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12 | Camas
Era irónico que la comisaría de policía no fuese el mejor lugar en el que llevar a cabo una investigación; los teléfonos sonaban, la gente iba de aquí para allá, los ruidos llegaban desde puertas a una cucharilla removiendo una taza de café a hojas de unas notas pasándose a alguien respirando demasiado fuerte.
A Mery le dolía la cabeza. Había pasado una noche intranquila sin saber qué había sido de Damaris y si seguiría en sus trece de ir a ver a sus padres. Solo esperaba que llevase dinero encima, aunque por su historial tampoco podía confiar demasiado en ello. Pensando con frialdad, no creía que los Supay le fuesen a hacer nada malo a su propia hija. Eran una pareja adinerada hasta la obscenidad y Damaris el punto negro de una historia familiar que tan solo debían obviar, pero por eso mismo no terminaba de fiarse del todo. Por la mente, le rondaba un «y si...» inquieto y molesto.
Apoyó la cabeza en sus manos y pensó, aun a pesar del barullo. Había pedido a Elena que fuese a comprar más café a un sitio alejado con tal de disponer de unos momentos de tranquilidad. Necesitaba el café y la tranquilidad. Comenzó a tirar hilos rojos atados con chinchetas imaginarias. Tenían que conocerla. No había otro modo. ¿Por qué si no iban a hacerse pasar por ella, porque la habían visto de pasada por la calle y habían pensado «a esta tía con cara de pringada seguro que le podemos cargar unos cuantos muertos»? No, sabían a quién se los cargaban. Y podía ser que, también, sabían a quién se cargaban.
¿Por qué nómores? No eran asesinatos de verdad o, dicho de forma menos ofensiva, no definitivos, pero eso era filón de otra mina, que decían los enanos. Estaba obcecada en ver quién podía estar detrás de las muertes. El espectro de sospechosos nunca fue muy amplio a pesar de que la gente que Damaris podía haber cabreado en estos años era más que suficiente, pero, por lo general, nadie de a pie se trabaja tanto una venganza a no ser que se trate de un supermalvado psicótico endiosado. Esa gente suele tener dinero y quedaba fuera de la ecuación. Los antiguos amigos solo querían tenerla lejos, no usarla de cabeza de turco; su exjefa había tenido en bandeja filetearla si hubiese querido y la dejo ir; su nuevo trabajo no parecía algo de lo que se sintiese orgullosa, pero, en cualquier caso, el primer asesinato ocurrió antes de que consiguiera el empleo. Sus padres podían estar en el ajo al menos por la parte de vestirse con billetes. Lo único que daba por seguro era que la conocían desde hacía mucho, más o menos tanto como Mery.
Los teléfonos y los compañeros y las cucharillas de café seguían moviéndose, pero sus sonidos ya no llegaban hasta el cerebro de Mery, filtrados por la concentración, cuando recordó que ese detalle fue con el que cayó convencida de que no había podido ser ella. Era ella, pero no era ella. Era ella más joven, cuando aún no quería ocultar los rasgos de su linaje. Se estaban haciendo pasar por una Damaris al menos diez años más joven y sus padres eran los únicos que la conocían de esa forma. Y Mery, claro. Para ser inspectora, había llegado a la misma conclusión de Damaris, pero con muchos más pasos. Tenía unos posibles sospechosos, pero no tenía ni arma homicida ni móvil; no había rastro ni motivos o conexión entre las víctimas más allá de su raza. ¿Por qué iban a querer los Supay que una imagen de su hija adolescente fuese matando nómores que, además, no pueden morir? Si los dos eran nómores es que tenían que serlo.
Acababa de llegar al otro filón. Si no podían morir es que no buscaban matar a nadie para siempre. Eso entraba en las cábalas de tratar de atraer la atención de Damaris y encontrarla, aunque a Mery seguía pareciéndole un método rebuscado, sobre todo para alguien con tantos medios y poder.
Poder. Magia. No había rastro ni arma, lo que descartaba de base el asesinato tradicional. Esto no era un trabajo de un mindundi barriobajero, sino de alguien que sabía muy bien lo que estaba haciendo. Estaban matando vidas de nómores usando magia con una persona que existe, pero que ya no existe.
Había algo que no cuadraba: ¿para qué tomarse tantas molestias? ¿Por qué no matar nómores de un disparo o una cuchillada en vez de complicarse con magia? ¿Es que no dejaba ningún rastro? ¿O porque tenía que ser así? Entonces, el hecho de que Damaris fuese quien empuñase el arma a Mery se le antojó irrelevante. La clave principal ahora residía en saber qué tipo de arma era aquella. Si lo averiguaba, quizás sabría por qué usar un avatar de Damaris de adolescente. Se maldijo por no investigar en esa dirección desde el principio, y se maldijo por dos veces por no saber nada del mundo mágico.
Miró de nuevo la fotografía del segundo asesinato. Ya la había mirado tanto tiempo que conocía más el rostro del nómor cayendo al suelo que el de su madre. Miró cada rincón. La foto seguía siendo la misma, borrosa, movida, Damaris más joven, sus cuernos a la vista, el nómor muriendo, ella huyendo, ese extraño destello entre los cuerpos de ambos. Lo miró. No le había dado más importancia, si era magia no era su fuerte. Se fijó un poco más. Parecía empezar a ver algo. ¿Quizás lo había? Estaba tan cansada. Cogió un vaso para usarlo como lupa. El vaso era de plástico. Suspiró y tiró el vaso vació a la papelera como si este tuviese la culpa de sus males. Enterró la cara en las manos. Sus sentidos volvían a dejar pasar el ruido y el ajetreo y, por desgracia, también los olores. Miró con desidia la pantalla de su portátil. Se encogió de hombros. Dejó de buscar vasos y con la rueda del ratón amplió con el zoom todo lo que pudo. Sí, la foto se pixeló, porque así es como funcionan estas cosas, pero ese efecto de la luz al menos era más grande. Y le pareció ver dos formas. Dos formas que parecían letras. Dos letras un poco informes, pero dos letras. Una eme y quizás una u, cortada por el cuerpo de la Damaris falsa. Estaba agotada. Pero, ¿y si era algo?
Necesitaba un par de ojos que supiesen de magia y un café. El lugar al que había ido Peruzzi estaba demasiado lejos. Bah, más café es igual a más energía, decidió, dando muestras de que tampoco guardaba muchos conocimientos de nutrición, así que se levantó para ir a la zona de descanso de la planta baja. Tan hastiada estaba que maldijo entre dientes por tener que cambiar de piso para hacerlo, pero al parecer no les ponían una sala propia en la planta de los inspectores para que se mezclasen todos los compañeros de comisaria y confraternizar con superiores y policías rasos. Habría funcionado si hubiese más de un microondas.
Mientras se servía su café en la última taza limpia, oyó a su espalda una explosión, como si todo el maíz de una bolsa de palomitas estallase al mismo tiempo. Se giró, alertada, para encontrarse a una persona bajita sentada de culo frente al microondas, abierto y humeante. Se podían oler tres cosas quemadas: el maíz, las cejas de la joven y la paciencia del resto de la comisaria. Mery fue a socorrer a la nómor caída, no sin reservas.
―¿Estás bien? ¿Necesitas ayuda?
―Sí, sí, creo ―dijo la joven tomando la mano que le tendía Mery mientras abría la boca para tratar de librarse del molesto pitido de oídos―, o sea, sí estoy bien, aunque ya me has ayudado así que... ah, lo siento.
―¿Qué ha pasado?
―Bueno, mi sargento pensó que sería buena idea que subiese a probar un paquete de palomitas con un hechizo imbuido para que se hagan en un segundo, todas a la vez. Supongo que tendremos que investigar más ―dijo mirando la bolsa que pedía clemencia.
―¿Sargento? ¿Trabajas aquí?
―Ah, disculpa, soy Zu, trabajo en Camas.
―Hola, soy Mery, trabajo en una silla.
―Sí, nadie nos había hecho ese chiste antes.
―Lo siento, me ha salido solo... pero, ¿qué es Camas?
―No te culpo por no conocernos. Es la división de Casos Mágicos. ―Mery puso un gesto de confusión. Era obvio que no tenía la menor idea de que tuviesen esa división―. No subimos mucho por aquí, normalmente solo se nos ve cuando, bueno, cuando pasan estas cosas.
Zu abrió la bolsa de palomitas y, aguantándose una mueca de asco, las lanzó al cubo de basura.
―Vaya, pensaba que la policía no aceptaba nómores. ―Mery se tapó la boca nada más dejar salir la frase―. Quiero decir, eso es genial, es solo que pensaba... eh...
―No te preocupes ―dijo Zu―. Estoy acostumbrada. Y me parece normal. Yo tampoco contrataría a gente tan cretina.
―Ah, bueno, no quería decir eso...
―Pero yo sí. Somos unos cretinos. Es decir, sí, hay siglos y siglos de opresión y maltrato hacia mi raza y entiendo que eso derive en resentimiento e incluso en rebeldía hacia el resto, seguramente no tengamos la culpa de ser así, pero una cosa es reivindicar tu lugar en la sociedad y otra muy diferente ser unas personas terribles por herencia cultural.
Mery estaba aprendiendo muchas cosas sobre diferencias sociales entre razas que no esperaba aprender de una persona que se acababa de quemar las cejas con un paquete de palomitas encantado, pero allí estaba.
―Es verdad que habláis un montón... ―quiso empatizar de forma regular.
―Eso es lo de menos. Claro que hablamos mucho, pero ojalá solo fuera eso. Nuestra cultura se basa en el agravio. ¿Sabes qué quiere decir eso? Que has de ser perfecta todo el tiempo, en todo momento, sobre unos estándares absurdos y aleatorios que cambian según el entorno, la familia o el individuo con quien te relaciones. El mismo acto o las mismas palabras pueden desembocar desde malas caras hasta renegar de una hija. Por eso hablamos tanto, para explicarlo todo de una sola vez y no dejar lugar a equívocos. No nos podemos permitir el lujo de decir una frase con un significado implícito y que el receptor del mensaje lo tergiverse inesperadamente o, lo que es peor, a su conveniencia. Je, tendrías que ver nuestros antiguos libros de leyes. Cada apartado ocupaba una habitación entera.
Cuando Zu se dio cuenta de que había hablado demasiado le entró una repentina vergüenza, como si le hubiese aflorado esa parte nómor que parecía aborrecer.
―Si para dejar las cosas claras os lleva tanto tiempo, entonces vuestros insultos deben ser bastante directos ―quiso Mery relajar la situación.
―Je, sí. Una discusión de nómores se acaba muy rápido, pero el rencor dura para siempre ―dijo con un tono apenado.
Mery no supo qué responder y dejó escapar uno de esos suspiros que cierran conversaciones. Como Zu no se iba y aquello empezaba a ser incómodo, se vio en la obligación de dejar más explícita el final de la charla.
―Ya veo... en fin, supongo que tendrás cosas que hacer, así que... un segundo, ¿has dicho Casos Mágicos?
―Sí, eso he dicho.
―¿Sabéis de magia?
―Podríamos decir que es nuestro trabajo, sí.
―¿Resolvéis casos mágicos o con cosas que tienen que ver con la magia?
―Felicia dice que la mayor parte del tiempo investigamos sobre formas de quemarnos las cejas de manera más eficiente, pero cuando nos sobra un rato tratamos de hacer lo que podemos.
―¿Eso es que sí?
Zu cabeceó afirmando, confundida.
―Llévame contigo.
―Hola. Soy la inspectora Page.
―Sabemos quién eres, Page.
La última ocasión en la que habían recibido así a Mery fue en una redada a la guarida de una banda de videntes cortoplacistas. Solo pueden ver en el futuro doce segundos y medio, suficiente para saber el nombre de alguien que se presenta ante ellos con una placa de policía y una pistola y te arresta. Con la suficiente rapidez mental, podría emplearse ese valioso tiempo en huir o tratar de defenderse, pero no solo esos videntes no eran los mejores de su promoción, sino que estaban abotargados por la misma causa de su arresto; también eran traficantes de droga. Movían una sustancia tan fuerte que tenían que cortarla con cemento y los vapores que producían derretían el plástico de las bolsitas donde guardaban las sustancia, por llamarla de alguna forma. Les descubrieron tras varios casos de lo que los médicos dieron en llamar “pulmones enladrillados”, ante lo que unos cuantos listillos pusieron el grito en el Cielo*[1] pues los ladrillos tradicionales no se hacen con cemento si no con arcilla, afirmando que los médicos deberían dedicarse a curar y dejar los materiales de construcción en paz.
Aquel sitio daba bastante más miedo. Un sótano oscuro con una salida hacia arriba, otra al fondo hacia el garaje y con la sala de la caldera en la puerta contigua. Además, la gente dentro de la sala eran policías, por lo que podían estar armados, y vivían lejos de la luz natural, así que no se podía contar que estuviesen en sus cabales, menos aun siendo policías. En la puerta rezaba la inscripción Camas, acrónimo de Casos Mágicos. Mery no entendía que la policía destinara tan pocos fondos para tener una división de solo tres personas en una ciudad en la que cualquier hijo de vecino llevaba un hechizo en el bolsillo de la chaqueta. «Un policía es un policía y sabrá arreglárselas, ¿no?», debió pensar alguien en un despacho antes de meterse la mano en el pantalón para olerse sus propios pedos. Y debía ser así, pues la única formación sobre magia que había recibido era para identificar hechizos de ilusión. Porque, de todas formas, si a uno le lanzan una bola de fuego poco conseguirá friéndola a tiros, pero siempre puedes descerrajarle seis cargadores enteros al cabrón que te engaña para despistarte con la visión de tu madre, midiendo seis metros, gritando tu nombre y apellidos, diciendo que ya has comido demasiado helado y que salgas de la cama.
Mery vislumbró el interior, abarrotado de extraños artilugios apilados como si fuese un almacén —ya tenía el tamaño de uno— y ninguna ventilación. Aunque había cuatro escritorios, solo tres estaban ocupados, con un ordenador de más edad que Mery en el cuarto, que ni siquiera tenía silla. Si Zu no la hubiese guiado hasta allí, la inspectora habría pensado que aquellas personas que ahora la miraban tan solo eran informáticos y ni siquiera de los chungos.
El elfo alto y encorvado que la había llamado por su nombre se levantó del escritorio que presidía la sala con las manos en los bolsillos y avanzó hacia ella. Llevaba una bata blanca vieja y ropa que pasó de moda hace no menos de cinco décadas.
―Zu nos ha mandado un mensaje. Sabe que nos tiene que avisar de las visitas.
―Ah ―respondió ella, viendo cómo Zu se iba con la cabeza gacha hacia su escritorio.
―Yaveoquenohaypalomitas. Veo que no nos conoces. Soy el sargento Flanarell, el jefe de la división.
Mery le dio la mano sin saber si había dicho algo entre dientes.
―Nadie sabe que estamos aquí abajo, cielo, es nuestro sino ―aportó una señora cerca de edad de jubilarse y con cara de no importarle si llegaba viva a ello que se sentaba a una mesa en la pared de la derecha.
―Ella es Felicia.
―Ah, sí, tú diste el curso de formación para identificar magia de ilusión, pero te fuiste el último día y no volviste a aparecer ―dijo Mery.
―Entonces es que no os enseñe bien ―respondió con un gesto de aburrimiento.
―A Zu ya la conoces. Ella... trae los cafés.
―Hola de nuevo ―dijo la nómor con un deje de impotencia.
―Bien, ehm, Flanarell... disculpa, no conozco tu rango.
―Sargento.
―Sargento Flanarell ―Mery trató de contentarse con que el sargento fuese el tío que murmuraba entre dientes y no la señora malhumorada―, quería pedirles ayuda con un caso.
―Mira por dónde, la gente de arriba viene a pedirnos ayuda cuando no pueden resolver sus casos, ¿qué te parece? ―escupió Felicia.
―Supongo que es nuestro trabajo, Felicia, aunqueprocurohacerlolomenosposible ―respondió el elfo con cansancio.
―Mi trabajo no es tragar mierda de jovenzuelas que se creen mejor que yo. Esta menda ya no tiene edad para según qué cosas.
―A lo mejor he venido en mal momento, podría... ―comenzó a recular Mery.
―No, no será necesario. Pasa, por favor, y disculpa a Felicia.
―No quiero sus disculpas ―bufó la mujer.
Mery enarcó las cejas y resopló. El sargento Flanarell parecía acostumbrado a aquellas peleas, pero a Zu se la veía incómoda. La inspectora trató de ir al meollo.
―En realidad, se trata de dos casos que podrían estar relacionados; dos nómores asesinados. Ambos dan la misma descripción de su atacante, pero ninguno consigue ver un arma homicida. El examen forense no arroja datos concluyentes, no hay rastros de que algo físico como una bala o una cuchilla los haya matado. Pensé que ustedes podrían saber si hay alguna manera de saber qué tipo de magia se ha usado contra ellos.
―No. Es imposible. Hasta luego.
―Felicia, por favor. ―El sargento, privado de emoción en su voz, ni siquiera se giró hacia ella―. Aunque tiene razón, la magia no deja rastro físico como un arma tradicional.
―¿No deja una...? No conozco el término técnico, pero algo como un... ¿destello? ―dijo Mery. Vio que Flanarell torcía los labios.
―Si es un hechizo puede dejar el puf ―dijo Zu.
―¿Qué? ―preguntó Mery
―No. Adiós ―dijo Felicia.
―Felicia ―espetó Flanarell, cortante, que suspiró como si no quisiese hacer aquello―. Como bien ha indicado la señorita Nahrungsmittelun ―Mery dedujo que aquel ruido era el apellido de Zu― a lo que usted se refiere es al puf, un residuo etéreo mágico resultante de la ejecución de un hechizo. Suele verse como una nube de polvo de diferentes colores.
Mery le miró asintiendo, pero el sargento no parecía por la labor de continuar la historia.
―Muy bien, el puf. ¿Hay alguna manera de saber qué puf ha, ehm, dejado un hechizo?
―Cállate, Felicia ―se adelantó el elfo cuando la mujer ya estaba abriendo la boca, lo cual se la mantuvo abierta de pura indignación―. No, a no ser que se haya visto en directo tras la ejecución del hechizo. Si quieres puedes mandarnos los detalles del caso y lo analizaremos concienzudamente, ahoraquierohacerunhechizoparagarrapiñarnueces.
El hombre entrelazó las manos a manos a modo de despedida, pero Mery no se dio por aludida.
―Ah, no habrá problema. Tengo una foto.
Mery sacó el móvil ignorando la mala cara del sargento. Había tenido el buen tino de guardar una foto ya recortada y ampliada sobre lo que, ahora, sabía que se llamaba puf, con el propósito de evitar que más gente de la que le gustaría viese la cara de Damaris matando nómores. Flanarell la miró de mala gana.
―Apenas se ven, pero parece una eme y una u ―confirmó el elfo.
―¿Y qué significa?
―Bueno, es largo de explicar...
―Los hechiceros usan el puf para firmar los hechizos y así la gente sepa que los han creado ellos ―dijo Zu, que se había acercado hasta allí y miraba el móvil de Mery con interés mientras su superior la fulminaba con la mirada―, al fin y al cabo ese residuo sigue conteniendo energía mágica pero no puede aprovecharse para nada más potente, así que los hechiceros del pasado pensaron que sería una buena idea usar esa energía residual para publicitarse, o no habría otra forma de averiguar de dónde procede un hechizo, y de esa forma tratar de atraer clientes. Ahora tenemos la publicidad y todo eso, pero supongo que la costumbre se ha mantenido.
―Entiendo ―dijo Mery, agradecida de que alguien pusiese algo de su parte―. Entonces, esto es literalmente el nombre o pseudónimo del mago...
―Hechicero ―corrigió Zu al vuelo.
―...hechicero que ha creado el hechizo con el que han matado al nómor, ¿verdad?
―No tiene un nombre, inspectora Mery, tiene dos letras. Estaremos encantados de recibirla de nuevo cuando haya encontrado el nombre del...
―Para matar hacer falta cierto poder, no todo el mundo tiene esa habilidad ―interrumpió Zu. Sus compañeros parecían que iban a saltar a su cuello en cualquier momento, pero ella les obvió. Se dirigió a su portátil y tecleó―. Además, esas dos letras... aquí está ―giró el portátil, satisfecha―, Melchor Mundstock.
Mery vio desde donde estaba los resultados de la búsqueda en imágenes; un hombre mayor con un bigote bien arreglado, una fachada grande de un establecimiento con su nombre, el interior lleno de gente vestida a la moda de hace varias décadas, un gólem sirviente tras el mostrador, productos con el la marca de Mundstock. Era evidente que no podía ser tan sencillo y Flanarell se encargó de apuntarlo.
―Eso está muy bien, Zu ―dijo con voz ácida―, pero no creo que el señor Mundstock, conelquecoincidíyerauncreído, tenga nada que decir sobre un hechizo que no pudo vender hace menos de cincuenta años, cuando falleció.
Mery tuvo que admitir en su fuero interno que no era una perspectiva halagüeña. Hablar con los muertos no era complicado si se sabía cómo, pero el problema eran los vivos con armas mortales.
―¿No se siguen vendiendo sus, cómo decirlo, sus productos? ―preguntó ella con cuidado.
―Imposible ―respondió el sargento―. Se trataban de productos muy exclusivos que se encargaba de vender personalmente. Jamás habría consentido que nadie los manipulase. Cuando murió, la tienda cerró y con ella su legado.
―¿No hay ningún discípulo ni aprendiz ni...? ―A Mery le costaba no tirar de tópicos sobre la hechicería, pero intentó esforzarse en coger cualquier hilo.
―Nada. Era un hombre celoso de su trabajo. Sus conocimientos eran suyos.
―¿No fue su tienda en el Culo de Satanás la que voló por los aires hace menos de un año?
Al decir aquello, Flanarell y Felicia miraron inquisitivos a Zu.
―Es verdad que solo encontramos al gólem del servicio que, al quedar sin amo, simplemente se quedó allí, pero quizás pueda tener algo que ver con...
―¿Con qué, Zu? ―se exasperó Flanarell―. Aquello fue una explosión de gas. Eres agente de policía, oesocreonoestoyseguro, ten un poco de seriedad.
―Pero... trajimos al gólem al calabozo...
―Querida, deja de avergonzarnos, ¿quieres? ¿Por qué no vuelves a meter la nariz en tu ordenador? ―intervino Felicia.
Zu, si ya era pequeña, se encogió tanto que parecía que iba a desaparecer. Mery intuía que había algo raro allí, pero no iba a meterse en una disputa de un departamento que no era el suyo. Aun así, a la única persona de esa división que parecía proactiva se la premiaba con reproches y reprimendas, y eso no le gustó.
―¿Cómo es que ella es la única que tiene un ordenador en su mesa? ―preguntó sin poder ocultar un tono inquisitivo.
―Hace... temas de informática ―dijo Flanarell con brusquedad, al que no se le había escapado la voz usada por la inspectora.
―Y Felicia y usted rellenan los informes a mano, claro ―respondió ella sin achantarse. Señaló el viejo ordenador con pantalla de tubo del escritorio libre―. ¿Comparten aquel? Parece tener mucho uso.
―¿Por qué le interesa tanto? ―se molestó Felicia, nerviosa.
―Es un PearsonalDoors V3, ¿verdad? Es una pieza casi de anticuario, una joya para el coleccionista.
―Sí, supongo que si ―dijo Flanarell incómodo.
―Ese es el modelo que tiene ochenta megas de capacidad de disco duro y apenas ocho de memoria RAM, si no me equivoco. Una buena máquina de la época. Si pudiese seguir usando disquettes de tres y medio lo haría, pero ya no fabrican lectores. Si no lo usan, podría...
―No, no puede.
Flanarell, que hasta entonces se mantenía sujeto, se alteró hasta el punto de dar un paso fuera de su escritorio para ponerse delante del paso al viejo ordenador. Mery le miró sorprendida, casi a punto de echarse a reír. Solo se contuvo porque la tensión podría venirle bien.
―Volviendo al tema por el que he venido.... Digamos que, de alguna manera, y arriesgándome a parecer ignorante, alguien ha continuado con el legado de este hechicero o, al menos, tenía guardado uno de sus hechizos en un botecito en una cómoda durante cincuenta años hasta que ha decidido empezar a usarlo. ¿Cómo encuentro a esa persona?
―Hay un error de base ―dijo Flanarell, ajustándose la bata, tranquilo por apartar la atención del ordenador―. Un hechizo no es como un poco de orégano que puedas espolvorear. Debe estar imbuido en un objeto que se usa de catalizador para lanzarse en el momento deseado.
―¿Se refiere a una varita?
Flanarell y Felicia se rieron con desdén. Zu parecía no querer ni o��r la conversación.
―Nadie usa varitas, excepto algún loco nostálgico de épocas anteriores a que Flanarell incluso fuese un proyecto en los élficos huevos de su padre. ―Felicia no se andaba con remilgos y, al parecer, a su superior no le hacía mucha gracia―. No son nada prácticas. Sí, son ligeras y se pueden esconder en cualquier pliegue de la ropa, pero las varitas solo se usan para ser varitas y no puedes precargarlas con varios hechizos. Ponte al día, cielo. De hecho, yo llevo un hechizo de repulsión aquí ―dijo sacando de su bolso una pequeña trompeta de gas―. Zu lleva uno parecido tatuado en la palma de la mano, ¿verdad? ―Zu, con desgana, levantó la mano derecha en la que se veía un ideograma tatuado en tinta clara―. Sí, al parecer hay un montón de enfermos por ahí que le ponen las bajitas. Los hombres son unos mierdas.
―Tiene razón ―apuntó Flanarell―. A día de hoy, puedes llevar hechizos precargados en un móvil y activarlos con una aplicación, y no solo uno, si no todos para los que tenga capacidad el terminal. Solo has de tener pulgares oponibles ynoabrirlacámaratodoelratoporquésemeabrelacámaratodoelrato.
Si no parecía un arma era probable que ninguna de las dos víctimas la reconociese como tal, pensó Mery.
―Ya. Tendré que volver a preguntarles por si se hubiesen dejado algún detalle.
―Lo dudo mucho ―intervino Zu con un deje triste en la voz―. Ah, perdón. Quería decir que no parece probable; son nómores. No pierdes nada preguntando, aparte de un par de horas si les dejas hablar, pero precisamente por ello doy por hecho que ya te han dicho todo lo que te tenían que decir.
Mery asintió, seria. No creía haber avanzado nada, pero sabía más cosas. Se maldijo chasqueando la lengua por no tener más conocimientos previos sobre magia. Le dio la mano al sargento Flanarell, que le devolvió el apretón de mala gana, y les agradeció a las dos mujeres su ayuda. Quiso personalizar en Zu, pero pensó que con esos compañeros le supondría más un castigo por posibles represalias. Le dio pena que alguien en apariencia capaz estuviese encerrada en un sótano con dos personas cuestionables.
Aunque tenía problemas más acuciantes, al volver a su mesa se molestó en buscar durante un rato el origen de la división Camas y el trabajo que hacían. Indagó en el sistema de archivos para buscar los informes entregados por la división. Tras echar atrás bastantes meses, vio que había siempre uno por semana, ni más ni menos, todas las semanas en días aleatorios. Los títulos eran todos técnicos y complicados, y cualquier profano de la magia ignoraría sobre lo que se había investigado. Sin embargo, solo había que saber leer para darse cuenta de que el cuerpo de los informes no eran más que un texto de relleno en el que solo se cambiaba la longitud y número de párrafos de un informe a otro. También era común el nombre del agente que había registrado el informe en el sistema: Zu Nahrungsmittelun, y el nombre del dispositivo desde el que lo había hecho. Abrió una ventana en el navegador y buscó «¿Cómo puedo saber qué equipos hay conectados a mi router?», con ortografía y puntuación perfectas. Tras leer varios resultados, buscó en la red compartida de la comisaria el nombre del equipo, encontrándolo al poco, que no era otro que el propio modelo del ordenador. Encontró, además, uno con nombre “Zuzu” que quedaba claro a quién pertenecía, lo cual le llevó a pensar que Zu no usaba su propio ordenador para colgar los informes, si no el otro equipo. Flanarell, al ponerse nervioso, le había dejado claro que el ordenador era importante. Debía haber algo más que informes redactados con un generador de texto falso. Solo por si tenía que volver a hablar con la división en función de cómo evolucionara el caso, decidió recordar aquella información. Suspiró, preparada para ponerse de nuevo manos a la obra, con el ruido de fondo y el alboroto de la comisaria volviendo a sus oídos al traspasar la barrera de la concentración rota con la llegada de Elena portando dos cafés del tamaño de su pecho y una desbordante e indeseada alegría por vivir.
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[1] Una red social de mensajes cortos llena de extremistas en la que está prohibido escribir en minúsculas o contar que te ha sucedido algo bueno.
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