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Misteriosa Buenos Aires - Manuel Mujica Láinez
Misteriosa Buenos Aires, publicada en 1950, es una obra de ficción del escritor argentino Manuel Mujica Láinez compuesta por 42 relatos breves cuya acción está centrada en la ciudad de Buenos Aires, desde su primera fundación en 1536 hasta el año 1904. Los cuentos de la colección pertenecen en su mayoría al género realista, aunque los hay también fantásticos y maravillosos. Se combinan en el libro personajes reales y ficticios en una prosa sumamente lírica y ornamentada, característica del autor.
Lee más sobre esta obra en Wikipedia.
Misteriosa Buenos Aires - Manuel Mujica Láinez
Misteriosa Buenos Aires is a 1950 book of literary fiction by Manuel Mujica Lainez, containing no fewer that 42 short stories illustrating life in Buenos Aires from the time of its mythical First Foundation, in 1536, to 1904. The book is ultimately a digest of civilized life on the site of the Great City and one of the prime examples of a key theme in Argentine literature, first invoked by Sarmiento: the dualistic struggle between Civilization and Barbarism.
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Nine people tag
Thank you for tagging me, @aether-wasteland-s!!
I'm tagging: @murieltheawful @badbunny139 @wond-las @paladin-of-nerd-fandom65 @lilytimbers @callmeartistofthesea @clownpri @shellshader and @blushroomx! But no pressure!
Last song: Save me by Mamamoo+ (dropped a few hours ago and already melted into my soul ❤️)
Last movie: I lost my body. 10/10 I’d recommend, with the warning that it gets gory at times.
Currently watching: Kajillionaire, I’m loving it so far! It hurts a lot! Also Ōoku: The Inner Chambers, which is excellent👌
Currently reading: Whoa, okay. Great Expectations by Charles Dickens, A Supposedly Fun Thing I’ll Never Do Again (the one essay, not the book of essays of the same name) by David Foster Wallace, Bomarzo by Manuel Mujica Láinez, Foundation by Isaac Asimov, Camera Lucida by Roland Barthes, and History of Color Photography by Joseph Solomon Friedman. (by ‘currently reading’ please understand it’s only in the way one can be said to ‘be reading’ a dictionary)
Currently craving: honestly I had birthday cake yesterday and I’m having ravioli today, so nothing. Maybe ice cream, because it’s too cold for it and I miss it
Last thing searched: how to correctly write all those ^ author names because I’m too lazy to get up and double-check with the actual books in my room
#nine people tag#ignore if tags aren't your style😅#tag games#about me#I should go and actually read some of the books i'm “reading”
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Manuel Mujica Láinez - El brazalete y otros cuentos #elbrazalete #mujicalainez #mujicaláinez #manuelmujicalainez #manuelmujicaláinez #manucho #manuchomujicalainez #literaturaargentina #escritoresargentinos #escritorargentino #loslibrosdefede https://www.instagram.com/p/CmFagiorWUX/?igshid=NGJjMDIxMWI=
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"Creo que lo he fascinado, y sé que él me ha fascinado también. Presumo que nos perteneceremos el uno al otro hasta que la muerte ocurra".
Cecil - Manuel Mujica Láinez
#cecil#manuel mujica Láinez#ansiotextos#textos#citas#frases#fragmentos#notas#pensamientos de una ansiosa
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(...) Sus imágenes que amé las veo en ti y tú, con todos ellos, lo tienes todo del total de mí.
William Shakespeare
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¡Y claro que lo hubiera acompañado Juan! Al fin del mundo le seguiría. Nada cambiaba el moreno por esas tardes de vacación, por esas charlas cortadas de risas, por esos silencios en los que su respiración se apresura y en los que debe detenerse para no rozar con la suya la mano abandonada del maestro.
Las ropas del maestro, Manuel Mujica Láinez
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"La sirena continúa su viaje, río abajo, río arriba, enarcada como un cisne, flojos los brazos como trenzas, y hace pensar en ciertas alhajas del renacimiento, con perlas barrocas, esmaltes y rubíes. ¿Has encontrado? ¿Has encontrado? Suspira porque presiente que nunca hallará. Los hombres blancos son como los aborígenes: sólo hombres. Tienen la piel más fina y más clara, pero son eso: sólo hombres. Y ella no puede amar a un hombre. No puede amar a un hombre que sólo sea hombre, ni a un pez que sea sólo pez."⠀ ⠀ "The mermaid continues her journey, downstream, upstream, raised like a swan, her arms loose like braids, and makes one think of certain Renaissance jewels, with baroque pearls, enamels and rubies. You have found? You have found? He sighs because he feels that he will never find. White men are like Aborigines: only men. They have thinner and lighter skin, but they are just that: just men. And she cannot love a man. She cannot love a man who is only a man, nor a fish that is only a fish."⠀ ⠀ Manuel Mujica Láinez⠀ & Kensuke Koike @kensukekoike (artist)⠀ ⠀ ⠀ #handmadecollage #collageart #collage_art #collageartist #collageartwork #collagework #analogcollage #analogcollagecommune #photocollage #contemporarycollage #collagecollectiveco #collagecollective #c_expo #collage_expo #collageartistsoninstagram #collagemaker #collagelife #collagetash #papercollage #handcut #handcutcollage #cutandpaste #collage_guild #collages #globalcollage #collagedesign #papercut #vagabondwho #marcopolorules #kensukekoike https://www.instagram.com/p/CLJvmtmHknA/?igshid=attfy1kwlvz1
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El hombrecito del azulejo
[Cuento - Texto completo.]
Manuel Mujica Láinez
Los dos médicos cruzan el zaguán hablando en voz baja. Su juventud puede más que sus barbas y que sus levitas severas, y brilla en sus ojos claros. Uno de ellos, el doctor Ignacio Pirovano, es alto, de facciones resueltamente esculpidas. Apoya una de las manos grandes, robustas, en el hombro del otro, y comenta:
-Esta noche será la crisis.
-Sí -responde el doctor Eduardo Wilde-; hemos hecho cuanto pudimos.
-Veremos mañana. Tiene que pasar esta noche… Hay que esperar…
Y salen en silencio. A sus amigos del club, a sus compañeros de la Facultad, del Lazareto y del Hospital del Alto de San Telmo, les hubiera costado reconocerles, tan serios van, tan ensimismados, porque son dos hombres famosos por su buen humor, que en el primero se expresa con farsas estudiantiles y en el segundo con chisporroteos de ironía mordaz.
Cierran la puerta de calle sin ruido y sus pasos se apagan en la noche. Detrás, en el gran patio que la luna enjalbega, la Muerte aguarda, sentada en el brocal del pozo. Ha oído el comentario y en su calavera flota una mueca que hace las veces de sonrisa. También lo oyó el hombrecito del azulejo.
El hombrecito del azulejo es un ser singular. Nació en Francia, en Desvres, departamento del Paso de Calais, y vino a Buenos Aires por equivocación. Sus manufactureros, los Fourmaintraux, no lo destinaban aquí, pero lo incluyeron por error dentro de uno de los cajones rotulados para la capital argentina, e hizo el viaje, embalado prolijamente el único distinto de los azulejos del lote. Los demás, los que ahora lo acompañan en el zócalo, son azules corno él, con dibujos geométricos estampados cuya tonalidad se deslíe hacia el blanco del centro lechoso, pero ninguno se honra con su diseño: el de un hombrecito azul, barbudo, con calzas antiguas, gorro de duende y un bastón en la mano derecha. Cuando el obrero que ornamentaba el zaguán porteño topó con él, lo dejó aparte, porque su presencia intrusa interrumpía el friso; mas luego le hizo falta un azulejo para completar y lo colocó en un extremo, junto a la historiada cancela que separa zaguán y patio, pensando que nadie lo descubriría. Y el tiempo transcurrió sin que ninguno notara que entre los baldosines había uno, disimulado por la penumbra de la galería, tan diverso. Entraban los lecheros, los pescadores, los vendedores de escobas y plumeros hechos por los indios pampas; depositaban en el suelo sus hondos canastos, y no se percataban del menudo extranjero del zócalo. Otras veces eran las señoronas de visita las que atravesaban el zaguán y tampoco lo veían, ni lo veían las chinas crinudas que pelaban la pava a la puerta aprovechando la hora en que el ama rezaba el rosario en la Iglesia de San Miguel. Hasta que un día la casa se vendió y entre sus nuevos habitantes hubo un niño, quien lo halló de inmediato.
Ese niño, ese Daniel a quien la Muerte atisba ahora desde el brocal, fue en seguida su amigo. Le apasionó el misterio del hombrecito del azulejo, de ese diminuto ser que tiene por dominio un cuadrado con diez centímetros por lado, y que sin duda vive ahí por razones muy extraordinarias y muy secretas. Le dio un nombre. Lo llamó Martinito, en recuerdo del gaucho don Martín que le regaló un petiso cuando estuvieron en la estancia de su tío materno, en Arrecifes, y que se le parece vagamente, pues lleva como él unos largos bigotes caídos y una barba en punta y hasta posee un bastón hecho con una rama de manzano.
-¡Martinito! ¡Martinito!
El niño lo llama al despertarse, y arrastra a la gata gruñona para que lo salude. Martinito es el compañero de su soledad. Daniel se acurruca en el suelo junto a él y le habla durante horas, mientras la sombra teje en el suelo la minuciosa telaraña de la cancela, recortando sus orlas y paneles y sus finos elementos vegetales, con la medialuna del montante donde hay una pequeña lira.
Martinito, agradecido a quien comparte su aislamiento, le escucha desde su silencio azul, mientras las pardas van y vienen, descalzas, por el zaguán y por el patio que en verano huele a jazmines del país y en invierno, sutilmente, al sahumerio encendido en el brasero de la sala.
Pero ahora el niño está enfermo, muy enfermo. Ya lo declararon al salir los doctores de barba rubia. Y la Muerte espera en el brocal.
El hombrecito se asoma desde su escondite y la espía. En el patio lunado, donde las macetas tienen la lividez de los espectros, y los hierros del aljibe se levantan como una extraña fuente inmóvil, la Muerte evoca las litografías del mexicano José Guadalupe Posada, ese que tantas “calaveras, ejemplos y corridos” ilustró durante la dictadura de Porfirio Díaz, pues como en ciertos dibujos macabros del mestizo está vestida como si fuera una gran señora, que por otra parte lo es.
Martinito estudia su traje negro de revuelta cola, con muchos botones y cintas, y la gorra emplumada que un moño de crespón sostiene bajo el maxilar y estudia su cráneo terrible, más pavoroso que el de los mortales porque es la calavera de la propia Muerte y fosforece con verde resplandor. Y ve que la Muerte bosteza.
Ni un rumor se oye en la casa. El ama recomendó a todos que caminaran rozando apenas el suelo, como si fueran ángeles, para no despertar a Daniel, y las pardas se han reunido a rezar quedamente en el otro patio, en tanto que la señora y sus hermanas lloran con los pañuelos apretados sobre los labios, en el cuarto del enfermo, donde algún bicho zumba como si pidiera silencio, alrededor de la única lámpara encendida.
Martinito piensa que el niño, su amigo, va a morir, y le late el frágil corazón de cerámica. Ya nadie acudirá cantando a su escondite del zaguán; nadie le traerá los juguetes nuevos, para mostrárselos y que conversen con él. Quedará solo una vez más, mucho más solo ahora que sabe lo que es la ternura.
La Muerte, entretanto, balancea las piernas magras en el brocal poliédrico de mármol que ornan anclas y delfines. El hombrecito da un paso y abandona su cuadrado refugio. Va hacia el patio, pequeño peregrino azul que atraviesa los hierros de la cancela asombrada, apoyándose en el bastón. Los gatos a quienes trastorna la proximidad de la Muerte, cesan de maullar: es insólita la presencia del personaje que podría dormir en la palma de la mano de un chico; tan insólita como la de la enlutada mujer sin ojos. Allá abajo, en el pozo profundo, la gran tortuga que lo habita adivina que algo extraño sucede en la superficie, y saca la cabeza del caparazón.
La Muerte se hastía entre las enredaderas tenebrosas, mientras aguarda la hora fija en que se descalzará los mitones fúnebres para cumplir su función. Desprende el relojito que cuelga sobre su pecho fláccido y al que una guadaña sirve de minutero, mira la hora y vuelve a bostezar. Entonces advierte a sus pies al enano del azulejo, que se ha quitado el bonete y hace una reverencia de Francia.
-Madame la Mort…
A la Muerte le gusta, súbitamente, que le hablen en francés. Eso la aleja del modesto patio de una casa criolla perfumada con alhucema y benjuí; la aleja de una ciudad donde, a poco que se ande por la calle, es imposible no cruzarse con cuarteadores y con vendedores de empanadas. Porque esta Muerte, la Muerte de Daniel, no es la gran Muerte, como se pensará, la Muerte que las gobierna a todas, sino una de tantas Muertes, una Muerte de barrio, exactamente la Muerte del barrio de San Miguel en Buenos Aires, y al oírse dirigir la palabra en francés, cuando no lo esperaba, y por un caballero tan atildado, ha sentido crecer su jerarquía en el lúgubre escalafón. Es hermoso que la llamen a una así: “Madame la Mort.” Eso la aproxima en el parentesco a otras Muertes mucho más ilustres, que sólo conoce de fama, y que aparecen junto al baldaquino de los reyes agonizantes, reinas ellas mismas de corona y cetro, en el momento en que los embajadores y los príncipes calculan las amarguras y las alegrías de las sucesiones históricas.
-Madame la Mort…
La Muerte se inclina, estira sus falanges y alza a Martinito. Lo deposita, sacudiéndose como un pájaro, en el brocal.
-Al fin -reflexiona la huesuda señora- pasa algo distinto.
Está acostumbrada a que la reciban con espanto. A cada visita suya, los que pueden verla -los gatos, los perros, los ratones- huyen vertiginosamente o enloquecen la cuadra con sus ladridos, sus chillidos y su agorero maullar. Los otros, los moradores del mundo secreto -los personajes pintados en los cuadros, las estatuas de los jardines, las cabezas talladas en los muebles, los espantapájaros, las miniaturas de las porcelanas- fingen no enterarse de su cercanía, pero enmudecen como si imaginaran que así va a desentenderse de ellos y de su permanente conspiración temerosa. Y todo, ¿por qué?, ¿porque alguien va a morir?, ¿y eso? Todos moriremos; también morirá la Muerte.
Pero esta vez no. Esta vez las cosas acontecen en forma desconcertante. El hombrecito está sonriendo en el borde del brocal, y la Muerte no ha observado hasta ahora que nadie le sonriera. Y hay más. El hombrecito sonriente se ha puesto a hablar, a hablar simplemente, naturalmente, sin énfasis, sin citas latinas, sin enrostrarle esto o aquello y, sobre todo, sin lágrimas. Y ¿qué le dice?
La Muerte consulta el reloj. Faltan cuarenta y cinco minutos.
Martinito le dice que comprende que su misión debe ser muy aburrida y que si se lo permite la divertirá, y antes que ella le responda, descontando su respuesta afirmativa, el hombrecito se ha lanzado a referir un complicado cuento que transcurre a mil leguas de allí, allende el mar, en Desvres de Francia. Le explica que ha nacido en Desvres, en casa de los Fourmaintraux, los manufactureros de cerámica. “rue de Poitiers”, y que pudo haber sido de color cobalto, o negro, o carmín oscuro, o amarillo cromo, o verde, u ocre rojo, pero que prefiere este azul de ultramar. ¿No es cierto? N’est-ce pas? Y le confía cómo vino por error a Buenos Aires y, adelantándose a las réplicas, dando unos saltitos graciosos, le describe las gentes que transitan por el zaguán: la parda enamorada del carnicero; el mendigo que guarda una moneda de oro en la media; el boticario que ha inventado un remedio para la calvicie y que, de tanto repetir demostraciones y ensayarlo en sí mismo, perdió el escaso pelo que le quedaba; el mayoral del tranvía de los hermanos Lacroze, que escolta a la señora hasta la puerta, galantemente, “comme un gentilhomme”, y luego desaparece corneteando…
La Muerte ríe con sus huesos bailoteantes y mira el reloj. Faltan treinta y tres minutos.
Martinito se alisa la barba en punta y, como Buenos Aires ya no le brinda tema y no quiere nombrar a Daniel y a la amistad que los une, por razones diplomáticas, vuelve a hablar de Desvres, del bosque trémulo de hadas, de gnomos y de vampiros, que lo circunda, y de la montaña vecina, donde hay bastiones ruinosos y merodean las hechiceras la noche del sábado. Y habla y habla. Sospecha que a esta Muerte parroquial le agradará la alusión a otras Muertes más aparatosas, sus parientas ricas, y le relata lo que sabe de las grandes Muertes que entraron en Desvres a caballo, hace siglos, armadas de pies a cabeza, al son de los curvos cuernos marciales, “bastante diferentes, n’est-ce pas, de la corneta del mayoral del tránguay”, sitiando castillos e incendiando iglesias, con los normandos, con los ingleses, con los borgoñones.
Todo el patio se ha colmado de sangre y de cadáveres revestidos de cotas de malla. Hay desgarradas banderas con leopardos y flores de lis, que cuelgan de la cancela criolla; hay escudos partidos junto al brocal y yelmos rotos junto a las rejas, en el aldeano sopor de Buenos Aires, porque Martinito narra tan bien que no olvida pormenores. Además no está quieto ni un segundo, y al pintar el episodio más truculento introduce una nota imprevista, bufona, que hace reír a la Muerte del barrio de San Miguel, como cuando inventa la anécdota de ese general gordísimo, tan temido por sus soldados, que osó retar a duelo a Madame la Mort de Normandie, y la Muerte aceptó el duelo, y mientras éste se desarrollaba ella produjo un calor tan intenso que obligó a su adversario a despojarse de sus ropas una a una, hasta que los soldados vieron que su jefe era en verdad un individuo flacucho, que se rellenaba de lanas y plumas, como un almohadón enorme, para fingir su corpulencia.
La Muerte ríe como una histérica, aferrada al forjado coronamiento del aljibe.
-Y además… -prosigue el hombrecito del azulejo.
Pero la Muerte lanza un grito tan siniestro que muchos se persignan en la ciudad, figurándose que un ave feroz revolotea entre los campanarios. Ha mirado su reloj de nuevo y ha comprobado que el plazo que el destino estableció para Daniel pasó hace cuatro minutos. De un brinco se para en la mitad del patio, y se desespera. ¡Nunca, nunca había sucedido esto, desde que presta servicios en el barrio de San Miguel! ¿Qué sucederá ahora y cómo rendirá cuentas de su imperdonable distracción? Se revuelve, iracunda, trastornando el emplumado sombrero y el moño, y corre hacia Martinito. Martinito es ágil y ha conseguido, a pesar del riesgo y merced a la ayuda de los delfines de mármol adheridos al brocal, descender al patio, y escapa como un escarabajo veloz hacia su azulejo del zaguán. La Muerte lo persigue y lo alcanza en momentos en que pretende disimularse en la monotonía del zócalo. Y lo descubre, muy orondo, apoyado en el bastón, espejeantes las calzas de caballero antiguo.
-Él se ha salvado -castañetean los dientes amarillos de la Muerte-, pero tú morirás por él.
Se arranca el mitón derecho y desliza la falange sobre el pequeño cuadrado, en el que se diseña una fisura que se va agrandando; la cerámica se quiebra en dos trozos que caen al suelo. La Muerte los recoge, se acerca al aljibe y los arroja en su interior, donde provocan una tos breve al agua quieta y despabilan a la vieja tortuga ermitaña. Luego se va, rabiosa, arrastrando los encajes lúgubres. Aun tiene mucho que hacer y esta noche nadie volverá a burlarse de ella.
Los dos médicos jóvenes regresan por la mañana. En cuanto entran en la habitación de Daniel se percatan del cambio ocurrido. La enfermedad hizo crisis como presumían. El niño abre los ojos, y su madre y sus tías lloran, pero esta vez es de júbilo. El doctor Pirovano y el doctor Wilde se sientan a la cabecera del enfermo. Al rato, las señoras se han contagiado del optimismo que emana de su buen humor. Ambos son ingeniosos, ambos están desprovistos de solemnidad, a pesar de que el primero dicta la cátedra de histología y anatomía patológica y de que el segundo es profesor de medicina legal y toxicología, también en la Facultad de Buenos Aires. Ahora lo único que quieren es que Daniel sonría. Pirovano se acuerda del tiempo no muy lejano en que urdía chascos pintorescos, cuando era secretario del disparatado Club del Esqueleto, en la Farmacia del Cóndor de Oro, y cambiaba los letreros de las puertas, robaba los faroles de las fondas y las linternas de los serenos, echaba municiones en las orejas de los caballos de los lecheros y enseñaba insolencias a los loros. Daniel sonríe por fin y Eduardo Wilde le acaricia la frente, nostálgico, porque ha compartido esa vida de estudiantes felices, que le parece remota, soñada, irreal.
Una semana más tarde, el chico sale al patio. Alza en brazos a la gata gris y se apresura, titubeando todavía, a visitar a su amigo Martinito. Su estupor y su desconsuelo corren por la casa, al advertir la ausencia del hombrecito y que hay un hueco en el lugar del azulejo extraño. Madre y tías, criadas y cocinera, se consultan inútilmente. Nadie sabe nada. Revolucionan las habitaciones, en pos de un indicio, sin hallarlo. Daniel llora sin cesar. Se aproxima al brocal del aljibe, llorando, llorando, y logra encaramarse y asomarse a su interior. Allá dentro todo es una fresca sombra y ni siquiera se distingue a la tortuga, de modo que menos aun se ven los fragmentos del azulejo que en el fondo descansan. Lo único que el pozo le ofrece es su propia imagen, reflejada en un espejo oscuro, la imagen de un niño que llora.
El tiempo camina, remolón, y Daniel no olvida al hombrecito. Un día vienen a la casa dos hombres con baldes, cepillos y escobas. Son los encargados de limpiar el pozo, y como en cada oportunidad en que cumplen su tarea, ese es día de fiesta para las pardas, a quienes deslumbra el ajetreo de los mulatos cantores que, semidesnudos, bajan a la cavidad profunda y se están ahí largo espacio, baldeando y fregando. Los muchachos de la cuadra acuden. Saben que verán a la tortuga, quien sólo entonces aparece por el patio, pesadota, perdida como un anacoreta a quien de pronto trasladaran a un palacio de losas en ajedrez. Y Daniel es el más entusiasmado, pero algo enturbia su alegría, pues hoy no le será dado, como el año anterior, presentar la tortuga a Martinito. En eso cavila hasta que, repentinamente, uno de los hombres grita, desde la hondura, con voz de caverna:
-¡Ahí va algo, abarájenlo!
Y el chico recibe en las manos tendidas el azulejo intacto, con su hombrecito en el medio; intacto, porque si un enano francés estampado en una cerámica puede burlar a la Muerte, es justo que también puedan burlarla las lágrimas de un niño.
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Un novelista en el Museo del Prado, by Manuel Mujica Láinez
Un novelista en el Museo del Prado, by Manuel Mujica Láinez
This is such an entertaining little book. The premise is very simple: an hypothetical novelist is, somehow, able to stay at the Prado Museum once its doors are closed, and he becomes the only witness to the antics the artworks get into during the night, when the characters that live in the paintings are able to leave their canvases and the sculptures their bases. From that point on, the stories…
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La sombra de la noche
Prolonga para mí el jardín de tu memoria...
Únicos versos escritos por Mr. William Low, escritos en el medio de una noche, al despertarse repentinamente en un arrebato de creatividad susurrado por un ser imaginario. Dirigidos a su oculto, íntimo e inalcanzable amor. - en El Escarabajo
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61 títulos imprescindibles para Jorge Luis Borges! 1-Julio Cortázar: Cuentos2-Evangelios apócrifos3-Franz Kafka: América. Relatos breves4-Gilbert Keith Chesterton: La cruz azul y otros cuentos.5-Maurice Maeterlinck: La inteligencia de las flores6-Dino Buzzati: El desierto de los tártaros7-Henrik Ibsen: Peer Gynt. Hedda Glaber8-José María Eça de Queiroz: El mandarín9-Leopoldo Lugones: El imperio jesuítico10-André Gide: Los monederos falsos11-Herbert George Wells: La máquina del tiempo. El hombre invisible12-Robert Graves: Los mitos griegos13-Fiodor Dostoievski: Los demonios14-Edward Kasner & James Newman: Matemáticas e imaginación15-Eugene O’Neill: El gran dios Brown. Extraño interludio.16-Herman Melville: Benito Cereno. Bily Budd. Bartleby, el escribiente17-Giovanni Papini: Lo trágico cotidiano. El piloto ciego. Palabras y sangre18-Arthur Machen: Los tres impostores19-Fray Luis de León: Cantar de cantares. Exposición del Libro de Job20-Joseph Conrad: El corazón de las tinieblas. Con la soga al cuello21-Oscar Wilde: Ensayos y diálogos22-Henri Michaux: Un bárbaro en Asia23-Hermann Hesse: El juego de los abalorios24-Enoch A. Bennett: Enterrado en vida25-Claudio Eliano: Historia de los animales26-Thorstein Veblen: Teoría de la clase ociosa27-Gustave Flaubert: Las tentaciones de San Antonio28-Marco Polo: La descripción del mundo29-Marcel Schwob: Vidas imaginarias30-George Bernard Shaw: César y Cleopatra. La comandante Bárbara. Cándida31-Francisco Quevedo: La Fortuna con seso y la hora de todos. Marco Bruto32-Eden Phillpotts: Los rojos Redmayne 33-Sóren Kierkegaard: Temor y temblor34-Gustav Meyrink: El Golem35-Henry James: La lección del maestro. La vida privada. La figura en la alfombra ((H. Isnardi)36-Heródoto: Los nueve libros de la Historia37-Juan Rulfo: Pedro Páramo38-Rudyard Kipling: Relatos39-Moll Flanders . Jean Cocteau: El secreto profesional y otros textos40-Thomas de Quincey: Los últimos días de Emmanuel Kant y otros escritos41-Ramón Gómez de la Serna: Prólogo a la obra de Silverio Lanza42-Selección de Antoine Galland: Las mil y una noches43-Robert Louis Stevenson: Las nuevas noches árabes.44-León Bloy: La salvación por los judíos. La sangre del pobre. En las tinieblas45-Poema de Gilgamesh. Bhagavad-Gita46-Juan José Arreola: Cuentos fantásticos47-David Garnett: De dama a zorro. Un hombre en el zoológico. La vuelta del marinero48-Jonathan Swíft: Viajes de Gulliver49-Paul Groussac: Crítica literaria50-Manuel Mujica Láinez: Los ídolos51-Juan Ruiz: Libro de buen amor52-William Blake: Poesía completa53-Hugh Walpole: En la plaza oscura54-Ezequiel Martínez Estrada: Obra poética55-Edgar Allan Poe: Cuentos56-Publio Virgilio Marón: La Eneida57-Voltaire: Cuentos58-J. W Dunne: Un experimento con el tiempo59-Attilio Momigliano.: Ensayo sobre el Orlando Furioso.60-William James: Las variedades de la experiencia religiosa. Estudio sobre la naturaleza humana61-Snorri Sturiuson: Saga de Egil Skallagrimsson
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TRASBORDO
Voy a extrañar todo esto, pensé mientras dejaba el departamento en capital y partía para Ezeiza. Salí del departamento vacío con las valijas que llené en la casa de mi viejo y le dejé las llaves a la encargada que vaya a saber yo qué iría a hacer con ellas hasta que se las entregara a la dueña. La dueña que, por otro lado, estaría contenta porque además de dejar el departamento en condiciones le hice algunas mejoras a las instalaciones, pinté las humedades y hasta le dejé un cuadro de un dibujo de un libro de Manuel Mujica Láinez colgado en el cuarto. Bajé y esperando mi uber saludé a mi amigo kiosquero turco que tiene el kiosco a pocos metros de la puerta del edificio.
- ¡Tesekur ederim, Emre! ¡Sondra gurushurus!- le grité.
- ¡Chau! ¡Chau amigo! - gritó él.
Alegre, me fijé el estado del uber. Estaba cerca. Era un peugeot doscientos seis ese doble ve. Cuando se acercó por Loyola preparé los brazos para subir los bolsos.
- ¡Hola! - dijo – ¿Te vas de vacaciones a ésta altura del partido? - preguntaba riéndose- ¿Con la situación económica que estamos viviendo?
- Abandono el barco, jaja – respondí en el mismo tono.
- No me parece mal – dijo – yo en cualquier momento me voy a Buzios. Ahí te abro el baúl.
Cargamos las cosas y con las cosas ya encima del auto, me subí. Charlamos todo el trayecto a Ezeiza. Bah, el que hablaba era él y yo respondía como podía. Que si me iba a Europa, que cuánto tiempo, que si había alguien allá, que si vi el partido. Siempre lo mismo, pensé. Siempre la misma historia en este país. Cada uno se mete donde quiere. Somos italianos, franceses, españoles mestizados. Nos interesa todo del otro, que de dónde viene, que a dónde va, que qué hace, que qué deja de hacer, que a dónde estudió, que si tiene novia, novio, que si hace ésto o aquello, que a quién votó, etc. Y para colmo después retrucamos con el “Sí, tal cual, yo...” para avisar que yo, argentino, ya lo hice antes o que algo tengo que ver.
Pasamos por Corrientes. Bah, digo pasamos pero en realidad nos escabullimos entre los autos. La gente entraba y salía de las librerías y el tipo seguía hablando de lo mal que estábamos, que siempre era todo igual. Yo hacía tres meses que ya no trabajaba. Hacía tres meses que había decidido dejar todo atrás y emprender para adelante. Qué se yo. Patear, como quien dice. Así que seguí viendo por la ventana la ciudad que estaba dejando atrás. Pensaba en todas las comparaciones estúpidas que hice hasta entonces para ir dejando de a poco el barco. Todas las películas que me vi, todos los personajes con los que me identifiqué, todas los que recordé, todas las personas con las que discutí, todos los amigos que gané. Me estaba trayendo a mí mismo a Burdeos. Vimos el obelisco y dimos la vuelta por nueve de julio para encarar por el acceso. Me vi en cada rincón, en cada esquina. Me vi de pibe, de adolescente, recorriendo esas calles en manifestaciones estudiantiles. Me vi de joven, estudiando en la facultad, yendo de acá para allá. Yendo y volviendo del sur, desde La Plata o desde Wilde. Encaramos por el acceso y ya era otra la vista: ahora era panorámica. Me acordé de la única vez que hice ese camino a Ezeiza, en otro auto.
-¿Vas a encontrate con alguien allá?- insistía el tipo del uber. De a ratos me sacaba alguna información.
- Sí – respondí suelto – tengo algunos amigos.
- Ahhhhh – dijo. Apenas dijo ésto tuvo un silencio un poco prolongado que supe y pude acompañar y subió la radio, después intentó decir otras cosas, pero se ve que le salían intentos de palabras por la boca casi desbordándose sin que lo quisiera y cuando se dio cuenta ya no lo hizo más. Me alegré.
Me fije en el celular un par de mensajes de despedida. “Me enteré que te ibas, lindo viaje”, “Buen viaje, crack!!!! Nos vemos a la vuelta” “Euuu, tenés el número de la que habló conmigo ayer?” y otros. Mi familia me esperaba adentro. Ya en Ezeiza:
- Gracias por el viaje – le dije al tipo del uber.
- De nada, querido, es un placer – dijo, cerró la puerta del conductor, tocó la bocina y se fue. Le puse cinco estrellas en la aplicación y después la desinstalé.
Me intriga cómo la gente es una en un momento y después es otra. Bueno, un poco de eso es mi ex. Lo cuál me alegra en cierto sentido, porque si no fuese por esa ruptura no estaría acá. Subí las cosas a un carrito y me los encontré.
- Ehhh qué haces!!!- dijo mi tío en una voz inconfundible.
Mi familia es particular y numerosa. Digo particular porque es muy diversa y numerosa porque bueno, es claro por qué. Había familia materna, paterna, mis viejos, hermanos, tíos y tías, familiares de mis hermanos, una sobrina que recién acababa de llegar al mundo, bueno, éramos muchos. Unas veinte o veinticinco personas seguro, sin contar a dos o tres amigos que andaban por ahí.
- Vamos a copar Ezeiza – dijo uno de mis hermanos.
- Acá hacemos el congreso deliberante, papu – dijo el otro.
Mi viejo me hizo una pregunta puntual sobre el pasaje y mi mam�� me dio algo de comida para el viaje y unos dólares que le regalaron las amigas para mí. No sabía adónde estaba metido y ademas no sabía qué hacer con tanta felicidad.
- Siento que puedo tirarlo todo por la borda – les dije a mis hermanos.
- Noo -dijo uno- ¿ahora? Vos nos vas a recibir en Francia. Vamos a copar Europa. Vos sos el puente.
- Tal cual – dijo el otro – necesitamos un emisario que nos de la información. Los buenos rincones a dónde ir a visitar.
Hice una fila y dejé los bolsos. Ya me habían dado todos los regalos que guardé cuidadosamente. Los saludé uno a uno y cada cual me dijo cosas distintas como:
- Pasala bien, cuidate.
- Se feliz, mandanos fotos.
- Me enteré que te vas a encontrar con una chica, cuidense, por favor.
- Yo también me enteré, aunque ya estás en edad.
- Toma, de regalo de cumpleaños.
- Pero mi cumpleaños es en nueve meses.
- Bueno, tomalo como un regalo futuro.
- Buen viaje
- Buen viaje, pasala bien
- Buen viaje, disfruta mucho!!!
- Esperanos que vamos a copar toda Europa!!!
- Adiós hermano, pasala bien.
- Chauuuuuuuu
Y otras, que no voy a reproducir. Por suerte todos tienen algo de mí, y yo, a su vez, tengo algo de todos ellos. Los despedí y entré a la sala de trasbordo. Me puse los auriculares y escuché “Monoambiente en Capital” que me hacía acordar al departamento donde vivía. Que no era para nada un monoambiente, pero que mi cuarto sí funcionaba como uno.
Me tomé una Coca cola y esperé a que llamen por el vuelo. Tenía mi librito de cuentos así que empecé a leer alguno como quien habla con su hijo para recordarse que existe y que existió antes de su propio hijo. Las cuentas no iban muy bien con eso, los libros no se vendían muy bien pero lo único que me interesaba de ellos era su existencia. Que estuvieran ahí. Yo sabía, en el fondo, que tarde o temprano se iban a vender o que, en todo caso, eran fruto de mi propia existencia y que con eso me bastaba. Que me iba de Buenos Aires pero que esos libros quedaban en estanterías, en librerías, en recuerdos. Eran mi huella en Buenos Aires, o en todo caso, eran partes de mí que daban vueltas por la ciudad. Algunos se irían a la basura, otros serían arrancados de las bibliotecas y estanterías con furia, otros se leerían en cafés, en restoranes, en el Petit Colón, en Escobar, en Ringuelet o en Villa Elisa. Otros, seguro, se leerían en Ushuaia o en Córdoba, o en el centro de la ciudad. Uno seguro se leería en Recoleta. Leí el último que escribí, que se trataba de un tipo más joven que yo que escribe sobre un viaje en avión a Burdeos de un tipo con la edad que tengo ahora y que se va de Buenos Aires para encontrarse con una piba francesa que conoció en Buenos Aires. Es bastante cómico porque la historia es muy similar.
Escuché la llamada del vuelo y me fui a formar la fila con el resto de los pasajeros. Recordé que hacía unos años mi ex quería irse de viaje por el mundo y la imaginé dando vueltas por ahí, mirando para todos lados menos a mí. Y entendí que quizás irme no sea el mejor de los caminos, que no sea el mejor de los destinos, pero que es lo que elegí. Y que por eso es mejor que todo lo que hubiera pasado con ella. O que todo lo que hubiera pasado jamás. Porque por primera vez tomé un camino y me hice cargo. Entregué el boleto y me lo devolvieron. Mi asiento daba a la ventanilla. No es poca cosa, porque la vez anterior y la única vez que me vine a Francia viajé del lado del pasillo y me clavé todo el viaje despierto. Me ofrecieron champaña y acepté. También acepté la comida. Y el postre. Y la champaña de postre. Pensé en todo lo que dejaba en Buenos Aires. El trabajo, a mis familiares, mi posible futuro teniendo una profesión en ejercicio y una casa en Vicente López, las posibles alegrías y las posibles tristezas. Pensé en todo lo que me hizo bien y en todo lo que me hizo mal. Pensé en que no es fácil vivir. Bah, no es fácil existir. Pero uno se inventa un modo. Un mundo. En eso sí soy bastante argentino. Un argentino es alguien que se inventa un modo de existir. A veces, si está rodeado de argentinos, no. Lo más probable es que haga como el que tiene al lado, que no haga nada, o que simplemente deje que los medios de comunicación hagan todo por él o ella. Pero hay argentinos que sí, que se inventan un modo de existir. De moverse en el mundo, de desarrollarse, de complejizarse. Hay argentinos que complejizan al argentino. Que no lo hacen generalizable. Yo estoy generalizando porque estoy del otro lado del charco y pensando en los argentinos encuentro en el gentilicio una descripción. Pero no todos son iguales ni todo es lo mismo y sobre todo, cada vez menos. El argentino que se inventa un mundo o un modo de existir es una estrella que implosiona para crear un agujero negro y distorsionar la materia. Sabe que es casi imposible, que es improbable. Incluso sabe que con toda la historia de su país y con toda la historia propia es difícil, incluso imposible a veces, distorsionar la materia, estirar la cuerda de su propia existencia, afinar la cuerda para que la canción suene bien y que plazca. Piazzolla lo hizo, Mercedes Sosa lo hizo. Roberto Artl y César Aira lo hicieron, Borges y Cortázar también, por hablar de unos pocos y decir ya demasiado a la vez.
Me sentí un poco tonto cuando pensé que todo ésto había empezado por alguien que conocí una vez, de casualidad. Alguien que conocí en un grupo de franceses en Buenos Aires. Que vi un par de veces. Que me regaló un par de sonrisas. Que me permitió un par de besos. Y unas caricias, y unas palabras. Me sentí un poco tonto cuando me entendí latinoamericano, pero a la vez sentí cierto orgullo. Orgullo porque no es fácil desarraigarse. Porque no es fácil cortar de raíz y empezar de nuevo en otro lugar. Pienso que nada me diferencia de los inmigrantes, más allá de lo obvio, a parte de la guerra. Quebrar la raíz y empezar de nuevo. Pah, no es fácil. Me reí mientras pensaba eso porque el “pah” lo aprendí en Uruguay, en un viaje corto y exprés que hice para conocer el país vecino. Es curioso porque fue como un viaje en el tiempo. De hecho el hostel al que fui se llamaba “El viajero”. Y todos esos días pensé en mí mismo como un viajero del tiempo. Hasta me arrepiento y no de algunas estupideces. Porque de no haber sido por ellas no estaría acá.
Seguí pensando y pensé en mi ex. En que me hubiera encantado conocerla de otro modo, en haber terminado la relación de otro modo, en que me hubieran gustado otras cosas. A la vez me alegré de los viajes que hicimos y de lo que compartimos. Hay algo que no se puede contar, que parece que todos saben y nadie dice. Algo que es la historia de cada uno, la propia, y que no se puede plasmar en un papel. Una intimidad sagrada que nadie ve, pero de la que alguna vez escuchó, un pudor irreal que no tiene lugar espacio-temporal, pero que existe. Que está ahí a la vista, que es esencial y que nadie ve, pero que todos conocen. De alguno u otro modo. Pensé en qué mal que me sentí después de que me dejara en ese bar de San Telmo. De cómo sentí que mi cuerpo se desvanecía lentamente. En cuánta fuerza mental tuve que invertir para no morir, ni desear la muerte, ni hacerme un mal. Ahora que lo pienso, no fue mucha, porque las dificultades van creciendo y ya dejé la orilla y de seguro hay otras fuerzas mentales que me estarán esperando en el futuro. De otro orden. Le pido a dios que sea de otro orden. Mi dios es increíble. Es algo judío y algo cristiano. Es bisexual. Es no-heteronormativo. A ese dios le pido, que me de fuerzas para seguir. Desde que escribí el último cuento de mi libro de cuentos sólo le pido a ese dios. Pensé también en que si mi ex novia no me hubiera partido el alma en pedazos no estaría acá, escuchando “Sueñero” de Jorge Fandermole. En que la vida es una de cal y una de arena. O que no es ni una de cal ni una de arena. Que es otra cosa. En que la vida es existir.
Me bajé del avión después de quedarme dormido y ahí estaba ella, aguardando mi llegada. Como cuando nos encontramos en ese bar de la Recoleta. Como cuando nos encontramos de casualidad. Como cuando nos encontramos. Habían pasado años desde ese encuentro, y en el medio muchas palabras escritas en el chat de Instagram, muchas fotos enviadas, muchos intentos en vano, muchas payasadas, muchas materias aprobadas en la facultad, un título universitario, muchas horas de natación, muchas risas y mucha tristeza, una deuda de ochenta mil pesos argentinos cancelada, una renovación de alquiler, un libro publicado, fotos expuestas en galerías, en oficinas, mucho blabla que me ayudó a llegar.
- Holà – dijo sonriendo.
- Hola – dije – acá estamos jaja.
- Sí – dijo ella mientras movía los labios.
- Sí – le dije.
- ¿Te puedo besar? - le pregunté en español.
- Si tu veux – me dijo sonriendo.
- Sí, je veux – dije.
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Museo Provincial de Bellas Artes Rosa Galisteo de Rodríguez
Conocido popularmente como “El Rosa”, este museo, que depende del Ministerio de Innovación y Cultura del Gobierno de la Provincia de Santa Fe, se ubica sobre la calle 4 de enero al 1510, entre Gral. Lopez y 3 de Febrero. Fue inaugurado el 25 de mayo de 1922, por lo que está a tan solo un mes de cumplir sus 100 años. A pesar de su antigüedad, esta institución cultural se destaca por presentar arte moderno y contemporáneo argentino.
Su nombre se debe a que fue una iniciativa del santafesino Martín Rodríguez Galisteo, hijo del Coronel José Rodríguez y de Rosa Galisteo, y fue él quien donó el edificio al estado con la intención de exponer y dar a conocer los artistas que florecían en la provincia de Santa Fe así como también en el resto del país y hasta en el exterior.
El museo cuenta con 28 salas de exposiciones, un gran salón de conferencias y conciertos, una sala de audiovisuales y una sala didáctica. En ellas, se demuestra el gran patrimonio de “El Rosa” que alcanza las más de 2700 obras de arte en pintura, dibujo, grabado y escultura, de artistas argentinos, americanos y europeos. Para el cuidado de esta propiedad, solo se pueden tocar algunas obras y todas las fotografías están permitidas siempre y cuando no tengan fines comerciales. Además, cabe destacar que, bajo el lema, “todas y todos somos responsables de la preservación del patrimonio cultural santafesino”, el museo es un espacio público libre de humo, hay sectores donde se pueden consumir bebidas y se permite dibujar en las salas solo con lápiz.
Para cerrar el tema del patrimonio, decir que la colección de El Rosa está en construcción permanente y en diálogo con la comunidad. El museo convoca anualmente a artistas argentinos -o que acrediten tres años de residencia en el país- a participar del Salón Anual Nacional de Santa Fe, evento que estimula el campo artístico contemporáneo y activa el patrimonio mediante la adquisición de obras. Cada Salón es una oportunidad que tiene el museo de repensarse y planificar el camino de su colección. De momento cuenta con la Colección Rodríguez Galisteo, Colección Luis León de los Santos, Colección Díaz Vélez, Colección Alice, Colección Premios del Salón Nacional, Colección Retratos de Manuel Mujica Láinez, Colección Fotográfica Pedro Tappa.
Finalmente, hay que aclarar que la accesibilidad a el establecimiento es totalmente abierta y tiene una oferta de programas y servicios que aportan a esto. Por ejemplo, cuenta con rampa de acceso sobre fachada. Elevador y dársena de ascenso y descenso para personas con discapacidad sobre calle 4 de Enero esquina 3 de Febrero; Las instalaciones permiten el desplazamiento libre de barreras arquitectónicas; Hay sillas de ruedas disponibles en el ingreso; y, si hay disponibilidad, Intérpretes de LSA y folletería en Braille.
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Mujica Láinez y nuestra mitomanía por Oscar Hermes Villordo (1978)
Dibujo de Manuel Mujica Láinez por Manuel Mujica Láinez
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"Misteriosa Buenos Aires", de Manuel Mujica Láinez en la Línea B
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Un novelista en el Museo del Prado - Manuel Mujica Láinez
Un novelista en el Museo del Prado – Manuel Mujica Láinez
A poco que cae la tarde y que empieza a anochecer, los personajes de las pinturas y las estatuas del Museo del Prado, se desperezan y sacuden. Durante el día entero, permanecieron inmóviles, dentro de sus marcos o encima de sus pedestales, para admiración y tranquilidad de los turistas. Nadie, ni el estudioso más avizor, pudo advertir alguna mudanza en sus actividades a menudo embarazosas, tan…
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