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Los Acapulco Kids. Primera parte
La primera vez que Jarocho me ofreció a una niña por 300 pesos le dije que sí, que a eso había ido al Zócalo aquella noche. El tipo, que cuidaba autos frente al Malecón, se echó la franela al hombro y sonrió de tal manera que los dientes le brillaron en el oscuro rostro, reventado por el acné. Luego, cuando se dispuso a traerla de un callejón, dije que no, que mejor volvería más tarde.
—De una vez, brother, el yate llega a la una de la mañana y ahí vienen gringos ya rucos que se llevan a las más morritas. Orita hasta te puedo conseguir una de nueve o diez años –dijo con cara de “tú me entiendes, no te cuento nada nuevo”, y sentí tremendo retortijón en el estómago.
—Regreso antes de esa hora, nada más no vayas a fallar.
—¿Qué pasó, brother? Los hombres sabemos hacer negocios. Y como me caíste a toda madre, te la voy apalabrar pa que te dé un servicio chingón. Ái tú te arreglas con ella si quieres cosas más perversonas.
Volví después de que el yate Aca Rey había tocado tierra firme. Entonces supe que Jarochosólo era un mero cazador de clientes, que trabajaba para un proxeneta y que la niña que llevaría esa noche se llamaba Allison. Era adicta a la piedra –esa droga barata que embrutece más que otras– y no pasaba de los 12 años.
***
Un día Acapulco se cubrió de verde y de cerdos salvajes que desafiaban los caminos de tierra. Las gargantas de los pescadores toltecas cantaban a los dioses, los bambúes crepitaban con el viento y los mangos petacones engordaban. Mil años después, los aztecas traerían la plaga hasta que Hernán Cortés y su gente la aplastaron a su vez con la gonorrea y la virgen de La Soledad.
Luego de 500 años de ensangrentar destinos, llegaron los grandes edificios a la bahía y dividieron la ciudad en dos: la cara bonita y el patio trasero. Agustín Lara le cantó a María Félix, Pedro Infante compró casa y Tintán amó al puerto por siempre. Entonces cayó el nuevo milenio y bajo el brazo trajo un racimo de pedófilos estadounidenses y canadienses que se hartaron de que en Cancún los señalaran. Ellos fueron los que corrieron la voz y, al poco tiempo, Acapulco se transformó en el paraíso de la carne más joven.
Desde entonces, los pederastas acarrearon consigo padrotes intocables, madrotas disfrazadas de mujeres abnegadas, nuevas estadísticas del VIH, tendejones para emborrachar a las niñas, revólveres, pobreza de la que unos se enriquecen, vientres abiertos, noches para velar a los chicos, home pages para ver el mapa y saber dónde encontrar niños; hoteleros y taxistas para el trabajo sucio. Rencor y noches y días de ajetreo.
Han traído hordas de niños al Malecón, al Zócalo, alcanalque lleva las aguas negras a Hornos, al Oxxo que está rumbo a Telecable, a la Soriana de la Costera, a las canchas de la crom, al asta bandera, a Caleta y Caletilla, a la barda del restaurante Condesa, a la vuelta del salón de belleza Xóchitl, a la calle La Paz, al hotel Real Hacienda, al puente de la Vía Rápida, al semáforo de Aurrerá, a La Redonda que todos conocen como Las Piedras de la Condesa, a la playa que Cortés bautizó como Puerto Marqués, y a los puteros del centro.
Y es por ello que Unicef califica ya a Acapulco como la ciudad mexicana número uno en lo que a prostitución infantil se refiere. Ha desbancado a Cancún y a Tijuana.
En estos 1 882 kilómetros cuadrados se concentra casi todo lo que necesita un pederasta: playas increíbles, droga barata y en cantidades pasmosas, ojos que nunca ven y bocas que nunca hablan, hoteles 50% off, un bando municipal que estipula que en Acapulco no se multa a los turistas, prostíbulos donde la mayoría de edad se alcanza desde chicos, padres que piensan que los hijos son moneda de cambio, y niños, muchos niños, que por un bote de PVC o un poco de mariguana están dispuestos a encarar la vida y despistar la muerte con sus cuerpos.
***
En las callejuelas del centro, esas que suben dolorosamente hacia el cielo, está el bar Venus. Es una construcción vieja de dos pisos, pintada de mala gana. Es de un naranja parecido con el que Van Gogh pintó el melancólico cuadro The Old Tower in the Fields. La desvencijada puerta es azul, como si quien la cruzara fuera directo al paraíso. Pero no: los ventiladores giran sin énfasis, hay mesitas de lámina extenuada y los clientes son una bola de infelices a los que sólo les queda emborracharse para combatir el calor y la tristeza. Quizá lo más deprimente sea la pista donde bailan las mujeres de vientres poderosos: es una enorme ostra de concreto que arroja luces rojas y verdes. Todo aquello parece sacado de las películas o de los cómics de Alejandro Jodorowsky.
Mía bailaba en el tubo como una boa adormecida mientras de la rocola salía la voz de Noelia con eso de“tú, mi locura, tú, me atas a tu cuerpo, no me dejas ir”.
Mía, que en realidad se llamaba Ariadna, había cumplido los 14 años el 3 de septiembre pasado y estaba orgullosa de su edad porque eso le ayudaba a que los clientes se pelearan por ella.
Intentó sentarse en mis piernas y la mandé a la silla.
—¿Qué, eres joto? –preguntó con un hablar pastoso. Ya estaba algo ebria.
—No, pero tienes la edad de mi sobrina – y Mía miró como si me hubiera vuelto loco. Luego, ordenó una cerveza mientras enumeró sus reglas:
—Me tienes que dar 40 pesos por estar aquí contigo; con eso ya pagas mi cerveza. Si quieres algo más, allá atrás hay cuartos. Cuestan 100 pesos y yo te cobro 200. Si quieres que te la chupe, son 100 más.
—A mí sólo me gusta platicar, soy reportero.
—Bueno, dame los 40 y platicamos.
Al sacar el dinero la miré bien: los ojos, de negro intenso, casi se perdían en la cara; estaba maquillada como los muertos, tenía papada, los pechos apenas le estaban creciendo y su cuerpo rechoncho era de un irreparable color cobrizo.
Pagué. Entonces Mía me contó que ese nombre se lo puso ahí un viejo, amigo de la patrona. A ella se le hacía muy estúpido, pero debía aguantarse. “Yo hubiera escogido un nombre como Esmeralda o algo así”. Era de Tierra Caliente, pero había llegado a Acapulco hace medio año para trabajar en un Oxxo, pero cuando le dijeron que en el Venus podía ganar 800 pesos al día mandó al diablo la idea de ser una cajera vestida con uniforme rojo con amarillo. “Ahí en el Oxxo iba a ganar como 50 pesos y a mí me gusta comprarme ropa”. Su mamá no sabe a qué se dedica y, si lo supiera, no le preocupa:“Porque yo la mantengo a ella, a mi abuelita y a dos sobrinos; como mi papá se fue a California y nunca regresó, necesitamos el dinero”.
Prostituirse no le quita el sueño. “En mi pueblo venden a las mujeres desde chiquillas, con eso pagan la tele que compran o las cervezas que no pagaron”. También dijo que le gustaría probar las drogas y que un día quiere ser actriz de telenovelas.
No habló más porque un gordo, al que le faltaban varios dientes y andaba todo andrajoso, la llamó con la mano en la cartera para que se sentara con él. Se bebieron una caguama como si ambos desfallecieran de sed. Luego, cuando en la ostra gigante bailaba una mujer que parecía haber ido con un carnicero a que le hiciese la cesárea, el tipo se llevó a Mía. Fueron a los cuartos.
***
—Mañana tendré dos chicos; acá nos vemos y te paso a uno.
Andrew tendrá unos 60 años y sus tres hijos ya le han dado cuatro nietos. Su segunda esposa, según contó, es 10 años menor que él y jura quererla igual que el día en que se conocieron. Puede que sea cierto. Andrew tiene cabello blanco, su piel está lo bastante bronceada como para parecer un trozo de marlin ahumado, y sus ojos son de un gris encendido. Su español es mordisqueado, pero da para platicar.
Supuestamente vive en Boston y trabajó en un pub donde los hombres le confiaron nostalgias y proezas de machos. Yo hice eso para acercarme a él mientras comíamos un cóctel de camarones en la playa Caleta. Andrew fue el único gringo que creyó que los niños también eran mi debilidad. Los otros con los que intenté conversar fueron displicentes y no sirvieron de mucho. Desde hace unos cinco años, cuando Jean Succar Kuri calentó Cancún, Andrew entró a las páginas de los pedófilos en Internet y supo a dónde emigrar: Acapulco. Y, sobre todo, a la playa Caleta.
—Me dijeron que en Caleta uno consigue niños, pero no sé cómo —le solté cuando Andrew combinaba los camarones con una coca cola de dieta.
—Es fácil –dijo con el tono de quien no miente–. Hay que tratar con aquellas mujeres —y señaló a las indígenas que aquella mañana vendían artesanías mal hechas y otras baratijas.
—¿Y qué les tengo que decir? —pregunté a Andrew y él me miró como quien le tiene lástima a un pordiosero.
—Cómprales algo de lo que venden o dales para que vayan a comer; el chico ya va en el precio.
—Como el desayuno…
—Sí, como la barra libre.
Para ser honestos, no supe si hablar más o propinarle ahí mismo un puñetazo. Nos quedamos callados porque no se nos ocurrió otra cosa y miramos el mar y sus virutas. Por ahí pasó un par de viajeros con mochilas al hombro, un tipo que vendía raspados, una costeña que hacía trencitas, un viejo que alquilaba cámaras de llanta para usarlas como flotadores, un par de pescadores que mostraban mojarras de 10 kilos, un matrimonio con su hijo en brazos, y unos niños que, como si fuesen cachorros, se revolcaban en las olas. A ellos, Andrew los escudriñó como hacen los críticos de arte.
—No les digas a las mujeres que eres mexicano, mejor háblales en inglés –Andrew rellenó el silencio.
—No me lo creerían. Creo que ya me jodí.
—Mañana tendré dos chicos; acá nos vemos y te paso a uno. Son tan inocentes…
—¿Y hoy no se puede? —No, anoche fue de locos
–replicó y ordenó media docena de ostiones con unas gotas de salsa Tabasco.
Cuando me despedí para no verlo nunca más, fui con algunas indígenas y, aunque hablaron en su lengua, entendí que me fuera al carajo.
Con la misma importancia me trató el salvavidas de la playa. Usó una lógica absurda y cínica para responder por qué no hace nada contra tipos como Andrew: “Yo nomás cuido que nadie se ahogue”.
PD: En el DIF municipal, Rosa Muller, una mujer con un corazón enorme, había contado que las indígenas tienen el hábito de vender a sus hijos a los extranjeros. A mexicanos no. Quién sabe por qué. Otro dato: Adriana Gándara, funcionaria del Centro de Atención a Víctimas de Delito de la PGR, ha dicho que al menos la mitad de los más de dos mil niños que se prostituyen en Acapulco son indígenas.
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LOS CAZADORES DE OSTRAS QUE SE NOS VAN
LOS CAZADORES DE OSTRAS QUE SE NOS VAN
LOS CAZADORES DE OSTRAS QUE SE NOS VAN
Mientras vacacionaba unos días en una playa piurana y veía cómo se divertía Maya, mi hija de ya casi cuatro años, aproveché en darme tiempo para leer. Así, empecé por un libro que compré hace poco y que estaba en la lista de espera: La medida de todas las cosas, de Pedro Llosa Vélez, pariente de Mario Vargas Llosa. Llegué al libro luego de revisar, no…
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Jack London, el mundo de un escritor proletario
La corta vida de Jack London, quién falleció un día 22 de noviembre de 1916 a la prematura edad de 40 años, se desenvolvió como una novela: abundaron trabajos extravagantes y diversos, se multiplicaron aventuras peligrosas con piratas y ladrones; sobraron paisajes, colores y sabores de viajes por los lugares más recónditos del mundo. Y cuando la vida se asemeja tanto a una novela con miles de capítulos, la realidad y la ficción se entrelazan conformando un mundo propio. El mundo London.
Nicolás Bendersky
Ediciones IPS-CEIP
Saqueador de ostras en la bahía de San Francisco, vagabundo y buscavidas por diversas ciudades de EE.UU., cazador de focas en las costas japonesas, obrero en una lavandería, en una fábrica de enlatado y en minas de carbón, buscador de oro en Alaska; su vida transcurrió hasta los 30 años, como un verdadero aquelarre. Y lo singular fue que había pasado estrictamente separada de la escritura. No así de la lectura que lo acercó lentamente a Kipling, Spencer, Darwin, Stevenson, Malthus, Marx, Poe, y Nietzsche.
Pero llegó el momento. Él lo sentía y lo palpaba. Jack London había nacido para escribir.
“Y entonces, restrellante de luz, brotó la idea. Escribiría. Sería uno de los ojos del mundo, uno de los corazones a través de los cuales siente ese mundo y uno de los oídos a través de los cuales el mundo oye. (…) En prosa y en verso, sobre hechos reales e imaginarios (…) escribiría.” (De Martín Eden. Autobiografía novelada)
Y así empezó el oficio. Tomó la palabra, se apropió de ella y la escribió. Y ese don, afloró como un verdadero río imparable.
“Escribía torrentosa e intensamente, de la mañana a la noche y bien entrada la noche (…) Era el suyo un continuo estado febril. La gloria de crear, que se suponía atributo exclusivo de los dioses, era suya” (Martín Eden)
Primero fueron cientos de artículos, notas y cuentos para revistas que retrataban manifiestamente sus propias aventuras por los mares del Pacífico o el frío de Alaska. Luego vinieron relatos y novelas más conocidos como La llamada de la selva y Colmillo Blanco (ambas con poderosas historias de perros), El Lobo de Mar, El silencio blanco, La expedición del pirata o Cuentos de los Mares del Sur, entre otros.
En muchos de éstos abunda una visión naturalista. Una especie de alabanza a ultranza de la naturaleza, opuesta al mundo capitalista como civilización contaminada. Un mundo, ya para su época, (fines del siglo XIX) repleto de grandes fábricas que despiden humo negro por sus chimeneas, mezcladas con estrechos y amontonados barrios donde los trabajadores viven hacinados. A esto, le oponía el mundo natural, idílico. Pero donde también había que luchar por la vida.
Un escritor proletario
Para alguien que “había nacido en la clase obrera”, (como él mismo relata en un artículo de 1906), y adherido a la causa socialista desde muy joven (como explica en Cómo me hice socialista), escribir sobre su propia condición, sobre los padecimientos y sueños revolucionarios de su clase, no iba a ser algo ajeno.
Bajo el contexto del naciente socialismo estadounidense de Eugene Debbs y Daniel De León, cuentos como La huelga general, Talón de Hierro, Gente del abismo, Los favoritos de Midas, Goliah, La fuerza de los fuertes o Estado de Guerra, tienen como protagonista a trabajadores, y se desarrollan -de alguna u otra manera- elementos de la lucha de clases contra los patrones.
En ellos también se retrata diversos aspectos desde la óptica de los trabajadores: desde una huelga general en San Francisco que refleja toda la fuerza de la clase obrera para parar cada resorte del funcionamiento de la sociedad; hasta un régimen como El Talón de Hierro, erigido como un poder económico y político sobre la derrota de una revolución. Esta novela –que constituye una buena entrada a la obra de London- está escrita en la forma de un diario que lleva la esposa de Ernesto Everhard, y que si bien va desplegando las características de la dominación de este régimen, va desenvolviendo los intentos de una revolución en el pasado. Como dice Evehard:
“Nuestra intención es tomar no solamente las riquezas que están en las casas, sino todas las fábricas, los bancos y los almacenes. Esto es la revolución (…) Queremos tomar en nuestras manos las riendas del poder y el destino del género humano. ¡Estas son nuestras manos, nuestras fuertes manos! Ellas os quitarán vuestro gobierno, vuestros palacios y vuestra dorada comodidad, y llegará el día en que tendréis que trabajar con vuestras manos para ganaros el pan, como lo hace el campesino en el campo o el hortera reblandecido en vuestras metrópolis. Aquí están nuestras manos. Miradlas: ¡son puños sólidos!”
El relato de la aparición de un régimen represivo, montado sobre derrotas revolucionarias, anticipa genialmente la aparición del fascismo 20 años antes de su llegada.
En 1929, la revista New Masses escribe sobre London “Un verdadero escritor proletario, no sólo debe escribir para la clase trabajadora, sino que debe ser leído por la clase trabajadora. Un verdadero escritor proletario no sólo debe usar su vida proletaria como material para sus libros: en estos debe arder el espíritu de la rebeldía. Jack London era un auténtico escritor proletario; el primero y, hasta ahora, el único escritor proletario de genio de los Estados Unidos. Los obreros que leen, leen a Jack London. Es el único escritor al que han leído todos, es la sola experiencia literaria que tienen en común. Los obreros de las fábricas, los peones del campo, los marinos, los mineros, los vendedores de diarios, lo leen y lo releen. Es el escritor más popular entre la clase obrera de los EE.UU.”.
Y ese espíritu de rebeldía enardecía en cada uno de sus escritos. Ardía y se desarrollaba al calor de sus convicciones socialistas que trataba de difundirlas a lo largo y a lo ancho de EE.UU., mediante, charlas, mitines y conferencias. Como revela en este comentario, no tenía dudas de su ideología.
“Los socialistas eran revolucionarios, en la medida en que luchaban para transformar la sociedad tal como existe actualmente, y con otros materiales, construir una nueva sociedad. Yo también era socialista revolucionario. (…) Estas son mis perspectivas. Aspiro al nacimiento de una nueva época donde el hombre realizará el mayor progreso, un progreso más elevado que el de su vientre, y en el que el aura para animarlos para nuevas acciones será mucho más estimulante que la actual derivada de su estómago. Guardo intacta mi confianza en la nobleza y excelencia de la especie humana. Creo que la delicadeza espiritual y el altruismo triunfaran sobre la glotonería grosera que reina hoy en día. En último lugar quiero hacer constar mi confianza hacia la clase obrera. Como ha dicho un francés: ´En la escalera del tiempo resuenan sin cesar el ruido de los zuecos que suben, y de los zapatos barnizados que descienden´” (Yo he nacido en la clase obrera (1906)
El final
La vida de London transcurrió como un huracán vertiginoso. Fue intensa, pasional, fulgurante como una cometa del cielo. Y encontró su fin abruptamente un 22 de octubre de 1916. Murió en Glen Ellen, California, a la temprana edad de 40 años. Si bien sus médicos elaboraron un certificado de defunción cuya causa fue una urémia, sus biógrafos que aseguran que se suicidó de una sobredosis de morfina y otras drogas que solía utilizar para calmar dolores.
La muerte había sido pensada, trabajada y escrita por London en varios cuentos y novelas. Acaso su autobiografía novelada, con su alter ego Martín Eden, posee un final que anticipa su propio fin. Se había ido un escritor proletario, un mago de las palabras, un agitador socialista, un contador de historias. Y eso es lo que sobrevive. Sus 50 libros con cientos de cuentos y novelas, (algunas llevadas al cine); y su llama ardiente que provoca desprecio por la sociedad capitalista, y rebeldía hasta en la última gota de la sangre.
Trotsky, Guevara, Lenin, lectores de Jack London
Si bien Jack London tuvo infinidad de lectores, críticos y analistas, sobresalen los revolucionarios, los que pusieron el ojo en él y vieron que no era un escritor más, que podía observar más allá, viendo y retratando al mundo siempre desde la óptica obrera.
Es conocido el planteo de Ernesto Che Guevara que recuerda en La sierra y el llano de 1961 que siendo herido en el desembarco del Granma por una balacera, recordó un cuento de London.
“Inmediatamente me puse a pensar en la mejor manera de morir en ese minuto en el que parecía todo perdido. Recordé un viejo cuento de Jack London, donde el protagonista apoyado en el tronco de un árbol se dispone a acabar con dignidad su vida, al saberse condenado a muerte, por congelación, en las zonas heladas de Alaska. Es la única imagen que recuerdo”.
El cuento es Encender una hoguera, y tiene como escenario las frías tierras de Yukón, Alaska. Hacia el final, dice:
“Cuando hubo recobrado el aliento y el control, se sentó y recreó en su mente la concepción de afrontar la muerte con dignidad”.
Julio Cortázar también reparó en este planteo del Che, y lo utilizó como frase que prologa uno de sus cuentos, Reunión de Todos los fuegos el fuego.
En tanto Lenin, también era un lector de London. Poseía en el Kremlin varios de sus libros y alabó mucho la crítica que realizó el escritor al revisionismo y oportunismo del Partido Socialista de los EE.UU.
Se cuenta que hacia el final de su vida, luego de varios ataques cerebrales que lo habían dejado sin habla, solía escuchar plácidamente la lectura de su mujer Nadezhda Krupskaia. Su muerte el 21 de enero de 1924, había ocurrido dos días después de escuchar Amor a la vida, cuento de London que era uno de sus favoritos.
Por último, León Trotsky también reparó en la literatura de London. En 1937 escribe una carta dirigida a su hija Joan donde comentaba el magnífico El Talón de Hierro: “Hay que destacar muy particularmente el papel que Jack London atribuye en la evolución de la Humanidad a la burocracia y la aristocracia obrera. Gracias a su apoyo, la plutocracia americana logrará aplastar el levantamiento de los obreros y mantener su dictadura de hierro en los tres siglos venideros. No vamos a discutir con el poeta sobre un plazo que no puede dejar de parecernos extraordinariamente largo. Aquí lo importante no es ese pesimismo sino su tendencia apasionada a espabilar a quienes se dejan adormecer por la rutina, a obligarlos a abrir los ojos, a ver lo que es y lo que está en proceso. El artista utiliza hábilmente los procedimientos de la hipérbole. Lleva a su límite extremo las tendencias internas del capitalismo al avasallamiento, a la crueldad, a la ferocidad y a la perfidia. Maneja los siglos para medir mejor la voluntad tiránica de los explotadores y el papel traidor de la burocracia obrera. Sus hipérboles más románticas son, en fin de cuentas, infinitamente más justas que los cálculos de contabilidad de los políticos llamados “realistas”. No es difícil imaginar la incredulidad condescendiente con la que el pensamiento socialista oficial de entonces acogió las previsiones terribles de Jack London. Si nos tomamos el trabajo de examinar las críticas de El Talón de Hierro que se publicaron en los periódicos alemanes de entonces, Neue Zei y Worwaerts, y en los austriacos Kampf y Arbeiter Zeitung, no será difícil convencerse de que el “romántico” de treinta años veía incomparablemente más lejos que todos los dirigentes socialdemócratas reunidos de aquella época. Además, Jack London no sólo resiste en ese dominio la comparación con los reformistas y los centristas. Se puede afirmar con certeza que, en 1907, no había un marxista revolucionario, sin exceptuar a Lenin y Rosa Luxemburgo, que se representara con tal plenitud la perspectiva funesta de la unión entre el capital financiero y la aristocracia obrera. Esto basta para definir el valor especifico de la novela”.
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Introducción a mis cuadros surrealistas
La clave que acontece a mis más de 40 pinturas surrealistas, es la imaginación. La mutación de la mente primitiva.
Hace tiempo me di cuenta de que la imaginación básica (¿porque no llamarla [primitiva]?) correspondía a las cuatro primeras operaciones de las matemáticas: sumar, restar, multiplicar y dividir. Con la suma, equivalente a agrandar, revisé mis recuerdos: la literatura y el cine habían usado hasta el cansancio esa técnica. Un simio que s convierte en King Kong, un lagarto en Godzilla, o un insecto en Mothra, mariposa tan grande que el movimiento de sus alas provoca huracanes. Inspirado por esto, un terrón de azúcar se alargó hasta ser una pista de aterrizaje de navíos cósmicos. Mi abuela fue capaz de alargar uno de sus brazos para que, dando la vuelta al mundo, viniera a rascarle la espalda. A un santo, el corazón se le hincha tanto que hace estallar su pecho y sigue aumentando de volumen hasta ser grande como un rascacielos. Los pobres vienen por millones a vivir alrededor de él. Se nutren cortando pedazos de la víscera que, cuando la mutilan, gime con placer.
La segunda técnica, restar, disminuir, podía encontrarla en los cuentos de hadas: allí abundaban enanos, gnomos, hombrecillos. Alicia come el pastel que la empequeñece. Jonathan Swift envía a su héroe al país Liliput.
Aplicando esta técnica, imaginé que el anillo de bodas de un casado insatisfecho se achicaba hasta cortarle el dedo. Eva, expulsada del paraíso, lo busca durante siglos entre los hombres preguntando por su ubicación. Nadie sabe responderle. Desesperada, se queda muda. Entonces, como diminuta vegetación, el paraíso le crece en la lengua. Una locomotora, arrastrando vagones llenos de turistas japoneses, recorre los lóbulos cerebrales de un filósofo célebre.
Otro aspecto del disminuir es restar partes de un todo, eliminándolas o haciéndolas independientes. Por ejemplo, en una película, las manos de un asesino, separadas de un cadáver e injertadas en un pianista que ha perdido en un accidente esas preciosas extremidades, adquieren voluntad propia y obligan al artista a asesinar. En Alicia un gato se hace invisible menos su sonrisa, que queda flotando en el aire. Drácula carece de reflejo en los espejos...
Las ventanas de un rascacielos, queriendo conocer el mundo, se desprenden de la fachada y se van volando. Bandadas de gaviotas diminutas vienen a anidar en las cuencas vacías de un marinero ciego. La sombra se desprende de un hombre santo y parte a vivir sus aventuras fornicando con las sombras de todas las mujeres que encuentra...
Otra técnica básica era la de multiplicar: una pintura de Breughel representa la invasión de millares de esqueletos; una de las siete plagas es la invasión de langostas; para probar que Rahula es su hijo, Buda le da su anillo. Le dice {Tráemelo} y se multiplica en miles de seres idénticos a él. El hijo, sin parar mientes en los falsos Budas va directamente hacia su padre y le entrega el anillo.
Imagine un desfile por las calles de Roma formado por mil Cristos cargando cada uno una cruz. En África cae una lluvia de niños albinos. La estatua de la libertad aparece negra una mañana por estar cubierta de moscas... El emperador japonés corta las lenguas de sus dos mil concubinas y las ofrece en forma de sushi a su ejército triunfador. Millones de rabinos ennegrecen las calles de Israel protestando contra su Mesías porque, después de ser esperado durante miles de años, ha decidido llegar con la forma de un puerco.
Termine de desarrollar estas técnicas simples visualizando la más ingenua de todas: el injerto. Se une una parte de rumiante, más otra de león, más otra de águila más un rostro humano y se obtiene una esfinge; se pega un torso de mujer a la mitad inferior de un pez y se obtiene una sirena; se le agregan alas de pájaro a un andrógino y aparece un ángel. ¿Y por qué un ángel, en lugar de largos cabellos, no podría tener finísimos arcoíris? Tronco de hombre más cuerpo de caballo: un centauro. ¿Y por qué no el mismo tronco de hombre injertado en un caracol, en una piedra, como la proa viviente de un barco, como la parte consciente de un cometa? Los aztecas mezclan un reptil y un águila y obtienen a Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, mientras en la sombra de las quebradas queda arrastrándose un águila cubierta de escamas. Si el Dios Anubis tiene cabeza de chacal también la puede tener de elefante, de cocodrilo, de mosca, o de máquina registradora. ¿Y por qué no pensar que el misterioso rostro de Mahoma es un espejo o un reloj?
Otra técnica primaria era la de transformar una cosa en otra: un gusano se convierte en mariposa, un hombre en lobo, otro en vampiro, un robot en navío interplanetario, un hada buena en bruja, un dios en demonio, una rana en princesa, una puta en santa. En el Quijote los molinos se hacen agresivos gigantes, la posada se transforma en palacio, los odres de vino en enemigos, Dulcinea en noble dama, etc.
Andando por la ciudad imagino que las casas se convierten en inmensas cabezas de lagarto, al industrial la billetera se le transforma en cuervo, las perlas del collar de la vida de pronto son pequeñas ostras que gimen, como gatas agónicas. Mi madre me abraza primero con dos, luego con seis y por último con ocho brazos: ahora es una tarántula.
De transformar pasé a petrificar: las hijas de Lot se convirtieron en estatuas de sal, la hija del rey Midas en estatua de oro, los aventureros que miraron a la Medusa en estatuas de piedra. El tiempo cesa de transcurrir, planetas, ríos, gente, todo se paraliza para siempre. El universo es un museo que nadie visita; las golondrinas, transformadas en granito, caen como lluvia mortal del cielo.
Apliqué a mi mundo imaginario la idea de unión, pensé en un lazo invisible con capacidad de extensión infinita y lo vi atravesar el tercer ojo de los seres humanos hasta reunir a todos los pobladores del planeta en un collar viviente; el poeta se une con una humilde piedra, descubre que ella es su ancestro y que lo que recita no es más que la lectura de un amor inscrito en la materia desde el comienzo de los tiempos; me uno a los enfermos y a los pobres, me doy cuenta de que su dolor y su hambre son míos; me uno a los campeones del deporte, ellos son mis propios triunfos; me uno a la totalidad del dinero, lo hago mío: esa energía me invade como un torbellino, me da salud, me impulsa a dejar de pedir y a comenzar a invertir, me hace comprender que de cazador debo pasar a sembrador. Yo mismo me identifico con el cordón unidor, me siento canal, lo que tengo lo estoy recibiendo y en el mismo instante de recibirlo lo voy dando, nada para mí que no sea para los otros. Si el niño en el desierto cierra la mano, obtiene para él un puñado de arena, si la abre, todo el desierto puede pasar por ella... Me uno a la poesía chilena, los poetas de van esfumando mientras sus palabras se funden:
“En la noche cuando fantasmas agrietan el poco de tierra, que perdura en mi cuerpo mientras duermo, mi corazón sería capaz de negar su pequeña crisálida, y esas pavorosas alas que le asoman emergiendo de la nada. ¿Quien eres? Alguien que no eres tú canta tras el muro. La voz que ha contestado viene de más allá de tu pecho.
Anduve como ustedes escarbando la estrella interminable, y en mi red, en la noche, me desperté desnudo, única presa, pez encerrado en el viento.
Anduve por todos los caminos preguntando por el camino, sin itinerario ni línea, ni conductor, ni brújula, buscando los pasos perdidos de lo que no existió nunca, contemplándome en todos los espejos rotos de la nada.
Oh abismo de magia, abre las puertas selladas, el ojo por donde debo volver otra vez al cuerpo de la tierra, ¿Qué sería de nosotros sin el quehacer sin luces sin el doble eco hacia el que tendemos las manos?
Me di cuenta de que el deseo de unión lo llevaba en cada célula de mi cuerpo, en cada manifestación de mi espíritu. Ya no se trataba de imaginar lazos, sino de darse cuenta de que ellos existían: estaba amarrado a la vida y unido a la muerte, amarrado al tiempo y unido a la eternidad, amarrado a mis límites y unido al infinito, amarrado a la tierra y unido a las estrellas. Unido a mis padres, a mis abuelos, a mis ancestros, unido a mis hijos, a mis nietos, a mi futura descendencia, unido a cada animal, a cada planta, a cada ser consciente. Unido a la materia bajo todas sus formas, yo era lodo, diamante, oro, plomo, lava, piedra, nube, onda magnética, estallido eléctrico, huracán, océano, pluma. Amarrado a lo humano, unido a lo divino. Anclado en el presente, unido al pasado y al futuro. Anclado en la oscuridad, unido a la luz. Atado al dolor, unido a la euforia delirante de la vida eterna.
Después de unir así, me propuse ver a qué me conducía separar: la voz del padre muerto resonando durante años por toda la casa; de las monedas de pesos se elevan millones de pequeñas águilas plateadas que vuelan hacia la estratosfera para devorar satélites; la piel de tigre que ha perdido Buda que solía meditar sobre ella, le propone a un asesino que la convierta en su capa; en el país de los descabezados, el último sombrero es quemado públicamente... Cuando perecen todo los seres vivos, los caminos gimen, sedientos de huellas.
Me propuse materializar lo abstracto. El odio: cuerno de la abundancia dentro de un cofre del que hemos pedido la llave. El amor: camino donde las huellas en lugar de seguirnos nos preceden. La poesía: excremento luminoso de un sapo que se ha tragado a una luciérnaga. La traición: persona sin piel que avanza saltando de una piel a otra. La alegría: río lleno de hipopótamos abriendo sus hocicos azules para ofrecer diamantes que han extraído del barro. La confianza: danza sin paraguas bajo una lluvia de puñales. La libertad: horizonte que se despega del océano para volar formando laberintos. La certeza: una hoja solitaria convertida en el refugio de un bosque. La ternura: virgen vestida de luz empollando un huevo morado.
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La Tormenta
Lejos de Nueva York, un gran danger se avecinaba sobre el pueblo PortYork, lugar fantástico de muchísimas novelas, lejos de esos hawthornes que growing-up en los linderos del fin, la tormenta cortaba la señal de mi pueblo, hablabámos con los brujos, los nueve reyes, el tranvía de York, la caída del Pino, los abuelos nos contaban de cosas fantásticas, mientras cerraba la ventana, la señal nos decía hora de dormir, a los campamentos fue de kid, con mis mochilas, como decían en los anuncios norteamericanos, con mi skate, y otras baratijas más de la store, no de la principal avenida, ibámos a investigar, mi conejito me seguía a todas partes, el brujo me dibujaba las señales en la pizarra cual maestro, ostras de York, nos asustaba las clases de lenguaje, sabíamos cómo atrapar un pez en ese HERMOSO pozo, las tormentas dejaban poca luz en la avenida, casaca azul, y la otra neoyorquina, la amarilla neoyorquina, los monstruos salían cuando querían CAZARNOS, eramos alimentos para ellos, demasiado fantástico, los cuatro neoyorquinos nos fascinaron desde chicos, la diversión continuó más allá, PortYork se iba al mercado grande, nuestra alcancía nos alcanzaba para viajar lejos, hasta Asia, el brujo no vivía muy lejos cuando esos monstruos salieron, nuestra cordillera York la dibujámos en la pizarra, con nuestras bicicletas enrumbámos a la brujo fantástica, en nuestra mochila no dibujamos solo eso sino cazadores, chicos del campamento, Starbucks cerraba mientras crecía el Tormenta
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Jack London, el mundo de un escritor proletario
La corta vida de Jack London, quién falleció un día 22 de noviembre de 1916 a la prematura edad de 40 años, se desenvolvió como una novela: abundaron trabajos extravagantes y diversos, se multiplicaron aventuras peligrosas con piratas y ladrones; sobraron paisajes, colores y sabores de viajes por los lugares más recónditos del mundo. Y cuando la vida se asemeja tanto a una novela con miles de capítulos, la realidad y la ficción se entrelazan conformando un mundo propio. El mundo London.
Nicolás Bendersky
Ediciones IPS-CEIP
Saqueador de ostras en la bahía de San Francisco, vagabundo y buscavidas por diversas ciudades de EE.UU., cazador de focas en las costas japonesas, obrero en una lavandería, en una fábrica de enlatado y en minas de carbón, buscador de oro en Alaska; su vida transcurrió hasta los 30 años, como un verdadero aquelarre. Y lo singular fue que había pasado estrictamente separada de la escritura. No así de la lectura que lo acercó lentamente a Kipling, Spencer, Darwin, Stevenson, Malthus, Marx, Poe, y Nietzsche.
Pero llegó el momento. Él lo sentía y lo palpaba. Jack London había nacido para escribir.
“Y entonces, restrellante de luz, brotó la idea. Escribiría. Sería uno de los ojos del mundo, uno de los corazones a través de los cuales siente ese mundo y uno de los oídos a través de los cuales el mundo oye. (…) En prosa y en verso, sobre hechos reales e imaginarios (…) escribiría.” (De Martín Eden. Autobiografía novelada)
Y así empezó el oficio. Tomó la palabra, se apropió de ella y la escribió. Y ese don, afloró como un verdadero río imparable.
“Escribía torrentosa e intensamente, de la mañana a la noche y bien entrada la noche (…) Era el suyo un continuo estado febril. La gloria de crear, que se suponía atributo exclusivo de los dioses, era suya” (Martín Eden)
Primero fueron cientos de artículos, notas y cuentos para revistas que retrataban manifiestamente sus propias aventuras por los mares del Pacífico o el frío de Alaska. Luego vinieron relatos y novelas más conocidos como La llamada de la selva y Colmillo Blanco (ambas con poderosas historias de perros), El Lobo de Mar, El silencio blanco, La expedición del pirata o Cuentos de los Mares del Sur, entre otros.
En muchos de éstos abunda una visión naturalista. Una especie de alabanza a ultranza de la naturaleza, opuesta al mundo capitalista como civilización contaminada. Un mundo, ya para su época, (fines del siglo XIX) repleto de grandes fábricas que despiden humo negro por sus chimeneas, mezcladas con estrechos y amontonados barrios donde los trabajadores viven hacinados. A esto, le oponía el mundo natural, idílico. Pero donde también había que luchar por la vida.
Un escritor proletario
Para alguien que “había nacido en la clase obrera”, (como él mismo relata en un artículo de 1906), y adherido a la causa socialista desde muy joven (como explica en Cómo me hice socialista), escribir sobre su propia condición, sobre los padecimientos y sueños revolucionarios de su clase, no iba a ser algo ajeno.
Bajo el contexto del naciente socialismo estadounidense de Eugene Debbs y Daniel De León, cuentos como La huelga general, Talón de Hierro, Gente del abismo, Los favoritos de Midas, Goliah, La fuerza de los fuertes o Estado de Guerra, tienen como protagonista a trabajadores, y se desarrollan -de alguna u otra manera- elementos de la lucha de clases contra los patrones.
En ellos también se retrata diversos aspectos desde la óptica de los trabajadores: desde una huelga general en San Francisco que refleja toda la fuerza de la clase obrera para parar cada resorte del funcionamiento de la sociedad; hasta un régimen como El Talón de Hierro, erigido como un poder económico y político sobre la derrota de una revolución. Esta novela –que constituye una buena entrada a la obra de London- está escrita en la forma de un diario que lleva la esposa de Ernesto Everhard, y que si bien va desplegando las características de la dominación de este régimen, va desenvolviendo los intentos de una revolución en el pasado. Como dice Evehard:
“Nuestra intención es tomar no solamente las riquezas que están en las casas, sino todas las fábricas, los bancos y los almacenes. Esto es la revolución (…) Queremos tomar en nuestras manos las riendas del poder y el destino del género humano. ¡Estas son nuestras manos, nuestras fuertes manos! Ellas os quitarán vuestro gobierno, vuestros palacios y vuestra dorada comodidad, y llegará el día en que tendréis que trabajar con vuestras manos para ganaros el pan, como lo hace el campesino en el campo o el hortera reblandecido en vuestras metrópolis. Aquí están nuestras manos. Miradlas: ¡son puños sólidos!”
El relato de la aparición de un régimen represivo, montado sobre derrotas revolucionarias, anticipa genialmente la aparición del fascismo 20 años antes de su llegada.
En 1929, la revista New Masses escribe sobre London “Un verdadero escritor proletario, no sólo debe escribir para la clase trabajadora, sino que debe ser leído por la clase trabajadora. Un verdadero escritor proletario no sólo debe usar su vida proletaria como material para sus libros: en estos debe arder el espíritu de la rebeldía. Jack London era un auténtico escritor proletario; el primero y, hasta ahora, el único escritor proletario de genio de los Estados Unidos. Los obreros que leen, leen a Jack London. Es el único escritor al que han leído todos, es la sola experiencia literaria que tienen en común. Los obreros de las fábricas, los peones del campo, los marinos, los mineros, los vendedores de diarios, lo leen y lo releen. Es el escritor más popular entre la clase obrera de los EE.UU.”.
Y ese espíritu de rebeldía enardecía en cada uno de sus escritos. Ardía y se desarrollaba al calor de sus convicciones socialistas que trataba de difundirlas a lo largo y a lo ancho de EE.UU., mediante, charlas, mitines y conferencias. Como revela en este comentario, no tenía dudas de su ideología.
“Los socialistas eran revolucionarios, en la medida en que luchaban para transformar la sociedad tal como existe actualmente, y con otros materiales, construir una nueva sociedad. Yo también era socialista revolucionario. (…) Estas son mis perspectivas. Aspiro al nacimiento de una nueva época donde el hombre realizará el mayor progreso, un progreso más elevado que el de su vientre, y en el que el aura para animarlos para nuevas acciones será mucho más estimulante que la actual derivada de su estómago. Guardo intacta mi confianza en la nobleza y excelencia de la especie humana. Creo que la delicadeza espiritual y el altruismo triunfaran sobre la glotonería grosera que reina hoy en día. En último lugar quiero hacer constar mi confianza hacia la clase obrera. Como ha dicho un francés: ´En la escalera del tiempo resuenan sin cesar el ruido de los zuecos que suben, y de los zapatos barnizados que descienden´” (Yo he nacido en la clase obrera (1906)
El final
La vida de London transcurrió como un huracán vertiginoso. Fue intensa, pasional, fulgurante como una cometa del cielo. Y encontró su fin abruptamente un 22 de octubre de 1916. Murió en Glen Ellen, California, a la temprana edad de 40 años. Si bien sus médicos elaboraron un certificado de defunción cuya causa fue una urémia, sus biógrafos que aseguran que se suicidó de una sobredosis de morfina y otras drogas que solía utilizar para calmar dolores.
La muerte había sido pensada, trabajada y escrita por London en varios cuentos y novelas. Acaso su autobiografía novelada, con su alter ego Martín Eden, posee un final que anticipa su propio fin. Se había ido un escritor proletario, un mago de las palabras, un agitador socialista, un contador de historias. Y eso es lo que sobrevive. Sus 50 libros con cientos de cuentos y novelas, (algunas llevadas al cine); y su llama ardiente que provoca desprecio por la sociedad capitalista, y rebeldía hasta en la última gota de la sangre.
Trotsky, Guevara, Lenin, lectores de Jack London
Si bien Jack London tuvo infinidad de lectores, críticos y analistas, sobresalen los revolucionarios, los que pusieron el ojo en él y vieron que no era un escritor más, que podía observar más allá, viendo y retratando al mundo siempre desde la óptica obrera.
Es conocido el planteo de Ernesto Che Guevara que recuerda en La sierra y el llano de 1961 que siendo herido en el desembarco del Granma por una balacera, recordó un cuento de London.
“Inmediatamente me puse a pensar en la mejor manera de morir en ese minuto en el que parecía todo perdido. Recordé un viejo cuento de Jack London, donde el protagonista apoyado en el tronco de un árbol se dispone a acabar con dignidad su vida, al saberse condenado a muerte, por congelación, en las zonas heladas de Alaska. Es la única imagen que recuerdo”.
El cuento es Encender una hoguera, y tiene como escenario las frías tierras de Yukón, Alaska. Hacia el final, dice:
“Cuando hubo recobrado el aliento y el control, se sentó y recreó en su mente la concepción de afrontar la muerte con dignidad”.
Julio Cortázar también reparó en este planteo del Che, y lo utilizó como frase que prologa uno de sus cuentos, Reunión de Todos los fuegos el fuego.
En tanto Lenin, también era un lector de London. Poseía en el Kremlin varios de sus libros y alabó mucho la crítica que realizó el escritor al revisionismo y oportunismo del Partido Socialista de los EE.UU.
Se cuenta que hacia el final de su vida, luego de varios ataques cerebrales que lo habían dejado sin habla, solía escuchar plácidamente la lectura de su mujer Nadezhda Krupskaia. Su muerte el 21 de enero de 1924, había ocurrido dos días después de escuchar Amor a la vida, cuento de London que era uno de sus favoritos.
Por último, León Trotsky también reparó en la literatura de London. En 1937 escribe una carta dirigida a su hija Joan donde comentaba el magnífico El Talón de Hierro: “Hay que destacar muy particularmente el papel que Jack London atribuye en la evolución de la Humanidad a la burocracia y la aristocracia obrera. Gracias a su apoyo, la plutocracia americana logrará aplastar el levantamiento de los obreros y mantener su dictadura de hierro en los tres siglos venideros. No vamos a discutir con el poeta sobre un plazo que no puede dejar de parecernos extraordinariamente largo. Aquí lo importante no es ese pesimismo sino su tendencia apasionada a espabilar a quienes se dejan adormecer por la rutina, a obligarlos a abrir los ojos, a ver lo que es y lo que está en proceso. El artista utiliza hábilmente los procedimientos de la hipérbole. Lleva a su límite extremo las tendencias internas del capitalismo al avasallamiento, a la crueldad, a la ferocidad y a la perfidia. Maneja los siglos para medir mejor la voluntad tiránica de los explotadores y el papel traidor de la burocracia obrera. Sus hipérboles más románticas son, en fin de cuentas, infinitamente más justas que los cálculos de contabilidad de los políticos llamados “realistas”. No es difícil imaginar la incredulidad condescendiente con la que el pensamiento socialista oficial de entonces acogió las previsiones terribles de Jack London. Si nos tomamos el trabajo de examinar las críticas de El Talón de Hierro que se publicaron en los periódicos alemanes de entonces, Neue Zei y Worwaerts, y en los austriacos Kampf y Arbeiter Zeitung, no será difícil convencerse de que el “romántico” de treinta años veía incomparablemente más lejos que todos los dirigentes socialdemócratas reunidos de aquella época. Además, Jack London no sólo resiste en ese dominio la comparación con los reformistas y los centristas. Se puede afirmar con certeza que, en 1907, no había un marxista revolucionario, sin exceptuar a Lenin y Rosa Luxemburgo, que se representara con tal plenitud la perspectiva funesta de la unión entre el capital financiero y la aristocracia obrera. Esto basta para definir el valor especifico de la novela”.
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