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Dime qué soy yo
Escarchado de sal y chile que escurre sin parar por los bordes del vaso de plástico traslúcido. Luces neón tenues. Rihanna de fondo. Baristas quedándose dormidos. Hombres entrando y saliendo a través de las cortinas que indican el umbral del cuarto oscuro. Dos tipos sentados frente a mí. Uno de ellos me mira y me sonríe. Piel morena, pecho firme, ojos grandes. No puedo parar de mirarlo. El hombre que lo acompaña es mayor. Parece como su sugar daddy.
Me acerco lento. El chico se sonroja. Voy directo hacia él y lo beso con suavidad. El señor que lo acompaña bebe sin parar, nos mira y sonríe. Vamos a las cabinas de atrás, le digo al chavo cogiéndole el paquete y besándole el cuello. Se ríe. No, cómo crees. Me da pena. Me besa en los labios. Qué te da pena, pregunto. Ps no sé, yo no soy de esos. Tú sí, pregunta. Yo sí, respondo. Hm, o sea que no tienes novio. No. O sea que me vas a coger y no te volveré a ver. No sabría decirte. No sé si estaré vivo mañana. Ay, eres de los que levantan un chingo de vatos, no. Ajá. Es que a mí eso no me gusta. Bueno. Y éste es tu novio. No. Es mi amigo Julián. Julián, te presento a... Oye, cómo te llamas.
Julián está recargado sobre su hombro izquierdo. Tiene aliento alcohólico. Piel quemada y reseca por el sol. Manos ásperas y arrugadas. Me saluda con un apretón de manos flojo y poco enérgico. Se tambalea aunque está apoyado sobre la barra.
Pues sí yo soy, de, este, de Guerrero. O sea que estaba trabajando allá en Arizona en el campo. Pero pinche tira del otro lado. Ps, ya ves pues cómo salen con pedos y mamadas. Catorce años tuve allá yo pues. Hoy me deportaron. Ps, ya ni modo. Aquí ando con mi amigo pues. A mí ustedes, ps, me gusta cómo se divierten, digo. Les vale madre todo. Por eso salgo con mi amiguito aquí. Yo, yo ora sí que yo respeto, edá. Ora sí que cada quien pues su pedo. Ora sí que uno respeta, edá. A mí me gustan las viejas, pero uno respeta. Me gusta cogerme viejas. Nunca me ha cogido un vato. No se la he metido, digo. Como que no se me antoja. [Da un trago a su cerveza. Yo miro al joven que me sonríe, modoso, guardando las maneras para que no pensemos que es una puta, fingiendo desinterés total. Pasan los minutos. Nos miramos en silencio y seguimos dando trago a nuestras bebidas.] Pero, ps, ora sí que ya que estamos platicando, edá, hay algo que sí me pone bien pinche caliente. Bien, bien caliente. [Traga saliva. Mira al vacío, como si buscara algo a lo lejos, con los ojos perdidos en la pared iluminada por destellos color rosa fosforescente provenientes de una lámpara colgada en el techo. Esos destellos le iluminan la sien y el ojo izquierdo a un ritmo perfecto. Oscuridad. Luz. Oscuridad. Luz.] A veces, y esto solo se lo he contado aquí a mi amiguito, ps me da por irme a los moteles, edá. Voy, me encierro toda la noche. Nomás vieras. Me visto de vieja. No, carnal. La neta, la neta, eso es lo que más caliente me pone. Me pongo mis vestidos, mis faldas, mis medias. Me pinto. Me pintarrajeo todo, edá. La boca, las chapas, los ojos. A veces llevo peluca y ahí ando. Solo, toda la noche, en mi cuartillo de motel. Me pongo ropa interior de vieja. Pantaletas y medias. Me imagino que llega un cabrón y me rompe la lencería de vieja y me mete una vergota gruesa por el culo. Pero fíjate que solo se me antoja cuando ando haciéndole al puto pues. Cuando ando vestido de vieja. Pero, quiero preguntarte a tí, edá. [Suspira y da un trago a su tarro. Se atraganta un par de segundos. Eructa. Sigue.] La neta luego de pasarla chingón en mi cuarto y venirme un chingo pensando en todos los cabrones que vendrían a meterme sus vergas, me siento de la chingada. [Mira al suelo, se limpia los labios con la manga de su camisa e intenta seguir. La voz se quiebra.] Porque qué tal que sí soy puto. Te quiero preguntar, pues. Tú qué dices, carnal. [Deja de mirarme a los ojos. Solo mira hacia mi pecho, hacia mis brazos, hacia su tarro de cerveza.] La neta, la neta, al chile: soy puto. Sí o no. [Me mira a los ojos, parpadea y mira hacia mi brazo izquierdo, esquivando mi mirada otra vez. Le da otro trago a su cerveza. Lo miro a los ojos. Me mira un segundo y mira hacia el bar.] Dímelo tú. No se lo he podido preguntar a nadie. Yo digo que igual y sí soy puto, pero y luego qué. Qué chingaos. Me voy a tener que vestir de vieja y andar así. No, ora sí que no. Qué va a decir mi familia. Qué me van a decir por la calle. No sé. Quiero que tú me digas que soy, carnal. Soy puto o no. Tú qué dices. Me gustan las viejas. Me encantan. No te confundas. Pero si me gustan las viejas entonces no puedo ser puto o sí. Dime tú que yo no sé. Te juro que no sé. Qué soy, carnal, qué soy. [Silencio. Contiene las lágrimas. Mirada perdida.] Qué soy. Dime qué soy yo.
Entro a las cabinas. Habrá unas cuarenta en un cuarto oscuro inmenso al fondo de esa sex shop con barecito a la entrada. Está más vacío que nunca. Son las dos de la mañana de un miércoles en Tijuana. Es lo que hay. Dos cabinas están ocupadas. La puerta de la primera está mal cerrada. Intento husmear por la ranura. Hay un hombre sin camisa, brazos fuertes, gorra con visera hacia atrás. Mira atento a la pantalla. Hay senos y vulvas penetradas por dildos. Gemidos de varias mujeres que se estimulan el clítoris mientras penes inmensos les penetran la vagina. El hombre frente a la pantalla se masturba lentamente, atento. Para los labios para juntarlos a la nariz para luego echarse saliva en la mano izquierda y acariciarse un pene duro y pequeño sin circuncidar. Oigo el contacto de su mano llena de saliva con su pene húmedo mientras aumenta el ritmo y percibo su respiración agitarse. Gime de manera casi imperceptible. Se gira hacia la ranura. Sabe que alguien lo mira. Sabe que solo puede ser otro wey. Sonrisa torcida. Vuelve a la pantalla llena de vulvas. Sigue jalándosela despacio, paciente. Me giro un momento. En la cabina justo en frente está un chico de unos 20 años con cabeza rapada a los lados y una fila de tres trenzas pegadas al cráneo que caen sobre su cuello. Tatuados ambos brazos. Espera con una pierna dentro y otra fuera del cubículo. Cejas pobladas. Pants de algodón que dibujan un culo duro. Me guiña el ojo y tuerce el cuello hacia el interior. Me acerco con el pito duro de estar espiando al otro. Lo empujo dentro de la cabina. Cierro detrás de mí.
En la pantalla hay cuatro hombres cogiendo uno detrás del otro. Trenecito. Gritos exagerados. Le bajo el pantalón. Le escupo en el culo. Le muerdo la nalga derecha. Meto el dedo índice y toco una próstata dura. La acaricio suavemente. Muerdo la otra nalga. Giro mi dedo en ambos sentidos dentro de su ano. Siento su abdomen escultural mientras deslizo un condón hasta la base de mi verga. Un escupitajo más en la punta. Lo uso de lubricante para masturbarme. Ya tiene el culo bien abierto. Se la dejo ir con cuidado, pero a una velocidad constante, al tiempo que tiro delicadamente de sus trenzas para controlar ese cuerpo, con la frente bien alta, y aspiro hasta el centro de mis entrañas el olor de sus axilas, su cuello y su espina dorsal, vértebra por vértebra, tatuaje por tatuaje.
Estoy en la calle. Detrás de mí, bajan la cortina ruidosa de metal hasta que azota contra el suelo y rompe el silencio de la avenida vacía. Son las tantas de la madrugada. Hace un viento frío que penetra el alma. Esta primavera del Norte vale para pura verga. Un par de prostitutas caminan por ahí sin mucho rumbo. Un hombre de mirada perdida y el antebrazo deshecho, lleno de pequeños moretones, se acerca y me cuenta de su dios, el que le habló para decirle que yo no soy el elegido, que se lo dijo mientras levitaba sobre las olas del mar hace dos noches cuando se miraba al espejo. Se marcha balbuceando su letanía a seres invisibles que lo rodean.
Diviso una ciudad prístina de luces blancas a lo lejos, del otro lado de esa barrera iluminada de miles de kilómetros de largo, abismo inquebrantable entre dos universos opuestos que se tocan y, a veces, como por arte de magia, se funden el uno con el otro. Me cierro la chamarra, que la noche cala. Acelero el paso, que la calle acecha. Y desaparezco por caminos desolados y solitarios entre el polvo, las almas merodeantes y la oscuridad más profunda que haya visto la humanidad.
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El clóset
Miro el tubo donde irán colgadas mis camisas. Noventa centímetros más abajo, el tubo donde irán los pantalones. Huele a polvo de madera. Hay aserrín en el suelo. Olor a pintura fresca. Estos hombres trabajan lento, pero va quedando bien. No puedo esperar a tener espacio donde poner toda la mierda que tengo en el comedor. Mis perfumes, quirúrgicamente ordenados en la repisa que era de mi abuela materna, están cubiertos por una capa de polvo blanco. No quiero ni pensar en el momento en que me toque limpiar uno por uno. Con el asco que me da el polvo en todas sus formas. Miro esos corpúsculos finos sobre todas mis cosas del tocador y desvío la mirada, horrorizado.
Llevo varias semanas montando mi casa en el sur de la Ciudad de México. Reina el caos y el desorden desde hace un par de meses. Ya me compré un taladro. Ya monto repisas. Ya reparo muebles. Pero ese polvito perenne... Sentir que las suelas de mis zapatos crujen a cada paso que doy sobre el azulejo sesentero en esta casa de los años cuarenta, sin importar cuántas veces trapee a la semana, corta como un exacto algo dentro de mí que siempre he sentido rasgar desde que tengo memoria. Cuando era niño, tenía tres o cuatro años, sentía ese chirrido en el fondo de mi alma cuando mis manos se llenaban de polvo o de tierra. Juntar los dedos, frotarlos uno contra otro y sentir partículas minúsculas entre mi pulgar y mi índice me detonaba algo que a otras personas les detona el gis contra el pizarrón o un tenedor contra los dientes. Ese rechinido que llega a todos los átomos de la materia que conforma tu ser.
Sigo sentado sobre mi cama. Cuido que las puntas de los dedos de mis pies no toquen ese suelo ni por equivocación. Los tennis están justo debajo de mí por si tengo, de pronto, la necesidad de salir del cuarto, ir por agua a la cocina o salir al patio (que está aún más polvoso que mi cuarto porque ahí es donde estuvieron cortando la madera y el triplay para montarme esta belleza de orden y simetría que tengo frente a mí). Aunque, ahora que miro bien, a éstos se les olvidó fijar el maletero al anaquel ese de ciento cincuenta pesos que compré en la tiendita de la esquina, que (sin saberlo ahora mismo) en dos días habré limpiado de este aserrín del infierno y en cuyo primer nivel habré puesto sábanas, fundas de edredón y fundas de almohada; en el segundo habré puesto ropa de invierno y sarongs; en el tercero tal vez la primera fila de zapatos... [Suena el timbre]. Quién será. Me pongo los zapatos, repito, cuidando que mis pies descalzos no toquen ni de chiste ese suelo que evado como evadía de niño las juntas de la banqueta de cemento pensando en que eran abismos llenos de cocodrilos y tiburones. Y salgo corriendo.
Quién es, pregunto. No hay respuesta. El sol me quema los hombros. Llevo puesto un tanktop y traigo unos shorts blancos, casi transparentes sin calzones debajo. Llevo una semana hirviente. Miro por el orificio de la puerta. Soy yo, el nieto del carpintero. El corazón me da un salto mortal. Trago saliva. Los testículos me hierven. Abro la puerta.
Hace tres días que el carpintero pasó por primera vez por esta puerta cargando unas tablas y su caja de herramientas. En un acto de verborrea casi incomprensible me contó con pelos y señales cómo había ido a la carpintería esa de allá yendo al Cerro del Judío, porque ahí está más barata la madera y no son tan pinches careros como acá abajo. Pero 'orita acabamos, no te preocupes. Rápido me lo echo. Por eso me traje a mis chalanes. Es mi hijo y mi nieto. Los saludé y los invité a que pasaran. Díganme si tengo que mover algo. Es que tengo todo amontonado en la sala y en la entrada, pero muevan lo que sea necesario, añadí. Me dijeron que no lo era.
Les indiqué dónde estaba mi cuarto, el espacio en que quería el clóset. No, esto nos lo echamos en chinga. Sí, pero en cuánto tiempo. En chinga, rápido. Ps nomás es de cortar aquí y aquí. Poner el tubo acá. Este... a ver, wey, anota pues deja de pendejear, le dijo a su nieto, quien no tenía más de diecinueve años; cogió una libreta y empezó a tomar nota de las medidas con garabatos incomprensibles. Me miró tímidamente, al igual que su padre y su abuelo. Les ofrecí agua o algo de beber. Todos agradecieron el gesto, pero dijeron estar bien así. Eran muy cuidadosos con los muebles que ya estaban instalados. Les dije que me retiraba a trabajar.
Pasaron las horas. Yo miraba fijo mi pantalla traduciendo a prisa el texto que era para ese día por la noche. Oía los taladros, los martillazos. De vez en cuando una risa. Conversaciones, cuchicheos. A ver, ts, ponte buzo, pues, que vas a romper la tabla, cabrón. Ya deja el pinche celular, chamaco. A ver, tráenos la tabla que dejamos en el patio. El nieto salía del cuarto, una y otra vez, pasando por donde yo intentaba concentrarme para acabar mi texto urgente sin avanzar mucho. Ya salía y ya entraba con tablas, con martillos, con serruchos, con clavos. Siempre que pasaba me miraba con timidez y me decía Con permiso, mirando al suelo cohibido. Algo se trae este, me dije.
Segundo día. Mientras más pasaban las horas, más pasaba el nieto con cualquier pretexto por donde yo estaba. Que si una cubeta del patio. Que si las llaves de no sé qué. Los días eran cálidos de primavera. El sol quemaba incluso estando dentro de casa porque el suelo del patio reflejaba la luz hacia adentro de la casa y generaba reflejos cegadores e incandescentes. Había que tener las ventanas abiertas para no morir sofocado. Yo me paseaba de vez en cuando hacia el cuarto fingiendo supervisar el trabajo. Carpintero e hijo concentrados, minuciosos, perfeccionistas. Levántala, pues, cabrón, que va a quedar chueca. No, más. Más. Ahí, sí, mientras el nieto retrocedía alejándose del clóset, con mi cama a sus espaldas; y solo miraba a su padre y a su abuelo trabajar. Me sonreía sutilmente y desviaba la mirada como para fingir poner atención a lo que los otros estaban instalando. Yo le sonreía. Él miraba de vez en cuando en dirección a mi entrepierna para atisbar mi pene a través del short que yo, con este calor y las ganas de pito que él tenía, llevaba ya dos días poniéndome sin nada debajo.
Tercer día. Mi short era más corto que el del día anterior. El nieto iba de pantalones de algodón. Entré varias veces al cuarto. Se acomodaba la verga con los ojos hacia mi verga cada vez que los otros dos se ponían a clavar o taladrar algo y no había riesgo de que nos vieran zorreando. Lo mandaban por cosas al patio o, tal vez, él se inventaba pretextos para salir y pasar frente a mí, una y otra vez, porque ya me había mudado del escritorio, que esconde inconvenientemente mi verga debajo de la tabla, al sofá que hay en la entrada, donde podía, fingiendo trabajar en mi computadora, abrirme de piernas, parármela y hacer que se diera cuenta cada vez que él caminara por ahí.
Ya casi acabamos. Solo déjame ir a la casa a cortar unos pedazos de tabla que me faltaron y te vengo a terminar todo mañana como a esta hora. Ámonos pues, que tu abuela dijo que ya está la comida. Hasta luego. Hasta luego. Con permiso, se despidieron los tres. Y fui a acostarme a mi cama. A observar el trabajo hecho. A que me dieran dos ataques al ver mi cuarto empolvado de aserrín hasta que sonó el timbre y vine a encontrarme frente al nieto del carpintero, caliente como un horno sobre la acera, haciéndose sombra con la mano izquierda sobre los ojos y la frente.
Qué pasa, pregunto. Se me olvidó un bote de pintura en tu cuarto. Lo miro de arriba a abajo. Me sostiene la mirada. Entra, le digo. Cierro la puerta de la calle detrás de él.
Andamos por el patio hasta mi cuarto. Voy delante de él. Sé que me va mirando el culo que me hacen estos shorts imitación Adidas que compré para putear en El Cairo hace unos años gran amuleto para levantar en el metro, en el Camino Verde o donde me salga del coño––. Los pelos de mis nalgas traspasan la tela como espinas cuando me los pongo sin calzón debajo; y él está concentrado en ello mientras entramos a la casa, huyendo un poco del sol ardiente que quema aún más que hace un par de horas.
Miro el clóset. Él también. Silencio. El bote de pintura que olvidó está apoyado sobre uno de los entrepaños que acaban de montar. Me queda claro que no vino por eso. Pasan los segundos. Mi pene se va erigiendo lento y mis shorts no lo ocultan ya. Me mira el pito. Le miro el de él. Lo tiene erecto. Le digo que cuánto les falta para acabar. Me dice que ya mañana seguro terminan. Mira al vacío, duro como fierro. Le pregunto que si tiene novia. Dice que sí. Pasan unos segundos. Me vuelve a mirar el pito palpitante a través de la tela de mis shorts. Le digo que sus pantalones le hacen buen paquete. Pregunto que si la tiene grande. Se ríe nervioso. Dice que cree que sí. Estiro mi mano, le bajo el pantalón hasta los talones. Un pene grueso rebota al liberarse del resorte del calzón. Chorreante de excitación. Oloroso por el calor inclemente de la tarde. Me están esperando y no tengo mucho tiempo. Acuéstate pues para metértela, me dice entre dientes evitando mi mirada.
Me bajo los pantalones, me quito los tenis y los calcetines. El polvo, el aserrín y los trozos de madera de pronto no existen más. Gotas de sudor caen de su cuello a mi pecho. Súbita penetración. Me aprieta los pectorales. Con la mano me sostiene la quijada firme. Me masturba. Penetración frenética. Jadeo y gemido orgásmico. Espasmos en mis entrañas de corrida adolescente explosiva y precoz. Y yo, habiendo esperado este momento paciente por días, lanzo una corrida que me llega a la boca. Listo. Lo toca con sus dedos. Lo huele. Ahora sí, me tengo que ir.
Se viste. No me mira a los ojos. Respira aún agitado por el orgasmo. Me pongo de pie, descalzo, con los pies llenos de polvo, tan tranquilo como si ahora caminara sobre algodones. Sonriente. Qué pinche rico estuvo, pensé. Nos quedamos mirando el armario casi terminado. El silencio reverbera en las cuatro paredes blancas de mi cuarto. Nos envuelve. Entonces mañana acaban, le pregunto rompiendo la serenidad que nos permea. Sí, dijo mi abuelo que ya mañana queda todo listo. Estira la mano. Coge el bote de pintura. Nos vemos mañana, dice. Sale apresurado de mi cuarto al salón, de ahí al patio. La luz del sol me ciega por completo cuando salgo a acompañarlo hasta la mitad del patio para indicarle con un gesto la salida. Mis ojos se acostumbran lento al destello que se refleja en el piso amarillento y desgastado. Me quedo de pie mirándolo andar hacia la salida, sintiendo cómo el sol me empieza a quemar la cabeza. Una onda de aire fresco me acaricia, de pronto, lento y suave. Me mira una última vez desde el umbral. Y azota la puerta al salir.
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Milenaria
Un giro súbito a la derecha. Welcome to Polonnaruwa. Boleto a los guardias de la caseta. Avanzamos por la brecha empedrada. Nos escoltan mil años de esplendor engullidos por la selva. El suelo es rojo terracota como una hemorragia imparable desde la escisión de la matriarca aria. Cielo azul zafiro que se refleja a la distancia en las aguas profundas de Minneriya. Simios pequeños de pelajes sedosos saltan de una rama a otra mirándonos expectantes, curiosos, atentos, hambrientos quizá.
Te espero aquí. Puedes dar una vuelta. Hay muchísimos templos por allá, dice el chofer. Bajo del coche. Choque de calor. Sudores torrenciales de un cuerpo que intenta en vano refrescar su carne. Mi gorra está empapada y no llevo dos minutos fuera del aire fresco del carro. Giro mi cabeza lento. Piedras, pagodas, templos, monos, templos y más templos a lo largo de kilómetros y kilómetros en lo que fuera en su momento una de las ciudades más grandes del mundo. Hinduismo y budismo se funden, se oprimen y se destruyen uno a otro por milenios y milenios hasta dejar joyas esparcidas por todo el sur de Asia como la que tengo frente a mí.
No dejo de pensar en el hombre hermoso que me escribió ayer cuando volvía exhausto de aquel complejo de pirámides, cisternas y templos en lo alto de una roca que se alza imponente doscientos metros por encima de las llanuras centrales de Sri Lanka. Me encantaría olerte los huevos y el pene ahora que estuviste todo el día escalando y caminando con este sol, le dije. Me encantaría que me olieras los huevos ahora mismo. Te hospedas en Sigiriya, preguntó. No, en Dambullah, a veinticinco kilómetros de ti. Bueno, hablemos. Tal vez nos encontremos mañana por ahí. OK, respondí. Llegué a mi hotel, me cogí al guardia de seguridad y dormí como pocas veces había dormido en los últimos meses arrullado por la brisa y el canto de las ranas que poblaban los arrozales frente a mi habitación.
Luego de seis templos, treinta y cinco grados y humedad de noventa por ciento, ya no puedo ver un templo más. Le digo al conductor que ya me hice una idea de lo grande que era la ciudad. Me cuenta que hay un par de templos más. Me llega una notificación. Es el hombre guapo con el que hablé ayer. Se rentó una bici y está recorriendo la ciudad entera bajo este sol. Cada quien, pero se va a poner una ardida. Estoy en este templo [y manda ubicación]. No estoy seguro de que podamos hacer algo aquí. Podemos venirnos juntos. No sé si un templo budista sea el mejor lugar para hacerlo. No crees que es algo victoriano y mojigato pensar que el sexo sea algo indebido dentro o fuera de un templo. Ya, entiendo tu punto. Ahí te veo, le respondo. Le digo al conductor que me lleve a esa ruina en específico. Pero ése no es tan interesante como el que te quería enseñar [señalando la dirección opuesta]. Ajá, pero yo quiero ir ahí. No, el que te digo es mucho mejor. No, gracias, llévame al que yo digo. Por qué. Qué hombre tan pesado. Que me lleves al templo al que quiero ir, que voy caliente y hay una verga inmensa que me espera ahí. [Me habría encantado decirle eso.] Pone una cara de da igual y me lleva adonde quiero ir.
Bajo del coche por enésima vez en el día. A ver si me da una pulmonía de pasar de quince grados a treinta y cinco, sudado, veinte veces por día. El suelo arde como una estufa. No parece haber mucha gente en esta pagoda. Bueno, no se ve tan mal. En realidad es la mejor que he visto hasta ahora. Uf, creo que es ese hombre que viene ahí. Madres. Cómo le cuelga la verga. No lleva calzones y tiene unos huevos inmensos que chocan contra sus piernas. Me mira. Me sonríe y me saluda con los ojos mientras caminamos el uno hacia el otro. Hey, man. Que cómo te llamas. Que de dónde eres. Eres australiano. Ah, no, perdón, inglés. Mira. Me sonaste algo australiano. Ah, viviste ahí. Chido. Claro que te tomo una foto. Yo sé lo que es viajar solo y no salir en ninguna de tus fotos. Claro, las selfies salen horrendas. Además en los templos budistas no te dejan. Eso sí que no es correcto. Pero coger sí, que te quede claro. Se ríe. Buscamos un sitio. Vale. Chingadamadre. Me quemo los pies. Corre a la sombra. Corre. Uf. Apoyo el culo sobre una roca ancestral para poder levantar las plantas de los pies de una arena dorada que quema diez veces más que la arena más caliente de la playa. No es muy práctica la regla budista de quitarte el calzado cuando el suelo parece un comal.
Corremos desde donde estamos a la siguiente sombra. Un árbol. Me mira con sus ojos azules enormes. Barba dorada de tres días. Bronceado de surfero. Piel rojiza requemada por el sol. Le golpeo suavemente el escroto para que le bailen un poco los huevos debajo del short. Se ríe. Buscamos un sitio ahora, le pregunto. Yo digo que ahí detrás. Ok, sígueme. Crees que ahí. No. Bueno, sigamos caminando. Pero cuidado. Siento que nos va a salir un animal. Es que meterse a la selva sin zapatos no creo que sea buena idea. Claro, dejamos las chanclas a la entrada del templo y ya no hay marcha atrás. Creo haber leído que hay escorpiones aquí. Te lo juro. Bueno. Mira, detrás de ese muro. Sí, sí. Y luego nos adentramos un poco en la selva detrás del templo. Mira, detrás de esa barda.
Saltamos una barda de piedra y caemos en la selva de verdad donde no hay turistas ni senderos ni letreros ni nada. Algo se mueve detrás de un árbol. Una especie de ciervo enorme sale corriendo al percibirnos. Monos negros nos miran y aúllan desde las ramas comunicando la llegada de intrusos. Éstos no parecen tan amigables como los bebés espulgados por sus mamás que hay en las ruinas a unos metros de nosotros. This seems to be the real shit, dice mirándome con cara de niño travieso y sonrisa de empotrador perverso al mismo tiempo. Vamos detrás de ese árbol. Aquí. Perfecto. Aquí no viene nadie. Uf, qué bueno estás. Qué bueno estás tú. Uy, qué pitote. Bueno, no ha habido quejas hasta hoy, dice riendo. Me la quieres meter. Claro, tienes condones y lubricante. Yo siempre llevo condones y lubricante.
Me penetra. Tardo un poco en acostumbrarme. Es larga, rosa y gruesa como un embutido. Me inmoviliza sólo de lo dura que se siente dentro de mi vientre bajo. Me besa el cuello y me lame la oreja. Siento las gotas de sudor que caen de su cuello hacia mi espalda y resbalan por mi columna hacia mi culo abierto ya por su pene inmenso. Me la mete a un ritmo creciente mientras me tira firme del pelo y del cuello. Me somete por completo. A lo lejos veo monos colgados de las ramas. Hay hormigas por todo el suelo y los pies duelen de las pequeñas piedras y ramas que se encajan cada vez que nos acomodamos, con cada embestida de ese cuerpo escultural que tengo detrás de mí. Miro al frente y distingo la pagoda milenaria entre ramas, lianas y hojarasca. Me corro dentro o fuera. Dámela en los huevos, el digo. La saca, se quita el condón, me gira hacia él y me da una carga de leche sobre mi escroto mientras gime a todo volumen. La maleza absorbe bien los sonidos. Su semen se mezcla con nuestros sudores que chorrean desde nuestras frentes y cuellos como cataratas y fluye por mis piernas hasta mis rodillas. Me corro en su cadera mientras une su pecho al mío, bañados en sudor. Jadeamos sofocados. El aire se siente más denso y caliente que nunca. El sudor de mi frente nubla mi vista. Sus pestañas están mojadas también. Me mira a los ojos. Me sonríe. Me derrito hasta el suelo. Nos besamos suavemente. El olor de su aliento, su saliva y su transpiración me invaden y llegan a todos los rincones de mi ser. Visión nebulosa de mi derredor. Cantos de bestias salvajes y chirridos de insectos desconocidos inundan nuestras cavidades auditivas. Los rayos de sol se dibujan anaranjados a través del follaje sobre nuestras cabezas. Me como sus labios. Se come mi cuello. Las frentes juntas, fundidas. No podemos parar de jadear.
Andamos con cautela de vuelta hacia el templo frente al cual dejamos nuestras sandalias. Me he encajado no sé cuántas espinas y piedras en las plantas de los pies, pero el placer infinito de sentir su cuerpo empapado contra el mío, su pene sacudiendo mis entrañas y sus huevos monumentales chocando con los míos vale eso y más. Have you fucked local guys. Uy, hijo. Que si he cogido con locales. Obvio he cogido con locales. Y no con dos ni tres. Le cuento mis tácticas de ligue con los esrilanqueses. Queda estupefacto. Pues qué valiente eres. La homosexualidad es un delito aquí. No mames. Qué delito va a ser la homosexualidad si yo ya le di tres vueltas a esto.
Nos damos un abrazo. Lamo una vez más su cuello para retener su sabor en mi lengua camino a mi hospedaje esta tarde. No hemos podido limpiarnos mucho, así que mis piernas, mis huevos y todo mi cuerpo huele a una mezcla de su sudor, su semen y su saliva mezclados con los míos. Y no hay sensación más hermosa que aspirar y oler cachondez pura sobre tu carne. Sentir cómo ese aroma cambia a medida que los fluidos se secan. Dejarlo reposar durante la noche y despertar sintiendo cómo alcanza los poros de tu nariz desde las sábanas.
Estremeciente vuelvo al coche donde mi chofer me espera. Sí que tenías ganas de ver ese templo, no. Te tardaste un rato. Moría de ganas. Es por mucho el mejor que vi hoy, le contesto. Por el retrovisor veo al hombre guapo subirse a su bici y empezar a andar en dirección opuesta. Qué delicia, digo en mi mente mientras pedalea de pie con ese culo duro y hermoso al aire y la camiseta mojada por completo. Me da mucho gusto, amigo. Bueno, seguimos viendo templos o quieres que te lleve a comer ya. Basta de templos por hoy, le digo sonriendo. Vamos a comer, que me estoy muriendo de hambre. We’re on our way. Arrancamos.
#sri lanka#polonnaruwa#hindu#buddhist#templo#budista#relatos#queer#gay#gaytravel#zinecalzon#cronicasdelputerio#gaymen#milenaria
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Y nada más importa
Aceleras. Me aferro a ti abrazándote y entrelazando mis manos alrededor de tu abdomen. Hold me tight, me dices. El calor y la humedad nos han dado tregua esta noche. Pego mi oreja a tu dorso, como para protegerme del viento que me da en toda la cara. En realidad, el viento me da igual. Quiero oler tu espalda. Estás caliente, algo sudado. Se me eriza el pecho. Me quemas el cuerpo. Los otros dos van en su coche a ese bar del que tanto hablaban en la cama. A ver quién llega primero. Pero eres un as de la moto. Nos los chingamos fácil.
Hay belleza en este mundo. Luego sigues tú. Mi verga dentro. Aquellos dos expectantes, pacientes, comenzando a ponérsela dura con la mano y esas miradas tímidas de los hombres de este país insular en medio de la nada mientras tú gimes con suavidad. Te la saco. Te muerdo un glúteo. Te doy una buena nalgada a mano abierta. Llevas puesta una gorra que me hace explotar de deseo por ti. Uno de aquellos dos ya está listo. El del bigote hermoso. Viene y me la mete. Es tierno, pero firme. Su marido, lampiño, nos mira atento, excitado, con ojos desorbitados mientras se masturba recostado en la otra cama. Vaya despedida me dan los pinoys.
His cock is normally quite big. He is a bit nervous now, but believe me, he has a huge dick, justifica el chico del bigote sexy a su marido, el lampiño. No pasa nada, estuvo muy rico todo, le digo. El marido lampiño está nervioso. No habla mucho. Sólo me mira cohibido, sonríe y se sonroja. Nosotros tres ya nos vinimos. El lampiño dice que no quiere. Parece incómodo. Voy hacia él, le beso la mejilla y cojo su pene con mis manos. Lo acaricio. Me besa el cuello. Me acomodo en esa cama individual y lo invito con la mirada a que se acueste junto a mí mientras la hermosura de la gorra y el del bigote observan atentos sentados sobre la otra cama del cuarto. Les digo que vengan. Cuchareo de cuatro. Beso a un hombre a mi izquierda, a otro a mi derecha. Le cojo el pene al que no puedo abrazar con mi cuerpo. This is pure joy, les digo. Me sonríen. Permanecemos callados, abrazados.
Llegamos a ese bar cutre. Les dije que no quería bares wannabe occidentales. Que quería un sitio con cerveza barata, lo más local y lo menos pretencioso prosible. Y vaya que me hicieron caso. En realidad no hay lugares de maricas en Palawan, porque el gobierno local lo ha ilegalizado, pero éste parece ser donde se juntan los del pueblo; y, bueno, el mariconeo es algo que ningún régimen ni religión ni sociedad puede contener. Ya lo sabemos.
Entramos. Nos sentamos en una mesa frente al escenario donde se presenta una banda que canta en inglés. Una chica trans hace de vocalista. Todos elegimos asiento de manera que podamos ver la variedá. A mi izquierda, el hombre de la gorra; a mi derecha, el marido tímido lampiño y, junto a él, el guapo de bigote, el que me la metió toda. Lo observo. Empieza a sonar esa canción que me recuerda mi adolescencia. La vocalista entona perfecto. So close, no matter how far. Sigo mirando. Debe ser de los hombres más hermosos y elegantes que haya visto jamás. Esa ceja corta y perfecta. Ojo rasgado. Bigote sublime. Cuello largo. Postura altiva. Couldn't be much more from the heart. Me hipnotiza cómo se mueve. La suavidad con que coge la cerveza y bebe. Su mirada escaneando el lugar. Cómo coge de la mano a su marido. Forever trusting who we are. Cómo me mira de pronto y rápidamente evade mis ojos con una sonrisa tímida.
Las caras del público están fijas hacia la banda. Las luces tenues, rojas y moradas, iluminan nuestros rostros atentos. Por debajo de la mesa, acaricio la rodilla del hombre de la gorra y subo hasta su pene. Por mi derecha, el chico tímido me da un beso en el cuello mientras su marido me sonríe con dulzura. Doy un trago a mi cerveza. Los meseros pasan y nos sonríen, atentos. Todo sabe a gloria en este momento. Ebrios de gozo. Desbordantes de placer. And nothing else matters.
Afuera del local, me despido de los maridos. Los beso a ambos al mismo tiempo. Thank you, really, me dice uno con una mirada sincera fijo a los ojos. El otro me abraza una vez más y me coge el pito. Le beso la comisura de los labios. Me subo a la moto del guapo de la gorra. Me cojo firme de él. Avanzamos. Mi mano sobre su pene. Se lo aprieto. Ríe a carcajadas. Me contagia la risa. Le beso el cuello. El viento húmedo me ensordece al rozar mis orejas mientras ganamos velocidad. Me giro y veo a los otros dos menguar a la distancia en esa calle oscura y polvosa a medida que nos adentramos en las profundidades de la noche en una isla perdida del océano infinito.
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Casero
El sol quema como nunca los callejones empedrados y empinados. Dijo que era el número treinta y cuatro. No se ve por ningún lado. Casas de colores vivos como muestrario de pinturas. Paredes corrugadas y cuarteadas. Sarro causado por los veranos húmedos del Bajío y esas lluvias torrenciales que se filtran desde las losas rojas y agrietadas y desgastan la roca caliza de los muros para dibujar ríos blancos salinos: las venas de un edificio. Subir y bajar callejones. Por aquí no es. Por aquí tampoco. Las montañas áridas comienzan a ponerse anaranjadas a medida que la luz de la tarde se torna cálida. Parece que es aquí. Parece que sí.
Unos listones de colores cuelgan de la ventana que va de suelo a techo en esa casa de piedra del siglo diecisiete. A la izquierda, la entrada. La puerta es de metal pintado con esmalte negro y el vidrio tiene relieves en forma de estrellas para evitar que los mirones de la calle husmeen. La puerta está entreabierta. Tú, sentado frente a una computadora, esperas. Barbón. Unos treinta y cuatro años. Buen culo. Desaliñado. Buenos días. Pasa, pasa. Quesque te vas de fin de semana a Querétaro con tu novia. Quesque vuelven el domingo. En la cocina hay un garrafón y todo lo necesario. Hay que prender el calentador [Uf, qué buen paquete tienes.] cada vez que quieran usar la regadera. Ahí hay toallas. [Te volteo, te amarro las manos por detrás y te como el culo apoyado en esa cama resortuda donde me imagino que te la jalas por las noches cuando tu novia no está.] No olviden cerrar ambas chapas cuando salgan. [Esa voz profunda. La tengo medio parada imaginando lo que me dirías con ese vocerrón mientras me metes tu verga oscura y gruesa.] El domingo, si me hacen favor, dejan la llave sobre mi escritorio y cierran simplemente al salir. Disfruten su estancia. [No más de lo que tú disfrutarías un chorro de mi semen en tu boca, lo sé.]
Espero a que el calentador del año de la canica caliente el agua. Bueno, con que salga tibia me doy por bien servido. Después de todo, hace un calor de aquéllos. Me siento sobre la taza, desnudo, y observo el cuarto de baño. Huele a humedad. La puerta de metal, pintada de barniz negro, tiene el mismo vidrio que la de la entrada. Te imagino bañándote por las mañanas. Alguna que otra vez, te la jalarás detrás de esa cortina de plástico y sacarás un chorro de leche con tanta presión que dejarás una mancha en la pared, misma que quitarás escurriendo la esponja contra el muro o echando chorros con tus manos como cuencos desde la regadera. Otras veces, vendrás caminando desnudo desde el cuarto contiguo con la panza pegajosa, sólo para lavarte y limpiarte. Hace tres días que no me vengo. Sólo verte, con ese culo y ese paquete, me dejó con el acelerador puesto.
Mirando el azulejo verde turquesa, me doy cuenta de que hay dos botes de ropa sucia frente a mí. Abro uno con brasieres, tangas y unos vestidos ligeros de algodón. Lo cierro. Abro el otro, lleno de calcetines sucios y olorosos, boxers, camisas de cuadros y una que otra tanga por ahí. Me palpita el pene. Me arden los huevos. Tomo un calzón azul claro. Lo huelo. Huele a detergente. Se ve limpio. Lo doblo y lo pongo de lado. Veamos qué más hay. Un boxer de cuadros con olor a un poco de sudor. Bueh. Qué más. Un calcetín oloroso por aquí, una playera con estampado por allá. Cojo otro calzón azul marino. Miro la parte donde acomodas tu verga, aparentemente hacia la derecha, y veo tres gotas irregulares de semen seco y transparente. Lo pongo en mi nariz. Huele a orina y a sudor. Lo doblo y lo pongo de lado. Tomo unos boxers; huelen a ropa sucia, a una mezcla de pies con sudor y desodorante. Siguiente. Tomo la tercera tanga de la tarde. Calzones azules, otra vez. Pero qué estabas haciendo con estos calzones, cabrón, me pregunto.
Los huelo. Cierro los ojos. Respiro a través de esa tela. Te veo claramente sentado en tu escritorio mirando porno con los calcetines blancos puestos, jalándotela a través del calzón. Tus piernas son peludas y gordas. Hueles a sudor del día. Anduviste por ahí caliente como plancha esperando ansioso el momento de llegar a casa. Clic. Miras, atento, unos senos de silicón moviéndose al ritmo de una cogida violenta de esas del porno genérico de heteros. Te acaricias lentamente la verga. Haces clic en otro video porque ese ya te aburrió. Una chica masturbándose. Miras unos segundos. Lo cierras. Clic. Ésta es una orgía: cuatro mujeres y cuatro hombres. Miras vergas chupar, vaginas comer, pezones, gemidos y jadeos. Hay más verga de la que esperabas, pero no te molesta. Nunca te ha molestado, de hecho. Sólo tú sabes que esa verga penetrando una vagina o un culo es lo que te hace correrte a fin de cuentas. Te calientan unas chichis, pero la verga y los huevos chocando como palmas contra la piel de otro cuerpo es lo que te hace llegar al clímax. Nadie más lo sabe. Por qué habrían de saberlo. En este video hay cuatro vergas, sí. Hay pechos, vulvas, gemidos femeninos; pero sabes lo que te calienta más que todo. Te jalas ese pene pequeño y grueso, oscuro y sin circuncidar con los calzones puestos. Incluso a través de la tela sientes el olor a sudor de tus huevos y a esmegma acumulado durante el día. Sientes el calzón mojarse cada vez más. Sientes la tela contra tu glande y cómo lanza una corriente eléctrica hasta tu próstata aunque no sepas exactamente dónde queda. Te informo que, de hecho, es ahí donde tienes tus orgasmos. La fricción aumenta y los gemidos en esa orgía, también. Un momento, esos dos se la están jalando juntos. Una mujer les lame los huevos, pero ellos se la jalan y gimen juntos. Ves esas tetas y esas vergas inmensas con mucho prepucio (es porno checo o húngaro, seguramente). Sientes cómo esa corriente de tu glande a tu próstata crece, como cuando una bombilla aumenta su incandescencia con el paso de los segundos luego de haber estado apagada todo el día. Arde ese hilo cada vez más. Gemidos masculinos, gemidos femeninos, tus propios gemidos. Jadeas. Tu mano estira y contrae tu verga y, con ella, la tela del calzón. Sólo estás atento a las vergas en este punto. Sientes una punzada en lo más profundo de tu vientre, como un martilleo desde dentro. Te vienes con gemidos, espasmos y escalofríos dentro de tus calzones. Chorrean de semen desbordante desde dentro. Sí, sí, en estos calzones en los que yo me acabo de venir descubriendo lo caliente que eres y lo sediento de verga que estás.
Limpio un poco mi semen de tus trusas con algo de papel, aunque sé que de aquí al domingo, cuando vuelvas, el mío estará seco junto al tuyo y no imaginarás lo que ha pasado. A no ser que tú, escudriñando tu ropa sucia y preguntándote qué hizo tu inquilino de fin de semana con el desmadre de baño que dejaste, tengas un destello de omnisciencia y te pongas la verga dura cuando me veas sentado, desnudo y con el pito duro sobre tu taza de baño esperando, paciente, a que el agua de la regadera se ponga tibia con tus calzones pegados a la nariz.
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61
Corro a toda velocidad por los pasillos de la terminal. Pinche gente. Va con unas calmas. Parece que salió a pasear por el parque un domingo por la tarde. Serán esos los baños que me dijo el hombre este. No, no creo. De dónde saldrán tantos turistas. Oye, oye, a ti sí te ponía una buena arrastrada, mi amor. De dónde serás. Quítese, señor, qué no ve que tengo una verga que encontrar y un vuelo que tomar en menos de 20 minutos. Puerta 61, dijo el tipo este. Me encanta estar alejándome cada vez más de mi puerta de embarque. Creo que, después, me va a tocar correr en la dirección opuesta para llegar al otro lado de la terminal. Pero, bueno, qué le vamos a hacer. Una buena verga vale eso y más.
Creo que es aquí. Puerta 61. Que va de remera azul cielo, dice. Será argentino. En la sala no veo a nadie así. Ya no me acuerdo de qué foto de cara me enseñó, pero tenía buena verga. En fin, el baño está ahí al lado. Entremos.
A la derecha, una fila de lavabos. Un hombre mayor, canoso y algo encorvado, en uniforme gris, limpia lentamente los espejos y arrastra su cubeta con todos los utensilios de limpieza. Tiene cara de cansancio. Me mira con ojos sonrientes y me saluda. Buenos días, joven. Buenos días, señor. Me paso al siguiente pasillo paralelo a la fila de lavabos. Ahí están los mingitorios opuestos a las cabinas de WC. Chingada madre. No veo a este wey. Le dije que tenía unos minutos nada más. Me la saco. Sirve que meo. Me sacudo el pito. Espero un momento. Me la pondré dura mientras. Así, cuando llegue, vemos qué se arma.
Pasan dos minutos y yo estoy como pendejo esperando con el pene duro. Ni hablar. Me dispongo a guardármela y correr a mi puerta de embarque cuando entran cuatro hombres negros fuera de este mundo. Van de pants y camisa polo de algún equipo de fútbol juvenil. Tendrán máximo veinte años. Se dicen algo en español. Colombianos, tal vez. Uno de ellos me mira de reojo y se recarga contra el muro. Los demás empujan la puerta de las cabinas para ver cuáles están libres. Él les dice que los espera ahí. Tres de ellos se meten a sus cubículos. Se cierran las puertas. Inmediatamente, el que se queda fuera viene y se saca la verga en el mingitorio de al lado. Me mira directo a los ojos. Me inclino hacia él para esquivar la pantalla divisoria y verle el pito. Tubo de escape. Neto.
Con un movimiento de cabeza, le digo que nos metamos al único cubículo libre que queda. Al fondo del pasillo, el señor de la limpieza está trapeando. Esto tendrá que ser rápido y discreto. Con la mirada, me dice que espere un momento. Va y toca la puerta a sus compañeros. Les dice que va a entrar al baño también y que, cuando salgan, los ve en la puerta de embarque. Le gritan desde dentro que todo bien. El señor de la limpieza termina de limpiar el suelo, recoge su cubeta y se pasa al área de lavabos, fuera de nuestra vista. El chavo me guiña el ojo y se mete a la cabina libre. Espero. Camino lentamente hacia la cabina donde se acaba de meter. Miro de reojo hacia los mingitorios y noto que un hombre me mira fijo y me enseña la verga. De dónde me suenas tú, vergón. Déjame pensar, déjame pensar. Ah, chingá. Eres el de la remera azul cielo. Cabrón, qué horas son estas de llegar. Si tampoco tengo tu tiempo, no mames. Además, este wey está más rico que tú. Bye.
Siguen llegando hombres a mear. Entre uno y otro que pasa, empujo la puerta entreabierta y entro. Pongo el seguro. Me espera con los pantalones abajo, pero con los calzones blancos todavía puestos. Lo observo mientras dejo mi mochila por un lado. Labios gruesos. Mínimo un metro noventa de estatura. Culo duro. Etcétera. No hace falta describir nada porque cualquier cosa que escriba palidecería junto a lo que ven mis ojos. La verga se le va parando y la punta se asoma por debajo del calzón a medida que incrementa su tamaño. No creo que mida menos de veintidós centímetros. No creo que pueda metérmela entera. No creo que me importe un carajo si pierdo mi vuelo.
Lo beso. Quiero comerme sus labios a mordidas. Lamo sus pezones. Lamo sus huevos y su pene. Huele a recién bañado. Culazo de piedra. Piel de chocolate. Barba inmaculada. Deslizo mi dedo firme desde su espalda baja a lo largo de su columna hasta su cuello. Lo muerdo. Se inclina y me la come. Me muerde el pecho y me besa otra vez. Nos acariciamos un minuto o dos. Me pregunta si quiero darle mi leche. Le digo que sí. Se la doy sobre su pito. Me la da sobre mis huevos. Lo beso. Me besa el cuello. Le muerdo la oreja. Me dice que se tiene que ir. Coge sus cosas. Sale de la cabina.
Me incendio. Sonrío mientras me limpio los huevos y la entrepierna de su semen todavía tibio. Lo huelo. Huele un poco a cloro. Es espeso y abundante. Qué buena manera de empezar un viaje de traba… Verga. Qué hora es. No mamar.
Corro por la terminal. Corro como nunca. Sujeto mi mochila para que no rebote y salgan mis cosas volando. Corro buscando los huecos por dónde esquivar a las hordas de pasajeros torpes que inundan los pasillos. Llego a mi puerta. Está vacía. El vuelo cerró. Me va a dar algo. Ya sé que dije que no creía que me importara un carajo perder el vuelo, pero cómo le voy a decir a mi cliente que no llego puntual al evento por culpa de una verga de veintidós centímetros.
Sí, caballero, como le comento, el vuelo cerró hace tres minutos. Híjole, no me diga eso, por favor (tratando de esconder el éxtasis en que me encuentro y mi cuerpo aún vibrante de placer). Señorita, lo que pasa es que me entretuve un poco en seguridad, el tráfico, etcétera. Entiendo, joven. Pero sí tendría que pasar al mostrador de atención a clientes para que le emitan ahora sí que lo que viene siendo una nueva reservación con sus respectivos costos. Pongo cara de mortificación y miro a mi alrededor como si me sintiera perdido. Qué rica deslechada, pienso. Suena el radio de la empleada mientras la veo intentar comunicarse con alguien. Pshh, pshh. Sí, tengo aquí un pasajero, Jorgito. Lo pueden dejar abordar todavía o ya no. Pshh, pshh. Psh, pshh, afirmativo, pero que corra, pshh. Corra, joven. Señorita, me ha salvado. Se lo juro.
Corro por mi vida a lo largo de esa rampa que parece interminable. Oigo mis pasos y el eco que generan en la estructura de metal. Me falta el aire. Se me sale el corazón. Altitud que estrangula. Entro. Bienvenido, señor. Llego a mi asiento. Todos los pasajeros están sentados. Cierran puertas, rodamos a pista y el avión despega con suavidad. Miro debajo la inmensidad de concreto y asfalto que se pierde en el horizonte. Estoy relajado, a pesar de la agitación; incrédulo, como si acabase de despertar de un sueño ardiente. Miro los rayos del sol cortar como navajas las montañas en tonos pastel. Cierro los ojos. Suspiro. La ciudad se esfuma debajo de las nubes. Desaparezco en las alturas, extático.
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