#azazelisalive
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Las once de la noche. Las manecillas del reloj señalaban acusadoramente a ese número mientras permanecÃas impasible ante la hoja de papel, la luz de la lamparilla haciéndote cosquillas en los ojos.
Si sabÃas lo que te convenÃa, no dejabas las tareas de la RAD para el último momento. Esta vez, de verdad de la buena, se te habÃa pasado por alto a pesar de tenerlo bien apuntado en grande y con colores en la agenda. No podÃas culpar a nadie, tenÃas el estrés por las nubes e ibas a necesitar al menos un par de horas más para terminar el trabajo.
Unos golpecitos en la puerta te sacaron del segundo bajón de la noche.
—¿Estás ah� —Era Satan, que esperó tu confirmación antes de entrar.— He visto la luz encendida y me preocupé.
Con un gesto de la mano, le indicaste que se sentara en el sofá, mientras dabas vueltas al boli de tu mano.
—Se me olvidó hacer la tarea de encantamientos —confesaste, sintiéndote culpable. Satan era el primero en tener toda la tarea hecha, al fin y al cabo, era un estudiante brillante.— Supongo que tenÃa tantas cosas que hacer que se me pasó por alto.
Satan se acomodó entre los cojines, pensativo. Sus ojos verdes se posaron en los libros y papeles que habÃa en tu escritorio.
—Entonces, ¿vas a quedarte toda la noche solo para terminarlo?
—¿Acaso tú no haces lo mismo cuando te pones a leer un libro?
Una sonrisa inesperada se extendió por el rostro de Satan. Por un momento, tu mirada se quedó prendada de ella, hasta que parpadeaste para volverla a las letras que empañaban tu trabajo.
—Puedo dejarte la mÃa, si quieres. —Eso era un ofrecimiento rarÃsimo. Satan debió notar tu suspicacia, pues te guiñó un ojo antes de continuar.— A cambio de algo, claro está.
Ugh. Es verdad que querÃas quitarte el estrés de ese maldito trabajo, pero no arriesgarte a aceptar un trato sin saber todas las condiciones. Pero era Satan. No te ofrecerÃa algo que no fueras capaz de cumplir. Con un suspiro, volviste la silla hacia él.
—¿Qué me ofreces?
Con una sonrisa, Satan se levantó y se acercó, inclinándose hasta que te encerró entre sus brazos contra la mesa. Con sorpresa, echaste la cabeza hacia atrás, apoyándola en su pecho, notando la respiración del otro mientras su respiración te acariciaba la oreja cuando habló.
—Dentro de un par de dÃas tengo una reunión con unos amigos que dirigen una empresa de tecnologÃa. Me sentirÃa más seguro si me acompañaras. ¿Qué me dices?
Te mordiste el labio, pero la respuesta estaba totalmente clara. Satan te dio un toque en el hombro antes de girarse.
—Entonces, parece que hoy te irás pronto a la cama.
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Entre un mar de sábanas y cojines, Belphie se hundÃa en la cama mullida del ático. El pelo le caÃa sobre los ojos, la boca medio abierta mientras su respiración suave se convertÃa en un calmante para tu corazón acelerado.
Era un contraste grande a como te encontrabas. La piel de gallina, el dolor de cabeza, la falta de aire. No podÃas volver a dormir cuando las pesadillas se aferraban a ti. Necesitabas tranquilizarte, y no habÃa un lugar más tranquilo que el ático.
SabÃas que te acogerÃa sin reparos, por lo que, tras un momento de indecisión, decidiste permanecer allÃ. Con cuidado de no hacer ruido, te acercaste a la cama y te sentaste en el borde, girando la cabeza para mirar al demonio que dormÃa. Con una oleada de afecto, estiraste los dedos para apartarle unos mechones de pelo de los ojos y acariciar su piel.
—Mmm.
Aunque Belphie tenÃa un sueño profundo, a veces una leve alteración conseguÃa perturbarle. Con los ojos entreabiertos, parpadeó lentamente parar mirarte.
—Lo siento, no querÃa despertarte —murmuraste, apartando la mirada y sobándote la cara con una mano.
Sentiste un roce, Belphie habÃa estirado los dedos para entrelazarlos con los tuyos. Tiró de ti hacia abajo. A pesar de su apariencia, tenÃa más fuerza de lo que parecÃa y caÃste a su lado. Las esponjosas sábanas te dieron la bienvenida mientras Belphie se acomodaba de nuevo entre ellas.
—Si eres tú, no me importa despertarme. ¿Ocurrió algo? No tienes buena cara.
Se incorporó sobre un codo con la mirada más despejada. Sus ojos violáceos se clavaron en los tuyos. Siempre perceptivo. Es algo a lo que te habÃas acostumbrado, a la naturaleza inquisitiva que siempre buscaba cada pequeño detalle en tu rostro, por pequeño que fuera. Te temblaron las manos cuando las sumergiste en las suaves sábanas. Aunque sabÃas que podÃas contarle cualquier cosa, no querÃas recordar los horribles pensamientos que habÃan plagado tu mente mientras dormÃas.
No hizo falta decirlo en voz alta, lo entendió sin palabras. Con un bostezo, Belphie volvió a tumbarse en la cama. La calidez de sus brazos te envolvió cuando te acercó hacia él, su suave pelo acariciándote el cuello, y reprimiste un escalofrÃo.
—Entonces, quédate aquà conmigo.
Por primera vez desde que despertaste, tu cuerpo se relajó. La respiración de Belphie te acariciaba la nuca y te dejaste llevar por su agradable abrazo. Con él allÃ, tal vez podrÃas tener dulces sueños.
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Un cero.
Un maldito cero en pociones.
Tras noches estudiando, practicando y memorizando, habÃas suspendido el examen. Tal vez fuera que aún no distinguÃas todas las plantas existentes en el Devildom, tal vez cometiste una equivocación para que la mezcla se convirtiera en un mejunje negro burbujeante. Eso no impidió que el profesor te echase la bronca delante de toda la clase. Menuda vergüenza.
Contuviste las lágrimas al salir, cabeza gacha y labios apretados, evitando encontrarte con alguien conocido. Tus pasos se dirigieron a un lugar apartado del enorme jardÃn de la academia. Te sentaste bajo un árbol, dejando escapar un sollozo y enterrando la cara entre las manos.
—¿Te encuentras bien?
Una enorme sombra se alzaba ante ti. Parpadeaste hacia un preocupado Beel, que se habÃa inclinado un poco para observarte mejor. Frunció al ceño al ver las lágrimas que corrÃan por tus mejillas.
—¿Qué haces aqu� —preguntaste, apartando la cabeza para evitar que viera tus ojos rojos, aunque ya fuera demasiado tarde.
—Vi lo que ocurrió en pociones. El profesor fue injusto contigo. Lo siento.
Tras un instante de duda, Beel se sentó a tu lado. A pesar del sentimiento de urgencia de estar sola, su enorme figura, que parecÃa cubrirte de ojos curiosos, te tranquilizó. Pasaron unos segundos antes de que rebuscara algo entre sus bolsillos y te lo ofreciera.
—Te he guardado esto. ¿Lo quieres?
Un sándwich algo arrugado. Lo miraste antes de resoplar una risa contenida, mano en la boca para que no te saliera una carcajada. Era tan de Beel ofrecerte algo asÃ. El gruñido de protesta de sus tripas hizo que la risa se te escapara sin poder evitarlo. El demonio parecÃa avergonzado y contento a la vez de que su pequeño gesto te hubiera cambiado el humor.
—Gracias —sonreÃste, tratando de ahogar otra carcajada entre las lágrimas que aun corrÃan por tu cara, y aceptando el regalo. Sospechando, añadiste—: No me digas que echaste un sándwich a tu poción.
Algo que te gustaba de Beel era como olÃa a comida, algo diferente cada vez, y hoy desprendÃa un aroma que te recordaba a cuando hacÃais juntos la merienda. Y a humo, también a humo, aquel que pululaba por el aula de pociones y se adherÃa a tu ropa y a tu piel, y que costaba desprenderse de él. HabÃa estado allà contigo, pero en una mesa distinta, y tenÃas la seguridad de haberle visto comer mientras realizaba la tarea (y, de paso, tirando migas aquà y allá). Beel se sacudió las manos en el pantalón, fingiendo una cara de aprensión.
—¿Lo viste? Pensaba que mi idea de hacer una poción con sabor a sándwich era buena, pero el profesor no opina lo mismo…
Otra carcajada. A pesar de que Beel pecaba de ser algo ingenuo, sus intenciones siempre eran buenas. Eso caldeó tu corazón mientras le dabas un mordisco al sándwich. Otro ruido te distrajo durante un momento, y, con una sonrisa de ojos llorosos, le ofreciste la mitad a Beel, que negó con la cabeza.
—Podemos ir juntos a la cafeterÃa más tarde, si quieres. Ahora, si no te importa, me gustarÃa estar aquà un rato contigo.
Te acomodaste al lado de Beel con sus palabras amables resonando en tus oÃdos y, en un cómodo silencio, supiste instintivamente que todo iba a ir bien.
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Un sollozo te subió por la garganta cuando un cansado Lucifer te ayudó a incorporarte. Pantalón rasgado, dolor que te atravesaba la pierna, y sangre que empezaba a recorrer la rodilla. Seguramente parecÃa peor de lo que era, pero eso no quitaba las ganas que tenÃas de echarte a llorar.
—¿Puedes andar?
Respondiste con otro sollozo y te apartaste de él para sostenerte sin ayuda. A estas alturas, estabas dramatizando, y Lucifer lo sabÃa, porque alzó una ceja en tu dirección y se cruzó de brazos.
—No pensarás que te voy a llevar en brazos solo porque te has caÃdo.
Una risa comenzó a burbujear en tu pecho, pero te reprimiste para no ofenderle. Lucifer estaba preocupado. Lo sabÃas, pues habÃa sacado un pañuelo y lo estaba empapando en agua para limpiar la herida, y, aun asÃ, con toda la seriedad posible, dijiste:
—Tal vez ese era mi plan.
Lucifer se detuvo, pensativo, una sonrisa tirante en su cara.
—Qué pena. Si puedes idear un plan como ese, entonces estás lo bastante bien como para ir andando a casa.
Esta vez no pudiste evitar soltar una risita, porque estaba claro que ibas a ir andando a casa igual. Complacido, Lucifer te entregó el pañuelo húmedo, y te inclinaste para quitar los rastros de sangre de tu rodilla. Aun dolÃa. Con cuidado, limpiaste lo peor y después alzaste el pañuelo, arrugando la nariz.
—¿Qué hago con esto?
—Quédatelo. Ya lo lavarás en casa y me lo devolverás.
La voz confiada de Lucifer plasmó una sonrisa en tu rostro, como si él fuera una damisela que te ofrecÃa un pañuelo. Metiste el pañuelo en la mochila, y tras cojear un poco, Lucifer se acercó para ofrecerte apoyo. Con gratitud, envolviste su brazo con el tuyo. Al menos, no soportarÃas el dolor en soledad.
—¿De verdad que no quieres llevarme en brazos?
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Tosiste por cuarta vez mientras Mammon te lanzaba una mirada que se debatÃa entre la irritación y la preocupación.
—¿Por qué no te tomas la medicina?
Si fuera por él, te pasarÃas todo el dÃa en la cama a tope de pastillas y bebiendo sopa. Su mano se posó con suavidad en tu frente, frÃo contra calor, y sentiste como tus mejillas se encendÃan al darte cuenta de que estabas sudando.
—¡Quita! —Hiciste un ademán para quitarte la mano de encima, lo que te ganó un ceño fruncido de parte de Mammon.— Me la he tomado hace una hora.
—¿Y? Tómate otra, asà te hace doble efecto.
—Venga ya, sabes que no funciona asÃ.
A pesar del jarabe y el descanso, el dolor de garganta persistÃa junto a una leve migraña. Estabas segura de que tu habitación apestaba a enfermedad, pero a Mammon no parecÃa importarle mientras hacÃa un montón con tu ropa sucia. Se habÃa agenciado el papel de madre preocupada y se lo tomaba muy en serio.
Lo que más te apenaba era no poder salir. La promesa de acompañar a Mammon a ver la nueva pelÃcula de El bandido enmascarado se habÃa despedazado cuando te despertaste sintiendo como si te hubiera pasado un coche por encima.
—Oye, lo siento por no poder ir al cine contigo. —Te sonaste los mocos y tosiste, sintiendo una mirada intranquila sobre ti.— Sé que tenÃas muchas ganas de ver la peli.
—¿De qué hablas?
Tras recoger toda la ropa posible, Mammon se dejó caer en tu cama con un plof y los brazos abiertos. Le lanzaste una mirada compasiva desde tu posición privilegiada en la mesa. Debió haberlo notado, porque se incorporó sobre un codo para fulminarte con la mirada.
—Vamos, no estaba taaan emocionao.
—Llevas una semana esperando a ir, compraste asientos vip para la primera sesión.
Mammon resopló y te lanzó la almohada, lo que hizo que te diera un ataque de tos. Era horrible sentir cómo te rasgaba la garganta cada vez que inspirabas. Al momento, una expresión de arrepentimiento se instaló en su rostro.
—Tú eres más importante que una pelÃcula. Necesitas descansar. —Se levantó y se acercó a ti, posando una mano en tu hombro.— Venga, a la cama.
—¡Es muy pronto todavÃa!
Mammon dijo algo entre dientes, pero, al notar tu resistencia, te alzó en volandas. Mientras te agarrabas a su camiseta con sorpresa, te diste cuenta que sus ojos brillaban con preocupación. Bueno, supusiste que, por una vez, podrÃas admitir que te cuidaran, sobre todo si lo hacÃa Mammon.
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El empujón no habÃa sido lo más humillante.
Diavolo te lo habÃa advertido desde el primer dÃa. Lucifer te solÃa recordar que no, que no todos los demonios iban a ser amables contigo. Pero últimamente te habÃa ido tan bien… No como ahora, con la ropa empapada de haber caÃdo en el charco y los brazos raspados, y la vergüenza acuchillándote mientras contenÃas las lágrimas.
Las burlas y risas te resonaron en los oÃdos mientras apoyabas las manos en la tierra húmeda y los demonios se alejaban. Por suerte, no habÃa nadie cerca para verte en ese estado. QuerÃas sobarte los ojos, dejar las lágrimas caer, pero tenÃas las manos sucias y no querÃas empeorarlo. Con dolor en las piernas y los brazos, te arrastrarte hasta la pared y te apoyaste en ella, con la cabeza baja.
Ni siquiera te diste cuenta de cuanto tiempo habÃa pasado hasta que oÃste un ruido cerca de ti.
—¿E… estás bien?
Alzaste la vista. Levi se encontraba quieto como una estatua, removiendo las manos y con la mirada inquieta. Eso solo te dio más ganas de llorar.
—Oh… Oh, no, tu ropa está empapada. —El demonio se acercó a ti, su sombra cayendo sobre tu silueta.— Um… Tal vez… Tal vez serÃa mejor ir a casa.
No obtuvo respuesta. El aire se espesó ante la incomodidad.
—No importa, entiendo que no quieras verme. Me iré primero. Si necesitas algo, puedes mandarme un mensaje, aunque no sirva para mucho…
Levi se dio la vuelta para marcharse, pero alargaste la mano para agarrar su pantalón. Levi dio un traspiés, mantuvo el equilibrio y tragó aire antes de girarse de nuevo hacia ti.
HabÃa sido un acto reflejo. En cierto modo, sabÃas que estabas a salvo con Levi. Tal vez fue eso lo que te impulso a apretar un poco más la tela de su pantalón.
—Quédate —murmuraste. No tenÃas fuerzas para levantarte.
Levi se sentó a tu lado tras un instante de duda, con una expresión claramente angustiada. Tras otra mirada en tu dirección, sacó una toalla de su mochila.
—Puedes usar esto. Lo conseguà antes, es del anime de…
Mientras escuchabas a Levi hablar de una de sus últimas hiperfijaciones, te quitaste el barro de la cara y las manos. La ropa ya se habÃa echado a perder de todos modos. SabÃas que el interminable flujo de palabras de Levi era una forma de consolarte.
—Podemos verlo juntos —murmuraste, interrumpiéndole—. Si quieres. Con una taza de chocolate, a poder ser.
—Eso… vale, bien. —Silencio. Levi te agarró la mano, apartando la mirada.— Pero… No hace falta que te contengas. No te voy a juzgar si lloras.
Y, con esas palabras, te apoyaste en su camiseta y te echaste a llorar.
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Plic, plic, plic. La lluvia caÃa sin clemencia mientras corrÃas para resguardarte debajo de los salientes de los edificios. En el Devildom apenas llovÃa y, en esas pocas ocasiones, habÃa que tener mucho cuidado, pues resultaba nociva para los humanos.
Para empezar, no era culpa tuya. Cargar con un paraguas por si al tiempo le daba por cambiar de forma repentina no era lo tuyo. Pero ahora, con las gotas empapándote y ese maldito olor a quemado que siempre aparecÃa cuando diluviaba, te odiabas por no haber tenido más precaución.
—Ugh —soltaste después de pisar un charco de agua, amparándote en un portal. Te abrazaste, intentando sacudir la sensación a mojado mientras maldecÃas tu mala suerte.
Un sonido te alarmó durante un instante antes de darte cuenta de que era el sonido de tu D.D.D. Rebuscaste y aceptaste la llamada.
—Hola, cielo, ¿dónde estás? —La voz dulce de Asmo era como una luz entre la oscuridad.— ¡Acabo de salir de una sesión de fotos y el dÃa se ha puesto horrible! A este paso, se me va a encrespar el pelo.
—Acabo de salir de la RAD y me ha pillado la lluvia —respondiste, con algo de pesadumbre.
OÃste murmurar a Asmo al otro lado del D.D.D. Alzaste la vista hacia el cielo, aquella espesa masa de sombras que habÃa decidido que hoy no iba a ser tu dÃa. Suspiraste.
—Oh, no, nada de desanimarse. Espera un momento, mándame tu ubicación, que voy para allá.
—No es necesario…
—Oh, sÃ, claro que lo es —te interrumpió Asmo—. Estoy seguro de que, si no voy, te quedarás esperando durante horas a que escampe o tu ropa acabará empapada porque irás corriendo a casa. Imperdonable.
 Esbozaste una sonrisa porque sabÃas que no andaba desencaminado.
—Está bien, te mando mi ubicación.
—¡No te muevas, que ahora voy!
El repiqueteo de la lluvia era, en cierta forma, tranquilizador. El frÃo comenzaba a acariciarte mientras esperabas, paciente, observando como los demonios iban de aquà y allá sin tener que preocuparse de cubrirse. Te invadió una sensación agradable de soledad.
Unos pasos apresurados sonaron sobre el empedrado. Tu mirada se desvió hacia un lado, donde un apresurado Asmo avanzaba a ti, paraguas enorme en mano. Tu salvador.
—¡Gracias por esperar! —Asmo te espachurró entre sus brazos, maniobrando con el paraguas para no golpearte.—  Ay, mÃrate, sà que te ha pillado pero bien. No te preocupes, te dejaré mi baño cuando lleguemos a casa para que no pilles un resfriado. Déjame a mà lo de secarte y desenredarte el pelo.
La preocupación de Asmo era evidente mientras te revisaba de arriba abajo con el ceño fruncido. Deslizó una mano cálida entre tus dedos, apretando levemente tu piel mientras tiraba de ti para situarte debajo del paraguas, asegurándose de que ninguna gota se atreviera a tocarte. Le sonreÃste con gratitud. A veces, no era tan malo que alguien se preocupara por las más mÃnimas cosas.
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