#y sí le dijo amor; soporten
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[ BABY ]: mali y lucía cuidando a la flancita, la lunita, la bebé que le hace preguntarse a lu ¿de verdad fue tan bueno el sexo con jae para soportar a su hija? ahr. @pvrseide
tenía a lunita envuelta con su brazo mientras se mece de un lado a otro, y miran en la tv a pepa pig y sus amiguitos. los colores parecían entretenerla y se quedaba hipnotizada viendo la pantalla. “ ¿ya está lista la bañera, mi amor? ” le grita a lu que esta en el baño alistando la tina.
#JAJAJAJAJJAJAJAJJA#dejé el contexto gracias#lu me representa aunque no tenga hijes#tienes que hablarme más de la flancita :c quiero hc#y sí le dijo amor; soporten#˙ ៹ ♡ ── 𝐃𝐈𝐀𝐋𝐎𝐆𝐔𝐄 . ⁞ malai tang.#˙ ៹ ♡ ── 𝐃𝐘𝐍𝐀𝐌𝐈𝐂 . ⁞ malai ft. lucia.
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Muñecos
MUÑECOS
Estaba mirándome a mí mismo. No era un espejo. Era el reflejo de mi rostro en el parabrisas de un patrullero. Todavía estoy intentando comprender cómo llegué a esta situación, mientras el oficial me ajusta las esposas.
Es todo un mal entendido, por supuesto. No es la primera vez que arrestan a alguien por error. Debe haber habido una denuncia, una descripción del agresor. Una confusión.
El oficial de policía tironea de mí para enderezarme y conducirme al interior del vehículo. Golpeo mi cabeza al ingresar, y el oficial cierra la puerta. El hombre, hasta el momento, me ha tratado con bastante frialdad. Debe estar convencido de que hice algo terrible y no puede dominar sus impulsos, los cuales se escurren en arrebatos de maltrato hacia mi persona. Debería sentirme molesto, pero no es así. El oficial está teniendo una reacción natural ante alguna evidente injusticia. En cierta manera lo comprendo, ya que yo sería perfecta e igualmente capaz de la misma actitud contra la iniquidad y la injusticia.
La enfermedad que una vez afligió a mi padre y a mi madre y que por poco me los arrebata, también provocó en mi la más irracional de las conductas. Pero esos brotes de primitivo salvajismo no tienden a durar. Pronto la claridad disipa los inconexos desvaríos de la mente.
¡Ah! Mí madre y mí padre. Ellos son los que me preocupan. Este accidentado proceder de la justicia los afligirá en gran manera, y no estoy seguro de que sus delicados estados de la salud soporten el estrés que les significará descubrir que he sido aprehendido por error.
Miro por la ventana mientras los oficiales se pasean por los cuartos de la planta baja de mi casa. El crepúsculo tiñe las paredes externas de un blanco grisáceo, y el vaivén azul de las sirenas parpadea incesante contra el revoque fino. Es hipnotizante.
Antes de perderme en ese oleaje intermitente, detecto al matrimonio vecino, y su único hijo en medio de ellos a la entrada de su propiedad. Me dirigen miradas perturbadas mientras la mujer, en su instinto maternal resguarda a su hijo entre sus faldas, como protegiéndolo de algo que podría perturbarlo de establecer contacto visual.
Lo confusión evidente en sus ojos ante esta infortunada situación iguala mi desconcierto. No esperaba solidaridad de parte de ellos, pero contar con la compasión que me extienden a través de sus expresiones dolidas y turbadas me sirve de consuelo. Yo, a su vez, les sonreí esperando hacerles saber que estaba tranquilo dentro de lo que era posible. Pronto, las cosas se resolverían.
· °
—¿Por qué trataron así al señor Corbalán? —inquirió Tobías Martínez.
—Ellos solamente querían hablar con él, mi vida —lo tranquilizó su madre—. Querían preguntarle acerca de eso que nos contaste a papá y a mí ¿te acordás?
—Pero le pusieron esas cadenas en las manos, y lo encerraron en el auto del policía —repuso Tobías—. Eso lo asustó. A mí también me dio miedo.
—Quedáte tranquilo, hijito, estoy segura de que no se asustó. Los policías lo trataron bien, y ahora van a hacerle algunas preguntas.
—Es mi culpa, mamá. Me metí en su casa y ahora él está en problemas. —Unas lágrimas brotaron de sus ojos.
—Mi amor —dijo su madre mientras lo aferraba—. Si el señor Corbalán tiene algún problema, no es tu culpa. Eso es imposible.
Una puerta del pasillo de la comisaría se abrió, y apareció don Alberto Martínez, acompañado por un oficial. Miró a Clara, su esposa, y cómo su hijo se acurrucaba entre los brazos de ella.
—Campeón —dijo Alberto arrimándose a ellos. Tobías alzó la vista—. Este señor quisiera que le cuentes lo mismo que nos contaste a nosotros esta mañana, ¿te acordás?
Tobías negó con la cabeza.
—El señor Corbalán está en problemas por lo que les conté, y ahora ese policía lo quiere poner en la cárcel.
—No, hijito, este señor sólo quiere que le cuentes lo de los muñecos. No vas a tener que hablar del señor Corbalán. Sabemos que él es tu amigo y que no quisiste meterlo en problemas. Y no lo hiciste, el señor Corbalán es un jóven mayor de edad, y él puede cuidarse solo. No lo vas a meter en problemas. Ahora, al señor policía le gustaría que le cuentes lo de los muñecos. ¿Te parece?
Tobías resolló para tratar de detener la mucosidad que estaba escapando por su nariz, y asintió con la cabeza.
—¿Cómo se llama este caballero? — dijo el oficial Hernández con cara amistosa.
—Tobías —respondió el niño.
—Hola Tobías. Yo soy el oficial Luis Hernández, pero como vos sos mi amigo, podés decirme Luis.
Tobías no dijo nada, pero volvió a asentir.
—¿Cuántos años tenés, Tobías?
El niño indicó el número seis con sus dedos.
—Sos todo un hombre, ya. —El oficial Hernández se aclaró la garganta—. Ahora, ¿querés contarme esa historia de los muñecos? Te puedo dar un vaso de gaseosa primero, si querés.
—Está bien —dijo Tobías.
Caminaron hasta la oficina de la que había salido su padre con el oficial Luis. Entraron los cuatro.
· °
Ya pasaron unos quince minutos desde que toda esta turba de oficiales irrumpiera por mis puertas. No puedo negar que siento una gran ansiedad, y que me cuesta luchar contra ella. Más vecinos se han sumado al espectáculo. Mejor, más ojos que grabarán este error en las fibras de la materia gris, para luego dar testimonio que esclarezca este bochornoso circo en mi casa.
Tobías, mi buen amigo, me dirige un tímido saludo con su mano y la señora Martínez se lo interrumpe. Bien que hace, no querrá que lo arrastren a compartir mi calvario por el simple hecho de que lo asocien conmigo. Es todo un mal entendido, claro, pero aun de ellos ha de rehuir el de mente perspicaz. Un acusado no puede ser testigo de nada y todos sus argumentos serán puestos en su contra. Es mejor que mantengan su distancia, para ser de mayor utilidad a mi causa cuando tengan que pararse en mi defensa.
Una luz en la planta alta se encendió. Mi pulso está acelerado, y ahora comencé a hiperventilar. Estoy demasiado angustiado por lo que pensarán mis padres cuando les llegue la noticia de lo sucedido. Ahora sí quisiera que todo esto se esclareciera con mayo rapidez. Esto está superando ya los límites, y necesito que acabe. Aunque tengo la sensación de que pronto acabará, no puedo esperar otro segundo. Mi madre se llevará un disgusto y mi padre también. El precio de este dilatado error.
°
—Bien, Tobías —dijo el oficial Hernández—. Este es un lugar seguro, y podés contarnos lo que viste, sin miedo.
Tobías tomó un sorbo de su gaseosa de naranja, y le dio el vaso a su madre.
—El señor Corbalán no quería que yo entrara a su casa cuando él no estaba —comenzó Tobías—. Dijo que a sus padres les molestaría si me veían saltar la tapia.
—¿Por qué entrarías a su casa, estando ausente el señor Corbalán, Tobías? Y, ¿podrías explicar lo de saltar la tapia?
Tobías les dirigió una mirada de preocupación a sus padres. Don Martínez le hizo un gesto que lo tranquilizó.
—Muchas veces —continuó el niño—, cuando jugamos al “arquero ciego” con mi primo Nahuel, la pelota se nos escapa y termina en la casa del señor Corbalán. Pero él siempre está ahí para pasárnosla. El otro día, yo estaba jugando sólo, a la hora de la siesta, y pateé la pelota demasiado fuerte, y esta se voló por encima de la tapia. Me dí cuenta de que el señor Corbalán no estaba, porque la pelota no volvía. Estaba asustado, porque no era mi pelota, era de mi primo Nahuel, y no quería perderla. Me subí a la tapia, y pasé para el otro lado. La pelota estaba cerca de la puerta, y al lado de la puerta había una ventana. Busqué al señor Corbalán por la ventana, pero no lo vi. Estaban su papá y su mamá. Podía verlos sentados en la cocina. Al principio me dio miedo, pero como estaban de espaldas me tranquilicé, porque no me iban a ver y no se iban a enojar.
Agarré la pelota y la arrojé hacia el patio de mi casa. Y cuando estaba subiendo la tapia, escuché la puerta que estaba junto a la ventana. El señor Corbalán apareció. Estaba muy enojado porque lo había desobedecido. Nunca lo había visto así, siempre me trató bien. Me preguntó qué estaba haciendo y, cuando le explique que sólo había ido a recoger mi pelota porque él no me la pasaba, se tranquilizó. Me ayudó a subir a la tapia y cruzar a mi patio. Pero antes, me hizo jurarle que yo no volvería a irrumpir en su propiedad. Yo no sabía lo que significaba “irrumpir”, pero entendí que no tenía que volver a entrar ahí.
—Gracias, Tobías, lo estás haciendo muy bien —dijo el oficial mientas terminaba de mecanografiar las últimas frases del testimonio del niño—. Dijiste que viste a sus padres en la cocina, ¿te acordás qué estaban haciendo?
—Nada —dijo Tobías—. Sólo estaban sentados ahí. Tampoco salieron cuando el señor Corbalán me retó.
Clara, Alberto, y el oficial Hernández intercambiaron miradas de preocupación.
—Bien —prosiguió el oficial—. Seguínos contando. ¿Por qué volviste a ingresar hoy?
—Estaba jugando al béisbol. En realidad, sólo practicaba con el bate y una pelota. No es una pelota de verdad, aunque es bastante dura. Mi papá me la hizo con bollos de papel y medias usadas, pero sólo hasta conseguir una de verdad. Las venden en el mercado, pero mi papá dice que se rompen rápido. Todavía estamos esperado que el señor del correo nos traiga la que compramos en Buenos Aires por internet. Mi bate sí es de verdad. Estaba practicando para poder enseñarle a mi primo Nahuel. Estuve mucho tiempo tratando de pegarle a la pelota, y no podía. Me enojé y tiré la pelota con todas mis fuerzas. El vidrio del señor Corbalán se rompió y yo me asusté muchísimo. Esperé un rato largo, como cuando se me pasó la pelota de fútbol, y el señor Corbalán no aparecía. Si él encontraba mi pelota de béisbol no me la devolvería porque no sabía que era mía. Nunca se la mostré. Seguí esperando para ver si su papá o su mamá me la pasaban, pero parecía que ellos tampoco estaban en la casa. Recordé lo enojado que estaba el señor Corbalán ese día que entré a su patio y no quería que se enojara otra vez. Pero necesitaba recuperar mi pelota. Mi papá me iba a preguntar por ella y yo le tendría que decir… —calló por unos segundos, abatido por la vergüenza —que la había perdido y que…
—Está bien, hijo —dijo don Martínez —. No te preocupes que ni tu mamá ni yo estamos enojados con vos. Contále al oficial Luis lo que pasó después.
—Yo volví a cruzar la tapia para entrar al patio del señor Corbalán —continuó Tobías—. Ahí pude ver que había roto una ventana del piso de arriba. No sabía cuál había roto antes, porque la tapia me dejaba ver.
Espié desde lejos por las ventanas un rato largo y no vi a nadie. Creí que la puerta de la cocina estaría cerrada, pero se abrió. Me volvió a dar mucho miedo, no quería que el señor Corbalán se enojara conmigo otra vez. Entré a la casa y quise llamarlo, pero se me tapó la nariz porque había un olor horrible. Era el olor más feo del mundo. Me tapé la nariz y lo llamé. Me reí porque mi voz sonó graciosa. El señor Corbalán no estaba, y yo ya no me aguantaba el olor feo. Sentía que la panza me dolía como cuando estoy por vomitar. Ya le había roto un vidrio, no quería ensuciarle el piso también. Empecé a caminar más rápido. Aguantaba la respiración lo más que podía, y cuando ya no resistía tomaba aire, pero cada vez que lo hacía era horrible. Parecía que me estaba tragando ese olor. Subí al primer piso, y abrí la primera puerta que encontré. Era la habitación con el vidrio roto. Me asusté porque había un montón de moscas, y todas salieron volando. Muchas se chocaron con mi cara.
Vi mi pelota de béisbol en el piso. Fui rápido y la levanté. Cuando di la vuelta para volver a salir vi a los muñecos. Estaban en la cama, destapados. Tenían ropa de hombre y de mujer. Parecían dos personas que estaban durmiendo abrazadas. Pero yo sabía que eran muñecos, porque las personas no tienen la piel así de dura y negra. Y tampoco tienen ese olor.
°
Siento que la ansiedad me está ganando. Se han llevado a mi amigo Tobías. Seguramente indagarán sobre esta gran farsa. Creo que este malentendido se va a resolver pronto.
Llegó una ambulancia y de ella descendieron personas con barbijos. Estos entrometidos entran y salen de mi casa. ¡Quién sabe lo que estarán haciendo! Mis padres, ¡no molesten a mis padres! Les grito, pero ellos me ignoran.
Mis padres… ¡dejen dormir a mis padres! Del cuarto de ellos provienen destellos. Las fotografías que los curiosos toman. ¡A una se han confabulado para hundirme!
En seis meses nadie perturbó a mi madre, y en medio año nadie molestó a mi padre. Pero ahora, estos animales, ¡bestias pútridas!, les han interrumpido el sueño.
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233 págs.
Súper original para escribir Antonio Di Benedetto.
Este libro son tres libros, pero sólo leí el primero, que dicen es el mejor.
Usa un español que parece clásico para ambientar esta historia de fines del siglo XVIII en la argentina colonial, sin ser pesado y con un uso eficiente de las palabras que sorprende. “Una economía de las palabras” como me dijo el vendedor de la tienda.
¿Me gustó?: Sí, igual, pero es bien bueno.
De qué se trata: son las desventuras laborales y amorosas de don Diego de Zama, una especie de funcionario municipal cuyo sueldo intermitente y futuro incierto dependen de la corona española en plena época colonial de Argentina.
¿Por qué lo compré?: Porque el vendedor me lo recomendó con ganas.
Parte favorita: tiene muchas frases/reflexiones cortas muy bien escritas, pero la imagen que más me gustó fue la de los indios ciegos al final del libro.
“Cuando la tribu se acostumbró a servirse con prescindencia de los ojos, fue más feliz. Cada cual podía estar solo consigo mismo. No existían la vergüenza, la censura y la inculpación; no fueron necesarios los castigos. Recurrían los unos a los otros para actos de necesidad colectiva, de interés común: cazar un venado, hacer techo a un rancho. El hombre buscaba a la mujer y la mujer buscaba al hombre para el amor. Para aislarse más, algunos se golpearon los oídos hasta romperse los huesecillos.
Pero cuando los hijos tuvieron cierta edad, los ciegos comprendieron que los hijos podían ver. Entonces fueron penetrados por el desasosiego. No podían conseguir estar en sí mismos. Abandonaron los ranchos y se echaron a los bosques, a las praderas, a las montañas... Algo los perseguía o los empujaba. Era la mirada de los niños, que iba con ellos, y por eso no conseguían detenerse en ningún sitio. Apenas unos pocos, aún plegados a la vida nómada, no se sentían alcanzados todavía”.
Wow.
Le puede gustar a: personas que busquen textos originales, nuevas formas de escribir.
Le puede disgustar a: quienes no soporten en la página 1 cómo está escrito.
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