Tumgik
#manda a todos a tocar pasto
midncghts · 6 months
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ola benji, t amo 🥺
"ajá y a mí que?"
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matiasvillarreal · 6 years
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La Patricia y sus bichos.
Mi tío abuelo "Turco" es el primer hijo de mi bisabuelo, le decimos así porque era el más parecido a él. Mi bisabuelo tenía sangre turca y aunque ahora que lo miro, no le veo muchos rasgos relativos a esa parte del mundo. En fin. El tío Turco fue padre de ocho hijos, cuando todos habían nacido mi tía no podía con su locura y sus delirios místicos, así que los abandonó. En la familia siempre se supo que mi tía tenía delirios, pero el motivo por el que se fue se lo dio Patricia, la última hija que tuvieron juntos. "Esta va a traer la desgracia en la familia, hay que matarla" decía y después de esas declaraciones todos coincidieron en que mi tía necesitaba una ayuda psiquiátrica constante: el día que hablaron con ella porque había tenido un ataque de pánico mientras intentaba dormir a Patricia fue más que suficiente. Dejó una carta y durante los veinte años siguientes no apareció más. "Turquito, yo no puedo más. Esa pibita los va a llevar a la ruina" le había dejado escrito y se tomó el palo.
Los hechos que voy a contar hoy tuvieron su lugar en el año 2011, días antes del eclipse de luna roja, la que para ese momento a mí me resultaba un fenómeno astronómico que iba a ver por primera vez mientras que toda mi familia la esperaba con temor, alegando de que se trataba de una luna del diablo, de sangre.
"LILIANA, LILIANA NECESITO AYUDA. A LA PATRICIA LA TIENEN ENTRE 4, ME QUISO PEGAR Y ME ESCUPIÓ, SE ESTA MANIFESTANDO" fueron los gritos con los que el Tío Turco me despertó. Apenas escuché las palabras "patricia" y "manifestando" sentí un dolor en el estómago, como una advertencia. Mi mamá estaba tan alborotada que se olvidó que lo mejor era que yo no fuera ahí. Así que no pude con mi curiosidad, y me mandé con ellos.
Patricia, la más chica, de 21 años en ese momento estaba en una especie de trance, no nos conocía: Sostenida por cuatro de sus hermanos, estaba con las manos torcidas y saltaba. Gritaba, tenía arcadas.
"SOLTAME, SOLTAME PORQUE CUANDO ESTÉS SOLOS VAMOS A VER QUIEN SE LA BANCA. TE VOY A CORTAR EN DOS PEDAZOS" les gritaba a sus hermanos, que, algunos se reían y otros con una mirada de preocupación constante se tapaban los ojos para no mirarla directamente. Estuvo luchando un rato y cuando se resignó a que no iban a soltarla se cansó pero no paró de reírse y de buscar complicidad con todos y todas los que estábamos ahí, que éramos como veinte en total. Hasta que vinieron los pastores, que apenas entraron a la casa y lo primero que soltaron fue un gran "Acá hay cosas, bichos, se sienten" porque se creían Ed y Lorraine Warren, o por lo menos en la vida de los feligreses de la iglesia donde predicaban los tenían así de consagrados.
La empezaron a buscar y no la encontraban. Todos buscando a La Patricia. La casa de mi tío en su tiempo había estado poblada por todos sus hijos e hijas, así que era grande. A medida que empezaban a buscarla se multiplicaba la pregunta ¿Y Patri? ¿Vieron a La Patri? Mientras sus hermanas, sus primos, todos ahí subiendo y bajando escaleras. Una de sus hermanas empezó a gritar "ACÁ, ACÁ" y se tapó la cara llorando. La piba estaba en el patio, se había metido en la cucha de cemento que era de un perro que había muerto años atrás. Entraba doblada pero se las arregló para quedar con la cabeza fuera de la cucha y desde ahí hablaba.
—No tch tch tch... -negaba con la cabeza y alzando un dedo- ...yo de acá no me voy a mover. Vengan a sacarme, vengan.
La pastora empezó su show con oraciones: "Padre todopoderoso, cubre con tu sangre nuestras vidas, danos sabiduría y poder para enfrentar al enemigo porque en tí confió, padre santo. Dame tu poder, dame tu luz. Queremos sacar al enemig...". Patricia salió gateando y en menos de tres pasos pude ver casi en cámara lenta como las rodillas que se pelaban contra el piso, como la piel se convertía en carne roja y con sangre aunque a elle parecía que no le importaba. Se puso delante de los ojos a los pastores, a desafiarlos. Me acuerdo que la casa estaba llena de chicos, todos los primos mirando ese momento. Nos echaron, nos hicieron irnos. Obviamente, yo no me fui. Me quedé agazapado en una habitación que había sido de alguno de los hijos de mi tío abuelo. Yo quería seguir mirando, el miedo estaba tan condensado y dividido entre tantas personas que por un momento me sentía a gusto de estar ahí. Uno de mis primos, con el que crecimos juntos y nos hicimos amigo justo había llegado así que lo llamé a la habitación y Miramos por la ventana, que daba al patio trasero. Empezó a llover. Los rezos aumentaban de la pastora y el pasto}aumentaba mientras toda mi familia, cristiana, se ubicaba cerca de ellos para orar y lograr una expulsión certera.
"Oh sí, padre santo, bendice, manda tu lluvia. Manda agua del cielo, que se purifique ésta hija tuya que ha sido presa del enemigo..."
La Patricia estaba loca, pegaba piñas al piso al ritmo en que la lluvia repiqueteaba en las chapas de la galería del patio. Mojada por la tormenta empezó a gritar "BASTA, SILENCIO SILENCIO SILENCIO" y como las oraciones no cesaban, agarró barro que se había empezado a formar cerca de la cucha y se lo tiré al pastor en la cara.
"A MI NO ME VAS A HUMILLAR, DEMONIO INMUNDO, CON LA AUTORIDAD QUE ME CONFIERE CRIST..." le gritaba él pero ella se reía y volvía a juntar barro con sus manos.
La agarraron entre ocho familiares. Todos mojados, orando. No había caso, ella luchaba y gritaba. La cosa se estaba poniendo fea porque aunque intentaban sostenerla de todas las extremidades y reducir sus movimientos, era imposible. Temblaba en toda su anatomía, si no podía hacerlo con sus piernas, lo hacía con la cara. Su rostro hacía caras distintas todo el tiempo, pasaba de la sonrisa maligna con las cejas arrugadas a poner cara de sufrimiento, después sonreía y por un momento, donde parecía ser ella misma gritaba "BASTA, BASTA POR FAVOR, AYUDA" y volvía a manifestar todas aquellas caras que nada, nada habían tenido que ver con ella. Hasta que pegó un grito gutural y se desmayó. "Genial, la liberaron" me dijo mi primo. Lo peor empezaba recién.
Diez horas seguidas durmió Patricia, no cambió de posición en ningún momento, parecía una roca con forma humana. Cuando se despertó, traía una angustia que le mermaba la capacidad de seguir ocultando algo y lo confesó: Se habían cumplido 4 meses de que visitaba -en secreto- un templo en donde se realizaban adoraciones y brujerías.
Entre llantos y pidiendo perdón contó que la usaron para hacer cuatro rituales. El que más tenía presente fue uno en donde le habían pedido que se saque la ropa, después de escupirle cerveza en la cabeza le pidieron que se sentara en un fuentón de lata y con total impunidad le degollaron un conejo negro. Ahí se puso a llorar arrepentida mientras relataba como la sangre tibia del animal sacrificado le recorría el cuerpo, soñaba con ese momento.
No sólo eso, a Patricia la habían obligado a usar una carta (un naipe) en la bombacha durante una semana entera, le habían dado el ancho de espadas y le dijeron que recién se lo podía sacar cuando la carta estuviese impregnada de su sangre.
Mientras mi tío le preguntaba por qué se había sometido a eso, ella no respondía nada coherente. Balbuceaba desesperada mientras todos se miraban sin poder entender una palabra. Desesperada, agarró de la mano a su hermana Ani y la llevó hasta el patio, en la parte de tierra que quedaba cerca de la cucha del perro en dónde se había metido. "Acá, acá está todo" dijo la pastora, que pululaba cerca de las hermanas como un satélite eclesiástico y la biblia en la mano. Entre todos los hombres presentes que había, uno agarró una pala y empezaron a buscar en la tierra, nosotros con mi primo veíamos todo desde la habitación de arriba. Varias mujeres se taparon la boca y el pastor miró al cielo y declaró "Padre, bajo tu manto me cubro y le quito el poder a estos elementos cargados de oscuridad"
Sacaron de la tierra un cajón de bebé, era la primera vez que veía uno y me recorrió un frío por todo el cuerpo.
Mi mamá, esa noche no paraba de repetirle a sus amigas lo que había en el ataúd: tres estampitas de "La Pomba Gira", dos de "San La Muerte", el ancho de espadas impregnado de sangre seca. Y además, le hicieron meter un pedazo de madera con una cuchara. La madera tenía forma de pierna, La Patricia todas las noches de luna llena tenía que tallar esa madera. No lo hacía consciente. Más de una vez se había encontrado en la oscuridad del patio tallando esa madera con una cuchara y bajo una luna llena rebosante.
Los pastores intentaron hacerle una oración para que renunciara de la responsabilidad espiritual de aquellos rituales a los que se había sometido y de los que formaba parte. Pero fue en vano, apenas nombraban a Jesús, mi prima empezaba a cantar con una voz que no era de ella y nos perturbaba. Cantaba en portugués y eso lo pude detectar yo, que siempre escuchaba a mi niñera manifestar a sus santos cantando "Lua linda, noite bela". Era imposible orarle, mi prima se levantaba de la silla con todo su pelo negro sobre la cara y se reía mientras le sonreía al pastor y hacía todo lo posible por tocarle la cara. Aunque se lo impedían, a ella no le importaba, cualquiera se acercaba a tocarla y querer retenerla terminaba siendo tocado por ella. El matrimonio se dio por vencido cuando mi prima, en su silla, se abrió de piernas y se empezó a tocar la vagina mientras emitía gemidos.
"Nosotros no podemos hacer nada, necesita de Dios pero que muchas personas estén alabando su presencia y que se haga poderosa. Hay que llevarla a la iglesia. Acá no se puede." Mi tío Abuelo, el papá de Patricia, había dejado la iglesia la noche siguiente a que su mujer lo abandonara. Había perdido la fe "con una prueba de fuego" como decían todos en mi familia. Todos menos yo y mi primo, que entendíamos su situación. Uno no necesita que le hablen de dios cuando tiene el corazón roto. Decidieron no probar el método más común para "sacarle los demonios" porque mi prima les había advertido que si la hacían pisar una iglesia iban a empezar a morirse todos los que le pusieran un dedo encima. Metió tanto miedo, que esa misma noche llamaron a María, mi antigua niñera y amiga de mamá que nos había liberado de un trabajo de brujería bastante engorroso. "No la lleven a la iglesia, hay que llevarla al templo. Esta mujer no necesita que le saquen nada de lo que tiene adentro, se tiene que amigar con lo que incorporó a su vida. Ellos no van a ir con una oración, ni con un rezo. Están en un cuerpo joven, en un envase limpio y se van a quedar ahí hasta que sientan que su misión está completa... hasta que dejen algo."
Toda mi familia estaba reunida y debatiendo si era propicio y conveniente llevarla a ese lugar "Yo, lugares que visitó Satanás no piso" dijo una de las hermanas y otras tres pensaron lo mismo. "¿Pero vos estás loco, papá? Son lugares donde adoran al diablo. Patricia no va a ir ahí." Quiso decidir uno de los hermanos y mi abuela, que era hermana de mi tío abuelo Turco dijo que todos eran flor de mierda y que si nadie quería llevar a La Patricia ahí, ella lo iba a hacer aunque todo lo que viera pudiera ir en contra de sus creencias. Como yo era muy compañero de mi abuela, cuando la escuché decir eso me entusiasmé porque sentí que la curiosidad me iba a matar. Quería saber TODO lo que llevaba a mi prima a estar así, moría de ansias porque algo parecido me pasara. Entonces le dije "Yo te acompaño, abuela, yo quiero ir" . Me ofrecí a ir. Mi mamá no me dejaba, hasta que María le dijo "Dejalo, no hay nada que le pueda pasar a él, a lo sumo viene un poco más arreglado"
El jueves de esa misma semana en la estación de Ramos Mejía, a las 23:30 hs estaba con mi abuela y La Patricia. Rumbo al templo. Estábamos esperando en la estación de trenes. "Ustedes van a ver que aparece una combi toda destartalada. Nos acercamos los tres y las puertas se abrieron. Salió una señora de extrema delgadez, con el pelo gris muy corto y cara de lechuza. "Ustedes son los que mandó María" dijo y mi abuela le dijo "Sí, ¿en dónde queda el lugar?" la señora apenas sonrío y dijo "Suban".
La combi blanca llevaba unas cortinas negras, lo que me llamó la atención pero no me disparó ninguna alerta de peligro. Patricia estaba contenta decía que por fin iba a poder bailar descalza. Mi abuela nos miraba. Primero a mí, después a ella y nos decía "Que valientes ustedes que no me dejaron sola". Después de girar bruscamente y casi tirarnos a todos, la combi estacionó en una casa grande que tenía un portón de hierro. Cuando bajamos, se acerca mi abuela a hablar con la señora cara de lechuza. —Mire señora, nosotros la traem... —No me diga nada, ya lo sabemos todo.
La señora siguió: "—Lo que yo les voy a pedir es que se tranquilicen y que acepten que de ahora en más, todo lo que ven, es cierto y pasa. Si ustedes creen, van a disfrutar. Si no creen, van a sufrir." Y después de decirnos eso con una seriedad implacable, nos hizo cruzar un pasillo largo y silencioso. Al final había un santuario lleno de estatuas de muchos tamaños, todas eran de San La Muerte y mucha comida. Frutas, pochoclos y bebidas.
Nos invitaron a pasar a un cuarto de paredes rojas y varios cuadros colgados.
"Vos, acompañame por acá mientras tu familia te espera" le dijo la mujer a mi prima, y se llevó. Empezó a llegar gente al cuarto que -acostumbrada, creo yo- iba y se servía comida. Charlaban, se reían, se abrazaban, se querían, se conocían todos. Y como se percataron de que mi abuela y yo éramos caras nuevas, nos empezaron a invitar a que nos sirviéramos comida. Yo agarré una manzana muy roja y mi abuela no se animaba a comer nada. "Hay que creer, abu" me escuché diciéndole aunque no estaba seguro si eran palabras mías. Mi abuela mordió la manzana roja que yo estaba comiendo y se fijó la hora. Eran como las doce y media, yo estaba contento porque seguramente la ceremonia iba a terminar muy tarde y no me iban a mandar al colegio.
El silencio se hizo presente y las charlas cesaron cuando entraron cuatro chicos con tambores. Cuando se acomodaron los cuatro, empezaron a cantar en portugués mientras hacían sonar sus tambores. La gente comenzó a aplaudir excitada. Había empezado. Una señora que tenía los ojos achinados y la cara llena de arrugas me mira y me dice "¿Qué pasa que no aplaudís? ¡Si el nene no aplaude no hay bendición! aplauda hijo, déjese llevar". Aplaudí con nerviosismo.
Cuando la canción terminó, todos ahí celebraron y del otro lado del cuarto aparecieron unas 15 personas, hombres y mujeres. No recuerdo el momento de haberlos visto entrar por la puerta que daba a mi espalda. Pero todos usaban polleras, pelos largos y miraban al piso, como anclados. Los gritos de felicidad aumentaron un hombre vestido de blanco entró al cuarto y se sumó al grupo.
Empezaron todos a girar como trompos, en sus lugares, o se desplazaban de a poco y sin perderse, ni chocarse entre ellas y ellos. Agradecían con los ojos cerrados. Agarraban comida que primero olfateaban y después, comían en menos de tres bocados. Entre toda esa demostración no encontrábamos a La Patricia, me desesperé.
"—¿Nona, donde está Patri? no está". Mi abuela miraba fijo a un lugar y cuando tuvo la certeza de que la había visualizado entre la gente que bailaba me dijo
"Mira Mati, allá está tu prima". Y si, entre la multitud que bailaba, mi prima. Estaba danzando: con los brazos abiertos, mirando al techo y con su pelo negro, largo, suelto sobre la cara y los hombros.
Después de esa introducción, que fue corta pero intensa, el hombre de blanco nos saludó en general. Nos dio las gracias por venir. Pidió aplausos para nosotros.
Se sentó, rodeado de comida y llamaba a las personas que estaban ahí. A nosotros nos llamó después de que pasaran unas diez personas. Yo quería hablar con él, porque sabía que no era él. En cambio, mi abuela, estaba un poco perturbada porque mi prima Patricia, gateaba por la sala como si se tratara de una bebé. Todo el mundo la trataba como tal. La señora con cara de lechuza le dio una mamadera con jugo. Ella la agarró y se tiró al piso. Se agarraba las piernas y rodaba mientras tomaba de la mamadera y mordía la tetina.
"—Ya no es ella, en este momento está siendo estimulada y administrada por un ibeyi, una crianza. Se comporta como un bebé, es lo que es y lo que desea ser ahora mismo. Está siendo la bebé que tuvo que dejar de ser en algún momento. La infancia a la que renunció por algún dolor. Por eso está así. A esta muchacha le hicieron mucho mal. Por lo que entiendo, ella buscaba la paz junto con su novio. Pero hay tantas cosas disfrazadas de umbanda, fue víctima de brujerías. A esta piba le infectaron el corazón. Hizo todo mal. Pero quédense tranquilos. La vamos a calmar".
La señora con cara de lechuza llamó a mi prima con una palabra que fue inentendible para mí, fue más como un ruido que hizo con la boca. En el acto, mi prima vino gateando, con la boca llena de comida y los pelos en la cara. Le llamaron la atención mis pies. Me agarró los cordones de las zapatillas, me los hizo un nudo mientras el hombre de blanco le tocaba la cabeza y le hablaba en portugués.
Mi prima decía "nao nao eu não quero deixar este corpo" lo que me daba risa porque mi íntriga era de dónde había aprendido portugués si había dejado el secundario de una manera abandónica a eso de los 16 años. El hombre vestido de blanco nos miró y agregó con dulzura "No quiere dejar el cuerpo ahora. Ya va a querer".
Se paró en un instante, frunció el ceño y le empezó a gritar a mi prima. Le ordenaba salir, como si un papá retara a su hijo. La piba lloraba sin consuelo y se revolcaba por todo el piso mientras rodaba y negaba con la cabeza, pataleó y se tiró de los pelos. El hombre con vestido blanco levantó la mano y decía AGORA, AGORA! Y después del tercer grito, La Patricia se quedó paralizada ahí en el piso, vomitó una flema blanca y se durmió hasta que terminó la sesión. Faltaban cuatro sesiones más.
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Habían pasado dos días desde que a La Patricia le "extirparon" (por así decirlo) el primero de los espíritus. Teníamos que volver el lunes. Y así fue: lunes a las 23:30, parados en la estación de Ramos Mejía de nuevo a repetir lo que había pasado el jueves pasado. Ya no había tanto miedo.
Subimos a la combi destartalada. Vueltas y vueltas hasta que llegamos al templo. Bajamos y fuimos directo al salón rojo y de bombos. Había ambiente de fiesta esa noche, todos -menos mi abuela y yo- estaban con vestidos coloridos y alegría.
Nos acomodamos en unos asientos y nos servimos comida, hasta que a eso de las doce y media empezaron a sonar los bombos y todos juntos gritaban "Pomba gira, Pomba gira", entraron 10 ó 11 mujeres con vestidos y adornos de todos los colores, con polleras largas y con el pelo sobre la cara. Empezaron a girar, a cantar y a bailar. Todas estaban ebrias de alegría, miraban hacia el techo y sonreían mientras cerraban los ojos como si estuvieran solas y con la música.
En el centro de todas ellas, estaba mi prima Patricia, que era la que dirigía a las demás, con las manos como si se tratara de una titiritera invisible y todas las mujeres en trance respondieran al manejo de sus hilos invisibles . Mi prima levantó la mano y los bombos se detuvieron. Cuando reinó el silencio, casi que se podía palpar, La Patricia empezó a reírse y decía "agora, agora" y todas sus bailarinas empezaron a sacarse la parte de arriba de los vestidos. Todas quedaron en tetas y sus cabelleras de colores que les tapaban los pezones. Parecía una pintura que terminó de completarse cuando ella misma se sacó la parte de arriba de su vestido de ceremonia y volvió a levantar las manos en señal de que la música siguiera. Yo no salía de mi asombro de ver a mi prima con el torso desnudo. Mi abuela no lo toleró todo eso. "Nos vamos" me dijo, se levantó y apareció el hombre de blanco.
"—No señora... usted no se va a ningún lado. A la Pomba Gira la hicieron bajar." Le dijo a mi abuela y le puso la mano en el pecho, obligándola sutilmente a volver a sentarse.
En teoría nos tenían contra nuestra voluntad, en el medio de un ritual en donde mi prima estaba casi desnuda y giraba. Al principio me dio miedo, me daba miedo la desnudez de todas esas que bailaban y se divertían, me produjo un impacto al día siguiente si le tenía que contar a mis amigos del colegio que había visto doce pares de tetas en vivo no me iban a creer. Después de un largo rato, que fue interminable, dejaron de bailar y se subieron los vestidos. Aunque entre ellas no interactuaban, fueron comiendo, como un grupo entero de hormigas, todas las cosas que había disponibles.
El hombre de blanco se paró y haciendo señas nos llamó. La Patricia estaba sentada a su lado, sin remera y con el pelo en la cara.
"—Ella es Pomba Gira, no es Patricia en este momento. A ella le vamos a pedir que deje el cuerpo de esta muchacha. Necesito que colaboren."
charlamos un largo rato con eso que no era mi prima pero ocupaba su cuerpo y su conciencia. Nos hablaba en portugués mientras el señor de blanco, a quien ella le decía "Pai" nos hacía de traductor. Ella me miraba de una forma muy provocativa. Me tocaba el pelo y me hacía caricias en las mejillas, lo que me dejaba totalmente hechizado porque a esa edad yo cargaba con una confusión sexual catastrófica. Se acercó al hombre de blanco, le dijo algo al oído mientras me miraba. El tipo nos dijo "Dice que se va a ir sólo si hacen algo por ella. Vos, joven, ella quiere que la beses en los labios". "No, Matías ni se te ocurra" me dijo mi abuela, pero ya era tarde. Ahí estaba yo, caminando hacia mi prima que no era mi prima a darle un beso en la boca. La segunda sesión había terminado.
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Después de haber ido a la segunda sesión con La Patricia, el jueves nos tocaba de nuevo. Pero pasó algo, algo que apuró los tramites.
A la cantidad de parientes que le hacíamos el aguante a mi tío Turco y a su hija, se había sumado un miembro muy particular: La tía Juana.
La Tía Juana era la hermana más grande del Tío Turco, odiaba todo lo que tenga que ver con el diablo pero no formaba parte de la iglesia evangélica / cristiana a la que toda mi familia, en su mayoría, concurría. De ella sabíamos abiertamente que era alcohólica, ludópata y metida, se metía en todo. Se enojó muchísimo con cada miembro de nuestra familia por no haberle avisado nada. Esa tarde se había apersonado con una biblia abajo del brazo, olor a vino que te desmayaba y prendía la tele buscando el canal Cronica TV porque estaba re pendiente de la quiniela.
Desde que a mi prima le sucedió eso, nos juntábamos todas las tardes en el patio, y esa noche era especial porque iba a ser la primera vez en que íbamos a ver como la luna se iba a poner roja por un eclipse. Mi familia entera lo vivía con miedo. "Es la luna de Satán" les decían a mis primitos, "Esa luna está toda manchada con la sangre del Cristo" asustaban a los más pequeños mientras que mis primitas se tapaban los ojos.
Escuchamos un grito de mujer ahogado y lo siguiente: un golpe seco, un golpe parecido al que haría un huevo al caer de una altura importante. Todos nos paramos al unísono. Sin embargo, Tío Turco emergió de la puerta principal y empezó a llamar a mi abuela, a mi mamá "VENGAN LAS MUJERES, PERO QUE NO ENTREN LOS CHICOS, QUE VENGAN LOS GRANDES PERO QUE NO ENTREN LOS CHICOS"
Los más grandes se metieron a la casa, acto seguido, sacaron a la Tía Juana desmayada, con una cruz gigante en la mano que no soltaba. La dejaron en el piso del patio y la mujer no movía ni un músculo pero su mano apretaba fuerte la cruz. Los gritos de la Patricia parecían haberse amplificado, como si hablara por un micrófono cuyos parlantes estaban ubicados en el interior de la casa. Se la podía escuchar claro y fuerte por todos lados. Incluso nosotros, que con mi primo estábamos escondidos en un pasillo la escuchamos reír histéricamente. "LA HICE VOLAR, LA JUANA VOLÓ. SI LA HUBIESEN VISTO, VOLÓ".
Cuando la tía Juana recuperó el sentido, estábamos todos esperando que cuente que había pasado. Era imposible no hacerse esa pregunta a medida que íbamos viendo como el chichón de su frente crecía más y más.
"—Le fallé, le fallé al señor." Decía la Tia Juana sentada en el patio y tratando de recuperar la compostura. "—Yo lo único que quería era ponerle la cruz en la cabeza pero cuando le acerqué la cruz a esa endiablada de mierda, abrió la boca tan grande que le llegaba la quijada hasta las tetas casi. Y me gritó, me empujó contra la pared. Me hizo volar, esa mujer tiene una bestia en el cuerpo y nos va a matar a todos. Hagan algo."
Nosotros, que sabíamos el historial de nuestra tía, nos dio mucha gracia lo que había pasado. En realidad varios y varias con el paso del tiempo coincidimos en que se lo merecía. Pero a mi pima Patricia no le hacía gracia, estaba enojada y lo hizo saber.
Parada en el living, con su cara transformada, en camisón y con una bolsa roja en la mano le pegaba a las paredes. No intentaron detenerla, lo que estaba haciendo parecía que tenía un fin. Golpeaba la bolsa como queriendo partir el contenido hasta que lo logró. Abrió la bolsa, de la que caían gotitas rojas y marcaban la cerámica blanca del living, sacó un pedazo de lo que parecía un pedazo de bife congelado y lo empezó a comer. Estábamos todos estupefactos.
"—Esto se fue a la mierda, Patricia dejá de hacer eso. Te vas a partir los dientes" dijo Tío Turco, hablaba con esa voz que aparece cuando se mezclan el miedo y la impotencia, se le cortaba la voz. Mi prima no contestaba, seguía masticando los pedazos de carne congelada.
Fijo la mirada en el techo un rato mientras estábamos todos ahí mirando, no podíamos movernos, nos daba miedo la imagen de mi prima en camisón, comiendo carne cruda y sonriendo. Empezó a reírse a carcajadas, con la boca bien abierta, tanto que yo alcancé a verle dos dientes destruidos, aunque mi primo dice que toda la dentadura estaba rota. "QUIEN ME PUSO LA CRUZ EN LA CABEZA QUIEN FUE?" preguntó con la voz totalmente transformada, grave y rasposa. "Yo, demonio inmundo FUI YO" saltó a decirle mi tía. La patricia la miró y mientras se metía otro pedazo de carne la apuntó con el dedo y le dijo "VOLASTE, VIEJA PUTA, VOLASTE" y después de decir eso se desmayó.
María, la que había sido mi niñera y seguía el caso muy de cerca, nos dijo que no íbamos a llegar para que la trataran en el templo. "Está por manifestar al Exu, a San La Muerte, y va a hacer todo lo posible para que no la saquen de este lugar." Todo lo que decía María parecía cumplirse al pie de la letra. Ya había pasado la medianoche y estábamos todos ahí en el patio comiendo mientras veíamos la luna roja, que parecía tan mal augurio para toda mi familia y sin embargo, yo estuve un momento a solas con ella porque desde chico siempre me gustó alejarme de las multitudes que dicen estupideces. Me subí al techo de la casa de mi tío para ver la luna de cerca, desprovista de toda maldad que mis familiares le atribuían. Era tan linda, tan imponente, se me venían los bombos a la cabeza y a mi prima bailando en tetas con un vestido rojo y todo el pelo sobre la cara y los hombros, eso era la luna para mí.
Si los olores se movieran con la misma gracia con la que se mueven las serpientes, podría decir que aquel olor que interrumpió mi flasheada con la luna roja fue reptando en el aire hasta meterse por mis fosas y enroscarse ahí. Era asqueroso, como un cúmulo de varias cosas que están en proceso de putrefacción. Primero, parecía olor a huevos, después suavizó y se convirtió en un olor a flores con velorio, después se volvió a intensificar al punto que respirar me empezó a dar arcadas como cuando volvía del colegio caminando y veía a los perros atropellados descomponerse al costado de la ruta. Ese olor sentía, olor a perro muerto.
En el patio todos estaban igual, mi tío, convencido de que el pozo del baño estaba lleno entró a buscar agua en un balde para intentar neutralizar semejante vaho, pero no lo logró. Apenas entró, un grito desgarrador cortó el aire y ahí estaba toda mi familia de nuevo, siendo presa del pánico. Las hermanas gritaban "NO, NO PUEDE SER" y los hermanos "MI HERMANITA, DECIME QUE NO MURIO" "NO, NO, NO"
Mi primo me hizo una seña para que bajara del techo, parecía entusiasmado y nervioso a la vez. Aprovechamos que toda la familia se había acercado al sofá y ahí la vimos, a simple vista parecía que estaba muerta: Pálida, con la mirada perdida en algún rincón del techo, con las manos largas y huesudas, sus falanges habían adquirido un tamaño espantoso y exagerado. Se había vuelto esquelética o durante todo ese tiempo había perdido mucho peso. Sus pies, caían lejos del brazo del sofá y cada dedo que poseía parecía haberse estirado hasta emular los de un esqueleto de esos que te muetran en los manuales de primaria. Su cara, había sido succionada, dejando bien marcados los huesos filosos de su mejilla. El olor salía de su cuerpo, de la boca principalmente. La tenía un poco abierta y aunque estábamos todos muriendo de calor, ella largaba ese vapor de invierno cuando respiraba lentamente, acompañado de olor a carne podrida, a carne muerta. Si uno le acercaba la oreja a la boca podía escuchar un leve que no dejaba de hacer en ningún momento, como un susurro de voz gutural que se repetía sin cortarse.
Entró la Tía Juana, se llevó una mano a la boca y después de un par de tosidas dijo "Es San La Muerte... mirala, está transformada".
Catorce horas, con la Patricia casi muerta, casi transformada en un sofá y la luna roja. 14 horas con olor a muerto en toda la casa mientras en mi familia se turnaban para ir a verla, a ponerle paños en la cabeza, a ver como dejaba caer la mano esquelética en cámara lenta cuando se la levantaban para medirle el largo de los brazos. Mi prima, mide un metro sesenta y nueve, lo aprendí ese día porque cuando la midieron, había aumentado 40 centímetros de altura y nadie lo podía creer. Uno de los hermanos quiso sacar fotos con la cámara pero lo frenaron a tiempo, no era necesario aunque hubiese sido muy tétrico conservar fotos así. Era como verla muerta, como su velorio. Esa noche nadie durmió hasta que el sol salió.
Paso el día de la muerte (le pusimos así con mi primo) y mi mamá había ido varias veces a la casa de María y no la podía encontrar. A veces, María era de hacer eso, decía que tenía "trabajos importantes" y desaparecía una semana entera, y siempre que volvía nos contaba que se había ido a alguna celebración umbanda o que estaba ocupada con un trabajo grande. Mi familia entera estaba demasiado dolida con los pastores de su iglesia y aquella ineficacia espiritual que los hacía mermar en sus funciones liberadoras de mal. Tío Turco mandó a llamar a los pastores que ya habían fallado, y se les tiró a los pies gritando que si no eran ellos, que consigan a alguien que pudiera realmente con el caso de su hija. Una vez más, los pastores intentaron exorcizarla.
La sacaron al patio envuelta en una frazada, la dejaron tirada y empezaron sus oraciones "Padre nuestro cubre con tu sangre el cuerpo de esta muchacha" Inercia total, mi prima seguía sumida en otro mundo donde estaba mejor.
"Rompemos todo pacto de brujería y hechicería. Todo pacto con San La Muerte, Exu, Pomba Gira" mi prima ahí reaccionó y empezó a gritar "NO NO NO NO NO".
"Porque en ti, señor esta la fuerza para poder derrotar a los espíritus inmundos que habitan en este cuerpo". La Patricia se sacudía.
"Porque tú eres el señor de la luz, que todo lo pued..." la pastora no pudo continuar. Nadie pudo continuar. La Patricia, se había parado y eso no era lo peor:
Sobre sus piernas y en el piso, había dejado un manchón negro que parecía aceite para autos. El olor a muerto volvió, era nauseabundo. Mi prima se había cagado encima y se reía con los dientes rotos. Se sacó las pantuflas que le habían puesto y empezó a chapotear en el charco de residuos que había despedido. Las oraciones trataron de seguir, pero frenaron cuando la Patricia usó sus manos para encastrarse con esa pasta asquerosa y se le fue al humo a la pastora. Además de arañarle la cara, se la dejó llena de mierda.
La pastora dijo "No puedo, perdonen pero no puedo". Se metió en la casa y pidió prestado el teléfono de línea. Trataron de neutralizarla con oraciones durante la hora siguiente, pero fue imposible: los gritos y olor a muerto inundaban todo.
Golpearon las manos en la casa de Tío Turco y era una pastora de refuerzo que administraba la iglesia del barrio aledaño al nuestro. Se llamaba Sara y como era robusta transmitía seguridad instantánea. A mí me recordaba a Madame Maxime, la gigante de la que se ¿enamora? Hagrid, así que la quise de entrada, le tenía fe. La Patricia ya estaba débil y lo único que se me pasaba por la cabeza era la cantidad de gente que habrá muerto a causa de los exorcismos. Todo el desgaste que producen, aunque en este momento ya peligraba la vida de mi prima más que nunca, seguía con ganas de verla a ella y sus manifestaciones.
Al final, mientras esperábamos en el patio delantero. Apareció la pastora y aliviada dijo "Ya está. Le pudimos sacar a San La Muerte, lo echamos de su cuerpo. Pero no resiste, no aguanta más esta chica. Hay que dejarla descansar".
El pastor interrumpió a la pastora Sara y dijo "Lo que le queda, se cura con Dios. Con ir a la iglesia y que se haga creyente."
Creyente las pelotas. Al día siguiente mi prima había empezado a ser ella, como siempre pero sin embargo transportaba todo los recuerdos de cuando se le había llenado el cuerpo y la cabeza de entidades. El novio, que la había llevado a practicarse brujerías con él jamás apareció, tampoco en mi familia lo conocían, era un secreto de ella. Una tarde se presentó en mi casa a visitarnos, y mi mamá le preguntó cómo manejaba todo ese asunto, si se acordaba de algo. Ella le dijo que lo justo y necesario, que "los bichos no se le van a ir nunca" sólo que se calmaron por un tiempo. Y ahora, cada vez que Tío Turco hace sonar el teléfono, mi vieja a modo de chiste dice "Seguro es tu prima, volvieron los demonios" y después se arrepiente y dice "Ay no, por el amor de dios... nunca más". Los dos sabemos que eso es una duda para siempre.
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enigma-deckard86 · 3 years
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El escritorio
Fue en 1996. Lo fuimos a buscar con mi padre un sábado por la mañana. Recuerdo que el cielo estaba despejado; muy azul, y no había una sola nube. Ni una sola. Una de esas clásicas mañanas de invierno,  de julio o agosto. Luego de una noche de intensa helada.
Fuimos a levantarlo a donde mi abuelo trabajaba. O hacía que trabajaba. Y donde efectivamente hacían que le pagaban. En realidad le pagaban; pero era algo más simbólico que otra cosa. Todo era una suerte de acuerdo entre él y un viejo amigo que le había conseguido este empleo en el sector privado, para sacarlo un poco del letargo en el que se encontraba desde hacía años.
Mi abuelo se había jubilado muy joven para la edad con que se retira la gente en general; menos de cuarenta años. Y esto lo había sumido en una total depresión. Estado en el que vivió hasta que se murió.
También desde muy joven tuvo una tendencia a la bebida, heredada de su padre. Pero se le agudizó cuando lo forzaron a jubilarse. «Cosas que pasan» como dice la canción de José Larralde.
La cuestión es que aquel día de invierno fuimos a recoger el viejo escritorio con mi padre; en un auto que teníamos por entonces, con una vaca instalada en el techo. Mueble que había pertenecido a él y mi tío, su hermano, y que les sirvió durante su etapa estudiantil. Allí hacían los deberes, estudiaban.
Llegamos a este lugar que era una «sociedad rural» en los suburbios de Montevideo, y allí nos recibió mi abuelo y un cuidador que vivía en una casa en el mismo predio del establecimiento. El abuelo siempre andaba con el mate para arriba y para abajo. Así que ese día no fue la excepción. De zapatos, buzo y chaleco, pantalón de vestir, y pelado, nos esperó junto al otro individuo que era algunos años mayor que él. Como ya se podía apreciar por ese entonces, su cabeza solo estaba adornada por unos mechones de pelo a los costados.
Cualquiera de los dos viejos era un personaje digno de ilustrar una novela. En ese lugar, cuando mi abuelo iba a «trabajar», estos dos señores se ponían a beber whisky en su oficina y adquirían cualquiera de ellos un importante estado etílico. Compartían anécdotas y se comían un chorizo seco; que bajaban con aquel líquido elemento.
-Llegas tarde, che- le dijo el abuelo a mi padre en cuanto nos bajamos del auto. Se notaba que estaba de mal humor. – ¡No cambiás más! Me decís que venís a una hora; pero me caes a las tantas - . Mi padre no se caracterizaba por cumplir horarios; y menos un sábado por la mañana. Menos aun cuando era para verse con su progenitor. Se podría decir que lo hacía de gusto. Solo por el puro placer de verlo rabiar al otro.
Yo me bajé más atrás de mi padre. A mis escasos diez años no me destacaba por ser demasiado alto; en la fila de la escuela siempre era uno de los primeros. Tampoco era demasiado atlético, ni demasiado apuesto, ni demasiado nada. Siempre fui literalmente un fideo vestido. Un palo de escoba.
Me bajo del auto y en seguida mi abuelo me miró con un tono severo; como si Superman me estuviera aplicando su visión de rayos x. Se dio media vuelta y le dijo a mi padre: - ¡Che Ernesto! este guacho está cada vez más flaco. ¿No le das de comer? ¡Miralo como está! Pura cabeza. Ponelo a jugar al fútbol, a practicar algún deporte aunque sea; así gana algo de músculo -. Mi padre a todo esto ya iba unos diez metros adelante nuestro; de apuro se metió en el edificio. Hacía oídos sordos a cualquier cosa que su padre pudiese decirle para criticarlo.
Como me quedé rezagado junto a los dos viejos, Leoncio, el casero, me sacó conversación enseguida. - ¿Cómo te llamabas vos?-. «Rodrigo» le dije. - Y te gusta el fútbol, ¿no? - ; seguía insistiendo a pesar que le prestaba poca atención. «Más o menos. Soy de Peñarol. Pero porque un tío me hizo hincha del cuadro. Pero en realidad no miro los partidos». – Bueno. ¡Acá tenés a tu abuelo, que es futbolero de ley! -, dijo con su marcado acento de frontera. Me acuerdo que arrastraba las ese, y se afirmaba con fuerza en las b. Leoncio era de un departamento limítrofe con Brasil. Rivera, creo.
El casero se dio la vuelta y le habló a su congénere. – ¡Che Eladio! A ver si lo llevas algún domingo a tu nieto a ver un partido. Así se va curtiendo un poco -. Ahí nomás el otro se despachó: - ¡Qué lo voy a llevar! Si la madre de este no me deja llevarlo nunca a ver un partido. A ninguna cancha; ni a este, ni al hermano de este. Siempre está dándole a la lata de que hay inseguridad en las canchas, y que le van a matar a un hijo si se lo llevo al estadio. Yo sé, sí. Hay inseguridad. Un poco. Pero tampoco es para tanto -. Después se detuvo, impostó la voz, y dijo: « ¡Qué esperanza!»; imitando la misma expresión y el tono usados por mi madre cuando se altera por algo o alguien. En este caso mi abuelo. - La madre de este guacho es bravísima. Y para colmo lo manda al otro guaso (refiriéndose a mi padre), que es flor de pollerudo. Yo ya estoy entregado -, finalizó suspirando y encogiéndose de hombros.
Entre tanta charla «amena» llegamos al interior del edificio, donde mi viejo ya estaba figurándose cómo sacar el escritorio. – A ver papá, tratá de correrme ese sillón que tenés atravesado. Si no el armatoste este no va a pasar –. El abuelo tenía el escritorio en una habitación que se usaba como depósito. Había desde una biblioteca, un televisor viejo, una máquina de cortar pasto, y este largo sillón; que vaya a saber uno quién lo había puesto ahí. La cosa es que era larguísimo. Interminable. – Leoncio, deme una mano usted por favor, así no nos pasamos todo el día con esto. Usted tendrá que ir a hacer sus cosas – le dijo mi padre. El fronterizo, que estaba justo agachándose, se levantó inmediatamente como un resorte y dijo: – Pero no se preocupe Ernesto. Acá lo que sobra es tiempo. Yo de acá no me voy nunca. Y su señor padre tampoco. Parece que viviera más acá que en su propia casa. Desde que lo pusieron como administrador, vive metido en «la sociedad» -.
«La sociedad» es como nos referíamos de manera familiar a este establecimiento. « ¿Dónde está el abuelo? ». - « En la sociedad» - contestaba alguno. Y así era siempre. Mi abuelo se levantaba y se afeitaba. Cosa que ni un solo día de su vida dejó de hacer. Podía venir un tsunami o un ciclón, pero él cada mañana se tenía que pasar la Gillette por la cara. Aprontaba el mate, sacaba el auto del garaje, y se iba a «la sociedad». Nunca desayunaba. Por ahí hacía un alto para comprar el diario y alguna bolsa de bizcochos. Salados; que eran sus favoritos. Pan con grasa por encima del resto. «La sociedad» era su vida. Aunque no le pagasen, él estaba allí. Siempre. Hasta me animaría a decir que ese lugar tenía más prioridad que su propia familia. Hizo época.
Pero volviendo a lo que nos compete. Lo primero que hicimos fue sacar el sillón que tanto molestaba para afuera de la habitación. Cosa que nos dio mucho trabajo; dado que tuvimos que pasar por encima de unas cajas pesadísimas. E incluso irlas pateando a nuestro camino. Yo casi me rompo un dedo haciendo eso. Después de mover algunos otros muebles,  para no estar pechándonos con ellos y entre nosotros, cada uno agarró una punta del escritorio y a la cuenta de tres, lo levantamos. Hasta yo tuve que ayudar. Pues mi padre y mi abuelo no paraban de discutir sobre cuál era el mejor ángulo para sacar el trasto aquel; de qué forma había que inclinarlo, o quién de nosotros debía pasar primero por la puerta. Porque además a mi abuelo, en lo testarudo, no le ganaba nadie. Así que cada vez que uno comenzaba a gritarle al otro, ese soltaba su parte y los otros tres nos teníamos que hacer cargo del resto del peso. O a veces los dos soltaban la parte que estaban agarrando, y el abrasilerado y yo cargábamos con todo el peso. Llegó un punto en que, cuando veíamos que aquellos iban a ponerse a discutir, con el hombre este nos hacíamos a un lado; para que así no se nos cayera semejante peso encima.
Finalmente después de tantas discusiones, idas y venidas, pudimos sacar el susodicho bártulo al mundo exterior. Después que mi abuelo le afirmó y le recontra afirmó a mi padre, que un objeto de aquellas características, con esa masa y ese ángulo recto, había que inclinarlo unos ciento veinte grados en forma oblicua para poder sacarlo por la puerta. Mi abuelo siempre había sido un fanático de las matemáticas. Mientras que a mi padre se le daban bien; pero no se podía decir que fuese un fanático de ellas. Lo suyo era la música. Pero dadas las «circunstancias hogareñas», no había tenido mucho apoyo para seguir adelante con sus metas. Por ende tuvo que optar por una carrera más «convencional». Igualmente él nunca dejó la música. O mejor dicho: la música nunca lo dejó a él. Así que como pudo, y cuando pudo, siguió haciendo lo que mejor sabía y disfrutaba: tocar y tocar. Horas y horas. Pero a pesar de sus esfuerzos, todo aquello lo terminó por convertir en un ser resentido, frustrado, y con muchos demonios que lo atormentaron hasta el final de sus días. Fue un ser con el espíritu «quebrado» casi toda su vida.
Un rato más nos llevó subir aquel añoso mueble al auto y atarlo con firmeza a la vaca. No fuese a ser cosa que por el camino agarrásemos un pozo, y aquello saliese volando y terminara quién sabe dónde. Montevideo nunca se ha caracterizado por ser una belleza en cuanto al buen estado de sus calles y veredas. Atamos todo muy bien, y luego llegó la hora de despedirse. – Rodrigo. Despedite de tu abuelo y de Leoncio que nos vamos – me dijo papá. Mientras yo hacía eso, el abuelo, un poco sarcástico, pero también un poco en serio, le respondió a mi viejo: - ¿Ya se van? Ni un mate te tomaste -. – Si no me ofrecés…– le expresó el otro un poco cansado y casi sin mirarlo. Entonces el abuelo arremetió otra vez. – A ver si vienen un día por casa a comer un asado. O a pasar un rato; a conversar. Nada más. Con tu madre siempre nos preguntamos por qué no vienen nunca con tu mujer y los chiquilines -. Entonces mi padre comenzó a tomar presión y se despachó: – Mira papá, ¿por qué no vienen ustedes algún día a casa para variar? Hace tiempo que no los vemos por aquellos lares -. - ¡Estás loco vos! –, dijo el abuelo. - Aquel barrio es peligrosísimo. Está lleno de malandros. Yo no me voy a ir a meter ahí; ¡ni loco! Y menos en auto. Y ya sabés que tu madre es aún peor. Ni en pedo la llevás a ese tugurio en donde viven -.
Ya cuando el viejo aquel pronunció la palabra «tugurio», vi que la cara de mi padre se transfiguró por completo. Quedó colorado como un tomate. Lo que le respondió a mi abuelo, aquella escena, me quedó grabada en la memoria por el resto de mis días: - Escuchame una cosa. Pero quiero que me escuches con muchísima atención, viejo de mierda -. En esas últimas tres palabras se afirmó con todo. A esa altura papá ya estaba desencajado. La vena de la cien se le había saltado por completo. Leoncio hizo el ademán de despedirse, porque sabía lo que se venía; pero no fue lo suficientemente rápido. Entonces papá se adelantó hasta casi quedar nariz con nariz con el abuelo, y ahí nomás, explotó: - Si mi familia y yo estamos viviendo en «ese tugurio», como vos acabas de decir, no es porque yo no haya hecho todo lo posible por no tenerlos ahí. Más que me he roto el culo por darles lo mejor. A mi mujer y mis dos hijos. Pero el problema acá es que vos y mamá no fueron lo suficientemente cuerdos como para darse cuenta que, primero, traer hijos a este mundo es toda una osadía, y segundo, a este país. Porque además si vos me hubieses dado una mano con mis estudios universitarios, yo ya podría haberlos terminado hace mucho tiempo. ¡Pero no! No solo no me apoyaste con la música. Porque decías, y seguís afirmando, que me voy a morir de hambre haciendo eso. Sino que tampoco me apoyaste con lo que casi me obligas a estudiar. Aún me acuerdo del día que llegué a casa contento; dichoso que había terminado el liceo, después de salvar el último examen de bachillerato. En vez de darme un abrazo,  me diste una palmada en el hombro y me dijiste: «Hasta acá te ayudo. Ahora ya sos grande y te podés valer por vos mismo». Ojalá te atragantes con esa bombilla, o te quemes la lengua; o que se te atore alguno de esos chorizos secos que te comés a escondidas con este otro viejo recalcitrante -. Porque además sos cagón; te comes eso acá, a escondidas de mamá, porque donde te pesque sabiendo los problemas al corazón que tenés, te asesina -.
Cuando el casero escuchó ser nombrado, finalmente despertó del letargo en el que estaba. Seguro le llegó un soplo de aire al cerebro. Porque durante todo el rato anterior había estado durito como una estatua siguiendo la alocución de mi padre. Pero cuando escuchó tal ofensa hacia su persona, se animó otra vez. – ¡A mí déjeme afuera de todo este embrollo, Ernesto! Yo no tengo nada que ver -. - ¡Callate! - le gritó con tal fuerza papá, que creo que al viejo se le movieron algunos pelos de su blanca cabeza.
Finalmente mi padre me agarró del brazo y me metió de apuro en el auto. Ya se estaba por sentar cuando se incorporó otra vez, y mirándolo directamente a los ojos a su padre, que después de tanta verborragia había quedado petrificado, le dijo: – Espero no tener que verte nunca más en mi vida. Me escuchaste ¿no? ¡Nunca más! -. Se metió al coche y cerró la puerta con tanta fuerza que casi se queda con el pestillo en la mano. Encendió el vehículo y dio una marcha atrás que dejó los surcos de las ruedas en el camino de tierra. Una maniobra digna de una película de acción.
La verdad es que a esa altura mi cabeza daba vueltas y vueltas. Lo que había ocurrido hacía unos instantes, para mí, aún no se había terminado. Las voces seguían resonando claras en mi cabeza. Los gritos. Todo.
Si bien mi padre había dejado claro sus argumentos, yo a mis escasos diez años me preguntaba el porque de todo aquello. ¿Cómo un padre podía forzar la relación con su hijo hasta alcanzar aquel punto? ¿¡Cómo un padre podía hacerle eso a un hijo!? No apoyarlo en lo que este quisiese hacer con su vida. Fuese músico, médico, arquitecto, o carpintero. E incluso obligándolo a elegir un camino que obviamente no deseaba recorrer; pero a su vez, habiéndose el otro resignado a tomarlo y transitarlo, tampoco brindarle su ayuda con eso.
Yo miraba a mi padre que iba afirmado con fuerza al volante; lo tenía tan apretado que tenía las manos rojas. El que lo mirara diría que tenía miedo que se le escapase de las manos, y saliera volando por la ventana. Toda su cara estaba roja. En eso veo que pone la señal de «baliza». Se hizo a un costado de la calle y paró el auto. Cuando me di cuenta me estaba mirando, y las lágrimas le corrían por sus mejillas.  Carraspeó la voz y me dijo – Rodrigo, ¿vos crees que yo soy un buen padre? Decime la verdad,  ¿lo crees? -. Yo creía que le iba a venir un paro cardíaco ahí mismo. Entonces agarró y se tapó la cara con las manos y empezó a llorar con más fuerza. Me acerqué un poco más a él. Al principio tenía miedo de tocarlo. No sabía cómo reaccionar. Pero al final le retiré una de sus manos del rostro, y le dije: - Papá. No llores más por favor. Ya está, ya pasó. Todo va a estar bien. Te lo prometo –, le dije para poder calmarlo un poco. Mi viejo me miró, y casi de inmediato me abrazó. Sentí el latido de su corazón; parecía que se le iba a salir del pecho. Y sin dejar de abrazarme, le dije: - Papá. Vos no sos un buen padre. ¡Sos el mejor padre! Sos el mejor padre que yo podría tener. Yo sé que vos pensás que porque sos hijos del abuelo vas a terminar siendo lo mismo que él; que estás condenado a ese futuro. Pero te equivocas. Vos sos cien veces mejor que él. Siempre nos has apoyado… -. No terminé la frase, cuando mi voz se empezó a quebrar y me puse a llorar yo también. Ahora éramos los dos.
No sé cuánto tiempo estuvimos abrazados. Un minuto, cinco; una eternidad. No sé. Pero de a poco nos fuimos tranquilizando, y cuando nos soltamos, nos reímos un poco. Mi padre parecía haberse liberado de una carga muy pesada. Una carga que lo acompañaba desde hacía muchos años. Aún más pesada que el escritorio que llevábamos en el techo del auto. Y justo ahí lo miré a mi padre, y este pareció quedarse en blanco. Ni se fijó si venía algún auto atrás cuando se bajó impetuosamente y comenzó a desatar el mueble; con tanta furia y tan frenético, que algunos transeúntes que pasaban se paraban a mirar qué estaba haciendo aquel hombre. Cuando terminó, con todas sus fuerzas tiró el armatoste para abajo, y ahí quedó. Papá volvió a subir al auto y me dijo: - El que quiera que se lo lleve. Yo a ustedes les compro un escritorio nuevo -. Sacó la señal de baliza, me miró y me dijo: - ¿Querés ir a comer un helado? -. No tuve que pensarlo dos veces. – Dale – le dije secándome un poco las lágrimas de las mejillas con la mano. Aceleró y nos fuimos volando de ahí.
A veces para seguir adelante con nuestras vidas, debemos enfrentar nuestros mayores y más profundos temores. Retarlos sin importar las consecuencias. Porque al final estos se terminarán por convertir en una pesada carga; una mochila que llevamos en nuestras espaldas, y que no nos dejará seguir adelante. O un escritorio; como en este caso. Octubre de 2016
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joaquimrubensfontes · 7 years
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Tirolesa
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       Além de maior produtor de café, seu Procópio tinha muitas terras e gado para não acabar mais, com cinco empregados para ajudar na fazenda. Mas quem despertava a admiração era sua esposa, dona Regina Vitória. Montada na Tirolesa, uma alazã de sangue árabe, olhos vermelho-escuros como botões de rosa e que marchava com a harmonia de uma bailarina, balançando a crina alourada e comprida, reconhecida onde quer que chegasse. Nas festas da paróquia ou de alguma família, dona Regina era presença destacada, esbanjando charme e nobreza. Apesar dos cinquenta anos, quem a visse galopando pelas estradas se encantava com os cabelos louros, derramados nos ombros, os olhos amarronzados, o corpo esguio e a elegância na sela. Tinha carisma. Por mais de vinte anos foi admirada e querida. Ela e a Tirolesa, a inseparável companheira.
        Mas nem todo dinheiro da família foi bastante para livrar de um enfarte o coronel Procópio, dois dias aos cuidados do médico e um velório concorrido, chegando a encher a matriz. Muitos acompanhantes se mostravam tristes pela perda do chefe.
         ─ Foi o melhor prefeito da cidade. Sem ele, agora, não sei quem a gente vai pôr no lugar.
        Em casa, o bastão foi para dona Regina, que ficou tocando os negócios e cuidando de tudo, inclusive do filho, que tentava fazer participar dos assuntos da fazenda. Só que o Zico, mal entrado nos vinte e quatro anos, tinha outros interesses, como o time de futebol da cidade, onde jogava, e a noiva que, segundo as próprias palavras, era muito bonita.  Dureza mesmo não queria não.
        Nada, porém, fazia medo a dona Regina. No lombo de sua égua, correndo pelo campo, topava qualquer parada. Cuidava da plantação do milho, da colheita do café, e ficava de cima dos vaqueiros para tirar o leite, vacinar o gado e trocar parte do rebanho para um pasto melhor. E ainda arranjava tempo para organizar as festas da paróquia, fazendo a alegria do vigário.
        Tanto trabalhava a mãe quanto mandriava o filho, sempre com alguma coisa para fazer na cidade, ou em Viçosa, oito léguas adiante, onde tinha os negócios, antigos companheiros e uma noiva, a Belinha.
        O azar do Zico chegou quando teve de voltar às pressas de uma viagem, para cuidar da mãe, com um tumor no fígado, que não podia ser operado. Sua vida, a partir de então, entrou numa roda viva, tendo de cuidar da paciente, olhar a fazenda, tratar dos negócios e ver tudo, inclusive o Montanhês, seu time do coração, com as despesas atrasadas. Felizmente o período foi curto, que a doença respeitou a querida senhora, não maltratando muito, antes de mandá-la ao encontro do coronel.
        De repente, o rapaz se via o dono da fazenda, que não gostava, e menos ainda de vagar sozinho por aquelas pradarias, sem os companheiros e as mulheres das farras. Decidiu casar-se, já que não precisava mais da licença de ninguém.
        Pouca gente foi ao casamento, realizado em Viçosa, e o povo só foi conhecer a noiva no Natal, quando apareceu ao lado do marido, patrono da festa. Muito elegante, de vestido vermelho bastante generoso, em cima da Tirolesa, lembrando a pose da velha dona Regina. A Tirolesa é que parecia sentir a idade ou a perda da antiga dona, sem a velha estampa e marchando um tanto caída.
         E foi lá mesmo, na festa de Natal, que seu Zequinha viu a nova vizinha e, como a maioria dos homens, caiu de paixão por ela. Seu Zequinha era um modesto sitiante, com uma vendinha na barra do Casca, onde criava uma família, com a mulher, alguns anos mais velha e bem gasta pelos trabalhos de casa e dos seis filhos, que cresciam soltos pelo terreiro. Visto de mais perto, seu Zequinha parecia ainda mais baixo, moreno tostado de sol, cabelos grisalhos e olhos negros e perspicazes. De posses limitadas, sempre precisara economizar para manter a família, sendo chamado pelos amigos de Mão de Samambaia.
        Nem deu para ver direito a dona Belisa, ocupada o tempo todo em ajudar na festa. Só pôde ver mesmo na véspera de São Sebastião, que a cidade comemorava com muitos fogos. Conheceu,  teve oportunidade de falar com ela e apresentar dona Francisca. Foi um encontro rápido, mas que o deixou de cabeça ainda mais virada. Aquilo sim é que era mulher, capaz de fazer a felicidade de um homem, não aquela lata de azeite enferrujada que tinha na cama e só servia para parir. Enlouqueceu de vez.
        Conversando depois com o Zico no salão paroquial, falaram do café, do gado e dos negócios, e ficou sabendo da viagem dele a Viçosa, na terça-feira, dois dias depois, devendo passar umas duas ou três noites em casa da sogra.
        ─ Sempre leva e família, para matar as saudades?
         ─ Não, não. Desta vez não vai dar para levar não. Belinha vai ficar cuidando da fazenda.
        Era tudo que precisava para a cabeça de seu Zequinha entrar em parafuso de vez. Imediatamente pôs-se a maquinar uma forma de encontrar a mulher sozinha, aborrecida com a solidão e pronta a aceitar qualquer proposta. Com a cabeça a mil, foi preparando tudo.
       Eram perto de dez horas, na terça-feira, quando o Zico passou, montado no seu alazão, e fez uma paradinha à porta da venda, para trocar uma palavrinha, ganhar um copo d’água e confirmar o destino da viagem.
       ─ Fico por lá amanhã e volto na quinta-feira, se der para resolver tudo.
       Foi difícil ao vendeiro ter paciência para almoçar e esperar ainda um pouco, antes de inventar a viagem à cidade, para comprar mais dois sacos de arroz, que estava acabando.
        ─ E como é que vai trazer isso, homem? O Tomires vai aguentar?
       ─ Deixo pago, seu Oscar manda trazer amanhã.
       Enganar a mulher foi fácil e até os filhos, que nem falaram em acompanhar. O problema era ter de sair para a esquerda, se a cidade ficava para o outro lado.
        ─ Ninguém tem nada que ver não. Quiser aborrecer depois, invento uma desculpa.
       Menos de uma légua, fez num instante. Foi chegando, amarrando o animal perto da cocheira e tocando à porta, que dona Belisa atendeu da janela, pedindo um tempinho, que estava muito à vontade.
        ─ Cadê nosso craque, o Zico? Vim resolver o negócio dos animais com ele.
         ─ Ah, pois é! Que pena! Saiu ainda agorinha para Viçosa.
        Estava no manual, era tudo que esperava que acontecesse.
         ─ Foi sozinho? Deixando a joia dele para trás. Muito corajoso!
        ─ Foi. Muito longe para levar junto.
       ─ Mas na égua bonita, não ia cansar não.
       ─ Pois é! Podia ir nela. Senhor conhece?
         ─ Quem não conhece a Tirolesa, a rainha desses pastos todos?
         ─ Então o senhor também gosta dela?
         ─ Uma joia! Vale muito. Quando quiser vender, pode lembrar de mim.
        Era exatamente o rumo que desejava dar à conversa. O próximo passo, mais arriscado, era propor o cruzamento dos animais, e, no entusiasmo do momento, tentar a cantada. Tinha certeza de que a mulher não iria resistir.     
      ─ Não sei. Era da mãe dele, acho que vai querer se desfazer dela.
      ─ Podia tirar uma cria, então? Com o Tomires, ia sair uma coisa muito boa.
      Enquanto a dona Belisa se ajeitava no banco, seu Zequinha dava asas à imaginação, jamais pensara que iria ser tão fácil.
      ─ Verdade. Como uma mulher bonita como a senhora. Vai ter uns meninos bonitos também, questão só de querer. O que é que acha de pensar num caso...
      Ainda falava, quando ouviu passos na escada e, a seguir, viu aparecer o Zico, muito suado, surpreso pela presença do vizinho.
      Dizem que o diabo é muito feio, não sei, acho que a questão é onde se dá o encontro. Perdido naquele mundão, sem a garrucha, nem saber como sair dali, seu Zequinha ficou alguns centímetros mais baixo, encurvado no assento, com os olhos cercados de rugas e suava dentro do terno de brim cáqui e das botinas apertadas. Tivesse fé, até faria uma promessa a algum santo de plantão para tirá-lo daquela enrascada, mas os santos não entendem de gado nem gostam de fazenda.
        Depois de contar porque desistira da viagem a Viçosa, ao saber do jogo no domingo e que iria ter de treinar no dia seguinte, Zico perguntou a razão da visita do seu Zequinha, que pouco antes deixara tão ocupado na venda.
         ─ Pois é! Vim ver seu gado, saber se a gente pode fazer algum negócio.
        Não colou. O Zico não acreditou.
        – Que negócio? Se viu que tinha ido viajar.
        Quem se intrometeu na conversa foi dona Belisa, muito convicta.
         ─ Pronto! Pois foi mesmo, homem. Seu Zequinha, conta para ele a proposta que o senhor me fez. Pode contar, que ele precisa saber.
       ─ Pois diga você mesmo, mulher! Está esperando o quê? Quero saber logo.
        Sem a garrucha, seu Zequinha sabia que estava perdido. O Tomires tinha ficado amarrado junto da cocheira, também sabia. Que nenhum santo ia querer fazer um milagre assim de oportunidade, só para proteger sua falta de vergonha, também sabia. Só não sabia mesmo era como chegar à cocheira, desamarrar o animal, montar e tocar, vencendo o Zico na corrida, e ainda esperar que o empregado fosse abrir a porteira, para sair sem levar muito chumbo no traseiro.
         ─ Bobagem dona. Teve nada importante não. Esquece o que eu falei.
        ─ Ah! Mas o Zico também precisa saber a proposta que fez. Senão, vai pensar o quê?
        ─ Certo! Diga lá, quero segredo nenhum aqui em casa não.
        Convencida de sua força com o marido, Belinha justificou.
       ─ Ia fazer nada escondido  não, homem! Qual? Se é o marido que casei.
       ─ Está certa. Se ele te fez uma proposta, preciso saber, por que não?
       O terreiro da frente da fazenda tinha mais ou menos uns cem metros. A porteira era trancada com um cadeado muito grande e forte. O empregado não iria fazer nada sem as ordens do patrão, que nunca viajava sem a arma, balançando no coldre. Podia ocorrer alguma surpresa desagradável.
         ─ Falar para quê? Vai trazer constrangimento.
        ─ Ah, mas vou falar mesmo. Pronto! Não vou esconder nada de meu marido, do homem que eu amo.
        Devia amar mesmo, mas bem que podia começar a amar a partir de amanhã, não ia ter nada de mais.
         ─ Mas você não está vendo que ele não vai gostar, que vai...
         ─ Seu Zequinha propôs comprar a Tirolesa, diz que dá cem mil réis por ela!
        Falou de um jato, quase gritando.
        Aliviado pela mudança de direção da conversa e esquecido do encontro já marcado no céu com São Pedro, seu Zequinha criou alma nova e ganhou novo brilho nos olhos.
       ─ Pois falei mesmo! Falei e garanto. – Enfiando a mão direita no bolso, tirou uma nota de cem mil réis já bem amarfanhada, depositando na mesa – Falei e garanto, que está aqui o dinheiro!
        Mais tranquilo, Zico deu sua opinião.
         ─ E por que você não vende a égua, mulher? Cem mil réis é um bom dinheiro. A Tirolesa era muito boa com a mamãe, mas já está um pouco passada e, com esse dinheiro, você pode comprar outra mais nova.
        Fechado o negócio, seu Zequinha pegou a estrada de volta, até a serra, maldizendo a perda dos cem mil réis que dera à mulher do Zico e iam fazer muita falta no caixa da venda. Estava guardando para compra de uns sapatos melhores para a filharada, que agora ia ter de esperar mais um pouco. Foi, então, que lhe veio outra ideia, pensando em como chegar em casa com uma égua velha que todo o mundo sabia que estava morrendo, cheia de bicheiras no lombo e com o tornozelo quebrado. Ia ter de dar muita explicação à mulher e aos clientes da venda, contar o prejuízo tomado e sofrer a zoação deles.
        Aborrecido, desceu do animal para olhar de perto a pobre da eguinha que tinha tido muita distinção, mas agora não passava de um bicho agonizante. Olhou de um lado, olhou do outro, reparou nas gengivas, faltando alguns dentes, no rabo, puxou até a beirada da estrada. Retirou o cabresto. Passou-lhe a mão pelo pescoço. Pela cabeça, como que fazendo um carinho. E, de repente, com um empurrão, atirou-a pirambeira abaixo, vendo sua morte a cada volta.
        Chateado, depois, chorando o dinheiro perdido e a vergonha passada, voltou à sela, vendo ao alto formar-se o círculo dos urubus, que certamente comemoravam o próximo banquete.
                                                                                                  Rio, 28.09.17
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