Tumgik
#furia bebe
yurnu · 2 months
Note
Para Consecuencia Divina
No te puedo dejar de pensar en esta AU aun me gustan los otros pero solo pienso en esta y Deadpool bailando BYE BYE BYE de NSYNC en mi cabeza (la pelicula esta buena)
(Sigamos con la interacion no canon de Charlie y seres del cielo o otros dioses y su fracasados intentos de buscar apoyo)
Charlie contanto sus fracasos y como la perseguian con antorchas los ganadores
Angel: Ahh bueno es obvio que pasaria, seguramente gente inocente que mato mi familia esta ahi y no me quieren arriba espero que no resconocan a mi gemela...
Husk:... Bueno si incluso otros dioses creen en la redencion de nosotros aqui, la tenemos dificil * toma licor
Cherry: Ni queria subir igualmente * bebe licor un poco desanimada
Alastor: .... Bueno quisas algun dia suban ganadores tontos... digo mas venevolentes y tengas mas apoyo por su parte * Obviamente es mentira pero se atreve mentirle a la cara a Charlie
Vaggie:.. ahahah Charlie, seguramente Alastor tenga razon... * miente tambien y sabe que Alastor miente
Lucifer: No dejes que bueno... LITERALMENTE todo el cielo y otras deidades desprecien tu sueño, seguramente los dejaras con la boca suelta si llega un redimido arriba sabes * la abraza
*Adam aparece de la nada con las marcas de apuñaladas en su pecho, sentado en un sillon sin usar*
Adam: Ah claro seguir tus sueños contra mi padre y el cielo te fue tan bien y a lilith no? por algo terminaste en el agujero de mierda de la existencia y con depresion y mal esposo, padre ausente etc etc ect *bebe un licor robado de bar
Todos: Que carajo estas vivo!!!
Adam: Perras soy una creacion hecha por el propio dios, solo estube como dormido un buen rato, bueno me comieron un poco pero escape y aqui me ven... a si las marcas no se van, bueno mi hermano jesus aun tiene sus marcas de crusifricion asi que ahora parecemos hermanos * bebe el licor
Charlie: Ahhh bueno es bueno que estes aqui, quisas dios no vengar a buscar destruirnos hahah * rie nerviosa, ve que Adan realmente no se le puede matar
Lucifer: Oh vamos me haces quedar mal.. espera que dijiste de mi y lilith * se enoja
Adam: Por cierto el aun esta enojado, me sacara de aqui y le hara cosas horrible, en especial esa mucama que me lastimo por la espalda * señala a Niffty
Angel:Bueno fue un gusto conocerlos ya que estamos mas que muerto consumire mucho polvo de angel y jodere hasta no poder mas * se va mirando su celular
Charlie: Nooo Angel.. seguramente... estaremos bien... Adam puede ayudarnos!!!! * lo persigue
Adam: Idiota sabes que no los ayudare ni importa si me apuñalan de nuevo verdad o me viste ayudarte a ti a lilith cuando fueron expulsados * se dirige a Lucifer y bebe mas licor
Lucifer: * asustado por él y su hija* Amigo.... vamos... si me disculpo por lo de lilith y Eva nos ayudas?
Adam: *Levanta el dedo medio y se va al bar a beber mas*
Husk: Estamos jodidos, muy jodidos
Vaggie, Alastor: Rayos...
*Niffty tontamente no esta asustada*
Cherry: Bueno fue un gusto ire a destruir cosas y evitare que Angel se ahogue con algo * se va donde fue Angel y Charlie
No se como haras que aparesca Adam pero esta version mia me salio graciosa XD
Demonio random: ¡EL FIN DE LOS TIEMPOS A LLEGADO! ¡EL FIN DE LOS TIEMPOS A LLEGADO! —grita mientras que sacude una gran campana— ¡Y TODO POR CULPA DE LA PUTA PRINCESA! ¡NOS A CONDENADO A TODOS A LA FURIA DE DIOS!—
—Afuera del hotel se encuentra una gran turba furiosa —
28 notes · View notes
rhaenysaemma22 · 2 months
Text
*Alysanne estaba en la guardería con los pequeños en la fortaleza roja junto con sus nietos.*
Alysanne: Son unos niños hermosos. *Dice mirando a los pequeños jugar con sus juguetes de Dragones de madera.*
Aemma: Tienen la sangre de los Targaryen y Arryn, serán lindos cuando crezcan. *Se burla acostada en el pecho de su esposa.*
Rhaenys: ¿Disculpa? Ellos tienen Sangre Targaryen y Baratheon por mi, son así por que tienen mi sangre. *Le da masajes en la espalda.
Daemon: Claro que no, ellos salieron así de bellos y hermosos fue en los lugares donde los hicieron. *Se burla de ambas.*
Alysanne: ¿Y dónde los hicieron? Por qué en donde se hacen los bebes es en la cama.
Daemon: Oh abuela, si supieras.
Rhaenys y Aemma: Ni se te ocurra decirle. *Ambas lo miran seriamente.*
Daemon: *Las mira con una sonrisa burlona.* Bueno abuela a la pequeña Rhaenyra la hicieron en la mesa de DragonStone ya que desde la puerta se escuchaban, a la pequeña Visenya la hicieron cuando Rhaenys estaba enferma y delirando, a los gemelos los hicieron cuando fuimos al bosque a celebrar tu onomástico pero se mantuvieron en silencio para no llamar la atención, y a la pequeña Helaena la hicieron cuando Aemma estaba en su Celo más fuerte, por qué cuando Rhaenys entro no la dejo salir por los tres días que le duró. *Dice las últimas palabras antes de salir de la habitación corriendo.*
*Alysanne estaba perpleja por la confesión de su nieto, miro a sus nietas soltando una risa fuerte llamando la atención de los pequeños por un momento, viendo a Aemma totalmente roja como Meleys por la vergüenza mientras Rhaenys estaba hecha una furia como Caraxes.
Rhaenys: ¡Yo lo mato! *Sale corriendo detrás de Daemon.*
Tumblr media
*La pequeña Rhaenyra de 8 onomásticos se acerca a su abuela bostezando.*
Rhaenyra: Abuela me cuentas un cuento. *Le dice subiéndose a su regazo.* Uno donde estén el abuelo Aemon, la abuela Jocelyn y tú. *Termina tocándole la mejilla.*
*La pequeña Visenya de 7 onomásticos al escuchar a su hermana se levanta.*
Visenya: Yo también quiero escuchar el cuento abuela, quiero saber sobre mis abuelos y tú de pequeña. *Le sonríe mostrando que le faltan algunos dientes.*
Alysanne: Está bien vamos a escucharlo todos.
*Alysanne de levanta con Rhaenyra en brazos mientras le sostiene la manito a Visenya, caminando hacia donde están los otros tres pequeños para contarles el cuento, mientras Aemma se relaja antes de tener que decirle a su abuela la verdad sobre los niños.*
Aemma: Espero que mi esposa lo deje como árbol quemado. *Susurra para ella misma, soltando una risita agitando el abanico.*
Tumblr media
*Mientras su hermano escapa de las garras de su esposa por todo el reino.*
Rhaenys: *Montada en Meleys intentando agarrar a Caraxes.* ¡REPITE LO QUE DIJISTE FRENTE A LA ABUELA!
Tumblr media
Daemon: *Montado en Caraxes intentando escapar de su hermana por qué lo quiere matar.* ¡NO DIJE NADA MALO!
Tumblr media
Rhaenys: ¡ANGŌS MELEYS!
Tumblr media
Daemon: ¡NO!
Tumblr media
*PARTE EXTRA DE MELEYS Y CARAXES*
Meleys: ¿Que crees que tú jinete dice para que mi jinete se enoje tanto?
Caraxes: Nada bueno hermana, nada bueno.
14 notes · View notes
Text
«Kunicki», Olga Nawoja Tokarczuk.
Agua I
Es media mañana, no sabe exactamente qué hora es, no ha mirado el reloj, pero no debe de llevar esperando más de un cuarto de hora. Se reclina cómodamente en su asiento y entorna los ojos; el silencio es tan penetrante como un persistente sonido agudo, no puede ordenar sus pensamientos. Todavía no sabe que lo que suena es una alarma. Aparta el asiento del volante y estira las piernas. Le pesa la cabeza, un peso que zambulle su cuerpo en un aire tórrido, blanco. No piensa moverse, esperará.
Seguro que se ha fumado un pitillo, tal vez incluso dos. Al cabo de varios minutos baja del coche y orina en la cuneta. Parece que mientras tanto no ha pasado ningún coche, aunque ahora ya no está tan seguro. Vuelve al coche y bebe agua de una botella de plástico. Finalmente, empieza a impacientarse. Toca con furia el claxon, cuyo ruido ensordecedor desencadena una oleada de ira que, en cierto modo, lo devuelve a la tierra. A partir de este momento lo ve todo mucho más claro: mentalmente ya enfila el mismo sendero por el que ellos se han ido, concibiendo para sus adentros las palabras que en breve va a pronunciar: «¿Por qué tardas tanto? ¿¡Qué diablos crees que estás haciendo!?».
Es un olivar, reseco como un hueso. La hierba cruje bajo los zapatos. Entre los retorcidos olivos crecen zarzamoras silvestres; sus tiernos brotes intentan alcanzar el sendero y agarrarlo de los pies. Hay basura por todas partes: pañuelos desechables, compresas asquerosas, excrementos humanos infestados de moscas… Otras personas también se paran para hacer sus necesidades junto a la carretera. No se toman la molestia de internarse un poco en los matorrales, tienen prisa, incluso aquí.
No hay viento. No hay sol. El cielo blanco e inmóvil recuerda al sobretecho de una tienda de campaña. Hace bochorno. Partículas de agua se expanden en el aire y en todas partes se percibe el olor del mar: de electricidad, de ozono, de pescado.
Ve movimiento, pero no allí, entre los árboles, sino aquí mismo, bajo sus pies. Un enorme escarabajo negro avanza hasta el sendero; durante un rato analiza el aire con sus antenas, se detiene, a todas luces consciente de la presencia humana. El blanco cielo se refleja en su perfecto caparazón formando una mancha lechosa, y a Kunicki, por un instante, le parece que desde la tierra lo observa un ojo extraño que no pertenece a ningún cuerpo, un ojo intempestivo e indiferente. Kunicki escarba con la punta de su sandalia. El escarabajo cruza el sendero haciendo susurrar la hierba seca. Desaparece entre las zarzamoras. Es todo.
Maldiciendo, Kunicki da media vuelta para volver al coche, aún alberga la esperanza de que ella y el crío hayan regresado ya dando un rodeo, sí, está seguro de ello. Les va a decir: «¡Llevo una hora buscándoos! ¿¡Qué diablos creéis que estáis haciendo!?».
Ella dijo: «Para el coche». Cuando lo detuvo, ella bajó y abrió la puerta de atrás. Desató al niño de su sillita, lo tomó de la mano y se alejaron juntos. Kunicki no tenía ganas de salir, se sentía soñoliento y cansado, aunque no habían recorrido más que unos pocos kilómetros. Apenas les echó un vistazo con el rabillo del ojo, sin darles importancia; no sabía que debía prestar atención. Ahora intenta evocar esa imagen borrosa, enfocarla, acercarla y fijarla. Así que los está viendo caminar por el sendero que cruje, de espaldas. Cree recordar que ella lleva unos pantalones claros de lino y una camiseta negra, y el pequeño, una camiseta con un elefante, de eso está seguro porque él mismo se la puso por la mañana. Mientras caminan, se dicen cosas, él no oye qué cosas; no sabía que debía escuchar. Desaparecen entre los olivos. No sabe cuánto rato, pero no mucho. Un cuarto de hora, tal vez un poco más, ha perdido la noción del tiempo, no miró el reloj. No sabía que debía controlar el tiempo. Detestaba que ella le preguntara: «¿En qué piensas?». Le contestaba que en nada, pero ella no le creía. Decía que era imposible no pensar, se ofendía. Pero sí que es capaz —ahora Kunicki experimenta una especie de satisfacción— de no pensar en nada. Sabe hacerlo.
Sin embargo, de repente se detiene en medio de la selva de zarzamoras, se queda quieto, como si su cuerpo, al alcanzar el rizoma de la zarza, encontrase involuntariamente un nuevo punto de equilibrio. El zumbido de las moscas y otro que está solo en su propia cabeza acompañan el silencio reinante. Por un momento se ve a sí mismo desde arriba: un hombre que viste camiseta blanca y un vulgar pantalón safari, con una pequeña calva en la coronilla, en medio de los matorrales, un intruso, un invitado en casa ajena. Un hombre expuesto al bombardeo, caído en el epicentro de un efímero alto el fuego en la batalla que libran el cielo incandescente y la tierra abrasada. Cae presa del pánico; querría ocultarse cuanto antes, esconderse en el coche, pero el cuerpo no obedece: es incapaz de mover el pie, de forzar el ponerse en marcha. Dar un paso: nunca creyó que fuese tan difícil. Se han cortado las conexiones. El pie metido en su sandalia es el ancla que lo ata a la tierra: ha encallado. Conscientemente, con esfuerzo, sorprendiéndose a sí mismo, lo obliga a moverse. No hay otra manera de abandonar este tórrido espacio infinito.
Llegaron el 14 de agosto. El ferry desde Split estaba abarrotado: muchos turistas, aunque el pasaje estaba formado mayoritariamente por gente del país. Llevaban las compras hechas en tierra firme, donde todo es más barato. Las islas no producen muchas cosas. Era fácil distinguir a los turistas porque, cuando el sol empezó a caer irremisiblemente en el mar, se trasladaron a estribor apuntando los objetivos de sus cámaras hacia él. El ferry fue sorteando lentamente los desperdigados islotes y, tras superarlos, pareció salir a mar abierto. Una sensación desagradable, unos instantes de pánico sin importancia.
Encontraron sin dificultad su hostal; se llamaba Poseidón. El propietario, Branko, con barba y una camiseta con una concha estampada, insistió en que lo tutearan y, dando a Kunicki palmaditas cómplices en la espalda, los condujo al primer piso de la angosta casa de piedra construida sobre el mismísimo mar, donde, orgulloso, les mostró el apartamento. Disponían de dos dormitorios y una pequeña cocina rinconera amueblada con los tradicionales armarios de conglomerado de madera laminada. Las ventanas daban directamente a la playa y a mar abierto. Bajo una de ellas acababa de florecer un agave: la flor, en su fuerte tallo, se elevaba triunfalmente sobre el agua.
Saca el mapa de la isla y estudia las posibilidades. Quizá ella se ha desorientado y ha salido en otro lugar de la carretera. Seguramente estará ahí, puede que pare un coche y se dirija… ¿hacia dónde? Advierte en el mapa que la carretera dibuja una línea sinuosa por toda la isla y que se la puede recorrer en circunvalación sin descender en ningún momento hasta el mar. Así es como visitaron Vis hace unos días. Deja el mapa en el asiento de ella, sobre su bolso, y arranca. Conduce despacio, buscándolos con la vista entre los olivos. Pero al cabo de un kilómetro el paisaje cambia: sustituyen al olivar rocosas tierras baldías cubiertas de hierba seca y zarzamoras. Las blancas piedras calizas parecen enormes dientes perdidos por un ser salvaje. Tras recorrer varios kilómetros, da media vuelta. A la derecha, ante sus ojos se extienden viñedos de un verde deslumbrante, salpicados aquí y allá por pequeños cobertizos de piedra para guardar herramientas: vacíos y lóbregos. En el mejor de los casos se ha perdido, pero… ¿y si se ha desmayado, ella o el pequeño? Hace tanto calor, tanto bochorno… A lo mejor necesitan auxilio inmediato, mientras que él, en vez de hacer algo, da vueltas por la carretera. Pues sí, solo un idiota como él puede tardar tanto en darse cuenta. Su corazón empieza a latir con más fuerza. ¿Y si ha sufrido una insolación? ¿O se ha roto una pierna?
Regresa y pega varios bocinazos. A su lado pasan dos coches alemanes. Calcula el tiempo: ha pasado hora y media, lo que significa que el ferry ya ha zarpado. El imponente barco blanco ha engullido los coches, ha cerrado las puertas y se ha echado a la mar. Con cada minuto que pasa, los separan extensiones cada vez más vastas de un mar indiferente. Kunicki tiene un mal presentimiento que le deja la lengua seca, un presentimiento de algo relacionado con la basura junto a la carretera, con las moscas y los excrementos humanos. Ha comprendido. No están. Han desaparecido los dos. Sabe que no los encontrará entre los olivos, pero aun así toma el seco sendero y lo recorre llamándolos a gritos, aunque ya sin esperanza de que le contesten.
Es la hora de la siesta, la pequeña ciudad está casi desierta. En la playa, justo al lado de la carretera, tres mujeres hacen volar una cometa azul. Las distingue perfectamente mientras aparca. Una de ellas lleva pantalones de color crema claro que ciñen sus rollizas nalgas.
Encuentra a Branko sentado en una mesa de un pequeño café. En compañía de dos hombres. Beben pelinkovac con hielo como si fuera whisky. Branko, sorprendido, sonríe al verlo.
—¿Has olvidado algo? —pregunta.
Le acercan una silla, pero no se sienta. Quiere contarlo todo por orden, pasa al inglés al tiempo que en otra parte de la cabeza, como si se tratara de una película, se pregunta qué se hace en tales situaciones. Dice que Jagoda y el pequeño han desaparecido, y precisa dónde y cuándo. Los ha buscado y no los ha encontrado. Branko entonces le pregunta:
—¿Os habéis peleado?
Responde que no, sin faltar a la verdad. Los otros dos hombres apuran sus copas de pelinkovac. A él también le gustaría tomar un trago. Siente en la boca ese sabor agridulce que tiene el licor. Branko, con parsimonia, recoge de la mesa el paquete de tabaco y el mechero. Los otros también se levantan, a regañadientes, como si se concentraran antes de entrar en combate, o tal vez, simplemente, porque preferirían seguir disfrutando de la sombra del toldo. Irán todos con él, pero Kunicki insiste en que primero hay que avisar a la policía. Branko vacila. Vetas canosas entreveran su negra barba. En su camiseta amarilla destaca, en rojo, el dibujo de una concha con la palabra Shell.
—¿Y si ha bajado hasta el mar?
Puede ser. Quedan en lo siguiente: Branko y Kunicki irán a aquel lugar, y los otros dos, al puesto de policía, desde donde telefonearán a Vis. Branko explica que Komiža cuenta con un solo agente, que la verdadera comisaría está en Vis. Sobre la mesa quedan las copas con el hielo derritiéndose.
Kunicki reconoce enseguida la pequeña entrada al borde de la carretera donde ha permanecido aparcado. Le parece que han transcurrido siglos desde entonces, ahora el tiempo corre de otra manera, espeso y acre, compuesto por secuencias. El sol asoma entre las blancas nubes, de pronto hace mucho calor.
—Toca el claxon —dice Branko, y Kunicki obedece.
El sonido es prolongado y lastimero como una voz animal. Al cesar se diluye en vagos ecos de cigarras.
Se internan en la espesura entre los olivos, llamándose de vez en cuando. Se vuelven a encontrar junto al viñedo y, tras intercambiar unas palabras, deciden inspeccionarlo de punta a punta. Avanzan por las sombreadas hileras, llamando a la mujer desaparecida: «¡Jagoda, Jagoda!». Kunicki se percata del significado de este nombre, arándano, ya se le había olvidado, y de pronto cree estar participando en un rito ancestral, borroso y grotesco. De los arbustos penden carnosas bayas violeta oscuro, perversos pezones multiplicados, mientras él deambula por los frondosos laberintos gritando: «Jagoda, Jagoda». ¿A quién se dirige? ¿A quién está buscando?
Tiene que detenerse unos segundos al notar un pinchazo en el costado; se dobla en dos entre las hileras de las plantas. Sumerge la cabeza en la umbría frescura, la voz de Branko, amortiguada por el follaje, ya no le llega, y Kunicki solo oye el zumbido de las moscas, la familiar textura del silencio.
Tras un viñedo empieza otro, separado tan solo por un angosto sendero. Se detienen y Branko habla por el móvil. Repite las palabras žena y dijete, «esposa» e «hijo», las únicas que Kunicki es capaz de entender en croata. El sol, ya de color naranja, enorme e hinchado, se debilita a ojos vistas. Pronto podrán mirarlo a la cara. Los viñedos adquieren a su vez un intenso verde oscuro. Dos figuras humanas están en medio de ese verde mar a rayas, impotentes.
Al anochecer, en la carretera hay ya algunos vehículos y un grupo de hombres. Kunicki, en el coche en que pone Policija, con ayuda de Branko contesta unas preguntas que le resultan caóticas, formuladas por un policía fornido y bañado en sudor. Habla en un inglés básico. «We stopped. She went out with the child. They went right, here», y señala con la mano. «I was waiting, let’s say, fifteen minutes. Then I decided to go and look for them. I couldn’t find them. I didn’t know what had happened». Le ofrecen agua mineral recalentada, la bebe con avidez. «They are lost». Y repite: «lost». El policía marca un número en su móvil. «It is impossible to be lost here, my friend», le dice mientras espera a que le contesten. A Kunicki le llama mucho la atención ese «my friend». Luego se oye un walkie-talkie. Pasará aún una hora antes de que formen filas irregulares para emprender una batida por la isla.
En este lapso de tiempo, el hinchado sol desciende sobre los viñedos; para cuando alcancen la cima, ya tocará el mar. Lo quieran o no, asisten a esa puesta de sol operísticamente prolongada. Finalmente encienden las linternas. Ya a oscuras, bajan hasta el abrupto acantilado desde donde ven muchas pequeñas calas. Inspeccionan dos de ellas; en cada una hay una casita de piedra en la que se alojan esos turistas excéntricos que reniegan de los hoteles y prefieren pagar más por no tener agua corriente ni luz eléctrica. Cocinan en fogones de piedra u hornillos de butano. Pescan peces que del agua pasan directamente a la parrilla. No, nadie ha visto a una mujer con un niño. Se disponen a cenar; aparecen en las mesas pan, quesos, aceitunas y esos pobres pescaditos que esa misma tarde vivían absortos en sus frívolas ocupaciones marinas. De vez en cuando Branko llama al hotel de Komiža; se lo pide Kunicki porque cree que ella, después de perderse, habrá logrado llegar hasta allí por otro camino. Pero después de cada llamada, Branko se limita a darle unas palmaditas en la espalda.
Alrededor de la medianoche resulta que el grupo de hombres ha menguado, pero entre los que quedan están los dos que Kunicki vio en la mesa del café en Komiža. Ahora, al despedirse, hacen las presentaciones: Drago y Roman. Juntos se dirigen al coche. Kunicki les está muy agradecido por la ayuda, pero no sabe cómo se dice «gracias» en croata; debe de parecerse al polaco «dziękuję», algo así como «diákuyu» o «diákuye» o una cosa por el estilo. En realidad, con un poco de buena voluntad, podrían crear una versión eslava de koiné, un conjunto de palabras parecidas y prácticas para comunicarse sin necesidad de la gramática, en vez de recurrir a una versión sosa y simplona del inglés.
En plena noche un bote atraca frente a su casa. Deben evacuar la zona, es una inundación. El agua alcanza ya el primer piso de los edificios. En la cocina se cuela por las juntas entre los azulejos y sale con cálidos chorritos de los enchufes. Los libros se han hinchado por la humedad. Abre uno y constata que las letras se corren como el maquillaje, dejando manchas en las páginas en blanco. Resulta que todo el mundo ha salido ya en el bote anterior; solo queda él.
Entre sueños oye las gotas de agua que caen perezosamente del cielo y que al cabo de un instante se convertirán en un breve y violento aguacero.
Agua II
—Tampoco es que sea tan grande la isla —dice por la mañana Djurdżica, la mujer de Branko, al tiempo que le sirve un café bien cargado.
Se lo repiten todos como un mantra. Kunicki comprende lo que intentan decirle, él mismo sabe que la isla es demasiado pequeña como para perderse en ella. A lo largo de sus poco más de diez kilómetros, tiene solo dos ciudades dignas de tal nombre: Vis y Komiža. Es posible registrarla a conciencia, centímetro a centímetro, como un cajón. Y los habitantes de ambas localidades se conocen bien. Las noches son cálidas, los campos están cubiertos de viñedos y los higos ya casi maduros. Aunque se hubieran perdido, nada malo les podría pasar, no iban a morir de hambre ni de frío, ni tampoco devorados por fieras salvajes. Pasarían la cálida noche tumbados sobre la hierba abrasada por el sol, bajo un olivo, acunados por el soñoliento susurro del mar. No más de tres o cuatro kilómetros separan cualquier lugar de la carretera. En los campos hay casitas de piedra con barriles y prensas de vino, algunas provistas de víveres y velas. Desayunarán un jugoso racimo de uva o compartirán el desayuno habitual de los veraneantes de las calas.
Bajan hasta el hotel, donde los espera un policía, pero no el mismo, uno más joven. Por un momento Kunicki alberga la esperanza de oír buenas noticias, pero este le pide el pasaporte. Copia concienzudamente los datos y anuncia que buscarán también en tierra firme, en Split. Y en las islas vecinas.
—Es posible que caminara hacia el ferry por la orilla —explica.
—No llevaba dinero. No money. Está todo aquí. —Y Kunicki muestra el bolso del que saca un monedero, rojo y bordado con pequeñas cuentas. Lo abre y se lo enseña al policía, que se encoge de hombros y copia la dirección polaca.
—¿Cuántos años tiene el niño?
Kunicki contesta que tres.
Conducen por la serpenteante carretera de vuelta al mismo lugar, el día promete ser despejado y tórrido, sobrexpuesto a la luz como una película sacada del carrete. A mediodía todas las imágenes habrán desaparecido. Kunicki piensa en la posibilidad de escrutarlo todo desde lo alto, desde un helicóptero, al fin y al cabo la isla está casi desnuda. También piensa en los chips, en que se los injertan a los animales, a las aves migratorias, cigüeñas y grullas, y ya no quedan para las personas. Todo el mundo debería llevar uno, por su propia seguridad. Posibilitaría el rastreo en internet de todo movimiento humano: caminos, lugares donde la gente descansa y donde se pierde. ¡Cuántas vidas podrían salvarse! Cree estar viendo la imagen en la pantalla de un ordenador: líneas de colores correspondientes a cada individuo, huellas y señales constantes. Círculos y elipses, laberintos. Quizá también ochos sin acabar, quizá espirales malogradas, abruptamente truncadas.
Hay un perro pastor de color negro; le dan a oler un jersey de ella desde el asiento de atrás. El perro olfatea los alrededores del coche y luego se interna entre los olivos por el sendero. Kunicki siente una súbita inyección de energía, pronto se aclarará todo. Corren tras el perro, que se detiene en el sitio donde habrán hecho sus necesidades, pese a que no se distingue huella alguna. Se le ve muy satisfecho de sí mismo, pero, querido pastor, no has hecho más que empezar. ¿Dónde están, adónde se fueron? El perro no entiende qué más esperan de él, pero retoma la marcha, a regañadientes, en dirección opuesta, alejándose de los viñedos a lo largo de la carretera.
Así que caminó a lo largo de la carretera, piensa Kunicki, seguramente se equivocó. Pudo salir más adelante y haberlo esperado a unos cientos de metros. Pero ¿no oyó el claxon? ¿Y después? Quizá los recogió alguien, pero teniendo en cuenta que no los han encontrado, ¿dónde puede haberlos llevado ese alguien? Alguien. Una figura vaga, difusa, ancha de hombros. Cogote recio. Un secuestro. ¿Los habrá noqueado y metido en el maletero? Después los habrá trasladado a tierra firme en el ferry, podrían estar en Zagreb o en Múnich o en cualquier otra parte. ¿Y cómo pudo cruzar la frontera con dos cuerpos inconscientes?
Sin embargo, el perro no tarda en torcer hacia un barranco que va en diagonal a la carretera, una brecha larga y pedregosa que desciende sorteando las piedras. Al fondo se extiende un pequeño viñedo descuidado donde hay una casa de piedra, parecida a un quiosco, con techo de hojalata ondulada llena de herrumbre. Ante la puerta hay un montoncito de tallos de vid secos, reunidos probablemente para ser quemados. El perro describe círculos concéntricos alrededor de la casa y acaba regresando siempre a la puerta. Sin embargo, constatan con sorpresa que la puerta está cerrada con candado. Habrá sido el viento el que ha acumulado las ramitas en el umbral. Resulta evidente que nadie ha podido entrar por ahí. El policía mira al interior a través de los cristales sucios, después empieza a tirar de la ventana, cada vez más fuerte, hasta que la arranca. Entonces se asoman y les golpea un persistente olor a cerrado y a mar.
El walkie-talkie crepita, el perro bebe agua y recibe nueva orden de oler el jersey. Da tres vueltas a la casa, regresa a la carretera y, tras dudar un rato, la recorre en dirección a unas rocas prácticamente desnudas, apenas cubiertas de hierba seca en muy contados lugares. Desde el acantilado se ve el mar. Todos los del grupo de búsqueda están allí, de cara al agua.
El perro pierde el rastro, da media vuelta, finalmente se tumba en medio del sendero.
—To je zato jer je po noći padala kiša —dice alguien en croata, y Kunicki entiende perfectamente que habla de la lluvia de anoche.
Viene Branko y se lo lleva a comer. La policía se queda allí mientras ellos dos van a Komiža. Casi no hablan. Kunicki intuye que Branko seguramente no sabe qué decirle, y más aún en una lengua extranjera, en inglés. De acuerdo, que no diga nada. Piden pescado frito en un restaurante a orillas del mar; de hecho ni siquiera es un restaurante, sino la cocina de unos amigos de Branko. Todos lo son aquí, incluso tienen un aire de familia, rasgos afilados, caras curtidas por el viento, una tribu de lobos de mar. Branko le sirve una copa de vino e insiste en que se la beba. Apura la suya de un trago. No acepta dinero para pagar la cuenta. Recibe una llamada.
—They manage to get a helicopter, an airplane. Police —dice.
Elaboran un plan de expedición bordeando la costa, con la barca de Branko. Kunicki telefonea a Polonia, a casa de sus padres, oye la familiar voz ronca de su padre, le dice que deben quedarse tres días más. No le cuenta la verdad. Todo va bien, sencillamente deben quedarse. También llama al trabajo, dice que le ha surgido un pequeño problema y pide tres días más de vacaciones. No sabe por qué dice «tres días».
Espera a Branko en el embarcadero. Este aparece otra vez con su camiseta con una concha estampada, pero es una camiseta nueva, limpia, fresca, debe de tener para dar y regalar. Entre las barcas amarradas encuentran un pequeño bote de pesca. Unas letras azules torpemente escritas en el borde pregonan su nombre: Neptuno. En ese momento Kunicki recuerda que el ferry que los trajo se llamaba Poseidón, al igual que muchos bares, tiendas y barcas. Poseidón o Neptuno, nombres que el mar expele como conchas. Sería interesante averiguar cómo se compran los derechos de autor a un dios. ¿Con qué se le paga?
Se acomodan en el bote. Pequeño y estrecho, es más bien una barca a motor con una minúscula cabina de madera, de tablones toscamente armados. Branko guarda en ella botellas de agua, llenas y vacías. Algunas contienen vino de su propio viñedo, blanco, bueno, fuerte. Todos tienen aquí su propio viñedo y hacen su propio vino. Branko saca de allí un motor y lo fija en la popa. Arranca al tercer intento. A partir de entonces hay que gritar para oírse. El ruido es espantoso, pero al cabo de un rato el cerebro se acostumbra a él como a la gruesa ropa de invierno que separa el cuerpo del resto del mundo. Poco a poco el ruido se impone a la vista de la bahía, cada vez más pequeña, y del puerto. Kunicki divisa la casa en la que se alojaban, incluso las ventanas de la cocina y la flor de agave disparándose hacia lo alto desesperadamente, como un fuego artificial petrificado, una eyaculación triunfante.
Todo disminuye y se funde ante sus ojos: las casas en una oscura línea irregular, el puerto en una caótica mancha blanca entreverada por las rayas de los mástiles; sobre la ciudad, a su vez, emergen las montañas, desnudas, grises, salpicadas aquí y allá por el verdor de los viñedos. No paran de crecer, ya son enormes. Desde su interior, desde la carretera, la isla parecía pequeña, ahora exhibe su poderío: un macizo de rocas formando un cono monumental, un puño que sobresale del agua.
Al virar a babor dejando atrás la bahía y adentrarse en mar abierto, la costa de la isla parece escarpada y amenazadora.
A consecuencia de la maniobra las blancas crestas de las olas golpean las rocas y los pájaros se asustan por la presencia del bote. Cuando vuelven a arrancar el motor, los pájaros desaparecen. Y aún hay más: la línea vertical de un avión que va rumbo al sur y parte el cielo en dos.
Reemprenden la marcha. Branko enciende un par de cigarrillos y ofrece uno a Kunicki. Resulta difícil fumar: gotas minúsculas salpican desde debajo de la proa alcanzándolo todo.
—Mira el agua —grita Branko—, cualquier movimiento.
Al aproximarse a una bahía con una gruta, ven un helicóptero. Vuela en sentido contrario. Branko se pone en pie en medio del bote y hace señales. Kunicki mira el artefacto, casi feliz. La isla no es grande, piensa por centésima vez, nada puede escapar a la mirada de esa libélula mecánica que vuela alto, todo se verá claro y cristalino.
—Pongamos rumbo al Poseidón —grita a Branko, pero este se muestra reticente.
—Por allí no se puede pasar —grita a su vez como respuesta.
Sin embargo, el bote vira y aminora la marcha. Se mete entre las rocas con el motor apagado.
Esta parte de la isla también debe de llamarse Poseidón, como todo lo demás, piensa Kunicki. El bueno del dios se ha construido aquí sus propias catedrales: naves, cuevas, columnas y coros. Las líneas son imprevisibles, el ritmo falso y desacompasado. La humedad da brillo a las negras rocas ígneas, como forradas con un oscuro y raro metal. Ahora, al anochecer, estas construcciones resultan tristísimas, la quintaesencia del abandono, nadie ha rezado nunca aquí. Kunicki tiene de pronto la sensación de encontrarse ante prototipos de los templos creados por el hombre, de que los grupos de turistas deberían ser traídos aquí antes de visitar Reims o Chartres. Quiere compartir con Branko este descubrimiento, pero hay demasiado ruido como para poder hablar. Ven otro bote, más grande, donde pone Policie. Split. Sigue la línea de la escarpada costa. Los botes se aproximan y Branko se pone a hablar con los policías. No hay ni rastro, nada. Al menos eso imagina Kunicki, pues el estruendo del motor ahoga la conversación. Deben de entenderse leyendo los labios e interpretándolo todo por la manera suave e impotente de encogerse de hombros que no casa con sus camisas blancas con chatarreras de uniforme policial. Indican que hay que volver porque pronto se hará de noche. Es lo único que oye Kunicki: «Volved». Branko pisa el acelerador, emitiendo un ruido que suena como una explosión. El agua se contrae levantando olas minúsculas como escalofríos.
Llegar ahora a la isla resulta muy distinto que hacerlo de día. Primero ven luces centelleantes que por momentos se separan formando hileras. Crecen sumidas en una oscuridad cada vez más profunda, se independizan y diferencian: las luces de los yates amarrados junto al muelle en nada se parecen a las que se filtran por las ventanas de las casas; las que iluminan los rótulos de los comercios en nada se parecen a los movedizos faros de los coches. La imagen segura de un mundo domesticado.
Finalmente Branko apaga el motor y el bote alcanza la orilla. De repente, los bajos rozan terreno pedregoso: han llegado a la pequeña playa municipal, justo enfrente del hotel, lejos del embarcadero. Kunicki adivina el porqué. Al lado de la rampa, en el límite mismo de la playa, ve un coche de policía, dos hombres con camisas blancas que evidentemente los están esperando.
—Me parece que quieren hablar contigo —dice Branko mientras amarra el bote. Kunicki por poco se desmaya, tiene miedo de lo que quizá esté a punto de oír. Que han encontrado sus cuerpos. Eso es lo que le da miedo. Se acerca a ellos, las rodillas le tiemblan.
Gracias a Dios, se trata de un simple interrogatorio. No, no hay ninguna novedad. Pero ha pasado tanto tiempo que el asunto se ha vuelto serio. Lo llevan a la comisaría de Vis por la misma carretera, la única que hay en la isla. Ha oscurecido ya del todo, pero por lo visto conocen bien el camino, pues no aminoran la marcha ni siquiera en las curvas cerradas. No tardan en dejar atrás el lugar fatídico.
En la comisaría lo esperan personas nuevas. Un traductor alto y apuesto que habla un polaco que, seamos sinceros, deja bastante que desear —lo han traído expresamente desde Split—, y un oficial. Indiferentes, le hacen preguntas de rutina. Empieza a darse cuenta de que se ha convertido en sospechoso.
Lo devuelven al hotel. Baja del coche y hace ademán de entrar. Pero solo lo finge. Aguarda en un oscuro pasillo a que se marchen, a que cese el ruido del motor, y luego sale a la calle. Se encamina hacia donde se concentran más luces, al bulevar junto al embarcadero donde están todos los bares y restaurantes. Pero es tarde y a pesar de ser viernes ya no hay aglomeraciones; debe de ser la una o las dos de la madrugada. Entre los escasos clientes en las mesas busca con la vista a Branko, pero no lo ve, no divisa su conocida camiseta con una concha. Hay unos italianos, toda una familia, están acabando de cenar, también ve a dos personas mayores, sorben algo con una pajita mientras observan a la ruidosa familia italiana. Dos mujeres rubias, en actitud de íntima complicidad, los hombros tocándose, absortas en su conversación. Hay algunos lugareños, pescadores, otra pareja. Nadie le presta atención, qué alivio… Camina por el límite de la sombra, casi tocando el agua, percibe el olor a pescado y la cálida y salada brisa del mar. Le entran ganas de dar media vuelta y subir por una de las empinadas callejuelas en dirección a la casa de Branko, pero no se atreve, ya deben de estar dormidos. Así que se sienta en una pequeña mesa al borde de una terraza. El camarero lo ignora.
Observa a los hombres que llegan a la mesa de al lado. Se sientan y acercan otra silla. Son cinco. Antes de que venga el camarero, antes de pedir bebidas, reina entre ellos una intangible complicidad.
De distintas edades, dos lucen una barba tupida, pero toda diferencia pasa inadvertida una vez formado el círculo que, queriéndolo o no, han creado. Hablan, aunque no importa lo que dicen: podría pensarse que se preparan para cantar a coro, que prueban la voz. El círculo se llena de risas: los chistes, aun los más trillados, son pertinentes, incluso deseables. Una risa que susurra, vibrante, conquista el espacio y acalla a las turistas de la mesa vecina, dos mujeres de mediana edad, consternadas. Atrae miradas curiosas.
Preparan al público. La entrada del camarero con una bandeja de bebidas se convierte en una obertura, y el joven camarero en un maestro de ceremonias que, inconsciente de su papel, anuncia un baile o una ópera. Al verlo se animan, una mano le indica dónde ponerlas: aquí. Breves momentos de silencio, y los bordes de cristal alcanzan sus labios. Algunos de ellos, los más impacientes, no consiguen evitar cerrar los ojos, igual que en la iglesia cuando el cura, solemne, deposita en la lengua extendida una oblea blanca. El mundo está listo para dar un vuelco: solo en apariencia el suelo sigue bajo los pies y el techo sobre la cabeza, el cuerpo ya no pertenece exclusivamente a cada uno, sino que forma parte de una cadena viva, el eslabón de un círculo que ha cobrado vida. Ahora igual, vasos viajando hasta los labios, casi no se percibe el instante mismo de vaciarlos, es un momento de máxima concentración, de efímera seriedad. Estarán a partir de ahora aferrados a ellos: a los vasos. Los cuerpos sentados a la mesa empezarán a dibujar sus círculos, las coronillas marcarán en el aire los suyos, al principio pequeños, mayores después. Se superpondrán, dibujando nuevos arcos. Al final se levantarán las manos, primero probarán su fuerza en el aire, gesticulando para ilustrar las palabras, luego caerán sobre los hombros de los compañeros, sobre nucas y espaldas, propinando golpecitos de apoyo. En esencia, gestos de amor. La confraternización de manos y espaldas no resulta inoportuna, es un baile.
Kunicki lo contempla con envidia. Le gustaría salir de la sombra y unirse al grupo. Desconoce esa intensidad. Él pertenece al norte, donde los hombres se comportan con mayor timidez. Pero en el sur, donde el sol y el vino dan al cuerpo espontaneidad sin retraimiento, ese baile cobra absoluta realidad. Solo al cabo de una hora se desploma el primer cuerpo sobre el respaldo de la silla.
La cálida brisa nocturna lo empuja hacia las mesas posándole su pata en la espalda, insistiéndole: «Venga, hombre, ven». Quisiera unirse a ellos, vayan a donde vayan. Quisiera que lo llevaran con ellos.
Regresa a su hotelito por el costado no iluminado del bulevar, cuidándose mucho de no cruzar el límite de la sombra. Antes de entrar en la estrecha y asfixiante escalera, toma una bocanada de aire y se queda quieto un rato. Luego sube la escalera, tanteando los peldaños en la oscuridad, y enseguida cae desplomado en la cama, sin quitarse la ropa, boca abajo, con los brazos extendidos hacia los lados, como si alguien le hubiera pegado un tiro en la espalda y él contemplase esa bala durante unos instantes y luego se muriera.
Se levanta a las pocas horas, dos o tres, pues todavía está oscuro. Y baja a tientas hasta el coche. La alarma chasquea, el coche, lleno de añoranza, parpadea con guiños cómplices. Kunicki descarga el equipaje, todo, sin orden ni concierto. Sube los bártulos escaleras arriba y los arroja al suelo de la cocina y de la habitación. Dos maletas y un sinfín de hatillos, bolsas, cestas, también la de las provisiones para el viaje, un juego de aletas en su saco de plástico, las caretas de buceo, el parasol, las esterillas de playa y la caja de vino que compraron en la isla, así como el ajvar, ese condimento de pimientos rojos que tanto les había gustado, y unos tarros de aceitunas. Enciende las luces y se sienta en medio de todo este desorden. Después coge el bolso de ella y vacía suavemente su contenido sobre la mesa de la cocina. Se sienta y posa la mirada en el patético montoncito de objetos como si se tratase de un complicado juego de palillos chinos y le tocara a él hacer la siguiente jugada: extraer uno sin mover ningún otro. Tras vacilar un instante elige la barra de labios y desenrosca la tapa. De color rojo oscuro, casi nueva, apenas la había usado. Se la lleva a la nariz. Huele bien, es difícil decir a qué. Se arma de valor, va cogiendo uno a uno los demás objetos y los deposita por separado sobre la mesa. El pasaporte: viejo, con tapas azules, en la foto está bastante más joven, lleva una melena larga y suelta, con flequillo. Su firma en la última página aparece borrosa, por eso a menudo la retienen en las fronteras. El pequeño bloc de notas negro, con cierre de goma. Lo abre y lo hojea: unos apuntes, el dibujo de una chaqueta, una columna de cifras, la tarjeta de un bistró del balneario de Polanica, un número de teléfono al dorso, un mechón de pelo, oscuro, ni mechón siquiera, tan solo unas docenas de cabellos sueltos. Lo deja a un lado. Ya lo examinará más adelante. El estuche de maquillaje hecho de tela exótica hindú, en el interior: un perfilador de ojos verde oscuro, una polvera (sin apenas polvos), un rímel verde con cepillo en espiral, un sacapuntas de plástico, brillo de labios, unas pinzas, una cadenita ennegrecida rota. También encuentra una entrada del museo de Trogir con una palabra extranjera escrita al dorso; acerca a los ojos el pedazo de papel y lee con dificultad: καιρóς, debe de leerse K-A-I-R-Ó-S, pero no está seguro, la palabra no le dice nada. Y mucha arena en el fondo.
El móvil, casi descargado. Comprueba el registro de llamadas recientes; se repite su propio número, pero también hay otros, dos o tres, no le dicen nada. «Mensajes recibidos», solo uno, de él, cuando se perdieron en Trogir: Estoy junto a la fuente de la plaza principal. «Mensajes enviados»: vacío. Vuelve al menú principal, en pantalla la iluminada aparece un dibujo, al cabo de unos instantes se apaga.
Un paquete de pañuelos de papel, abierto. Un lápiz, dos bolígrafos, uno es un Bic naranja, el otro lleva escrito «Hotel Mercure». Calderilla, céntimos de zloty y de euro. Un monedero, con billetes croatas, poca cosa, y diez zlotys polacos. La tarjeta Visa. Un paquete de pósits naranja, manchado. Un alfiler de cobre con un grabado antiguo, parece roto. Dos caramelos Kopiko. La cámara de fotos, digital, en su estuche negro. Un clavo. Un clip blanco. Un envoltorio de chicle, dorado. Migas. Arena.
Coloca todo esto cuidadosamente sobre la encimera negra mate, cada cosa equidistante de la siguiente. Se acerca al grifo, bebe agua. Vuelve a la mesa y enciende un cigarrillo. Después saca fotos con la cámara de ella, objeto a objeto. Los fotografía despacio, con solemnidad, el zoom al máximo, el flash puesto. Solo lamenta que esta pequeña cámara no pueda fotografiarse a sí misma. También ella es una prueba en todo este asunto. A continuación va a la entrada, donde están las bolsas y las maletas, y toma una instantánea de cada una de ellas. Sin embargo, no se detiene ahí, deshace las maletas y se pone a fotografiar cada prenda, cada par de zapatos, cada tubo de crema y el libro. Los juguetes del niño. Incluso saca de una bolsa de plástico la ropa sucia y a ese montoncito informe también le hace una foto.
Encuentra una botellita de rakia, se la bebe de un trago, sin soltar la cámara, y toma una instantánea de la botella vacía.
Ya se ha hecho de día cuando conduce en dirección a Vis. Lleva los bocadillos, resecos, que ella había preparado para el camino. Con el calor, la mantequilla se ha derretido, empapando las rebanadas de pan con una fina y reluciente capa de grasa, el queso está duro y medio transparente, parece plástico. Se come un par al abandonar Komiža, se limpia las manos en el pantalón. Conduce despacio, con cuidado, mirando a los lados, a todo lo que ve al pasar, consciente de que lleva alcohol en la sangre. Pero se siente fuerte e infalible como una máquina. No mira hacia atrás, aunque sabe que allí, a sus espaldas, el mar crece metro a metro. La limpidez del aire permitiría seguramente divisar la costa italiana desde lo alto. De momento se para en el arcén y examina con la mirada todo lo que hay a su alrededor, cada pedacito de papel, cada desperdicio. También tiene los prismáticos de Branko, los usa para observar las laderas. Ve los pedregosos declives cubiertos por un fino colchón grisáceo de hierba reseca, ve los inmortales arbustos de zarzamoras oscurecidos por el sol, aferrándose a las piedras con sus largos brotes. Miserables olivos asilvestrados de tronco retorcido, pequeñas tapias de piedra vestigio de viñedos abandonados.
Al cabo de más o menos una hora, despacio, como un coche patrulla de la policía, empieza a adentrarse en Vis. Pasa junto a un supermercado, hace la compra, vino sobre todo, y en un momento se planta en la ciudad.
El ferry ya ha atracado en el muelle. Es inmenso, enorme como un edificio, un bloque flotante. Poseidón. Su portalón ya está abierto, ya hay formada una cola de coches y gente medio dormida para alimentar sus fauces. Enseguida empezará el embarque. Kunicki se detiene junto a la barandilla y observa el grupo de personas que están comprando billetes. Algunas cargan con mochilas, entre ellas una preciosa muchacha tocada con un turbante multicolor; la mira, no puede quitarle los ojos de encima. Junto a esta beldad, un muchacho alto de tipo escandinavo.
Hay mujeres con niños, supone que del lugar, sin equipaje, un hombre trajeado, con un maletín. También una pareja: ella, acurrucada contra el pecho de él, tiene los ojos cerrados, como si quisiera completar el sueño de una noche demasiado corta. Y varios coches, uno cargado hasta los topes, con matrícula alemana, dos italianos… Y unas furgonetas locales que van a buscar pan, verduras, el correo. La isla debe subsistir. Kunicki, con disimulo, echa un vistazo al interior de los coches.
Por fin la cola se mueve, el ferry engulle a personas y vehículos, nadie protesta, avanzan como borregos. Todavía llegan unos moteros franceses, son los cinco últimos, y también desaparecen dócilmente en las fauces del Poseidón.
Kunicki espera a que el portalón se cierre con su chirrido metálico. El taquillero cierra de golpe la ventanilla y sale a fumarse un cigarrillo. Los dos son testigos de cómo el ferry, con un escándalo repentino, se aleja de la orilla.
Le dice que está buscando a una mujer con un niño, saca del bolsillo el pasaporte de ella y se lo planta delante de las narices.
El taquillero se inclina para examinar la foto del pasaporte. Dice en croata algo así como:
—La policía ya ha preguntado por ella. Nadie la ha visto por aquí. —Da una calada y añade—: No es una isla grande, alguien se acordaría.
De pronto le da una palmada en el hombro, como si se conocieran de toda la vida.
—¿Un café? ¿Te apetece? —Y señala con la cabeza el cafetín del puerto que abre en ese justo momento.
Pues sí, un café, ¿por qué no?
Kunicki toma asiento en una mesita y el otro viene enseguida con sendos expresos dobles. Beben en silencio.
—No te preocupes —dice el taquillero—. Aquí es imposible perderse. Aquí estamos todos siempre a la vista, como expuestos en la palma de una mano abierta —dice, y le muestra la palma de la mano, surcada por varias líneas gruesas. Después le trae un panecillo con carne y lechuga. Finalmente se va, dejando a Kunicki con el café a medio tomar. Cuando desaparece, un breve sollozo lo sacude; es como un bocado de pan, así que se lo traga. No sabe a nada.
No logra evitar la sensación de estar expuesto en la palma de una mano. Para ser visto. ¿Por quién? ¿Quién querrá observar a todo el mundo, esa isla en medio del mar, esos hilos de caminos asfaltados que van de un puerto a otro puerto, a varios miles de personas derretidas por el sol, turistas y lugareños, en constante movimiento? En su cabeza centellean imágenes como captadas por satélite, al parecer se puede leer en ellas lo que pone en una caja de cerillas. ¿Será eso posible? ¿También será visible desde ahí arriba su incipiente calvicie? Un cielo inmenso, templado, poblado por incansables satélites armados con ojos escrutadores.
Regresa al coche atravesando un pequeño cementerio junto a la iglesia. Todas las tumbas miran al mar, como en un anfiteatro, de manera que los muertos observan el ritmo del puerto, lento, repetitivo. Probablemente les alegra el blanco ferry, a lo mejor incluso lo toman por un arcángel que escolta las almas en su aéreo viaje.
Kunicki nota que algunos apellidos se repiten. La gente y los gatos de aquí deben de parecerse: crecen en entornos endogámicos, se mueven en ambientes formados por contadas familias, rara vez salen de ellos. Se detiene una sola vez: al ver una lápida pequeña con apenas dos filas de letras:
Zorka 9-02-21 – 17-02-54
Srečan 29-01-54 – 17-07-54
Durante un rato busca en esas fechas un orden algebraico, parecen una clave. Madre e hijo. Una tragedia encerrada entre dos fechas, desarrollada por etapas. Una carrera de relevos.
Aquí se acaba la ciudad. Está cansado, el calor ha alcanzado su cénit y el sudor le inunda los ojos. Subiendo de nuevo en coche al interior de la isla, constata que el sol pertinaz hace de ella el lugar más inhóspito de la tierra. El calor emite el tictac de una bomba de relojería.
En la comisaría le ofrecen una cerveza bien fresca, como si quisieran ocultar su impotencia bajo la blanca espuma. «No los ha visto nadie», dice un funcionario fornido y, cortésmente, dirige hacia él el ventilador.
—¿Qué hago? —pregunta al policía desde la puerta.
—Debería irse a descansar —responde el policía.
Pero Kunicki se queda en la comisaría y, todo oídos, escucha cada conversación telefónica, cada chasquido de los walkie-talkie, cargado siempre de algún significado oculto, hasta que viene a buscarlo Branko y se lo lleva a comer. Casi no hablan. Después pide que lo dejen en el hotel, se siente débil y se tumba en la cama sin quitarse la ropa. Huele su propio sudor; el repulsivo olor del miedo.
Vestido, permanece tumbado boca arriba entre las cosas que había sacado de las bolsas. Con vista atenta calibra sus constelaciones, sus interrelaciones, las direcciones que señalan y las figuras que forman. Tal vez sea un presagio. Hay en todo ello un mensaje para él, en torno a su mujer y su hijo, pero sobre todo acerca de él mismo. Desconoce esta escritura y estos signos, seguro que no son obra de mano humana. La relación que los une resulta evidente, el mero hecho de que los esté mirando reviste importancia, y el verlos encierra un gran misterio, misterio es que pueda mirar y ver, misterio es que exista.
Tierra
El verano se cerró tras él dando un portazo. Kunicki se va adaptando, cambia las sandalias por unas zapatillas, las bermudas por el pantalón largo, afila los lápices de su escritorio, ordena facturas. El pasado ha dejado de existir, se convierte en retazos de vida: nada que lamentar. Así que eso que siente debe de ser un dolor fantasma, irreal, un dolor de toda forma incompleta, mellada, que por su propia naturaleza tiende a un todo. No hay otra manera de explicarlo.
No logra conciliar el sueño últimamente. Es decir, sí se duerme por la noche, agotado, pero se despierta hacia las tres o cuatro de la madrugada, como tras la gran inundación de hace años. Solo que entonces sabía el porqué de su insomnio: le había asustado el cataclismo. Ahora es distinto, no se ha producido ningún desastre. Sin embargo, se ha abierto un agujero, una interrupción. Kunicki sabe que las palabras podrían recomponerlo; si encontrase un número razonable de palabras sensatas, adecuadas para explicar lo sucedido, del agujero no quedaría ni rastro y él dormiría hasta las ocho. Algunas veces, pocas, le parece oír dentro de su cabeza una o dos palabras pronunciadas en voz alta, lacerantes. Palabras arrancadas tanto de la noche de insomnio como del frenesí del día. Algo chispea en las neuronas, impulsos saltando de un lugar a otro. ¿No es eso lo propio del proceso de pensar?
Se trata de espectros prêt-à-porter apostados a las puertas de la razón, fabricación en serie. No resultan nada aterradores, no son comparables con ningún diluvio bíblico, no encierran escenas dantescas. Se trata simplemente de la terrible inevitabilidad del agua, de su omnipresencia. Impregna las paredes del piso. Kunicki examina con el dedo el enfermo revoque empapado, la pintura húmeda deja huella en su piel. Las manchas trazan en la pared mapas de países que no conoce, que no sabe nombrar. Las gotas se filtran por el marco de las ventanas, se cuelan bajo la alfombra. Clava una alcayata en la pared y verás salir un reguerito, abre un cajón y oirás un chapoteo. Levanta una piedra y me descubrirás a mí, susurra el agua. Chorros incontrolables inundan los teclados, se apaga la pantalla bajo el agua. Kunicki sale corriendo de su bloque de pisos y constata que han desaparecido los cajones de arena para niños y los parterres, el bajo seto vivo ha dejado de existir. Con el agua hasta los tobillos, va hacia su coche, con él intentará salir del barrio y alcanzar un terreno más elevado, pero no le dará tiempo. Resultará que están sitiados, es una ratonera.
Alégrate de que todo haya acabado bien, se dice al levantarse en la oscuridad para ir al cuarto de baño. Claro que me alegro, se contesta. Pero no se alegra. En absoluto. Vuelve a acostarse entre las sábanas aún calientes y permanece tumbado con los ojos abiertos, hasta la mañana. Sus pies, inquietos, se dirigen a alguna parte en un paseo irreal e impedido por los pliegues del edredón, escuecen por dentro. A ratos descabeza un sueñecito del que lo despierta su propio ronquido. Ve clarear el día al otro lado de la ventana, oye el ruido de los basureros y los primeros autobuses; los tranvías salen de sus cocheras. A primera hora de la mañana se pone en movimiento el ascensor, se oyen sus chirridos desesperados, chillidos de una existencia encerrada en un espacio bidimensional, arriba y abajo, nunca en diagonal o a los lados. El mundo sigue adelante, con ese agujero irreparable, lisiado. Cojea.
Kunicki cojea junto con él hacia el cuarto de baño, después, de pie, toma un café junto a la encimera de la cocina. Despierta a su mujer. Medio dormida, desaparece en el baño.
Le ha encontrado una ventaja a su insomnio: escuchar lo que ella pueda decir mientras duerme. Así se desvelan los mayores secretos. Escapándose involuntariamente cual diminutos haces de humo para enseguida desaparecer; hay que atraparlos justo al asomar por la boca. Así que piensa y aguza el oído. Ella duerme boca abajo, silenciosamente, su aliento es apenas perceptible, suspira a veces, pero esos suspiros no contienen palabras. Cuando se da la vuelta para cambiar de lado, su mano busca instintivamente otro cuerpo, intenta abrazarlo, su pierna aterriza en las caderas de él. Por un instante se queda petrificado, pues ¿qué querrá decir? Finalmente concluye que se trata de un movimiento mecánico y se lo consiente.
Aparentemente nada ha cambiado salvo que el sol le ha aclarado el pelo y salpicado con unas cuantas pecas su nariz. Pero al tocarla, al pasar la mano por su espalda desnuda, le parece haber descubierto algo. No acierta a saber qué. Esa piel le opone resistencia, se ha vuelto más dura, más compacta, como una lona.
No puede permitirse nuevas búsquedas, tiene miedo, retira la mano. En un duermevela imagina que su mano da con un terreno ignoto, algo que pasó por alto en los siete años de su matrimonio, algo vergonzoso, un estigma, una tira de piel peluda, una escama de pez, un plumón de pollo, una estructura atípica, una anomalía.
Por eso se aparta hasta el borde de la cama y mira desde ahí esa forma que es su mujer. A la tenue luz del barrio que penetra por la ventana, su cara no es más que un pálido contorno. Se queda dormido con los ojos clavados en esa mancha y ya clarea en el dormitorio cuando despierta. La luz del amanecer, metálica, cubre de ceniza los colores. Por un instante le asalta la estremecedora sensación de que está muerta: ve su cadáver, un cuerpo vacío y reseco del que el alma ha volado tiempo atrás. No le da miedo, solo le sorprende, y acto seguido, a fin de ahuyentar esta imagen, le toca la mejilla. Ella suspira y se vuelve hacia él poniéndole una mano sobre el pecho, el alma regresa. Su respiración recupera el ritmo acompasado, pero él no osa moverse. Espera a que el despertador lo libre de tan incómoda situación.
Le preocupa su propia inacción. ¿No debería apuntar todos estos cambios para no pasar nada por alto? Levantarse en silencio, escurrirse de la cama y en la mesa de la cocina dividir una hoja de papel en dos columnas y escribir: antes y ahora. ¿Qué escribiría? La piel, más áspera: a lo mejor envejece, sin más, o a causa del sol. ¿Camiseta en vez de pijama? A lo mejor los radiadores están regulados a mayor potencia que antes. ¿Su olor? Ha cambiado de crema.
Recuerda el pintalabios que tenía en la isla. ¡Ahora usa otro! El anterior era claro, beis, suave, del color de los labios. Este es rojo intenso, carmesí, no sabe cómo definirlo, nunca ha sido bueno en esto, nunca ha sabido cuál es la diferencia entre rojo y carmesí y ya no digamos púrpura.
Abandona con cuidado las sábanas, toca el suelo con los pies desnudos y, a oscuras, para no despertarla, va al cuarto de baño. Solo en él se deja deslumbrar por su cegadora luz. En el estante de debajo del espejo está su estuche de maquillaje bordado con cuentas. Lo abre con delicadeza para cerciorarse de sus suposiciones. El pintalabios es diferente.
Por la mañana consigue llevar a cabo una actuación perfecta, eso cree: perfecta. Que ha olvidado algo y tiene que quedarse en casa, cinco minutos más.
—Ve sola, no me esperes.
Finge tener prisa por encontrar unos papeles. Ella, mientras tanto, se pone la chaqueta frente al espejo, se envuelve el cuello con una bufanda roja y coge al niño de la mano. La puerta se cierra de golpe. Los oye bajar corriendo la escalera. Se queda inclinado encima de los papeles mientras el eco del portazo resuena repetidas veces en su cabeza como si rebotase un balón, bum, bum, bum, hasta que vuelve el silencio. Respira hondo y se yergue. Silencio. Nota cómo lo envuelve, a partir de este momento se mueve despacio y con precisión. Se dirige al armario, descorre su puerta acristalada y se sitúa frente a los vestidos de ella. Alarga el brazo hacia una blusa blanca, nunca se la ha puesto, es demasiado elegante. La roza con la punta de los dedos, después la toca con toda la mano, que desaparece en sus pliegues de seda. Pero como la blusa no le dice nada, continúa; reconoce un traje chaqueta de cachemira, también casi sin usar, y unos vestidos de verano, así como unas cuantas camisas, una encima de otra; un jersey de invierno, envuelto aún en la bolsa de plástico de la tintorería, y el largo abrigo negro. Tampoco la ha visto a menudo con él puesto. Se le ocurre que esta ropa colgada está ahí para confundirlo, despistarlo, llamarlo a engaño.
Están en la cocina hombro con hombro. Kunicki corta el perejil. No quiere volver a empezar, pero no consigue contenerse. Siente cómo las palabras se le agolpan en la garganta, no se ve capaz de tragarlas. Así que vuelta a empezar:
—Venga, ¿qué pasó?
Ella responde con voz cansada, su tono es de quien repite lo mismo por enésima vez, que él es un pelma y un aburrido:
—Otra vez: me mareé, debí de intoxicarme, ya te lo dije.
Pero él no se rendirá tan fácilmente:
—No te encontrabas mal al salir del coche.
—Es verdad, pero luego me sentí mal, muy mal —repite con sorna—. Creo que por un momento perdí el conocimiento, el pequeño se puso a chillar y sus gritos me hicieron volver en mí. Se asustó y yo también me asusté. Quisimos ir hacia el coche, pero con la confusión tomamos otra dirección.
—¿Qué dirección? ¿Hacia Vis?
—Sí, hacia Vis. No, no sé si hacia Vis, ¿cómo iba a saberlo?, de haberlo sabido habría regresado al coche, te lo dije mil veces —levanta la voz—. Cuando comprendí que me había perdido, nos sentamos en una floresta, el pequeño se durmió y yo seguía mareada…
Kunicki sabe que miente. Sigue cortando el perejil sin levantar la vista de la tabla y dice con voz de ultratumba:
—Por allí no había ninguna floresta.
Y ella casi gritando:
—¡Claro que sí!
—No, había olivos solitarios y viñedos. ¿Qué floresta?
Se hace un silencio. Ella lo interrumpe diciendo en tono mortalmente grave:
—Pues bien. Lo has descubierto todo. Bravo. Se nos llevó un platillo volante, experimentaron con nosotros, nos insertaron chips, mira, aquí. —Y levanta la cabellera enseñando la nuca; su mirada es fría.
Kunicki ignora su sarcasmo.
—De acuerdo, sigue.
Y ella sigue:
—Encontré una casita de piedra. Nos dormimos, se hizo de noche…
—¿Así, de repente? ¿Y en qué se os fue el día? ¿Qué hicisteis?
Ella no hace caso, continúa su relato:
—… Por la mañana nos gustó. Pensé que te preocuparías un poco y te acordarías de nuestra existencia. Una especie de terapia de choque. Comíamos uva y salíamos a nadar…
—¿Tres días sin comer?
—Comíamos uva, te lo acabo de decir.
—¿Y qué bebíais?
Ella tuerce el gesto.
—El agua del mar.
—¿Por qué no me dices simplemente la verdad?
—Esta es la verdad.
Kunicki se esmera en cortar los carnosos tallos.
—Vale, ¿qué pasó después?
—Nada. Finalmente volvimos a la carretera y paramos un coche que nos llevó hasta…
—¡Tres días más tarde!
—¿Y qué?
Él lanza el cuchillo contra el perejil. La tabla cae al suelo.
—¿Te das cuenta del lío que armaste? Te buscaron con un helicóptero. ¡Movilizaste toda la isla!
—Innecesariamente. Que las personas desaparezcan por un tiempo es algo que sucede, ¿no es cierto? No hacía falta desatar el pánico. Digamos que me encontré mal y luego mejoré.
—¿Dónde está mi mujer de siempre? ¿Qué demonios te ocurre? ¿Cómo piensas explicarlo?
—No hay nada que explicar. Te he dicho la verdad, pero tú no quieres escucharla.
Le grita y enseguida, bajando la voz:
—Dime lo que piensas, cómo te imaginas que pasó todo.
Pero él no contesta. Semejante conversación se ha repetido ya varias veces. Y no parece que ninguno de los dos tenga el ánimo para mantener otra.
En ocasiones, ella se apoya en la pared, entorna los ojos y se burla de él:
—Se acercó un autobús lleno de proxenetas y me llevaron a un burdel. Mantenían al pequeño en el balcón a pan y agua. Tuve sesenta clientes en aquellos tres días.
Entonces él se aferra con las manos a la mesa para no golpearla.
Nunca se lo había planteado ni se ha preocupado por no recordar el transcurso de los días uno tras otro. No sabe qué hizo tal o cual lunes, no solo tal o cual, sino el último o el penúltimo. No sabe qué hizo anteayer. Intenta evocar el jueves anterior a que salieran de Vis y… no ve nada. Pero cuando se concentra, los ve caminar por el sendero, oye el crujido de arbustos y hierbajos secos al ser pisados, que la hierba estaba tan reseca que quedaba reducida a polvo bajo sus pies. También recuerda la pequeña tapia baja, pero seguramente tan solo porque allí vieron una serpiente que escapó al verlos. Ella le mandó coger al niño en brazos. Y mientras él lo llevaba cuesta arriba, arrancó algunas hojas de una planta y las restregó entre los dedos. «Ruda», dijo. Entonces es cuando recuerda que toda la isla olía así, precisamente a esa hierba, incluso el rakia, metían en las botellas ramitas enteras. Pero ya no sabe decir cómo volvían ni lo que sucedió aquella tarde. Tampoco recuerda otras tardes. No recuerda nada, lo pasó todo por alto. Y lo que no se recuerda, es que nunca existió.
Los detalles, la importancia de los detalles; antes no los había tomado en serio. Ahora está seguro de que, si logra organizarlos en una cadena coherente de causa efecto, todo se aclarará. Debería sentarse tranquilamente en su despacho, desplegar un papel, a poder ser de gran tamaño, el más grande que encuentre, tiene uno así, en paquetes de libros, y anotarlo todo punto por punto. Al fin y al cabo, la verdad existe.
Pues bien. Corta las cintas de plástico de un paquete de libros, los apila sin siquiera mirarlos. Es uno de esos superventas recientes, al cuerno con él. Saca la hoja de papel gris y la extiende sobre la mesa. La vasta superficie gris, un poco arrugada, lo intimida. Con un rotulador negro escribe: frontera. Allí se pelearon. ¿Debería remontarse a los días anteriores al viaje? No, se quedará en la frontera. Habrá enseñado el pasaporte sacando la mano por la ventanilla del coche. Fue entre Eslovenia y Croacia. Recuerda que después circularon por una carretera entre aldeas abandonadas. Casas de piedra sin tejado, con huellas de incendios o bombardeos. Inconfundibles vestigios de la guerra. Campos de cultivo cubiertos de malas hierbas, una tierra seca y yerma, desamparada. Sus propietarios, desterrados. Senderos muertos. Mandíbulas apretadas. Nada, no pasa absolutamente nada, están en el purgatorio. Circulan contemplando en silencio estos desolados paisajes. Pero no se acuerda de ella, estaba sentada a su lado, demasiado cerca. Tampoco recuerda si se detuvieron por allí o no. Sí, repostan en una gasolinera pequeña. Le parece que compran helados. Y el tiempo: bochorno bajo un cielo lechoso.
Kunicki tiene un buen empleo. Le permite ser un hombre libre. Trabaja como representante comercial de una gran editorial capitalina; representante, que quiere decir que vende libros. Tiene asignados varios puntos en la ciudad que debe visitar de vez en cuando, promocionando ofertas, recomendando novedades, tentando con descuentos.
Detiene su coche delante de una pequeña librería de los suburbios y saca del maletero el pedido realizado. La librería se llama «Librería. Papelería», es demasiado pequeña para permitirse un nombre propio, de todos modos la mayor parte de su facturación la constituye la venta de cuadernos y libros de texto. El pedido cabe en una caja de plástico: manuales, dos ejemplares del sexto tomo de una enciclopedia, las memorias de un actor famoso y el último superventas de un título que no dice nada: Constelaciones, la friolera de tres ejemplares. Kunicki se promete a sí mismo leerlo más adelante. Le sirven un café y bizcocho casero, les cae bien. Da cuenta de los bocados de bizcocho con unos sorbos de café, muestra el nuevo catálogo de la editorial. Esto se vende bien, dice, y se lleva un nuevo pedido. En esto consiste su trabajo. Antes de salir, compra un calendario rebajado.
Por la tarde, en su minúscula oficina, anota los datos del pedido en formularios corporativos; los envía por correo electrónico. Al día siguiente recibirá los libros.
Qué alivio, disfruta de una calada, ha terminado su jornada laboral. Ha estado esperando este momento desde la mañana para poder mirar tranquilamente las fotos. Conecta la cámara al ordenador.
Son sesenta y cuatro. No elimina ninguna. Aparecen en modo presentación, unos segundos cada una. Las fotos son aburridas. Su único mérito radica en que inmortalizan instantes que de otro modo se perderían para siempre. Pero ¿vale la pena copiarlas? Pues sí. Kunicki las copia en un CD, apaga el ordenador y se va a casa.
Todos sus movimientos obedecen a actos reflejos: girar la llave de contacto, desactivar la alarma, abrocharse el cinturón de seguridad, encender la radio con el toque de un dedo, meter la primera. El coche rueda despacio desde el aparcamiento hacia la concurrida calle, en segunda. La radio da el pronóstico del tiempo: va a llover. Y precisamente en este momento empieza a llover, como si las gotas de la lluvia, preparada de antemano, estuvieran a la espera del conjuro de la radio. Arrancan los limpiaparabrisas.
Y de repente algo cambia. No se trata del tiempo ni de la lluvia ni de lo que ve desde el coche, sino de él, todo se le aparece de manera diferente. Es como si se acabara de quitar las gafas de sol o como si los limpiaparabrisas hubieran quitado algo más que el polvo de la ciudad. Sufre un acceso de calor y por un reflejo quita el pie del acelerador. Le pitan. Se obliga a recuperar el autocontrol y acelera hasta alcanzar a un Volkswagen negro. Empiezan a sudarle las manos. De buena gana se apartaría a un lado, pero no hay donde meterse, tiene que seguir.
Constata con estremecedora clarividencia que todo el camino, tan de sobra conocido, está lleno de señales chillonas. Una información destinada tan solo a él. Círculos sobre una pata, triángulos amarillos, cuadrados azules, paneles verdes y blancos, flechas, indicadores. Rojo, verde, naranja. Líneas pintadas sobre el asfalto, letreros informativos, advertencias, recordatorios. La sonrisa de una valla publicitaria, también importante. Las ha visto por la mañana, pero entonces no le decían nada, podía ignorarlas, ahora ya no podrá. Le hablan en tono bajo y categórico, son más numerosas que nunca, en realidad no dejan espacio para nada más. Rótulos de comercios, anuncios, logos de Correos, de farmacias, de bancos, la paleta STOP de una maestra de infantil que vigila a los niños en el paso cebra, una señal superponiéndose a otra, cruzando una segunda, indicando la de más allá; un poco más adelante, una señal tomando el relevo de otra y esta última relevando la siguiente, un contubernio de señales, una red de señales, una connivencia de señales a sus espaldas. Nada es inocente ni carente de significado, es un gran rompecabezas sin fin.
Presa del pánico, busca sitio para aparcar, tiene que cerrar los ojos, si no, se volverá loco. ¿Qué le pasa? Empieza a temblar. Divisa una parada de autobús y, aliviado, allí se detiene. Intenta controlarse. Piensa que tal vez haya tenido un derrame. Teme mirar a su alrededor. A lo mejor ha encontrado otra forma de ver, otro Punto de Vista, con mayúsculas, todo con mayúsculas.
La respiración no tarda en normalizarse, pero las manos le siguen temblando. Enciende un pitillo, sí, se envenenará un poco con nicotina, se aturdirá con el humo, fumigará los demonios. Ya sabe que no va a seguir conduciendo, no podría con ese nuevo conocimiento que lo abruma. Jadea con la cabeza apoyada en el volante.
Aparca el coche en la acera —seguro que le pondrán una multa— y sale con cuidado. La calzada de asfalto le parece viscosa.
—Señor Intocable —dice ella.
Kunicki no cae en la provocación: no contesta. Ella abre ruidosamente la puerta de un armario de cocina, saca un paquete de té y espera el lapso de tiempo que le ha concedido para que reaccione.
—¿Qué te ocurre? —pregunta agresivamente esta vez. Kunicki sabe que si tampoco contesta a esta pregunta, ella le lanzará un ataque en toda regla, de manera que, con calma, dice:
—No ocurre nada. ¿Qué quieres que ocurra?
Ella pega un bufido y enumera con voz monótona:
—No me hablas, no permites que te toque, te apartas a la otra punta de la cama, no duermes por las noches, no ves la tele, vuelves tarde de no se sabe dónde oliendo a alcohol…
Kunicki sopesa cómo comportarse. Sabe que haga lo que haga, estará mal. Así que se queda quieto. Se incorpora sobre la silla, clava los ojos en la mesa. Está tan incómodo como si hubiera algo negándose a pasar por su garganta. Detecta un movimiento amenazador en la cocina. Intenta una vez más:
—Hay que llamar a las cosas por su nombre… —Arranca, pero ella le interrumpe:
—Vaya, pues ojalá supiéramos ese nombre.
—De acuerdo. No me contaste lo que de verdad…
Pero no termina, porque ella tira el té al suelo y sale corriendo de la cocina. Un segundo después se oye el portazo de la entrada.
Kunicki piensa que es una actriz consumada. Podría hacer carrera.
Siempre ha sabido qué quería. Ahora no lo sabe. No sabe nada, ni siquiera sabe qué debería saber. Va abriendo secciones del catálogo general y, sin prestar demasiada atención, ojea las fichas atravesadas por una varilla. No sabe ni cómo ni qué buscar.
Pasó la última noche en internet. ¿Y qué encontró? Un mapa no muy exacto de Vis, una página del departamento de turismo croata, un horario de ferrys. Cuando tecleó el nombre de Vis, aparecieron decenas de páginas. Solo un par sobre la isla. Precios de hoteles y atracciones turísticas. Asimismo, Visible Imaging System, con fotografías de satélite, le pareció entender. Y Vaccine Information Statements. Victorian Institute of Sport. Y una más: System for Verification and Synthesis.
Internet lo conducía de una palabra a otra, ofrecía enlaces, señalaba con el dedo. Cuando no sabía algo, callaba discretamente o mostraba las mismas páginas hasta aburrir. Fue cuando Kunicki tuvo la impresión de haber alcanzado los límites del mundo conocido, el muro, la membrana de la bóveda celeste. Imposible romperlo a cabezazos y asomarse al exterior.
Internet es un estafador. Promete mucho: que cumplirá la tarea que le encomiendes, que encontrará aquello que busques; tarea, cumplimiento, premio. Pero a la hora de la verdad la promesa no es más que un reclamo, pues enseguida caes, hipnotizado, en trance. Los senderos se bifurcan, se multiplican a gran velocidad, los enfilas persiguiendo un objetivo que no tarda en desdibujarse y sufrir una serie de metamorfosis. Pierdes el suelo bajo los pies, el punto de partida queda olvidado y el objetivo desaparece definitivamente de tu vista, se extravía en el parpadeo de más y más páginas y tarjetas de visita que siempre prometen más de lo que pueden dar, fingen descaradamente que detrás de la superficie de la pantalla existe un cosmos. Nada más ilusorio, querido Kunicki. ¿Qué estás buscando, Kunicki? ¿Hacia dónde crees que vas? Tienes ganas de extender los brazos y lanzarte a él, a ese abismo, pero no existe nada más ilusorio: el paisaje resulta ser el fondo de la pantalla, no puedes dar un solo paso más.
Su pequeño despacho ocupa una sola habitación que alquila por cuatro perras en la cuarta planta de un desconchado edificio de oficinas. Al lado hay una agencia inmobiliaria y un poco más allá un salón de tatuajes. Tiene un escritorio y un ordenador. Paquetes de libros por el suelo. En el alféizar de la ventana hay una tetera eléctrica y un bote de café.
Arranca el ordenador y espera a que la máquina se recupere del susto. Mientras tanto enciende su primer pitillo. Vuelve a mirar las fotos, y esta vez las examina prestando mucha atención y dedicando tiempo a cada una, hasta que llega a las últimas que hizo: el contenido de su bolso desparramado por encima de la mesa y esa entrada con la palabra kairós, sí, incluso la aprendió de memoria: καιρóς. Sí, esta palabra se lo explicará todo.
De modo que ha encontrado algo que antes pasó por alto. Necesita fumar otro cigarrillo, hasta tal punto está excitado. Observa la palabra misteriosa que a partir de ahora lo guiará, la soltará al viento como una cometa y la seguirá. «Kairós», lee Kunicki, «kairós», repite sin estar seguro de cómo se pronuncia. Debe de ser griego clásico, piensa contento, ¡griego!, y se lanza hacia las estanterías de su biblioteca, donde no hay ningún diccionario griego, solo uno titulado Proverbios útiles en latín, al que apenas ha dado uso. Ya sabe que sigue la pista correcta. No podrá parar. Coloca las fotografías del contenido de su bolso, qué bien que las haya hecho. Las dispone una al lado de otra en filas iguales, como en un solitario. Enciende otro cigarrillo y da vueltas alrededor de la mesa como si fuera un detective. Se detiene, da una calada, clava los ojos en el pintalabios y el bolígrafo fotografiados.
De repente percibe que hay diferentes maneras de mirar. Con una solo se ven objetos, cosas útiles para la persona, concretas e inofensivas, y enseguida se sabe para qué sirven y cómo utilizarlas. Pero también existe una manera de mirar panorámica, generalizadora, gracias a la cual se descubren vínculos entre los objetos, su red de reflejos. Las cosas dejan de ser cosas, el hecho de que sirvan para algo es irrelevante, mera apariencia. Se convierten en señales, indican algo que no aparece en la fotografía, remiten más allá del marco de la instantánea. Hay que concentrarse mucho para mantener esa mirada, que en esencia es un don, un estado de gracia. El corazón de Kunicki late cada vez más fuerte. El bolígrafo rojo con la palabra «Septolete» aparece profundamente enraizado en un significado oscuro, inescrutable.
Reconoce ese lugar, estuvo en él por última vez cuando bajaban las aguas, justo después de la inundación. La biblioteca, la honorable Ossolineum, está situada junto al río, frente a él, y es un error. Los libros deberían guardarse en terreno elevado.
Recuerda aquella imagen, el momento en que salió el sol y bajaron las aguas. La inundación había dejado cieno y fango, pero ya habían limpiado algunos lugares y los trabajadores de la biblioteca ponían allí los libros a secar. Los colocaban medio abiertos en el suelo; eran cientos, miles. En esa posición tan poco natural para ellos, recordaban a seres vivos, un cruce entre pájaro y anémona. Manos enfundadas en finos guantes de látex despegaban pacientemente las páginas unas de otras para que frases y palabras se secaran por separado. Lamentablemente, las páginas se habían marchitado, oscurecido por el cieno y el agua, retorcido. La gente se movía entre ellas con sumo cuidado, mujeres con bata blanca, como en un hospital, dejaban los volúmenes abiertos hacia el sol, que fuera el sol quien leyese. Pero en el fondo era un panorama desolador, algo así como un encontronazo entre dos elementos. Kunicki lo contempló con horror hasta que, animado por el ejemplo de un transeúnte, se unió al grupo de voluntarios entusiastas.
Hoy se siente incómodo en esa biblioteca del centro de la ciudad, espléndidamente reconstruida tras el desastre de la inundación y oculta en una serie de edificios que circundan un claustro. Al entrar en la espaciosa sala de lectura ve mesas dispuestas en filas regulares y distancia discreta entre una y otra. Ante casi todas ellas hay sentada una espalda: inclinada, jorobada. Árboles sobre tumbas. Un cementerio.
Los libros colocados en los estantes solo muestran el lomo, es como si, piensa Kunicki, se pudiera mirar a la gente solo de perfil. No seducen con abigarradas cubiertas, no presumen de fajas que invariablemente rezan «el mayor», «la más grande»; disciplinados cual reclutas, solo presentan sus insignias básicas: autor y título, nada más.
Catálogos en lugar de reclamos publicitarios, carteles y bolsas con su logo. La igualdad de las fichas embutidas en cajones estrechos infunde respeto. Información básica, número, breve descripción, ningún alarde.
Nunca había estado allí. Durante la carrera frecuentaba únicamente la moderna biblioteca de la universidad. Entregaba una hoja con el título y el autor y al cabo de un cuarto de hora le traían el libro. Tampoco es que la frecuentara muy a menudo, en situaciones excepcionales más bien, porque la gente fotocopiaba la mayoría de los textos. Una nueva generación de la literatura: texto sin lomo, una fotocopia fugaz, una especie de kleenex que se hizo con el poder tras la abdicación del pañuelo de algodón tradicional. Los pañuelos de papel hicieron una modesta revolución: abolieron las diferencias de clase. Un solo uso y a la basura.
Tiene delante tres diccionarios. Diccionario griego-polaco. Autor: Zygmunt Węclewski, Lvov, 1929. Librería Samuela Bodeka, calle Batorego 20. Pequeño diccionario griego-polaco. Teresa Kambureli, Thanasis Kambureli, Wiedza Powszechna, Varsovia, 1999. Y los cuatro volúmenes del Gran diccionario griego-polaco, Zofia Abramowiczówna (ed.), 1962, Editorial PWN. En él descifra no sin dificultad la palabra καιρóς, ayudándose con un cuadro comparativo de alfabetos.
Lee solo lo que está escrito en polaco, en alfabeto latino: «1. “De la medida”, medida correcta, adecuación, moderación; diferencia; importancia. 2. “Del lugar”, lugar vital, sensible del cuerpo. 3. “Del tiempo”, tiempo crítico, adecuado, oportunidad, ocasión, momento favorable, el momento propicio es fugaz; los que han aparecido inesperadamente; perder la ocasión; cuando llega el momento adecuado, ayudar a tiempo en caso de tormenta, cuando se presenta la ocasión, prematuramente, períodos críticos, estados periódicos, orden cronológico de los hechos, situación, estado de cosas, posición, peligro definitivo, provecho, utilidad, ¿con qué fin?, ¿qué te ayudaría?, ¿dónde sería conveniente?».
Esto pone en el primer diccionario. En el segundo, más antiguo, Kunicki echa un vistazo somero a las diminutas entradas saltándose los términos griegos y tropezando con maneras de expresión anticuadas: «buena medida, moderación, relación correcta, alcanzar un objetivo, desmesura, instante correcto, tiempo adecuado, momento oportuno, maestría, asimismo, solamente, tiempo, hora, y en pl.: circunstancias, relaciones, tiempos, casos, incidentes, momentos revolucionarios decisivos, peligros; buena es la ocasión, la ocasión se brinda, a tiempo se presenta». El diccionario más reciente ofrece la pronunciación entre paréntesis cuadrados: [keirós]. Además: «tiempo atmosférico, tiempo cronológico, temporada, ¿qué tiempo hace?, temporada de uva, pérdida de tiempo, de cuando en cuando, una vez, ¿cuánto tiempo?, hace mucho que se debía hacer».
Desesperado, Kunicki pasea la vista por la sala de lectura. Ve las coronillas de cabezas inclinadas sobre libros. Vuelve a los diccionarios, lee la entrada anterior, que se parece mucho, en realidad solo difiere en una letra: καιριος. También difiere la explicación: «ejecutado a tiempo, certero, eficaz, mortal, fatal, pregunta decisiva» y: «sitio vulnerable del cuerpo, allí donde las heridas son eficaces, lo que siempre se produce a tiempo, será lo que tenga que ser».
Kunicki recoge sus cosas y regresa a casa. Por la noche encuentra en la Wikipedia una página dedicada a Kairós por la que se entera de que se trata de un dios, de poca importancia, olvidado, helénico. Y de que fue descubierto en Trogir. Su efigie estaba en aquel museo, por eso su mujer apuntó esta palabra. Nada más.
Cuando su hijo era pequeño, cuando era un lactante, Kunicki no pensaba en él como persona. Y eso estaba bien porque se encontraban muy cerca el uno del otro. La persona siempre está lejos. Aprendió a cambiarle los pañales con mucha destreza, lo hacía con un par de movimientos de manos, casi imperceptibles, solo se oía el débil sonido de los pañales. Sumergía su pequeño cuerpo en la bañera, le enjabonaba la barriga, después, envuelto en una toalla, lo llevaba a la habitación y le ponía el buzo. Aquello era fácil. Cuando se tiene un niño pequeño, no hace falta preguntarse nada, todo resulta obvio y natural. El niño abrazándose a tu pecho, su peso y su olor, tan familiar y enternecedor. Pero el niño no es una persona. Lo es a partir del momento en que se libra del abrazo y dice no.
Ahora le preocupa el silencio. ¿Qué hará el pequeño? Kunicki se planta en la puerta y ve a su retoño en el suelo entre juguetes Lego. Se sienta a su lado y toma entre las manos uno de los cochecitos de plástico. Lo conduce por una carretera pintada. Tal vez debería empezar por el cuento de érase una vez un cochecito que se perdió. Está a punto de abrir la boca cuando el niño le arrebata el juguete para entregarle otro: un camión de madera cargado de bloques.
—Vamos a construir —dice.
—¿Qué quieres construir? —Kunicki entra en el juego.
—Una casa.
Muy bien, una casa pues. Forman un cuadrado con los bloques. El camión va trayendo materiales.
—¿Y si construyéramos una isla? —pregunta Kunicki.
—No, una casa —contesta el pequeño y coloca más bloques sin orden ni concierto, uno encima de otro. Kunicki los arregla con delicadeza para que la construcción no se derrumbe.
—Esto…, ¿recuerdas el mar?
El niño asiente, el camión descarga una nueva remesa de suministros. Kunicki ya no sabe qué decir ni por qué preguntar. Señalando la alfombra, dirá que es una isla, que ellos se encuentran en esa isla, que papá está muy preocupado porque no sabe dónde puede estar su hijito. Pensado y hecho, pero no resulta convincente.
—No —se obstina el niño—. Construyamos la casa.
—¿Recuerdas cómo os perdisteis mamá y tú?
—¡No! —espeta el pequeño y, alegremente, descarga más bloques para la construcción.
—¿Te perdiste alguna vez? —insiste Kunicki.
—No —responde el pequeño, momento en que el camión se empotra con ímpetu en la casa recién levantada, las paredes se derrumban—. Bum, bum. —El niño se ríe.
Kunicki, con paciencia, se pone a reconstruirla.
Cuando ella vuelve a casa, Kunicki la ve desde la alfombra, como el niño. Es grande, está sospechosamente excitada. Tiene la cara encendida por el frío y la boca roja. Arroja al respaldo de la silla su chal rojo (¿no será carmesí o púrpura?) y abraza el niño. «¿Tenéis hambre?», pregunta. Kunicki tiene la impresión de que con ella ha irrumpido el viento en la habitación, un viento marino racheado. Le gustaría preguntarle «¿Dónde has estado?», pero no puede permitírselo.
Por la mañana tiene una erección y se ve obligado a darle la espalda, a ocultar esas vergonzantes ideas del cuerpo, para que no las lea como una invitación, un intento de reconciliación, un gesto de intimidad. Se vuelve hacia la pared y celebra esa erección, esa disposición inútil, ese estado de alerta, esa extremidad glutinosa dura; la tiene para sí mismo.
La punta del pene, como un vector, apunta a lo alto, a la ventana, al mundo.
Piernas. Pies. Incluso cuando se sienta, ellos siguen caminando, se mueven virtualmente, no pueden parar, salvan cada distancia con precipitados pasitos. Cuando intenta detenerlos, se rebelan. Kunicki teme que sus piernas estallen y echen a correr, llevándolo por derroteros que él no elegiría, que en contra de su voluntad peguen saltos como si bailasen una cracoviana o se internen en lúgubres patios de bloques mohosos, suban escaleras ajenas, lo arrastren por una escotilla a tejados empinados y resbaladizos, obligándole a pasear como un sonámbulo por las escamas de sus tejas.
Kunicki no puede dormir, probablemente a causa de esas piernas tan inquietas; de cintura para arriba está tranquilo, relajado y soñoliento; de cintura para abajo, imparable. A todas luces se compone de dos personas. Arriba anhela paz y justicia; abajo se muestra transgresor y quebranta todos los principios. Arriba tiene nombre, apellido, dirección y número de carnet de identidad; abajo no tiene nada que decir sobre su persona, en realidad está harto de sí mismo.
Quisiera sosegar las piernas, untarlas con una pomada calmante; en realidad el cosquilleo interno resulta doloroso. Acaba tomando un somnífero. Llama al orden a sus piernas.
Kunicki intenta dominar sus extremidades. Inventa un método: les permite moverse ininterrumpidamente, incluso a los dedos de los pies dentro del zapato cuando el resto del cuerpo está quieto. Y cuando se sienta, también los libera, que se debatan solitos. Mira las puntas de los zapatos y ve el suave movimiento del cuero, señal de que sus pies siguen su obsesiva marcha sin moverse del sitio. Aunque también da largos paseos por la ciudad. Le parece que esta vez ha cruzado todos los puentes sobre el Odra y sus canales. Que no se ha dejado ni uno.
La tercera semana de septiembre trae lluvia y viento. Habrá que bajar del altillo la ropa de otoño, chaquetas y botas de goma del niño. Lo recoge de la guardería y se dirigen deprisa hacia el coche. El niño salta en medio de un charco y el agua lo salpica todo a su alrededor. Kunicki no se da cuenta, piensa en lo que va a decir, barrunta frases. Por ejemplo: «Temo que el niño haya podido ser víctima de un shock» o, más seguro de sí mismo: «Me parece que nuestro hijo sufrió un shock». Se acuerda de la palabra «trauma»: «sufrir un trauma».
Atraviesan la ciudad mojada, los limpiaparabrisas funcionan a cien por hora para quitar el agua, por unos instantes muestran un mundo sumido en la lluvia, desdibujado.
Es su día: el jueves. Los jueves recoge a su hijo de la guardería. Ella está ocupada, trabaja por la tarde, frecuenta sus cenáculos, regresa tarde, así que Kunicki tiene al pequeño para él solo.
Se acercan a un edificio recién renovado sito en el corazón de la ciudad y pasan un rato buscando sitio para aparcar.
—¿Adónde vamos? —pregunta el niño, y ya que Kunicki no contesta, se pone a repetir la pregunta machaconamente—: ¿Adónde vamos, adónde vamos?
—Cállate —dice el padre, pero poco después le explica—: Vamos a ver a una señora.
El niño no protesta, debe de picarle la curiosidad.
No hay nadie en la sala de espera; enseguida aparece ante ellos una mujer alta que ronda la cincuentena y los invita a pasar a su consulta. La estancia es luminosa y agradable, una mullida alfombra multicolor en el centro exhibe juguetes y bloques Lego. Un poco más allá hay un tresillo, un escritorio y una silla. El niño, prudente, se sienta en la punta de un sillón, pero sus ojos viajan hacia los juguetes. La mujer sonríe y estrecha la mano de Kunicki, y también saluda al niño. Habla precisamente con él, como si ignorara por completo al padre. Así que Kunicki es el primero en tomar la palabra, adelantándose a sus posibles preguntas:
—Mi hijo lleva un tiempo con problemas de insomnio, se ha vuelto nervioso y… —Miente, pero la mujer no le deja terminar.
—Primero vamos a jugar —dice.
Suena absurdo, Kunicki no sabe si también piensa jugar con él. Atónito, se queda de una pieza.
—¿Cuántos años tienes? —pregunta la mujer al niño, que enseña tres dedos.
—Cumplió tres en abril —dice Kunicki.
Se sienta sobre la alfombra junto al niño, le pasa unos bloques y dice:
—Papá se quedará un rato leyendo en el pasillo mientras tú y yo jugamos. ¿Te parece?
—No —contesta el pequeño, se levanta y corre hacia su padre. Kunicki ha entendido. Convence al niño para que se quede.
—La puerta estará abierta —asegura la mujer.
El ala de la puerta se cierra suavemente, pero no del todo. Kunicki se queda en la sala de espera, desde donde oye sus voces, si bien muy amortiguadas; no sabe lo que dicen. Esperaba muchas preguntas, incluso lleva encima el historial médico del chico; ahora lee que nació dentro del plazo, de parto natural, diez puntos en la escala Apgar, vacunas, peso 3,750 kg, longitud 57 centímetros. Las personas adultas son «altas», los niños «largos». Coge de la mesa una revista, la abre mecánicamente y enseguida encuentra anuncios de novedades editoriales. Reconoce títulos, compara precios. Le embarga una agradable oleada de adrenalina: él las vende más baratas.
—Dígame, por favor, qué ha pasado. ¿Qué espera de mí? —le pregunta la mujer.
Kunicki se siente avergonzado. ¿Qué se supone que debe decir? ¿Que su mujer y su hijo desaparecieron durante tres días? Cuarenta y nueve horas, las ha contabilizado desde la primera hasta la última. Y que no sabe dónde estuvieron. Siempre lo había sabido todo de ellos y ahora no sabe lo más importante. En una fracción de segundo se imagina diciendo:
—Ayúdeme, por favor. Hipnotícelo y reconstruya minuto a minutos aquellas cuarenta y nueve horas. Tengo que saber.
Ella, esa mujer alta y erguida como un mástil, se le acerca tanto que Kunicki percibe el olor a antiséptico de su jersey —así olían las enfermeras cuando era niño— y tomándole la cabeza entre sus grandes y cálidas manos la estrecha contra su pecho.
Sin embargo, la realidad es muy distinta. Kunicki miente:
—Últimamente está muy inquieto, se despierta en plena noche, llora. En agosto estuvimos de vacaciones, he pensado que tal vez haya vivido algo que no alcanzamos a comprender, que se haya llevado un susto…
Está convencido de que no le creerá. La mujer toma un bolígrafo entre los dedos y juega con él. Esboza una sonrisa cálida y encantadora, y dice:
—Tiene usted un hijo más que espabilado, inteligente y sociable. Efectos como estos los puede causar una simple película de dibujos animados. Que no abuse del consumo de televisión. A mi juicio no le ocurre nada, nada en absoluto.
Y lo mira con preocupación, así se lo parece.
Cuando salen, mientras el pequeño acaba de despedirse de la doctora agitando el brazo, empieza a llamarla «puta» para sus adentros. Su sonrisa se le antoja falsa. También ella oculta algo. No se lo ha dicho todo. Ahora sabe que no debería haberla visitado. ¿Acaso no hay en la ciudad psicólogos infantiles hombres? ¿Acaso las mujeres ostentan el monopolio de los niños? Nunca resultan inequívocas, nunca se sabe a primera vista si son débiles o fuertes, ni cómo reaccionarán, ni qué quieren; hay que permanecer alerta. Recuerda el bolígrafo en su mano. Bic naranja, idéntico al de la foto del bolso.
Hoy es martes, el día libre de ella. Agitado desde primera hora, no duerme, finge no mirarla en su deambular matutino entre el dormitorio y el cuarto de baño, entre la cocina y la entrada, y otra vez el cuarto de baño. Un breve e impaciente grito del niño: debe de atarle los zapatos. El silbido del desodorante. El pitido de la tetera.
Cuando por fin se van, se planta junto a la puerta, aguzando el oído, atento a si ya ha llegado el ascensor. Cuenta hasta sesenta, el tiempo que les llevará bajar. Después se calza deprisa y saca de una bolsa de plástico la chaqueta que ha comprado en una tienda de segunda mano. Servirá de camuflaje. Cierra la puerta silenciosamente tras de sí. Ojalá no tenga que esperar el ascensor demasiado rato.
De momento todo sale a pedir de boca. La sigue a una distancia prudencial, con la chaqueta de otro. No quita la vista de su espalda, se pregunta si sentirá alguna incomodidad, lo más probable es que no, pues camina deprisa, con garbo, él podría decir: con alegría. Madre e hijo saltan por encima de los charcos, no los bordean, sino que saltan por encima de ellos, ¿por qué? ¿De dónde sacará tanta energía en una lluviosa mañana de otoño? ¿O ya habrá surtido efecto el café? Los demás le parecen lentos y soñolientos, ella destaca, su chal rosa rabioso constituye una mancha llamativa sobre el fondo del día. Kunicki se agarra a él como a un clavo ardiendo.
Finalmente llegan a la guardería. La ve despedirse del pequeño, pero el adiós no lo conmueve. A lo mejor mientras lo envuelve con sus tiernos mimos y abrazos deja caer un susurro en el oído del niño, quién sabe si precisamente esa palabra que Kunicki busca con tanta desesperación. Si la conociera, podría teclearla en el buscador cósmico, el cual le proporcionaría en una fracción de segundo una respuesta sencilla y concreta.
Ahora la está viendo esperar el semáforo verde en un paso de peatones, sacar el móvil y marcar un número. Por un momento Kunicki abriga la esperanza de que el móvil empiece a sonar en su bolsillo; el sonido asignado a ella es el canto de la cigarra, un insecto tropical. Pero su bolsillo permanece en silencio. Ella cruza la calle, manteniendo una breve conversación con alguien. Ahora es él quien tiene que esperar a que cambie el semáforo, cosa peligrosa porque ella dobla la esquina y desaparece, así que él, en cuanto puede, aprieta el paso, temiendo haberla perdido, furioso consigo mismo y con los semáforos. Vaya, perderla a doscientos metros de casa. Pero no, ahí está, el chal entra en la puerta giratoria de una gran tienda. Más que tienda, es un centro comercial, lo acaban de inaugurar, está casi desierto, de modo que Kunicki duda de si debe entrar tras ella, si logrará ocultarse entre las diferentes secciones. Pero no tiene más remedio, porque hay una segunda salida que da a otra calle, así que se cala la capucha —gesto justificado, al fin y al cabo está lloviendo— y entra. La ve caminar entre los puestos, despacio, como si la retuviese algo; mira cosméticos y perfumes, se detiene ante una estantería y alarga el brazo en busca de algo. Sostiene un frasco en la mano. Kunicki rebusca entre calcetines rebajados.
Mientras, absorta en sus pensamientos, avanza hacia la sección de bolsos, Kunicki coge el frasco. Carolina Herrera, lee. ¿Grabar este nombre en la memoria o desecharlo? Algo le dice que grabar. Todo significa algo, solo que no sabemos el qué, repite para sus adentros.
La ve desde lejos, plantada ante un espejo con un bolso rojo en la mano, contemplando su imagen ya de un lado, ya del otro. Después se dirige hacia la caja, precisamente hacia donde se encuentra Kunicki, que, presa del pánico, se oculta tras el aparador de los calcetines, agacha la cabeza. Ella pasa a su lado. Como un fantasma. Pero no tarda en volverse, como si se hubiera olvidado de algo, y su mirada cae directamente sobre él, encorvado y con la capucha tapándole la frente. Kunicki ve sus pupilas dilatadas por el asombro, siente su mirada tocándolo, escrutándolo, palpándolo.
—¿Qué haces aquí? ¿Sabes qué pinta tienes?
Pero enseguida sus ojos pierden dureza, los envuelve una neblina, parpadean.
—¡Dios! ¿Qué te ocurre? ¿Ha sucedido algo malo?
Qué extraño, no es eso lo que se esperaba Kunicki. Sí una bronca. Ella, en cambio, lo abraza y se acurruca contra él, hunde la cara en su estrafalaria chaqueta de segunda mano. Él deja escapar un suspiro, un pequeño «oh» redondo, no sabe si de sorpresa ante tan inesperada reacción o de verse llorando con ganas en su fragante parka de plumón.
Llama un taxi, lo esperan en silencio. Solo en el ascensor ella le pregunta:
—¿Cómo te encuentras?
Kunicki contesta que bien, pero sabe que van hacia el enfrentamiento definitivo.
El campo de batalla será la cocina; ocuparán sendas posiciones de ataque: él probablemente ante la mesa, ella de espaldas a la ventana, como de costumbre. Y sabe que no debe tomar a la ligera ese momento crucial, tal vez el último posible para enterarse de lo que pasó. Conocer la verdad. Pero también sabe que se halla en un campo minado. Cada pregunta será una bomba. No es ningún cobarde y no cejará en su empeño de intentar establecer los hechos. Según el ascensor va subiendo, se siente un poco como un terrorista portador de una bomba bajo la ropa, bomba que estallará en cuanto abran la puerta del piso y lo reducirá todo a escombros.
Sujeta la puerta con el pie para primero meter las bolsas con la compra, después, entra. En realidad no nota nada raro, enciende la luz y vacía las bolsas sobre la encimera de la cocina. Pone agua en un vaso en el que mete un manojo de perejil, un tanto marchito. Es lo que lo espabila: el perejil.
Deambula como un fantasma por su propio piso, le parece atravesar las paredes. Las habitaciones están vacías. Kunicki es el ojo que juega al pasatiempo «Encuentra las X diferencias». Y las busca. No le cabe duda de que los dibujos, el piso antes y el piso después, difieren en detalles. Es un juego para los poco observadores. Al fin y al cabo en el colgador no está el abrigo de ella, ni su chal, ni la cazadora del pequeño, ni el desfile de zapatos (solo quedan las solitarias chancletas de él), tampoco el paraguas. La habitación del niño parece totalmente abandonada, de hecho solo quedan los muebles. Sobre la alfombra yace un cochecito de juguete cual vestigio de una colisión cósmica inimaginable. Pero Kunicki debe saber a ciencia cierta, así que avanza hacia el dormitorio con el brazo extendido, hacia el armario acristalado que, al descorrer Kunicki su pesada puerta, emite un triste gemido de disgusto. Tan solo queda la blusa de seda, demasiado elegante para llevarla. Cuelga solitaria en el armario. El movimiento de la puerta mueve suavemente la manga: parece alegrarse de que por fin la han encontrado, abandonada. Kunicki observa los estantes vacíos del cuarto de baño. Solo quedan sus accesorios de afeitado, arrinconados. Y el cepillo de dientes a pilas.
Necesitará mucho tiempo para comprender lo que ve. Toda la tarde, toda la noche y, además, la mañana siguiente.
Hacia las nueve se prepara un café muy cargado y luego mete en la bolsa de viaje unas cuantas cosas del cuarto de baño, unas camisetas y unos pares de pantalones del armario. Antes de salir, en realidad cuando ya está ante la puerta, comprueba el contenido del billetero: los documentos y las tarjetas de crédito. Después baja corriendo al coche. Como durante la noche ha nevado, tiene que quitar la nieve del parabrisas. Lo hace de cualquier manera, con la mano. Espera poder llegar a Zagreb al anochecer y al día siguiente a Split. O sea, mañana verá el mar.
Emprende camino por una carretera recta como una aguja rumbo al sur, en dirección a la frontera checa. Autor: Olga Tokarczuck
8 notes · View notes
messi-thebest · 1 year
Text
I was tagged by liverpool-enjoyer to make an url playlist!! Thanks so much for tagging me honey 😊
m - monotonia - shakira
e - ella baila sola - peso pluma
s - sugar - robin schulz
s - save your tears - the weekend
i - in the name of love - bebe rexha
t - triple t - tini
h - human - the killers
e - en la ciudad de la furia - soda stereo
b - buenos genes - rels b
e - el mismo aire - la konga
s - sale el sol - shakira
t - tarot - bad bunny
3 notes · View notes
sextavas · 2 months
Text
¿Qué hacen los amigos bohemios 🍻, cuando la noche se extiende y el vino se bebe 🍷?
Cuidar el proceder, no perder la compostura 🎩, evitar la arrogancia, la furia del guardián 😠. La fuerza que poseen, para decidir tu camino ✊, la misma que usarán, para llegar a su destino 🧭.
0 notes
prohibidolvidar · 5 months
Text
Siento mucho enojo porque no puedo disfrutar de ver crecer a mi niño en paz, ya no puedo ni siquiera llorar. Siento tanto odio tengo ganas de agarrar cualquier cosa y rompersela por la cabeza. Siento que no disfruto de ver crecer a mi bebe y el se lleva mis peores enojos y mis peores gritos. Solo pido perdón pero no puedo contener mi furia
0 notes
empyrean-rpg · 7 months
Note
La verdad que es una lástima que un foro que bebe de la saga Empyrean le quite su elemento característico a los jinetes, opino que quitarles a los jinetes su sello es como si un foro inspirado en HP les quitase las varitas a sus magos.
No creo que dicho elemento los deba volver protagonistas si saben como encauzar el foro y el desarrollo de todos los grupos. Aunque simplemente es mi humilde opinión.
Apreciamos tu valiosa opinión, anón. Toda crítica u opinión nacida del respeto siempre será bienvenida en nuestro foro.
Si bien es cierto que la novela de Fourth Wing nos inspiró, no somos un foro de esa saga. Tomamos algunas ideas y elementos de ella, así como también de Guild Wars, para dar forma a un universo completamente propio.
Los Infantry tienen un guiño a Shadowhunters, y nuestro "Dios" lleva el nombre de Velaris en honor a Acotar. Estos guiños son un homenaje a las obras que admiramos, pero no definen nuestro universo.
Entendemos que muchos fans de la saga de Rebecca Yarros, que ha cautivado al mundo entero, esperen que por ser un foro "inspirado" debamos mantener ciertas cosas/elementos propios del libro. Sin embargo, nuestro objetivo es crear un espacio con una trama propia.
El equipo de staff es apasionado por la fantasía en general, por lo que a lo largo de la vida del foro encontrarán referencias y homenajes a diversas sagas y videojuegos.
La premisa de Fourth Wing nos fascinó por la forma en la que nos empujo a dar vida a un universo con dragones y guerreros, que nos recuerdan un poquito a personajes como Divergente o Shadow Hunters.
Nos inspiró a crear nuestro propio mundo, con una perspectiva y personajes únicos.
Por otro lado, en nuestro foro existe el vinculo entre jinete-dragón, citare el punto 3 del sistema de Dragones.
III. El vínculo entre el dragón y su jinete trasciende los límites de la mera compañía. Es una unión única que trae consigo una profunda simbiosis emocional. Cada emoción, desde la más exultante alegría hasta el más profundo dolor, se comparte entre ambos seres. Cuando el dragón experimenta ira, su jinete siente la ardiente furia recorrer sus venas. Del mismo modo, cuando el jinete se estremece de dolor, el dragón también siente el golpe de la aflicción.
Solo hemos sacado las habilidades que reciben por el sello. Habilidades que a decir verdad no creemos necesarias en nuestro universo.
Lamentamos sinceramente que algunos esperaran una fidelidad más estricta a la saga de Rebecca. Sin embargo, los invitamos a dar una oportunidad a este nuevo mundo ♥, uno que sin duda ofrecerá una experiencia cargada de drama, acción y sorpresas.
0 notes
danielpico · 2 years
Text
“Los Lusiadas” - Luis de Camóes
Navegación de los Portugueses por los mares Orientales: celebran los dioses un consejo: se opone Baco á la navegacion: Vénus y Marte favorecen á los navegantes: llegan á Mozambique, cuyo gobernador intenta destruirlos: encuentro y primera funcion de guerra de los Portugueses contra los gentiles: levan anclas, y pasando por Quiloa, surgen en Mombaza.
I
  Las armas y varones distinguidos,
Que de Occidente y playa Lusitana
Por mares hasta allí desconocidos,
Pasaron más allá de Taprobana;
Y en peligros y guerra, más sufridos
De lo que prometia fuerza humana,
Entre remota gente, edificaron
Nuevo reino, que tanto sublimaron:
II
  Y tambien los renombres muy gloriosos
De los Reyes, que fueron dilatando
El Imperio y la Fé, pueblos odiosos
Del África y del Asia devastando;
Y aquellos que por hechos valerosos
Más allá de la muerte ván pasando;
Si el ingenio y el arte me asistieren,
Esparciré por cuantos mundos fueren.
III
  Callen del sabio Griego, y del Troyano,
Los grandes viajes, conque el mar corrieron;
No diga de Alejandro y de Trajano
La fama las victorias que obtuvieron;
Y, pues yo canto el pecho Lusitano,
A quien Neptuno y Marte obedecieron,
Ceda cuanto la Musa antigua canta,
A valor que más alto se levanta.
IV
  Vosotras, mis Tajides, que creado
En mí habeis un ingenio, nuevo, ardiente;
Si siempre, en verso humilde, celebrado
Fue por mí vuestro rio alegremente.,
Dádme ahora un son noble y levantado,
Un estilo grandílocuo y fluyente,
Con que de vuestras aguas diga Apolo,
Que no envidian corrientes del Pactolo.
V
  Dádme una furia grande y sonorosa,
Y no de agreste avena ó flauta ruda:
Más de trompa canora y belicosa,
Que arde el pecho, y color al rostro muda:
Canto digno me dad de la famosa
Gente vuestra, á quien Marte tanto ayuda:
Que se estienda por todo el universo,
Si tan sublime asunto cabe en verso.
VI
  Y vos, ¡oh bien fundada aseguranza,
De la Luseña libertad antigua,
Y no menos ciertísima esperanza
De la estension de cristiandad exigua!
Vos, miedo nuevo de la Máura lanza,
En quien hoy maravilla se atestigua,
Dada al mundo por Dios, Rey sin segundo,
Para que á Dios gran parte deis del mundo:
VII
  Vos, tierno y nuevo ramo floreciente
De una planta, de Cristo más amada
Que otra alguna nacida en Occidente,
Cesárea, ó Cristianísima llamada:
Mirad el vuestro escudo, que presente
Os muestra la victoria ya pasada,
En el que os dió, de emblemas por acopio,
Los que en la Cruz tomó para sí propio:
VIII
  Vos, poderoso Rey, cuyo alto imperio
El primero ve al sol en cuanto nace,
Y en el medio despues del hemisferio,
Y el último, al morir, saludo le hace:
Vos, que yugo impondreis y vituperio
Al ginete Ismaelita y duro Trace,
Y al turco de Asia y bárbaro gentío,
Que el agua bebe aún del sacro rio:
IX
  Breve inclinad la majestad severa
Que en ese tierno aspecto en vos contemplo,
Que luce ya, como en la edad entera,
Cuando subiendo ireis al árduo templo;
Y ora la faz, con vista placentera,
Poned en nos: vereis un nuevo ejemplo
De amor de patrios hechos valerosos,
Sublimados en versos numerosos.
X
  Amor vereis de patria, no movido,
De vil premio, mas de alto casi eterno;
Que no es un premio vil ser conocido
Por voz que suba del mi hogar paterno.
Oid; vereis el nombre engrandecido
Por los de quienes sois señor superno,
Y juzgareis lo que es más escelente,
Si ser del mundo Rey, ó de tal gente.
XI
  Oid, que no á los vuestros con hazañas
Fantásticas, fingidas, mentirosas,
Vereis loar, cual hacen las estrañas
Musas, de engrandecerse deseosas:
Las nuestras, no fingidas, son tamañas,
Que á las soñadas vencen fabulosas,
Y con Rugiero á Rodamonte infando
Y, aun siendo verdadero, hasta á Rolando.
XII
  Os daré en su lugar un Nuño fiero,
Que hizo al reino y al Rey alto servicio:
Un Égas y un Don Fúas; que de Homero,
Para ellos solos el cantar codicio;
Y por los doce Pares daros quiero,
Los doce de Inglaterra y su Magricio;
Y os doy, en fin, á aquel insigne Gama,
Que de Eneas tambien vence la fama.
XIII
  Y si del Franco Cárlos en balanza,
O de César quereis igual memoria,
Ved al primer Alfonso, cuya lanza
Oscurece cualquiera estraña gloria:
Y á aquel que al nuevo reino aseguranza
Dejó, con grande y próspera victoria,
Y á otro Juan, siempre invicto caballero,
Y al quinto Alfonso, al cuarto y al tercero.
XIV
  Ni dejarán mis versos olvidados
A aquellos que en los reinos de la Aurora,
Alzaron, con sus hechos esforzados,
Vuestra bandera, siempre vencedora:
A un Pacheco glorioso, á los osados
Almeidas, por quien siempre Tajo llora:
Al terrible Alburquerque y Castro fuerte,
Y otros, con quien poder no halla la muerte.
XV
  Y hora (que en estos versos os confieso.
Sublime Rey, que no me atrevo á tanto)
Tomad las riendas del imperio vueso
Y dad materia á nuevo y mayor canto:
Y empiecen á sentir el duro peso
(Que por el mundo todo cause espanto)
De ejércitos y hazañas singulares,
De Africa tierras y de Oriente mares.
XVI
  El Máuro en vos los ojos pone frio,
Viendo allí su suplicio decretado:
Por vos solo el gentil bárbaro impío
Al yugo muestra el cuello ya inclinado:
Tétis todo el cerúleo poderío
Para vos tiene, en dote, preparado:
Que, aficionada al rostro bello y tierno,
Adquiriros desea para yerno.
XVII
  Míranse en vos, de la eternal morada,
De los avos las dos almas famosas,
Una en la paz angélica dorada,
Otra en las duras lides sanguinosas;
En vos hallar esperan renovada
Su memoria y sus obras valerosas;
Y allá os muestran lugar, como acá ejemplo,
Que abre al mortal de eternidad el templo.
XVIII
  Mas mientras ese tiempo se dilata
De gobernar los pueblos, que os desean
Dad á mi atrevimiento ayuda grata,
Para que estos mis versos vuestros sean:
Y mirad ir cortando el mar de plata
A vuestros argonautas, porque vean
Que son vistos de vos en mar airado;
Y á ser, acostumbraos, invocado.
XIX
  Ya por el ancho Oceáno navegaban,
Las inconstantes ondas dividiendo:
Los vientos blandamente respiraban,
De las náos la hueca lona hinchendo:
Blanca espuma los mares levantaban,
Que las tajantes proras van rompiendo
Por la vasta marina, donde cuenta
Proteo su manada turbulenta;
XX
  Cuando los Dioses del Olimpo hermoso,
Dó está el gobierno de la humana gente,
Van á verse en consejo majestoso
Sobre futuras cosas del Oriente:
Del cielo hollando el éter luminoso,
Van, por la Láctea vía juntamente,
Convocados de parte del Tonante,
Por el nieto gentil del viejo Atlante.
XXI
  Dejan de siete cielos regimiento,
Que por poder más alto les fué dado;
Poder que, con el solo pensamiento,
Cielo y tierra gobierna, y mar airado:
Allí juntos se ven en un momento,
Los que habitan Arturo congelado,
Los que tienen el Austro y partes donde
La aurora nace, el rojo sol se esconde.
XXII
  Estaba el padre allí sublime y dino
Que vibra el fiero rayo de Vulcano,
En asiento de estrellas cristalino,
Con semblante severo y soberano:
Exhalaba del rostro aire divino,
Que en divino tornára un cuerpo humano,
Con corona y el cetro rutilante,
De otra piedra más clara que el diamante.
XXIII
  Más abajo, en asientos tachonados,
De perlas y oro lúcidos, estaban
Todos los otros dioses asentados,
Segun saber y juicio demandaban.
Los antiguos preceden honorados:
Los menores tras ellos se ordenaban;
Y aquí Júpiter alto, de este modo
Dijo, y llenó su voz el cielo todo:
XXIV
  «Eternos moradores del luciente
Estrellífero polo y claro asiento,
Si del esfuerzo grande de la gente
Lusa no habeis quitado el pensamiento,
Recordareis que existe permanente,
De los hados escrito anunciamiento;
Por el que han de olvidarse los humanos
De Asirios, Persas, Griegos y Romanos.
XXV
  «Ya les fué, bien lo visteis, concedido,
Que un poder, de recursos poco lleno,
Tomase Máuro fuerte y guarnecido
Todo el suelo que riega el Tajo ameno:
Y luego le asistió, contra el temido
Castellano, favor alto y sereno:
Así que siempre, en fin, con fama y gloria,
Victoria consiguió tras de victoria.
XXVI
  «Dejo, Dioses, la fama que, no exigua,
Sobre la grey de Rómulo alcanzaron,
Cuando con su Viriato, en esa antigua
Romana guerra, tanto se afanaron:
Y tambien la memoria, que atestigua
El valor de su nombre, cuando alzaron
Por jefe á un capitan que peregrino,
Simuló en Cierva espíritu divino,
XXVII
  «Y hora mismo admirais que acometiendo
Al inconstante mar, á más se atreve,
Por vias nunca usadas, no temiendo
Iras de Áfrico y Noto, en tabla leve:
Que ya, de dominar no poco habiendo
Donde larga es la luz y donde es breve,
Dirigen su propósito y porfía
A ver la cuna donde nace el dia.
XXVIII
  «Prometido les es del hado eterno,
Cuya ley ser no puede quebrantada,
Que tengan largos años el gobierno
Del mar que ve del sol la roja entrada:
En el agua han pasado el duro invierno
Va perdida la gente y trabajada;
Y justo ya parece que le sea
Mostrado el nuevo suelo que desea.
XXIX
  «Y porque, como visteis, han pasado
En el viaje tan ásperos castigos,
Tantos climas y cielos han probado,
Tanto furor de vientos enemigos,
Que sean acogidos he pensado
En la africana costa como amigos
Y allí repuesta la cansada flota,
Que torne á proseguir su alta derrota.»
XXX
  Estas palabras Júpiter decia,
y los Dioses por órden respondiendo,
Uno de otro en el juicio diferia,
Razon diversa dando ó recibiendo.
El padre Baco allí no consentia
De Jove en el acuerdo, conociendo
Que acabará su gloria del Oriente,
Si fuere allá la Lusitana gente.
XXXI
  De los Hados oyó que llegaria
Una gente fortísima de España,
Por alto mar, la cual sujetaria
Cuanto del Indio suelo Dóris baña,
Y con nuevas victorias venceria
Toda fama anterior suya ó estraña,
Haciéndole perder la escelsa gloria,
De que Nisa aun celebra la memoria.
XXXII
  Ve que tuvo ya al Gánges sometido,
Y nunca lo quitó fortuna ó caso
Por vencedor del Indo ser tenido
De cuantos beben linfas del Parnaso:
Su nombre teme ver, que esclarecido
Hoy suena, descender al negro vaso
Del agua del olvido, si allí aportan
Los Portugueses que los mares cortan.
XXXIII
  Militaba en su contra Vénus bella,
Aficionada á gente Lusitana,
Por cuantas calidades via en ella
De la que antes amó tanto Romana:
Por su gran corazon, su grande estrella,
Ya probada en la tierra Tingitana:
Por la lengua, que ser se le imagina,
Con corruptela breve, la Latina.
XXXIV
  Estas razones tiene Citeréa;
A más que de las Parcas claro entiende,
Que célebre ha de ser la hermosa Dea,
Por dó la gente bélica se estiende:
Así que, por el caso que á uno afea,
Y otro por los honores que pretende,
No es mucho que entenderse no consigan.,
Y este bando ó aquel los Dioses sigan.
XXXV
  Como el Bóreas y el Austro, en selva oscura
De silvestre arboleda y escondida,
Rompiendo ramos, van por la espesura,
Con ímpetu y braveza desmedida,
Y el monte entero con el son murmura,
Que hierve, de la junta hoja barrida;
Entre los Dioses del antiguo culto,
Tal andaba ardientísimo el tumulto,
XXXVI
  Marte que de la diosa sustentaba
Entre todos la parte, con porfía,
O, porque amor antiguo le obligaba,
O, porque el Portugués lo merecia,
Contra todos en pie se levantaba.
Irritado en el rostro aparecia:
Y el escudo, que lleva al cuello altivo,
Atras aparta, en ademan esquivo.
XXXVII
  La visera del yelmo de diamante
Apenas alza, Y firme, y bien seguro,
A esponer su opinion salta delante
De Júpiter, armado, fuerte y duro:
Y dando con el cabo resonante
Del asta en el cristal del cielo puro,
Le hizo temblar, y Apolo de asustado,
Un tanto amortiguó su luz turbado.
XXXVIII
  Y á Jove dijo: «Oh padre! á cuyo imperio
Obedece sumiso cuanto existe,
Si esta gente, que busca otro hemisferio,
Cuyo ingenio y valor tanto quisiste,
No quieres que padezca vituperio,
Como tiempo hace ya que dispusiste,
No escuches más, pues juez de todos eres,
De sospechosa parte pareceres,
XXXIX
  «Que si el de Baco aquí no se mostrase
Oprimido de miedo demasiado,
Fuera bien que su juicio sustentase
De no ser contra el Luso odio privado.
Mas esta su intencion no es bien que
Pues de interes al fin nace dañado;
Que lo que el cielo otorga al que bien lidia,
No ha de turbarlo nunca ajena envidia.
XL
  «Y tú, padre de inmensa fortaleza
De la resolucion por ti tomada
No te desdigas hoy, que es vil flaqueza
De empresa desistir ya comenzada.
Mercurio, pues que escede en ligereza
Al viento y la saeta disparada,
Vaya á tierra á mostrarles dó se informen
De la India, y se amparen y reformen.»
XLI
  Dijo Marte, y el padre poderoso
La cabeza inclinó, como aprobando
Lo que el Dios proponia valeroso,
En la asamblea néctar derramando.
Por el lácteo camino luminoso
Cada númen despues se fue buscando,
Hecho el debido y real acatamiento,
Su habitual residencia y aposento.
XLII
  Mientras esto pasaba en la lumbrosa
Casa del puro Olimpo omnipotente,
Cortaba el mar la armada valerosa
Del lado allá del Austro y del Oriente,
Entre la costa Etiópe y la famosa
isla de San Lorenzo: el sol ardiente
Abrasaba á los dioses, en pescados,
Por susto de Tifeo, trasformados.
XLIII
  Tan plácidos los vientos los llevaban,
Como á quien tiene por amigo el cielo;
Aire y tiempo serenos se mostraban,
Sin nubes, sin peligro, sin recelo:
De Praso el promontorio ya pasaban,
De antiguo nombre, en el Etiópe suelo,
Cuando el mar les mostraba descubiertas
Islas que con sus olas baña inciertas.
XLIV
  Vasco de Gama, el ínclito caudillo
Que á cosas tan impávidas se ofrece,
Que aduna ciencia del valor al brillo,
Al que siempre fortuna favorece,
El detenerse aquí no vé sencillo,
Que inhóspite la tierra le parece;
Y adelante pasar determinaba,
Si bien no le ocurrió, como pensaba.
XLV
  Porque venir ven pronto, en compañía,
Varios breves bajeles, sin cautela,
Del puerto que más cerca aparecia,
Cortando el ancho mar, con larga vela.
Se alboroza la gente, y su alegría
Con mirar y mirar templa y consuela;
Y ¿quién es esta gente? (entre, sí dicen)
¿Qué ley tienen, qué rey, qué Dios bendicen?
XLVI
  Las navecillas son, á su manera,
Muy veloces, estrechas y estendidas:
Las velas con que vienen son de estera,
De unas hojas de palma bien tejidas:
La gente es de la cútis verdadera
Que Faeton, en las tierras encendidas,
Dió al mundo, por osado y no prudente;
Lampedusa lo sabe, el Pó lo siente.
XLVII
  De paños visten de algodon, teñidos
De color vária, blancos y listados;
Unos los llevan en redor ceñidos,
Otros de airoso modo al brazo echados:
Van de cintura arriba no vestidos:
Tienen por arma adargas y acolchados,
Y en la cabeza toca; y mar corriendo,
Añafiles sonoros van tañendo.
XLVIII
  Con la ropa y los brazos indicaban
A la gente del Luso que esperasen:
Mas ya las ráudas proras se inclinaban,
Porque junto á las islas penetrasen:
La tropa y marineros trabajaban
Cual si aquí los trabajos se acabasen:
Toman velas, se amaina la verga alta;
Por el áncora herida, la mar salta.
XLIX
  Ni aún anclados están, cuando la gente
Estraña por las cuerdas ya subia;
Vienen con ledo gesto, y blandamente
El noble Capitan los recibia.
Manda ponerles mesas prontamente,
Y el licor que plantado Baco habia,
Y que de vidrio en vasos aparejan:
Los de Faeton quemados nada dejan.
L
Comiendo alegremente, preguntaban,
En arábigo hablar, de dó venían;
Quiénes son; de qué tierra; qué buscaban;
parte de la mar corrido habian.
Las respuestas que al caso acomodaban,
Con discrecion los Lusos les volvian:
Los Portugueses somos de Occidente,
En busca de las tierras del Oriente,
LI
Del mar toda la parte hemos sulcado,
Del Antártico polo y de Calisto,
Toda la costa de Africa rodeado,
Y tierra y cielos varios hemos visto.
Somos de un Rey glorioso y estimado,
Y en todo respetable, y tan bien quisto,
Que por él, no en el mar con gozo interno,
Mas en el lago entráramos de averno.
LII
  Y porque é1 lo mandó, buscando andamos
La gran tierra oriental que el Indo riega:
Por él la mar remota navegamos
Que solo de las focas se navega.
Mas ya es razon tambien de que sepamos,
Si verdad en vosotros no se niega,
Quién sois, si de esta tierra naturales,
Y si del Indo, en fin, teneis señales.
LIII
  Somos (dijo uno de ellos que dió cara)
Estranjeros en ley, suelo y ambiente;
Porque á los de estas islas los criara
Natura sin razon ni ley prudente:
Siguiendo nos la cierta que enseñara
De Abraham el preclaro descendiente
(Si de padre gentil, de madre hebrea)
Que gran parte del mundo señorea.
LIV
  Esta islilla pequeña que habitamos,
Es en todo el país segura cala
De cuantos en el golfo navegamos
De Quíloa, de Mombaza y de Sofála:
Y asegurarnos de ella
Como dueños, por ser precisa escala;
Y porque todo, en fin, se os notifique,
Llámase la insulilla Mozambique.
LV
  Y ya que de tan lejos navegades
Buscando el Indo Hidaspe y tierra ardiente,
Piloto aquí tendreis, por quien seades
Guiados por los mares sabiamente:
Tambien será bien hecho que tengades
De tierra algun refresco; y que el Regente
Que esta tierra gobierna, pronto os vea,
Y de lo más preciso se os provea.
LVI
  A sus barcos, diciendo así, tornóse
El Moro de su gente en compañía;
Y del Caudillo y Lusos apartóse,
Con muestras de debida cortesía.
En tanto Febo al hondo mar llevóse
En carro de cristal el claro dia,
Ordenando, que en tanto él reposase,
Su hermana el ancho mundo iluminase,
LVII
  Pasó la gente de la Lusa flota
La noche en alegría y descansada,
Por encontrar de tierra tan remota,
Nueva por tanto tiempo deseada;
Y entre sí cada cual advierte y nota
La gente y uso y ropa desusada,
Y cómo los que en secta infiel creyeran,
Tanto por todo el mundo se estendieran.
LVIII
  De la luna los rayos rutilaban
Por las plácidas ondas neptuninas:
Las estrellas el cielo asimilaban
A prado de azucenas argentinas;
Y los furiosos vientos reposaban
En las oscuras cuevas peregrinas:
Mas segun su costumbre, por cautela,
La gente de la escuadra estaba en vela.
LIX
  Pero así que llegó la luz rosada
Por el sereno cielo á derramarse
Del alba hermosa, abriendo roja entrada
Al claro sol que prueba á despertarse,
Se empieza á embanderar toda la armada,
Y de toldos alegres á adornarse,
Por recibir con fiestas y alegría,
Al Rector de las islas que venia,
LX
  Venia ledamente navegando
A ver las prestas naves lusitanas,
Con refrescos de tierra, en sí cuidando
Que son aquellas gentes inhumanas
Que las tierras caspianas habitando
A conquistar pasaron las Asianas,
Y por decreto y órden del destino,
Ganaron la ciudad de Constantino.
LXI
  Recibe el Capitan alegremente
Al jefe y su completa compañía:
Dále de ricas piezas un presente,
Que para estos efectos ya traia;
Dulces conservas dále, y dále ardiente
Desusado licor que da alegría;
Nada hay que el Moro con placer no tome,
Y con placer más grande bebe y come.
LXII
  La marítima gente está del Luso
Subida por las jarcias, admirada,
Notando el estranjero modo y uso,
Y la lengua tan bruta y enredada.
Tambien el Moro astuto está confuso,
Viendo el traje y color y fuerte armada;
Y todo preguntando, les decia
Si vienen por acaso de Turquía.
LXIII
  Y les dice tambien, que ver desea
El libro que á su ley y fe presido;
Por ver si con la dél conforme sea,
O si moral diversa las divide;
Y porque todo note, observe y vea,
Que le presente al Capitan, le pide,
Aquellas fuertes armas, de que usaban
Cuando con sus contrarios peleaban.
LXIV
  El valeroso Capitan responde,
Por uno que la lengua vil sabia:
Y le hace relacion, y poco esconde,
De su ley, tierra y armas que traia:
Dice que no es su raza la de donde
Procede la impia gente de Turquía;
Y que son de la Europa belicosa,
Y que la India buscan tan famosa.
LXV
  Que la ley de Aquel sigue, á cuya mano
Obedecen lo oculto y lo visible:
De aquel Ser que, creó todo lo humano
Lo que tiene sentido y lo insensible:
Que ofensas padeció y ultraje insano,
Sufriendo inmerecida muerte horrible;
Y en fin, que desde el cielo bajó al suelo,
Para el hombre subir del suelo al cielo,
LXVI
  «De este Dios-Hombre, altísimo, infinito,
No estrañes que hoy el libro aquí no lleve,
Escusando en papel traer escrito
Lo que estar en el alma impreso debe:
Que veas nuestras armas te permito,
Pues así lo pediste claro y breve.
Las verás amigable, pues espero
Que no las quieras ver como guerrero.»
LXVII
  Esto diciendo, manda á diligentes
Ministros enseñar las armaduras;
Ven arneses y petos relucientes,
Mallas finas, de acero planchas puras,
Escudos de labores diferentes,
Trabucos y espingardas muy seguras,
Arcos y sagitíferas aljabas,
Partesanas agudas, picas bravas.
LXVIII
  Las bombas de disparo y juntamente
Las sulfúreas pelotas, tan dañosas:
Pero á los de Vulcano no consiente
Dar fuego á las bombarda temerosas;
Porque el gallardo espíritu valiente,
Entre gentes tan pocas y medrosas,
Para no ser cual es, tiene razones:
Que es flaqueza, entre ovejas, ser leones,
LXIX
  Pero de esto que al Moro se le muestra
Y de cuanto observó con ojo atento,
Le vino al alma cólera siniestra
Y á la mente torcido pensamiento:
Mas en gesto y accion no lo demuestra,
Sino que, con risueño fingimiento,
Blandamente tratarlos determina
Hasta que pueda hacer lo que imagina.
LXX
  Pilotos luego el Capitan le pide,
Por quien pudiese al Indo ser llevado:
Y dícele que el pago no se mide
Del trabajo que en ello hayan tomado.
Prométeselo el Moro, en quien reside
Tal intencion, intento tan malvado,
Que, á poderlo, la muerte, en aquel dia,
En igual de Piloto le daria.
LXXI
  ¡Tal era el odio y malquerer tenaces
Que encendió contra el Luso la venganza,
De la verdad al ver que son secuaces
Que el hijo de David da en enseñanza!
¡Oh profundos arcanos no falaces
A que juicio mortal ninguno alcanza!
¡Que nunca falte un pérfido enemigo
Aun al que siempre fue del cielo amigo!
LXXII
  Partió en esto y llevó su compañía
De las náos el Moro despachado,
Con engañosa y grande cortesía,
Con aspecto de halago simulado.
Cortaron los bateles la ancha via
Del conocido mar; y acompañado,
Ya en tierra, de obsequioso ayuntamiento,
Fuese el Moro á su cógnito aposento.
LXXIII
  Desde su etéreo asiento el gran Tebano
Que del muslo paterno fue nacido,
Viendo que el fuerte pueblo Lusitano
Es al Moro molesto, aborrecido,
En la mente revuelve intento insano
Con que sea del todo destruido;
Y mientras en la mente lo ordenaba,
Consigo estas palabras platicaba.
LXXIV
«Está ya decidido por el Hado
Que alcance las victorias más famosas
La fuerte grey del Portugués estado
De las indianas gentes belicosas:
Yo solo, hijo de padre sublimado,
Con cualidades tantas generosas,
¿Sufriré que el destino favorezca
A aquel por quien mi nombre se oscurezca?
LXXV
  «Ya los dioses quisieron que tuviese
El hijo de Filipo en esa parte,
Tanto poder, que todo lo rindiese
Bajo su imperio el furibundo Marte.
¿Mas háse de sufrir que el Hado, diese
A tan pocos tamaño esfuerzo y arte,
Y yo, y el Macedonio, y el Quirite,
Demos lugar al que el honor nos quite?
LXXVI
  «No será así, porque antes que llegado
Hubiere el Capitan, astutamente
Le será tanto engaño fabricado
Que jamás toque al suelo del Oriente.
Yo á tierra bajaré, y el inflamado
Pecho haré incendio de la Máura gente:
Porque siempre por via irá derecha,
Quien de oportuno tiempo se aprovecha.»
LXXVII
  Esto diciendo, Mero y cuasi insano.
Sobre la tierra de África lanzóse,
Donde tomando forma y gesto humano,
Para el sabido Praso encaminóse;
Y por mejor fingir el hecho vano,
En natural figura convirtióse
De un Moro, en Mozambique conocido,
Viejo sabio, del Jeque muy valido.
LXXVIII
  Al cual entrando á hablar, al tiempo y horas
A la malicia aquella acomodadas.
Le dice, que eran hordas malhechoras
Las que allí nuevamente eran llegadas;
Que vino, de las gentes moradoras
De la costa, rumor que de robadas
Por estos hombres que pasaban, fueron,
Que con pactos de paz siempre mintieron.
LXXIX
  «Y á más sabe (le dice) que entendido
Tengo de estos cristianos, que ladrones,
El comercio del mar han destruido,
Con incendios y bárbaras acciones,
Y ya traen, de largo, engaño urdido
Contra nos; y que son sus intenciones
Solo de asesinarnos y robarnos,
Y á los hijos y esposas cautivarnos.
LXXX
  «Y sé tambien que tiene ya tratado
De venir á buscar agua, muy cedo,
El Capitan, de muchos resguardado,
Que de intencion dañada nace el miedo.
Tú tambien debes, con tu gente, armado,
Ir á esperarlo al paso, oculto y quedo;
Con que al bajar la suya descuidada,
Pueda toda caer en la celada.
LXXXI
  «Y no quedando aún de esta pelea
Destruidos ó muertos totalmente,
Imaginado tengo, aca en la idea,
Otra maña y ardid, que te contente.,
Manda darles Piloto infiel, que sea
De astucia natural, y tan prudente,
Que los lleve á dó fueren destrozados,
Perseguidos sin fin y esterminados.»
LXXXII
  No bien estas palabras lento dijo,
El Moro atento al fraude, al sabio viejo
El cuello le ciñó con regocijo,
Agradeciendo mucho el buen consejo:
Y luego preparó, nada prolijo
Para la empresa el bélico aparejo,
A fin que al Portugués se le volviese
En rojo humor el agua que obtuviese
LXXXIII
  Y busca para el logro del engaño
Quien á la escuadra por Piloto mande;
Sabio, astuto, sagaz en todo daño,
A quien pueda confiarse un hecho grande.
Dícele que, siguiendo al Lusitano
Por tales costas y corrientes ande
Que si de una escapare, en otra ciego
Vaya, con más desastre, á caer luego.
LXXXIV
  Ya Apolo con sus rayos visitaba
Los Nabateos montes, ascendido,
Cuando Gama á ir á tierra se aprontaba
Por agua con su tropa, decidido.
En las naves la gente se aprestaba
Cual si le fuese el fraude conocido:
Mas sospecharlo puede fácilmente,
Que cuando avisa, el corazon no miente.
LXXXV
  Cuanto mas, que mandado habia á tierra
Al piloto á traer refresco vario:
Y respondido fuele en son de guerra,
Caso de lo ofrecido muy contrario.
Por eso, y porque sabe cuánto yerra
Quien se cree, de su pérfido adversario,
Apercibido va, como podia,
En tres bateles solos que traia.
LXXXVI
  Mas los moros, que andaban por la playa,
A impedirles el agua apetecida,
Uno armado de escudo y de azagaya,
Otro de arco y de aljaba guarnecida,
Esperan que la Lusa gente vaya
La mayor parte de ellos escondida;
Si bien para lograr mejor el lance,
Algunos por ñagaza están de avance.
LXXXVII
  Y van por la ribera alba, arenosa,
Con ademanes bélicos, alzando
La adarga y arco, y flecha peligrosa,
A los callados Lusos incitando.
No sufre asaz la gente valerosa,
Que los canes el diente estén mostrando,
Y cada cual dá en tierra tan ligero,
Que nadie decir puede que es primero.
LXXVIII
  Cual en coso sangriento el ledo amante,
Viendo á la bien querida hermosa dama,
Busca al toro, y saliéndole delante,
Salta, corre tras él, le silba y llama:
Mas el fiero animal, en tal instante,
La cornígera frente inclina y brama,
Y arrancándo feroz, los ojos cierra,
Hiere, rompe, destroza y echa á tierra:
LXXXIX
  Así, en la escuadra ruido se levanta
De la dura y horrenda artillería:
La férrea bola mata, el ruido espanta:
El aire zumba, el humo turba el dia:
El pecho de los moros se quebranta:
Y creciendo el terror, su sangre enfria,
Y el descubierto muere destrozado,
Y el que estaba escondido huye asustado.
XC
  No contenta la gente portuguesa,
Prosigue la victoria, hiere y mata:
La poblacion, sin muros, es ya opresa,
Y la incendia, bombea y desbarata.
De la celada al moro ya le pesa,
Que bien cuidó comprarla más barata.
Y el anciano y la madre, hoy infelice,
Execra de la guerra, y la maldice.
XCI
  Corre el moro y saetas va arrojando
Sin fuerza, de cobarde y presuroso,
Palos, piedras y troncos vá tomando,
Y armas dále el furor ciego y rabioso:
Y ya el pueblo y la isla abandonando,
Huye á la tierra-firme temeroso:
Pasa, y corta del mar el brazo estrecho
Que de aquella la aparta breve trecho.
XCII
  Unos en almadias van fajadas;
Quién cruza el agua á nado diligente;
Quién se ahoga en las olas encrespadas;
Quién el mar bebe y echa juntamente.
Derriban las frecuentes bombardadas
Los Pánguios breves de la bruta gente:
Terrible, en fin, el portugués castiga
La vil malicia pérfida enemiga.
XCIII
  Y tornan victoriosos á la armada
Con el largo despojo y rica presa;
Y van á su placer á hacer aguada
Ya sin miedo de daño y de sorpresa.
Queda la Máura gente malparada,
Mas que nunca en el odio antiguo accesa;
Y viendo sin venganza tanto daño,
Solo esperando está del otro engaño.
XCIV
  Proponer paz dispone arrepentido
El Regidor de aquella inicua tierra,
Sin que sea del Luso conocido
Que en figura de paz le mandan guerra;
Porque al falso piloto prometido
(Promesa favor que el daño encierra)
En señal de las paces que trataba,
A que á morir los lleve le mandaba.
XCV
  El capitan, á quien entonces place
Tornar á su camino acostumbrado:
A quien tiempo ya dulce y próspero hace
Para en busca salir del Indo ansiado,
Al piloto recibe y satisface
Que le envian; y en todo agasajado,
Y despedido el mensajero atento,
Las velas manda dar al largo viento.
XCVI
  De esta suerte, ya en paz, la armada airosa
De Anfitrite las aguas dividia:
De Nereo la prole vá gozosa
En torno, fiel y alegre compañía.
El capitan sin maliciarse cosa
Del engañoso ardid que el moro urdia,
Del mismo largamente se informaba,
Del Indo todo y costas que pasaba.
XCVII
  Mas instruido el Moro en los engaños
Que el malévolo Baco le ha tejido,
De cautiverio y muerte nuevos daños,
Antes que al Indo llegue, ha prevenido:
De los puertos le da razon Indianos,
Y de cuantos detalles le ha pedido;
Y en tanto el Portugués nada temia,
Tomando por verdad lo que decia.
XCVIII
  Y añadió, con el falso pensamiento
Con que al Frigio á Sinón burlar se ha visto:
Que está cerca una Isla, cuyo asiento,
Siempre antiguo ocupó pueblo de Cristo.
El Capitan que á todo estaba atento,
Alégrase al relato no previsto,
Y á que le lleve al puerto le incitaba
Con grandes dones dó el cristiano estaba.
XCIX
  Lo mismo el falso Moro determina
Que lo que el capitan desear puede;
Que la tierra habitada es de ferina
Gente que sigue el culto de Mahomede.
Aquí el engaño y muertes imagina,
Porque en poder y fuerzas mucho escede
A Mozambique el pueblo, que se llama
Quíloa, muy conocido por su fama.
C
  Dirigíase allá la alegre flota:
Mas las la diosa en Citéres bendecida,
Viendola abandonar la cierta rota
Por ir tras de la muerte imprevenida,
No consiente que, en tierra tan remota,
Se pierda gente de ella tan querida,
Y con vientos contrarios la apartaba
De á dó el falso piloto la llevaba.
CI
  Con que el malvado Moro no pudiendo
Tal determinacion llevar avante,
Otra perfidia en su lugar urdiendo,
Prosigue en su propósito constante.
Dice que, pues las aguas impeliendo
Los llevan á la fuerza hácia adelante,
Que cerca hay otra Isla cuya gente
Son cristianos y moros juntamente.
CII
  Tambien en este aserto le mentia,
Como en fin, por costumbre ya llevaba;
Porque de Cristo allí gente no habia
Sino la que á Mahoma celebraba.
El Capitan, que al Moro bien creia,
Velas virando, la Isla demandaba:
Mas no quiere la diosa guardadora,
y la barra no vence la alta prora.
CIII
  La Isla á Quíloa está tan allegada,
Que un paso estrecho á entrambas dividia,
y una ciudad en ella está situada,
Que al frente de la mar aparecia;
De nobles edificios está ornada
Cual, de lejos, por fuera, bien se vía:
Mómbaza, isla y ciudad por nombre tienen,
Y á un Rey anciano á someterse vienen.
CIV
  Y el Capitan á vista de ella Ira anclado,
Estrañamente alegre porque espera,
Que va á ver aquel pueblo bautizado,
Como el falso piloto le dijera;
Cuando héte que de. tierra con recado
Llegan barcos del Rey, que ya supiera
Quien son, que Baco de antes le avisára,
De otro Moro en la forma que tomára.
0 notes
Text
Quisiera cambiar mi mundo de vez en cuando, no hacerlo Perfecto para mi, nunca he recibido el mismo grado de dedicación que he dado, me da mucho miedo que cada vez que lo hago me lastiman por ser como soy, hoy tengo mucho miedo y es curioso como una persona como yo, fiel creyente del amor, de la existencia de los finales felices, de una persona que sobrepone a todos por encima de él, una persona muy fuerte de sí mismo porque sabe que no existen mas hombres como yo y es un privilegio no ser un egocéntrico al decir esto porque es una realidad nunca he conocido a alguien que sea más entregado que mi mismo, el respeto que yo otorgo nadie en este mundo lo da, imaginar que soy un chico que no bebe, ni fuma, soy un chico que solo ama a una sola mujer y la cual daría su vida para que ella siempre fuera un alma feliz que nunca me atrevería hacerle un daño antes de que ella sufra prefiero que todo su sufrimiento caiga en mi y yo soportarlo por ella, soy un chico que no le gusta salir por las noches que le apasiona estar en casa por las noches mirando películas o disfrutando de su amada novia que en un futuro sea mi esposa, amo las salidas a los pueblitos o a cualquier lugar donde podamos estar en un paisaje donde la perfección es ella y lo adicional es el atardecer detrás de ella, no es difícil creer que soy una persona que ama escribir poesía, que disfruta de una tasa de café por las tardes aunque sea joven, soy un hombre que sabe que el respeto a la mujer hoy es lo primordial entregar el amor que se merece de una Reina o una Diosa, quien le apasiona la cocina y le gusta la medicina, que ha sido toda su vida servicial y atento con todas las personas que han llegado a su vida, imaginarte que sos el que va y viene en la vida de todas las personas, me he acostumbrado a ser el remplazo más grande de todas las personas, cuando obtienen lo que desean de mi siempre me desechan y me cambian o olvidan, si temo a la muerte pero mi mayor miedo es la soledad que la vida me otorgó por años, la tristeza que me regala, hoy soy el hombre más feliz del mundo solo por una vez deseo que no se acabe esto nunca, aunque pueda expresarme así, no puedo pedir nada solo puedo tratar de hacerlo realidad porque es lo que deseo ser feliz, nunca he sido malo con las personas, pero todos si pueden serlo conmigo, me agrada ser el saco de boxeo del mundo porque me golpean y descarga su furia en mi y yo soy ese saco que se queda ahí para aguantar todo, algún día me rajaré para siempre y sabré que mi labor en esta vida ha terminado…
0 notes
lyrics724 · 2 years
Text
Disturbia
[Letra de “Disturbia”] [Intro: Mda] (Fium, pf) (Ha, bich) (Yeah) (Yeah yeah, yeah, yeah)[Estribillo: Mda] Deja que eso fluya (Deja) Descarga esa furia (Yeah) Ese booty lujuria (Pf, pf) [?] Tú energía esta turbia (Turbia) La mía esta mas turbia No eres como esas estúpidas (-idas Tú entiendes en tu vida La penica esta súbita La mía en mi interior habita Tengo que tramitar Tengo que detramitar Bebe…
View On WordPress
0 notes
josemimontalban · 2 years
Photo
Tumblr media
El traje de "Ibuprofeno" chorrea en el balcón, asomándose a un mar enojado por perderla. Él se vuelca hacia uno de los lados de la cama, jadeante y sudoroso, para coger de la mesilla la lata de red Bull, que se bebe de un trago, antes de notar como las manos de ella lo aferran de nuevo por los hombros para girarlo dejándolo tumbado boca arriba y listo para volver a amar. - Eres insaciable.-le dijo. - Insaciable. -contestó. Dos bocas se encuentran nuevamente y unas manos buscan la perfección de unos pechos sólidos, comenzando de inmediato a juguetear con la redondez absoluta de unos pezones duros y excitantes, antes de bajar una boca que hierve hasta la gloria y morder con furia, porque el mundo se acaba mañana. Puto Putin. https://www.instagram.com/p/CkJqUUCoTnc/?igshid=NGJjMDIxMWI=
0 notes
emosandguy · 3 years
Text
Nico García Hume recomendando Attack On Titan en Furia Bebé es todo lo que está bien
5 notes · View notes
viejospellejos · 2 years
Text
¡¡No me toques las narices que te meto!!
152 notes · View notes
melspontaneus · 7 years
Photo
Tumblr media Tumblr media
14 notes · View notes
thewarishxre · 3 years
Text
 ╳┊ Freydis and Caleb @lxkisragnarok​
          Llevaban casi un mes leyendo los escritos del difunto rey, habían llegado a conocer mucho más de los sajones de lo que hubieran imaginado pero también muchos escondites o secretos. Freydis encontró unos ocultos en un mueble que dejó sobre un mueble. En la mayoría hablaba sobre acuerdos establecidos, sin embargo, hubo dos que llamaron su atención debido a que hablaban sobre Caleb. Uno sobre el acuerdo de matrimonio que había obtenido y que se comprometía a que la deuda hubiera sido saldada si moría cuando fue entregado como rehén. Freydis recordaba ese día bien, es el día que Daren y ella lo habían vuelto a ver desde que se había quedado con los sajones tras su juramento de un año. Dudaba que realmente hubiera creído que saldría muerto de ahí... a pesar de que el resto de los rehenes si lo hizo pero ni Daren ni Freydis dejaron que eso ocurriera con Caleb... él prometió que volviera con su esposa y su hijo recién nacido que conocería pero no había vuelto, por el contrario, volvió a jurar con Alfred. Fue tiempo después que Freydis se enteró de la muerte de su esposa y su hijo no logró nacer. Sin embargo, el siguiente fue el que más llamó la atención de la rubia porque tenía su nombre. Leer aquel acuerdo hizo que sintiera un nudo en la garganta... todo ese tiempo le había mentido en la cara, se había sacrificado por ella y lo único que le hizo fue sentir furia. Freydis se levantó de ahí con el pergamino en su mano y salió de ahí yendo al lugar donde no había ido en todo ese tiempo. Freydis observó a los prisioneros aunque a lo lejos notó el que buscaba, recordó esa prisión que estuvo con él muchos años atrás. ❝——Retirense❞ ordenó, abriendo la celda. Sintió un terrible dolor el verlo tan mal, sabía que esa era la principal razón que no había ido... no tenía corazón para verlo sufrir a pesar de todo. ❝¿Por qué no has comido y bebido? Bebe ahora❞ ordenó, Freydis acercó un balde de agua y lo llevó hacía él, obligando a que casi bebiera todo y posteriormente lo obligo a comer. Si iba a discutir con él, quería que tuviera al menos energía para darle una explicación. 
Tumblr media
9 notes · View notes
nightsofvangogh · 3 years
Text
Hermoso reflejo
ATENCIÓN: Esto es sólo una traducción del fanfic original de @bittermuire. (Aquí el fanfic original en inglés que consideré tan bueno que traduje por amor al arte). Con lo cual NO ES MÍO.
Incorporando la espalda, Nesta mira su reflejo.
“Estás preciosa”, murmura Emerie.
Nesta asiente con la cabeza. Preciosa es un buen adjetivo. El pelo enroscado en una corona trenzada, con flores intercaladas en los mechones, ojos pintados de negro y los labios de un rojo intenso. Junto con el vestido, su figura roza la perfección.
Gwyn alcanza su mano y la aprieta suavemente. Nesta hace lo posible por hacer lo mismo. Está congelada en los ojos de su reflejo. ¿Siempre ha parecido tan fría? Incluso tan bien vestida, envuelta en seda y maquillaje de la más alta gama, amada por sus hermanas por fin... está tan vacía que cree que nunca podrá volver a sentirse entera. La suave luz invernal no puede esconder los surcos esculpidos en su eterna piel.
Alisando su falda, Emerie sonríe. “¿Estás feliz?”
“Cualquiera diría que es primavera”, añade Gwyn con un guiño.
“Estoy…”.
Nerviosa. Enferma. Cansada.
Hay una piedra en mi estómago. Un pitido en mis oídos.
Nací en una maraña, sueño un día que cuando me levante… Me pregunto, me pregunto… si algún día me libraré de esta pesadilla.
Feliz. Feliz. Feliz.
“Estoy muy feliz”. Mira a sus amigas y sonríe. “He estado esperando este día, mi final feliz”.
La cara de Gwyn se ilumina complacida. Le lanza a Emerie una mirada fugaz y afilada.
Si pierden su fe, ella lo hará también.
Nesta mira a un punto remoto y lanza una plegaria.
·
“Por siempre te tendré, Nesta Archeron-“
Nesta Archeron.
“-como mi compañera”.
Él aprieta suavemente sus manos y ella levanta la mirada.
“Soy tuyo, y tú,” dice lenta y profundamente, “eres mía”.
Toda su ardiente intensidad está implícita en esas palabras. Las pronuncia como si con ello pudiera atar sus muñecas y sujetarla fuertemente. Él bebe de ello; la curva de su sonrisa y el ardor de sus ojos observándola como una presa.
Ella hace todo lo que puede por sonreír,
“Repite conmigo”, dice Clotho, muy gentilmente. Nesta la mira.
Cualquier indulto le vale, cualquier descanso.
Ella repite las palabras, las pronuncia, deja que se deslicen por su lengua. Sabe que sólo Cassian y Clotho las oyen, y que Rhysand hará comentarios sarcásticos al respecto más tarde. Su estómago se cierra. Sólo un poquito más para poder bajar del altar y perderse de su vista.
Clotho coge aire. “Soy tuya, y tú eres mío”.
Soy tuya, y tú eres mío.
Soy tuya, y tú eres mío.
Son palabras sencillas, ¿verdad? Palabras como lazos. Palabras como nudos. Sencillas de decir y sencillas de creer. Ama a Cassian. Su mundo terminó la primera vez que le vio; son perfectos, se rompen por la mitad para completarse entre ellos.
En algún sitio en su lugar de origen está una mitad de ella enterrada en la tierra. Olvidada e innecesaria. Inútil en el futuro que ella ha escogido.
No puede decir las palabras.
Su boca entreabierta, indefensa.
Puede ver su corazón romperse.
·
Pero a veces, ni siquiera quinientos años son suficiente.
“Eres mía.” Gruñe él, tan cerca que puede sentir su aliento, “Mía. Mi compañera. Me perteneces, Nesta.”
Sus ojos oscuros e intensos, sus labios curvados en una mueca; ella mira su rostro con horror. Un nuevo miedo la inunda. Él era su caballero de brillante armadura, su guardián, sus pasos el eco de los suyos. ¿Qué es ahora?
¿Cómo puede ella amar su furia, esa ira infinita? ¿Cómo puede ella amar esa oscuridad que disfruta de la suya?
·
Rhysand le agarra de la muñeca cuando baja del altar, sus nudillos blancos cuando se acerca.
“Pagarás por esto”, sisea. “Le has humillado”.
Feyre se sienta en silencio. Nesta siente la enfermiza sensación del amor y el odio desbordarla, siempre ese miedo paralizador. Culpa, vergüenza y dolor le cegaban.
“Por fin sabe cómo se siente”.
Pega un tirón, libera su muñeca del férreo agarre y se va.
2 notes · View notes