Tumgik
unamasparaelcamino · 3 years
Text
In Limbo
Barcelona, todavía.
Escribo esto en Tumblr, en la versión BETA de la herramienta de texto. A bote pronto no le veo ninguna diferencia con respecto a la normal. Le doy a la opción de desactivar la función BETA y un cuadro de diálogo me dice:
¿Seguro que quieres desactivar la versión beta del editor? Perderás todos los cambios.
Y clico en cancelar, porque a pesar de no haber escrito apenas nada, no quiero perder todos los cambios.
Esta, pienso, es también una metáfora sobre la vida. Puede que hasta se ajuste a mi situación actual, la cual trataré de describir a continuación sin omitir detalles. Algunos de ellos.
Pero antes: ¿por qué nos creemos tan importantes? Alguien me llamó la atención sobre esto, sobre cómo nuestra actitud en las redes sociales se deriva de una necesidad artificial que nos hace tratar de desmarcarnos del resto, de mostrar lo especiales que somos, de constatar que lo que pensamos, opinamos y decimos es superior a lo de los demás. Sí, estoy hablando, sobre todo, de Twitter. También de Instagram, donde el narcisismo es algo más obvio e igualmente aceptado. Me pregunto: ¿para qué sirven todos esos test de Buzzfeed que nos dicen qué tipo de persona somos? ¿Los hacemos por deseo de autoconocimiento, o por compartir con los demás una pieza nueva de nuestro puzle? Por no hablar de los 16 tipos de personalidad, o de nuestro signo zodiacal, o el ascendente, o nuestras banderas o pronombres.
En serio, ¿a quién le importa?
Antes de que dejes de leer porque te hayas sentido identificado, no temas. Esa reflexión es una basura y probablemente no se acerque a la verdad. En su lugar, te ofrezco un fragmento de conversación que me he imaginado hoy:
–Estoy «In limbo», como la canción de Nirvana.
–Es «In Utero», y no es una canción, es un disco.
–Bueno –digo yo–, ¿no es lo mismo?
Sé que no he hablado de mi situación actual, pero a quién le importa. Me parece más gracioso terminar este post aquí. Quizá otro día lo complete.
0 notes
unamasparaelcamino · 4 years
Text
Lo que nos separa
Barcelona, otra vez.
Pero esta vez de verdad.
Echo de menos algo que no tiene nombre ni descripción. Si la nostalgia tiene sinestesia, ésta es su última forma. No puedo evitar sentir que algo se ha perdido cuando el cielo está negro, y las luces de ventanas ajenas iluminan algo que carece de importancia para mí y que al mismo tiempo es absolutamente vital. Las farolas son otra cuestión: podría caminar bajo ellas, incluso podría aferrarme a una como Gene Kelly en Singin’ in the Rain. En su lugar me mantengo estratégicamente alejado de ellas, porque sé algo que ellas no saben. Sé que, en realidad, son sirenas.
Después de comer me metí en el tren dirección Terrassa, esta vez en el de ida –una diferencia importante–. Iba leyendo un libro cuando de pronto irrumpió una señora que dijo, y cito textualmente:
—SOY UNA MADRE DE FAMILIA. ESTOY SIN TRABAJO Y SIN DINERO PARA COMER. LES OFREZCO MECHEROS DE COCINA A 2€, RECARGABLES. LES OFREZCO PAÑUELOS A 1€. (Oye, ¿este tren va para Terrassa, no? Gracias). LES OFREZCO BOLIS, LA VOLUNTAD. LES OFREZCO MECHEROS, LA VOLUNTAD. OJALÁ NO SE VEAN EN ESTA SITUACIÓN. UN CÉNTIMO ME AYUDA MUCHO. GRACIAS.
Llegué a mi destino y de camino me encontré con dos de mis compañeros. Hablamos de cine francés. Creo que no les caigo especialmente bien.
Lo más importante fue el tren de vuelta, ya solo por el hecho de ser de vuelta. Hace un año tomaba el mismo tren en la misma dirección y me inquietaba porque me estaba alejando de mi zona de control, me movía lejos hacia una ciudad siniestra y hostil, en búsqueda de, supongo, felicidad. Solía encontrar decepción, como cualquier persona que busca felicidad. Una vez encontré algo parecido a aquello, una sensación que hacía años que no sentía. Ésta, también, se acabó volviendo hostil.
Según la gente que sabe, está prohibido tocarse. Da igual que lo esté; sé que nunca te tocaré, quitando algún inocente roce en tu brazo, o en tu mano incluso, o quizá una leve palmada en tu hombro. Esto me pone triste, a pesar de que no te conozco de nada y que tú, también, puedes acabar siendo hostil hacia mí. Es una apuesta. El premio: tú. El riesgo: tú también. Me pregunto si valdrá la pena, todo este conocer a alguien, conectar, enamorarse y, eventualmente, olvidarse. Claro que sí, pienso. Es solo que no estoy en el punto deseado.
Por algún motivo, los caminos de vuelta a casa se me hacen más cortos que los caminos de ida. Si tengo que ir a hacer algún recado o lo que sea, el ir se me hace eterno –respetando de forma estricta la relatividad de Einstein–. Al volver no camino, vuelo. Todo pasa rápido, como si mi casa también se moviera hacia mí.
Cuando estás en una ciudad nueva o suficientemente apartada de la tuya, el tiempo también adquiere este cariz. Muchas veces sigo un mapa, y muchas veces, aun así, me pierdo. No sé a dónde voy, pero estoy yendo. Y el tiempo pasa volando.
0 notes
unamasparaelcamino · 4 years
Text
Hacer algo imposible
Me da la impresión de que con los años me he vuelto alguien distinto para los demás, no recibo tanta atención y cariño como hacía hace cinco o seis años. O tal vez sea un fallo de la memoria, quién puede fiarse de ella. Pero sí: recuerdo que hace años tenía un círculo social más grande; un círculo formado por varios círculos que giraban unos dentro de otros, como un sistema solar. Al igual que Plutón, algunos de estos círculos han adquirido otro nombre. La jerarquía se ha simplificado, el minimalismo ha llegado. Según los budistas, lo material nos hace menos libres. ¿Y si era más feliz estando encerrado?
Pienso muy a menudo en el pasado, en cómo el pasado era una oportunidad para formarme un futuro (ahora presente) más acorde a mis deseos, y en cómo en cambio el futuro que obtuve es el equivalente en persona de una pastilla de jabón resbalándose de las manos. Nunca pienso en el tiempo intermedio: hay un año fijado en mi cabeza, 2016, y nunca me paro a pensar en qué demonios sucedió en 2017, o en 2018, o en 2019. En 2016 alcancé mi pico de felicidad de mi vida post-educación secundaria; desde ahí, todo ha ido cuesta abajo en forma de montaña rusa. Recuerdo a menudo cuando eliminé sin querer uno de los círculos en 2017. También, en 2018, la última vez que vi a uno de los círculos que se ha vuelto de color gris y que ha dejado de girar desde entonces. Lo mismo ocurre con 2019. ¿Cómo no voy a vivir con miedo, si todo lo que recuerdo de un periodo de tres años de mi vida se reduce a las veces que he perdido algo importante? ¿Por qué, me pregunto, mi cerebro se empeña en fijarse en las cosas negativas de esos años, como si nada más importara? ¿Acaso algo más importa?
Una parte de mí ha decidido unilateralmente reducir mi vida social al mínimo mientras dure la pandemia. Mi yo del futuro no va a estar contento con esta decisión que, pienso, será difícil de confrontar. Esta década, 2011-2020, ha sido una pérdida de tiempo, o tal vez más específico, una pérdida de tiempo porque malgasté muchas oportunidades. No sé a dónde me habrían llevado –imposible saberlo–, pero como es natural, me lamento de las decisiones que me han traído hasta aquí, hasta esta despreciable posición de la que no veo salida. Y para más inri, odio escribir esta clase de textos, odio ser tan negativo en todos ellos, odio compatirlos, odio que nadie los lea, odio que los pueda leer alguien, odio el hecho de que probablemente nunca jamás vaya a salir de esta posición, y odio, odio con todas mis fuerzas, no ser capaz ni de intentarlo.
Por variar, una ficción.
Un día cuando tenía seis o siete años, mi madre me llevó a una playa recóndita donde no había nadie. Parte del motivo por el cual estábamos solos ella y yo era que estábamos en pleno invierno, pero aquel era un domingo de febrero así que qué íbamos a hacer. Me fijé en que por debajo de la ropa llevaba bañador. «Voy a hacer algo imposible», me dijo de camino en el coche. Yo jugaba a la Game Boy, a un juego de cartas de Pokemon, ajeno al viaje. Mi mente ya en aquellos años era propensa a caminar por su cuenta.
Al llegar a la playa, mi madre apuntó con el dedo a una boya en medio del mar. «Voy a ir hasta allí», dijo. Para mi cerebro infantil, nadar hasta la boya era casi como ir hasta la Luna, así que pensé que mi madre exageraba. La playa era pequeña y había unos árboles que se abrían paso entre la arena. Me apoyé en uno de ellos. «Mírame», dijo mi madre que caminaba hacia el mar con el bañador puesto. Yo no sabía lo que era la hipotermia, por suerte, porque de haberlo sabido habría comentado algo al respecto, o más bien me habría guardado el miedo para mí. Al fin y al cabo, ella era mi madre, y sabía cómo funcionaba el mundo, más como una diosa que como una física teórica.
Cuando se zambulló en el mar lo noté por primera vez: esa sensación de absoluta desesperanza, de que de repente crees que nada en tu vida saldrá bien nunca más, de que ahora el mundo está en blanco y negro y jamás podrás recuperar el color. Grité llamándola. Ella no me oía; buceaba ajena a mi angustia. Recuerdo empezar a llorar, con mocos saliendo de mi nariz como un hidroavión. Me acababa de quedar huérfano, y estaba yo solo en un lugar remoto, lejos de mi hogar, un hogar al que ya nunca volvería.
Al alcanzar la boya, mi madre salió de debajo del mar y gritó «¡lo hice!». Yo dejé de llorar. Me limpié los mocos con la manga del abrigo. También dejé de gritar su nombre, y que volviera. Tragué saliva y caminé hacia el coche.
0 notes
unamasparaelcamino · 4 years
Text
Imitación o adaptación
Estoy obsesionado con un escritor. No voy a decir el nombre porque da igual. Tampoco aparecería nada relevante sobre él en Google. Es un escritor que no ha publicado ninguna novela u otra forma de literatura de manera profesional (a menos que podamos decir que los videojuegos son una forma de literatura (y lo podemos decir)). Tiene varios blogs esparcidos por internet, como todo buen escritor amateur de la era de internet, y sobre todo tiene muchos vídeos que son parte ensayo, parte crítica sobre videojuegos. Desde 2020 se ha dedicado a subir reviews de +3 horas sobre un juego en particular. De momento ha subido 4.
Yo he visto 3.
No sé qué es lo que me atrae tanto de él, pero en el último año debe de ser la persona «famosa» sobre la que más he pensado. Quizá sea el sentido del humor, o la forma en la que escribe, o se expresa, o el contenido de sus historias. Ignoro si todo lo que cuenta es verdad, pero de serlo, este tío ha tenido una vida plena. Puede que sea ese vitalismo que se respira en todo lo que hace lo que me llama tanto la atención; por contraste, yo llevo años sintiéndome muerto por dentro –y algunos días por fuera también–.
Le envidio, a pesar de que sea diabético y tenga otros problemas médicos extraños como que le duele la cabeza todo el rato, aunque supongo que si algo te duele todo el rato entonces, en cierto modo, ya no te duele. Me gustaría haber tenido su vida, pero lo gracioso es que todas las historias y cosas que veo de él han pasado cuando el tío tenía más años que yo. Es decir: todavía estoy a tiempo. Pero aunque no pueda predecir el futuro, sé que si veo nubes negras en el horizonte va a llover. Alguien dijo, no sé dónde, no sé cuándo, que para adivinar el futuro no había más que mirar al pasado. Mi psicóloga dice que las personas somos capaces de cambiar. Me cobra 70€ la hora. Yo los pago con gusto.
Estoy harto de maquillar mi mediocridad. Soy un nadie que anhela ser alguien para que Alguien le ame por lo que es. Al final todo se reduce a eso; como decía John Lennon, All you need is love.
O eso pensaba hasta hace unos meses. Como todos los jóvenes, yo empecé siendo ambicioso: quería hacer las mejores películas y series de España. Después empecé a trabajar en una serie, y mis ilusiones se redujeron a ser capaz de llevar una vida de adulto normal sin suicidarme. Pero recientemente mi ambición ha vuelto, desconozco por qué ni hacia dónde me quiere llevar, lo único que sé es que deseo hacer algo grande. La mediocridad, los medios términos no son aceptables. No vale quedarse a medias, hay que tomar un camino y dedicarse por completo a él. Tener fe en que el trabajo y el esfuerzo den un día sus frutos.
MIENTRAS TANTO, sigo leyendo y viendo los vídeos de esta persona. Imitándole sin querer y queriendo. Decía Bob Dylan que decía Woody Guthrie que «si quieres aprender algo, róbalo». Y Dylan es de los artistas con más guante blanco del mundo. También es el único músico que tiene un premio Nobel. Por algo será.
0 notes
unamasparaelcamino · 4 years
Text
Una palmada en la espalda
Los números nos ayudan a simplificar las cosas, a categorizarlo todo hasta que de forma inevitable terminan por no significar nada. Es mejor vivir en un apartamento de 100 metros cuadrados que en uno de 40; es mejor tener 100 millones en el banco que tener 0; etcétera. En nuestra etapa formativa (en el instituto sobre todo), los números adquieren más importancia todavía: nos colocan en nuestro puesto en la jerarquía. No solo por ser el alumno que saca todo dieces, también porque has follado una vez, o porque te has besado con diez chicas el verano pasado, o porque has viajado a siete países distintos a lo largo de tu vida.
Ese tipo de números nos acompañan toda nuestra vida, transforman el modo en que los demás nos ven. Aunque no seamos conscientes de ello, caminamos con un número sobre nuestras cabezas.
A mis padres nunca les importó demasiado las notas que sacase en el instituto. Se enfadaban cuando suspendía algo, me decían que siempre hacía lo mismo, que estudiara más, lo habitual. Cuando aprobaba, no pasaba nada. «Ese es tu trabajo», me decían con la mirada. Pero daba igual que mis padres no reaccionaran, o mis compañeros, o mis profesores. Ese número significaba que lo había hecho bien; era un mensaje del universo que venía a decirme: «sigue así, vas por el buen camino». Y eso era suficiente.
En la universidad, esa estructura perfecta pierde un poco el sentido. Seguía teniendo notas numéricas, pero importaban menos. Por alguna razón, habían perdido el sentido. Mis padres se enfadaban más cuando suspendía algo, y yo también. Cuando aprobaba, su inmutabilidad también era más profunda. Cuando me matriculé en la carrera, mi padre me dijo: «tú vas ahí a aprender». Con esa frase le quitó todo el significado a los números que recibía cada cuatro meses. Podrían haberme dicho simplemente que había aprobado o suspendido, y lo mismo daría. Lo importante, según mi padre, era que sacase algo de las clases, algo que por suerte o por desgracia era incuantificable.
No me había dado cuenta hasta ahora, pero es cierto lo mucho que necesitamos los seres humanos que de vez en cuando nos den una palmada en la espalda. Necesitamos que alguien nos diga que sigamos así, que vamos por el buen camino. Porque para mí –y mucha otra gente–, cada día es una batalla: contra la ansiedad, el perfeccionismo, los demás, el estrés, la soledad, la inexorable tristeza. Para otros puede ser combatir una adicción que les atrae seductoramente, o una enfermedad, o una sensación constante de que estás perdiendo el tiempo y que la vida que habías soñado tener es una cosa del pasado, para siempre fuera de tu alcance.
Podemos seguir usando los números. Hay gente que cuantifica su felicidad en base a likes, o visualizaciones, o un salario. Sin embargo, al menos en mi experiencia, eso no es suficiente. No es lo mismo que sacar un 9 en Matemáticas. Aunque tus padres, tus amigos y tus profesores no te muestren su aprobación; hay alguien que sí lo hace. Quizá sea Dios. Quizá seas tú. Sea quien sea, ojalá volviera pronto. Necesito una palmada en la espalda.
0 notes
unamasparaelcamino · 4 years
Text
¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?
Una vez estuve en completo silencio durante tres días seguidos. Fue en 2016, tuvo que ver con un episodio depresivo bastante fuerte y me lo pude permitir porque vivía con mis padres y no necesitaba comunicarme para conseguir comida. Ahora que viene el puente de diciembre, me gustaría ir a por el récord de cuatro días, pero no creo que pueda. Debería dar los buenos días a mis compañeras de piso, a los dependientes del súper, tal vez pedir una hamburguesa con queso.
A veces pienso en la muerte; hoy se me ocurrió que en realidad no es tan fácil matarse como parece (de una forma instantánea, quiero decir). Vivo en un sexto piso y podría tirarme por el balcón, pero ¿me moriría? ¿O me despertaría días después con los huesos rotos en un hospital? Hay otras vías que gracias a la televisión conozco, como dejar encendido el gas o tomarse muchas pastillas, pero tampoco sé cómo funciona nada de eso. Aun así, siempre llego a la conclusión de que no me quiero morir, pero hay momentos en los que no querría vivir. Quedarse dormido parece ser la solución, pero no puedes dormir todo el día, o al menos yo no puedo. Creo que la tercera vía es el silencio. Quedarse callado, hacer como si no existieras. Claro que también tiene sus inconvenientes, como los que mencioné antes, pero es la única forma de suspender tu existencia que conozco, como si tu alma fuese un portátil al que le bajas la tapa.
Las cosas cada vez tienen menos sentido, y el futuro tiene aspecto de cuadro de El Greco, o más bien, el de Saturno devorando a su hijo. Las amistades se diluyen como el dibujo de una camiseta lavada demasiadas veces, no sé con quién puedo contar. Me siento completamente desamparado. Mis padres tienen más de 60 años y para mí es como si ya hubiesen muerto. Con mi hermana apenas hablo. Mi pesadilla se ha cumplido: estoy solo, totalmente solo, y seguiré estándolo para toda la eternidad. Y entonces miro por la ventana y veo un atardecer, o una tímida estrella tintineando en medio de la negra noche, y entonces pasa por delante un avión que también parpadea.
Sé que todo tiene solución, que si reordeno mis fichas en el tablero puedo darle la vuelta a mi vida, pero ¿para qué?
«Cuando éramos jóvenes queríamos ser artistas; ahora solo queremos ser funcionarios». ¿Cuándo he caído en esta trampa? ¿Cuál ha sido el punto exacto en el que perdí el brillo, la ilusión, la ambición? ¿Esas cosas se pueden recuperar, o se pierden para siempre?
Supongo que no se ha ido del todo o no estaría escribiendo esto y compartiéndolo por Twitter. La ley del mínimo esfuerzo, un leit motiv en mi vida. Pero aun así es algo, un resquicio por el que entra la luz (una estrella tal vez). A esa estrella le pregunto: ¿para qué me sigues enviando esta estúpida esperanza? ¿Por qué no me quitas ya la pulsión por vivir? ¿Qué sentido tiene todo esto?
Y la estrella me contesta: ¿quieres hacer el favor de callarte, por favor?
0 notes
unamasparaelcamino · 4 years
Text
Cuando encontré mi lugar (y cuando lo perdí)
De adolescente me gustaba Sabina. No, no ligaba mucho. Pero me obsesioné con una estrofa de una canción suya que nunca llegué a entender:
«En Comala comprendí que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver»
¿Qué? No entendía aquello. ¿Por qué no iba a volver al lugar donde fui feliz? Un amigo, cuando le preguntaba por el significado de los versos, me decía: «lee Pedro Páramo y lo entenderás» (leí Pedro Páramo hace un año y aun así no lo pillaba).
En aquellos años (estamos hablando de 2008-2010), mi lugar donde fui feliz era Miño, que para quien no lo sepa es un pueblo costero cerca de Coruña, y para quien no lo sepa, es donde, según mi criterio adolescente, me enamoré por primera vez. La chica se llamaba Marina, era de Valladolid y pasaba los veranos en Miño. La conocí de casualidad gracias a mi prima segunda, que me invitó a pasar una tarde allí. Pensándolo ahora, se me hace rarísimo que mi prima tuviera a una chica como Marina, una vallisoletana pija de manual, como amiga. Supongo que los pueblos en verano actúan con unas normas distintas a las ciudades, como pequeños paraísos en los que cualquier cosa puede pasar.
Allí fui feliz. Nunca llegué a decirle a Marina que me gustaba, pero y qué. Tendemos a infravalorar la emoción que da el hecho de que te guste alguien, el pensar en esa persona, en si le gustaremos, en si podremos estar con ella algún día. Gasolina para el corazón. Porque la realidad es mucho menos excitante: empiezas a conocerla y ves cosas que no te gustan, o no te convencen, y te preguntas si acaso vale la pena todo ese lío. Aunque con 15 años era distinto. Valía la pena malgastar el tiempo, porque no era tiempo perdido.
Cuando terminé la etapa del instituto y comencé la universitaria me obsesioné con «encontrar mi lugar». Después de dejar atrás aquella etapa sentí un vacío enorme en mi alma, como si un animal místico le hubiese pegado un bocado. Algo que antes estaba allí había desaparecido. Es difícil describirlo con palabras, pero digamos que perder el hábitat del instituto me rompió un poco por dentro. No sabía manejarme en la universidad, no sabía hacer amigos nuevos ni me convencían del todo mis compañeros. Algo fallaba. Algo fundamental. Y entonces nació ese deseo, el de encontrar mi sitio, o a mi gente. Y allí no estaba.
Tampoco estaba en la segunda universidad en la que estudié, a la que me cambié en parte por este tema. Y creía que podría ser; conocí a algunos de mis futuros compañeros antes de hacer el cambio, y me caían bien. Pero al llegar allí no tardé en darme cuenta de que aquel tampoco era mi lugar, de que no estaba cómodo con esa gente. Y fue muy frustrante porque no sabía qué pasaba. ¿Era cosa mía? ¿Me pasaba algo para no poder encajar? Podría pensar que es que quizá tenía las expectativas muy altas, pero no lo creo, porque en realidad no sabía cómo era esa gente a la que buscaba. Simplemente, por intuición, sabía que no eran ni unos ni otros. Así viví mi vida universitaria, buscando. En cierto sentido, fue una gran pérdida de tiempo.
El año pasado llegué al lugar donde estoy ahora para hacer el máster. Y a los dos días lo supe: lo había encontrado, al fin. Mi gente. Mi lugar. Y no creo que tenga que ver con que a todos nos guste escribir, o el cine; es más bien que compartimos una cierta sensibilidad, un cacho de alma que nos une intuitivamente. No sé describirlo de otra forma. Digamos que al fin pude vivir con cierta paz, porque ahora tenía esa comunidad que llevaba nueve años buscando. Un grupo de gente con el que podía contar, salir, charlar, compartir experiencias. Es algo diferente a los amigos, son compañeros, pero algo más. Una especie de familia temporal.
En marzo les vi por última vez. He vuelto a la misma escuela para estudiar otra cosa, en parte por nostalgia, en parte por hacer algo. Me he reencontrado con alguno de ellos, pero ya no es lo mismo. Es como visitar a un pariente enfermo que sabes que se va a morir pronto. Uno se va de la ciudad a finales de mes; otra, el 3 de diciembre. Y los otros diez que faltan sé más o menos dónde están, pero a la vez, no tengo ni la más remota idea.
Estoy de luto por esa familia que tanto tiempo estuve buscando y que tan poco duró, mientras camino por la escena del crimen a diario. La escuela, las calles de esta ciudad, todo me recuerda a ellos. Les quiero más de lo que nunca podrían imaginar. Ahora tengo otros nuevos compañeros, pero no sé por qué me caen mal. Tal vez sea porque no son los míos, mi gente, mis compañeros.
Ahora sí puedo decir que entiendo lo que quería decir Sabina en aquella canción. Tan solo desearía poder decirle a mi amigo que ya lo comprendo; él también dejó de hablarme hace años.
0 notes
unamasparaelcamino · 4 years
Text
Techos no familiares
Tengo una teoría. A partir de las 22:22, cualquier wasap que puedas recibir va a ser algo totalmente irrelevante, porque de ser algo importante se habrían puesto en contacto contigo antes. Teniendo en cuenta que la mayoría de las personas en España nos levantamos entre las 7 de la mañana y las 9, eso da un margen de 13-15 horas para que alguien piense en ti y diga lo que tenga que decir. Pasada esa franja horaria, lo que sea que recibas en tu WhatsApp va a ser algo superfluo: un amigo que se aburre y quiere charlar, una conversación alargada con un ligue, un grupo de mensajes en un grupo en el que apenas participas. Pero tú sabes algo importante. Sabes que el tiempo es limitado, y que no vale la pena malgastarlo en nimiedades. Sabes que las 22:22 es la hora de hacer algo importante –hay que mencionar que esto es relativo. A veces ver un capítulo de One Piece es importante–.
Esta tarde me topé con la siguiente paradoja: quiero estar solo, pero también necesito estar acompañado. Me pilló en mi ya tradicional viaje de domingo a la lavandería, con mi cesto naranja que compré en Un Chino y que no merece ser llamado «cesto». La única descripción que se me ocurre es «tienda Quechua de forma rectangular y alargada». Lo compré porque encontré el único objeto que los Chinos no tienen: bolsas de tela. Una bolsa de tela es donde llevaría mi ropa recién lavada, porque es cómoda, suave y provee de confidencialidad. Mi cesto tipo Quechua naranja tiene agujeros y se me ven los calzoncillos. Pero eso es poco importante cuando mi mente está lidiando con un problema existencial.
Me di cuenta de que soy una persona difícil con la que convivir. Primero, las cosas típicas: limpio mal (más por no fijarme que por vagancia), hago mucho ruido y, lo peor de todo, resulta que soy arisco. Cuando mi hermana vivía en la casa de mis padres, recuerdo que siempre estaba de mal humor y que iba muy a lo suyo; no podías decirle nada. Esto cuando era un niño/preadolescente me frustraba, porque quería jugar con ella, la persona más próxima a mi edad en aquel hogar. No entendía por qué era así. Ahora yo soy así. Pero sigo sin entenderlo. No estoy haciendo nada importante, tan solo viendo Antidisturbios o cualquier tontería en YouTube. Pero aun así me fastidia que me interrumpan. Hay momentos en que desearía vivir solo.
A lo largo de mi vida he vivido en seis sitios diferentes, todos ellos con gente distinta salvo los dos primeros, que en ambos era mi familia. El tercero fue mi primer año de universidad; el sexto, mi segundo año de máster. Cada vez que llego a una vivienda nueva me deprimo, llega la noche, y observo el techo. No lo conozco, no sé qué hay más allá de él. Pero no me refiero a qué hay más allá físicamente, ya que tampoco sé que hay más allá del techo de la casa de mis padres (conozco a las vecinas, pero no sé cómo es su piso). Hablo del techo como si fuera un reflejo de lo que hay debajo de él, no solo en mi habitación, sino en toda la casa. No sé cómo funcionará la ducha. No sé dónde estarán las ollas y las sartenes y los cuchillos y las cucharillas. No sé quién es esta gente con la que ahora convivo, si será amable u hostil, si es culpa suya que yo me haya vuelto como mi hermana, si es, en cambio, tan solo una percepción mía.
La segunda parte de la paradoja llega más tarde, cuando mi ropa ya está seca y ordenada en el armario. Me aterra la idea de vivir solo, siempre me ha ocurrido. Desde que terminé el instituto siempre dije que prefería vivir con más gente. No sé por qué. Quizá porque el vivir acompañado me da una sensación de seguridad, de que si me levanto en medio de la noche desagrándome por una súbita herida habrá alguien ahí que me acompañe, y quizá abra una lata de Coca-Cola y me cuente cómo le ha ido el día. Y me es imposible no pensar en el futuro, en cómo desearía conocer a Una Chica y, algún día, vivir juntos. Pero yo no sé si valgo para eso, para convivir de esa forma con otra persona. Por ejemplo, tengo unas rutinas muy estrictas con las que me obsesiono, y que si son perturbadas me rompen la tranquilidad. Todas ellas tienen que ver con estar solo. Necesito desayunar solo, cenar solo, ver series solo, leer solo, jugar solo. El problema es que no quiero estar solo. Pero lo necesito, necesito ese tiempo cuántico (por su naturaleza impredecible) en el que pueda estar a solas conmigo mismo, y tener la paz mental de saber que la otra persona también está bien con ella misma, y conmigo. No lo puedo compartir todo. Tampoco puedo no compartir nada.
En 2021 espero mirar al séptimo techo. Viviré solo, al menos durante un mes. Esta puede ser una prueba: si consigo vivir solo durante un mes, significa que entonces puedo hacerlo, y si puedo hacerlo, el día que decida compartir mi hábitat con otra persona será porque quiero hacerlo, no porque lo necesite. Cuando en la primera noche observe ese techo –sea el número que sea–, dormiré tranquilo.
0 notes
unamasparaelcamino · 4 years
Text
Autobuses a las 10:38 p.m. (lo que queremos ver)
–¿Te has fijado en que cuando llueve, el suelo se vuelve reflectante?
Quise decirle que sí, pero contesté que no, porque sabía que me lo mostraría.
–Ven –me dijo, cogiéndome de la mano.
Me llevó a su balcón. En la calle, la luz roja de un semáforo se reflejaba en el suelo mojado. Aquella noche llovía como hacía muchas noches que no llovía.
–¿Crees en las casualidades? –le pregunté. A estaba encendiéndose un cigarrillo.
–No –dijo sin más.
–No es casualidad el que esté lloviendo y que justo me hayas preguntado si me he fijado en cómo es el suelo mojado.
A le dio una calada al cigarrillo recién encendido, que con la humedad, le costaba mantener prendido.
–No, no es casualidad. Pero eso no quiere decir que te lo haya preguntado por algún motivo oculto. Simplemente se me pasó por la cabeza, y ya está.
–Pero tú sabes bien que las cosas no pasan por las cabezas de forma aleatoria. Todo tiene un sentido.
–Puede que tengas razón. No tenemos forma de comprobarlo, así que, dime, ¿qué prefieres? ¿Vivir pensando que todo lo que decimos y hacemos tiene un significado? ¿O ves mejor librarte de esa carga y actuar libremente?
Reflexioné durante un momento. Esa era una de las cosas que me gustaban de A: que me hacía pensar, me retaba, pero de un modo amistoso, no confrontacional. Me moría de ganas de decirle cuánto la quería. Y de abrazarla. Me daba igual besarla o no, solo quería sentir su cuerpo contra el mío, olerla, sentir su suave pelo entre mis dedos.
Miré el reloj. Un autobús recorrió la calle mojada, y me devolvió a la realidad. Volví a pensar en el toque de queda, y en por qué los buses siguen pasando a esta hora, y en que la última vez que estuve con A fue cuando el mundo todavía funcionaba con casualidades y una calle mojada seguía siendo un espejo en el que mirarse.
0 notes
unamasparaelcamino · 4 years
Text
Pasándolo bien pasándolo mal
He comenzado a comer chocolate negro, pero no guardo ninguna esperanza. El primer día que hice la compra en mi nuevo piso cogí un chocolate negro de verdad, de los de 90%. La siguiente vez vi uno que era negro pero con mousse por dentro y no pude resistirme a probarlo. Ahora es el único tipo de chocolate que compro; al cuerno con el que lleva leche. Por ahora.
Digo que no guardo esperanza por diversos motivos, pero en lo que concierne al chocolate negro, la verdad es que me da igual engordar, o adelgazar, o quedarme como estoy. Dicen que el negro es más sano, engorda menos. A mí qué me importa. Estáis hablando con alguien que, en una mañana de noviembre pero que parecía de verano en la que todo estaba en orden (el vaso de zumo, las galletas, un libro de Murakami), pensó lo siguiente:
«Estoy en un sexto piso. Apuesto a que si me lanzo desde la terraza, desde un ángulo preciso, me moriría. Podría probar a, simplemente, subirme a la barandilla, sentarme en ella. Daría vértigo, pero no sería para tanto. Simplemente es estar sentado en un sitio alto, cuando quiera me bajo. Pero lo peligroso, creo, es que subirse a la barandilla es la parte más difícil. Dejarse caer, como quien se gira en la cama intentando conciliar el sueño, no requeriría esfuerzo alguno».
Esto es algo que aprendí de la miniserie de HBO Sharp Objects, con Amy Adams. «Decir que sí, dejarse llevar, siempre es lo más fácil». Mi psicóloga me dice que tengo una personalidad evitadora. Eso explica muchas cosas. Pero no vamos a entrar en detalle ahora mismo en eso.
Porque lo cierto es que he mentido: en realidad sí que guardo esperanza. Literalmente. La guardo para tenerla cuando las cosas no sean tan terribles. Ahora mismo me siento como una persona miserable, pero a un nivel tolerable. Sentirme un poco peor podría provocar la búsqueda desesperada de un cambio, de algo sustancial, importante. Ahora mismo no tengo energía para eso; la poca que tengo necesito usarla en otras cosas. No, ahora no es el momento de soñar con cómo puede ser mi vida dentro de diez años, de si encontraré a la pareja ideal, de si tendremos hijos o una casa en el campo. Ahora toca pasarlo mal. Sé que mucha gente puede no estar de acuerdo con esto (bueno, no mucha porque eso requeriría que mucha leyese este blog), pero es lo que hay. No se puede sacar algo bueno de todo, y de hecho es que tampoco quiero. Lo estoy pasando mal, sí, ¿y qué? De momento no pienso morirme, ni renunciar a nada importante. Voy a pasarlo mal, y seguir adelante.
En cuanto al chocolate: mañana podría ir a Mercadona y coger uno con leche, o incluso uno de esos que Milka fusiona con otras marcas tipo Oreo o el que tiene lacasitos por dentro. Pero como chocolate negro porque me gusta mantener cierta ilusión, el espejismo de que a pesar de que lo estoy pasando mal y muchas cosas a mi alrededor no van como me gustaría, tengo control sobre esto. No caer en la tentación del chocolate con leche. Someterme al chocolate negro.
Ah, y también comerme una mandarina al día.
1 note · View note
unamasparaelcamino · 4 years
Text
Autobuses a las 10:28 PM
Quizá sea que Salinger me ha contaminado con el último libro suyo que he leído, pero estoy harto de la hipocresía. Me siento tan contaminado por el mundo a mi alrededor que no sé dónde empiezo ni dónde termino. Sí, estas manos son mías, estoy tecleando con mis dedos y mis ojos miran la pantalla de la que salen letras que forman palabras con un significado concreto. Pero, ¿quién está a cargo de todo esto? ¿Le conozco? ¿Puedo conocerle? ¿Hay alguien por ahí que me lo pueda presentar, por favor?
Estoy harto de quejarme por todo (soy consciente de la ironía de esta frase). Que si es que están los bares cerrados, que si es que mis compañeros de clase son todos catalanes y no consigo socializar, que es que el casero entra todos los días al piso, bliblí blablá. Todo es una cuestión de perspectiva: esto lo sé desde hace años. Hay tres palabras mágicas que tienen la ambición de arreglarlo todo: podría ser peor. Lo cierto es que es de admirar el optimismo de quien haya inventado esa formula mágica que pretende solucionar los problemas solo con pronunciarla. Me pregunto si en la historia de la Humanidad a alguien le ha funcionado.
No sé por qué siempre que me pongo a escribir sobre alguna problemática tengo la manía de buscar una solución. A veces hay que aceptar que las cosas no tienen arreglo. Y no pasa nada. Hay más cosas en el mundo. Por ejemplo, ahora mismo estoy escuchando a Miharu Koshi con Haruomi Hosono en una canción titulada Hotel Etoiles y me da la sensación de estar dentro de un baño de libro de fantasía con un espejo dorado y paredes color esmeralda. Eso está *bien*. Aparte de un ligero dolor de cabeza, me encuentro bien ahora mismo. Me duele un pie, pero solo cuando camino; ahora mismo está colocado sobre la mesa. Hay que valorar estas cosas: un buen disco, un pie sobre una mesa.
Antes me asomé a ver cómo estaba la calle ahora que hay toque de queda. Pasaban unos pocos minutos de las 10, pero parecían ser las 2 de la mañana de un día laboral cualquiera. Así que no es para tanto, pienso. Lo que me ha inquietado es que, una vez ya había vuelto al sofá, escuché cómo un bus se detenía cerca de mi casa y después aceleraba. ¿Habrá alguien tomando buses después de La Hora Prohibida? Quizá los pobres buseros están forzados a hacer sus rutas habituales –que suelen acabar pasadas las 10–, a pesar de que no haya nadie a quien recoger o dejar. También está bien pensar en ellos.
0 notes
unamasparaelcamino · 4 years
Text
Jiro, Dick Johnson y Bill Cunningham
La primera vez que me sentí mayor debía de tener unos 8 o 9 años. Estaba en la casa de uno de mis primos segundos jugando con él y otros niños. Me encantaba esa casa. También me caía bien mi primo segundo. Tiene mi edad, lo cual para que una amistad entre dos niños funcione es, a veces, crucial, y supongo que debía tener los mismos gustos que yo. Cosas de niños.
El caso es que estábamos jugando en la parte baja de la casa –una casa de campo–, en una sala multiusos, cuando un niño que no conocía apareció de la nada. En realidad no apareció de la nada, así es como lo recuerdo, lo cual significa que en cierto modo sí apareció de la nada. Su madre estaba con él, debía de tener 4 o 5 años. Yo, como un niño de 8 o 9, me daba cuenta de que él era «un niño pequeño». Me preguntó mi nombre. Le contesté que me llamaba Juan. Él dijo que eso era imposible, que él se llamaba Juan. Su madre le explicó que los nombres, a veces, se repiten, que es lo normal. Yo, con 8 o 9 años, formé parte del proceso de aprendizaje de otra persona, del funcionamiento del mundo. En ese momento me sentí mayor.
Sentirse mayor es una expresión que no implica algo malo. Para un niño puede ser positivo, ya que de hecho, cuando somos niños estamos deseando que nos traten como si fuéramos mayores. Sentirse viejo, en cambio, siempre es negativo. Tal vez aquel día no me sintiese viejo –no lo recuerdo–, pero definitivamente me sentí mayor. De forma positiva o negativa, no lo sé.
Llevo sintiéndome viejo desde los 12 años, cuando empecé el instituto. Fue en ese punto cuando me di cuenta de que había dejado algo atrás que jamás iba a recuperar: el colegio, lo cual comprendía otro número de cosas que pronto averiguaría.
Alguien me dijo una vez que a partir de los 18, la vida avanza mucho más deprisa, como una cinta de vídeo a la que le das hacia delante. En algún punto de la época universitaria me comencé a obsesionar con la edad de la gente, y desde entonces sigo obsesionado. Cada vez que conozco a alguien, o aparece un actor o actriz en una peli o leo sobre alguien importante en el periódico, tengo que saber cuántos años tienen. No hay escapatoria. Casi todos los días pienso en mi edad, en un número que cuelga sobre mi cabeza como una maldición o una guillotina que puede activarse en cualquier momento. A menudo pienso en los años de mis padres, y con miedo veo cómo se aproximan inminentemente a la tercera edad. Con preocupación, como si fueran a desvanecerse en cuanto crucen una barrera imaginaria.
Conocí a mi abuelo paterno cuando él tenía 69 años. Yo tenía 0. Mi padre tendrá la edad que tuvo mi abuelo cuando le conocí dentro de 6 años y medio. Eso me aterroriza. Hace 6 años y medio todavía estudiaba en Santiago –era mi último año allí antes de cambiarme de universidad–, y todavía estaba en la primera etapa de formarme como persona adulta. Fue ese año en que adquirí el look que llevo teniendo todo este tiempo, y cuando empecé a tomar antidepresivos y ansiolíticos por la ansiedad, y cuando tomé una serie de decisiones que me llevaron hasta donde estoy ahora (aunque pensándolo bien: ¿hay acaso algún año en que no tomemos decisiones que nos lleven por algún lado (aunque sea en círculos)?).
Fue también ese año en que vi dos documentales que están entre mis favoritos: Jiro dreams of sushi y Bill Cunningham: New York. En ambos, los dos son octogenarios que viven felices con poco, siendo muy buenos en su trabajo. Me imagino a mí mismo con 80 años y veo imposible ser feliz. De hecho, me imagino con 40 y me pasa lo mismo. También me imagino a mis padres, que no diría que sean infelices, y no puedo concebirlo. Que yo sea feliz, quiero decir. Porque la verdad es –y no os miento si os digo que escribo esto con un atisbo de lágrimas– que no puedo perderles. La vida sin ellos no me la imagino, del mismo modo que no puedo recordar cómo era la vida antes de nacer. Sin embargo, de algún modo los padres de la gente envejecen, y la gente sigue viviendo y siendo, imagino, feliz.
La semana pasada vi un nuevo documental de Netflix llamado Dick Johnson is dead (sé que dije que no iba a hablar de cine en este blog, pero este es el tercer documental que menciono en el mismo post así que oops (por cierto, ya que he roto esa regla, os digo que tenéis que verlo)). El protagonista es Dick Johnson, que también pasa de los 80 años, y también es, aparentemente, feliz. Pero no así su hija, que ha construido el documental entero alrededor de cómo ella se prepara para enfrentarse a la inevitable muerte de su padre. Pero aquí está la gracia: su padre, aunque es mayor, no padece de ninguna enfermedad grave ni tiene ninguna deficiencia cognitiva. Aun así, la hija está aterrada. Y eso es lo que lo hace un documental honesto: en un mundo lleno de gente que mira al otro lado cuando le preguntan sobre la muerte, aquí hay una persona que la está mirando a la cara constantemente, dialogando con ella. ¿De qué sirve andar preocupándose por la muerte de alguien? De nada. Pero, ¿acaso podemos hacer otra cosa?
La muerte de mis padres lleva preocupándome desde que soy niño. Cuando se iban de noche a tomar algo y me dejaban solo en casa, me angustiaba cuando notaba que llegaban unos minutos más tarde de lo prometido. Una vez incluso cogí el abrigo de mi madre entre lágrimas y me puse a olerlo, como para recordar a qué olía ella. Esa actitud tan dramática debí de haberla visto en alguna película.
De algún modo, me reconforta saber que estas cosas que estoy sintiendo no son nuevas, que llevan conmigo casi desde que tengo uso de razón. También me calma el saber que no soy el único que tiene esta actitud tan fatalista, me hace sentir comprendido. ¿Soy yo el loco, o es el resto del mundo el que está loco? Qué más da. Bill Cunningham por desgracia está muerto. Jiro y Dick Johnson siguen vivos. De hecho, Jiro tiene solamente un año menos que mi abuelo. Esto me recuerda que mi tía me dijo que mi abuelo me llamaría mañana por teléfono. También mañana mis padres se van de viaje a Portugal. Me pregunto si será casualidad.
0 notes
unamasparaelcamino · 4 years
Text
Cuidado con los chicos que cantan canciones en la playa
A principios de 2016 o 2017 (creo que 2017), The xx sacaron su tercer disco, y la chica que me gustaba entonces era muy fan de ellos. Yo solo había escuchado Intro, la primera del primer disco, y poco más. Por supuesto, aquel enero escuché varias veces el tercero; de hecho, hice un arreglo con la guitarra de la última canción. Mi fantasía era que algún día iría a Madrid y le tocaría la canción, y ella se enamoraría de mí al instante. Algo similar ocurrió en 2012, cuando otra chica me contó que le encantaba Mamma Mia (la película), y yo me aprendí con la guitarra la canción que toca Colin Firth en el barco. También fantaseé con el día en que quedaríamos y yo le tocase la canción. También pensaba que eso provocaría en ella un efecto mágico que la haría caerse rendida a mis pies. Como podéis ver, en cinco años no cambié demasiado.
Pero fue en 2013, el año en que cumplí 20, cuando ocurrió algo que marcó un antes y un después en mi vida: la palabra «ansiedad» adquirió un significado totalmente nuevo. De hecho, antes de los 20 apenas usaba esa palabra. Desde entonces, es raro el día en que no pienso en ella, como un concepto que se me ha pegado a la piel. Yo soy la ansiedad, y la ansiedad soy yo.
Sí que toqué una canción para una chica. Se llamaba «Girl Scout» (la canción, no la chica), y de hecho fue ese verano de 2017, en una playa, de noche. Sé que toda la situación es un tremendo cliché, pero al menos no toqué «Wonderwall».
Lo curioso es que nunca había fantaseado con ella, con esta chica. Y esta canción era una canción mía que simplemente la quise tocar para ver si era buena. Le gustó. Momentos más tarde, la besé, y eso terminó con nuestra amistad para siempre. De pocas cosas me arrepiento más que de aquel intento de beso.
Hoy, viendo una película, salió un hombre anciano que visitaba a un psiquiatra. Le contaba que se arrepentía de muchas cosas: de no haber sido más cariñoso con su hija, de haberse conformado con su trabajo, de haber pasado toda su vida con una mujer a la que no amaba. No puedo evitar pensar en cómo seré yo cuando tenga esa edad, si es que algún día llego a tenerla. Probablemente ya no fantasee con cantarle canciones a ninguna chica, y eso supongo que es bueno. Pero, ¿y si no? Quiero decir, ¿y si no es algo bueno? ¿Y si pretender enamorar a chicas a través de la música compone un secreto para llevar una vida feliz, esto es, sin arrepentimientos? Pero, ¿ese es el objetivo? ¿No arrepentirse de nada? A eso puedo contestar que desearía no haber intentado besar a mi amiga. E intenté arreglarlo con ella, pero algo se rompió para siempre y, salvo por una tarde extraña, no nos volvimos a ver. De esto hace tres años. Y todavía, a veces, pienso en ella.
0 notes
unamasparaelcamino · 4 years
Text
The Han Solo Feeling
Nunca pensé que fuera a decir esto, pero echo de menos la multitud.
Para alguien a quien le dan ataques de ansiedad cada vez que se encuentra en un grupo mayor de cinco personas, la pandemia ha resultado ser algo extrañamente conveniente. Sí, he tenido tiempo de estar solo conmigo mismo, ya sea en mi habitación o en las calles semivacías de Coruña. Y aunque sea introvertido, y no necesite estar mucho con otra gente para sentirme bien, los echo de menos. A nadie en particular (bueno, sí); a la gente.
Esta noche me puse una playlist que creé hará un par de años. Vienen a ser versiones de canciones pop-rock editadas de forma que las escuchas como si estuvieras en otra habitación, o en una fiesta, o en un centro comercial desierto. En su momento me preguntaba por qué me gustaban estas remezclas; hay algo en ellas que me hace sentir cómodo, como en casa. Me llevan a recordar cuando todavía vivía mi hermana en la casa de mis padres, y a través de la puerta de la habitación podía escuchar Yellow de Coldplay. O cuando iba en el coche viejo de mi padre, y de la radio salía un Sunshine of Your Love malsonante. De hecho, los productores musicales que he conocido (¡y he conocido a unos cuantos!) siempre me decían que para que se vea que una canción suena bien, hay que escucharla en los altavoces de un coche. Será verdad.
También me acordé de la vez que sonó The Shock of the Lightning de Oasis en un bar cuando yo estaba obsesionado con Oasis. Debía de ser la primera o segunda semana del primer año de universidad, y unos cuantos compañeros y yo nos fuimos a tomar algo. Uno de mis compañeros dijo en cuanto empezaron a sonar que «odiaba a Oasis». Él y yo nunca nos llegamos a llevar bien.
Tal vez echo de menos eso, el escuchar tu música favorita en lugares inesperados y redescubrirla. O tal vez vaya más allá de la música, y eche en falta, de verdad, la multitud. Hay algo especial en estar solo rodeado de gente; pero una soledad escogida, no impuesta. Cuando estás en una discoteca semivacía con unos amigos, y entonces ponen una de tus canciones favoritas –que no es nada bailable–, y durante unos minutos tu mente se va a otra parte, mientras bebes un vodka limón y no escondes una ligera sonrisa.
Para los que me conozcan (y si estás leyendo esto seguramente me conozcas), les extrañará verme decir que echo de menos esas cosas, con lo encerrado que soy. Pero es así. Y tal vez, cuando todo esto acabe, pisaré un pub al principio y después pasarán meses hasta la siguiente. Quién sabe, tal vez sea así. Solo espero que ese día, cuando llegue, pongan una de Oasis.
0 notes
unamasparaelcamino · 4 years
Text
Un nuevo algoritmo
Me he bajado un nuevo programa para escribir. Me gusta: que tenga un modo nocturno que sea para mis ojos como el Clonazepam para mi cerebro. No me gusta: que no tengo ni idea de cómo cambiar el tipo de letra, o poner una negrita, o hacer que el menú tenga un mínimo de sentido para alguien como yo —un falso escritor (aquí habría puesto la palabra «escritor» en cursiva, pero ¡no sé cómo!).
Cuando empecé a escribir en este blog, lo hice animado, entre otras cosas, por hablar de lo que ocurre en mi vida. Una cosa que me preocupaba en cierta medida era cómo hablar de mi vida sin mencionar el nombre de la gente que la compone. Esta es una prueba de cómo las personas nos preocupamos más por las cosas que nunca ocurrirán que por las que probablemente pasen. Porque a) Bien mi vida no es tan interesante como para escribir en un blog cualquiera sobre ella, o carezco de la motivación para presentarla en un formato medianamente entretenido; o b) Sospecho que, de la gente con la que suelo interactuar, ninguna lee este blog, si es que acaso conocen su existencia.
Aun así, esta tarde me emocioné estúpidamente por haber dado con un método para poder hablar de esa gente sin mencionar su nombre real. Yo digo que es un algoritmo, aunque no estoy seguro de qué demonios es un algoritmo. La parte irónica de todo esto es que no puedo contar cómo funciona porque entonces perdería su efectividad, a pesar de que «b) Sospecho que de la gente con la que suelo interactuar, ninguna lee este blog, si es que acaso conocen su existencia.» Aun así, nunca está de más ser precavido.
En su lugar, pondré a prueba mi nueva herramienta contando una cosa tan banal como inconsecuente. Cerca de mi casa hay un parque, y en cierta zona de ese parque hay cuatro bancos de madera que Dios-sabe-cuánto tiempo llevan ahí —yo desde luego, en mis 27 años de vida, nunca he visto otros diferentes—. La semana pasada, en un intervalo de dos días, me senté en tres de esos cuatro bancos. Veamos por qué:
PRIMER BANCO: La primera vez me esperaba Víctor (no es su nombre real, a pesar de que se da la casualidad de que tengo otro amigo llamado Víctor. O tal vez esté hablando del Víctor real...). Le vi ahí sentado, tomando el sol, como un señor mayor. Bromeamos sobre ello. Aquel día no hacía el calor que debería hacer; había algo de viento. Sin embargo Víctor, que llevaba más capas de ropa de las que yo habría llevado en su lugar, tenía calor, lo que nos lleva a...
SEGUNDO BANCO: ...movernos al siguiente banco a la derecha, que lo cubría la sombra de un árbol. Ahí esperamos a que viniera Carlos (también tengo otro amigo que se llama Carlos) y también Quetzal (Quetzal es nombre de chica (lo sé, mi algoritmo no es perfecto)). No recuerdo de qué hablamos. Carlos y Quetzal llegaron y nos marchamos a dar un paseo.
TERCER BANCO: Este fue al día siguiente. Llegué con Ada y escogimos ese banco porque era en el que menos probabilidad había de que nos atacara una abeja. Lo cual dio igual, porque tiempo más tarde, una abeja pasó por mi pierna. Allí esperamos a que viniera Carlos; el plan era ir a ver la exposición de una antigua amiga, Inés. Aquel día sí que hacía calor. El sol pegaba bien. Pero nos acostumbramos. Puede parecer que no, pero somos gente fuerte.
En conclusión: tengo que trabajar más en mi algoritmo. Pero la gracia de él —y de las cosas creativas que me pasan en general—, es que no vino forzado, simplemente vino. Sentarme en mi mesa, hincar los codos y pensar activamente en cómo mejorarlo iría en contra de mi estilo de vida. Claro que, llevo queriendo cambiar de estilo de vida durante meses. Quién sabe.
0 notes
unamasparaelcamino · 4 years
Text
El efecto lunes
Me meto en el bus mientras el gato de mi hermana se levanta. El vecino de enfrente enciende la luz y baña a su bebé. Le veo por la ventana.
Todos nos compactamos cuando llegamos a la salida de la ciudad. Codo con codo, cintura con cintura; nadie baila. Salvo cuando llega una curva.
Hace años que me he graduado, pero sigo yendo a la universidad. El café es barato. Y además, no hay nadie allí: todos los demás ya se han graduado también.
Abro la tapa de mi portátil, lo enciendo, una manzana dormida aparece en la pantalla sucia. Siempre pienso que la voy a lavar mañana, nunca lo hago. Pero tecleo, tecleo como si tecleando se fuera a ir la suciedad, como si así pudiera pasar algo -¿qué cosa? Cualquier cosa-.
En fin, llega un momento en que hay que parar. Todo en la vida tiene su momento, incluidas la alegría y la tristeza. Uno no puede escogerlo, solo aceptar lo que nos toca. Yo he aceptado que siempre llega un momento en que toca dejar de teclear, levantarse, e ir al baño. Lavarse las manos. Y entonces, y solo entonces, volver a sentarse. Y a teclear.
Me levanto por segunda vez para ir a comer algo.
«¿Lo de siempre?», me pregunta la camarera.
Le contesto que sí.
«Lo de siempre» cambia cada día, pero todas las semanas es lo mismo. Es una rotación diaria de cinco días que se repite cada semana. Los lunes siempre es lo mismo de los lunes. Los martes es lo de los martes. Y así.
Cuando termino de comer, le paso un billete a la camarera, como si estuviera sobornándola. Tal vez sea así.
Vuelvo a sentarme y a teclear. En cierto momento, se hace de noche. Cuando se hace de noche, me voy.
Volvemos a compactarnos como sardinas en una lata.
El gato de mi hermana me recibe con un ronroneo. Se frota contra mi pierna. Enciendo las luces, abro un poco la ventana. Veo al vecino bañando a su bebé. El gato coloca las patas sobre el alfeizar y se asoma. Me pregunto si él verá lo mismo que veo yo.
0 notes
unamasparaelcamino · 4 years
Text
A veces para escribir tienes que ser un sociópata
Hay una serie francesa que acaba de salir hace unas semanas que se llama El colapso, o L’affrondement en versión original. Se la recomiendo a todo el mundo y, dicho esto, en este texto me dispongo a destripar uno de los capítulos. Pero estoy tranquilo porque:
a) Como siempre, no creo que esto lo lea casi nadie. b) Es el segundo capítulo. c) Aunque eso da igual porque cada capítulo es una historia distinta. d) La serie está en Filmin y poca gente tiene Filmin.
Un hombre de mediana edad y sus dos hijas pequeñas se detienen en una gasolinera atestada de gente. Solo vemos a las niñas, en el asiento de atrás, que están confusas por lo que pasa afuera. El padre está discutiendo con el dueño de la gasolinera, que le dice que no acepta dinero, solo comida. Entendemos que en esta ficción el mundo se está yendo al garete por algo no identificado. Pero nos da igual el motivo. El caso es que está ocurriendo.
Salimos del coche y vemos al padre, afectado. Necesita llevar a sus niñas a un lugar seguro. Pero el dueño de la gasolinera no cede, y ayudado por su hijo y su (creo que) yerno, empujan el coche para apartarlo y que pueda pasar el siguiente en la cola. El padre no sabe qué hacer.
Vemos la gasolinera y eso es un caos: hay un montón de gente esperando a que les den gasolina. De repente aparece un policía. Uno puede pensar: «bien, un agente del Orden» (aunque en España la Policía no tiene una buena imagen que digamos). El caso es que el tipo llega, demanda que por su cara bonita le llenen el tanque, y cuando el dueño se niega, saca la pistola y pega un disparo al aire.
Me dejo algo vital: antes de que llegara el poli, el dueño de la gasolinera se retiró a un pequeño edificio donde están su mujer y su hijo, autista, ordenando sus víveres.
Y ahí es cuando el Protagonista de la historia cambia.
Pero sigamos, porque lo que sucede al final es guay. Resulta que después de que el poli se vuelva loco y dispare al yerno, llega la mujer del dueño y le asesta un palazo en la cabeza, dejándole inconsciente. Aquí se desata el caos, y toda la gente que esperaba apelotonada corre a buscar la comida guardada ahora solamente por el adolescente autista. Y eso nos preocupa. Y por eso seguimos a este padre, que corre a por él, le lleva a un cobertizo donde hay una furgoneta con el tanque lleno, y cuando se disponen a marcharse…
Aparece el padre de las dos niñas pequeñas. El Protagonista original de la historia, que ahora es «El Malo».
Que los buenos se conviertan en malos y viceversa no es algo particularmente original. Lo hemos visto ya muchas veces. Pero hacerlo de forma tan efectiva, concisa y retorcida es lo que para mí tiene el mérito. Por eso a veces los escritores son unos sociópatas: manipulan tus emociones para llevarte a donde ellos quieren. Porque tú no quieres que el padre de las dos niñas sea malvado. Y sin embargo, lo acaba siendo. Seguramente se pueda extraer algún tipo de enseñanza moral de todo esto, pero lo dejaré para otro episodio.
0 notes