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   Había ido obligada a la iglesia por su madre pero ella no dijo nunca que debía quedarse sentada en su lugar, escuchando la ceremonia y fingir hipocresía delante todo el pueblo. ¿Por qué esmerarse en recuperar su posición si estar ahí sentada a lado de su padre la hacía ver la más estúpida de todos los presentes? Cuando tuvo oportunidad, se levantó de su asiento y buscó refugio en el confesionario, aprovechando la privacidad del cubículo santo para retocarse el maquillaje y arreglar su cabello. Entonces una figura cruzó de frente y antes de que terminara de remarcar sus labios, sintió el peso de otra persona sentarse en el cubículo de alado, justo en el asiento donde los pecadores acudían a contar sus penas. El letrero colgado al frente anunciaba que el confesionario estaba cerrado así que había dos opciones: o se escondía también, o bien, la había visto cruzar y decidió hacerle compañía. Tiró de la ventanilla cubierta con una fina malla —pues así asegura a los que acudían que el sacerdote no les miraba mientras hablaban pero ahí había otra mentira— y recitó: “Hij@ mí@, ¿has venido a confesar tus pecados?” Murmuró la rubia, inspeccionando entonces quien era su acompañante.