#de vagar por el campo con un palo
Explore tagged Tumblr posts
Text
"the asturiano need to walk around the field with a stick"
10 notes
·
View notes
Text
«La loba», Giovanni Verga.
Era alta, flaca, pero con los senos firmes y vigorosos, aunque ya no era joven; era pálida, como si tuviera encima la malaria, y en esa palidez chicos ojotes y dos labios frescos y rojos, devoradores. En la aldea la llamaban La Loba porque nunca se hartaba con nada. Las mujeres hacĂan la señal de la cruz al verla pasar, sola, como perra roñosa, con el paso sospechoso y vagabundo de loba hambrienta. Con sus labios colorados despulpaba a sus hijos y a sus maridos en un abrir y cerrar de ojos, y se los traĂa al trote con una sola mirada de satanás, como si estuvieran ante el altar de Santa Agripina. Por fortuna, La Loba jamás venĂa a la iglesia en Pascua ni en Navidad, ni a oĂr misa ni a confesarse. El padre Angelito de Santa MarĂa de JesĂşs, un verdadero siervo de Dios, perdiĂł su alma por ella. La pobre Mariquita, tan buena muchacha, lloraba a escondidas porque era hija de La Loba y ninguno querĂa casarse con ella, a pesar de tener un buen ajuar y su buena tierra soleada como cualquier otra muchacha de la aldea. Una vez La Loba se enamorĂł de un hermoso joven que habĂa sido soldado y segaba el heno con ella en las tierras del notario; pero lo que se llama enamorarse, sentir que las carnes le ardĂan bajo el fustán del corpiño, y sentir, mirándolo a los ojos, la sed que se siente en las horas calientes de junio en el fondo de las llanuras. Pero Ă©l seguĂa segando tranquilamente, viendo los montes y le decĂa: —¿QuĂ© le pasa, doña Pina? En los campos inmensos, donde sĂłlo restellaba el vuelo de los grillos, cuando el sol caĂa a plomo. La Loba hacinaba montĂłn tras montĂłn, gavilla sobre gavilla, sin cansarse jamás, sin erguirse un sĂłlo momento, sin acercar sus labios a la garrafa a fin de no alejarse ni un instante de Nanni, que segaba y segaba, preguntándole de cuando en cuando: —¿QuĂ© quiere, doña Pina? Una noche se lo dijo,mientras los hombres dormitaban en la era, cansados de la larga jornada, y los perros aullaban por el vasto campo negro: —¡Te quiero a ti! A ti, que eres hermoso como el sol y dulce como la miel. ¡Te quiero a ti! —En cambio, yo quiero a su hija, que es soltera —respondiĂł Nanni, riendo. La Loba se llevĂł las manos a la cabeza, rascándose las sienes sin decir palabra, y se fue. No volviĂł a aparecerse en la era. Pero en octubre volviĂł a ver a Nanni, el mes en que se extrae el aceite, porque Ă©l trabajaba junto a su casa y el rechinar de la prensa no la dejaba dormir durante toda la noche. —Toma el costal de aceitunas y ven conmigo —le dijo a la hija. Nanni empujaba las aceitunas con una pala para que Ă©stas cayeran bajo la muela, gritando “¡Arre!” a la mula, a fin de que no se detuviera. —¿Quieres a mi hija Mariquita? —le preguntĂł doña Pina. —¿QuĂ© le va a dar usted a su hija Mariquita? —respondiĂł Nanni. —Tiene lo que le dejĂł su padre; además le doy mi casa. AmĂme bastará con un rincĂłn en la cocina, donde pueda tenderme en un jergĂłn. —De ser asĂ, ya hablaremos de eso en Navidad —dijo Nanni. Nanni estaba totalmente sucio y embarrado de aceite y aceitunas puestas a fermentar, y Mariquita no lo querĂa bajo ningĂşn aspecto; pero su madre la agarrĂł por los cabellos frente al fogĂłn, y le dijo rechinando los dientes: —¡O te casas con Ă©l o te mato! La Loba estaba casi enferma, y la gente andaba diciendo que cuando el diablo envejece se vuelve ermitaño. Ya no andaba en todas partes, ya no se paraba bajo el umbral de su casa, con aquellos ojos de endemoniada. Cuando lo miraba cara a cara, su yerno se echaba a reĂr y sacaba el trajecito de la Virgen y se santiguaba. Mariquita se quedaba en la casa amamantando a los hijos, y su madre se iba al campo a trabajar con los hombres, como cualquier hombre, a escardar, a escarbar, a arrear las bestias, a podar las parras, aunque soplara el cierzo en enero o el siroco en agosto, cuando los mulos andaban con la cabeza gacha y los hombres dormĂan de bruces al abrigo de los muros. En las horas que van de la vĂspera a la nona, en las cuales ninguna mujer es buena, La Loba era la Ăşnica alma que se veĂa vagar por el campo, sobre los guijarros ardientes en los senderos, entre los rastrojos requemados en la inmensa llanura que se perdĂa en el bochorno, lejos, lejos, hacia el Etna caliginoso, donde el cielo se apesantaba en el horizonte. —¡Despierta!— le dijo La Loba a Nanni, que dormĂa en una zanja, junto a un matorral polvoriento, con la cabeza entre los brazos—. DespiĂ©rtate, que te traigo vino para que te refresques la garganta. —¡No! ¡No hay mujer buena entre las vĂspera y la nona! —sollozaba Nanni, hundiendo la cabeza entre las hierbas secas de la zanja, mesándose los cabellos—. —¡Váyase, váyase! ¡No vuelva nunca a la era! Y La Loba se marchaba, amarrándose las trenzas soberbias, mirando fijamente el sendero y el rastrojo caliente, con sus ojos negros como el carbĂłn. Pero La Loba volviĂł a la era muchas veces, y Nanni ya nada le dijo. Más aĂşn, cuando tardaba en llegar, en las horas que van entre vĂsperas y nona, Ă©l iba a esperarla en lo más alto de la vereda blanca y desierta, con la frente ba��ada en sudor; y despuĂ©s volvĂa a mesarse los cabellos y a gritarle de nuevo: —¡Váyase, váyase! ¡No vuelva más a la era! Mariquita lloraba dĂa y noche, y se le quedaba mirando a la madre con los ojos quemados por el llanto y los celos, como una lobezna, cuando la veĂa regresar del campo, pálida y muda. —¡Malvada! —le decĂa—. ¡Madre malvada! —¡Cállate! —¡Ladrona! ¡Ladrona! —¡Cállate! —¡Voy a ir a la policĂa! ¡Voy a ir! —¡Pues ve! Y fue de verdad, cargando a los hijos, sin miedo alguno y sin derramar una lágrima, como una loca, porque ahora ella tambiĂ©n amaba al marido que le dieron a la fuerza, sucio y embarrado de aceitunas puestas a fermentar. El sargento mandĂł llamar a Nanni; lo amenazĂł con mandarlo a la cárcel y luego a la horca. Nanni solamente se arrancaba los cabellos y sollozaba. No negĂł nada; pero tampoco intentĂł disculparse. —¡Es la tentaciĂłn! —decĂa—. ¡Es la tentaciĂłn del infierno! Se arrojĂł a los pies del sargento, rogándole que lo mandara a la cárcel. —¡Por caridad, señor sargento, lĂbreme de este infierno! ¡Ordene que me maten o que me manden a prisiĂłn! ¡Nome deje volver a verla nunca! ¡Nunca! —¡No! —respondiĂł La Loba—. No tengo más que un rincĂłn en la cocina para dormir. ¡Y la casa es mĂa! ¡Yo no me voy! Poco despuĂ©s, una mula pateĂł a Nanni en el pecho, y estuvo moribundo; pero el párroco no quiso llevarle los santos Ăłleos si La Loba no salĂa de la casa. La Loba se fue, y su yerno pudo prepararse entonces para irse tambiĂ©n, como buen cristiano; se confesĂł y comulgĂł dando tantas muestras de contriciĂłn y arrepentimiento que todos los vecinos y curiosos lloraban frente a la cama del moribundo. Y más le hubiera valido morir ese mismo dĂa, antes de que el diablo volviera a tentarlo y a clavársele en el alma y en el cuerpo cuando sanĂł. —¡DĂ©jeme en paz! —le decĂa a La Loba—. ¡Por caridad dĂ©jeme en paz! ¡Ya he visto a la muerte con mis propios ojos! La pobre Mariquita está desesperada. —¡Ahora todo el pueblo lo sabe! Dejar de verla es mejor para usted y para mĂ... Y hubiera querido arrancarse los ojos para no ver los de La Loba, que cuando se clavaban en los suyos lo hacĂan sentir que perdĂa el alma y el cuerpo. Ya no sabĂa quĂ© hacer para zafarse del hechizo. MandĂł decir misas a las almas del Purgatorio, fue a pedir ayuda al párroco y al sargento. En Pascua fue a confesarse, lamiendo seis palos del atrio, delante de todos, como penitencia. DespuĂ©s, dado que La Loba continuaba incitándolo, le dijo: —¡Óigame bien! ¡No se le ocurra venir a buscarme a la era! Porque si vuelve a buscarme, como hay un Dios en los cielos, ¡la mato! —Mátame —respondiĂł La Loba—, no me importa. Pero sin ti no quiero estar. Cuando volviĂł a divisarla, a lo lejos, en medio del sembradĂo verde, dejĂł de escardar la viña y fue por el hacha que estaba clavada en un olmo. La Loba lo vio venir, pálido y trastornado, con el hacha que relumbraba con el sol; pero no se detuvo, ni bajĂł los ojos, siguiĂł caminando a su encuentro, llevando entre sus manos un manojo de amapolas rojas y comiĂ©ndoselo con la mirada de sus ojos negros. —¡Ay! ¡Maldita sea su alma ! —murmurĂł Nanni. Autor: Giovanni Verga
4 notes
·
View notes
Quote
«La loba», Giovanni Verga. Era alta, flaca, pero con los senos firmes y vigorosos, aunque ya no era joven; era pálida, como si tuviera encima la malaria, y en esa palidez chicos ojotes y dos labios frescos y rojos, devoradores. En la aldea la llamaban La Loba porque nunca se hartaba con nada. Las mujeres hacĂan la señal de la cruz al verla pasar, sola, como perra roñosa, con el paso sospechoso y vagabundo de loba hambrienta. Con sus labios colorados despulpaba a sus hijos y a sus maridos en un abrir y cerrar de ojos, y se los traĂa al trote con una sola mirada de satanás, como si estuvieran ante el altar de Santa Agripina. Por fortuna, La Loba jamás venĂa a la iglesia en Pascua ni en Navidad, ni a oĂr misa ni a confesarse. El padre Angelito de Santa MarĂa de JesĂşs, un verdadero siervo de Dios, perdiĂł su alma por ella. La pobre Mariquita, tan buena muchacha, lloraba a escondidas porque era hija de La Loba y ninguno querĂa casarse con ella, a pesar de tener un buen ajuar y su buena tierra soleada como cualquier otra muchacha de la aldea. Una vez La Loba se enamorĂł de un hermoso joven que habĂa sido soldado y segaba el heno con ella en las tierras del notario; pero lo que se llama enamorarse, sentir que las carnes le ardĂan bajo el fustán del corpiño, y sentir, mirándolo a los ojos, la sed que se siente en las horas calientes de junio en el fondo de las llanuras. Pero Ă©l seguĂa segando tranquilamente, viendo los montes y le decĂa: —¿QuĂ© le pasa, doña Pina? En los campos inmensos, donde sĂłlo restellaba el vuelo de los grillos, cuando el sol caĂa a plomo. La Loba hacinaba montĂłn tras montĂłn, gavilla sobre gavilla, sin cansarse jamás, sin erguirse un sĂłlo momento, sin acercar sus labios a la garrafa a fin de no alejarse ni un instante de Nanni, que segaba y segaba, preguntándole de cuando en cuando: —¿QuĂ© quiere, doña Pina? Una noche se lo dijo,mientras los hombres dormitaban en la era, cansados de la larga jornada, y los perros aullaban por el vasto campo negro: —¡Te quiero a ti! A ti, que eres hermoso como el sol y dulce como la miel. ¡Te quiero a ti! —En cambio, yo quiero a su hija, que es soltera —respondiĂł Nanni, riendo. La Loba se llevĂł las manos a la cabeza, rascándose las sienes sin decir palabra, y se fue. No volviĂł a aparecerse en la era. Pero en octubre volviĂł a ver a Nanni, el mes en que se extrae el aceite, porque Ă©l trabajaba junto a su casa y el rechinar de la prensa no la dejaba dormir durante toda la noche. —Toma el costal de aceitunas y ven conmigo —le dijo a la hija. Nanni empujaba las aceitunas con una pala para que Ă©stas cayeran bajo la muela, gritando “¡Arre!” a la mula, a fin de que no se detuviera. —¿Quieres a mi hija Mariquita? —le preguntĂł doña Pina. —¿QuĂ© le va a dar usted a su hija Mariquita? —respondiĂł Nanni. —Tiene lo que le dejĂł su padre; además le doy mi casa. AmĂme bastará con un rincĂłn en la cocina, donde pueda tenderme en un jergĂłn. —De ser asĂ, ya hablaremos de eso en Navidad —dijo Nanni. Nanni estaba totalmente sucio y embarrado de aceite y aceitunas puestas a fermentar, y Mariquita no lo querĂa bajo ningĂşn aspecto; pero su madre la agarrĂł por los cabellos frente al fogĂłn, y le dijo rechinando los dientes: —¡O te casas con Ă©l o te mato! La Loba estaba casi enferma, y la gente andaba diciendo que cuando el diablo envejece se vuelve ermitaño. Ya no andaba en todas partes, ya no se paraba bajo el umbral de su casa, con aquellos ojos de endemoniada. Cuando lo miraba cara a cara, su yerno se echaba a reĂr y sacaba el trajecito de la Virgen y se santiguaba. Mariquita se quedaba en la casa amamantando a los hijos, y su madre se iba al campo a trabajar con los hombres, como cualquier hombre, a escardar, a escarbar, a arrear las bestias, a podar las parras, aunque soplara el cierzo en enero o el siroco en agosto, cuando los mulos andaban con la cabeza gacha y los hombres dormĂan de bruces al abrigo de los muros. En las horas que van de la vĂspera a la nona, en las cuales ninguna mujer es buena, La Loba era la Ăşnica alma que se veĂa vagar por el campo, sobre los guijarros ardientes en los senderos, entre los rastrojos requemados en la inmensa llanura que se perdĂa en el bochorno, lejos, lejos, hacia el Etna caliginoso, donde el cielo se apesantaba en el horizonte. —¡Despierta!— le dijo La Loba a Nanni, que dormĂa en una zanja, junto a un matorral polvoriento, con la cabeza entre los brazos—. DespiĂ©rtate, que te traigo vino para que te refresques la garganta. —¡No! ¡No hay mujer buena entre las vĂspera y la nona! —sollozaba Nanni, hundiendo la cabeza entre las hierbas secas de la zanja, mesándose los cabellos—. —¡Váyase, váyase! ¡No vuelva nunca a la era! Y La Loba se marchaba, amarrándose las trenzas soberbias, mirando fijamente el sendero y el rastrojo caliente, con sus ojos negros como el carbĂłn. Pero La Loba volviĂł a la era muchas veces, y Nanni ya nada le dijo. Más aĂşn, cuando tardaba en llegar, en las horas que van entre vĂsperas y nona, Ă©l iba a esperarla en lo más alto de la vereda blanca y desierta, con la frente bañada en sudor; y despuĂ©s volvĂa a mesarse los cabellos y a gritarle de nuevo: —¡Váyase, váyase! ¡No vuelva más a la era! Mariquita lloraba dĂa y noche, y se le quedaba mirando a la madre con los ojos quemados por el llanto y los celos, como una lobezna, cuando la veĂa regresar del campo, pálida y muda. —¡Malvada! —le decĂa—. ¡Madre malvada! —¡Cállate! —¡Ladrona! ¡Ladrona! —¡Cállate! —¡Voy a ir a la policĂa! ¡Voy a ir! —¡Pues ve! Y fue de verdad, cargando a los hijos, sin miedo alguno y sin derramar una lágrima, como una loca, porque ahora ella tambiĂ©n amaba al marido que le dieron a la fuerza, sucio y embarrado de aceitunas puestas a fermentar. El sargento mandĂł llamar a Nanni; lo amenazĂł con mandarlo a la cárcel y luego a la horca. Nanni solamente se arrancaba los cabellos y sollozaba. No negĂł nada; pero tampoco intentĂł disculparse. —¡Es la tentaciĂłn! —decĂa—. ¡Es la tentaciĂłn del infierno! Se arrojĂł a los pies del sargento, rogándole que lo mandara a la cárcel. —¡Por caridad, señor sargento, lĂbreme de este infierno! ¡Ordene que me maten o que me manden a prisiĂłn! ¡Nome deje volver a verla nunca! ¡Nunca! —¡No! —respondiĂł La Loba—. No tengo más que un rincĂłn en la cocina para dormir. ¡Y la casa es mĂa! ¡Yo no me voy! Poco despuĂ©s, una mula pateĂł a Nanni en el pecho, y estuvo moribundo; pero el párroco no quiso llevarle los santos Ăłleos si La Loba no salĂa de la casa. La Loba se fue, y su yerno pudo prepararse entonces para irse tambiĂ©n, como buen cristiano; se confesĂł y comulgĂł dando tantas muestras de contriciĂłn y arrepentimiento que todos los vecinos y curiosos lloraban frente a la cama del moribundo. Y más le hubiera valido morir ese mismo dĂa, antes de que el diablo volviera a tentarlo y a clavársele en el alma y en el cuerpo cuando sanĂł. —¡DĂ©jeme en paz! —le decĂa a La Loba—. ¡Por caridad dĂ©jeme en paz! ¡Ya he visto a la muerte con mis propios ojos! La pobre Mariquita está desesperada. —¡Ahora todo el pueblo lo sabe! Dejar de verla es mejor para usted y para mĂ… Y hubiera querido arrancarse los ojos para no ver los de La Loba, que cuando se clavaban en los suyos lo hacĂan sentir que perdĂa el alma y el cuerpo. Ya no sabĂa quĂ© hacer para zafarse del hechizo. MandĂł decir misas a las almas del Purgatorio, fue a pedir ayuda al párroco y al sargento. En Pascua fue a confesarse, lamiendo seis palos del atrio, delante de todos, como penitencia. DespuĂ©s, dado que La Loba continuaba incitándolo, le dijo: —¡Óigame bien! ¡No se le ocurra venir a buscarme a la era! Porque si vuelve a buscarme, como hay un Dios en los cielos, ¡la mato! —Mátame —respondiĂł La Loba—, no me importa. Pero sin ti no quiero estar. Cuando volviĂł a divisarla, a lo lejos, en medio del sembradĂo verde, dejĂł de escardar la viña y fue por el hacha que estaba clavada en un olmo. La Loba lo vio venir, pálido y trastornado, con el hacha que relumbraba con el sol; pero no se detuvo, ni bajĂł los ojos, siguiĂł caminando a su encuentro, llevando entre sus manos un manojo de amapolas rojas y comiĂ©ndoselo con la mirada de sus ojos negros. —¡Ay! ¡Maldita sea su alma ! —murmurĂł Nanni. Autor: Giovanni Verga
1 note
·
View note