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Marzo 24 (tarde): Qué es, qué no es, y para qué sirve la Antigüedad tardía
Desde el s. XIX, cuando despegan la historia y la arqueología como disciplinas científicas, uno de los primeros problemas que se deciden resolver es el de la periodización. Dentro de la visión teleológica de la historia occidental donde sólo existe un desarrollo linear marcado por el avance tecnológico (una ideología muy acorde con la cosmovisión del mundo capitalista industrial de la época). Es por ello que existe una Edad de Piedra, seguida por una Edad de los Metales, seguida de la Historia con mayúsculas, la cual comienza con una Edad Antigua, una Edad Media, una Edad Moderna y nuestra Edad Contemporánea como culmen del desarrollo humano.
A pesar de que los debates sobre periodización siguen siendo algo común en la historiografía del s. XXI (en las cafeterías de facultad y en prensa), parece que ya está asumido, a nivel académico, que estas divisiones son arbitrarias y que sirven más para clasificarnos a nosotros como estudiosos y a las materias que impartimos que a las realidades históricas, que son mucho más complejas que unas simple percepción materialista basada en el desarrollo tecnológico (comparada con el desarrollo de occidente). Por ello hablar de que los exploradores españoles encontraron en América sociedades paleolíticas en el s. XVI (Moreno Gallo. 2024) es veraz únicamente desde una perspectiva colonialista, desfasada historiográficamente, y que es despectiva hacia los conocimientos específicos y las culturas y habitus de los pueblos que son así descritos (González Gutiérrez, 2024).
En esta división tradicional, muy influida por la percepción sesgada que surge en el Humanismo sobre la Edad Media, se establece una ruptura entre el mundo clásico idealizado y una edad media oscura, ignorante y oprimida por la religión (Nelson, 2007). Esta idea, además, ha calado muy hondo en el imaginario popular (por ejemplo, Sturtevant, 2017). Los campesinos excavando barro en Los caballeros de la Mesa Cuadrada de los Monty Python (1975) son una de las plasmaciones más famosas de esta visión popular de la Edad Media.
Henri Pirenne y el Orientalismo de comienzos del s. XX ayudaron a promover una idea de una división entre una Europa sumida en el oscurantismo y un renacer medieval Islámico (Whittow, 2017), pero fue en esta misma época cuando surge por primera vez el concepto de Antigüedad Tardía como una alternativa a este discurso. En un principio, y dentro de la historiografía alemana, se establece este término de Spätantike (o Antiquitas posterior, en Latín; Schuster, 1908) para hablar del mundo romano cristiano, para ese periodo para el cual se conocían textos y monumentos que eran políticamente romanos, pero que no entraban en los cánones clásicos ni con los ideales más establecidos para el mundo bizantino medieval. Este periodo bisagra no dejó de ser un apéndice en los estudios clásicos o un prolegómeno a los medievales hasta que Peter Brown, con su obra seminal The World of Late Antiquity (1971) le dio una vuelta de tuerca, estableciendo los parámetros que definían a la Antigüedad Tardía como un periodo en sí mismo merecedor de estudios específicos (Wood, 2016) – unos estudios que alcanzaron la madurez con el mega proyecto “Transformation of the Roman World”.
A día de hoy, los estudios de la Antigüedad Tardía tienen unas miras más amplias, más allá del mundo mediterráneo cristiano griego y latino. Es un campo de estudio tanto de textos como de cultura material que cubre desde finales del s. III hasta mediados del s. VIII. No puedo evitar hablar aquí del contexto en el que me formé, pero el Oxford Centre for Late Antiquity incluye líneas de investigación de los grandes bloques culturales de esta época de una manera holística: el imperio tardorromano, su continuación en oriente, los reinos sucesores de occidente, el imperio sasánida, los orígenes del mundo islámico y el periodo del judaísmo talmúdico. Desde este punto de vista, la Antigüedad Tardía se puede definir como el periodo cultural que surge a raíz de los cambios políticos en el mundo romano tras la crisis del s. III, que incluye transformaciones políticas, económicas, militares, religiosas, constructivas, y monumentales que afectan a todo el imperio, y que, a su vez, generan una cultura, tanto material como no, que se mantiene hasta las nuevas reorganizaciones políticas que comienzan en el s. VIII tanto en occidente como en oriente.
Desde esta perspectiva (y el nombre ya da a ver cuál es el problema principal), la Antigüedad Tardía sigue siendo una adaptación del mundo clásico, tanto formal como conceptualmente. Es un periodo que se define en base a continuidades desde y rupturas con el pasado romano. Para ciertos aspectos, [en particular de lo mío] como el urbanismo o la hidráulica, estas continuidades y rupturas son necesarias y esenciales. Desde mi punto de vista particular, la arqueología tardoantigua debe entenderse con una base de la arqueología clásica. Para mi gran amigo y compañero de aventuras, el Dr Carlos Tejerizo (Salamanca), sin embargo, que estudia patrones de asentamiento y cultura material en contextos rurales, mirar al mundo romano no le ayuda. A ver, le ayuda, pero su objeto de estudio tiene más interés contextual y valor interpretativo mirando hacia adelante, hacia la Edad Media, y él prefiere hablar, en ciertos aspectos, de una Primera Alta Edad Media para la península (Tejerizo García, 2022).
Lo que hacemos Teje y yo son investigaciones paralelas, muchas veces complementarias y concurrentes. Hablar de arqueología altomedieval o tardoantigua nos sirve, muchas veces, para encajar mejor una publicación en una revista u otra, o incluso para poder pedir ciertas ayudas. En el fondo, es lo bueno de pertenecer a un periodo bisagra: que hace falta entenderlo hacia delante y desde atrás. Estudiarlo en aislamiento nunca va a ser una posibilidad viable.
PROGRAMA DE PUBLICACIONES:
Mayo de 2024: el agua en el mundo merovingio
Julio de 2024: para qué sirve un acueducto
Septiembre de 2024: el cambio climático tardoantiguo
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Julio 24: Para qué sirve un acueducto
Quizá sea una casualidad astral que en este mes de julio esté programado el hablar sobre acueductos y su función, pero es que resulta que acabo de publicar una reseña (Martínez Jiménez 2024) en la que hablo de un libro publicado recientemente, titulado Ingeniería hidráulica romana, y coordinado por Isaac Moreno Gallo que, a decir verdad, tiene tela.
¿Por qué este salto, os preguntaréis? Antes de explicarlo, comentar que el consenso académico solía tomar el texto de Vitruvio (8.6.1-2) a pies juntillas, aceptando que los acueductos traían agua para fuentes públicas, termas, y para los privati, en este orden de prioridad. Sin embargo, estudios detallados de estructuras como el castellum aquae de Nîmes demostraban que no se trata una división tripartita, ya que la distribución se hacía por barrios y una misma tubería suministraba tanto a industrias como a fuentes públicas (Evan 1994). La prioridad dada a las fuentes, supuesta a partir de la lectura acrítica del texto de Vitruvio, junto con las ideas heredadas de comienzos del s. XX que comentaba, llevaron a plantear que los acueductos, en efecto, sólo servían para traer agua potable.
Esto, que no pasaría de un debate académico, saltó mundo de la divulgación, sobre todo en boca de Isaac Moreno Gallo (el editor del libro que he reseñado), que toma como punto de referencia las tesis de Santiago Feijoo sobre los acueductos de Mérida (2005). Feijoo negaba que las famosas presas de Cornalvo y Proserpina fueran romanas, porque el agua de las presas no podía ser potable, y ya que los acueductos sólo podían llevar agua potable (volvemos a la premisa de la “ciencia higiénica” romana). Esta propuesta causó un revuelo mediático, pero el tiempo (y los estudios de LiDAR) han dado la razón a la tesis de Santiago, en tanto en cuanto que las presas no son romanas porque las conducciones continúan más allá de las presas (Feijoo y Gaspar 2019) – no necesariamente por el argumento de la calidad del agua.
Los acueductos servían para traer agua en cantidad y de manera regular a la ciudad. Ese es el objetivo principal: asegurar un flujo constante. En regiones mediterráneas de tendencia árida y climatología variable, maximizar los recursos de agua por diversos medios es una manera de asegurar la continuidad de un asentamiento, ya que la gran concentración de población en un espacio pequeño, como es una ciudad, causa un gran estrés en los recursos puramente locales y necesitan un input extra (para el modelo teórico, ver Algaze 2018). Más allá de pozos y manantiales, la construcción de cisternas y acueductos son otras formas de asegurar un suministro de agua constante que suplemente a los recursos puramente locales. Con un suministro constante y regular (y, gracias a los acueductos, abundante) se podía disfrutar de la cultura del agua urbana que tanto caracterizaba a las ciudades romanas (Rogers 2018).
En una ciudad, como he dicho, hace falta agua en cantidad. Una parte mínima se necesita para beber, cierto, puesto que el agua es un elemento esencial para la vida. Aquí, sin embargo, es donde podemos encontrar que los acueductos no son necesariamente para traer agua potable. Si bien es cierto que construir un acueducto permite traer desde un punto lejano el agua de mejor calidad (en el caso de Constantinopla, más de 400km), la constancia del flujo y el volumen son elementos que priman sobre la calidad, y es usual encontrar acueductos que juntan el agua de dos tomas (a veces con agua de una calidad claramente inferior) para asegurar constancia y volumen. Además, el concepto de potabilidad y calidad es algo puramente cultural (de Kleijn 2001: 87-8; Rogers 2013: 7-8): aunque estén de acuerdo en ciertas características (color, temperatura, olor) los métodos romanos para deliberar si un agua era potable o no varían de un autor a otro, y nosotros no podemos traspasar nuestras concepciones de qué es potable o no al mundo antiguo – de igual manera que hay gente que cuando va a una ciudad distinta a la suya prefiere beber de botella porque “no se fía” del agua del grifo (Spence y Walter 2012). En ciertas circunstancias el agua de las cisternas podía ser potable. El agua, de acueducto o no, no solía beberse sola en cualquier caso – no sin mezclar con vino o sin haberla hervido. Por último, el registro etnográfico tiene una amplia variedad de ejemplos de conocimientos locales sobre distintas las distintas calidades de agua de las fuentes accesibles en un lugar (Garde 2010).
¿Para qué se utilizaba el resto del agua en la ciudad, independientemente de su calidad? Vitruvio nos lo cuenta: termas y privati. Las termas son el mejor ejemplo de cultura romana derivada exclusivamente de la disponibilidad de agua en grandes cantidades, al punto de que una gran parte de los acueductos existían únicamente para suministrarlas (Yegül 1996). Los privati tenían sus propias termas domésticas, pero también utilizaban el agua de sus concesiones para otros usos, sobre todo industriales (panaderías, talleres alfareros, fullonicas, talleres textiles, etc. – remito de nuevo al trabajo que hice con en con Elena 2023), pero también para regar y adornar sus jardines. En Pompeya se ve que todas las conexiones domésticas a la red pública están usando el agua del acueducto para las fuentes ornamentales, y que éstas coexisten con cisternas para almacenar agua de lluvia (de nuevo, un fantástico trabajo de Elena). Las fuentes ornamentales públicas, por último, también estaban conectadas a los acueductos, y en la gran mayoría de ellas se ven en los pretiles marcas hechas por las cuerdas que se utilizaban para sacar el agua de las piscinas, combinando una función ornamental con la de suministro doméstico (Richard 2012), una metáfora perfecta para el uso del agua del acueducto.
PROGRAMA DE PUBLICACIONES:
Septiembre de 2024: el cambio climático tardoantiguo
Noviembre de 2024: el baño en la Antigüedad tardía
Enero de 2025: la financiación de las obras en la Antigüedad tardía
#CAUAT#arqueología#Roman Archaeology#archaeology#aqueducts#acueductos#water culture#arqueología romana#Anti Isaac Moreno Gallo#because he's an obnoxious negationist
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La simbiosis agua – vida urbana romana
Esta entrada llega tarde porque estaba esperando a que saliera por fin la publicación del proyecto AQUAROLE, en el que participé con Elena Sánchez López, compañera del departamento aquí en Granada. Este volumen, titulado Gestión y usos del agua en época romana: reflexiones desde la arqueología y el derecho nos muestra, en cada uno de sus quince capítulos, quince ejemplos de cómo entender el agua en la ciudad romana.
Aquí quiero hacer un pequeño inciso, porque tenemos que recordar que la ciudad en el mundo pre-industrial es un tipo de asentamiento insostenible. Poblacionalmente es una forma de habitación que crece sólo por el input de las poblaciones rurales que constantemente llegaban en busca de una mejor vida y opciones laborales. Muchos modelos históricos y antropológicos (la Paradoja de McNeill) muestran que las estas ciudades se mantenían por razones culturales (coerción estatal, seguridad militar, necesidades laborales, sentimiento de comunidad, etc.) y que no tenían una razón natural para existir porque llevaban al límite las capacidades logísticas de la población (Algaze 2018). Esto incluye temas de alojamiento, alimentación y saneamiento, pero también recursos hídricos. La densificación de la población en las ciudades llevaba al límite los recursos hídricos de cada ciudad, con lo que se hacía necesario maximizar estos recursos locales (manantiales, pozos) con apoyos externos, como cisternas para recoger agua de lluvia o conducciones que trajesen agua desde otros lugares.
Uno de los debates más interesantes actualmente en la arqueología romana peninsular es sobre la naturaleza de los acueductos, sobre si llevaban agua de boca exclusivamente o no (Feijoo 2005). En mi opinión, creo que era más importante traer agua en cantidad y de manera regular que buscar exclusivamente agua potable, y quizá el hecho de que en ciudades como Pompeya el agua por tuberías se usase mayoritariamente en industrias y fuentes ornamentales (como nos cuenta Elena en sus capítulos del volumen de AQUAROLE) o que en Roma se construyesen acueductos únicamente para grandes conjuntos termales o utilizando aguas que los tratadistas romanos no calificaran como “potables” daría peso a esta interpretación. (Me gustaría pensar que con Santiago Feijoo me puedo sentar a discutir y debatir esto amigablemente, y ya lo hemos hecho alguna vez).
En cualquier caso, muchas ciudades romanas, tanto en la península como en el resto del imperio, tenían acueductos para asegurar un flujo constante para las necesidades urbanas. El discurso arqueológico tradicional se ha centrado en tres elementos principales en la distribución urbana del agua (una distribución, en parte, derivada del texto de Vitruvio, De Arch. VIII.7.1-2; Hodge 1996): agua para fuentes públicas, agua para casas privadas, y agua para termas. Y, en efecto, en todas las ciudades romanas en las que conocemos un sistema de traída de aguas por acueducto, encontramos que hay distribución por tuberías a fuentes públicas, a casas privadas y a baños públicos. Desde este punto de vista, el agua era necesaria para todo tipo de actividades domésticas (beber, cocinar, lavar, limpiar, etc.), tanto si tenías agua en tu casa como si tenías que ir a por ella a la fuente. Y, como no, tenías agua en los baños para socializar, relajarte, echar la mañana y limpiarte (aunque de la limpieza de las termas romanas habría que hablar otro día, con docenas de personas aceitadas entrando y saliendo de la piscina…). Sin embargo, muchas de estas actividades se podían realizar también (y se habían realizado en contextos urbanos antes del mundo romano) con agua de pozos, cisternas y manantiales. La llegada de agua de manera regular a una ciudad a través de un acueducto simplemente permitía cimentar esta relación agua-habitantes urbanos y expandirla.
Pero por otro lado, como vemos en el libro Gestión y usos del agua en época romana, había otros muchas otras actividades culturales e industriales dentro de las ciudades romanas que existían gracias a que había una infraestructura de suministro hidráulico que facilitaba su existencia. Desde la elaboración del garum, la salsa de pescado que chiflaba a los romanos, hasta la fabricación de cerámicas, cueros y morteros para la construcción, todo esto son actividades que necesitaban un suministro regular de agua. La fabricación del pan o el lavado y teñido de tejidos eran otras actividades recurrentes dentro de las ciudades romanas, y eran producciones que requerían un suministro de agua constante.
Durante muchos años se nos ha enseñado que las ciudades romanas tenían una demarcación clara, que el centro monumental era un área destinada a la representación política, a la interacción social y a las residencias mientras que los talleres (olorosos, contaminantes, molestos) se encontraban en las afueras. Cuanto más excavamos, y cuanto más avanzamos en la investigación, más vemos que esta división no era tan clara como queríamos ver antes. El hecho de que se establecieran redes de suministro hidráulico dentro de las ciudades, con tuberías que aseguraban una distribución regular y fiable, favorecía que las tabernae, las unidades comerciales adosadas a las viviendas que daban a la calle, doblasen como officinae, talleres de trabajo. Obviamente, los suburbios seguían siendo un foco principal para las actividades productivas, pero no podemos ignorar que los espacios propiamente urbanos no estaban exentos de éstas – y la fácil disponibilidad de agua es uno de los factores principales.
PROGRAMA DE PUBLICACIONES:
Marzo de 2024: definiendo la Antigüedad tardía
Mayo de 2024: el agua en el mundo merovingio
Julio de 2014: para qué sirve un acueducto
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