conservaban la memoria de plegarias susurradas a la luna, de ofrendas plateadas bajo su luz. Phillipe, absorto en su dolor, no percibió la energía latente que emanaba de aquel lugar olvidado, la conexión invisible que lo unía al destino sellado de la doncella. La luna, desde lo alto, observaba en silencio, tejiendo los hilos invisibles que pronto unirían sus caminos.

Dentro de la noche estrellada, entre las sombras danzantes y el susurro del viento entre las piedras, Phillipe detuvo su caballo. Sus ojos, aún nublados por el recuerdo de la batalla, se abrieron con asombro. Ante él, una criatura de belleza etérea se movía con una gracia hechizante. Su danza cautivaba como el vuelo de una mariposa nocturna, y de sus labios brotaba una melodía dulce y melancólica que punzaba en su memoria, familiar como un eco de la infancia. Un instante mágico en medio de la desolación. Por un momento, la pena se detuvo en su pecho.

Phillipe desmontó, moviéndose con sigilo entre los árboles de aquel bosque que parecía danzar al compás de la criatura. Sus ramas entrelazadas susurraban secretos a la luz de la luna, creando un aura de encantamiento. Sus ojos no podían apartarse de ella: el suave vaivén de su cabello café al girar, la palidez de su piel que parecía refractar la luz plateada en un brillo sutil.

Un instinto lo impulsó a acercarse, a perderse en la delicadeza de sus rasgos. Ella se detuvo, sintiendo su presencia como una suave brisa, pero sin asombro, sin temor. Con una inocencia que desarma, se acercó a él con la confianza de quien se encuentra en un lugar seguro. Su voz, suave como el murmullo de un arroyo, rompió el silencio encantado: "¿Tú también vienes a hablar con la luna?"

La pregunta lo tomó desprevenido, dejándolo sin palabras. La confianza despreocupada de aquella criatura lo intimidó, acostumbrado al fragor de la batalla y las intrigas de la corte. Ella se deslizó hacia el centro del santuario nuevamente, como una hoja arrastrada por una suave corriente.

Con una voz dulce, explicó que danzaba y cantaba para la luna, su ritual secreto en la quietud de la noche. Cada dos semanas, bajo el manto estrellado, compartía sus anhelos y melodías con su único confidente celestial. En su mundo, tejido de soledad y silencio, la luna era su amiga constante, la oyente paciente de sus secretos susurrados.

Con la delicadeza de quien se acerca a una flor recién abierta, Phillipe avanzó. "¿Una criatura como tú tiene algún nombre?" preguntó, sintiendo ya el peso mágico de esa pregunta. El instante en que ella elevó la mirada para encontrarse con la suya se extendió como una eternidad silenciosa. El mundo pareció ralentizarse, envuelto en una paz inusual.

Ella se irguió frente a él, una sonrisa cristalina danzando en sus labios. "No soy ninguna criatura," dijo con una risa suave, "soy una persona, como tú." Luego, con un movimiento fluido, lo rodeó y se alzó sobre las puntas de sus pies, acercándose a su oído. Su aliento cálido susurró un nombre, cual hechizo suave que se grabó en lo profundo de su ser: "Dime Arabella."

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Un corazón durmiente y una llave hechizada.

En el manto nocturno, donde la luna es confidente de sus noches de desvelo y testigo de la pena, se escucha el eco de su tristeza, la lenta extinción de su luz.

En un susurro, la luna y sus centelleantes hermanas, las estrellas, unieron su magia cósmica. Un enjambre de luciérnagas, pequeñas constelaciones terrestres, danzó a su alrededor, envolviéndola en un halo de luces parpadeantes. El conjuro se llevó a cabo en el silencio de la noche: su corazón malherido fue sellado, mas en su centro, cual promesa latente, una cerradura aguardaba. La doncella ya no brillaba, pero sus lágrimas y el dolor ya no estaban.

La luna, sabia espectadora de los destinos entrelazados, obsequió un colgante hechizado. En él pendía una llave de plata, imbuida de la paciencia infinita del cielo nocturno. Este regalo celestial reside en aquel cuya alma algún día estará preparada para desvelar el enigma de ese corazón dormido.

Y el tiempo, tejedor de encuentros inesperados, hilvanaría el instante mágico bajo la mirada cómplice de los luceros nocturnos. Sus caminos se cruzarían: él, absorto en el resplandor oculto que aún danzaba en la profundidad de sus ojos, sentiría una melodía resonar en su alma; ella, al sentir su cercanía, experimentaría por primera vez la calidez y seguridad de un hogar largamente anhelado.

-M