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Yo fui uno de tus tantos Abriles, pero tú, tú fuiste mi único Otoño.
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01 enero.
¿Qué tengo por decirte? Todo y nada. Nada, porque contigo no se ha tratado nunca de decir, sino de sentir. Siento tanto adentro que no sé cómo ponerlo en palabras porque muchas veces he llegado a odiar la mediocridad de una palabra. Es injusto e incluso ofensivo llegar a considerar la idea de que tantísimo puede pretender caber en una simple unión de caracteres tan corrientes como los que lees ahora mismo.
Vuelvo al sentimiento inicial para buscar respuestas. Vuelvo al momento exacto en el que te vi, aquella tarde, en donde tu sola presencia me quebró en pedazos. Me atravesaste como un relámpago y te me quedaste aquí, muy profundo, desde entonces.
No fuimos humanos en ese instante. Dejamos este cuerpo, esta piel, estas manos. Juntos transcendimos más allá de este plano y regresamos en cuestión de milisegundos. Viajamos años luz buscándonos y ahí estábamos de nuevo, frente a frente. Pero ahora... ahora he visto a tu yo humano y no me ha quedado otro camino más que abrazar esa humanidad antes de volver a sentir que debo perderte y encontrarte, de nuevo, en otras vidas.
No quiero perderte de nuevo. Por favor, no de nuevo.
Quise sostenerte en medio de ese sentimiento de pérdida y de reencuentro al mismo tiempo. Míranos, atravesamos la existencia juntos, una vez más, y aquí estamos.
Me quito lo humano que hay en mí y me quedo con lo esencial solo para decirte lo mucho que te quiero. Te quiero demasiado, enorme y profundamente sería la forma de decirlo si el querer pudiera caber en alguna unidad o forma de medida, y lo sé porque lo siento en cada pedacito de mi ser.
Desde aquí te hablo, desde el sentir, desde lo que soy y no puedo realmente explicar, ni siquiera a mí misma. Te hablo desde lo que brilla en mí, muy adentro, y que brilló aún más fuerte esa tarde que te vi, y no solo brilló, sino que se estremeció por completo ante ese mínimo contacto: una mirada.
Te quiero desde ahí, cielo, desde eso que sabes que existe, y yo también, y nadie más podría entender. Hemos vivido tanto, tantísimo juntos. Hemos vivido tanto, que son experiencias más allá del tiempo conocido, de la memoria, de los recuerdos, y es algo que atesoro porque de alguna manera sé que es real. ¿Cómo podría algo tan mágico no serlo?
Todos somos luz y sombra. Todos.
He visto en ti lo esencial, lo que no puede explicarse, lo he visto con ojos que no detallan lo obvio, ni lo físico, ni lo intelectual. Lo he visto con ojos internos, con ojos dispuestos a tratar de entender lo que desafía lo lógico. También he visto en ti lo humano, lo que a veces quisiéramos obviar en busca de perfección, pero sabemos que es inútil porque debe estar ahí, debe existir. A veces pienso que debemos herirnos para saber qué tanto estamos dispuestos a soportar y cuánto decidimos que valga la pena. Debe haber un equilibrio entre esas dos fuerzas. Nos debemos también a esa oscuridad de alguna forma.
Somos entonces ese equilibro entre esa luz y esa sombra inherente a nuestra esencia, a lo que inútilmente a veces quisiéramos ocultar, pero entre más lo intentamos, más humanos nos mostramos. Es duro y doloroso entenderlo, pero necesario. Es algo que va más allá de nosotros.
Perdóname si sientes que sueno reiterativa o redundante. Simplemente estoy obedeciendo a esa necesidad necia de que entiendas lo más fiel posible esto que tengo aquí, tan adentro, tan mío, a veces tan contradictorio, tan destructivo, tan vivo, tan humano. Me ha costado mucho hilar estas ideas. Llevo varias horas tratando de hacerlo, básicamente porque concluí que contigo nunca se ha tratado de decir, sino de sentir. De eso se ha tratado todo contigo desde siempre: de sentir. Me ha costado enormemente indagar en mí y tener una certeza en cuanto a qué querer decirte de manera genuina y pura. Intenté ponerlo en voz, en enviarte un audio y me quebré. No puedo hacerlo. No aún. Tampoco había podido escribirte antes, llamarte, responderte o contactarte de la forma que fuera. He estado muy débil para siquiera contemplar esa posibilidad. De hecho, he estado muy débil para establecer cualquier tipo de contacto con quien sea.
Creo que esto es lo mejor que puedo hacer por ahora, entonces simplemente me concentré en lo único importante, hablándote más allá de mi sombra y quedándome sentada bajo mi luz: te quiero enormemente y deseo para ti lo más hermoso, puro, bello y genuino que el universo pueda ofrecerle a alguien.
Es lo que siento y deseo.
Feliz año nuevo.
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¿Cómo puede seguir sucediendo la vida de forma ordinaria luego de haber besado la magia con tus propios labios? ¿De sentirla muy en el fondo y hacerla palpable?
Es que no lo entiendo.
Me rehúso a entenderlo.
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Seguir llamándole casualidad a esto que nos sucede es minimizar el esfuerzo sobrehumano que hemos hecho para volver a encontrarnos, ¿no lo crees? Siento dentro de mí que he viajado años luz para encontrarte de nuevo; vidas, galaxias, universos enteros. Así que… por favor. Esto no es una casualidad.
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Dentro de todo lo que puedo detestar esta maldita sensibilidad que me tumba y que me hace ser así de frágil, le agradezco permitirme descubrirte. Eres una de las pocas cosas en este puto mundo que me hace sentir viva, que adoro apreciar con cada uno de mis cinco sentidos, y ese solo hecho hace que, aunque odie mi sensibilidad, la atesore de igual manera. Haces que esta puta sensibilidad valga la pena
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A: ¿Sabes? Siempre me ha parecido especial el hecho de que alguien te comparta música, especialmente música que a esa persona le gusta o le mueve fibras. De alguna forma es también compartir un pedacito de esa persona, de ese mundito en el que uno se refugia. Es como una ventanita para mirar también adentro del otro. Es algo bello. Te agradezco mucho por tomarte el tiempo de compartirme música que te mueve. De verdad lo agradezco y valoro mucho. B: Gracias a ti. A mí me encanta compartir mi música. Es como una actividad toda geek. A: Yo le pongo mucho significado. No lo hago con cualquiera. No cualquiera entiende. No sé… estoy toda trascendental y sensible. B: Tranqui. Cuéntame. Te leo lo que necesites. A: No, nada. Realmente no hay nada por decir. Solo eso. B:... ¿Sabes algo? Sí te he sentido distante desde hace un par de días. A: ¿Te gustan las alturas? ¿El vértigo? Pues… ¿Esa sensación de un gusto raro por estar frente a un vacío profundo? ¿Te agrada? B: Me agrada, sí, un poco, pero es más como por la sensación de curiosidad. A: Curiosidad, peligro, adrenalina... para quienes disfrutamos caminar justo al borde de ese vacío, tenemos quizás razones distintas. Yo adoro esa sensación. Quisiera repetir esa sensación millón veces hasta el cansancio… Hay personas que se sienten como ese vacío. Hay personas que te despiertan esa fascinación extraña, esas ganas de caminar justo entre el borde del vacío y del suelo. Tú eres una de esas personas. Por eso prefiero mantenerme al margen. B: Ah, ahora lo entiendo todo… por eso la distancia. A: Yo no lo entiendo todo, pero trato. Es un sentimiento extraño.
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Son las 09:59 am y una de mis redes sociales me recordó un día especial. Uno de los días en los que, a pasos agigantados, empezaste a entrar en este caos. Pero no solo entraste, te volviste parte de él. Todo tú.
Han pasado exactamente 365 días desde entonces. Trescientos sesenta y cinco días en los que el síndrome de Frégoli ha hecho de las suyas y me obliga siempre a sentarme frente a ti, a enfrentarte, a retarte respecto a cuánto daño podrías seguirme haciendo aunque ya no estés. ¿Cuánto daño puede seguir haciendo alguien, aunque no se lo proponga? ¿Aunque no esté? ¿Aunque ni lo note? Tú dime.
Cada recuerdo tuyo es un golpe seco en mi estómago, en el tórax, en la garganta. Me tumba fuerte, así hiciese lo imposible por ocultarlo y mentirte de frente la última vez que hablamos. Me asombra mi capacidad de ocultarlo todo a veces. Ese falso valor de decirte: “mírame, ya no me dueles”. Pero no puedo mirarte. Solo escribir. Si te miro me delato y eso habría sido aún más doloroso.
Y es verdad después de todo. Si es cuestión de pensarlo bien… ya no me dueles. No es dolor todo esto. Eres un ruido que aturde, que marea, que me deja perpleja cada vez que el volumen de ti se sube en mi cabeza. Un ruido blanco que proviene de todas partes y que pretendo ignorar, pero a veces y en momentos muy específicos se las ingenia para calar y sacarme volando fuerte, de un solo golpe.
Mientras escribo esto caigo en la cuenta de que es la primera vez de que no leerás una de mis cartas respecto a ti. Por más dolorosas o dulces que fueran siempre te las entregué, de mi puño y letra, solo para tus ojos. Era una necesidad de vida o muerte que me leyeras en todo sentido. Es como quien lucha por ser notado, recordado, para no desaparecer del todo. Es como quien guarda la esperanza de ser detenido justo antes del momento de la partida. Ahora ya simplemente… no lo harás, y aunque probablemente me dirías “no lo sabes, en la vida nada está asegurado”, créeme, lo sé. Lo siento. Estoy plenamente segura de que nunca más volveremos a cruzarnos y siempre temí a que llegara este momento. Cuando empezaras a hacer parte de este conglomerado de cartas sin entregar… es porque habría sabido que esta historia definitivamente habría llegado a su fin. Y aquí estoy escribiendo para ti teniendo la plena seguridad de que por primera vez no vas a leerme. Te has ido. Seguiste de largo como cualquier otro recuerdo.
¿Recuerdas las tantas veces que te dije que, al despedirnos, tenía esa horrible sensación de que no volveríamos a vernos nunca más? Precisamente por eso me aferraba tan fuerte en cada abrazo de despedida. Quería recordarlo todo, con cada uno de mis cinco sentidos, aunque fuese un recuerdo que hasta hoy me torturara. Aún hoy a mis treinta años me sigue sorprendiendo cómo a veces tenemos la capacidad de seguir recordando olores, sabores, sensaciones… que solo existen allí, en los recuerdos. Permanecen en ese espacio pequeño de la mente destinado a no soltar lo que en algún momento nos dio tantos motivos para aferrarnos a la vida. Recuerdo también que, al decirte aquello, siempre me mirabas y me decías “no puedes tener una relación pensando en que va a acabarse”. Generalmente simplemente callaba y seguía aferrándome a tu suéter, pero recuerdo que sólo una vez tuve el valor de responderte, de ponerlo en palabras, a lo que repliqué: “Todo se acaba, cariño. En cinco, treinta o cincuenta y nueve años… tarde que temprano acaba y pensar en ello me hace querer disfrutarla aún más”. No me dijiste nada y correspondiste totalmente el abrazo. Fue en ese momento cuando tuve la plena seguridad de que los dos compartíamos el mismo miedo: el miedo del inevitable final. Y míranos ahora, justo en el fondo.
Nos despedimos muchas veces, lo sabes. Más por mi parte. Siempre fui yo la que se despidió y siempre fuiste tú quien jamás hizo el mínimo esfuerzo por correr detrás de mí. Simplemente te dedicabas a quedarte mirándome desde tu orilla mientras me alejaba. Quizás lo hacías porque sabías que no era del todo el final. Que yo volvería siempre, y cada vez con más fuerza, porque tenías la certeza de lo mucho que te necesitaba. Nunca reparaste en decirme: “espera, no te vayas. No aún”. Quise pensar que lo hacías de esa manera porque en el fondo sentías que lo nuestro no estaba destinado a terminar pero… luego de tanto tiempo simplemente siento que realmente querías que me fuera. Que de alguna forma presentías el caos que íbamos a desatar, el dolor que nos íbamos a causar y no querías ser cómplice de aquello, pero tampoco tenías el valor de rechazarme en cada regreso.
Regresé entonces a ti, todas las veces que pude. Todas las veces que mi corazón soportó regresar, aunque destrozado. Mi corazón regresaba a quien pudo partirlo pero también a quien tenía la capacidad siempre de repararlo.
Recuerdo el día en que te dije que quería morirme. Tuviste tanto miedo… que me dijiste que necesitabas verme. Que lo requerías. Prácticamente me lo suplicaste muy a pesar de mi negativa. Viniste a casa en pánico, llorando, y me abrazaste. Lloré contigo. Lloré de agotamiento, de cansancio de existir. Quise creer que tú llorabas por miedo a perderme pero de nuevo pienso que tu miedo era más contigo mismo. No querías sentirte responsable, de nuevo, de otra vida que se apagaba. Me dijiste aún entre lágrimas: “No quiero que te mueras. Ya sé lo que es vivir sin ti, y lo único que puedo decirte es que no me agrada. No me agrada la vida sin ti”. Me conmoviste, y me sorprendiste porque nunca pensé que de tu parte pudiese presenciar esos huracanes de sinceridad y vulnerabilidad. Nunca te ha gustado sentirte y verte vulnerable frente a mí.
Recuerdo también aquel día que, entre tragos, trataste de besarme. No correspondí el beso por miedo al recordar la cita de Nabokov: “Me moriré si me tocas”. Estabas muy ebrio, y yo simplemente me dediqué a lo que más adoraba hacer cuando estaba contigo: cuidar de ti. Mientras te llevaba a un lugar seguro para que pudieras comer algo y descansar, tomaste mi mano y me dijiste: “No tienes ni puta idea de lo que yo haría por ti. Yo haría todo por ti. Tengo un miedo infinito de irme y perderte”.
Faltan ahora, no sé, menos de tres semanas para que te vayas y seguramente ese miedo por fin se materializará del todo. Vas a perderme. Seguramente será así. Yo ya me hice a la idea de que empecé a perderte desde la última vez que nos vimos, y quizás me aferro tan fuerte a estos últimos recuerdos juntos porque, a la larga, es lo último que me queda. Recordar. Recordar aún cuando tú, prácticamente y más allá de todos tus miedos, decidiste perderme desde el día en que me conociste.
Hoy volví a hablar contigo aun sabiendo que ese individuo que responde detrás de la pantalla ya no eres tú, y tampoco soy yo quien responde de vuelta. Hay tanto odio, tanto rencor, tanta distancia, tantas heridas... El odio nos ha calado tan fuerte que no hemos podido resistirnos a dicho cambio. Ya no somos aquellos a quienes mutuamente extrañamos. Simplemente nos dedicamos a atacarnos quizás intentando que tanto rencor de por medio nos catapulte hacia el otro lado de esta historia. Aunque en su momento te dije que ya no me dolías, que alguien que me partió el corazón no podría hacerlo dos veces… pues sucedió. Sigues rompiéndome fuerte aún sin ser tú, sin ser aquel. Ya no te reconozco, pero aun así… sigues ingeniándotela para seguir partiendo mi corazón de nuevo, pero esta vez con una sola diferencia: ya no regresaré como antes a que intentes repararlo. Ya no eres la cura. Ya no.
Hoy deseé morirme de nuevo como tantas otras veces. Odio ese poder que tienen algunas personas para destruirte, para quebrarte, para dejarte tendido en el suelo sin querer siquiera parpadear, respirar o ejecutar el más mínimo movimiento. Sin desear nada mejor que morirse para que al fin todo acabe. Eso deseé hoy, lo deseé con todas mis fuerzas y quise decírtelo: “quiero morirme, de nuevo, con más intensidad y deseo que siempre.” ¿Vendrías por mí de nuevo si te lo hubiese dicho? ¿llorarías junto a mí contemplando siquiera el panorama? ¿me extrañarías? Ahora que te desconozco cada vez más no puedo evitar confesarte que la curiosidad es grande. Curiosidad por saber cómo actuaría ese extraño en quien te has convertido. ¿Qué diría al respecto ese individuo que lo único que hace ahora es pedirme que me aleje y que nada de lo que le diga puede afectarle? Ese individuo que, si pudiera hacer físico su odio hacia mí, seguramente lo haría sin dudarlo.
Te confieso que no sé cómo terminar esta carta, así como muchas veces tampoco supe cómo alejarte o arrancarte de aquí. Solo sigo mi instinto que me conduce hacia unas ganas inmensas de acabar con todo por fin, de forma definitiva. De que te acabes para mí y que no quede una sola gota.
En alguna de las tantas despedidas que tuvimos te dije que no quería sentir que cerraba esta puerta sin antes gritar en su interior por si queda alguien en casa, por si desde alguna habitación me respondías pidiéndome que volviera a la cama. Siento que si lo intento de nuevo solo escucharé el eco de mi propia voz. Ya no queda nadie en casa, cariño. Esta casa por fin se ha derrumbado en su totalidad y los escombros son demasiado débiles para tan siquiera intentar soportarla.
Supongo que esta noche lloraré de nuevo, te maldeciré y tendré ese impulso de tomar el móvil y llamarte desesperada para decirte lo mucho que te odio, de nuevo, y recordarte todo el daño que me has hecho hasta el día de hoy. Supongo también que luego respiraré profundo y que en miedo de los sollozos y el dolor de cabeza querré también abrazarte y decirte que no, que no fue mi intención y que te necesito como siempre, como antes, como solo a ti podría necesitar. Supongo que lo haría y que luego de la tormenta te querría aún más que cualquier otra vez, pero cariño, ¿a quién lloraría, maldeciría, odiaría, abrazaría y diría que le quiero si ya no existes? De lo que lloré, maldije, odié, abracé y quise… ya no hay. Ya no eres. Te has ido y solo me has dejado aquí, sola de nuevo, recogiendo tus fragmentos y escribiéndote esta carta.
Y hoy por fin muere esta carta que nunca te di.
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Alguna vez me he preguntado si realmente existe aquello llamado “destino”. Que esa cuerda invisible nos ata a un alguien que solo existe para vivir la travesía de encontrarnos. Que hemos sido predestinados desde el inicio de, incluso, nuestra propia existencia. Fantaseo con esa idea, con esa loca teoría. ¿Te pasa?
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Este tonto mensaje de texto se transforma en mí abandonando este cuerpo y llegando a donde estás acostado ahora mismo sin notarme, ignorando lo correcto, lo debido, lo conveniente, lo prometido, lo hablado y lo cuerdo. Volviéndome invasora y siendo tan egoísta como jamás podré serlo, acomodándome a tu lado precisamente ahora mientras duermes, acariciando tu boca entreabierta y jurándote que todo irá bien cuando despiertes. Aferrándome a tu cuerpo y quedándome a vivir encima de ti por las siguientes cuatro horas, entre tu mentón y tu pecho, sin pensar en nada, sin buscar respuestas, sin consultarte, sin querer más. Solo sintiendo, solo retando al maldito tiempo. Inalterable, sin futuro y solo tuya hasta que abras los ojos de nuevo. Cuando lo hagas ya me habré ido, te lo juro. Duerme y muérete un poco con la noche mientras te observo, y que mañana nazcas de nuevo cancelándome, por milésima vez, de todas tus benditas posibilidades. Ojalá y simplemente tengas el presentimiento de que hubo algo, esta noche, que la hizo distinta a las demás. Una sensación extraña. Ojalá que solo sospeches de mi presencia aunque haya estado ahí sin que lo supieras, besando tu frente apoyada sobre mi hombro, y luego descartes la idea sintiéndote tonto y diciéndote a ti mismo: imposible. Ojalá creas que solo fue un sueño. No digas nada. No respondas. No pienses. Solo siente.
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- ¿Cuál es tu olor favorito?
- Uy, no sé, nunca lo había pensado. Creo que a mar. El olor a mar.
- Voy a decir algo raro, pero es algo que he pensado. ¿No te has dado cuenta que cuando algo está mucho tiempo expuesto al sol, toma un olor particular?
- Sí, creo.
- Bueno, pues ese es el olor a sol. Así huele el sol.
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…Un corazón delator rebotaba por todas las paredes de la sala. Un corazón escandaloso que aunque se esforzaba por latir sin ser escuchado, aterraba esa tarde a todos los visitantes que, uno a uno fueron abandonando el pabellón sintiéndose irritados por tan funesto sonido y a la vez molestos consigo mismos por haber elegido precisamente ese día para haber asisitido al museo y coincidir con semejate órgano tan desconsiderado.
Corazón, sin embargo, no temía a ser juzgado por latir de esa forma. Realmente uno de sus más grandes miedos era convertirse en una de aquellas pinturas que nadie se detenía realmente a apreciar. De esas inexpresivas y triviales. De esas que generalmente ubican en los pasillos justo al lado del baño o la escalera. De esas que quedan suspendidas a tal altura que simplemente pasan desapercibidas, y corazón además de temerle al hecho de ser ignorado y no expresar emoción alguna, también sufría de vértigo.
A Abril le encantaba imaginar a su corazón en distintas situaciones y tratar de darle una voz propia. Mientras se esforzaba por calmar la taquicardia y el sudor en las manos, escribía y re escribía mil veces aquellos diálogos internos que de alguna forma le ayudaban a distraer aquellas sensaciones que detestaba aunque le fuesen tan familiares. De cierta manera sabía que personificar de tal forma un órgano de su cuerpo significaba que poco a poco iba perdiéndolo -en sentido figurado, claramente-; que al darle tanta autonomía, una personalidad, emociones, capacidad de razonar, decidir y recordar… su corazón decidiría en cualquier momento dejar de hacer parte de su cuerpo y cobrar vida propia.
Efectivamente, después de aquella tarde su corazón dejó de ser suyo. Donde solía encontrarlo solo quedaba un cráter enorme que olía a azufre. ��A dónde habrá ido? ¿Decidió quizás enfrentar uno de sus tantos miedos y convertirse en una pintura olvidada y suspendida en algún pasillo del museo?
Abril nunca quizo averiguarlo porque, fuera como fuese, su corazón había sido más valiente que ella y se adelantó en su decisión de lanzarse al vacío por aquello que lo hacía latir a pesar de las mil posibilidades de fallar.
Abril creía que esa decisión era lo suficientemente valiente y respetable para dejar a corazón hacer lo que quisiera sin cuestionarlo y menos obligarlo a regresar y habitar de nuevo un cuerpo tan agotado de sentir.
Vivir sin corazón iba a representar un gran reto, pero sabía que valdría la pena porque lo había dejado escapar por aquello que lo hacía latir tan fuerte hasta cobrar vida propia, y Abril tenía muy claro que todo lo que producía vida… era incuestionable.
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Esta casa que se derrumba ahora mismo por culpa del tacto de tu mano. Estas columnas, quebradas, se deshacen simplemente al escucharte entrar. Das pasos, despacio, uno a uno, y aunque busques ser cuidadoso, me derribas. Me quiebro. Pierdo el equilibrio. Respiras y me hago polvo. ¿A qué volviste? Si regresaste a ver el desastre de cerca, toma asiento, prometo que el aire que revolotea al compás del caer de cada ladrillo no demorará demasiado en tocar el suelo. No me toques. No hace falta que lo hagas si tu intención es acabar con los pequeños espacios habitables que aún quedan en mi corazón. Este hogar que alguna vez fue tuyo ya ni siquiera me pertenece a mí misma. Huele a humedad mientras intentas secar mis mejillas. Apártate. La tierra se abre en dos y yo solo espero ser devorada por el abismo, ser transportada a algún mundo oscuro que no te pertenezca, en el que no existas. Intentas ahora quemarlo todo, de nuevo, encender de un chispazo la poca magia que se me escapó al verte entrar por esa puerta. Este fuego ya no quema, me obligué a mí misma a apagarlo tantas veces que me he vuelto inmune. Bailé tantas veces sobre las cenizas que mis pies se han desgastado tanto hasta volverse parte del suelo. Esta casa ya no arde, se quemó hace años, ahora simplemente se derrumba y yo me derrumbo con ella, de nuevo, por ti, aún cuando creía que las ruinas no podrían hacerse aún más polvo. Aún cuando creía que no podías hacerme más daño.
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III. Sinestesia.
Desde que empecé a sentir que el pecho me ardía, por tu culpa, dejé de guardar nuestras conversaciones en mi teléfono. Me aterraba la idea de sonreír como una tonta al releer nuestras conversaciones y encontrarme -de nuevo- sin excusas válidas y al menos un poco inteligentes para hablar contigo. Aunque igual fracaso en el intento. Lo sabes. Siempre encuentro la forma más tonta para llegar a ti. Siempre, la más tonta y vergonzosa. Y es que no tengo otra forma de querer. Ni modo. ¡Carajo! Voluntad al piso de nuevo cuando se trata de querer tenerte al menos un poco cerca. Voluntad quebrada y guardada en alguna cajita cuando se trata de saber que sonríes por mi culpa. ¿Realmente lo haces? ¿Es sincera tu sonrisa cuando me preguntas de dónde saco tantos disparates? Lloro frente al móvil, muerta de la rabia, porque he sido yo quien ha empezado a querer primero en tan poquísimo tiempo. Y lo sé. Lo siento aquí adentro. No tienes que decirme que esto es un puto juego para ti porque yo también ya lo he jugado antes. Y he perdido. De nuevo. El peligro se ha hecho piel y tiene tu nombre. Te lo advertí. Por fortuna tengo pésima memoria. También lo sabes porque te lo he dicho casi alardeando al respecto. Desde hace un tiempo empecé a creer que por instinto de supervivencia mi cabeza olvida. Caduca los recuerdos por seguridad. Quizás se protege a sí misma para que cuando te vayas no me quede absolutamente nada qué extrañar, porque para entonces lo habré olvidado todo. Entonces, no me culpes por olvidar, simplemente sobrevivo. Me ato a la cordura olvidándolo todo. ¿Recuerdas la canción que sonaba la noche de nuestro primer beso? Yo no. Punto para mí. A mi favor podría decir que esa es la ventaja de dar un primer beso en un bar como aquel. Siempre suena música que rara vez reconoces. Lo curioso con mis recuerdos es que, si bien no son vívidos en mi mente, los siento. Aunque no recuerde aquella canción al pie de la letra, te apostaría a que si vuelvo a escucharla algo se encendería adentro. Quizás no sepa por qué, simplemente una sensación estremecería mi corazón y sabría entonces lo que ocurre. Suena ahora mismo Roy Buchanan y la ciudad arde al fondo, silenciosa y colorida, y yo la veo arder mientras escribo pensando en ti.
¿Sabías que escribo cartas que jamás me atrevo a entregar?
Reirías si te lo cuento, y me dirías: -Niñita tonta, ¡te falta tanto por aprender!- Pero nunca te lo diré. No te daré el gusto de decirte que he caído por ti y que ahora soy yo quien debería decir: “No son tiempos fáciles para amar a alguien”. No te daré el gusto de saber que escribo para ti porque sólo escribo en casos de emergencia y desafortunadamente en este momento no hay peor caos que quererte. Estoy aterrada, joder, aterrada rogando por un milagro. El milagro de olvidar pronto. “Bendito sea el que olvida porque a él le pertenece el paraíso” dijo Nietzsche quizás también atormentado por querer a alguien que a duras penas sabía de su existencia. Me gusta pensar que así fue. Ahora mismo duermes sin tener la más mínima idea de lo que me ocurre, de que llevo una luciérnaga que revolotea en mi pecho cuando piensa en ti, una luciérnaga que toma el tamaño de la luna y me revienta el corazón cuando te da la gana de aparecer con tu “buenos días”, y también tan diminuta cuando simplemente decides creer que no es un “buen día��� para que yo exista en tu vida. Ahora mismo duermes sin tener la mas mínima idea de que ahora soy yo quien ve tus fotos en mi móvil fantaseando con tenerte conmigo e imaginando al menos unos mil escenarios posibles. Tu ya puedes irte tranquilo. Ya has tachado un ítem más de tu lista de pendientes. ¿Qué haces tú cuando no puedes dormir? Te sigo preguntando aunque me ignores. ¿Me recordarás algún día o también seré un recuerdo con fecha de vencimiento? Prefiero no saberlo. Espero olvidarlo antes de querer preguntártelo de nuevo. Mira la hora, ya casi amanece. Ahora suena Albert Collins y no es casualidad.
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Alguna vez te dije que la palabra “huir” me resultaba interesante. Curiosamente, no supe ser quien huyó a tiempo cuando se trataba de caer ante ti. Pienso en la noche mientras me sumerjo en ella, camino (huyo) por su columna vertebral y hace frío, y hay luna, y el piso es inestable y me hace tambalear al avanzar. Pienso en los besos, en los besos que solo contaban cuando eran para ti. Pienso en el hecho de besar, de rendirse. Pienso ahora en, yo que sé, la cena, porque no quiero recordar más. ¿Para qué recordar si no podemos volver atrás? Me reclamo. ¿Piensas en mí, aún? Una chica se detiene a mi lado esperando pasar la calle al cambiar el semáforo. ¿Echará ella de menos a alguien? Se hace vapor el airecito que sale de mi boca, exhalo a propósito para verlo desaparecer. Quiero evaporarme igual, ser etérea, volverme la luz verde del semáforo que ya no espera, que solo avanza. Que solo… cambia. Detenerse. Prepararse. Huir. Detenerse. Prepararse. Huir… Juego a fingir no saber quién son, puedo ser cualquiera, puedo ser esa chica a mi lado, incluso tú. Podría ser tú ahora mismo. ¿Recuerdas cuántas veces te expliqué en qué casos “tú” lleva tilde? Juego a fingir que soy tú y tomo mi mano. Tercerizo la sensación del roce en la piel por puro romanticismo. Mis manos están frías. ¿Cenaste ya? ¿Quién fue la última persona que tomó tu mano? ¿Sientes frío ahora mismo? Sigo caminando, en mi mente, de tu mano. La luz se vuelve roja. Y… tú.
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Sigo soñando contigo, especialmente cuando todo es oscuro y el aire me oprime al respirar, cuando las posibilidades son mínimas y yo ya no quiero seguir esperando. Sigo soñando contigo, especialmente cuando miro hacia arriba, acostada desde lo más hondo. Y desde lo más hondo apareces, muy en el fondo, difuso, sin forma, sin voz. Sigo soñando contigo, especialmente cuando todo se hunde, naufraga, y es un todo que me mece fuerte hasta tumbarme, es un todo que me abruma, que me hace temblar y me produce arcadas. Es un todo que me obliga a aferrarme a una almohada ya sin forma. Sigo soñando contigo. No me despiertes. Llévame.
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Ojalá que cuando me veas no me reconozcas, que ni se te pase por la cabeza pensar que soy yo. Ojalá se te olvide cómo miro, porque es lo único que podría delatarme. No soy nada de lo que recuerdas ni nadie quien conozcas. Ya no.
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