#al final qué somos si no una antología de todos los que nos han amado
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I love thinking about this, like, so much of the way I think and express myself come from my parents.
The way I write is a reflection of my dad's handwriting, my mum's speaking, my teachers' lessons.
My music, movies, series, books everything came from someone I once loved, the way I love them shown in the way I still love all those things.
The legacies people leave behind in you.
My handwriting is the same style as the teacher’s who I had when I was nine. I’m now twenty one and he’s been dead eight years but my i’s still curve the same way as his.
I watched the last season of a TV show recently but I started it with my friend in high school. We haven’t spoken in four years.
I make lentil soup through the recipe my gran gave me.
I curl my hair the way my best friend showed me.
I learned to love books because my father loved them first.
How terrifying, how excruciatingly painful to acknowledge this. That I am a jigsaw puzzle of everyone I have briefly known and loved. I carry them on with me even if I don’t know it. How beautiful.
#isn't it beautiful?#how we're made of little details that show who we were raised by#al final qué somos si no una antología de todos los que nos han amado#todos a los que hemos amado
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“Los sueños de la sed”, Juan Villoro sobre “Los que regresan”
La editorial Antílope publicó el año pasado Los que regresan, de Javier Peñalosa M., un poema narrativo sobre la devastación natural de la Ciudad de México que recibió recientemente el Premio Joaquín Xirau.
En su extenso poema narrativo Los que regresan, Javier Peñalosa M. se ocupa de gente que recorre un territorio agobiado por la sed. Sus rutas parecen guiarse por los caminos donde alguna vez hubo agua, los ríos que se han convertido en cauces arenosos. ¿De dónde vienen quienes anhelan detenerse pero sólo encuentran polvo? De todas partes y ninguna. En los cuatro puntos cardinales hay una idéntica carencia: «Todos, de alguna manera, veníamos del horizonte», dice una voz.
Y, sin embargo, los desplazados preservan algo del difuso sitio del origen. Al caminar, entienden lo que sólo se comprende en movimiento. Lejos del punto
de partida y en cierta forma de sí mismos, aprenden a través de sus pisadas. No los domina la nostalgia ni el anhelo; no buscan salvarse de una amenaza precisa ni persiguen una alucinada profecía. Son, en esa marcha, puro presente: personas que caminan. «Si el hombre es polvo / esos que andan por el llano / son hombres», escribe Octavio Paz en su poema “Aparición”.
¿Qué anima esta incesante caravana? La necesidad. «Por aquí pasa el agua», dice alguien, pero no se trata de una certeza, sino de un sueño. En un país de terregales cuarteados, los ríos se han convertido en la fantasía de los que duermen.
Varias veces se pronuncia una letanía: «Río de los Remedios, río de La Piedad, río Magdalena, río Consulado, río San Joaquín...». Peñalosa enumera los ríos entubados de la capital, de los cuales sólo el Magdalena aún recorre un tramo a cielo abierto. El erial descrito por el poeta, su lastimada tierra baldía, es un desierto que, asombrosamente, también es una ciudad.
Peñalosa se incorpora con fortuna a la tradición poética que ha descrito la devastación de la naturaleza en la Ciudad de México. Nuestro paisaje urbano está marcado por dos pérdidas fundamentales: el agua y el cielo. En 1869 Ignacio Manuel Altamirano visita la Candelaria de los Patos y habla de la «atmósfera deletérea» que amenaza la ciudad; en 1904 Amado Nervo exclama: «¡nos han robado nuestro cielo azul!»; en 1940 pregunta Alfonso Reyes: «¿Es ésta la región más transparente del aire? ¿Qué habéis hecho, entonces, de mi alto valle metafísico?». Tres décadas más tarde, responde Octavio Paz:
el sol no se bebió el lago
no lo sorbió la tierra
el agua no regresó al aire
los hombres fueron los ejecutores del polvo
En 1957, año de uno de nuestros temblores más severos, Jaime Torres Bodet escribe “Estatua”, un poema que finalmente descarta de su libro Sin tregua:
Fuiste, ciudad. No eres. Te aplastaron
tranvías, autos, noches al magnesio.
Para verte el paisaje
ahora necesito un aparato
preciso, lento, de radiografía.
¡Qué enfermedad, tus árboles!
¡Qué ruina tu cielo!
La literatura ha sido, precisamente, el aparato que Torres Bodet pide para registrar la ciudad sumergida bajo sus muchas transfiguraciones. Peñalosa da un paso más en esta ecocrítica. Su metrópoli es un yermo de cauces secos, ríos entubados, arenas donde antes hubo plantas y acaso una morada.
A medida que los migrantes avanzan por las páginas, el título adquiere poderoso significado.
Se trata de un regreso. Desde sitios dispersos, los peregrinos vuelven al centro. Siguen la ruta de los fundadores, pero no encuentran un territorio virgen sino un reino de cenizas.
Al principio son una tribu borrosa, un pueblo pasajero. Poco a poco adquieren singularidad. Ahí están María Eugenia y Fernando y Elena y Manuela. Lo que se dice de ellos podría ser una biografía o epitafio, el resumen de una vida de la que, como en la Antología griega, en Spoon River o en Comala, sólo queda el alma. Algo distinto hubo en ese sitio:
Antes (dicen los libros)
el acueducto
bajaba desde el nacimiento hasta la boca del pozo.
Todo el día y toda la noche
se escuchaban los guijarros
corriendo en el agua.
Y nosotros sólo encontramos un montón de piedras...
En la última línea de Pedro Páramo el caudillo, impositivo creador de la sequía, se desmorona como un montón de piedras. En la versión de Peñalosa este derrumbe es el de una ciudad entera, de la que quedan guijarros, pero también «zapatos abandonados, latas, condones, botellas rotas», muestras de una vida anterior, desechos que ya sólo pueden ser preservados en la más curiosa de las cavidades: la boca humana, donde los desperdicios adquieren una voz.
Javier Peñalosa M. ha escrito una singular anábasis, una expedición que reinventa el terre- no a medida que lo recorre y que desemboca en una búsqueda interior. Resulta inevitable asociar su paisaje con «los vientos calmos [...] en el fondo de los golfos desérticos» de los que Saint-John Perse habla en su Anábasis. Aunque el poema narrativo de Peñalosa es muy distinto, comparte una condición moral con el de Perse, del que entresaco este pasaje: «No traficáis con una sal más fuerte que ésta cuando, en la mañana, en un presagio de reinos y aguas muertas altamente suspendidas sobre los humos del mundo, los tambores del exilio despiertan en las fronteras / la eternidad que bosteza sobre las arenas». Las palabras clave de esta estampa son los mismas que interesan a Peñalosa: «una sal», «aguas muer- tas», «exilio», «fronteras», «arenas». También en sus parajes la naturaleza es un paraíso mancilla- do y puede decir, como Paz en “Petrificada petrificante”: «los hombres fueron los ejecutores del polvo». Sin embargo, su composición de lugar incluye un deterioro posterior, al deterioro del orden natural se agrega el del entorno urbano.
No es casual que esta travesía termine en un entierro. Al abrirse, la fosa tiene un color extraño: «no era negra, / era roja». El vientre herido de lo que alguna vez fue, aún palpita. Quienes vuelven al origen encuentran un final que es un comienzo. La tierra que recorren es matriz y tumba.
El libro admite una intensa lectura política en tiempos de fugitivos, expulsados, desposeídos, migrantes, deportados, desaparecidos, Juanes sin tierra. Peñalosa demuestra que, aun sin movernos, somos como ellos. Vivimos entre el polvo sin haber estado nunca en el desierto o sin advertir que esto es un desierto.
En un tramo del poema, un grupo de caminantes cede a la desconfianza ante otro grupo. Ellos son los iracundos, los que se han dividido a fuerza de palabras. Pero la necesidad civiliza a quienes la padecen. En forma dolorosa y definitiva, los que recelan de los otros descubren que «también ellos tienen sed».
Historia de solidaridad en la escasez, aprendizaje del paisaje, bitácora de lo que sólo entiende quien camina, Los que regresan recoge las voces de Ignacio, María Cecilia, Carmen, Pablo, Irma. Debajo de ellos, suenan los ríos profundos: «el agua que se va debe volver».
Javier Peñalosa M. regresa al centro simbólico del mundo y dice una palabra que contiene a las demás: «Anáhuac». Lo que aquí fue, no ha dejado de ocurrir.
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Este texto fue publicado en el número de mayo de la revista La Tempestad.
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