#Los mejores Perfumes ingleses
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Los Mejores Perfumes para Regalar a una Mujer
Los Mejores Perfumes para Regalar a una Mujer
¿Te suena la película “El Perfume: historia de un asesino”? Jean-Baptiste, el protagonista, es uno de los mejores perfumistas de la Francia del s.XVIII. Se obsesiona con capturar el aroma de la esencia de una mujer virgen, lo que para él representa uno de los mejores perfumes del mundo, sino el mejor. Y hará todo lo posible para lograrlo. ¿Quieres saber más acerca del fascinante mundo de los…
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Nicanor Parra
Aquella tarde de 1997, desde el fondo de un librito negro, como un anciano profesor de un liceo tétrico, con la ropa llena de tiza, enloquecido por trabajar quinientas horas semanales, así se presentaba ante mis jóvenes ojos lectores don Nicanor, llevando centenares de cruces sobre la espalda pero siempre propagando buen humor.
Yo venía de leer, gracias al cole, toda la generación del 27, a los románticos ingleses y a los poetas malditos; pero de pronto una tarde en la biblioteca de la Ruíz de Montoya di con Poemas y antipoemas y fue un estallido en mi cabeza. Nunca imaginé que la poesía pudiera ser tan divertida.
Parra tenía órdenes de liquidar la poesía solemne de su tiempo. Eran días en los que gobernaba desde un olimpo Pablo Neruda pero ni siquiera él pudo mirar con ojos de recelo esta nueva forma de escribir poesía. Prueba de ello es que le escribió un poema homenajeándolo en vida:
“Este es el hombre
que derrotó
al suspiro
y es muy capaz
de encabezar
la decapitación
del suspirante”
Hijo mayor de una familia de artistas, de niño el antipoeta escribía versos alejandrinos, pomposos y sentimentales que hacían llorar a su madre. El bicho estaba adentro. La suerte, echada. Muy pronto, tras el repentino fallecimiento de su padre –de quién heredó el humor negro– tuvo que viajar a Santiago para labrarse un mejor futuro y poder ayudar a sus hermanos menores, como la grandiosa Violeta –que tanto brillo le dio a la música vernacular de su país.
En la universidad de Chile el antipoeta estudió Matemáticas y Física pero la poesía lo acosaba. En las aulas universitarias fundó una revista y pronto publicó su primer libro, Cancionero sin nombre, con escandalosos perfumes lorqueanos.
Tuvieron que pasar más de quince años, viajes al extranjero, lecturas como la de Walt Whitman para que don Nicanor dé el golpe definitivo y cumpla con el mandato que la realidad le exigía. Es decir bajar a los poetas de su olimpo. Con Poemas y Antipoemas, publicado en 1954 y que se ganó todos los premios del Concurso de Sindicatos de Escritotes, Don Nicanor Parra Sandoval, llevó la poesía a otra dimensión. Cambió la concepción de lo bello. Impregnó sentido de humor. Acercó el lenguaje cotidiano. Atrajo lo popular. Pisoteó lo sagrado. Se burló a diestra y siniestra de todo lo literatoso. Se mofó repetidas veces de sus contemporáneos. El antipoeta no sugiere un carajo, dice las cosas con crudeza. Se opuso a toda la tradición que prevaleció a comienzos del siglo XX.
–¿Por qué te dedicas a la poesía?– le preguntaron.
Y el antipoeta respondió:
–Porque no le tengo miedo al ridículo.
A Nicanor Parra le debemos mucho, más de lo que ustedes imaginan. Es bueno recordar a los grandes escritores que influyeron en su época y que sobreviven hasta el día de hoy en sus escritos. Amado en su país por todos, vivió más de 100 años y no solo nos dejó sus antipoemas sino también sus artefactos y sus postales. Yo le agradezco infinitamente que le haya torcido el cuello al cisne de vistoso plumaje.
–Señor Parra, ¿usted se considera un genio?
–No, señorita. Yo me considero un hombre del montón. Alguien que pretendió hacer algo de la nada.
Dios lo tenga en su gloria, don Nica. Al igual que usted:
“yo brindo por lo que venga
la cosa es brindar por algo”
Amén.
Siete
son los temas fundamentales de la poesía lírica
en primer lugar el pubis de la doncella
luego la luna llena que es el pubis del cielo
los bosquecillos abarrotados de pájaros
el crepúsculo que parece una tarjeta postal
el instrumento músico llamado violín
y la maravilla absoluta que es un racimo de uvas.
Lo que necesito urgentemente
es una María Kodama
que se haga cargo de la biblioteca
Alguien que quiera fotografiarse conmigo
para pasar a la posteridad
Una mujer de sexo femenino
plenamente consciente de sus actos, si señor,
una rubia despampanante
que no le tenga asco a las arrugas
O en su defecto
una mulata de fuego
No sé si me explico
Todo Quijote por roñoso que sea
tiene derecho a una Dulcinea.
Escribe Sergio Gómez Reátegui
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LA CENA DE NAVIDAD EN EL MUNDO
El pavo, soberano absoluto de la mesa navideña elegante, es de origen americano y se le conoce en México como guajolote. Esta enorme pero frágil ave fue muy gustada por los españoles desde que Cristóbal Colón la llevó. De ahí, su popularidad se regó por toda Europa. En México el chompipe es elevado a manjar de los dioses en la receta del fabuloso mole poblano que incluye otro alimento pecaminosamente divino (el chocolate, Este mole poblano es un plato monumental que se sirve en Navidad. El infaltable chile mejicano complementa esta delicia que ha sido elogiado por los más refinados gastrónomos.
Dado que el azúcar era carísimo en la Europa medieval pues solo los árabes para entonces sabían refinarla a la perfección, una forma de demostrar cariño para Navidad era regalando confecciones de azúcar.
Con el arribo de la menta a través de las cruzadas, los bastones de azúcar con menta se pusieron en boga, siguiendo la tradición que San Nicolás usó bastón en su vejez. Adem��s, estos bastones eran regalados a personas que estaban enfermas, pues se le atribuyó poderes curativos a la menta. Los confites de ciruela llamados sugarplums en inglés combinaban varias especies, azúcar y no siempre llevaban ciruelas preservadas adentro. La ciruela también encontró favor en las mesas de los nobles en forma de budín con abundante azúcar y a veces un poco de licor.
Uno de los postres más codiciados para las navidades es la Buche de Noel, o tronco navideño. En Perú se acostumbre al final de la Cena Navideña, servir una raza humeante de chocolate y canela con un pedazo de Panettone.
Por supuesto, como los mejores vinos, quesos y perfumes del mundo, es francés. Con este tronco de torta bañado con crema y relleno de confitura se simulan los troncos que arden en el cálido hogar de una familia reunida para celebrar el nacimiento del Colochón. Estas tortas catalogan entre las más deliciosas del mundo, pero desgraciadamente para los diabéticos son el pecado mayor que puede existir debido a su profusión de crema, azúcar y relleno de confitura.
Las galletas y bizcochos hechos con jengibre son los postres predilectos de los niños europeos, particularmente los ingleses y alemanes.
Se cree que la bella y erudita reina inglesa Elizabeth I La Reina Virgen regalaba a sus visitantes navideños con galletas que se asemejaban a ellos, deliciosos retratos comestibles adornados con azúcar de colores y nueces por ojos.
Los alemanes sin embargo afirman que los muñecos y casitas de jengibre hechos por su incomparable rey Federico II el Grande de Prusia eran más ricos, ya que el gran monarca también fue excelso repostero… entre sus muchos atributos.
En Australia, está muy en boga sustituir al pavo por deliciosas mariscadas o por pato en especies picantes, y no se puede concluir un banquete navideño sin postres como el budín del perro manchado, pavlovas o ensaladas de frutas tropicales (¡de las que tienen en abundancia ellos entonces, pues en el sur es verano y no invierno!)
Los italianos aman la enorme y gorda anguila llamada capitone, que se hace asada o frita. El torrone es un turrón de nueces, y el pandoro es una torta que tiene forma de estrella.
Los ingleses aman su buen rosbif-sobre todo si gotea sangre al partirlo sobre el Yorkshire pudding (el cual es como una plasta de pan a la que nunca le pude hallar buen gusto- y en el budín de ciruelas echan monedas para traer suerte a quienes las encuentren, aunque muchas veces ha habido atragantados golosos que han ido a parar a la emergencia del hospital…
Los eslovacos se deleitan con una sopa de lentejas como primer plato, mientras que los cristianos japoneses se deleitan con un queque de crema y fresas que simula un pastel de cumpleaños para el nene Jesús.
Los filipinos pueden vanagloriarse de tener las festividades navideñas más largas de la cristiandad, y entre sus comidas predilectas está el queso de bola (generalmente edad) y el jamón glaseado, muchas veces con piña y jengibre.
Los polacos por su parte comen oplatek, un pan similar a la hostia con una escena de la Natividad impresa.
Los turcos comen pavo relleno de arroz, y ellos pueden vanagloriarse de haberle dado el nombre en inglés al pavo (Turkey, que también es el nombre en inglés de Turquía) ya que muchos de sus mercaderes contribuyeron a la popularización de nuestro chompipe en Europa y Asia menor.
Los checos, se deleitan en Navidad con sopa de pescado y el número de comensales en la mesa debe de ser par, ya que quien esté sin pareja no vivirá para gozar la próxima Navidad y así hay muchas otras posibilidades, lo importante es estar en familia, tener fe, mucho cariño, perdonar todos los supuestos agravios y cambiarlos por regalos y sobre todo mucho amor y en medio de la pandemia mundial, mucha salud. [email protected]
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14 tipos de cabello - 3 - 079
Historia[editar] el vocablo y el servicio fueron introducidos en el Reino Unido por Sake Dean Mahomed, inmigrante de la India, que abrió unos baños de "shampoo" populares como Mahomed's Indian Vapour Baths (Baños Indios de Vapor de Mahomed) en Brighton en 1759. Estos baños eran semejantes a los baños turcos, pero los clientes recibían un régimen indio de champi (masaje capilar terapéutico). Sus servicios eran muy apreciados, y Mahomed recibió el alto honor de ser nombrado "Cirujano de champú" para los reyes Jorge IV y Guillermo IV. En los primeros tiempos los peluqueros ingleses hervían jabón en agua y añadían hierbas aromáticas para dar brillo y fragancia al pelo. Kasey Hebert fue el primer fabricante popular de champú, y su origen todavía se asigna a él. Hebert vendió su primer champú, con el nombre de Shaempoo en las calles de Londres. originalmente, el jabón y el champú eran productos muy similares; ambos contenían surfactantes, un tipo de detergente. El champú moderno, tal como se lo conoce hoy en día, fue introducido por primera vez en la década de 1930 con "Drene", el primer champú sintético (no jabonoso).1 Desde el pasado hasta la actualidad, los hindúes han utilizado diferentes fórmulas de champús, utilizando hierbas como neem, shikakai o nuezjabón, henna, bael, brahmi, fenogreco, aloe, suero de mantequilla, amla y almendra en conjunción con algunos elementos aromáticos como madera de sándalo, jasmín, turmeric, activador de rizos rosa y almizcle. Cómo trabaja el champú[editar] El champú limpia separando el sebo del cabello. El sebo es un aceite segregado por las glándulas sebáceas, que paralelamente es expulsado al exterior mediante los folículos pilosos (invaginaciones en la dermis). El sebo es de forma sencilla absorbido por los cabellos formando una cubierta protectora. El sebo asegura de perjuicios externos la estructura proteínica del cabello, pero tiene un coste asociado: el sebo tiende a atrapar la mugre, las escamas del cuero cabelludo (caspa) y los productos que se acostumbran añadir al cabello (perfumes, gomina, geles, etc). Los surfactantes del champú separan el sebo de los cabellos, arrastrando la mugre con él. Aunque tanto el jabón como el champú tienen dentro surfactantes, el jabón se mezcla con la grasa con mucha afinidad, de manera que si se usa para limpiar el pelo descarta bastante sebo. El champú utiliza surfactantes más equilibrados para no remover demasiado sebo. El mecanismo químico que hace trabajar el champú es el mismo que el del jabón. El cabello sano tiene una área hidrofóbica a la que se adhieren los lípidos, pero que repele el agua. La grasa no es arrastrada por el agua, por lo cual es imposible lavar el cabello solo con agua. Cuando se aplica champú al cabello húmedo, es absorbido en la superficie entre el cabello y el sebo. Los surfactantes aniónicos reducen la tensión de superficie y favorecen la división del sebo del cabello. La materia grasa (apolar) se emulsiona con el champú y el agua, y es arrastrada en el aclarado. Demandas del ingrediente[editar] En Estados Unidos, la gestión de alimentos y Medicamentos (FDA) ordena que los contenedores de champú enlisten precisamente los ingredientes. El gobierno regula qué fabricantes de champús tienen la posibilidad de y no tienen la posibilidad de demandar como un provecho asociado cualquiera. a menudo los desarrolladores de champú utilizan estas regulaciones para combatir las demandas de comercialización hechas por sus competidores, ayudando a reforzar estas regulaciones. Mientras las demandas tienen la posibilidad de ser verificadas no obstante, los métodos de prueba y los detalles de tales demandas no son tan directas. por ejemplo, muchos productos quieren proteger el cabello del inconveniente dado por la radiación ultravioleta, mientras que los elementos causantes de denegar la radiación no están presentes en una alta concentración como para ser lo suficientemente efectivos. Vitaminas[editar] La efectividad de las vitaminas, los aminoácidos y de las provitaminas en el champú es algo muy controvertido. Las vitaminas y los aminoácidos son los componentes básicos de las proteínas y de las enzimas de nuestro cuerpo. Son sustancias que nuestro cuerpo es incapaz de sintetizar desde otras sustancias. en tanto que las vitaminas podrían entrar a las células a través de la piel, los aminoácidos y las proteínas son moléculas bastante enormes como para ingresar a las células desde fuera de la corriente sanguínea y además no tienen la posibilidad de tener efecto sobre el tejido muerto. Las proteínas se construyen con aminoácidos siguiendo las advertencias del RNA dentro de la célula. Una hebra de cabello es una cadena de largas proteínas que se agregan siempre en la raíz de la hebra. La única forma en que un aminoácido sea de utilidad es que se ligue a otros aminoácidos en una manera específica dentro de una célula viva. El cabello no está vivo y entonces no hay posibilidad de que un aminoácido o una proteína tengan un efecto permanente sobre la salud de la hebra de cabello. la situacion de las vitaminas no se comprende del todo. Algunos han demostrado una efectividad moderada al mejorar la salud de la piel [1], pero la optimización del cabello es consecuencia de la optimización de la piel provocado por el efecto de las vitaminas sobre las células vivas debajo de la epidermis. como consecuencia las vitaminas y minerales que mejoran la piel podrían hacer mejor la salud del cabello al mejorar el desarrollo del nuevo cabello, pero el provecho al cabello existente es insubstancial. no obstante las caracteristicas físicas de ciertas vitaminas (como el aceite de vitamina E o pantenol) podrían tener un efecto cosmético sobre la masa de cabello pero sin ningún tipo de bioactividad.
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Carta a una señorita en París - Julio Cortázar
Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar… Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafio me pase por los ojos como un bando de gorriones.
Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá… Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enterarla; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve.
Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose.
Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejilo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas.
Entre el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos. Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro… entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina. Hubiera sido preferible matar en seguida al conejito y… Ah, tendría usted que vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes, diferencia absoluta Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una presencia inajenable… Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo… y después tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta.
Me decidí, con todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro -quizá, con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aunque yo… Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño o un piquete sumándose a los desechos.)
Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para ayudarme a entrar las valijas… ¿Cómo explicarle que un capricho, una tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba con un clic final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a lavanda, en el fondo de un pozo tibio.
Sara no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del orden a mi valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones donde abunda la expresión «por ejemplo». Apenas pude me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última convulsión.
Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris.
Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de la profundidad.
De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso.)
Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza.
Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran, remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano -yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se comen el trébol.
Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos -un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses-, no así insinuándose detrás del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López.
No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro -no es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la derecha-. Así, Andrée, o de otro modo, pero siempre así.
Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día duermen ¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión Y cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo, entre el primero y segundo piso me formulo noche a noche irremediablemente la vana esperanza de que no sea verdad.
Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta. ¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa -usted sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos- y ahora me quedo al lado para que ninguno la alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá imitación de su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido -en su infancia, quizá- que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas).
A las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándome a cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la limpieza. Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve decoloración en la alfombra y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones sinfónicas de Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entredormido levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra los muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si… para qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y entrevistas.
Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve en la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo, su diurna noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el living, donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en camisón -porque Sara ha de ser así, con camisón- y entonces… Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo piso.
Interrumpí esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted el intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando la dejé para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen once conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora. En el ascensor, luego, o al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que me quedan.
Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo estante, alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes -no por hambre, tienen todo el trébol que les compro y almaceno en los cajones del escritorio. Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que griten los conejos.
He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un enojo… En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque decir once es seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales.
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08 - HISTORIA DE LA NAVIDAD -
Cuando comencé a estudiar sistemáticamente la historia de la gastronomía universal – hace ya varias décadas – por mi “deformación” de ingeniero una de las primeras cosas que hice fue dividir matemáticamente los temas por capítulos, para organizar su análisis y desarrollo. Una de las cinco primeras divisiones, fue la de “Cenas Memorables” y las dos primeras investigaciones: La última cena y La cena de navidad.
La primera me llevo mas de cinco años de investigación y leer mas libros de lo que ustedes se puedan imaginar – claro que fue apasionante la tarea – pero comprendí que si empleaba tanto tiempo en analizar cada tema jamás podría terminar el primer libro que me había trazado como objetivo, así que llegue a mi segunda cena memorable - la de navidad – recién al sexto año.
Comencé en plena Edad Media, la etapa que menos apreciaba, por que no brillaba con la intensidad de las otras, me situaba en castillos mal iluminados y con pocos personajes y temas que me engancharan a primera vista, recién la comencé a entender y apreciar mucho tiempo después.
La carga emocional que le impartía la religiosidad imperante y dominante era apabullante y cada tema relacionado con la vida de Jesús era magnificado en todo su esplendor, entonces el tema de su cumpleaños era excelso pero sin el rigor académico correspondiente, lo importante era él sucedo mas que donde, como y cuando.
Historia de la Cena de Navidad
La cena navideña como tal nace en el período oscurantista de la Edad media, y posteriormente se vería enormemente enriquecido por la "globalización" de entonces dada a través del intercambio entre Este y Oeste gracias a las violentas cruzadas.
En realidad no todos comían lo mismo pues la cena navideña dependía del escalón al cual perteneciera uno en la sociedad del medioevo. Además, no era una sola cena o banquete sino varios ya que las festividades religiosas duraban varios días en aquellos entonces. Navidad para los cristianos ingleses y escoceses contaba con 12 días, concluyendo con el día de Reyes Magos, cuando ya todo mundo empacaba y se iba a casita.
El señor medieval por supuesto que comía gallina o ganso, dado que los campesinos que vivían en sus tierras tenían la obligación de hacerle un regalo de aves y hasta la cerveza que había sido procesada por largo tiempo por el pobre. El señor medieval daba a sus siervos pan, queso, y si era generoso, sopa no muy espesa o platos con carne.
Uno de los platos predilectos del campesino era el budín navideño, hecho con abundante miel o azúcar y extras como pasas y almendras y nueces. El azúcar era un bien muy preciado y rara vez existía sobre la mesa del campesino, por lo cual el señor feudal procuraba que este postre no faltara en la mesa navideña para tener apaciguados a sus trabajadores por el resto del año.
En aldeas cercanas al mar, el ganso o la gallina era suplantada por anguilas, salmón, camarones y aún langostas, las cuales eran preparadas en abundante salsa con especias(muchas veces carísimas para que la comida diera abasto para tantos. Los cerdos y jabalís eran muy codiciados, siendo servidos enteros al pastor o con salsa de manzana verde.
El glotonazo rey inglés Enrique VIII en varias ocasiones no solo cazó, sino que aderezó varios jabalís para los banquetes navideños, y se jactaba de ser tan bueno en la cocina sazonando como en la cama amando.
Tras carnes codiciadas para la cena navideña eran el venado, el conejo y las terneras. Las papas no aparecerían en la mesa navideña hasta que se dio el encontronazo entre Europa y América, pero una vez probadas, los humildes tubérculos americanos se establecieron firmemente en guisos (en España e Italia), fritas (por eso son a la francesa, porque en Francia aprendieron a freírlas en manteca de chancho) o en purés (Inglaterra).
La joya de la corona navideña en la mesa era el Queque de la Duodécima Noche, llamado Rosca de Reyes o Torta del Monarca según el país donde estuvieras cenando. Era una gran rosca repleta de azúcar, mantequilla y huevos, con relleno de frutas secas y nueces. En este postre se origina la famosa torta navideña que hoy comemos con tanta fruición. Desde entonces, esta delicia para el paladar ha dado la vuelta al mundo y sigue siendo uno de los dulces navideños más gustados, y varios pueblos se disputan su cuna.
El pavo, soberano absoluto de la mesa navideña elegante, es de origen azteca y se le conoce en México como guajolote. Esta enorme pero frágil ave fue muy gustada por los españoles desde que Cristóbal Colón la llevó. De ahí, su popularidad se regó por toda Europa. En México el chompipe es elevado a manjar de los dioses en la receta del fabuloso mole poblano que incluye otro alimento pecaminosamente divino (el chocolate, también mejicano. Este mole poblano es un plato monumental que se sirve en Navidad. El infaltable ají mejicano complementa esta delicia que ha sido elogiado por los más refinados gastrónomos.
Dado que el azúcar era carísima en la Europa medieval pues solo los árabes para entonces sabían refinarla a la perfección, una forma de demostrar cariño para Navidad era regalando confecciones de azúcar. Con el arribo de la menta a través de las cruzadas, los bastones de azúcar con menta se pusieron en boga, siguiendo la tradición que San Nicolás usó bastón en su vejez. Además, estos bastones eran regalados a personas que estaban enfermas, pues se le atribuyó poderes curativos a la menta. Los confites de ciruela llamados sugarplums en inglés combinaban varias especies, azúcar y no siempre llevaban ciruelas preservadas adentro. La ciruela también encontró favor en las mesas de los nobles en forma de budín con abundante azúcar y a veces un poco de licor.
Uno de los postres más codiciados para las navidades es la Buche de Noel, o tronco navideño. Por supuesto, como los mejores vinos, quesos y perfumes del mundo, es francés. Con este tronco de torta bañado con crema y relleno de confitura se simulan los troncos que arden en el cálido hogar de una familia reunida para celebrar el nacimiento del Colochón. Estas tortas catalogan entre las más deliciosas del mundo, pero desgraciadamente para los diabéticos son el pecado mayor que puede existir debido a su profusión de crema, azúcar y relleno de confitura.
Las galletas y bizcochos hechos con jengibre son los postres predilectos de los niños europeos, particularmente los ingleses y alemanes. Se cree que la bella y erudita reina inglesa Elizabeth I La Reina Virgen regalaba a sus visitantes navideños con galletas que se asemejaban a ellos, deliciosos retratos comestibles adornados con azúcar de colores y nueces por ojos. Los alemanes sin embargo afirman que los muñecos y casitas de jengibre hechos por su incomparable rey Federico II el Grande de Prusia eran más ricos, ya que el gran monarca también fue excelso repostero… entre sus muchos atributos.
Pero…qué comen en la actualidad otros países?
En Australia, está muy en boga sustituir al pavo por deliciosas mariscadas o por pato en especies picantes, y no se puede concluir un banquete navideño sin postres como el budín del perro manchado, pavlovas o ensaladas de frutas tropicales( de las que tienen en abundancia ellos entonces, pues en el sur es verano y no invierno!)
Los italianos aman la enorme y gorda anguila llamada capitone, que se hace asada o frita. El torrone es un turrón de nueces, y el pandoro es una torta que tiene forma de estrella.
Los ingleses aman su buen rosbif-sobre todo si gotea sangre al partirlo sobre el Yorkshire pudding (el cual es como una plasta de pan a la que nunca le pude hallar buen gusto- y en el budín de ciruelas echan monedas para traer suerte a quienes las encuentren, aunque muchas veces ha habido atragantados golosos que han ido a parar a la emergencia del hospital…
Los eslovacos se deleitan con una sopa de lentejas como primer plato, mientras que los cristianos japoneses se deleitan con un queque de crema y fresas que simula un pastel de cumpleaños para el nene Jesús.
Los filipinos pueden vanagloriarse de tener las festividades navideñas más largas de la cristiandad, y entre sus comidas predilectas está el queso de bola(generalmente edad) y el jamón glaseado, muchas veces con piña y jengibre.
Los polacos por su parte comen oplatek, un pan similar a la hostia con una escena de la Natividad impresa.
Los turcos comen pavo relleno de arroz, y ellos pueden vanagloriarse de haberle dado el nombre en inglés al pavo (Turkey, que también es el nombre en inglés de Turquía) ya que muchos de sus mercaderes contribuyeron a la popularización de nuestro chompipe en Europa y Asia menor.
Los checos se deleitan en Navidad con sopa de pescado y el número de comensales en la mesa debe de ser par, ya que quien esté sin pareja no vivirá para gozar la próxima Navidad! Revista Santos y Religiones - [email protected]
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