#de vagar por el campo con un palo
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ruthimages · 2 years ago
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"the asturiano need to walk around the field with a stick"
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cuadernodeliteratura · 7 years ago
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«La loba», Giovanni Verga.
Era alta, flaca, pero con los senos firmes y vigorosos, aunque ya no era joven; era pálida, como si tuviera encima la malaria, y en esa palidez chicos ojotes y dos labios frescos y rojos, devoradores. En la aldea la llamaban La Loba porque nunca se hartaba con nada. Las mujeres hacían la señal de la cruz al verla pasar, sola, como perra roñosa, con el paso sospechoso y vagabundo de loba hambrienta. Con sus labios colorados despulpaba a sus hijos y a sus maridos en un abrir y cerrar de ojos, y se los traía al trote con una sola mirada de satanás, como si estuvieran ante el altar de Santa Agripina. Por fortuna, La Loba jamás venía a la iglesia en Pascua ni en Navidad, ni a oír misa ni a confesarse. El padre Angelito de Santa María de Jesús, un verdadero siervo de Dios, perdió su alma por ella. La pobre Mariquita, tan buena muchacha, lloraba a escondidas porque era hija de La Loba y ninguno quería casarse con ella, a pesar de tener un buen ajuar y su buena tierra soleada como cualquier otra muchacha de la aldea. Una vez La Loba se enamoró de un hermoso joven que había sido soldado y segaba el heno con ella en las tierras del notario; pero lo que se llama enamorarse, sentir que las carnes le ardían bajo el fustán del corpiño, y sentir, mirándolo a los ojos, la sed que se siente en las horas calientes de junio en el fondo de las llanuras. Pero él seguía segando tranquilamente, viendo los montes y le decía: —¿Qué le pasa, doña Pina? En los campos inmensos, donde sólo restellaba el vuelo de los grillos, cuando el sol caía a plomo. La Loba hacinaba montón tras montón, gavilla sobre gavilla, sin cansarse jamás, sin erguirse un sólo momento, sin acercar sus labios a la garrafa a fin de no alejarse ni un instante de Nanni, que segaba y segaba, preguntándole de cuando en cuando: —¿Qué quiere, doña Pina? Una noche se lo dijo,mientras los hombres dormitaban en la era, cansados de la larga jornada, y los perros aullaban por el vasto campo negro: —¡Te quiero a ti! A ti, que eres hermoso como el sol y dulce como la miel. ¡Te quiero a ti! —En cambio, yo quiero a su hija, que es soltera —respondió Nanni, riendo. La Loba se llevó las manos a la cabeza, rascándose las sienes sin decir palabra, y se fue. No volvió a aparecerse en la era. Pero en octubre volvió a ver a Nanni, el mes en que se extrae el aceite, porque él trabajaba junto a su casa y el rechinar de la prensa no la dejaba dormir durante toda la noche. —Toma el costal de aceitunas y ven conmigo —le dijo a la hija. Nanni empujaba las aceitunas con una pala para que éstas cayeran bajo la muela, gritando “¡Arre!” a la mula, a fin de que no se detuviera. —¿Quieres a mi hija Mariquita? —le preguntó doña Pina. —¿Qué le va a dar usted a su hija Mariquita? —respondió Nanni. —Tiene lo que le dejó su padre; además le doy mi casa. Amíme bastará con un rincón en la cocina, donde pueda tenderme en un jergón. —De ser así, ya hablaremos de eso en Navidad —dijo Nanni. Nanni estaba totalmente sucio y embarrado de aceite y aceitunas puestas a fermentar, y Mariquita no lo quería bajo ningún aspecto; pero su madre la agarró por los cabellos frente al fogón, y le dijo rechinando los dientes: —¡O te casas con él o te mato! La Loba estaba casi enferma, y la gente andaba diciendo que cuando el diablo envejece se vuelve ermitaño. Ya no andaba en todas partes, ya no se paraba bajo el umbral de su casa, con aquellos ojos de endemoniada. Cuando lo miraba cara a cara, su yerno se echaba a reír y sacaba el trajecito de la Virgen y se santiguaba. Mariquita se quedaba en la casa amamantando a los hijos, y su madre se iba al campo a trabajar con los hombres, como cualquier hombre, a escardar, a escarbar, a arrear las bestias, a podar las parras, aunque soplara el cierzo en enero o el siroco en agosto, cuando los mulos andaban con la cabeza gacha y los hombres dormían de bruces al abrigo de los muros. En las horas que van de la víspera a la nona, en las cuales ninguna mujer es buena, La Loba era la única alma que se veía vagar por el campo, sobre los guijarros ardientes en los senderos, entre los rastrojos requemados en la inmensa llanura que se perdía en el bochorno, lejos, lejos, hacia el Etna caliginoso, donde el cielo se apesantaba en el horizonte. —¡Despierta!— le dijo La Loba a Nanni, que dormía en una zanja, junto a un matorral polvoriento, con la cabeza entre los brazos—. Despiértate, que te traigo vino para que te refresques la garganta. —¡No! ¡No hay mujer buena entre las víspera y la nona! —sollozaba Nanni, hundiendo la cabeza entre las hierbas secas de la zanja, mesándose los cabellos—. —¡Váyase, váyase! ¡No vuelva nunca a la era! Y La Loba se marchaba, amarrándose las trenzas soberbias, mirando fijamente el sendero y el rastrojo caliente, con sus ojos negros como el carbón. Pero La Loba volvió a la era muchas veces, y Nanni ya nada le dijo. Más aún, cuando tardaba en llegar, en las horas que van entre vísperas y nona, él iba a esperarla en lo más alto de la vereda blanca y desierta, con la frente bañada en sudor; y después volvía a mesarse los cabellos y a gritarle de nuevo: —¡Váyase, váyase! ¡No vuelva más a la era! Mariquita lloraba día y noche, y se le quedaba mirando a la madre con los ojos quemados por el llanto y los celos, como una lobezna, cuando la veía regresar del campo, pálida y muda. —¡Malvada! —le decía—. ¡Madre malvada! —¡Cállate! —¡Ladrona! ¡Ladrona! —¡Cállate! —¡Voy a ir a la policía! ¡Voy a ir! —¡Pues ve! Y fue de verdad, cargando a los hijos, sin miedo alguno y sin derramar una lágrima, como una loca, porque ahora ella también amaba al marido que le dieron a la fuerza, sucio y embarrado de aceitunas puestas a fermentar. El sargento mandó llamar a Nanni; lo amenazó con mandarlo a la cárcel y luego a la horca. Nanni solamente se arrancaba los cabellos y sollozaba. No negó nada; pero tampoco intentó disculparse. —¡Es la tentación! —decía—. ¡Es la tentación del infierno! Se arrojó a los pies del sargento, rogándole que lo mandara a la cárcel. —¡Por caridad, señor sargento, líbreme de este infierno! ¡Ordene que me maten o que me manden a prisión! ¡Nome deje volver a verla nunca! ¡Nunca! —¡No! —respondió La Loba—. No tengo más que un rincón en la cocina para dormir. ¡Y la casa es mía! ¡Yo no me voy! Poco después, una mula pateó a Nanni en el pecho, y estuvo moribundo; pero el párroco no quiso llevarle los santos óleos si La Loba no salía de la casa. La Loba se fue, y su yerno pudo prepararse entonces para irse también, como buen cristiano; se confesó y comulgó dando tantas muestras de contrición y arrepentimiento que todos los vecinos y curiosos lloraban frente a la cama del moribundo. Y más le hubiera valido morir ese mismo día, antes de que el diablo volviera a tentarlo y a clavársele en el alma y en el cuerpo cuando sanó. —¡Déjeme en paz! —le decía a La Loba—. ¡Por caridad déjeme en paz! ¡Ya he visto a la muerte con mis propios ojos! La pobre Mariquita está desesperada. —¡Ahora todo el pueblo lo sabe! Dejar de verla es mejor para usted y para mí... Y hubiera querido arrancarse los ojos para no ver los de La Loba, que cuando se clavaban en los suyos lo hacían sentir que perdía el alma y el cuerpo. Ya no sabía qué hacer para zafarse del hechizo. Mandó decir misas a las almas del Purgatorio, fue a pedir ayuda al párroco y al sargento. En Pascua fue a confesarse, lamiendo seis palos del atrio, delante de todos, como penitencia. Después, dado que La Loba continuaba incitándolo, le dijo: —¡Óigame bien! ¡No se le ocurra venir a buscarme a la era! Porque si vuelve a buscarme, como hay un Dios en los cielos, ¡la mato! —Mátame —respondió La Loba—, no me importa. Pero sin ti no quiero estar. Cuando volvió a divisarla, a lo lejos, en medio del sembradío verde, dejó de escardar la viña y fue por el hacha que estaba clavada en un olmo. La Loba lo vio venir, pálido y trastornado, con el hacha que relumbraba con el sol; pero no se detuvo, ni bajó los ojos, siguió caminando a su encuentro, llevando entre sus manos un manojo de amapolas rojas y comiéndoselo con la mirada de sus ojos negros. —¡Ay! ¡Maldita sea su alma ! —murmuró Nanni. Autor: Giovanni Verga
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libretaencomposicion · 5 years ago
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«La loba», Giovanni Verga. Era alta, flaca, pero con los senos firmes y vigorosos, aunque ya no era joven; era pálida, como si tuviera encima la malaria, y en esa palidez chicos ojotes y dos labios frescos y rojos, devoradores. En la aldea la llamaban La Loba porque nunca se hartaba con nada. Las mujeres hacían la señal de la cruz al verla pasar, sola, como perra roñosa, con el paso sospechoso y vagabundo de loba hambrienta. Con sus labios colorados despulpaba a sus hijos y a sus maridos en un abrir y cerrar de ojos, y se los traía al trote con una sola mirada de satanás, como si estuvieran ante el altar de Santa Agripina. Por fortuna, La Loba jamás venía a la iglesia en Pascua ni en Navidad, ni a oír misa ni a confesarse. El padre Angelito de Santa María de Jesús, un verdadero siervo de Dios, perdió su alma por ella. La pobre Mariquita, tan buena muchacha, lloraba a escondidas porque era hija de La Loba y ninguno quería casarse con ella, a pesar de tener un buen ajuar y su buena tierra soleada como cualquier otra muchacha de la aldea. Una vez La Loba se enamoró de un hermoso joven que había sido soldado y segaba el heno con ella en las tierras del notario; pero lo que se llama enamorarse, sentir que las carnes le ardían bajo el fustán del corpiño, y sentir, mirándolo a los ojos, la sed que se siente en las horas calientes de junio en el fondo de las llanuras. Pero él seguía segando tranquilamente, viendo los montes y le decía: —¿Qué le pasa, doña Pina? En los campos inmensos, donde sólo restellaba el vuelo de los grillos, cuando el sol caía a plomo. La Loba hacinaba montón tras montón, gavilla sobre gavilla, sin cansarse jamás, sin erguirse un sólo momento, sin acercar sus labios a la garrafa a fin de no alejarse ni un instante de Nanni, que segaba y segaba, preguntándole de cuando en cuando: —¿Qué quiere, doña Pina? Una noche se lo dijo,mientras los hombres dormitaban en la era, cansados de la larga jornada, y los perros aullaban por el vasto campo negro: —¡Te quiero a ti! A ti, que eres hermoso como el sol y dulce como la miel. ¡Te quiero a ti! —En cambio, yo quiero a su hija, que es soltera —respondió Nanni, riendo. La Loba se llevó las manos a la cabeza, rascándose las sienes sin decir palabra, y se fue. No volvió a aparecerse en la era. Pero en octubre volvió a ver a Nanni, el mes en que se extrae el aceite, porque él trabajaba junto a su casa y el rechinar de la prensa no la dejaba dormir durante toda la noche. —Toma el costal de aceitunas y ven conmigo —le dijo a la hija. Nanni empujaba las aceitunas con una pala para que éstas cayeran bajo la muela, gritando “¡Arre!” a la mula, a fin de que no se detuviera. —¿Quieres a mi hija Mariquita? —le preguntó doña Pina. —¿Qué le va a dar usted a su hija Mariquita? —respondió Nanni. —Tiene lo que le dejó su padre; además le doy mi casa. Amíme bastará con un rincón en la cocina, donde pueda tenderme en un jergón. —De ser así, ya hablaremos de eso en Navidad —dijo Nanni. Nanni estaba totalmente sucio y embarrado de aceite y aceitunas puestas a fermentar, y Mariquita no lo quería bajo ningún aspecto; pero su madre la agarró por los cabellos frente al fogón, y le dijo rechinando los dientes: —¡O te casas con él o te mato! La Loba estaba casi enferma, y la gente andaba diciendo que cuando el diablo envejece se vuelve ermitaño. Ya no andaba en todas partes, ya no se paraba bajo el umbral de su casa, con aquellos ojos de endemoniada. Cuando lo miraba cara a cara, su yerno se echaba a reír y sacaba el trajecito de la Virgen y se santiguaba. Mariquita se quedaba en la casa amamantando a los hijos, y su madre se iba al campo a trabajar con los hombres, como cualquier hombre, a escardar, a escarbar, a arrear las bestias, a podar las parras, aunque soplara el cierzo en enero o el siroco en agosto, cuando los mulos andaban con la cabeza gacha y los hombres dormían de bruces al abrigo de los muros. En las horas que van de la víspera a la nona, en las cuales ninguna mujer es buena, La Loba era la única alma que se veía vagar por el campo, sobre los guijarros ardientes en los senderos, entre los rastrojos requemados en la inmensa llanura que se perdía en el bochorno, lejos, lejos, hacia el Etna caliginoso, donde el cielo se apesantaba en el horizonte. —¡Despierta!— le dijo La Loba a Nanni, que dormía en una zanja, junto a un matorral polvoriento, con la cabeza entre los brazos—. Despiértate, que te traigo vino para que te refresques la garganta. —¡No! ¡No hay mujer buena entre las víspera y la nona! —sollozaba Nanni, hundiendo la cabeza entre las hierbas secas de la zanja, mesándose los cabellos—. —¡Váyase, váyase! ¡No vuelva nunca a la era! Y La Loba se marchaba, amarrándose las trenzas soberbias, mirando fijamente el sendero y el rastrojo caliente, con sus ojos negros como el carbón. Pero La Loba volvió a la era muchas veces, y Nanni ya nada le dijo. Más aún, cuando tardaba en llegar, en las horas que van entre vísperas y nona, él iba a esperarla en lo más alto de la vereda blanca y desierta, con la frente bañada en sudor; y después volvía a mesarse los cabellos y a gritarle de nuevo: —¡Váyase, váyase! ¡No vuelva más a la era! Mariquita lloraba día y noche, y se le quedaba mirando a la madre con los ojos quemados por el llanto y los celos, como una lobezna, cuando la veía regresar del campo, pálida y muda. —¡Malvada! —le decía—. ¡Madre malvada! —¡Cállate! —¡Ladrona! ¡Ladrona! —¡Cállate! —¡Voy a ir a la policía! ¡Voy a ir! —¡Pues ve! Y fue de verdad, cargando a los hijos, sin miedo alguno y sin derramar una lágrima, como una loca, porque ahora ella también amaba al marido que le dieron a la fuerza, sucio y embarrado de aceitunas puestas a fermentar. El sargento mandó llamar a Nanni; lo amenazó con mandarlo a la cárcel y luego a la horca. Nanni solamente se arrancaba los cabellos y sollozaba. No negó nada; pero tampoco intentó disculparse. —¡Es la tentación! —decía—. ¡Es la tentación del infierno! Se arrojó a los pies del sargento, rogándole que lo mandara a la cárcel. —¡Por caridad, señor sargento, líbreme de este infierno! ¡Ordene que me maten o que me manden a prisión! ¡Nome deje volver a verla nunca! ¡Nunca! —¡No! —respondió La Loba—. No tengo más que un rincón en la cocina para dormir. ¡Y la casa es mía! ¡Yo no me voy! Poco después, una mula pateó a Nanni en el pecho, y estuvo moribundo; pero el párroco no quiso llevarle los santos óleos si La Loba no salía de la casa. La Loba se fue, y su yerno pudo prepararse entonces para irse también, como buen cristiano; se confesó y comulgó dando tantas muestras de contrición y arrepentimiento que todos los vecinos y curiosos lloraban frente a la cama del moribundo. Y más le hubiera valido morir ese mismo día, antes de que el diablo volviera a tentarlo y a clavársele en el alma y en el cuerpo cuando sanó. —¡Déjeme en paz! —le decía a La Loba—. ¡Por caridad déjeme en paz! ¡Ya he visto a la muerte con mis propios ojos! La pobre Mariquita está desesperada. —¡Ahora todo el pueblo lo sabe! Dejar de verla es mejor para usted y para mí… Y hubiera querido arrancarse los ojos para no ver los de La Loba, que cuando se clavaban en los suyos lo hacían sentir que perdía el alma y el cuerpo. Ya no sabía qué hacer para zafarse del hechizo. Mandó decir misas a las almas del Purgatorio, fue a pedir ayuda al párroco y al sargento. En Pascua fue a confesarse, lamiendo seis palos del atrio, delante de todos, como penitencia. Después, dado que La Loba continuaba incitándolo, le dijo: —¡Óigame bien! ¡No se le ocurra venir a buscarme a la era! Porque si vuelve a buscarme, como hay un Dios en los cielos, ¡la mato! —Mátame —respondió La Loba—, no me importa. Pero sin ti no quiero estar. Cuando volvió a divisarla, a lo lejos, en medio del sembradío verde, dejó de escardar la viña y fue por el hacha que estaba clavada en un olmo. La Loba lo vio venir, pálido y trastornado, con el hacha que relumbraba con el sol; pero no se detuvo, ni bajó los ojos, siguió caminando a su encuentro, llevando entre sus manos un manojo de amapolas rojas y comiéndoselo con la mirada de sus ojos negros. —¡Ay! ¡Maldita sea su alma ! —murmuró Nanni. Autor: Giovanni Verga
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