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UTE´K´ASLEMAL
Vivir en plenitud
Por Nataly Erazo
Hay algo místico en la presencia de Rigoberta Menchú Tum, solo ella es llenadora, y aún así, humilde y mesurada. Para las y los latinoamericanos su figura es icónica, su nombre memorable y su causa la de todos. Por eso, cuando la vi por primera vez (aunque años atrás tuvimos un breve encuentro virtual), sentí que ese era uno de esos días que se atesoran en la memoria para convertirse luego en anécdota y en las primeras letras de un artículo. De este artículo.
Estaba escuchándola en su país, Guatemala, porque fue allí donde decidió aterrizar una delegación completa de mujeres líderes que querían acompañarla a ella, a su Fundación, y a muchas otras mujeres activistas, en su camino por la defensa de una vida digna y justa. La delegación estaba compuesta por la también ganadora del Nobel de la Paz, Joddy William, un grupo de activistas de diferentes países, otro maravilloso grupo de mujeres filántropas, y las representantes del Nobel Women´s Iniciative y de Just Associates (Jass), ambas organizaciones dedicadas a promover la paz, la justicia, la equidad y la igualdad, especialmente, por y para las mujeres.
Mientras escribo me cruzan decenas de voces escuchadas, algunas en un inglés de canto africano y otro del Norte de América, también me retumban las palabras dichas en nuestro español latino, y las que escuché sin saber qué decían, pero que sentí en cada fibra, en lengua maya. Y en esa sinfonía de tantas voces de mujeres (y de mujeres que son voz), confirmé con certeza la grandeza del verbo: escuchar.
Una semana completa, desde las primeras horas de la mañana hasta la caída del sol, escuchando, recibiendo con apertura y entera disposición el mensaje de las mujeres indígenas, garífunas, jóvenes, abuelas, trans, víctimas, líderes, mujeres diversas y plurales que tienen tanto por decir.
En esta jornada de escucha profunda, empática y generativa, nuestra misión, además del poderoso ejercicio que es la conversación y lo sanador que es exorcizar a través de la palabra en voz alta, era, acompañar la vocería de las ganadoras del Nobel de Paz ante tomadores de decisión, gobiernos locales e internacionales y medios de comunicación, para hacer incidencia y acelerar las transformaciones y demandas que nos compartieron.
Lloramos con Virgina Laparra, encarcelada injustamente por denunciar la corrupción, lloramos también en el altar de las 41 niñas que murieron quemadas por reclamar condiciones dignas, y nos tragamos las lágrimas mientras acompañábamos en audiencia a las víctimas de Manuel Benedicto, acusado del genocidio de pueblos guatemaltecos enteros.
Él, aséptico a los testimonios, de rostro impávido y fuerte, con los brazos cruzados y dejando pasar las narraciones como ruido de fondo. Ellos y ellas, las víctimas, narrando con su voz cansada los horrores de la guerra. Nosotras testigas de ese momento histórico, reviviendo y recibiendo todo ese dolor.
Esos relatos hacen parte de uno de los tantos episodios de un conflicto armado que se extendió por 36 largos años. Otras historias más reposan en el Informe de la Recuperación de la Memoria Histórica, “Guatemala: Nunca Más”, una labor titánica liderada por la iglesia católica para que la “memoria cumpla su papel como instrumento para rescatar la identidad colectiva”. Cuando estaba en los tribunales y los testimonios de sufrimiento inundaban la sala, volvía la memoria a las historias de los míos, de mi pueblo, de Colombia. Hace dos años recibimos también nuestro propio informe de la guerra: “Hay futuro, si hay verdad”, 60 años de violencia resumidos en ese legado.
Los campesinos guatemaltecos hablaban de sus masacres y detallaban con dolorosa precisión la crueldad desmedida que padecieron; los campesinos colombianos hablaron también en este informe de las violaciones, las atrocidades, la sevicia con la que el conflicto armado se fijó en sus vidas. Al final, el dolor no tiene identidad ni medida, es tan propio y a la vez tan de nadie, y la guerra tan ciega y tan absurda, que aunque estaba a cientos de kilómetros de mi país, me sentía tristemente en casa.
Pero - por fortuna siempre hay un pero-, también me sentí hogar en el abrazo de las mujeres que conocí en los paisajes de Guatemala, recibí el calor en forma de tamalito de fríjol, pupusa, pulique, en sus preparaciones ancestrales, comunitarias y amorosas. En ese alimento que es medicina. Habité la poesía, porque reconocí la inmensa sabiduría de las mujeres indígenas, guardianas del agua, protectoras de la abuela lago, defensoras de la tierra: la madre tierra y el territorio cuerpo.
Aprendí que todas las causas llevan al mismo destino: a la vida en plenitud (Utz` k´aslemal), que la palabra Guatemala proviene de Quauhtemallan de la lengua náhuatl, cuyo significado es "lugar de bosques", y que los árboles eran ellas.
De esta gran acción colectiva, quedan - además de los aprendizajes-, las tareas y los compromisos por elevar sus voces; seguir instaurando en la agenda pública la necesidad de una gobernanza que ponga en el centro la vida; el seguimiento a los acuerdos de paz para garantizar la reparación y la justicia; el acompañamiento a las mujeres que siguen siendo victimizadas y criminalizadas; y la declaración de que juntas somos un gran bosque.
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Colombia
Comunicadora y storyteller para el cambio social y el buen vivir.
Ha liderado diferentes estrategias de comunicación para el cambio de paradigmas y comportamientos, especialmente para prevenir violencias de género en su país. Una de ellas, llamada “eso es violencia”, ha impactado a 190.999 personas en diferentes regiones de Colombia.
Actualmente lidera el área de comunicación y movilización de la Fundación Mi Sangre; hace parte del equipo cocreador de los summits latinoamericanos de bienestar, gestados por The Wellbeing project; e hizo parte del programa Sister to Sister de Nobel Women's Initiative en el 2023.
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Publicación: Mujeres raíz.
Para descargar su versión digital:
http://participa.fundacionmisangre.org/mujeresraiz
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Así se dice amar en emberá
Amar debería ser sencillo, así como se escribe: dos vocales, dos consonantes, sonora, corta y contundente. Pero no, amar parece ser una meta impuesta, una línea por cruzar, un camino cercado por obstáculos con los que algunos tropiezan, otros caen, y en los que muchos se quedan orbitando. Pero para ellos, los protagonistas de este relato, eso de amar parecía un cuento inventado.
A Brayan, por ejemplo, le costó un par de golpes, “golpes de albañil, que no es lo mismo”, mano pesada y puño certero; y golpes de papá, que vienen además con el dolor del alma. Era el año 2011, y decidió decirlo en voz alta, decir que era ho-mo-se-xual, y en el momento mismo en que lo hizo público, palabra dicha y entonada, su papá lo persiguió por la casa, le partió un palo en la espalda y lo hizo caer por las escalas.
Amar no es tarea fácil, pero amar a alguien de tu mismo género ya lleva a cuestas el drama de lo incierto. Miradas de recelo, dedo que señala. Y cuando la locación del romance es Urabá, se convierte además “en un acto de resiliencia”, como dice Brayan.
Tierra prometida bautizada así en katío, agua fértil, calor infernal, mezcla de razas y colores, y escenario también de todas las guerras y todas las formas de violencia. Urabá, masacre de las bananeras, campamentos de selva, secuestros, muerte y olvido.
Y allá, en ese fragmento de Antioquia, aún con el recelo propio de aquella historia pasada, se levantan pequeños grupos o colectivos para vencer el miedo y defender la vida. Brayan es ahora integrante de uno de ellos, de la mesa diversa de Chigorodó, una iniciativa que convoca al encuentro, no de quienes se reconocen iguales, sino por el contrario, de quienes se aceptan en las diferencias.
A la cabeza de la coordinación de equidad de género de este municipio está Tatiana Trigos, mujer, heterosexual, liderando una causa que parece ajena. Pero es que la justicia no es bandera de pocos y en su valentía ha emprendido una “revolución amorosa”, que le ha permitido a varias generaciones reconocer y abrazar su identidad.
“Es que yo soy maricón”, “maricón”, así como se escucha, así como se lee. “Por esto es por lo que hemos luchado, por el orgullo de decirlo en voz alta”.
A una hora de este municipio, siguiendo una extensa carretera cercada por palmas de plátano, está Mutatá, y en su humedad verde selva, el resguardo indígena Jaikerazabi. Cuando se cruza el portón, la primera casita que se encuentra siguiendo el sendero es el kiosko digital, y adentro, cinco computadores de escritorio al mando de Nilson.
Nilson, rostro embera, cabello negro satín, crocs empantanados, jean ajustado y ojos que hablan en su maquillaje marcado. Es líder, su grupo le sigue, se sientan a su costado, y él habla. Después, poco a poco, sus acompañantes también van narrando la historia, entre sonrisas tímidas, apagadas, y ocultas en sus manos gruesas, que suben siempre a la altura de los labios para tapar la risa que se fuga.
“Yo todavía no le he dicho a mi familia, pero ellos se lo sospechan”, dice uno de ellos, Wilton, “dentro de poquito le voy a decir a mi mamá”. Este grupo es el colectivo LGTBI del resguardo y su identidad les precede. De mirada altiva, pasos ondulantes, y nombres inventados y asumidos con valor, como el de Vannesa, que escucha mientras se habla de ella en tercera persona.
“Una monja le cortó el pelo para “arreglarla”, por eso lo tiene así cortico”, cuenta Nilson, y entre tanto, la protagonista del relato agacha su cabeza en un gesto suave, en una cadencia delicada, como toda ella. “Pero acá ya nos respetan, y hasta nos defienden cuando alguien nos trata mal”.
Por fortuna, Nilson hace parte de una familia que por décadas ha gobernado en la comunidad, y su vínculo con las autoridades, ha hecho para él y para todos, que sea más fácil salir del closet, sí, que en lengua eyavida también se usa esta expresión.
Fue de los primeros, se consiguió un novio, vivieron juntos en la casa paterna, y con ese ímpetu empezó a contagiar a aquellos que seguían disimulando sus maneras e imitando una masculinidad que no era de ellos, ni era de nadie. Armaron reinados de belleza y en el juego permitido, se vestían de mujer en público.
Después fueron saliendo con estos trapos más allá de la pasarela, y ya el espectáculo se vivía en otros espacios. Más o menos 400 emberas, el número que integra esta gran familia, fueron testigos y espectadores de unos jóvenes que ahora se permitían el goce de ser quien se es.
Acá, en este punto, es cuando aparece Aldair.
Alto, canela, y entusiasta, muy, muy entusiasta. Líder por naturaleza y oriundo de San Pelayo, Córdoba. Dice que será el primer presidente homosexual, animalista, feminista y de Urabá. Vivió su infancia y adolescencia en Carepa, que significa Papagayo, y allá empezó esta vocación que es el liderazgo social.
De su papá, sindicalista bananero, heredó esa búsqueda incansable de la justicia, y ahora es integrante de la Red de Jóvenes Constructores de Paz de la Fundación Mi Sangre. En este proyecto, emprendió una tarea que empezó como un plan de cuaderno y que terminó por convertirse en una apuesta inédita en la región.
Una vez conoció a Nilson, y lo que había logrado en su pequeño universo, decidió que esa muestra de valentía debía ser referente, espejo y ejemplo, “algo estamos haciendo mal acá afuera, porque allá adentro nos llevan años luz”, habla en su retahíla exaltada, y entonces empieza a desgajar su idea.
Conectar, esa es la meta, tejer una red de mesas diversas, de emprendimiento sociales con enfoque de género, llevar la voz de Nilson, Vannesa, Wilton, a otros rincones de Urabá donde aún el silencio es opresor. “¿Tú conoces a alguien gay de San Juan?”, le pregunta Bryan a su amiga Sharlot en su risa escandalosa.
“Es claro que juntos somos más fuertes”. Esta red no solo demuestra que ellos están ahí, sino que además están organizados, y esa es la forma de desafiar al establecimiento y al supuesto orden de las cosas. Aldair, a sus 24 años, lidera la creación de la primera red de colectivos LGTBI de Urabá, propiciando intercambio de saberes, poderes, y el cruce de experiencias y prácticas.
Su incidencia política podría llevar a la formulación de leyes, y la veeduría de las mismas, a hacer asamblea, a abrir el diálogo en el territorio. Hacer visible lo invisible. A ser sujetos políticos de una sociedad que todavía los condena por conjugar el verbo amar.
Amar, kianga en embera.
*Artículo publicado en @UniversoCentro
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“P” DE POWER, PAOLA, PRIMERA, PELÍCULA.
La vida, con su olor de sopa caliente, el sonido de un televisor que narra las noticias, la vida, así, día a día, de un ciudadano promedio, una colombiana cualquiera, con la dosis justa de drama, y contada en líneas de negro sobre un fondo blanco.
Este es el virus tropical, una película que poco tiene de trópico, pero que sí se ajusta a las proporciones geográficas de la norma. Narrada entre Ecuador y Colombia, presenta la vida de su protagonista, desde el momento mismo de su nacimiento, hasta sus andares adolescentes.
Basada en la novela gráfica de Power Paola, esta cinta lleva al movimiento y la magia del cine las formas, los rayones y garabatos de la artista, pero sobretodo, la intimidad de su biografía hecha obra, y hecha pública.
Paola es la menor de dos hermanas, hija de una familia clase media, papá católico, mamá matriarcal. Su historia bien podría ser la de una vecina, o una prima, y esa familiaridad hace que la frontera entre la animación y la realidad se desdibuje, y el espectador se preste a asistir a un relato casi documental, casi voyerista, donde está invitado a espiar sin recelo y sin censura.
Habita entonces el universo monocromático femenino, sus deseos y temores, el tránsito de niña a adolescente, el duelo, la pérdida, el amor, la fiesta, las drogas, la vida de Paola.
Los arquitectos de esta pieza son Santiago Caicedo y Adriana García, el director y la compositora. Una pareja de creativos colombianos que emprendieron la tarea, no solo de llevar la ilustración del papel a la gran pantalla, sino de arriesgarse a hacer una película animada en un país que asoma una tímida lista de menos de 10 largometrajes de este tipo.
Y es que la industria del cine en este rincón del continente, avanza a pasos lentos y a veces arrastrados, y más aún, para un cine que se cuenta cuadro a cuadro, en un tiempo sosegado y lánguido, en el que un guiño de ojo o una acción minúscula, representa para sus creadores, horas de software y grandes dosis de paciencia.
Cinco años y 5.000 dibujos fueron necesarios para esta producción, en la que la artista reprodujo sus dibujos y viñetas en la artesanía del pincel, el rapidógrafo, un poco de lápiz, un poco de tinta, y es que esta pieza es como la vida misma, un collage de técnicas.
Las líneas gruesas y sinuosas de sus personajes, se hicieron verosímiles y casi reales en las voces que salían de ellos. Con gran versatilidad y coherencia con los personajes, Alejandra Borrero y Diego León Hoyos, acompañaron la voz de la señora y el señor de la casa; y María Cecilia Sánchez, le concedió un tono pausado pero preciso a la Paola adolescente.
Contagio sonoro es el tema principal que suma a la propuesta musical de la película, y con este acompañamiento, se hace una única pieza única, experimental y creativa. La Persépolis criolla.
Ahí sigue en las carteleras el afiche de virus tropical, como sacado de un cuaderno universitario, sin muchas pretensiones, pero con todo el espíritu libre y hasta rebelde. Un contagio que debería ser inminente, como lo dice su mismo guion.
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Me llamo Marina
Se abre el telón con el espumoso torrente de unas cataratas, poesía, música y color. El protagonismo estético de la película se sigue con un juego de luces, y entonces, con sutileza, su director, Sebastián Lelio, va ciñendo el encuadre a la naturalidad de historia. Una pareja, un romance, un punto de quiebre.
La cinta chilena ondula el Oscar del año a mejor película extranjera, y es a su vez, la ganadora a mejor película iberoamericana de los premios Goya, es, en definitiva una pieza para la historia. No solo por ser el primer largometraje chileno reconocido en los premios de la academia, sino también por ser un instrumento para la lucha social.
Aparece Marina, una mujer de piel glacial y mirada altiva, y su presencia no desdibuja la propuesta estética de la obra, que sigue con cuidado apareciendo en cada composición y en cada luz. Pero Marina es la protagonista, y a ella se le concede la mirada y también el corazón.
Porque su historia nos lleva por las angustias y la penas de perder al ser amado, pero sobretodo, nos asoma a una sociedad hipócrita y anquilosada que sigue desconociendo los derechos de sus ciudadanos, todos ellos, sin distinción. Y Marina, es ella, una mujer trans que ve morir a su pareja, y que avanza por las dimensiones del largometraje arrastrando su dolor, pero también su entereza por defender lo que por consciencia le pertenece.
Marina, interpretada por Daniela Vega, tiene las palabras precisas -otorgadas claro por el genio del guion - y tiene la actuación sutil, esa cadencia justa que no exagera el gesto, pero que bien sabe tramutar la impotencia y la tristeza a través de la pantalla. Marina mira de frente, y en sus ojos fijos nos reflejamos todos.
La película, sale de los cines a la calle y al palacio de Gobierno de Chile, se instaura en la agenda política, y se convierte en instrumento social para adelantar una ley nacional por la identidad de género. Una propuesta en la que las personas puedan elegir el nombre que los represente, así, como cuando su director decidió llamar a esta cinta: Una mujer fantástica.
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Carta al miedo
3 de diciembre/Santa Elena/7:00 p.m.
El frío hace de mis manos un tapiz de líneas moradas, y en el estómago una ligera angustia laboral. Quiero volar ya, dejar de marcar el tiempo, olvidar el calendario, sentarme frente al mar.
El temor aparece como una brisa de invierno, y se ancla en un suspiro certero en un terreno baldío del corazón. Ahí se queda en un baile cadencioso, en un torbellino de malas emociones y hasta de dolor.
A veces corta la respiración y seca las comisuras de los labios. A veces también, se hospeda como un gris invierno hasta que salga el sol.
Miedo, viejo maldito y malicioso, te encanta ver el temblor de las manos que agitas con tus líneas invisibles. Arreboles de tristeza, escalofríos entrometidos, miedo austero.
Odias el horizonte, cortas la valentía de raíz, y aprisionas la razón.
Basta te digo, fuera. No quiero ser la anfitriona de tus soplos oscuros, la barca que amarras a la costa, el ave ajustada en los barrotes de la soledad.
Te exorcizo, adiós.
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OKJA Y LA CONCIENCIA DORMIDA
Creíamos estar al frente de una cándida película asiática cuyo poster promocional prometía fantasía y dulzura. La silueta de una mascota gigante halada por su pequeña dueña parecía ser un homenaje a Miyazaki y su Castillo Vagabundo.
Empieza la cinta en un bosque idílico y sus protagonistas rebasan la ternura y la complicidad entre un animal y su humano, o entre un humano y su animal. Pero ya la sinopsis nos advertía algo, y entonces miramos con recelo cada paso y cada toma, como quien se come a cucharadas un helado que espera nunca terminar.
“Okja” es un cerdo de inmensas proporciones creado en un laboratorio, y llevado a las montañas de la capital de Corea del Sur como parte de un experimento. La multinacional cárnica regresa 10 años después para comprobar los resultados de su prueba, y de paso arruinar la vida de Mija, su única y mejor amiga.
El animal trofeo es llevado a Estados Unidos y la pequeña lo sigue sin pausa y con determinación para buscar su liberación. En el camino la cruza un grupo de animalistas, y así se desenvuelve una película entre un humor extraño, una realidad distópica pero cercana, y el nada tácito mensaje de ecología y respeto entre especies.
Bong Joon-ho, el director coreano, ya nos había demostrado su inventiva para la ciencia ficción en “The host” donde un monstro, también resultado de una mutación genética, se tomaba la ciudad de Seúl. En esta pieza estaba claro el rol del antagonista, y la mirada de enojo del espectador estaba bien ajustada a las desproporciones de la bestia.
Sin embargo, para esta entrega, el realizador pone su acento en la inocencia de los animales y la tiranía del hombre, y convierte su obra en un panfleto activista que logra desmoronar las más fuertes convicciones, y robar lágrimas de compasión y culpa.
Okja no solo abre el debate sobre el papel del séptimo arte como instrumento pedagógico y promotor de causas, sino que propone una nueva discusión sobre las plataformas de circulación y comercialización del cine. Puristas y defensores de la gran pantalla, de la magia del proyector y el silencio de las salas, no han menguado su molestia ante la decisión del director y sus productores de lanzar en simultáneo la película en Netflix.
El 28 de junio figuraba en los teatros, pero también en la comodidad de los computadores, el título de esta cinta. Y así se reinventaba el papel del espectador, y las rutinas que se tejen en los últimos años para los cinéfilos.
La tecnología, el confort y el individualismo, nuevos códigos para entender las tendencias no solo de los hacedores de cine sino de sus consumidores.
Por lo pronto, la aparición de Okja en Nexflix sirve para enfrentar su principio y fin en la soledad del hogar, desatar el llanto sin prejuicios, ponerle pausa cuando sea necesario, tomar aire, y en definitiva, ajustar la dieta.
TRAILER:
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Fúsi, una película rosa pintada de gris
Los cineastas nórdicos saben teñir sus obras con el aire helado de la región, la pantalla se baña de un azul gélido que logra alcanzarnos con su aire frío y entonces nos sumimos en la cadencia propia de esa Europa que se nos presenta lenta, impávida y austera.
Islandia a los ojos del cine es un cuadro gris y en el lente de Dagur Kári es un invierno florido. Su última película vuelve sobre el paisaje nevado, la pausa y como solo él puede lograrlo, el humor.
A Colombia llegó bajo el título de Corazón Gigante, en otras latitudes como Virgin Mountain y para algunas carteleras se llamó Fúsi, así como su protagonista. Un hombre de grandes proporciones, un Totoro hecho humano, y que habita un pequeño pueblo septentrional.
Fúsi lleva en su nombre la ternura propia de su carácter, tímido, introvertido y callado, sinónimos todos que resumen una personalidad constante y bien llevada a lo largo de los 94 minutos de la pieza. Una actuación que no da pie a dudas y que se vuelve tan conmovedora que incomoda.
Así como en Noi el Albino, el director supo perfilar un casting de personajes únicos llevados a la hipérbole, el muy muy blanco, y el muy muy gordo. Pero esa extravagancia no desdibuja la historia, y es llevada con modestia y justa medida para caracterizar sus protagonistas y el mundo que los rodea.
La bondad, esa sería la palabra. No hay otra forma de describir el hilo que teje esta película, mientras es atravesado por puntadas de humor y gracia. La historia, un cuarentón de vida apagada, rutinas estrictas, y un destello de cambio en las manos de una mujer.
Para verla hay que disponer de una dosis de paciencia, restar el entusiasmo a promesas esperanzadoras, olvidar los finales de Hollywood, y si es propenso a la sensibilidad va a querer apretar las mejillas de Fúsi o a atravesar la cuarta pared para darle un abrazo.
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Perfil de frente
Se lo presento:
Se llama Jorge, lo disequé en una imagen mental a los siete años, desde entonces sigue igual, boca de plato, ojos de pez. Jorge tío preferido, olor a periódico húmedo y banano. Caballo de espalda maciza que carga sobrinos pegotudos y galopea rocinante. Él, cigarrillo sin filtro, Pilsen, hedor de perrito callejero, lengua cosiaca.
Lo encontré en Santa Elena en la casita de orillos, allá chupando frío y chocolate espeso, haciendo el papel de constructor de obra con un lápiz sobre la oreja derecha y las manos agrietadas por el cemento seco. Él riendo entre las humaradas de Pielroja y la neblina de tarde.
Cuando lo encontré lo reconocí al fin, entrecerré los ojos para escudriñarlo hasta la última arruga, fui disipando uno a uno los recuerdos que lo envolvían en fantasía, y apreté las pestañas para dar el golpe final a la madurez.
Ahora lo veo en la descripción y las palabras que los grandes promulgaban en reuniones de cocina, mientras nosotros nos escondíamos en los escaparates con olor a barniz fresco. Pero a los chiquitos nos cruzaban las palabras en el bullicio de las risas, y se perdían por ahí entre las piernas largas de la familia y los oídos sordos de Rodrigo. Entre tanto, llegaba el tío que nos levantaba en sus hombros para cabalgar algo, y arriba éramos el cagón preferido, el que se iba a ganar la tajada cruda de plátano maduro.
El tío Jorge, desgajando racimos de bananos, desnudándolos uno a uno y sumando a su dieta diaria al menos diez. Bananos aquí y allá que le dejaban un perfume como de Urabá. Tío sonrisa cómplice, retahíla de palabrejas y chistes, historias de pueblos, fantasmas y guacas. Redentor de perros callejeros, conversador hasta el cansancio y las ganas, dulzura en forma de hombre castizo.
T��o querido, hermano adorado, amigo entrañable.
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Todos somos ellos
La mujer del animal. Dir. Víctor Gaviria
El peor enemigo del artista es el consentimiento de su obra, decía Gonzalo Arango, y entonces el objeto de su creación se hacía grande en la negación del otro. Un arte que sacude los cimientos de nuestras convicciones, que incomoda, que agudiza las penurias estomacales, así, como la cuarta pieza en la colección del director antioqueño Víctor Gaviria.
Dos horas de sufrimiento fijadas a una pantalla blanca, una puesta en escena que se desdibuja en los límites de un documental, un reportaje, un poema de Elí Ramírez. La mujer del animal es el título de la película colombiana que transmuta las tragedias del barrio a festivales internacionales, circuitos del séptimo arte y espectadores distantes, y que por el contrario, no colma las salas nacionales y pierde en taquilla frente a su compatriota “Operación Piroberta”.
Y es que fácil es reír, pero enfrentarse a la mimesis de los episodios más oscuros de nosotros como sociedad, es tarea difícil, más aún para el espectador – protagonista. El público de los teatros de Medellín se enfrentó a la personificación de sus días, allí frente a sus ojos estaba el tío, el vecino, el sujeto que viaja en bus a su lado. Estaba ese hombre de mil rostros que para este cuadro tomaba el nombre de Libardo, y estaba también la mujer sumisa, callada y cansada, que llamaron Amparo. Contaban los dos una historia de violencia, así, sin apellido de género o condición. La historia de una joven raptada y obligada a una vida de pasos arrastrados y llanto desmedido.
La forma de la narración, y los artificios de cámara, sonido y luces se camuflaron ante la presencia desorbitaba del dolor, y poco queda por mencionar de la fórmula técnica que encapsula el contenido. Bastará con decir que la calidad cinematográfica se adhiere al formato de la década, y la identidad de un film de bajo presupuesto de otras entregas de Víctor Gaviria no se devela en esta producción. Lo que sí permanece es el carácter de su obra, la intención de develar la cultura popular de su casa, y la naturalidad hiperbólica de sus personajes y paisajes.
Ese recurso de robar de la cotidianidad a un grupo de personas para que vuelquen su andar a un rodaje, le ha concedido el título de maestro de la realidad, y con gran experticia ha sabido conceder la dirección de casting a una de sus actrices extraídas también de la calle. La “Cachetona” de La Vendedora de rosas asumió para esta cinta un rol detrás del lente, y sólo ella en la cercanía misma con la realidad (a veces tan distante para tantos integrantes del gremio) podría elegir con tal precisión los actores naturales que borrarían los límites del proyector para tomar asiento a nuestro lado.
Su presencia genera molestia, sus hijueputazos en exceso saturan, sus gritos nos ahogan, y el silencio nos hace cómplices.
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JOLENE
Decidió tomar el nombre de algún personaje americano, esas idealizaciones con cadencia anglosajona que dotaban de elegancia los rostros castizos de las “chicas” de Barbacoas. Uno que fuera fiel a su nuevo sexo, ese género luchado a lidias que a veces se desmentía en la ronquera de su voz.
Quería que su presencia llegará en el esfuerzo del otro, en la pronunciación ajena, como una verdad premonitoria, en la entonación torpe de quien quiere parecer muy culto.
Entonces escuchó un día cualquiera una canción de Dolly Parton, esa figurita gringa que bien podría ser el epónimo de toda ellas, las muchachas tristes que cambiaron el guayo por el tacón y el trapecio por la cintura. Oh Dolly, tú y tu melena de oro, tus labios anchos, y tus tetas exorbitantes. Sonó en los recovecos de algún bar oscuro, salida de entre las rancheras y las carrileras, la melodía dulce de “Jolene”. Calibró su oído gastado por tanto bafle y tanto bajo, y le pidió a la muchacha de la barra que le escribiera en un papelito el nombre de la canción.
Jolene, Jolene, Jolene, Jolene
I'm begging of you please don't take my man
.
Atravesó su conciencia dormida por el cigarrillo y se ancló para quedarse. Jolene, Jolene sería su título. No Yolin, ni Yolín, es Jolene como lo dice la señora Dolly. Decidió tatuárselo en la espalda al lado del rostro de su perro “Turrón”, la mascota de infancia que quedó para la perennidad en su piel a punta de compás y tinta china. Pero Jolene sí merecía los pesos de más para una caligrafía cursiva y un poquito de color.
Salió al final de su jornada nocturna, cuando despidió el último cliente, y cruzó Junín dando ancadas de gigante. Entró al pasaje La Playa, un corredor de neón y sortilegios, y dejó a su andar una ráfaga de hedor marchito mezcla de fruta podrida y perfume de hombre barato.
Se sentó sin presentaciones en el primer puesto que encontró abierto, y le pidió al hombre de cabello verde y perforaciones nasales, como quien pide un guaro o un tequila, un tatuaje bien bonito en la espalda. Ahí, al ladito de “Turrón”, que diga Jolene, que es mi nuevo nombre, Jolene a lo gringo.
Se sentía más decidida que el día mismo en que se puso su primer vestido, y es que este era su bautizo. La ceremonia oficial de agua bendita en la frente le fue negada por no pagar el diezmo, así que nunca tuvo nombre de macho ante los ojos de Dios.
La aguja le perforaba el cuero como si cientos de cactus hicieran cosecha en su lomo. El éxtasis del dolor, el calor y la excitación la arrastraron a los recuerdos de su primer amorío, y a veces, con disimulo, hacía pequeñas contracciones musculares para imitar un orgasmo.
Ay Jolene, estabas llegando a la vida. Después pensaba dar unos pasos más a la Oriental para comprarse una nueva peluca, una mona mona, así como de Barbie, y si le alcanzaba la plata, un labial Vogue.
Y el tipo dijo: ¡Listo!
Apagó el zumbido de la máquina, secó las lágrimas de la piel enrojecida, y le pasó un espejo con marco de plástico. Lo primero que vio fue la línea vertiginosa de la letra que daba inicio a su nueva reputación, algo confusa sí, pero la primera línea de su onomástico a fin de cuentas. Después atisbó la redondez de la “o”, la “L”, y le siguió la más latina del alfabeto… la “i”.
Jolene, Jolene, Jolene, Jolene, Please don't take him just because you can.
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Let´s jump across the universe
120 cm x 120 cm
Mixto
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Un triángulo amoroso, el recurrente y prostituido juego romántico que ha desbordado por lustros las páginas de novelas hechas papel, y de novelas hechas imágenes. Este recurso gastado del cine que sólo podría ser contado y advertirse genuino en las manos de un director como Woody Allen.
Un hombre, su enamorada y otro hombre, un trazo geométrico que no es novedad en la pantalla grande ni en la extensa filmografía del legendario director, pero que es dibujado en Café Society en el compás del jazz, la luz ocre de la fotografía, el arte color pastel, y los sutiles sellos y marcas que va dejando Woody Allen en su última película; la primera grabada por él en digital.
La historia, un joven newyorkino que llega a Los Ángeles buscando un futuro promisorio gracias a la bonanza de su tío, un exitoso representante que teje las redes de ese mundillo inventado que era y es Hollywood. El punto de giro, el casual y desafortunado encuentro de ambos con la misma mujer.
Kristen Stewart reinventada como Vonnie, un papel que la envuelve en un aire sereno, a veces impávido, pero que bien conjuga con la personalidad exorbitada de Bobby, el rol que juega Jesse Adam Eisenberg, un personaje dotado de todos los rasgos que Woody Allen imprime a sus protagónicos: la cadencia al hablar, su propia velocidad lingüística, alguna manía neurótica, y por supuesto, judío.
La pieza que completa el triángulo es Phill, el actor Steve Carrell, que representa la alta sociedad (ese minúsculo fragmento de la humanidad que últimamente aparece con tanta frecuencia en las películas de Allen). Así, se sigue un relato que podría hilvanarse en el sentido común, pero que en esta obra es el menos común de los sentidos.
Aparecen también los retratos de los personajes secundarios, más pintorescos, más cómicos, aquellos que cargan la complicidad de un director que todavía se atreve a jugar con el drama, el romance y lo absurdo en una misma cinta. Los Gánsters, por ejemplo, asoman la dosis justa de humor, sus escenas bordean lo irrisorio con sutileza, y no alcanzan la ensoñación de otros momentos de Woody Allen como el hombre desenfocado de Desmontando a Harry o el amante Bovino de la película que lleva la palabra sexo en su nombre.
Café Society es una postal de los Ángeles de los años 30, y una estampilla de New York. Una cartografía estética que ha marcado recientemente la obra del director, pasando por Barcelona, luego Paris, Roma, y que ahora retrata la ciudad que lo vio nacer y la ciudad que lo hizo grande.
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Acuarela
Inspirados en los personajes del Libro de los parques. Alcaldía de Medellín y Universo Centro.
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Ligera oda al ápice del cuerpo
Mis pies nenúfares de carne flotando en una media pegajosa, el sudor que se desliza entre la suela grisácea y la tela roída de tantos pasos mal dados, y entonces como deshojando pétalos, sí, como jugando al destino del no querer, la uña se desprende y se enreda en las hebras de lana rosada. Creo que no me quiere.
Y allí quedó mi último vestigio de uña en el dedo pequeño del pie. Escribirlo resulta tan grotesco como el muñón ridículo que aparece abajo a la distancia, minúsculo y redondo como un ‘murrapito’ de Urabá.
Sucede que de la serpiente que se acostó con Eva heredé la cualidad de mudar de piel, de piel muerta para ser precisos, y entonces de tiempo en cuando la uña se cae en un golpe torpe, en un zapato ajustado, en una media de puta que es perfecta para arrebatar entre las mallas la turgencia que va naciendo en la piel.
A los dulzones siete años, cuando se fue por vez primera, apenas si logró revolotear a manera de chiste en los corredores escolares. Para entonces no importaba una uña menos en cuanto el pie saltara golosas sin tocar la tiza. Pero después cuando empiezan los choques fatuos de la adolescencia, la capacidad femenina de hiperbolizar las cosas entra en acción. Uno, dos, tres, acción.
La mancha ambarina del meñique es tan repugnante como cualquier imperfección a la altura de la mirada, de seguro los hombres caminan como avestruces para reconocer en el final del cuerpo el principio de la relación, que en los dedos aflora el amor, que el pequeño es la metáfora del sexo, que el barniz colorado no disfraza la ausencia, que improvisar una ‘cápita’ esmaltada es una burla bizarra. Que la única solución a mis pesares era desechar las sandalias.
Aprendí a corta edad la ley telúrica para el buen vivir, ocultar lo indeseable, y así bajar los humores de la juventud, esos hálitos de orgullo que transforman en reproches cualquier impertinencia del destino. Y allá, ahogándose en el calor pegajoso del hule, arrinconada por paredes de gamuza, humillada por cuatro impolutas uñas, va floreciendo una carnosidad pequeña, algo escarpada y bastante frágil, destinada a una existencia efímera por los andares traviesos y apresurados. Pero está y quiere ser, y eso es suficiente para calmar las dolencias estéticas de una vida sin aire en los canales curvos de los dedos del pie. Es tiempo de chanclas. Sí señores, chanclas, aunque suene feo.
Fue así como recordé a Andry Dufresne, el preso de la película Sueños de fuga, ese hombre inventado que se escapó de prisión usando los zapatos de su verdugo y que en una frase heroica, ese tipo de mensajes que uno necesita del cine, dijo: ¿Qué tan a menudo miras los pies de un hombre?
Alegría sonora para mis vergüenzas, ligero empujoncito de valentía para olvidar los prejuicios y orear aquel dedo enano que al parecer nadie percibe, porque definitivamente no muy a menudo las personas observan tus zapatos. Cómo se divierte mi suerte de uña con los vapores calientes del asfalto, en su fealdad puede reírse, agitarse en un meneo sin ritmo, ser una más en el encuentro de artesanos, esos seres despreocupados que se solidarizan con mi uña vagabunda por ser trotamundos y tener otras cuatro igual de maltrechas.
Es cierto, tengo uña caleidoscopio, extraña y endeble, pero incrustada aún en la cutícula, y cuando escribo la miro de reojo para reconocerla en esa mancha escarlata de esmalte barato. Sigue atada a mí como un pétalo rebelde. Es herencia de reptiles morbosos y mujeres virginales. Es el ápice de mi cuerpo o en el inicio de una mala historia.
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Ilustración de un fragmento de la obra "El hombre que no quería ser padre" de Alfonso Buitrago. Museo de la Calle//Fiesta del Libro y la Cultura//Medellín
"Esta historia comenzó como una carta al padre, pero al revés. No sería íntima sino pública, y no sería al padre sino al “no padre”; a un padre que no quería ser papá"
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Arriba
Illustration/Natalie Foss
Flotantes, boca arriba,
en alta mar, los dos.”
(Suicidio hacia arriba- Pedro Salinas)
Lo disfrutaba en las alturas, con el vértigo punzante de la caída, el aire colándose por las hendiduras de su cuerpo, de sus cuerpos, la narcisa impresión de superioridad, arriba, arriba, siempre arriba. Lo descubrió un día cualquiera cuando el párroco de su iglesia guió al grupo de jóvenes que se preparaban para la primera comunión por los recovecos de la antigua parroquia, olor a polvo y humedad, a incienso y detergente. Pero fue allá, donde las campanas retumban, donde habitan las gárgolas y las palomas, que ella lo supo. Una mano invisible se coló por su falda y anidó en su entrepierna, una corriente fría giraba por sus muslos, un espasmo repentino despertó su vientre y un agua caliente bajo por sus calzones. Algo le revolcaba el corazón y seguía anclado bajo su ombligo. Sin entenderlo muy bien sabía que era un pecado, y sin dar explicaciones se retiró una semana antes de recibir por primera vez la comunión.
Sintió lo mismo cuando la llevaron al psicólogo en el último piso de un edificio. Con un extraño gusto retozaba en el sillón de análisis, y cada movimiento le causaba tal excitación que sus ojos desorbitados daban la impresión de una verdadera enfermedad mental. Sin embargo nada podía contener el placer extremo que le causaba el roce del terciopelo con su piel mientras observaba por la ventana la minúscula ciudad. Abajo. En una terraza dio su primer beso, y con el beso su primer orgasmo. Sin razonarlo iba comprendiendo su delirio por las alturas. Pocos osaban seguir su impulso catártico y no le quedaba más que ahogarse sola en una explosión de adrenalina mientras sentía que se desplomaba sobre ella y sobre el mundo. Otra vez el agua caliente que destilaban sus entrañas, y entonces llegaba de nuevo la soledad.
Cuando descendía al mundo de los terrenales un manto de amargura la aprisionaba, y lo único que le quedaba era levantar la mirada para buscarlo a él, al que retozara con ella en su búsqueda de levedad y pasión. Se acostó con pilotos, mafiosos de penthouse, con el sujeto que limpia los vidrios de los rascacielos, pero ninguno quería repetir la experiencia de buscar después de la pequeña muerte la gran muerte. Un día creyó enamorarse cuando hizo el amor en un globo de colores que se elevaba despacio sobre el firmamento azuloso, nunca había estado tan feliz, tan plena, sólo un mimbre la separaba de la inmensidad. Como una burla para los que seguían anclados en el suelo dejo caer sus calzoncitos de encaje, y bajaron como una pluma descarados y presumidos hasta la cabeza de un vendedor.
Pero era preciso regresar, y sabía que cuando sus pies reconocieran la aburrida superficie se lo harían saber al corazón. Fue uno más para el olvido.
Su viejo psicólogo la declaró depresiva, y la internó en una clínica de una sola planta. De tanto mirar el cielo y buscar en el recuerdo la ilusión del amor, sus ojos se irritaron y el sol terminó por cristalizarlos para siempre. Llegó la oscuridad, y con ella la dolorosa certeza de un castigo en los infiernos por no haber aceptado en su momento el santo cuerpo de Cristo. Supo entonces que aún después de la muerte estaría condenada a vivir bajo sus sueños, abajo, abajo, siempre abajo. Se maldijo, y la maldijo a ella, la del placer equívoco, la que mandaba ráfagas lívidas sólo cuando lograba percibir la cercanía del cielo. Ella la sepultó en las tinieblas y en dolor eterno.
Pero un día cualquiera, como cuando conoció su maldición, lo conoció a él. Llevaba cinco años internado y olía a naftalina. Se tropezó con su figura raquítica, y en cuanto buscaban la manera de desenredarse terminaban por tomar siempre la misma dirección en un encuentro de tontas casualidades. Así se la pasaron toda la mañana, primero con molestia, después con sorpresa y finalmente con gracia. Cuando descubrieron que no podían separarse, que sus cuerpos se unían como imanes, los dos entendieron que eran ellos, los de acá, los de acá, los de siempre.
De pronto sintió de nuevo la avidez de sus muslos, el despertar de su vientre y exaltación de su cuerpo. La ceguera le había concedido la particular sensación de caída, y con ella ese descarado placer por la altura. ¿Pero por qué vuelve lasciva justo con él?
Y mientras hablaban, y reían, y callaban, ella seguía sintiendo sus revoloteos de adolescente, y luchaba por controlar su ímpetu en ese escenario de locos y médicos. En ese instante comprendió que estaba hablando con un paciente, probablemente un psicótico, un lunático, definitivamente un enfermo, y sin medir en formalismos lanzó la pregunta.
- Por qué te encerraron en este hospital?
- Dicen que vivo en las nubes.
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