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LA NOVIA DEL VIENTO
por Nicolás Oyuela
El cielo se apagó de repente. La noche oscura ni siquiera puede verse porque nubes que son como bandadas de ballenas grises vuelan sin importar pasar unas por encima de otras. Y los impactos son enormes estruendos que hacen explotar fuego amarillo en tiras zigzagueantes seguidos de chillidos como enormes olas descontroladas. Alma apoya su cabeza sobre el hombro de Oscar, descansa desnuda sobre ese brazo que la hace sentir segura. En cambio Oscar, también desnudo, no puede descansar. No puede dejar de pensar en que seguramente esa sea la última vez que compartan la cama, la última vez que las sábanas enredadas entre las piernas húmedas y transpiradas los dejen atrapados. Oscar se imaginó como un pez y a ella como un pez. Hubiera preferido que los dos quedasen atrapados en una red en el mar y se imaginó que morirían juntos, que los asarian en una sartén con aceite caliente y serian el almuerzo de una pareja que se juró amor hasta la muerte.
Cuando se cumplió su profecía y finalmente Alma lo dejó, Oscar ya no sentía dolor porque no podía distinguir la vida de la muerte. No había nada que lo aliviara. Su único remedio fue buscar sanación en la guerra. Así fue que en 1914 se alistó como voluntario para ir a la frontera a intentar detener el avance de las fuerzas demoníacas que atormentaban la región. Las graves lesiones que sufrió en su cabeza durante ese año lo obligaron a regresar, a pesar de que no sentía el dolor de sus heridas.
El primer beso de Alma fue cuando tenía 16 años con un pintor treinta años más grande que ella y amigo de su padre. Lo se porque su madre me lo contó cuando revisó su cuaderno. Había sido una tarde en Génova, escondidos en una antigua torre durante un verano en que se perseguían y se juraron amor en Venecia, en la Piazza San Marco.
Cuando Oscar y Alma se conocieron eso ya había pasado hace mucho tiempo. Alma se había casado y había tenido dos hijas, una se murió a la edad de tres años, luego enviudó. El murio de tristeza cuando descubrió una carta del amante, el arquitecto Walter Gropius. Ella nunca le perdonó la sinfonía que escribió como una predicción: “canciones para niños muertos”. Oscar quedó completamente impactado cuando la vió y se convirtieron en amantes. Él era diez años más joven que ella, la mujer mas hermosa de Viena. Tan hermosa que había matado ya a dos hombres, su primer esposo el compositor Gustav Mahler que como ya conté, murió de tristeza. Y Paul, el músico y biólogo que tras rogarle que no lo déjese se dio un tiro en la cabeza y cayó sobre la tumba del otro muerto de amor.
Oscar la pintó y la pintó. Quería quedarse con ella para siempre, tenerla como fuera posible. Pero no la pintó como el retrato de Thomas Lawrence a Lady Blessington, con la piel rosada, las líneas delicadas y continuas, las manos finas. La pintó como si la abriera al medio con un cuchillo y le sacase las entrañas, y con sus manos gigantes que tenía, con sus dedos largos de pianista en vez de pinceles, esparciese todos esos fluidos para modelar el cuerpo de Alma, o tal vez su propia alma atormentada por que ella lo dejaría, estaba seguro que lo dejaría.
Así que cuando regresó de la guerra Oskar Kokoschka contacto a la fabricante de muñecas de Munich, Hermine Moos. Y le escribió: “Ayer envié un dibujo a tamaño real de mi amada (Alma Mahler) y le pido que lo copie con el máximo cuidado y lo transforme en realidad. Si usted es capaz de hacerla tal cual la deseé, y engañarme con su magia de tal manera que cuando la toque me dé la sensación de que tengo a la mujer de mis sueños enfrente mío, entonces, querida señorita Moos, yo le estaré eternamente en deuda por sus habilidades y creatividad y por su sensibilidad femenina, que puedo deducir rápidamente por las discusiones que hemos tenido.”
¿Puede abrir la boca? ¿Hay dientes y lengua? ¡Espero que sí!
Su piel era suave, de seda y su relleno de plumas de ganso. Su ánimo se transformó y pasaba horas con Alma a solas y en silencio. La acostó en un sillón desnuda, como estaba acostada Olympia, y la pintó y se pintó con ella. Incluso fueron juntos a la ópera de la ciudad, Alma vestida con su traje favorito, recuerdo porque yo estaba aquella noche y los vi sentados uno al lado del otro, tomados de la mano y vi como Oscar le hablaba al oído. No duró mucho tiempo el amor de Oscar con ella. Me sorprendió cuando me llegó la invitación de que darían una gran fiesta en su casa el viernes por la noche. Oscar nunca había hecho una reunión y mucho menos una fiesta. El champagne volaba por techos, paredes, chorrean desde las arañas colgadas, incluso sobre el cuerpo de Alma. Oscar no estaba en sus cabales aquella noche, sus ojos estaban desorbitados y gritaba incoherencias. La fiesta terminó cuando el cuerpo de Alma decapitado y sus entrañas de plumas esparcidos por la sala espantó a los invitados indignados y ebrios.
Alma volvió a los brazos de Walter con quien tendría una hija que moriría a los 18 años de poliomielitis, mientras ella tenía una aventura con quien iba a ser el Obispo de Viena, el sacerdote Johannes Hall.
En ese entonces Europa ya estaba cercada por los nazis . Y tras dejar a Gropius, Alma y yo escapamos por los Pirineos en una larguísima travesía hacia España, Portugal y finalmente Nueva York. Mientras me contaba aquellas historias no podía evitar pensar en que yo sería una víctima más de su belleza, del poder que todos le entregábamos. Era realmente hipnotizante escucharla, movía los brazos al mismo tiempo que hablaba como si las palabras no fueran suficientes. Sus gestos de la cara se transformaban, cada vez que hablaba de Gustav sus ojos se le iban hacia arriba, perdida en la música de sus recuerdos. En cambio cada vez que recordaba a Oscar, hacia una extraña mueca con la boca hacia el costado y enterraba el dedo índice en el agujero que se formaba. Como si recordase algo que nunca iba a contar a nadie. A pesar del horror esos fueron los mejores días con Alma, pasábamos largas horas en donde yo la escuchaba sin que nadie nos interrumpiera. Cruzamos los enormes paisajes en soledad, dormimos en pequeños ranchos rurales alejados del enemigo, la ciudad que a Alma la torturaba de amor, el viento implacable que de un soplido hace cambiar el rumbo de la vida estable. El viento que arrasó con todo y nos trajo hasta aquí no nos volvería a llevar otra vez al mismo lugar.
Ni bien se levanta ella camina hasta el piano como si fuese un fantasma, y antes de decir cualquier palabra toca durante veinte minutos como si necesitara volver de un sueño que la dejó perturbada. Yo la escucho cada mañana y no estoy seguro si ella nota que estoy allí sentado, en el sillón junto a la ventana como un perro, echado al primer rayo de sol del dia. Ahora que estoy muriendo, me cuida como cuidaba a Gustav, con la misma delicadeza. Puedo sentir la brisa fresca de su amor y puedo decir que conocí lo que es ser amado por Alma.
Oskar Kokoschka, La novia del viento. Oleo sobre tela. 181 x 220 cm.
Alma Doll con su creadora Hermine-Moos
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