#keanor m'kormona
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Isla pequeña, infierno grande.
Sesión I – 4º a 5º día de Vivei, 1108 de la 4º Era
Desde lo alto de la colina, mirando hacia la isla, Sanjo fue el primero en hablar. Era evidente que allí no había nada interesante. Más allá de la colina, un bosque cubría el cauce de un río, enmarcado entre la propia colina y una montaña escasamente más alta. Si había algo en la isla sería detrás de esa montaña.
– ¿Qué opinas de esas… ya sabes? –el parduense parecía evitar mencionar la palabra pasaní-- Es evidente que sus mochilas llevan bastante dinero y… no parece que lo hayan ganado honradamente.
Feanor evitaba, en la medida de lo posible, responder aunque no podía evitar pensar en cómo ambas pasaníes parecían ocultar algo y lo mucho que protegían sus mochilas. Durante el naufragio, mientras todos corrían hacia cubierta, ellas habían ido al camarote. Sin caer en las provocaciones de Sanjo, se esforzaba en atrapar cada detalle de la isla para, una vez vuelto al campamento, poder dibujárselo a sus compañeros. Poco después, con cierto aire de derrota por no haber hallado nada relevante y con la incipiente sospecha sobre dos de sus compañeras rondando la cabeza del elfo, ambos bajaban de vuelta al campamento.
En la playa, la hoguera encendida llenaba el aire de pescado asado. Rohan, al que sus amigos -y al parecer también sus compañeros de penuria en un naufragio- podían llamar Roru, y Jaiah, al que aquellos que conocían de verdad pero no aquellos entre los que se encontraba escondiéndose ahora llamaban Miriam habían regresado con agua suficiente para todos. Jovanka, nombre tapadera de Fabiola, tras organizar el campamento hasta hacerlo acogedor junto con la ilimana Naila tocaba ahora su fídula y canturreaba amenizando al personal. Nadie parecía haberse dado cuenta de que, desde poco antes de llegar Feanor y Sanjo, la ilimana no se encontraba ya entre ellos.
Las primeras preguntas casuales sobre Naila escalaron r��pidamente hasta una preocupación real por la desaparición de la ilimana. Jovanka comenzó a buscar su rastro, sabedora de los movimientos que ambas habían realizado durante la creación del campamento. No tardó demasiado en ver unas huellas que, bordeando la colina por el sur parecían ir hacia el bosque. La pasaní, visiblemente preocupada asumió el peso de su búsqueda y, acompañada de Onara y Feanor, que tras haber sido curado por ella se sentía en deuda, la acompañaron, alejándose del campamento. Los restantes miembros del grupo terminaban de asar, salar y desecar el pescado que Thalassia había conseguido arropados por los sonoros ronquidos de Roru, que necesitado de descanso, había caido dormido nada más terminar de cenar.
Poco antes de que el grupo de búsqueda llegase a la linde del bosque, un enorme destello, como el estallido de un rayo pero a ras de tierra y de color rojo brillante, centelleó tras la colina, a no más de media legua de su posición actual. La preocupación por el bienestar de Naila, aunque grande, no era mayor al miedo ante esa enorme descarga de energía. Y si alguien tenía una relación especial con el miedo era, sin duda, Feanor. Amparado en la promesa de volver con refuerzos, el arnaëri corrió como alma que lleva el diablo de vuelta al campamento mientras Jovanka y Onara se quedaban, escondidas en los primeros árboles, a la espera.
El destello había alarmado también a todos los que estaban aún despiertos en el campamento de la playa. Desconocedores de lo que podía haber pasado y tras una breve discusión sobre si debía ir o defender el campamento, comenzaron a planear una pírrica defensa, avanzando algunos palos en llamas y protegiendo los objetos valiosos -no más que las bolsas de las pasaníes en realidad- bajo el pequeño bote dado la vuelta. Aún tensos, vieron a Feanor correr hacia ellos, brazos en alto y cara descompuesta, avisando del estallido y pidiendo ayuda para lo que sus compañeras aún en la linde del bosque podrían tener que enfrentar en muy breve espacio de tiempo. Sanjo y Thalassia se alzaron rápidamente para acompañarlo de vuelta, algo que el elfo no parecía haber tenido en cuenta. Jaiah, por su parte, decidió esconderse en el campamento, preparada para saltar si algo amenazaba su hogar temporal o a su durmiente compañero.
Jovanka hizo un gesto a Onara, creía haber oído cascos de caballo en la distancia. Ahora ya no se escuchaba nada. Cuando Feanor, contra todo pronóstico y su propia intención, volvió con los refuerzos prometidos, el ruido de cascos era ya evidente para todos. Al menos cinco faroles se movían a gran velocidad entre los árboles, haciendo un semicírculo a su alrededor. Frente a ellos, un jinete ataviado con una capa de monta verde con capucha descubrió su rostro y se identificó como guardia del Puerto de Nica. Una tensa calma invadió al grupo; la idea original de haber acabado en una isla desierta se desvaneció, el pueblo se encontraba tras la montaña y habían acabado en la misma isla en la que pensaban recalar para un intercambio de suministros originalmente, por otro lado, el reciente evento no parecía quedar eclipsado por la buena noticia. Para acabar de tensar el ánimo del grupo, el guardia no parecía dispuesto en absoluto a hablar sobre la reciente explosión de luz que al parecer les había traído a él y sus hombres hasta este rincón de la isla. Aunque las cosas no pintaban del todo bien, la oferta del guardia de enviar un carro a recogerlos a la mañana siguiente sentó como un bálsamo en los oídos de los tensos naúfragos.
El campamento era lo suficientemente acogedor para, aún sin permitir olvidar los sucesos de la noche, permitir un sueño reparador. El grupo despertó al son de la flauta de Onara, desposeída de la necesidad del sueño por su mera fuerza de voluntad, con las primeras luces del día. La perspectiva de un carro recogiéndolos para llevarlos a la civilización hacía que el campamento ya no pareciese una prioridad y, tras quitar el bote de su labor estructural, Thalassia lo lanzó al agua con la intención de pescar algo más alejada de la costa. Jaiah y Sanjo, más por aburrimiento que por dotes de pesca, decidieron acompañarla; la pentapotamense se arrepentiría después de ello. Una vez desayunados, Roru y Feanor decidieron volver a dar una pequeña vuelta para buscar al caballo perdido a lomos de un poni convocado con las artes mágicas del enano. Aún sin encontrar su objetivo, fueron los primeros en divisar el carro que, tal y como les habían prometido, venía a recogerlos.
Mientras tanto, en la barca, mientras Thalassia maldecía a sus ruidosos compañeros por espantar con sus gritos a todos los peces de los alrededores, Sanjo había pescado un barril que parecía proceder de las bodegas del barco. Un vino, de buena calidad a juzgar por la opinión de parduense, que debía ser parte de la mercancía comercial del navío. Tras descorcharlo y darle un largo trago, ofreció a sus compañeras. Thalassia, más por cortesía que por gusto, dio un breve trago mientras que Jaiah, desconfiando de su compañero debido a su forma tan vaga de hablar de sí mismo, decidió que era mejor pecar de descortés que de poco precavida y con una excusa rehusó el barril. Porfiando sobre la calidad de los licores, Sanjo terminó por sacar de su bolsillo interior una petaca metálica y, tras lo que pareció un trago de media petaca, se la ofreció a la mediana. Esta vez, la pasaní decidió fingir que bebía y, empleando la lengua a modo de tapón, inclinó la cabeza hacia atrás con la petaca en la boca. Aún sin haber bebido, el aroma que desprendía el recipiente parecía ser capaz de entrar en combustión espontánea y Jaiah sintió como su lengua se dormía comenzando por la punta que había tocado el fogoso líquido. Las chanzas alcohólicas de Sanjo se vieron interrumpidas cuando vieron llegar el carro al campamento, volviendo -para desgracia de Thalassia- sin un solo pez en su haber.
Dos niqueños venían sentados en el pescante del largo carro de dos ejes que habían enviado a rescatarlos. El primero, alto y estilizado, quizá algo más delgado de lo que debería, iba vestido como una persona de relativo poder adquisitivo, quizá un mercader exitoso en otro tiempo. El segundo, aquel de hablaba más y que realmente parecía trabajar, era un hombre tosco y bajo, con piernas como robles y brazos a juego. Ambos se mostraban algo molestos pues, tras un viaje de cuatro horas para llegar hasta el improvisado campamento, les quedaba otro igual de largo de vuelta, lo que ya les aseguraba llegar tarde a comer.
Por suerte o por desgracia para ellos, el viaje trascurrió entre bromas, risas, músicas y cantos bien regado todo por el barril de vino que, a juzgar por los poderosos tragos del estibador del carro, satisfacía el gusto de todos los presentes. Jovanka notó pronto algo raro, su compañera estaba pálida y se contoneaba inestable en su asiento, con la vista perdida. Ella sabía que Jaiah no bebía, si bien era una especialista en fingir estar ebria para encajar en estas situaciones, había algo en su aspecto que no parecía fingido. En efecto, la mediana se encontraba mal, muy mal; nauseas y pérdida de foco en la visión, estaba claro que algo la había afectado, ¿pero qué?. No se fiaba en absoluto de Sanjo y su petaca, pero no tenía ninguna prueba de que hubiese sido él.
* * *
El antaño próspero Puerto de Nica, enclave comercial y parada casi obligada de los navíos mercantes de la zona occidental y central del Mar de la Grieta, lucía ahora casi abandonado. Los mohosos tablones que tapaban puertas y ventanas de la parte alta de la ciudad hablaban de la pérdida de importancia del puerto, del éxodo de sus gentes y de la caída en picado de su economía. Era el Puerto de Nica una versión lúgubre y desangelada de lo que una vez había sido. Los pocos habitantes que no habían partido a probar suerte en otras tierras eran aquellos que, alentados por un exacerbado patriotismo, consumían sus tardes en la apestosa taberna del puerto culpando de su mala vida a los comerciantes extranjeros y aquellos que, patriotas o no, eran demasiado poco pudientes para costearse un pasaje y ahora eran ya tan pobres como para pedir en unas calles en las que nadie tenía ni una sola moneda que ofrecer. Un pueblo pintoresco en otro momento, encaramado a la montaña y tocando el mar, casi vertical, que debía haber sido bonito de ver, llegado desde el mar en un barco mercante.
El grupo había llegado al Puerto de Nica pasada la hora de comer y los dueños del carro los habían dejado junto al puerto con órdenes claras de ir a Capitanía del Puerto a dar fe de su llegada. Allí tras las comprobaciones de rigor, su inscripción en el registro de visitantes y la prueba de solvencia para pervivir allí hasta el siguiente barco que pudiese recogerlos. Una vez acabada la burocracia, el enjuto escriba y el capitán de puerto les habían recomendado la casa de la Hija de la Vieja Giollia, una casa de huéspedes en una de las terrazas del pueblo que -con poco mérito por ser la única que quedaba abierta- tenía el honor de ser la mejor de la ciudad.
Giollia, una joven enfermiza de poco más de veinte años, huérfana al parecer de la Giollia original, les abrió la puerta y quedamente entusiasmada con su llegada, les ofreció acomodarse en tres habitaciones. Thalassia y Roru ocuparían una doble en el piso de arriba, junto a la triple ocupada por las dos pasaníes y Onara. En el piso de abajo, una habitación doble junto a la cocina serviría de alojamiento a Feanor y Sanjo. Giollia se disculpó por no tener comida, no esperaba huéspedes, y les conminó a dirigirse a la taberna del puerto de su parte, allí podrían comer algo a cuenta de la casa de huéspedes mientras ella buscaba qué prepararles para cenar a la noche y calentaba un baño para sus cansados y húmedos huesos de naúfragos.
La paupérrima casa en la que Giollia acogía a sus huéspedes podía parecer un pequeño palacio al lado de la taberna del puerto. Una taberna sin nombre, sin barra y sin más oferta que un claro y pasado guiso de nabo y pescado y una cerveza turbia, hedionda y con sabor a tierra pero más barata que lamer el propio suelo sin solar de un local que antaño había sido un mero almacén. Un tipo cojo y con el pelo blanco cuidaba el caldero mientras su hija servía las tres largas mesas con banco corrido que daban un lugar donde apoyar el codo y levantar la jarra a los estibadores del puerto que, antes de la puesta de sol, ya estaban sonoramente ebrios.
Sentándose al fondo del local, Sanjo, Jaiah, Jovanka, Feanor, Roru, Onara y Thalassia fueron servidos con presteza. Los estibadores locales no parecían especialmente contentos de verlos pero hubiera parecido que hacían fiestas a su paso en comparación con el radical cambio de ambiente cuando, atravesando la puerta unos minutos después de que terminasen de comer, apareció un nauta. Miradas de soslayo, esputos a su paso y maldiciones entre dientes parecían ir marcando su camino hasta la posición del grupo. Jaiah lo reconocía del barco, al parecer era el cocinero.
La noche anterior, los guardias en el bosque habían mencionado que dos supervivientes del barco habían llegado en un pequeño bote al puerto. Yanim, el cocinero que ahora se encontraba ante ellos era uno. El otro era Keanor, el primero de abordo, pero había desaparecido durante la mañana. Onara, incapaz de interesarse por la historia de los nautas, decidió marcharse, quería descansar, darse un baño y desconectar un poco de los últimos dos intensos días. El resto del grupo quedó escuchando como Yanim hablaba de un pueblo, Puerto de Nica, que se había vuelto hostil, con condiciones abusivas y comportamientos que habían obligado a la Flota a buscar nuevas rutas. Esta información, confirmó Thalassia, contrastaba con la idea que el estibador del carro de la mañana le había transmitido. Según él, según el conjunto de estibadores al parecer, los nautas habían sido los culpables del deterioro del pueblo, al haber abandonado sin motivo la ruta del Puerto de Nica.
Más allá de asuntos que aparentemente sólo tocaban lo mercantil, Yanim estaba preocupado por la desaparición de Keanor y, quizá incluso más, por la perspectiva de tener que pasar un mes en un territorio claramente hostil hacia su gente. El grupo se comprometió a investigar la desaparición del primero de abordo y quedó a disposición del cocinero, ofreciéndole apoyo y refugio si le resultaba necesario en el futuro.
Onara, que subía entre la niebla que a la tarde cubría el puerto hacia la casa de huéspedes, vio atónita como al sur de su posición, en la dirección en la que habían establecido el campamento, un nuevo destello rojo rompía el aire tal y como había ocurrido la noche anterior. Se quedó perpleja, mirando en la dirección del destello hasta que dos guardias la alcanzaron y comenzaron a interrogarla sobre lo que había visto. Pronto la monje descubrió que los guardias no desconocían el suceso, sólo querían saber hasta qué punto lo conocía ella. Tras una velada amenaza si indagaba, la acompañaron a su alojamiento. Quizá fuese el miedo o la prudencia, pero la haoku sintió que, a pesar de que ella dirigía el camino y no se salía ni un instante de la iluminada calle principal, los guardias trataban sutilmente de conducirla por las callejuelas y escaleras que atajaban por dentro del pueblo, mucho más oscuras, más aún envueltos en la niebla que parecía aumentar su densidad a cada instante.
Thalassia, que había salido algo antes, y el resto del grupo poco después llegaron de nuevo a la casa de huéspedes de Giollia. Los guardias que minutos antes habían escoltado a Onara se encontraban aún allí, rondando la puerta o apoyados en los muros de la terraza de la calle principal. No presentaban ninguna oposición, pero claramente los vigilaban. La sensación general de hostilidad llevó a los compañeros quizá a fijarse más en ellos; vestían la misma capa verde de monta que los jinetes de la noche anterior pero estos en la espalda llevaban bordado el escudo de la ciudad mientras que los otros no parecían portar identificación alguna.
Tras un cálido y reconfortante baño, una parca y poco reconfortante cena y una inquietante puesta en común de datos. Jaiah y Sanjo decidieron que saldrían a seguir, con todo el disimulo posible a los dos guardias; estaba claro que algo turbio envolvía sus actos. Tanto la pasaní como el parduense pudieron constatar, cuando ambos se encontraron en la puerta, que los dos sabían moverse sin ser vistos, ambos habían abandonado las partes más llamativas de sus ropajes y parecían ahora embutidos en ropa ajustada y de tonos oscuros. La nómada quedó sorprendida no ya de que el siempre dicharachero Sanjo estuviese en silencio, sino de que fuese tan sigiloso que ella misma lo perdió a la primera de cambio.
Jaiah consiguió seguir sin ser vista a la pareja de guardias hasta la pequeña fortaleza portuaria que les servía de cuartel. Uno de ellos parecía despedirse del otro y, al percatarse de que no los entendía, la pasaní hizo vale la aptitud que desde tiempo inmemorial había permitido a su pueblo entender cualquier lengua. Mágicamente comenzó a comprender a los guardias. Uno de ellos, visiblemente molesto, hablaba de su doble turno, al parecer tenía que ir a entregar algo a unos jinetes. El otro entró en el cuartel, su turno acababa ya y deseaba volver a casa. La mediana escaló los muros, esquivando a los pocos -y poco eficaces- guardias que custodiaban las entradas y el tejado y se deslizó hasta el interior. Allí pudo comprobar como el guardia informaba de todos ellos, en especial de Onara a su superior y éste, para desgracia del guardia, le entregaba algo y le mandaba a seguir a su compañero. Él también doblaba el turno.
Sin posibilidad de hacer mucho más en el interior del cuartel y sin tener a la vista calabozo o jaula alguna, en la que pensaba la pasaní que podrían haber encerrado a Keanor, decidió salir rápidamente por donde había entrado para seguir al guardia un poco más. Éste pronto se reunió con su compañero a la entrada del pueblo. Ambos estaban hablando sobre lo duro de doblar el turno, visiblemente preocupados por lo que sea que los estaba haciendo trabajar de más. Uno de ellos trataba de consolar al otro con la perspectiva del reconocimiento a su heroísmo, al estar implicados en… No había más. Tal y como su compresión de la lengua de Nica había venido, se fue. Su aptitud, aunque útil, era limitada y parecía haber terminado en el momento menos oportuno.
Jaiah maldecía su suerte, después de seguir al guardia se había quedado sin oír lo que probablemente era lo más interesante de toda su conversación. Algo más turbio aún de lo que habían imaginado parecía estar sucediendo en la isla y era bastante obvio que esos guardias lo sabían, al menos en parte. Pero no había más, no entendía nada de lo que decían. El ruido de un caballo conteniendo el galope la devolvió a la realidad. Un jinete encapuchado, sin emblema en la espalda, como los que sus compañeros le habían descrito, había alcanzado a los guardias visiblemente nervioso. Tras un bronco encontronazo, uno de los guardias le tendió una caja no mucho mayor que una mano humana, de hierro negro. El jinete la guardó bajo su capa y volvió a galope por donde había venido.
Jaiah se disponía a irse cuando uno de los guardias gritó algo en su dirección, apuntando entre la niebla con su lámpara. La habían descubierto. Sin embargo, antes siquiera de que pudiera plantearse qué acción tomar, la lámpara se estrelló contra el suelo, seguida de un ruido sordo. La sorprendida voz del otro guardia se convirtió rápidamente en un gorgoteo sangriento. La pasaní aguardó, temerosa de qué podría haberlo causado. La cara de Sanjo apareció ante la luz de la lámpara, apagándola de inmediato.
– Ven aquí, Miriam -dijo, llamándola por su verdadero nombre, que sabía que no había empleado en su presencia-, y ayúdame con esto. Te habían descubierto.
De entre las sombras, el parduense había salido y había rebanado el cuello de los dos guardias con movimientos quirúrgicos. Según confesó a Miriam mientras llenaban una de las capas de los guardias de piedras y la ataba a los cadáveres para hundirlos en el mar, su jefe, al que habían saqueado, lo había contratado para darles caza.
Si un asesino profesional se había decidido a desenmascararse y plantearse como mínimo una tregua sin pedir nada a cambio, pensó Miriam, es que la situación no sólo le parecía peligrosamente inquietante a ella.
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Los temores cumplidos.
Sesion V (Pt. 2) – 16º día de Vivei, 1108 de la 4ª Era
Los pasos tambaleantes de nuestros héroes evidenciaban los días pasados en el mar. Caminando sin un rumbo fijo durante los primeros segundos en los que sus pies tocaban los tablones del puerto comercial de Benamita, todos aprovechaban para estirar sus músculos o hacer crujir sus articulaciones. Atrás quedaba la tensión de viajar con aquellos que habían sido sus enemigos en la isla de Nica y que, a pesar de haber cumplido escrupulosamente su palabra, no habían hecho ni el más mínimo esfuerzo por suavizar sus relaciones durante la travesía.
Las casi inagotables posibilidades de una gran urbe como Benamita llenaban al grupo de una suerte de optimismo contenido que parecía filtrarse en sus pulmones con cada bocanada de aire, tapando así los olores propios del puerto y amortiguando los incesantes grupos de marinos, mercaderes y guardias de la ciudad.
Yanim y Keanor se miraban entre ellos sin hablar. El que hubiese sido primero de abordo del Kormora aclaró su garganta y fue el primero en dirigirse al grupo. Pareciera que tras apenas dos minutos en tierra firme, su cuerpo pedía volver al mar. Deshaciéndose en elogios hacia sus compañeros de viaje, sin olvidar que les debía la vida y con promesas de volver a verse cuando las mareas fuesen favorables, Keanor y su compañero se despidieron. Buscarían un barco de bandera nauta y volverían al lugar al que siempre habían pertenecido. Thalassia, interesada también en la vida marítima, había propuesto acompañarlos pero no había sitio para ella en la aventura de unos nautas.
La pentapotamense, entonces, acompañada de Argus y Jano decidieron que buscarían un nuevo barco en el que prestar servicio. El joven parduense veía en esta posibilidad una forma de acercarse hacia Genista, contraviniendo las órdenes claras de la Caballería Negra, para intentar rescatar a Dorota. Argus, aparentemente carente de cualquier motivación y de casi todo impulso intelectual, se dejaba arrastrar con facilidad y podía aportar sus buenas dotes físicas para resultar en una contratación más sencilla ante las extenuantes labores de un navío.
El resto del grupo, convencidos por Roru de la importancia de la misión de la ilimana, procedían a escoltarla hacia Capitanía del Puerto. Debían ponerla en contacto con alguien de autoridad suficiente para que completase su cometido. Luego buscarían que hacer, por supuesto, ellos también querían seguir viajando, pero lo primero era, sin duda, favorecer lo que podía ser un importante tratado comercial.
Los enormes incensarios que colgaban del techo abovedado de la sala principal de Capitanía del Puerto cumplían eficientemente con su labor. El olor a salitre y sudor de marino quedaban totalmente enmascarado con las fragancias de los inciensos traídos desde más allá del Hama. Un puerto comercial con la afluencia de el de Benamita resultaba ser, y así lo descubrieron nada más entrar, una pesadilla administrativa. Las colas de mercaderes y capitanes de navío para hablar con los registradores y otros burócratas zigzagueaban por el interior de la gran sala mientras que escribas auxiliares corrían de un lado a otro con libros y rollo de pergamino, interrumpidos constantemente por los impacientes visitantes. Les costó casi una hora llegar hasta la burócrata que finalmente los atendió; su mirada hacia Naila, mezcla de incertidumbre y pavor, reflejaba dos cosas: primero, que había entendido perfectamente la situación y, segundo, que la situación superaba amplísimamente sus atribuciones. Una vez sobrepuesta a la sorpresa inicial, la mujer los condujo hacia una salita de espera donde pudiesen aguardar a alguien de mayor rango.
Jano miraba a sus dos compañeros poniendo su más amable cara. Thalassia y Argus, aún sin culparle, le miraban con frialdad. Los tres habían sido rechazados en varios barcos, ora porque Jano había hablado de más, ora porque su escuálida figura parecía incapacitarle para labores de seguridad, ora por cualquier otro motivo que parecía siembre recaer en la esfera del joven pescador. Los tres se dirigían ahora, en un último intento, hacia el mayor de los barcos atracados, un enorme carguero que se mantenía a una distancia prudencial del puerto, probablemente temeroso de encallar si se internaba más, mientras dos barcazas auxiliares cargaban y descargaban mercancías desde sus bodegas. Jano se acercó y se presentó ante el hombre que parecía gestionar todo aquel despliegue. Poco esperanzados, Argus y Thalassia se acercaron tras él, constatando que sin su capacidad para hablar la lengua parduense, ni siquiera habrían conseguido ser rechazados en los barcos anteriores.
En Capitanía del Puerto, dos hombres habían llegado ya a la sala en la que el grupo esperaba. Uno más joven, que respondía al nombre de Ander Azpirenantua, estaba hablando con un impecable almuzalif con la ilimana mientras el mayor, Jano de Lobo del Alto agradecía al grupo su labor. Lobo del Alto era, y así lo había dejado claro ante todos su asistente e intérprete Ander nada más llegar, el mismísimo Condestable de la Reina Belnamé. Si quedaba alguna duda sobre la historia de la ilimana, había sido despejada. El condestable, hombre recio y algo seco –de costumbres trasmontanas, se diría– pero afable en el trato acompañó al grupo al exterior; un enorme carro, lujoso y resistente, escoltado por seis miembro de la guardia pretoriana de la reina, esperaba en la puerta. Tras aclarar con él que no acompañarían más a la ilimana, Lobo del Alto obsequió a cada uno con una caja con veinte piezas de oro en pago por su servicio. Onara rechazó el pago, considerando que la recompensa de una buena acción es la buena acción en sí misma, ante la atónita mirada de Miriam y Fabiola que, con sólo un vistazo habían podido constatar que cada pequeña caja, de impecable factura, podía valer casi tanto como su contenido. Ander y Naila salían poco después de Capitanía del Puerto y, tras despedirse y agradecer a los presentes, se montaban en el carro y partían rumbo al norte.
Para sorpresa de sus dos acompañantes, Jano había conseguido la atención del jefe de logística del Lobo Ártico. Si bien él no tenía potestad para las contrataciones, habían convenido volver al día siguiente para hablar con la jefa de contratación. Jano no disimulaba una sonrisita de superioridad mientras los tres se encaminaban hacia Capitanía para reunirse con sus compañeros. No tardaron en verlos en la plaza, justo ante la puerta de capitanía, Roru y Onara miraban hacia el norte, Miriam y Fabiola hacían un pequeño corro y parecían mirar algo entre ellas.
Apenas se habían reunido todos, poniendo en común lo sucedido y tratando de decidir qué hacer a continuación, si sus caminos se separarían allí o seguirían juntos un tiempo más cuando todos los muchos presentes en la plaza miraron al unísono hacia el norte. Un cegador destello rojizo parecía presagiar un amanecer al norte de la plaza y la multitud mostraba su sorpresa, su miedo o su curiosidad por ello. Nuestros héroes, no obstante no podían sentir más que terror. Habían reconocido perfectamente ese brillo y habían atado cabos rápidamente. Una explosión desintegradora más que traía hasta ellos los fantasmas que creían haber dejado atrás en el Puerto de Nica. Habían atacado al carro en el que su hasta hace poco compañera viajaba acompañada del condestable de la reina a reunirse con ésta misma.
Onara, impelida por su propio honor y queriendo ayudar echó a correr hacia el lugar de la explosión. Thalassia y Jano la siguieron poco después. Entendían los riesgos de ir hacia donde había ocurrido, todos les habían visto llegar con la ilimana y no sería descabellado pensar que los culparían. Onara no parecía dar importancia a algo así así que se apresuraron a alcanzarla para intentar explicar lo sucedido a quien quisiese escuchar.
Fabiola, Miriam, Roru y Argus se habían quedado quietos en el mismo lugar en el que estaban. Las campanas de alarma que comenzaron a extenderse por el puerto primero y la ciudad después los sacó rápidamente de su ensimismamiento. Las fuerzas de seguridad de la ciudad estaban comenzando a moverse y los cuatro, con sus cuatro vidas y sus distintos motivos, sabían que en una situación así, que la guardia te atrapase no solía acabar bien. Ellos no eran culpables de nada, pero si un atentado así se había producido, probablemente ya estarían muertos para cuando se despejasen las dudas sobre su inocencia. Evitando los controles y bloqueos que empezaban a cercar la enorme plaza del puerto, huyeron ciudad a dentro.
Onara se dio de bruces con un bloqueo militar. No era la guardia de la ciudad, era el ejército real. Con carros artillados, muros de escudos y asaeteando sin ningún miramiento a cualquiera que avanzase hacia ellos, civil o no, estaban creando un perímetro alrededor del lugar de la explosión. Más allá de los civiles muertos y los muchos heridos que parecían deambular de aquí para allá aún en shock, los guardias de la ciudad que habían llegado a la zona intentaban ayudar sin mucho éxito y encauzar a los civiles hacia una zona más segura.
El Madroño Centenario, una pequeña posada distribuida a lo largo de cuatro pisos pero con una planta minúscula se alzaba seis calles más allá de la ahora bloqueada plaza del puerto. Un semielfo de aspecto formal dio la bienvenida al grupo y les informó del precio de las habitaciones. Las campanas de alarma que sonaban de fondo y la cara de tensión de los cuatro nuevos huéspedes evidenciaban que huían de algo; el semielfo, no obstante, cogió la bolsa que Miriam le tendió y, tras constatar que casi triplicaba el precio convenido, decidió que prefería no hacer preguntas. En el piso más alto, Roru y Argus compartieron una habitación mientras que las pasaníes se quedaban con la otra. Desde la ventana de estas últimas podía verse el puerto. La escena era terrible.
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Una tumba sin nombre. Una ciudad vibrante.
Sesion V (Interludio) – 10º a 16º día de Vivei, 1108 de la 4ª Era
El cuerpo sin vida de Sanjo pendía torpemente agitado por el viento del puerto proyectando su sombra sobre las maderas del suelo como un macabro reloj de sol que marcaba las siguientes horas a su ejecución pública. Horas en las que el público congregado había ido desapareciendo de las inmediaciones. Durante los tres días siguientes, el pueblo parecería sumido en un estado de semi letargo, como si los sonidos sonasen más apagados y los colores brillasen menos. La muerte del asesino había aplacado la ira de muchos de los habitantes, pero también parecía haber apagado todo ánimo.
En esos tres días, Thalassia había hablado con Giannis, quien se había derrumbado ante ella reconociendo su malestar por haber ejecutado al prisionero. La pentapotamense no podía evitar empatizar con él, había antepuesto su deber para con la paz social a su propio interés, ahora pagaba por ello y quizá pagaría siempre.
Tras varios intentos, suaves palabras y argumentos de peso, la diplomacia de Fabiola había conseguido que el capitán de la guardia soltase a Miriam. En principio, la mediana debía permanecer detenida hasta el momento de embarcar, pero Giannis había aceptado que saliese antes con su compañera. Quizá era un modo de intentar cerrar un capítulo, de intentar quedar a buenas con esos extranjeros que habían cambiado drásticamente el devenir de su pequeño pueblo.
También a lo largo de los tres días, Jano habría intentado convencer a su tía para salir de allí. La oferta de la Caballería Negra incluía un pasaje para todo aquel que sintiese que no podía seguir en el pueblo con seguridad. Jano quería que su tía embarcase pues era, según él, la mejor manera de que pudiese llegar a la metrópolis y recuperar a Dorota. Su tía Gnira había estado dando largas a las propuestas de Jano hasta que al tercer día confesó su cansancio. Ella, demasiado mayor para las aventuras y con una enfermedad avanzada a causa de las aguas de esta isla, se sentía incapaz de ir a buscarla, y pidió a su joven sobrino que fuese él en su lugar.
Habían transcurrido ya los tres días hasta la llegada del barco cuando sonó la campana del puerto. El grupo se encontraba en la casa de Giollia disfrutando de un banquete de celebración cocinado por Yanim. El nauta parecía tener muchas más dotes de cocinero de las que había demostrado en el barco.
Onara oyó las campanas desde la parte alta del pueblo. Ella no estaba presente en la comida, de costumbres ascetas, era poco amiga de los grandes banquetes. Había sentido, durante los últimos días, el peso de la falta de justicia. No había liberado a Sanjo y no se arrepentía de no haberlo hecho, pero eso no implicaba que le pareciese bien la forma en la que el parduense había terminado sus días. Mientras sonaban las campanas, Onara terminaba de escribir unos caracteres en haok sobre la lápida sin nombre bajo la que la guardia había enterrado al asesino.
* * *
Tras cuatro días en el barco, Jano, Thalassia, Roru, Fabiola, Miriam, Onara, Yanim y Naila, a los que en el momento de embarcar se habían unido los recién liberados Keanor y Argus, sufrían por las estrecheces y la falta de privacidad de sus aposentos, más habitación que prisión pese a no poder abandonarlos, del castillete de proa. Cuatro días antes, Ruffino Assante había tomado la Capitanía de Puerto en Nica y había dado orden a la tripulación del barco recién llegado de transportarlos a todos hasta el puerto de Benamita, cumpliendo así su palabra.
Naila había tenido tiempo de hablar con Roru, sentía cierto apego por el enano, quizá debido a que era el único capaz de comunicarse con ella en su lengua materna. Algo desesperada tras la muerte de su compañera en el naufragio, la ilimana confesó al enano su misión. Debía reunirse con la mismísima reina para establecer relaciones diplomáticas entre el Reino de Asima y el Califato de Almuz. Roru, sabedor de la importancia de algo así, se comprometió a ayudarla y lo comentó con el grupo.
Ahora el grupo al completo que había sido lanzado al mar dividido en dos botes que habían sido desplegados desde el barco que los traía, incapaz de acercarse a puerto, era recogido por un barco de patrulla de la ciudad.
Filiados en el propio barco, estarían exentos de pasar por Capitanía de Puerto una vez desembarcasen. En su trayecto hasta el puerto mercante de la ciudad, el grupo, situado en proa, podía contemplar la majestuosidad de Benamita.
La ciudad, reposada sobre el estuario de un río, se elevaba por las dos paredes de un valle y se extendía por la costa. Una de las mayores ciudades en este lado del río, Benamita servía de punto de intercambio marítimo para todo el norte del Mar de la Grieta. Una ciudad rica y ostentosa, con edificaciones en piedra en su mayoría, pintadas de vivos colores las de madera y con planchas de mármol de Arno cubriendo las paredes de los templos y las casas de los más acaudalados. Una ciudad rugiente de vida, llena de comerciantes, que en nada se parecía al pequeño pueblo del que venían.
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Ejecución pública de un asesino. La rendición de Nica (Parte II).
Sesión V (Pt. 1) – 9º a 10º día de Vivei, 1108 de la 4ª Era
Con no poco amor propio y aquejando de unos brazos quizá demasiado cortos para darse palmadas de reconocimiento en su propia espalda, Roru se recostó pesadamente en la silla, levantando levemente las patas delanteras mientras cruzaba los dedos de sus manos tras la cabeza con una amplísima sonrisa. Había llevado horas de duro trabajo mental, más duro aún teniendo en cuenta que las instalaciones del cuartel distaban mucho en higiene e iluminación de las bibliotecas que el enano acostumbraba a frecuentar pero al fin había dado con un diseño que, esperaba, podría implementar para utilizar como un arma arrojadiza los viales de desintegración.
Miriam, aún preocupada por las artes de Sanjo y su aparente facilidad para escapar de cualquiera que fuese su situación de captura, se dirigía por las oscuras calles secundarias del pueblo hacia el cuartel. No tenía muy claro qué iba a hacer una vez allí, pero sí sabía que se sentiría mejor si veía con sus propios ojos al parduense detrás de unos barrotes. Estaba llegando a la explanada del puerto cuando vio a Roru salir del cuartel dando voces. El enano bramaba, mientras lo echaban del interior, que bajo ningún concepto mezclasen el contenido de los dos tipos de viales. La mediana se dirigió hacia su compañero, el cuartel había cerrado ya sus puertas y dado que ella no podría entrar, quizá Roru podría calmar su ansia confirmándole que Sanjo aún se encontraba a buen recaudo.
No habían comenzado a hablar cuando los ruidos de cascos al galope hicieron que centraran su atención en las figuras que cabalgaban desde el otro extremo del puerto. Fabiola y Onara, con Naila y Keanor en las grupas de sus caballos, alcanzaron a sus compañeros con los caballos casi exhaustos y, cediendo las riendas sin casi mirar a quién las cogía, corrieron hacia el cuartel gritando que Ruffino Assante se dirigía al pueblo con una escolta de seis hombres armados. El nuevo capitán Giannis salió a las almenas visiblemente alarmado y dio orden de abrir de nuevo el cuartel y detener a Keanor y a Naila, sin tener en cuenta que hubiesen sido prisioneros de la Pferlieri Nera, eran dos elementos aún no controlados y debía centrarse en el acuciante problema que suponía la llegada de la Caballería Negra.
Con los dos prisioneros en sus celdas y el cuartel de nuevo cerrado, Giannis dio la orden a sus guardias de dirigirse a Capitanía del Puerto, donde tendría lugar la reunión. Onara, Fabiola, Miriam y Roru, aún presentes, fueron llamados a unirse a ellos y ayudar en caso de necesidad. El número de hombres en la escolta de Assante no respondía al azar, el capitán había elegido llevar tantos como guardias quedaban en la guarnición del pueblo. Giannis opinaba que si se producía un enfrentamiento, tener a los compañeros de su parte podía equilibrar la balanza. Todos se dirigieron hacia la mesa de Capitanía y activaron su aura de zona de verdad. Miriam, conocedora de sus talentos, decidió esperar encaramada a uno de los edificios frente al que alojaría la reunión. Fue la primera en ver llegar al destacamento de la Caballería Negra.
Assante, que había llegado descubierto y cabalgando al frente, esperó a descabalgar cuando sus hombres ya habían tomado posiciones fuera. Una vez asegurada la zona se dirigieron al interior. Giannis se encontraba sentado a la mesa, donde una vez había estado el escriba, y ante ella había sido dispuesta una silla para su interlocutor. Fabiola, en calidad de diplomática, esperaba en pie a un lado. Toda la estancia, aún iluminada con candiles, parecía recibir el brillo de la enorme runa que brillaba en el centro de la mesa con un tono blancuzco. Con todo el mundo reunido, Roru explicó brevemente el funcionamiento de la mesa y de la zona de verdad que proyectaba y pidió ayuda a Fabiola para realizar unas pequeñas comprobaciones; mediante unas preguntas de control quedó claramente demostrado cómo ante una verdad, la runa se iluminaba en amarillo brillante mientras que ante una mentira, la runa tomaba un tono más rojo y apagado.
Ante la mesa, Ruffino Assante confirmó sus intenciones tal y como habían sido transmitidas en la reunión anterior con Fabiola y Onara. Genista enviaría un barco para sacar de allí a los extranjeros y a cualquiera que temiese por su seguridad con destino a Benamita, en el Reino de Asima, a donde se dirigía originalmente el Kormora. Puerto de Nica no sufriría ninguna represalia. Él mismo asumiría la Capitanía del Puerto durante las dos semanas que les quedaban en la isla, siendo después sustituido por un gobernador civil. Onara estaba pensativa aún inquieta por unas palabras que había oido a Ruro y a las que aún no había prestado atención, saltándose cualquier tipo de protocolo decidió preguntar abiertamente: ¿Por qué Genista aceptaba liberar a una ilimana, representación clara del Califato de Almuz al que consideraban enemigo?
– Consideramos que, dadas las circunstancias –comenzó a responder Assante, paladeando cada palabra antes de pronunciarla, como si midiese perfectamente el significado de cada una de ellas–, la mejor manera de solucionar nuestro problema es permitir a la ilimana seguir su camino libremente.
Ante la expectación de todos los presentes, la runa de la mesa se iluminó en amarillo, confirmando la veracidad de las palabras del capitán. Aliviada por la respuesta, la monje pidió a Giannis las llaves del cuartel, su intención era ir a por los diarios y enviar el mensaje convenido. Giannis, tras aprovechar la presencia de la zona de verdad para asegurarse de que Onara no tenía intenciones ocultas, le facilitó las llaves. Él también quería acabar con todo esto cuanto antes.
Tan pronto como Onara cruzó la puerta del cuartel, Sanjo se dirigió a ella, implorando por su liberación ante lo que consideraba como una ejecución segura más basada en la necesidad de Giannis de calmar al pueblo que en la propia justicia. Ante la negativa de la monje, el asesino comenzó a incidir también en lo extraño de la liberación de Naila, que allí presente parecía no entender nada de lo que ambos hablaban. La decisión de Onara de ignorar a Sanjo hizo que éste comenzase a hablar más y más, intentando por cualquier medio atraer su atención. Hablaba de revelar la verdad, de contarlo todo, incluso sometiéndose a la mesa para probar que no mentía, si a cambio se le liberaba. Onara había terminado de escribir el mensaje en el diario y acababa de recibir respuesta en el otro, no podía entenderla, pero era la prueba de que el mensaje se había enviado. Cogiendo los diarios, Onara salió del cuartel para volver con los demás. Estaba ya cerrando la puerta cuando creyó oír a Sanjo gritar que iban a empezar una guerra.
Assante confirmó que el mensaje de respuesta era la confirmación de su plan. El barco llegaría en tres días. Manteniendo la corrección en todo momento, el capitán de la Caballería Negra se levantó y abandonó la reunión, seguido de sus hombres y llevándose consigo los diarios y los viales. Tan pronto como el barco llegase, él volvería para tomar posesión de Capitanía. Miriam vio cómo montaban en sus caballos y se alejaban de allí. En el interior aún había movimiento, Onara estaba discutiendo con Giannis sobre Sanjo, técnicamente el parduense estaba incluido en el acuerdo con Assante y podía salir de la isla en el barco, algo que el capitán de la guardia daba completamente por descartado. La mediana decidió que era el momento idóneo para infiltrarse en el cuartel; aún quería ver con sus propios ojos a Sanjo tras los barrotes.
Tras escalar la pared del cuartel y forzar la puerta de la azotea, Miriam había entrado y se había sentado desafiante pero cobardemente lejos ante la celda de Sanjo. El parduense no parecía ya tan altivo, a pesar de que Miriam le hacía ver que su misión de matarla prácticamente imposibilitaba que ella se pusiese de su lado, él seguía intentando convencerla de que le salvase tal y como antes había intentado convencer a Onara. La mediana tomó conciencia, Sanjo aún podía convencer a otro, quizá a un guardia, quizá a alguno de sus compañeros, y si lo hacía y escapaba ella nunca estaría a salvo. Se dirigió a por una ballesta y quedó apuntándole a través de los barrotes. No sabía si podría matarlo, aún acudía a su mente la muerte del guardia al que había cortado el cuello en el bosque cuando atacaba a sus compañeros, pero aún así se sentía mejor sabiendo que tenía la posibilidad.
Roru se dirigía al cuartel con Giannis y la guardia. Tras una fuerte discusión sobre la deriva dictatorial del nuevo capitán y su fijación con encerrar a todo el mundo, Giannis había aceptado liberar a Naila tras el ofrecimiento del enano de hacerse legalmente responsable de ella. Al abrir la puerta vieron la escena: Miriam estaba en la silla, la ballesta apoyada sobre el respaldo, apuntando a un Sanjo que, por primera vez, parecía transmitir verdadero miedo. Inmediatamente se dio la orden de detener a la mediana, que pasaría a ocupar la celda que la ilimana dejaba libre.
* * *
La luz de la mañana se filtraba por los visillos de la ventana de la cocina. Thalassia y Yanim desayunaban unas gachas calientes, recién sacadas de la olla que Giollia aún removía mientras canturreaba. Hablaban un poco de nada mientras esperaban a que sus compañeros despertasen. No tenían aún idea de lo que podía haber pasado la noche anterior pero dado que nadie los había despertado ni estaban muertos, podían suponer que las cosas habían ido bien. Jano, que compartía su sencillo optimismo, hizo aparición, entrando directamente por la puerta de atrás a la cocina. Quería enterarse de qué se había hablado la noche anterior pero, ante la ausencia de los que habían estado presentes, se aprovechó de la hospitalidad y las gachas de Giollia y se dispuso a esperar.
Todos los demás, con excepción de Miriam que en ese momento descubrieron que había sido detenida, fueron uniéndose al desayuno e informando de las buenas nuevas. Aún apuraban sus boles los más rezagados cuando el tañer de campanas anunció la próxima ejecución de un prisionero.
Aquellos que quisieron y pudieron dirigirse a la plaza del puerto; aquellos que al contrario que Thalassia no parecían preocupados por congregarse en gran número donde podían ser desintegrados; aquellos que no consideraban un signo de barbarie las ejecuciones públicas, aquellos vieron como un gran patíbulo había sido alzado sobre el cuartel durante la madrugada y como Sanjo era conducido hasta él, donde Giannis, que ejercería de verdugo como último método para la reafirmación de su poder, le pondría un velo negro y le ataría la soga alrededor del cuello. Aquellos que fueron a la plaza y tenían suficiente interés y buen oído para saberlo distinguir entre los clamores del público, aquellos pudieron oír las últimas palabras del reo de muerte que pretendía emplearse para calmar la ira del pueblo:
– Vais a iniciar una guerra.
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Ofrendas de paz. La rendición de Nica (Parte I).
Sesión IV – 8º a 9º día de Vivei, 1108 de la 4ª Era
Thalassia, visiblemente nerviosa, llegó corriendo a la Casa de la Hija de la Vieja Giollia. Su nula experiencia militar no era óbice para comprender que un emisario que aparece de la nada ante un puesto de guardia bien puede ser sustituido por un soldado que aparezca de la nada y en el mismo lugar si la estrategia a seguir así lo requiere. La Pferlieri Nera había elegido el camino de la diplomacia o al menos se había desviado hacia él después de una muy brusca y nada diplomática demostración de fuerza en el cuartel de la guardia que había causado la muerte a cuatro personas. Ella misma, si hubiese aceptado la proposición del fallecido Staffe de quedarse a custodiar a Feanor se hubiese contado entre esas bajas. Tragando saliva tratando de apartar ese pensamiento cruzó la desvencijada puerta de la casa.
Mientras la pentapotamense recuperaba el aliento apoyada en un mueble de la cocina, Giollia reunió a tantos miembros del grupo como pudo. Todos los recientes sucesos revestían importancia suficiente como para despertar a sus huéspedes a pesar de la insistencia de algunos –y por algunos uno bien puede entender Roshan Rumin– de no ser despertados. Con mejor o peor talante, además del enano, pronto Onara, Yanim, Fabiola y Miriam se encontraban reunidas alrededor de los rescoldos de la hoguera de la cocina; Giollia estaba visiblemente aliviada de haberlos encontrado ya despiertos. La ama había congregado también a Giannis y Argus, que no distaban mucho de la puerta delantera y estaban perfectamente enterados de lo sucedido en el cuartel y a Jano, el joven pescador, que había estado viendo trabajar a Roru y al que pensaba que era mejor tener allí y callado que en su casa y hablando con todo el mundo de lo que había contemplado.
A estas alturas, los ciudadanos del Puerto de Nica aún no era consciente de que el capitán de su guardia y el capitán de puerto habían fallecido, tampoco de las complicaciones que esto podía traer ni mucho menos de que en manos de las diez personas allí reunidas se encontraba la toma de las decisiones que supondrían el futuro del pueblo. Estaba claro que debían reunirse con los enviados de la Caballería Negra, aunque tan sólo fuese para averiguar cuánto sabían sobre la situación actual. No obstante no estaba claro nada más sobre los siguientes pasos a dar; Argus y Jano parecían ser los más preocupados por el bienestar de los niños en Genista si decidían seguir escalando el conflicto pero mientras que Jano intuía que sería mejor seguir con el plan algo más sutil del grupo, más enfocado a salir de allí para intentar salvarlos, el soldado parecía no querer dejar un solo enemigo con vida evitando así que pudiesen informar a la metrópolis de los problemas y dando a los niños más tiempo. Algo era obvio, por mucho que quisieran influir, no tenían ninguna capacidad de sacar a los niños del pueblo de su situación actual en el poco tiempo que tenían para decidir las líneas básicas de su discurso en la próxima reunión con sus rivales.
Durante el debate de los puntos a tratar con la Pferlieri Nerasalió a colación por parte de Argus y Giannis el tema de las pequeñas cajas que entregaban a los caballeros. El capitán Staffe los había enviado en ocasiones a recogerlas de manos del capitán de puerto y entregarlas en la entrada del pueblo a un emisario. Miriam había presenciado uno de esos intercambios tres noches atrás, cuando este conflicto que ahora amenazaba con engullir a todos los presentes en la isla no era más que un apagado rumor en las cabezas de los más precavidos. Esas cajas parecían importantes, parte fundamental de los experimentos que parecían estar llevando a cabo en la isla.
Onara, Fabiola y Jano, cansados de los debates interminables sobre qué, quién y cómo debían presentarse ante sus interlocutores al día siguiente, bajaron hasta Capitanía con intención de buscar esas cajas. Aún sin saber lo que eran, si la Caballería Negra las quería, era algo que debían conseguir para poder tener con qué negociar. Sin cejar en su búsqueda durante casi dos horas y aún a punto de sucumbir al sueño, al final dieron con el objeto de su búsqueda. En un pequeño doble fondo, escondido en el suelo bajo la cama en el cuarto que había pertenecido a Antanasio d’Orvana se encontraba una valija de cuero rígido cerrada con dos correas que aún mantenían restos del lacre que había asegurado su envío en los recovecos de las hebillas. Dentro quedaban aún dos de las cajas; pequeñas cajas de plomo con el escudo de Genista grabado en una de sus caras.
A pesar del miedo al posible resultado, Onara abrió una de ellas. Dentro dos pequeños viales de cristal se encontraban suspendidos en lana cardada que evitaba cualquier movimiento. Uno de ellos contenía un líquido transparente con un leve toque naranja, el otro, más pequeño, contenía un fluido viscoso y grisáceo que parecía reflejar la luz. Fabiola, observando su envoltura en plomo, decidió analizar su esencia mágica –por qué habrían de guardarlo en plomo si no– y constató un aura claramente perteneciente a las artes de la escuela de transmutación en ambos; la fuerza del primer vial resultaba abrumadora para ella. Decidieron que lo idóneo sería llevárselos a Roru para analizar, el enano era una suerte de erudito, al menos entre los miembros del grupo, en este tema; no en vano venía de estudiar en la prestigiosa Aishah al-Batum Ulaiffih cuando lo habían conocido.
El transmutador se encontraba ya acostado a su vuelta a la casa. Giannis y Thalassia hacían guardia en sus puertas, sabedores de que aquellos en cuyas manos se encontraba el destino de Puerto de Nica dormían dentro y, a pesar de que nadie parecía querer decirlo en alto, el lugar podría ser un objetivo estratégico vital para una nueva explosión. La ballenera había arrastrado hasta la puerta principal parte de la barricada que horas antes había montado más arriba, parecía una buena forma de mantenerse activa y despierta; ya había tomado la decisión de que esa noche ella no dormiría.
* * *
Roru despertó, después de haber sido despertado múltiples veces a pesar de sus indicaciones durante la noche, y comenzó a estudiar los viales que habían traído. En los intentos de sus compañeros de trastocar sus ordenados horarios de sueño, le habían comentado el descubrimiento de Fabiola y el enano sentía una enorme curiosidad por desentrañar los misterios de ese producto que, haciendo uso de las artes de su Escuela estaba produciendo tan increíbles resultados. Giollia había preparado una infusión que, si bien no podía decirse que estuviese buena, al menos templaba el cuerpo; algo que parecían agradecer por igual el estudioso enano y la cansada Thalassia, algo que también animaba aunque fuese levemente a Fabiola y Onara que habían sido designadas como emisarias y reconfortaba a la aún herida Miriam. Todos, en realidad, agradecían un desayuno caliente tras dormir hacinados en una casa de huéspedes que había tomado tintes de cuartel.
Mientras Fabiola y Onara se encaminaban al lugar del encuentro, Thalassia y Argus bajaban al cuartel de la guardia con intención de reunir a todos los guardias restantes. Debían informar a los que aún no lo sabían y debían coordinar una eventual defensa de la ciudad. Tan pronto como la pentapotamense presenció los ánimos con los que los guardias, no más de seis a estas alturas, se movían en el plano estratégico con la gracilidad de una gallina decapitada entendió que esa gente necesitaba tener un nuevo capitán a quién seguir, de lo contrario estaban condenados a caer –probablemente de manera tan ridícula como desorganizada– ante cualquier ataque. A pesar de las insinuaciones de Argus para que ella o alguien del grupo tomase el mando, la ballenera parecía tener claro que eso generaría más conflictos que soluciones; el nuevo capitán debía ser de Puerto de Nica y aunar los esfuerzos de la población para los más que posiblemente complicados días venideros. Thalassia convino encontrarse de nuevo con la guardia después, en Capitanía del Puerto, donde había una sala lo suficientemente amplia para tratar el tema con la dignidad debida; Argus mientras tanto terminaría de reunir a los que habían pasado las primeras horas de la mañana recuperando el sueño perdido.
En el bosque, las dos emisarias se acercaban a su destino. Poco antes, dos soldados de la Caballería Negra las habían registrado y tras constatar que no escondían ningún arma les habían hecho entrega de sus caballos para que se dirigiesen al lugar de la reunión. Jano, que preocupado por la perspectiva de que para ellas el bienestar de los niños no fuese una prioridad en la negociación había decidido seguirlas volvía hacia el pueblo tras ser descubierto por estos mismos soldados. En un claro, un poco más adelante, dos personas encapuchadas esperaban junto a un carro. Mientras uno de ellos les ayudaba a desmontar y ataba a los caballos, el otro apagó y descargó una pipa de la que había estado fumando y, quitándose la capucha, se presentó. Era nada menos que Ruffino Assante, el capitán a cargo del destacamento de la Pferlieri Nera en la isla.
Tras las primeras presentaciones y a un movimiento de su mano, su secuaz descargó un gran bulto del carro y, tras arrojarlo a los pies de Onara y Fabiola, lo destapó, descubriendo a Sanjo. El asesino se encontraba visiblemente malherido y tan amordazado, atado y engrilletado que a nadie podía pasar por alto que si bien su presencia allí constataba que había sido capturado, en el proceso debía de haber escapado una cantidad lo suficientemente notable de veces como para justificar tantas ligaduras. Fabiola y Onara se miraron un instante sorprendidas. Assante había entregado al que probablemente era el delincuente más buscado de toda la isla y se trataba, según él, de un regalo. Una ofrenda de buena voluntad para la justicia del Puerto de Nica. La pasaní, más versada sin duda que la oriental en las artes de la diplomacia, se culpaba ahora de no haber pensado en traer algún pequeño obsequio para sus interlocutores.
Ruffino Assante pronto dejó ver sus condiciones para acabar con las hostilidades: quería entrar en Puerto de Nica e ir hasta Capitanía del Puerto para poder comunicarse con sus superiores en Genista y obtener algún tipo de garantía –como ya tenía con los habitantes del pueblo gracias a la situación de los niños– de que ninguno de los náufragos diría ni una sola palabra de lo que habían presenciado en la isla. A cambio él liberaría a Keanor m’Kormora, segundo de abordo del malogrado barco que los había traído hasta aquí y a Naila Haffa, la ilimana que había desaparecido del campamento la primera noche. Según él decía, ambos estaban en buenas condiciones y se encontraban prisioneros en su complejo después de haber sido sorprendidos husmeando cerca de la zona en la que llevaban a cabo sus experimentos.
La noticia descolocó a Fabiola que, casi sin darse cuenta, reveló más información de la que habría querido poner en conocimiento de su interlocutor, dejando claro que desconocía por completo lo que la Caballería Negra estaba investigando en la isla. Assante parecía aliviado tras saber esto y tras una no demasiado larga negociación ofreció salida de la isla para todo el grupo de náufragos y para todo aquel que pudiese temer las represalias de Genista por haber participado en el levantamiento en un barco con rumbo a Benamita a donde originalmente se dirigía el Kormora. A cambio ellas debían entregar la valija descubierta la noche anterior. Además el capitán compartió con Onara un pequeño trozo de pergamino con un mensaje que parecía compartir el mismo código de los diarios del escriba. Según él, si lo enviaban a la metrópolis un barco vendría en tres días para sacarlos de allí, pudiendo olvidarse de todo y con la única condición de no pisar nunca más territorios de Genista.
Acompañada esta vez por Jano, que podía aportar una visión más cercana al sentir de Puerto de Nica, Thalassia se dirigía hacia Capitanía de Puerto para encontrarse con la guardia. Dentro, en la sala que antaño podría haber congregado a un gran pleno de la ciudad, los seis guardias restantes, heridos y cabizbajos, formaban un pequeño círculo aposentados por igual sobre sillas, cajas o despojos del mobiliario que habían quedado dispersos tras el registro de las dependencias el día anterior. Su reducido número no parecía óbice para una acalorada discrepancia. En los segundos en los que la ballenera y el muchacho tardaron en cruzar el espacio que separaba la puerta del escueto cónclave, Thalassia pudo constatar que Giannis y Argus encabezaban sendos grupos enfrentados en sus pareceres sobre el devenir de la ciudad.
Argus, molesto desde mucho antes de la reciente revuelta por la situación de los hijos de Nica en la metrópolis, abogaba por un enfrentamiento directo. Su plan incluía formar una milicia con todo hombre y mujer capaz del pueblo, armarla y entrenarla con idea de acabar con el destacamento de la Pferlieri Nera en la isla. Si bien su plan podía pecar de simplista y no tener en cuenta las posibles implicaciones para los retenidos o para la propia Nica si Genista decidía presentar batalla con toda su fuerza, nadie en la sala podía acusarle de falta de valor o arrojo en la defensa del pueblo. Frente a él Gennis trataba de mantener una postura racional centrada en el hecho casi innegable de que si Genista respondía a un ataque, no le costaría exterminar a cada habitante de la isla y repoblarla de nuevo con vasallos de mayor fidelidad. Para él era prioritario desescalar las hostilidades y negociar una salida pacífica con los caballeros negros que asegurase la supervivencia del pueblo y el bienestar de los niños.
Las aportaciones de Thalassia, que quería a toda costa evitar tomar partido por uno u otro bando en su afianzada creencia de que Puerto de Nica debía ser en exclusiva el elector de su nuevo capitán de la guardia, se centraban más en aspectos técnicos que pudiesen ayudar con cualquiera de los dos planes. Bien buscar una potencia extranjera a la que rendir la isla a cambio de defensa contra la ciudad estado si seguían el plan de Argus, bien conseguir una posición de poder en las negociaciones si se seguía el de Giannis. Jano, por su parte, hastiado del enfrentamiento sin salida entre uno y otro guardia, propuso salir del impasse abogando por un representante de la sociedad civil de la isla para ocupar el cargo de máxima autoridad. El joven pescador proponía al viejo Lucciano, el propietario de la taberna del puerto, un hombre no posicionado a favor ni en contra de la metrópolis –de casi nada en realidad– y, si bien no admirado por nadie, conocido por todos.
El joven Jano había conseguido desarrollar en sus años de lectura y pesca en la que los dedos le señalaban por raro y los murmullos se acumulaban a sus espaldas una sana capacidad de esquivar el dolor hasta de los comentarios más hirientes. Esta capacidad resultó sin duda útil cuando el pequeño cónclave reaccionó a su propuesta. No obstante, y quizá por el motivo completamente opuesto al pretendido, la propuesta de Jano consiguió zanjar la discusión. La oposición a su idea era el primer punto de acuerdo al que llegaban ambos bandos y desde ahí y con muy poca ayuda posterior, ambos aspirantes a capitán de la guardia convinieron informar a los cabezas de cada familia de Puerto de Nica de la situación actual y convocarlos a todos en el puerto para someter a una votación de todo el pueblo quién debía ocupar el cargo.
Roru corría calle abajo tan rápido como su corta estatura le permitía, quería gritar a los cuatro vientos su descubrimiento pero no hallaba a quién. Su estudio de los viales había dado un resultado espeluznante: el frasco anaranjado era algún tipo de condensado de la energía mágica de un hechizo de desintegrar. Su amplio conocimiento de la alquimia y la magia le hacía intuir su funcionamiento, el fluido plateado debía actuar como catalizador, probablemente pudiendo regular el tiempo entre la mezcla y la explosión variando la cantidad de éste. Mientras corría buscando a sus compañeros oyó la campana del puerto tocando a llamada. Debían de estar allí.
En efecto, en la explanada en la que se encontraba la taberna, en la parte este del puerto, Jano había preparado una pequeña platea con las cajas de mercancías que el tiempo había dejado tras de sí en los muelles y alentaba a los primeros en llegar a entrar a la taberna a coger sillas para asistir a la votación. Lucciano, el dueño, había salido golpeando fuertemente el suelo con su pata de palo y tras increpar a voces a Jano había decidido ir a ver a Staffe. Los gritos de quien amenazaba con ir a ver a un capitán de la guardia sin saber que aún había muerto, el enano que corriendo proclamaba la enorme potencia del nuevo arma de la Pferlieri Neray la sorpresiva llegada de Onara y Fabiola por el otro extremo de la plaza con Sanjo a rastras, no hicieron más que precipitar los hechos. La multitud congregada descubría así la muerte de las dos mayores figuras de autoridad del pueblo, la posible e inminente batalla contra un escuadrón militar y la necesidad de elegir un nuevo capitán.
Onara, que mientras los demás trataban de llevar la votación a buen puerto había decidido poner a buen recaudo a Sanjo, se encontraba en el cuartel mirando a su prisionero desde el otro lado de los barrotes. El asesino parecía saber cuál sería su destino y a pesar de las constantes negativas de Onara insistía en que, si ésta lo liberaba, contaría el terrible secreto que escondía la Caballería Negra; parte, siempre según él, de un elaborado plan en el que su liberación era sólo una jugada más como lo había sido la de Feanor la noche anterior. Para la haoku esto no eran más que paparruchas de un hombre que temía a la muerte. Quizá era algo más, quizá si hubiese aceptado hubiese descubierto algo importante, pero su necesidad de justicia la había impelido a negar repetidamente cualquier ayuda al parduense que, además, había herido casi de muerte a Miriam. Sus oportunidades de hablar se cortaron de golpe cuando Giannis, proclamado nuevo capitán de la guardia, entró en el cuartel con sus nuevos hombres llevando a Argus engrilletado.
Giannis había sido elegido tras un arduo debate durante el cual Argus había abogado por emplear el arma de los caballeros negros contra ellos y, llegado el momento, contra el barco que trajese los refuerzos. Un debate en el que, aunque nadie lo había reconocido abiertamente, había quedado de manifiesto que la idea de Jano no había sido tan descabellada, pues había sido la decisión de Lucciano de apoyar a Giannis el que había decantado finalmente de su lado la votación. Tras ello, al parecer, Argus había estallado en cólera y había decidido ir a buscar él mismo los viales que Roru había dejado en la pensión de Giollia. El nuevo capitán de la guardia había aprovechado la oportunidad de reafirmar su nueva autoridad y lo había mandado detener. Giannis planeaba ahora ejecutar públicamente a Sanjo para terminar de aunar al pueblo, pero Onara consiguió convencerle de retrasar la ejecución hasta después de confirmar que Ruffino Assante realmente podía ser un aliado de Puerto de Nica.
Fabiola, Thalassia, Miriam, Roru, Yanim y Jano estaban ayudando al viejo Lucciano a recoger sus sillas cuando vieron a Onara salir enfadada del cuartel. Giannis la había expulsado sin ningún miramiento pues, al fin y al cabo, ella no formaba parte de la guardia. La monje empezaba a tener la sensación de que el nuevo capitán era un poco dictatorial. Mientras el grupo subía de nuevo hacia la casa de Giollia, Onara y Fabiola expusieron a sus compañeros lo hablado durante la reunión con Ruffino Assante. A la alegría por saber del bienestar de Naila y Keanor pronto le siguió la preocupación de saber si su propuesta de dejarlos ir a cambio de tan poca prenda y de dejar tranquilo al pueblo durante el poco tiempo que quedaba de sus experimentos sin mayor exigencia cuando ellos se fuesen era real. Roru recordó la mesa del escriba en Capitanía del Puerto, podía lanzar el hechizo de zona de verdad, bajo el que Assante no podría mentir, si podían hacer que viniese al pueblo, eso debía bastar.
Había una cosa más que debían hacer si querían el trato. Onara sacó el pequeño pliego que le había entregado el capitán Assante. Aún estaban estudiando los símbolos de éste y comparándolos con los de los diarios para tratar de averiguar si estaban tirándose de cabeza a una trampa y dirimiendo si debían o no enviar el mensaje cuando dos guardias irrumpieron en su habitación. Giannis había dado la orden de confiscar todo lo que había salido de Capitanía del Puerto; si bien ellos podrían estudiarlo tras conseguir permiso, debía quedar custodiado en el cuartel y no estar bajo la única supervisión de unos extranjeros. Onara, no queriendo dejarse llevar por la ira que tanto tiempo había practicado en aplacar en sus años de formación en el monasterio, decidió irse en solitario al bosque; la deriva autoritaria del nuevo capitán la indignaba profundamente.
Cuando los guardias salieron, llevándose consigo todo el material, la sensación del grupo era mucho más sombría que en las horas anteriores. Puerto de Nica había dejado de ser el lugar al que en las últimas horas parecían empezar a pertenecer. Roru y Jano, a pesar de los refunfuños del enano que se sabía más capacitado que los guardias para la custodia de objetos mágicos, pidieron permiso al nuevo capitán para seguir estudiando y fueron conducidos al cuartel mientras Fabiola salía hacia el bosque a buscar a Onara para volver a reunirse con la Caballería Negra. Era imperativo terminar de aclarar los puntos que habían quedado en el aire y marcharse de la isla tan pronto como fuese posible.
Cuando el sol estaba poniéndose tras la colina occidental de la isla, Fabiola y Onara se encontraban en el mismo claro en el que se habían reunido cuando el sol estaba en su cénit. El capitán Ruffino Assante llegó acompañado de varios de sus hombres; Keanor y Naila estaban con ellos y, tras dejarlos a una distancia prudencial, se retiraron dejando sólo a los interlocutores. Fabiola tomó la palabra, la pasaní sabía que no traía buenas noticias y trató de endulzarlas lo más posible; no habían podido cumplir con su parte y debían hacer una exigencia a Assante. Para poder entregarles la bolsa con los viales y permitir la comunicación con Genista, el nuevo capitán de la guardia, Giannis Paussi, exigía que el acuerdo se formalizase bajo la zona de verdad de la mesa que se encontraba en Capitanía del puerto. Ruffino Assante quedó pensativo un rato. Era evidente que él quería ir a Puerto de Nica, pero no quería arriesgarse a caer prisionero ante la guardia, pues eso dejaría vendido a su escuadrón.
Tras llegar a un acuerdo, Fabiola y Onara volvían a caballo al pueblo con Naila y Keanor en las grupas de sus caballos. Habían dado rienda suelta a sus monturas, querían alcanzar lo antes posible el puerto. Los dos prisioneros liberados eran una muestra más de las aptitudes diplomáticas del capitán Assante, una demostración de buenas intenciones que debía suavizar la noticia que Fabiola estaba repitiendo mil veces y de mil maneras distintas en su cabeza, la noticia que debía comunicar de inmediato al capitán Paussi: Ruffino Assante y cinco caballeros negros venían tras ella a la ciudad. Si bien no habían aceptado venir desarmados, su intención era formalizar un contrato esta misma noche. Mientras la pasaní llegaba a dar la nueva al cuartel, Onara acompañó a los dos rescatados a la casa de Giollia, donde ya se encontraban preparándose para dormir todos sus compañeros.
Ante una inquisitiva Thalassia que cuestionaba las razones de una decisión tan apresurada de sus oponentes, Onara explicó que Fabiola había apelado a las ideas de parte de la guardia de ofrecer Puerto de Nica a otras potencias. Assante, al parecer, sólo quería cumplir su misión y volver a casa, y bajo ningún concepto quería que la pequeña isla quedase bajo control de Asima o –mucho menos según sus propias palabras– el Califato.
“Si tanta aversión sienten todos hacia el Califato –quedó cavilando Roru cuando Onara terminó de contar la historia de la reunión–, ¿cómo han sido capaces de liberar, no ya a un simple ciudadano almuzalif, sino a toda una ilimana?”
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Nadie quiere escapar hacia el fondo del mar.
Sesión 0 – 3º a 4º de Vivei, 1108 de la 4º era.
La lista de pasajeros del Kormona, una goleta de línea de tres mástiles de las líneas nautas, era escasa pero variada. Tres camarotes privados, uno con Jaia y Jovanka, mediana y humana respectivamente, claramente pasaníes y con aspecto de ocultar más que unos simples nombres que no habían convencido al responsable de admisión; otro con Auseraj y Naila, dos ilimanas del Califato de Almuz y por último uno de lujo para Nilo Estessen, un reconocido comerciante de sedas y su guardaespaldas Sonsana. A estos los complementaban cinco literas en la segunda cubierta ocupadas por variopintos personajes: al fondo del pasillo dormían Rohan, un enano venido de formarse en la Aishah al-Batum Ulaiffih, la prestigiosa escuela de transmutadores del Califato, y sobre él Feanor, un elfo de tierras lejanas, de aspecto arnaëri venido a menos y asustado hasta de su propia sombra. Junto a la puerta, en la litera junto al elfo, se encontraba Onara, una monje haoku, muy lejos de casa en una de esas peregrinaciones de perfeccionamiento de las que los escribas mercantes tanto han hablado desde la apertura de Amasuri, la cama bajo ella estaba vacía. Por último en las camas bajo la escalera se encontraban Sanjo, un parduense con aspecto de no haber llevado una noble vida, de vuelta a casa y Thalassia, una joven pentapotamense de las Ligas Mercantes interesada más en la pesca durante el trayecto que en el propio destino.
El segundo de abordo Keanor, hijo del mar, había advertido al encargado de admisiones de revisar con detenimiento cada una de las historias de los pasajeros que viajarían con la tripulación hasta el puerto de Benamita, un enclave de los pueblos blancos de Asima, al sur de la Península del Parduen. Sin embargo la noche de partir la tormenta había avivado las prisas de la tripulación por embarcar pasajeros y carga lo más rápidamente posible y el Kormona había zarpado sin tiempo de comprobaciones en profundidad. Keanor se encontraba inquieto, un mal fario, sus años en el mar le habían hecho aprender a escuchar los pequeños chasquidos que su cerebro hacía tras su oreja izquierda cuando algo iba a ir mal. Estessen había presionado para viajar rápidamente y el capitán parecía no querer contravenirlo, no en vano era uno de sus grandes valedores entre la flota nauta, probablemente a cuenta de grandes incentivos. Pero más allá del comerciante y su escolta, el resto de pasajeros eran completos desconocidos, sin más comprobación de su identidad que su propia palabra. No iba bien. Quizá por eso, Keanor había insistido al capitán en hacer una parada a mitad de camino en la isla de Nica.
Las premoniciones de Keanor, habían sido, aunque acertadas, fatídicamente incompletas. Había presentido que el barco tendría problemas pero no que su cuello quedaría rajado, de oreja a oreja, antes de hacer ver a los demás que tenía razón. Nadie descubrió el cadáver debido a los sucesos que ocurrirían durante la cena al tercer día, a uno de parar en Nica. Durante la hora de la cena del pasaje un sonoro crujido hizo cesar las conversaciones. Los pasajeros, a excepción de las ilimanas que nunca cenaban en el comedor comunal, recorrieron con estupefacción las caras de sus compañeros. Algo había golpeado el barco. Las reacciones variaron de lo más valiente a lo más cobarde, sin escapar en ninguno de los casos de lo aparentemente inutil. Mientras que Thalassia, más versada en asuntos marinos, corrió a cubierta, Feanor y Rohan se aferraban a la mesa, tratando de evitar que el bamboleo del navío diese con sus huesos en el suelo. Tras las primeras carreras de nautas hacia cubierta que dejaban claro que el problema era real, la monje salió también al exterior, seguida de Sonsana. El panorama en cubierta era espeluznante, dos grandes tentáculos, de mayor tamaño que los mástiles del Kormona aferraban el cascarón del navío. Thalassia había atravesado uno de ellos con el desmesurado arpón que, en las cenas anteriores había protagonizado muchas conversaciones, y se esforzaba en mantenerse en pie agarrada al cabo, tratando de controlar inútilmente el enorme apéndice. Los nautas descargaban andanadas de flechas en llamas contra el otro. La situación era caótica. Sonsana y Onara cargaron repetidamente contra el tentáculo que la pentapotamense había atravesado, pero su fuerza era enormemente superior y en un mal movimiento la guardaespaldas cayó, enfundada en su pesada armadura completa, por la borda, desapareciendo rápidamente en las oscuras aguas.
Nilo Estessen y Rohan, mientras tanto, habían bajado a bodega. El comerciante estaba sinceramente preocupado por su carga y cuando llegó ante el guardia que estaba bloqueando al enano no dudó en encararse con él, sabedor de que su dinero movía el barco. Rohan, por su parte, había llegado poco antes con el plan de coger tanta grasa de ballena como pudiese y prenderla para atacar con fuego al ser que les atrapaba; el guardia se había opuesto, con actitud agresiva, aduciendo que ese plan implicaba perder el barco, pero el enano, viendo su oportunidad en la discusión con Nilo, se escurrió por su lado y corrió con tan mala fortuna que tras esquivar al burro con el que las pasaníes habían embarcado, encontró de frente una certera coz del caballo de Sonsana. Toda luz en la dura cabeza del enano se apagó de golpe. La discusión entre el comerciante y el guardia cesó ante el sordo chasquido del casco contra el cráneo y al girarse a ver algo mucho peor les sorprendió, el pico del enorme kraken que los atacaba emergió atravesando la madera seguido de un fuerte torrente de agua. Ambos corrieron escaleras arriba.
Ajenas al combate, las pasaníes habían corrido a su camarote y, de debajo de la cama, habían sacado un cofre lleno de dinero. El dinero era su premio y su castigo por decidirse a cambiar de vida, un buen golpe al que hasta entonces era su jefe y una marca para ser perseguidas por su acto. Aún así, con todo lo malo que ese dinero podía traer tras ellas, el daño ya estaba hecho y no pensaban dejarlo atrás. Cargando hasta el límite sus mochilas vieron como las monedas saltaban por toda la habitación. El barco se había partido en dos y todo empezaba a inclinarse. Corrieron hacia cubierta, tratando de alcanzar alguno de los botes salvavidas.
Las pasaníes y el comerciante se encontraron saliendo a cubierta. Su plan de alcanzar un bote había sido ya llevado a cabo, con horrible resultado por Feanor. El elfo miraba con incredulidad su pecho, donde el estoque de un nauta se hundía poniendo punto final al enfrentamiento que habían mantenido y cayendo por la grieta que instantes antes era el centro del barco hasta las frías aguas. Jaia aprovechó para esquivar al guardia y corrió a popa, donde los botes antes colgados ahora se apoyaban debido a la inclinación del barco y cortó las amarras de uno de ellos.
Onara y Thalassia se sujetaban a los restos del mástil que el tentáculo había arrancado. Instantes antes habían conseguido cercenar la mitad de aquel y por un momento se habían planteado que podían salir victoriosas. Cuatro tentáculos más habían venido a explicarles su equivocación y, para acabar de remacharlo, el barco estaba ahora suspendido en el aire y quebrado por la mitad. Viendo a las dos ilimanas saltar desde una de las cubiertas inferiores, decidieron hacer lo mismo. El navío no era ya más seguro que el agua. Cada cabo bailaba violentamente, cada madera estaba partida, aquí y allí se extendían las llamas de las lámparas rotas, provocando incendios. Ambas saltaron, zambulléndose violentamente. Thalassia emergió y se agarró a unos restos flotantes del Kormona pero Onara no aparecía. Decidida a salvarla, la ballenera se sumergió de nuevo buscándola pero, en su lugar encontró a Auseraj, una de las ilimanas, a la que subió hasta el madero, sacando sus vías respiratorias del agua.
Muchos metros por arriba, Jovanka corría por lo que antes había sido la popa del barco para saltar al bote que su compañera había liberado. Un mal paso en unos restos de barco agitados por el kraken y, desafortunadamente, al caer dentro del bote se golpeó la cabeza con tal fuerza que cayó inconsciente. Jaia había ido a coger uno de los faroles de popa, anticipando las horas oscuras en alta mar que les esperaban y asistió estupefacta a como su compañera se deslizaba dentro del bote, perdiéndose por el horizonte del barco rumbo al agua. Incapaz de sujetarse por más tiempo, se dejó caer, viendo en el agua la única salvación posible.
Onara, que había quedado desorientada al caer al agua, sin saber dónde era arriba o dónde abajo, vio el destello de una fuerte luz indicando la superficie y nadó hacia ella. El barco estaba en llamas, el depósito de grasa de ballena había sido alcanzado por las llamas y había explotado. La grasa ardiendo chorreaba por doquier, extendiendo las llamas sobre el agua. Thalassia se sumergió de nuevo viendo como la ilimana a la que acababa de salvar ardía hasta morir. El propio kraken fue alcanzado por ellas y profirió el grito más horrible de cuantos podía haber oído ninguno de los presentes y, aparentemente abrumado por el dolor, soltó de golpe el barco que había estado sosteniendo que se precipitó sobre todos aquellos que habían buscado la salvación en el agua.
* * *
Thalassia notaba un áspero y seco calor en la mitad izquierda de su cara y un igualmente áspero pero mucho más húmedo escozor en la mitad derecha. Lentamente abrió los ojos y se levantó de la arena sin saber cuánto tiempo llevaba ahí. Todo el cuerpo le dolía. Estaba en una playa y debía haber pasado ya el medio día. A su alrededor había cuerpos y restos del barco que salpicaban también las aguas tras de ella. Buscó caras conocidas. Onara estaba allí y consiguió despertarla; la monje se encontraba sepultada debajo de algunos cabos amontonados. Mientras la ayudaba, Naila, la ilimana despertó y pudorosamente corrió taparse con las telas más cercanas.
Jovanka despertó también, su bote había encallado unos metros al sur de donde sus compañeros estaban ya despertando. Toda su cara estaba quemada por el sol y toda piel expuesta le dolía como si estuviese en llamas. Había permanecido inconsciente sobre el bote y, tal y como se apresuró a comprobar, su mochila con ella. Tras el recuento de bajas y la búsqueda de pertenencias, los supervivientes improvisaron un pequeño campamento que les procurase sombra en la misma playa aprovechando los restos. Jovanka y Jaia, Thalasia, Onara, Sanjo, la ilimana Naila, Rohan y Feanor que, a pesar de su fea herida en el pecho, seguía vivo, parecían los únicos supervivientes en la playa. Un vistazo rápido reveló que ninguno de ellos sabía dónde estaba. La ilimana comenzó a orar, junto a Onara que instantes antes se había sumido también en su meditación. El resto se repartieron tareas.
Durante la búsqueda de recursos, Rohan encontró huellas equinas y, esperando que alguno de los animales también hubiese sobrevivido y hubiese sido arrastrado a la playa, decidió seguirlas hasta el bosque que se dibujaba en la distancia, al pie de una colina. Poco después, cuando Nila hubo canalizado el poder de sus dioses para curar a Feanor, éste lo seguiría acompañado de Jaia y Sanjo. Cerca de la colina y tras alcanzar al enano el grupo se separó, él se quedó con la mediana recogiendo agua de una fuente que manaba débilmente y el parduense acompañó al elfo colina arriba aprovechando sus pasos más largos para tratar de descubrir algún punto de referencia que les permitiese saber dónde estaban o a dónde debían dirigirse.
Con agua suficiente, un refugio en ampliación por Jovanka y Naila con el que protegerse de las inclemencias y la más que abundante pesca que Thalassia estaba amontonando junto a él, los supervivientes al naufragio podían tener la esperanza de sobrevivir al menos un par de días. Pero eso no bastaría, debían saber qué había en la isla, si estaba o no habitada, si podían ser rescatados. Habían sobrevivido al ataque de un kraken y es una historia que todos podrían contar para conseguir ser invitados a tanto como uno puede beber en muchas tabernas… si volvían a pisar algún día una.
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