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#LateUnCorazon
rosaiceberg · 4 years
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Late un corazón - I Acevedo
Late un corazón
Al titular así este cuento cierro con urgencia un ciclo lleno de urgencias. Se abre un nuevo camino, lleno de urgencias también. Tengo que contar muchas cosas, y debo contarlas aquí y ahora. Lo lograré como siempre, mezclando todo con todo, y sin ocultar mi modo, diré desde el principio la sustancia que compone este relato: repasar el por qué y el para quién de mi escritura, romper con una tradición literaria, reivindicar mi derecho a amar.
Ahora es viernes, son las diez de la noche y en tres horas parto a una fiesta a la que no quiero faltar, aunque detesto la noche: “Cuando la luz empieza a cambiar, a veces me siento un poco extraña, un poco inquieta, cuando está oscuro…”. Gre se fue con Martín a la playa; quedaron por todas partes sus potes de yogur que brillan en la oscuridad. Gregorio tiene cuatro años y ocho meses, y una estatura que ya le da una experiencia acerca del género: cuando vamos por la calle, las carteras de las mujeres le golpeen la cabeza, y los codos y los cigarrillos de los varones ponen en peligro su cara. Eso es lo que vivimos cuando callejeamos por Libertad, él con paso despreocupado de chico, y yo atajando carteras, codos y cigarrillos. Dice que soy la líder de la familia y cuando vamos a las marchas, dice que soy la líder de las mujeres. Cuando echo a los gatos de la mesa de la cocina, dice que tienen tanto derecho como nosotros a estar en cualquier parte de la casa. “¡Justicia!”, me dice. A veces me dice “papi” en vez de “mami”, y no le digo nada. Tuvieron que pasar casi cinco años para que yo pudiera hablar de él; primero tuve que poder elaborar la presión social que implica ser madre… también aprender que les hijes pueden amar a sus xadres a pesar de que y a causa de que hayan muerto por una lucha política, y comprobar que ser madre te cambia mucho, pero hay cosas que siguen siendo las mismas. Nunca escribí nada sobre mi hijo, pero ahora me doy cuenta de que todo lo hago pensando en él.
 Tímidamente, desde hace un tiempo, he venido detallando cómo escribo mis historias: hilando todo con todo, tratando de enaltecer la lógica, cuando sé que la lógica no tiene ningún sentido en la vida; luchando por que los sentimientos emerjan. Hoy cierro un ciclo de veinte años de escritura, veinte años en los que la escritura me ayudó a sobrevivir en todos los sentidos posibles, incluso monetarios, pues los primeros ochos pesos que gané en mi vida, a los catorce años, fueron producto de un texto. Hoy quiero dejar algo bien claro: la primera persona del singular yo es una modalidad de la época, no es un capricho egocéntrico, y lejos de ser un gesto individual, es una necesidad colectiva: la de nombrarnos, la de decir presente, la de extender nuestra voz hacia les otres y hacia el futuro, la de derribar la clandestinidad. 
Y para llevar al extremo esa necesidad, romperé aquí y ahora una regla implícita y explícita de la literatura, aquella que indica que les artistes no deben explicar elles mismes su obra. Pues este cuento habla de mi vida y también de mi obra. 
Ser madre, hacerme lesbiana, no ser más mujer, fueron experiencias que me abrieron a las emociones. Y necesito reivindicar ahora, dentro de mi escritura, como ya lo vengo haciendo por fuera, la importancia de hablar de nuestras emociones. Necesito dejar dicho todo esto antes de irme a la fiesta donde la chica que me gusta es dj. Sé que los hilos que conectan estos temas serán muy débiles, y así quiero que sea, porque la causa y el efecto de estos hechos son un artilugio provocado por los cruces de la vida que me parecen relevantes; y a medida que crezco, cada vez me importa menos que se note que hago lo que se me canta y cada vez me importa más reivindicar mi derecho a ser libre. Por otro lado, la grave situación social que estamos transitando hace que la ficción se vuelva obsoleta, y la narrativa, ensayística. Este cuento, donde digo lo que se me da la gana, como en un discurso, es el cuento con que se cierra una etapa de mi vida, y la cerraré con un toque de batería mortal a lo Iron Maiden… Tal vez rompa el instrumento. Y que lo que se tenga que romper, se rompa.
 Hace una semana me tocó hablar en un homenaje a Hebe Uhart, a pocos meses de su muerte, y al rato de empezar, me largué a llorar enfrente de toda la gente. Antes, a los treinta, me largué a llorar frente al público en la Feria del Libro, leyendo un cuento donde el narrador se siente triste por la muerte de su galgo. Hace dos años, durante el Filba, estaba invitada a una charla en el MALBA, y mientras hablaba, Gregorio se clavó la punta de un escalón de mármol en la frente. Las chicas del museo me llevaron al baño y cuando vi sangre en la puerta creí que me moría. Vi a mi hijo sentado en el lavatorio bañado en sangre hasta la cintura. “¡Hijo! ¡Te dejé solo!”, fue lo primero que me salió decir. Una semana después, los del Filba me proponían dar un paseo con una escritora brasileña para escribir una crónica que sería leída en el cierre del festival. La consigna era ver alguna manifestación en Plaza de Mayo, pero terminamos visitando la carpa de ex combatientes de Malvinas. Le comenté a la escritora el recuerdo de mi madre, que cada vez que cantábamos el himno en la escuela se largaba a llorar. ¿Por qué llorás?, le pregunté un día. Por los chicos que murieron en la guerra, me respondió. En el relato sobre ese paseo que escribí para el cierre del festival, las dos historias de sangre se conectaron. Ahora recuerdo la frase que escribí y que me hizo romper en llanto frente a ciento cincuenta personas: “Ver a tu hije bañado en sangre es algo que no debería pasarle a ninguna persona”. Después pensé: pero por favor, ¿cómo no me di cuenta de que me iba a echar a llorar mientras leía semejante frase? Todavía consideraba que llorar en público era un accidente.
Una de las últimas veces que lloré fue acá mismo, en Casa Brandon, hace poco, leyendo “Untitled Document”, un cuento donde hablo de mi relación con Paula. En ese cuento le agradezco a Paula por ser la primera persona en llorar públicamente el aplastamiento que sufrimos a manos de los senadores el 8 de agosto, cuando pisotearon nuestra demanda impostergable de que el aborto fuera legal en Argentina… Al contar, ese día, que su llanto fue lo que me permitió derramar la primera lágrima cuando aún nadie se animaba, con pulsión negadora, a asumir ese duelo, me eché a llorar en público una vez más. Pero no me importó, pues estaba entre amigas. 
Ahora pienso que en todas esas ocasiones en que lloré en público estaba contando algo. Pero hubo una vez en que no estaba contando nada, y fue la vez en que me mandé un verdadero espectáculo del llanto. Fue la semana después del 8A, cuando fuimos a la Casa de la Provincia de Buenos Aires, el día en que murió la primera mujer por aborto luego de que el Senado aplastara la ley. Fui dispuesta al llanto, dispuesta a encontrarme con Paula para llorar en sus brazos por todo lo que implicaba para mí haber perdido esa ley, pero ella no estaba. Estaban otras amigas, y apenas las saludé, cuando me preguntaron cómo estaba, empecé a llorar. Y como el llanto me insumiría toda la energía del cuerpo, me tiré al piso. Mi última feminidad, si tal cosa existe, se diluyó en ese llanto, corriendo como un río por el asfalto de la avenida Callao. Recuerdo que miré mi ropa: mi jean, mi pulóver color claro, un tapado blanco, diciéndoles adiós, como si sacara una foto mental de mi último día con ropa de mujer. Lloré por los atropellos que sufrí como mujer, porque mis padres me descuidaron, porque mi madre me tuvo de sirvienta doméstica, por el abuso que sufrí por parte de mi hermano y del que nadie se hizo cargo.
No es, como dijo la ministra Patricia Bullrich respecto del asesinato de Santiago Maldonado, apropiándose de nuestras categorías, que la verdad le gane al relato… No es así, nunca es así. Lo que gana es la memoria, y vayas donde vayas, la encontrarás: es lo único que tenemos y es lo que nadie puede robar ni reprimir. En mi cuerpo estaba la memoria, pero el relato aún no se había formado. Fue un mes después, el 10 de septiembre, que me cayó la ficha completa de lo que me estaba pasando: al transicionar, al asumir un aspecto de varón, corría el riesgo de poner en mi propia cara la cara de mi hermano. Entender eso hizo que la historia del abuso asumiera por fin el lugar que le cabía en mi vida. Ya no era el hecho fundante que me constituía en víctima del patriarcado: era una violencia que me había estado impidiendo un encuentro con mi identidad, pero ya no más. 
Colocar el relato de la violencia en una cadena de sentido que se abre al futuro y que sea posible de reproducir: he aquí la dificultad para les que arañamos en la piedra de la memoria intentando darle forma, hacerla lenguaje. Un mes después, en el Encuentro de Docentes Trans pude contar esta historia completa sin llorar. Allí recibí un inmenso abrazo colectivo, un abrazo con el que se cerraba un largo ciclo de soledad.
Ahora entiendo por qué lloraba en público tan cómodamente, ahora entiendo también por qué escribo: porque escribir es romper la clandestinidad. Lloraba en público porque siempre me sentí protegida en público. En los escenarios, en la cálida luz, rodeada de personas cálidas, nada podía pasarme. Muchísimas veces escribí especialmente para instancias públicas, y cada vez que me invitaban a una lectura, me sorprendía por exigirme escribir un texto nuevo. Quería mostrar mi estado de la cuestión, intentaba desplegar la voz, hilar la memoria. Porque eso es lo cierto.
 Escribo ahora al día siguiente de la fiesta. Este es un cuento escrito a los tirones, antes y después de una fiesta en la que bailé por doce horas al ritmo de la música electrónica pensando intensamente en todo esto, disfrutando también de mirar a la chica que me gusta. ¿Pues qué sería de mi vida sin una historia de amor? Ya no puedo ocultar que esto es lo que quería contar, y desde el principio dudé que pudiera engarzar esta historia en el curso del relato, porque que me guste una chica no tiene nada de especial… ya me han gustado muchas y cuántas más me gustarán… Pero aunque ya le declaré que me parece linda y la invité a tomar algo, y ella me dijo que no, porque tiene novia, aunque eso generó un quiebre en mi orgullo y un poco de alivio también, porque no tengo ganas de enamorarme, yo no sería capaz, por honestidad conmigo misma, de negar mis sentimientos hacia ella y no contarlos aquí, porque además intuyo que la intensidad con que me gusta puedo narrarla de otra manera a causa de estar atravesando el cierre de una etapa de mi vida. 
Negar a Mar (así se llama ella, para qué ocultarlo, en este tren de exposición absoluta) sería deshonesto. Me niego a desecharla porque ella no gusta de mí, eso sería hacer exactamente lo contrario a lo que predico. Ayer fui a la fiesta con buen ánimo, el ánimo de ver a Mar, de disfrutar su belleza y su música. Mar, que tiene novia, y con quien chateé hace unas semanas para invitarla a una cerveza y me dijo que no, porque tiene novia, y con quien de hecho nos reímos un poco de la situación en el chat, pasó muy buena música y no me prestó nada de atención. De vez en cuando yo la miraba y pensaba en este cuento, y pensaba: ¿cómo cuento esto? Lo quiero contar. Y no voy a empezar a quejarme de que me enamoro intensamente de cualquier piba sin siquiera conocerla, solo porque me gusta ver en ella algo un tanto retorcido (Mar es zurda como yo); tampoco voy a cometer el papelón de hablar de este tema enfrente de un montón de personas que no conozco, algunas de las cuales pueden ir a contarle a Mar que yo dije que anoche seguía dispuesta a proyectar mi mirada deseante sobre su cara; tampoco quiero volverla un objeto, simple materia de un cuento; pero al mismo tiempo me decía: no. No es así. 
Sí, esta es la última vez que hablo de querer a Mar, porque, por suerte, me inclino a gustar de la gente que también gusta de mí, pero necesito hablar de esto que me pasó con ella, de algo importante que aprendí mientras la miraba. Necesito pensarlo en esta parte del cuento donde intento reivindicar mi derecho a amar. Al contarla, me distancio, y al mismo tiempo me aferro a ella… Intento explicar, de alguna manera, que lo pasado también puede ser presente con igual intensidad que lo posible. 
Con palabras parezco distanciarme del deseo, mientras que lo que quiero es mostrar, como un lingote de oro, la belleza de este dato: al comenzar su set, Mar se inclinaba sobre la consola y hacía muecas raras cada vez que algo sonaba mal. Subrayo mentalmente esta importante oración, porque es la única oración de este cuento donde se narra y se describe una acción, en el marco de una literatura cargada de ideas. Pero es una acción que a mí me conmovió profundamente. Más allá del porro que me había fumado, yo me agarraba la cabeza. No puedo estar acá bailando y mirando descaradamente a alguien que ya sé que no me da bola. Pero puedo. Puedo, me decía. Puedo tener esta cara de freak mientras la miro, estar bailando y, además, estar pensando en todo esto. Sí, soy una freak, y el hecho de saberlo no me resta ese carácter. ¿Qué puedo hacer? Disfrutar esta música, disfrutar que estoy viva, y si me tengo que hundir en la tristeza, hundirme con todo.
Así, bailamos hasta las seis, y luego fuimos a una casa a seguir bailando. Veré a Mar en un contexto más íntimo, pensé, hasta quizás pueda escuchar su voz o su risa. Es increíble que me exponga a contar algo que pasó hace tan solo una noche. Pero como dije, no tengo cara. Esa es la ventaja, ese es el deber que asumo, en realidad, junto con les que no tenemos nada que perder y mucho por ganar luego de haber sobrevivido: el de representar un riesgo permanente para las convenciones sociales del statu quo neoliberal y heterocispatriarcal. ¡Ah! Mi cara no vale nada, es cierto. Puedo jugarla en cualquier momento y lugar. Por eso tengo pocos gestos, gestos raros, lo sé. Siempre me acusaron de ser seria, pero ese comentario ya no me provoca dolor. Tengo la cara dura, sí, tan dura como la de un prócer en una moneda. Pero a cambio de esta cara dura y devaluada, tengo la ventaja de poder contar las cosas así: gratuitamente.
Fuimos a ese after, y por un rato no encajé, cuando casi todas se besaban y yo no estaba de ánimo, y yo era un monumento al amor no correspondido. Pero a pesar de todo, disfruté de bailar y amar profundamente la vida y la luz del sol de amanecer. Porque una hilacha no deja de ser un hilo, y algo bueno saldrá de todo esto, pensaba; y en un diálogo demencial me preguntaba: ¿no podés aceptar que una chica que te guste no te dé bola, no podés quedarte tranquila un minuto, ya querés capitalizar esto y darle un significado en tu vida, convertirlo en un texto? No, no, no es así, me respondía. No tengo paz, me respondía. No tengo paz, y no puedo tenerla. Tendré paz el día que esté muerta, y hasta el último minuto de mi vida me atravesará la inquietud de romper con las palabras la clandestinidad. Porque, como dijo Walsh, el verdadero cementerio es la memoria.
  Leído en Casa Brandon, octubre 2018
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