#cuentos morbidos de una mente casi sana
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Descuido
Todo estaba saliendo bien para Adrien. Limpió el apartamento en profundidad, no sin antes haber tomado un contundente desayuno. Se había dado el lujo de comprar sus donas favoritas, aquellas que tenían un relleno de mermelada de frambuesa y estaban espolvoreadas con azúcar. Las había acompa��ado con un café cortado hecho por él, en su maravillosa cafetera nueva. Comió de forma prolija, como siempre, sin dejar que nada cayera del plato y manchara su inmaculado mantel blanco. Luego de eso, tomó un profundo baño de burbujas, tras haberla desinfectado a consciencia.
Su vuelo salía en dos horas. Sus valijas ya estaban listas, había comprado todo lo necesario para su estadía en Alaska. De solo pensar en su nuevo hogar, se erizaban los vellos de sus brazos. Una cabaña alejada de todo, rodeada por un infinito horizonte blanco. Sonrió pacíficamente. Antes de salir, vio su reflejo en el espejo del recibidor. La imagen de un alto hombre blanco, rubio y brillantes ojos miel le devolvió la mirada. Vestía unos jeans negros, un sweater del mismo color y llevaba una mochila verde colgando de su hombro. Tomó sus maletas, ambas rojas y selladas, y salió a tomar un taxi.
Cuando subió al vehículo, notó un olor persistente a desinfectante. Frunció un poco el ceño y se roció con perfume, en búsqueda de eliminar el desagradable aroma. Suponía que había quedado impregnado en él por la limpieza de su departamento. Se consideraba a sí mismo un hombre preocupado del orden, trataba de tener el menor contacto con gérmenes posible.
Llegó al aeropuerto y fue a las puertas de embarque. Frente a él, un hombre negro conversaba afablemente con quién parecía ser su esposa. De forma disimulada, trató de mantener la distancia. Había leído que cargaban otro tipo de enfermedades a las que podría ser más susceptible. Vio como armaron escándalo porque su mochila activó el detector de seguridad, lo revisaron por completo y se lo llevaron a la cabina de seguridad. Negó con la cabeza para sí mismo. Qué desastre estaba hecho este país.
Cuando llegó al detector de metales, dejó su reloj, sus guantes, entregó su mochila y sus maletas. Sonrió a la encandilada encargada de seguridad y le conversó un poco sobre el clima. Oh, sí, qué frío ha hecho últimamente.
Un agudo pitido proveniente del detector los sacó de su conversación. Él frunció el ceño, confundido. Un par de guardias se acercaron y lo checaron, detectando que el metal provenía de una de sus maletas. La más grande.
Ante su mirada aburrida, sacaron su ropa y demás artículos, pasándolo todo por separado. La maleta sola volvió a pitar. Una revisión rápida no reveló el motivo y él comentó que quizá sean los pernos de las ruedas o algún clavo que se haya atascado. Todos parecieron sonar conformes y le dejaron pasar.
Horas después, en la comodidad de su nueva cabaña, sacó el pequeño cadáver del fondo falso de su maleta. Una niña de largas coletas anaranjadas estaba acurrucada en posición fetal. Con el ceño fruncido, Adrien la revisó. Ah, sus aretes. Se había olvidado de quitar los dorados aretes de la pequeña. Bueno, para la próxima no sería tan descuidado con sus juguetes.
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