#De Adentro Pa Fuera Tour
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¡Fuera de serie! Concierto de Camilo en Panamá
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#Camilo#Camilo en Panamá#Concierto Camilo#De Adentro Pa Fuera Tour#Evaluna#Eventos#La Tribu#Música#Panamá
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Qué difícil superar la emoción de estas dos noches que vivimos con Camilo.En su llegada a Uruguay, #LaTribu lo recibió con mucho cariño y entusiasmo. El artista respondió con su dulzura y empatía características, enamorando a la audiencia.
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La Casa Hintermann
Fran abrió sus ojos y el sol le quemó la vista. Había estado tendido en el suelo por más tiempo del que pudiera calcular. Se sentó ahí mismo en el pasto y esperó a que sus pupilas se ajustaran luego del golpe de luz. Una sombra lo cubrió de frente y él alzó la vista.
—Finalmente te has dignado a aparecer —dijo a la figura de metro y medio parada frente a él —. Si seguía tendido así, las hormigas se habrían convencido de agregarme a sus reservas para el invierno.
Fran se quedó esperando a que su amigo le respondiera de la manera habitual, pero José no dijo nada. Se sentó a su lado largando un fuerte suspiro. Con sus dedos enrollaba hebras de pasto y las arrancaba.
Por fin dijo—: Vos decías eso de las hormigas y yo te respondía algo como...
“—…las hormigas no tienen tan mal gusto” —dijeron al mismo tiempo.
—Y vos —continuó Fran—, te llevabas esos pastos a la boca, como ahora, y yo te decía...
—…sos un asco —dijo José, terminando la oración de su amigo, mientras le dirigía una mirada amarga a la hierba en sus manos.
El sol primaveral comenzó a esconderse tras unas nubes que anunciaban lluvia. Pero, como suele suceder, probablemente se limitarían a suspenderse en el cielo con el único propósito de robarle el protagonismo al astro mayor, y retendrían el agua para darle al pueblo Salteño una húmeda sorpresa días más tarde.
—Ahora sí que se ha puesto lindo —dijo Fran—. Si tenía que pasar un minuto más bajo el rayazo del sol, teniendo en cuenta que has tardado más de lo acostumbrado en volver a salir para atender a tu amigo, se me habría cocinado el cerebro.
José se puso nuevamente de pie, dio media vuelta, y se dirigió al patio trasero de su casa sin decir una palabra.
Odio que haga eso, pensó Fran. —Te sigo — dijo. Se puso de pie emitiendo un quejido de fiaca, se sacudió los pantalones, y lo siguió.
El patio era inmenso, como es típico de las casas de un barrio privado como Belle Vue (bella vista en francés). Pero llamar simplemente patio, a este en particular, era una subestimación y un desmerecimiento. Ese lugar era un auténtico parque. Además, la madre de José participaba de una competencia vecinal anual de jardines, y el suyo era digno de un tour pago. Nada de voluntades tacañas, debería cobrarse una cifra seria. Lo único negativo de tan bello jardín era que frustraba los sueños de José de poder armar su soñada canchita de futbol. Y, a decir verdad, frustraba cualquier intento de actividad recreativa en su suelo. Sin embargo, fuera de los límites de Belle Vue, San Lorenzo es un parque de recreación en sí mismo, y los lugares para la aventura sobran en “la villa veraniega”.
Fran siguió a José hasta un invernadero casero, donde lo vio ingresar. El lugar cumplía la función de vivero por un lado y de taller por el otro. Había mesadas armadas con tablones caballetes, sobre las cuales había masetas, arreglos florales y plantas de diversos tipos. En el lugar, también había pilas de bolsones de tierra negra, desmalezadoras y cortadoras de césped, palas, picos y rastrillos. Hacia el fondo del invernadero, colgada sobre una pared de concreto, había una gran tabla cuadrara de madera prensada. Sobre ella había todo tipo de herramientas para carpintería y trabajos con hierro. Contra la misma pared, había una mesa de trabajo y, sobre ella, un carro a rulemanes a medio terminar. A diferencia de otros más comunes, este carro no consistía de una tabla angosta y recta sino ancha y curva, con bordes a los costados que sobresalían de forma parabólica y hacia arriba, lo que permitiría un agarre medianamente seguro para quién lo montara. También contaba con dos asientos de madera forrados con símil cuero, y algún relleno que les daba un aspecto inflado y acolchonado.
José ya estaba sentado en un taburete de madera, colocando la primera de cuatro ruedas.
—¿Es lo que creo que es? —dijo Fran arrimándose a la mesa —. ¿Un karting? ¡Podemos terminarlo ahora y salir a probarlo!
—Mi buen amigo Fran —dijo José —, esto ha llevado su tiempo, pero finalmente creo que hoy va a quedar listo. He tenido muchas idas y venidas con este proyecto. Ha sido bastante difícil... y lo sigue siendo. La verdad que me he visto superado en varias ocasiones. Pero nada va a cambiarme los planes hoy.
—Veo que le has dedicado mucho —dijo Fran —. Se nota el esfuerzo.
Estaba encantado con los colores que José había elegido para el karting (Fran lo llamaba así). Si lo hubiera hecho yo habría elegido exactamente los mismos colores y habría hecho el mismo diseño, solo que habría pintado el karting al último, una vez ensambladas todas sus partes y no al rev��s como lo hizo José, pensó, aunque decidió guardarse el comentario y darle una mano en cambio. Anticipó que su amigo necesitaría la llave francesa y se dispuso a tomarla de la tabla de madera prensada. Cuando estuvo a punto de tocarla, esta se soltó del clavo que la sostenía, aterrizó con estrépito sobre la mesa de trabajo y cayó al suelo. Se produjo un ruido tal, que José se fue de bruces al piso.
—¡Mierda! —dijo, llevándose la mano al pecho. Su respiración repentinamente agitada.
—Eh... tranquilo che —dijo Fran —. Es solo una herramienta, te prometo que no voy a dejar que te haga nada.
José se dedicó una risa nerviosa de auto burla.
—Seguro que ahora estás riéndote de mí, ¿no Fran?
— ¡Cómo me conoces! En realidad quería esperar a que se te pasara el malestar para reírme de vos, pero no puedo mentirte, ¡por dentro me estoy muriendo!
Hubo un silencio por una fracción de segundo, y luego ambos niños rompieron a reír rodando en el suelo con las manos en el estómago.
Afuera, un viento suave zarandeaba los árboles y los rayos de sol que pasaban a través de ellos bailaban con las sombras. En el invernadero se produjo un leve chirrido cuando alguien abrió una puerta hecha con madera y plástico.
—¿Dónde está el fantasma hijo? —se escuchó la voz de don Ramírez desde la entrada.
—No sé papá, pero me quiso atacar con tu llave francesa —respondió José divertido, señalando la herramienta a los pies de Fran.
—Creo que al fantasma ya lo espantó, señor —dijo Fran.
Don Ramírez, que había estado con medio cuerpo adentro y medio cuerpo afuera, ingresó al invernadero.
—Vengo para llevarle una de las bolsas de tierra a tu madre.
José se puso de pie y se sacudió las manos.
—¿Necesitas ayuda, pa?
—No hijo, quedáte tranquilo que yo puedo. Seguí con lo tuyo que te está quedando bárbaro. La verdad que es un muy lindo gesto. —Hizo un movimiento con la cabeza hacia el carro a rulemanes y le dedicó a su hijo un guiño y una sonrisa. —Me voy, pero estoy cerca por si más herramientas quieren golpearte. Cualquier cosa, grita.
—¡Salí de aquí, no molestes! —le gritó José con humor, mientras levantaba la llave francesa para simular arrojársela a su padre por la cabeza.
—¡Le vamos a hacer saber si vuelve el fantasma, señor! —gritó Fran —. Tráigase una aspiradora, o algo así, por las dudas.
Pasó una hora de arduo trabajo de parte de José, y de arduas indicaciones de parte de Fran. José dio un fuerte ajuste a una última tuerca y dejó caer la llave francesa a un costado del carro largando un suspiro. El proyecto finalmente había concluido. Ambos dieron unos pasos hacia atrás para contemplar al flamante carro que se posaba glorioso sobre la mesa de trabajo.
—Explicáme una cosa, José —dijo Fran —. ¿Qué quiso decir tu papá con “lindo gesto”?
—Espero que te guste amigo —dijo José sin apartar la vista de su obra de arte —. Traté de tener en cuenta cada detalle para asegurarme de que fuera tal como lo querrías.
Fran lo miró incrédulo y por un rato no pudo emitir una palabra. Se acercó al carro y lo examinó con sumo cuidado. Posó sus ojos sobre las ruedas. Eran grandes comparadas a otros ejemplares, y tenían cubiertas de goma. Una excelente mejora, pensó. Quiso sentir con sus palmas la madera lijada pero percibió el leve olor a pintura nueva que todavía flotaba en el aire y no lo hizo por temor a que aún estuviera fresca. En cambio, saboreó los colores con la mirada y no encontró en su imaginación una mejor forma de combinarlos.
—Es perfecto —dijo.
Sentía un profundo y renovado afecto hacia su amigo que le había dedicado un regalo tan espontáneo y desinteresado como este. Lo tomó por sorpresa porque era la primera vez que le mostraban un gesto tan especial. Ya no podía aguantar la ansiedad. Quería montarlo y rodar a donde lo llevara el viento. Por un instante estuvo a punto de tomarlo y lanzarse a la carrera, pero se detuvo antes de poder hacerlo. Un escalofrío le recorrió la espalda y una sensación de vértigo lo invadió. Retrajo sus manos al sentirse repentinamente incapaz de poder dominar el karting. Como si controlarlo estuviera más allá de su alcance. Como si los roles pudieran invertirse y fuera el karting el que lo controlara a él, y tuviera que resignarse y dejarse llevar a donde fuera que este lo llevara.
Fran sintió una mezcla de sensaciones y entre ellas dominaba el miedo, pero también se sintió un poco tonto. Aun así, no ignoraría por completo sus instintos y postergaría sus ganas de montar el karting hasta que su amigo hiciera oficial la entrega del regalo. Quizá, al serle otorgada la posesión del objeto, también le fuera cedida, por una especie de ley cósmica, la autoridad y dominio de la que sentía carecer en ese momento.
—Ahora, a llevarlo a La Ripiosa —dijo José—. Ya puedo...
—Me leíste la mente —anunció Fran.
—… vernos... — José hizo una pausa y luego concluyó como para sí mismo—: ...rodando a toda velocidad como dos tontos suicidas.
—Como acostumbramos —agregó Fran.
La Ripiosa no era una calle, como dice el nombre con que la bautizaron, de ripio propiamente dicho, sino más bien de tierra, y no de la negra que se usa para las plantas. Su nombre original es Solá, y se encuentra en una zona sin vecinos que puedan llegar a sentirse molestados por niños que juegan con la velocidad proporcionada tanto por la inclinación del terreno como por la falta de cordura.
Salieron del invernadero y llevaron el carro (lo llevó José porque Fran aún no se animaba a echarle mano) hasta donde estaban apostadas las bicicletas de la familia. Fran fue hasta la suya. La había dejado apoyada en el buzón de la entrada y todavía podía verla desde donde se encontraba, ya que el portón eléctrico estaba abierto. No había en él la más mínima preocupación de que se la fueran a robar. Simplemente, eso nunca le pareció una posibilidad.
José ató el carro a su bicicleta con una cuerda de esparto y caminó hacia la salida. Fran lo estaba esperando, ya subido a su transporte.
—¿Listo? —preguntó a José.
Su amigo se preparó dando un suspiro y dirigiendo la mirada hacia el final de la calle que era una larga y sinuosa pendiente.
—Listo —dijo —. Nunca creí que lo estaría para dar otra visita a ese lugar. Pero aquí vamos.
Comenzó a pedalear.
—Pero que declaración tan solemne. Casi como un veterano que vuelve a la guerra —dijo Fran, burlándose de José que se alejaba—. ¡Ey! ¡No me dejes atrás! ¡Esperáme!
Fran salió tras su amigo y se le adelantó a gran velocidad. Podía ir rápido porque no era él quien llevaba el karting. El viento que lo escoltaba rozó a José y este se estremeció. Cerró los ojos mientras lo envolvía el escalofrío y al abrirlos redujo un poco más la marcha. Volteó para asegurarse de que el carro seguía allí. Lo estaba.
Rodando a toda velocidad como dos tontos suicidas, pensó, —como acostumbramos —dijo.
Llegaron al final de la bajada, salieron de Belle Vue, y continuaron el descenso por la Avenida Juan Carlos Dávalos. Pasaron el Castillo de San Lorenzo y en cuestión de minutos se aproximaron al cruce con Joaquín V. González. A José se le había dificultado mucho hacer todo es tramo porque el carro que venía atado a su bicicleta se movía y le entorpecía el manejo. Fran, más liberado, iba y venía por la avenida, que a esa hora era transitada poco y nada. Se adelantaba a su amigo, y luego volvía a donde él estaba, lo rodeaba haciendo algún comentario burlesco y luego ascendía por la Dávalos para volver a descender a todo trapo.
Cuando Fran estaba haciendo una de sus caídas en picada, José dobló en el cruce con Joaquín V. González y, sin dar ningún aviso descendió de su bicicleta. Fran coleó para ingresar al cruce y se topó con José. Creyó por una fracción de segundo que lo arrollaría, pero se detuvo antes de siquiera tomar conciencia de que había accionado ambos frenos.
—¿Qué pasó? ¿Por qué nos paramos? —dijo un tanto molesto —. Sabes que si querés ser atropellado podes esperar uno de esos colectivos. Seguro el chofer te lleva puesto pensado que se tragó un lomo de burro. En cuanto a mí, podría ayudarte dándote un empujón si sentís que te acobardás a último momento, pero no pretendas que te mate con una rodado veintiuno. Eso llevaría varias pasadas y me estropearía las llantas. Y seguro me llevaría varios golpes gratis. ¡No, gracias!
—Hmmm... En esta parte ya se termina el asfalto —dijo José —. Va a ser mejor caminar desde aquí para no estropear el carro. Este suelo lo va a sacudir mucho y se va a llenar de tierra y rayones. Además, me canse de pedalear tan incómodo. Y ¿para qué apurarse? No es que tenga que estar en ningún lado.
—Para aprovechar el tiempo al máximo, por ejemplo —dijo Fran que caminaba atrás de su amigo.
Venía observando el comportamiento del karting sobre ese terreno irregular, y le fascinaba lo que esas nuevas y mejoradas ruedas lograban. El karting se sacudía, pero no se comparaba con aquellos con ruedas pequeñas. Este rebotaba con delicadeza, casi como si tuviera un sistema de suspensión. La resistencia del terreno era mínima, lo que permitiría alcanzar velocidades mayores. La ansiedad lo superaba. Quería que José finalmente le diera su regalo. Que le otorgara el poder que necesitaría para domar esa bestia. Que le cediera los honores de bautizarla con su primera picada.
La calle Joaquín V. González terminaba en una curva y cambiaba su nombre a Solá, La Ripiosa. Una calle desprovista de civilización y poblada por la naturaleza. Cuando José comenzaba a girar hacia la izquierda, vio que había movimiento en medio del monte, y escuchó un creciente coro de gruñidos. Antes de poder reaccionar, una jauría le salió al encuentro y lo asustó de tal modo que tuvo que sujetarse del manubrio para no caerse. Rápidamente, giró sobre sí mismo y se colocó del otro lado de la bicicleta para escudarse y mantenerse lejos de las fauces de un grupo de perros embravecidos. Fran imitó a su amigo y con la vista buscaba un palo con el que pudiera alejarlos. Nada. Esa calle, en ese momento, era un terreno de inútiles y minúsculas piedritas. De usar cualquiera de ellas como proyectiles, suponiendo que la puntería no le fallara (y le fallaría ¿por qué no? La vida es una bromista), solo lograría echarse la jauría encima. Bajo uno de sus pies sintió un bulto. Al mirar vio una piedra de buen tamaño empotrada en el suelo. Intentó sacarla.
—¡Fuera! —gritaba José golpeando el suelo con la rueda delantera de la bicicleta para marcar su imperativa —. ¡Chss! ¡Fuera perros basura!
Mientras tanto Fran seguía tratando de extraer la piedra del suelo, sin éxito. José intentaba espantar a los perros que, a todo esto, habían convertido el lugar a cielo abierto en una cámara de tortura de ladridos ensordecedores. Entonces un silbido emergió del monte y en cuestión de segundos reinó el silencio. Fran alzó la vista y abandonó la piedra, y José se mantuvo quieto en su lugar. Los perros volvieron los hocicos en dirección a donde se había producido el silbido, que era de donde habían emergido ellos al principio. Cada can movía el rabo como mascota que se prepara para recibir a su amo.
Hubo un momento de ruido de plantas rozándose, y del monte surgió una mujer vagabunda. La figura le recordó a José a un demonio que había visto en una película de terror. La criatura, en las escenas iniciales, había adoptado la forma de un espantapájaros en un maizal para engañar a los granjeros dueños de la propiedad y comérselos. Lo que José estaba viendo, no era tanto la mujer vagabunda, sino el demonio espantapájaros. Y apartó la vista.
La mujer se acercó, y sus perros empezaron a comportarse de diversas formas. Algunos gruñían, otros largaban ladridos espontáneos, mientras sacudían sus rabos, otros lamían las manos de su ama, y otros iban y venían, midiendo la distancia entre ellos y los dos pequeños extraños. El aire comenzó a enviciarse con un olor concentrado que revelaba una falta de higiene de más tiempo del que José o Fran podrían aventurarse a calcular. Fran se puso al lado de su amigo cubriéndose la nariz.
—Es ella — dijo—, la Loca de los Perros. ¿Qué hace por aquí? Creí que vivía más para el lado de Las Costas.
La mujer le dirigió una mirada fulminante y sus perros, sintiendo el enojo de su ama, rompieron en ladridos con una renovada rabia. Fran y José se sacudieron del susto. La mujer calló a sus mascotas y estas cesaron sus protestas.
—Mis bebés no están contentos con tu compañía— dijo con voz ronca —. Los pone mal. Y si ellos están mal, yo me pongo mal.
José había vuelto a mirar a la mujer, sorprendido al descubrir que podía hablar. La observaba mientras ella le decía esas cosas alternando la mirada con perturbación. Ahora la mujer le parecía una niña enojada que había crecido demasiado rápido, no por su apariencia sino por su modo de hablar. De todas formas, niña o vieja, José estaba temblando. La adrenalina recorría sus extremidades, urgiéndolo a correr sacando chispas, pero sin embargo no se sentía capaz de hacerlo.
—No les gusta tu compañía —repitió la mujer que hablaba en un tono que solo era audible por el silencio del lugar—. ¡Fuera de aquí!
Fran quiso hablar pero se detuvo al sentir que los perros comenzaban a gruñirle. José los miró confundido y, a diferencia de Fran que calló por el miedo, él abrió la boca.
—Perdón... se... señora. No he querido mo... molestarla a usted, ni a sus pe... sus bebés. —Se aclaró la garganta y apuntó en dirección a la calles Solá —Estaba pasando por aquí, pero ya me iba en esa dirección.
—La Casa Hintermann... —dijo la mujer, sin molestarse en mirar a dónde se refería José.
—No sé de qué casa dice usted, señora —respondió José —, pero le prometo que si es donde usted vive, no se la va a molestar. — Besó su dedo índice mientras hacia una cruz en sus labios. Señal popular para asegurar que lo que se decía era cierto. —Se lo juro.
—Cómo se te ocurre —dijo la mujer con cara de espanto —. Esa no es mi casa. Esa casa no puede ser habitada por nadie. ¡Ni siquiera deberían merodear por ahí! Cualquiera que anda por sus pasillos, por sus galerías, por su mismísima entrada, aún fuera de sus límites, aunque lo haga sólo, lo hace acompañado.
Fran, pensando en voz alta, dijo —: es la Casa Hintermann. La de los europeos… y ese jardinero. El que se cansó de los maltratos de su matrona y la asesinó. Y que también mató a su patrón porque no quería dejar testigos... los encontraron varios días después.
—Perdón señora —dijo José—, no quise...
—Alejáte de aquí —lo interrumpió la mujer—. Esa casa se traga a sus visitantes.
—De todas formas —continuó José—, no es eso lo que yo...
—¡ALÉJENSE DE MI! —dijo la mujer con voz histérica. Volvió sobre sí, y se perdió en el monte del que había salido. Sus perros reanudaron sus ladridos y se fueron tras su ama.
José y Fran los siguieron con la mirada hasta que los perdieron de vista. Un viento fresco comenzó a alzarse y el monte se inquietó. Los árboles reinantes se mecían y el séquito de plantas en derredor imitaba la danza al son de la brisa.
—Eso ha estado muuuy raro —dijo José después de unos segundos.
Fran lo acompañó en el sentimiento y agregó —:¡Esta chiflada ha llevado el concepto de locura a otro nivel!
Otro escalofrío recorrió la espalda de José, y este dirigió la mirada a donde estaba Fran.
—Ya puedo pensar en toda clase de comentarios insensibles de tu parte amigo, pero por alguna razón no encuentro las fuerzas para reírme.
—Lamento contradecirte —dijo Fran—, pero esta vez me agarras sin comentarios. Es una sorpresa para mí también. Esta chiflada me dejó sin palabras, y con un julepe que ni te cuento. Pensé que no saldríamos bien de esta. ¿Que no les gustaba tu compañía? ¡Como si alguien quisiera andar a la par de esos caschis rabiosos! ¡Están tan chiflados como ella! Ojalá hubiera podido decírselo en la cara, pero esos perros la tenían conmigo y no me dejaban ni respirar. Igual, no hubiera valido la pena hacerme morder por darme el gusto de insultarla. Habría podido denunciarla y hacer que le sacrifiquen los perros, pero yo también hubiera tenido mi propia cita con la aguja cuando me pusieran la antirrábica. Repito, no vale la pena. No, gracias. —José comenzó a ascender por la polvorienta Ripiosa mientras Fran terminaba de hablar. Este lo siguió por detrás, protestando. —Odio cuando hace eso.
—No les gustaba mi compañía —dijo José—. Qué comentario más raro viniendo de alguien como ella. Y no es que yo ande con compañías indeseables.
—¿Crees que se refería a mí? —dijo Fran —. No se me había ocurrido. Ahora que lo pienso, tiene sentido. Como dije antes, la tenían conmigo.
—“Aléjense de mí“ —dijo José —¿Le hablaba a sus perros o qué?
La luz de la tarde apagó su brillo y los colores que la teñían se atenuaron a medida que unas nubes negras cubrían el cielo. De esa densa masa de algodón manchado suspendida en el aire, salió un pesado y ronco quejido mientras destellos de electricidad parpadeaban en su interior. Fran y José alzaron la vista y apresuraron el paso. Ambos iban observando sendos costados de la calle, atentos para no ser sorprendidos (y humillados) una segunda vez, por otro grupo de perros chiflados.
José notó, de manera repentina, el canto ensordecedor y envolvente de miles de coyuyos que en dulce poesía animaban a la tímida lluvia a hacer acto de presencia. Si habían estado precediendo el ritual todo ese tiempo o si habían dado comienzo al coro aguacero cuando lo notó, no podría decirlo con seguridad. Un trueno embravecido tomó la palabra y, cual general en la batalla, dio la orden tras la cuál millones de gotas descendieron en batallones a una tierra con la guardia baja en mitad de su siesta. Las pesadas gotas comenzaron a azotar el suelo y la tierra oscureció su semblante, lentamente convirtiéndose en barro.
José y Fran aceleraron el paso tanto como pudieron o, más bien, como se los permitía la pendiente que ascendían. José decidió volver a montar la bicicleta y Fran lo imitó. Con las cabezas gachas y toda la concentración puesta en dirigir la fuerza a las piernas, comenzaron el ascenso a pedales. Las ruedas patinaron varias veces, ariscas sobre un terreno humedecido, y el esfuerzo se redoblaba cada vez. El carro rebotaba en el terreno irregular pegando brincos de equino salvaje. Fran no parecía sufrir la subida, y pronto pasó a José dejándolo atrás.
— ¡Vamos che! —se mofó—. Mire que tiene talento para la carpintería pero para esto tá lento mi amigo, ¿eh? —En ese mismo momento supo que era un pésimo juego de palabras, pero no le importó. Si no hacía el chiste ahora, quién sabe cuánto tendría que esperar para poder hacerlo de nuevo. De todas formas, José no hizo comentarios. Ya estaba renegando con una pendiente mala como para amargarse por un chiste peor. —Me voy adelantado para ver donde nos podemos proteger del agua.
Al volver la vista hacia adelante (porque había estado mirando para atrás desde que se adelantó a su amigo) cayó en la cuenta de que se había desviado hacia el costado de la calle. Fue entonces cuando vio una enorme piedra blanca delante de él. Maniobró de manera brusca para no chocar y salir volando. De repente, se vio invadido por una sensación desagradable que se debatía entre un miedo inmensurable e impotencia. Volvió a sentirse pequeño y vulnerable como cuando estuvo a punto de montar el karting en el invernadero de los padres de José. Por una cuestión de segundos tarde, por una cuestión de reacción lenta o la falta de ella, por cuestión de un giro humorístico del argumento de la vida, y esa piedra pintada de blanco se hubiera convertido en el juez que habría dictado su sentencia de muerte.
Con el calor de la adrenalina en el rostro y el agua de lluvia que bañaba la expresión de terror, Fran siguió avanzando y llegó hasta un portón de hierro abierto. El clima estaba empeorando. El viento comenzó a correr con violencia. Las ramas de un Ceibo a la entrada de la Casa Hintermann alcanzaban a golpear el portón y este emitía un ruido opaco los engastes oxidados protestaban con voz aguda y cortante. Fran miró hacia adentro. Más allá del portón quejumbroso, pero la maleza le bloqueaba la vista, de modo que no llegaba a divisar con claridad lo que se encontraba del otro lado. Miró a su amigo su venía a unos cincuenta metros, y volvió a mirar hacia la casa. Le pareció ver que algo se movía. Pensó que se trataba la chiflada de los perros. ¿Nos habrá seguido hasta aquí a hurtadillas? Imposible. Sus locuras sobre esta casa fueron bastante claras. Este sería el último lugar donde uno se cruzaría con esa loca.
José alzó la vista y vio la piedra pintada de blanco. Un halo de tristeza atravesó su rostro. La siguió con la mirada mientras comenzaba a detenerse. Fran gritó desde la entrada de la Casa Hintermann.
—¡No te quedes ahí parado!
José dio un suspiro de sorpresa. La cabeza le flotaba como si hubiera vuelto de un sueño pesado. De una pesadilla. Y miró en la misma dirección que procedía la voz de su amigo. Y lo vio. Ahí parado a la puerta de entrada de la Casa Hintermann. Una bola de granizo le golpeó la mano. A penas lo notó. ¿Fran? Otra más volvió a golpearlo, esta vez en la cabeza. Ahora lo notó más y se llevó la mano golpeada a la zona de dolor bajo su cabello.
Fran comenzó a sentir que el granizo castigaba la tierra y puso las manos sobre su cabeza para cubrirse. Dirigió una última mirada a su amigo que acababa de ser aparentemente golpeado por una bola de hielo.
—¡Te espero adentro! —le gritó. Salió corriendo, olvidándose por completo de su bicicleta. ¿Por qué no bajé a ayudarlo?
José volvió a mirar a donde había visto a Fran y él ya no estaba ahí.
—¿Fran? —Volvió a pedalear, dirigiéndose a la Casa Hintermann. Lo hizo con fuerza. Comenzó a sentir que el dolor punzante en la mano y en la cabeza cedían. Las ruedas patinaban y el carro rebotaba. Más piedras de hielo lo golpearon en la espalda y los brazos, pero no le importó. Tenía que llegar a la casa. Tenía que llegar a su amigo. Creer por la corroboración de sus sentidos.
Llegó. Clavó los frenos y descendió. Fran lo escuchó desde la galería donde se refugiaba, y también podía verlo a duras penas. Le gritó que se apresurara. José soltó otro suspiro de sorpresa y miró más allá del portón pero solo encontró plantas. Cientos de ellas que le obstruían la visión. Acercó un poco la bicicleta al portón de hierro oxidado que se encontraba abierto. El granizo ya no lo alcanzaba directamente porque sobre él había un gran Ceibo que lo cubría. Pero el árbol no impedía que siguiera mojándose. Dirigió otra mirada desconfiada más allá del portón y le pareció ver que alguien lo llamaba desde una galería, haciéndole gestos con el brazo para que entrara.
— ¿Fran? —dijo para sí dando un paso hacia el portón.
Sintió resistencia. Miró hacia atrás y vio que el carro estaba trabado en lo parecía una rama suelta en el suelo. Luego se dio cuenta de que se trataba de una gruesa raíz. Decidió dar un tirón a la bicicleta para que la cuerda de esparto se tensara e hiciera que el carro rodara por encima de la raíz que le impedía el paso. Fue un error. Muy tonto. Y José no llegó a verlo hasta que fue demasiado tarde. La bicicleta se le vino encima. La cuerda de esparto no se cortó, se desató. Pero el nudo que José había hecho en el jardín de su casa no había sido defectuoso ni descuidado. Era un buen nudo. Pero se soltó. ¿Por qué no? La vida es una bromista. El carro comenzó a desplomarse por La Ripiosa. Al principio rodó con gracia, luego comenzó a rebotar, cada segundo con más violencia. Ahora bajaba la pendiente dando saltos de equino salvaje que acaba de deshacerse de su domador. Finalmente se estrelló contra la piedra pintada de blanco. El golpe fue tal que las tablas volaron por los aires y las ruedas se perdieron rodando hacia la densa naturaleza. La pintura blanca de la piedra ahora tenis rayones con los colores del carro donde éste la había golpeado. José se quedó tendido en el suelo donde la bicicleta lo había hecho caer. Tenía una expresión incierta en el rostro, con el entrecejo tenso y su boca inexpresiva. Sus ojos no guardaban ninguna emoción. Si alguien lo hubiera visto en otro momento con la misma mirada, habría pensado que José estaría perdido en sus pensamientos. Tal vez decidiéndose a declarar su amor de preadolescente a la chica que le quitaba el sueño. O quizá, recordando con pena alguna cosa importante que olvidó hacer y que ahora tendría que justificar. A lo mejor era la mirada de alguien que toma una decisión y que sabe que puede traerle problemas. Pero su mirada, ahora, no hablaba de amor, ni pena, ni riesgo. No había emoción. Había dolor. Dolor que vuelve a visitar. Un dolor familiar de una herida que había aparentado cicatrizar. Veía el carro destrozado, pero miraba más allá. Como a través de una ventana de recuerdos que no se puede cerrar. Sus párpados se cerraron lentamente y se abrieron de la misma manera. Sus ojos cristalizados bajo las lágrimas y, nadando en ese mar de dolor, una escena que no admitía censura…
El carro hecho pedazos a la base de la piedra blanca volvió a ensamblarse. Sus partes flotaron en un espacio sin gravedad y se ubicaron obedientes, cada una en su sitio. La pintura de la piedra se descascaró como soplada por un viento imperceptible al tacto, y se disipó en una mezcla de humo y ceniza. Todo sucedía como en una cinta de video rebobinándose, pero sin las rayas en la pantalla del televisor. El carro a rulemanes viajó dando saltos lentos cual globo perdido que es arrastrado por la brisa al encuentro de José, que revivía la escena desde la sombra del Ceibo. Parpadeó en sus recuerdos y ahora estaba sobre el carro, sentado en el primer asiento de tabla forrada con símil cuero. La mano que se posó sobre uno de sus hombros no lo sobresaltó; de alguna manera estaba esperando a que eso sucediera, como ocurre al ver la misma película reiteradas veces; llegado un punto, se pueden anticipar las escenas que vendrán. Al darse vuelta pudo verse a sí mismo sentado en el segundo asiento de tabla forrada con símil cuero. Su yo de hace dos años lo animaba ávidamente a lanzarse a la carrera por la pendiente de La Ripiosa y él, contra todos sus esfuerzos de alterar los eventos tallados en la historia, levantó los pies que los mantenía quietos y el carro comenzó a desplazarse, llevándolos a ambos cuesta abajo. Rodando a toda velocidad como dos tontos suicidas.
El descenso ocurría a una velocidad antinatural. José sentía el viento en el rostro, y el carro vibraba acorde a una velocidad que no se correspondía con la forma en que se desplazaba el mundo a su alrededor, según lo percibían sus ojos. Sabía que iban rápido, a un ritmo creciente, y sin embargo el mundo avanzaba lento. Sentía aullidos de deleite en el aire, y risas agudas, propias de voces aniñadas. José volteó y vio a su yo más joven dar gritos de emoción. Reconoció su propia voz en los labios de ese espectro del pasado y la voz de Fran tal y como la recordaba, proveniente de sus propios labios, aunque éstos no se movían. Volvió sobre sí, y se posicionó hacia adelante. Miró sus manos aferradas al borde del carro y estas tenían un aspecto diferente. Eran sus manos y a la vez no lo eran. José no tenía esa mancha de nacimiento en la piel que separa el pulgar del dedo índice de su mano derecha. El mundo comenzó a desplazarse a una velocidad nueva, más real, más histérica, más indomable. Miró hacia todos lados buscando la manera de hacer que se detuvieran. Las risas y aullidos de deleite se mezclaron con el viento y se transformaron en ecos fantasmagóricos que no se distinguían entre alegría o llanto. Volteó nuevamente y su yo del pasado miraba hacia la derecha y saludaba con lágrimas en los ojos y una mueca tensa en el rostro que parecía una sonrisa mal esculpida. José no recordaba haber dirigido aquel saludo años atrás. Buscó a aquella persona y la encontró parada a la entrada de la Casa Hintermann. Eran dos. Un hombre y una mujer abrazados por la cintura. Vestidos de entre casa. Sus miradas serias estaban dirigidas a José y lentamente viraron en la misma dirección en la que el carro a rulemanes descendía. Las caras serias de la pareja adoptaron sonrisas forzadas mientras volvían a mirar a José. Pero no fue un gesto natural. La seriedad les mudó en esas sonrisas siniestras sin intervalos medios. Como si se miraran dos fotografías distintas que capturaron momentos separados por unos pocos segundos. José dio un respingo y al sentir su voz no la reconoció como propia sino como la de aquel a quien también pertenecía la mancha de nacimiento en la mano derecha. El carro siguió bajando descontrolado y cambió el rumbo súbitamente al golpear una hendidura en el suelo. Ahora se dirigía hacia la piedra que antes había sido blanca. Una ola creciente de ruidos envolvió el mundo. Las tablas de madera del carro crujían y golpeteaban, las piedras y la tierra bajo las ruedas crepitaban ensordecedoramente. Las voces, que eran ecos en el aire, ahora se distinguían como gritos de terror. Reconocía su voz y la de Fran, y las de dos personas más. No los vio, no hubo tiempo para eso. Solo podía ver que la piedra se hacía cada vez más grande mientras se precipitaban hacia ella sin remedio, pero sabía que aquellas otras voces eran de la pareja a la entrada de la Casa Hintermann, como también sabía que se estaban divirtiendo. La cacofonía envolvente ascendió a decibeles insoportables. José cerró sus ojos y bajó su cabeza alzando las manos para cubrir sus oídos, sin importarle que ahora nada lo asegurara arriba del carro más que la propia gravedad. Pero por algún motivo burlesco, seguía viendo a través de sus párpados. Alzó la cabeza abriendo sus ojos, sin notar la diferencia. El ruido se convirtió en un murmullo lejano. La piedra se les vino encima, o al revés, y un último suspiro se suspendió en el aire. Hubo una explosión roja y un ruido de rotura de cientos de huesos, muy fuerte dentro de su cabeza, como si no existiera otro sonido en el mundo. Las voces se apagaron.
Y se hizo oscuridad.
El canto incesante de los coyuyos se oía kilómetros de distancia. Pero se acercaba. Crecía su intensidad. La lluvia y el granizo se sumaron al coro aguacero y el canto crecía y crecía sin detenerse hasta que dio paso a lo que era en realidad. Un grito desesperado. José, echado a la sombra del Ceibo pataleaba y se sacudía. Parecía que intentaba sacarse hormigas de encima. Sus ojos estaban cerrados con fuerza y su grito parecía que no iba a terminar. Sintió que lo sacudían por los hombros de manera repentina y abrió sus ojos. Se vio sentado con la bicicleta aun sobre sus piernas. A unos doscientos metros bajando por La Ripiosa, los restos de lo que había sido su flamante carro. La obra de sus manos. Un regalo del corazón. También destrozado.
Empapado, se incorporó. Se dio cuenta de que el granizo había cesado y la lluvia había disminuido. Ahora era una llovizna suave. No sabía cuánto tiempo había estado ahí. Sentía dolor en la garganta y un vacío en el pecho. Sentía hinchados los ojos, pero no podía saber con certeza si aún estaba llorando, la lluvia en el rostro se lo impedía. Pero lo había estado.
¡José!
Al voltear, el portón de hierro de la Casa Hintermann se abrió un poco, invitándolo a pasar.
¡José!
Se dirigió a la residencia y vio algo que le quitó el aliento. El jardín más lindo que hubiera conocido. Su mamá se pondría mal si lo escuchara expresar lo que ese lugar lo hacía sentir. La pondría celosa por un lado pero tendría que admitir que alguien había hecho un mejor trabajo que ella. ¿Cómo pude haber pensado alguna vez que esa casa estaba deshabitada? Se había convencido tanto de ese hecho, que jamás se le ocurrió dar una mirada más de cerca a ese lugar. La entrada de la Casa Hintermann estaba tapada por una maleza tan densa que hacía imposible deleitarse antes la majestad de tan lindo jardín. José podía asegurar que era intencional. De alguna manera, ese paraíso terrenal había sido escondido bajo un manto engañador para solo ser visto por aquellos con la curiosidad suficiente para descubrirlo.
¡José!
Detrás de una magnolia había una mujer palpando una flor. Lo vio y José quiso excusarse de ese lugar dando palabras de disculpa.
—¡José! No te vayas —dijo la mujer —. Acabas de llegar. Tardaste tanto en entrar que creí que nunca lo harías.
José miró hacia atrás y notó que solo había pasado el portón por unos pocos pasos. Luego se dirigió a la mujer. Sabía que era una extraña, pero a la vez era un rostro conocido.
—Disculpe doña, creo que no la conozco. ¿Cómo sabe usted cómo me llamo? ¿Es amiga de mi mamá?
La mujer salió de detrás de la magnolia, y caminó hacia José.
—Quizás la conozca, quizás no. Pero seguramente es una persona agradable. —Llegó hasta dónde estaba José y se inclinó para estar cara a cara con él —Pero sí lo conozco a él y por eso se tú nombre.
Los ojos azules de la mujer apuntaron con un movimiento de la cabeza, hacía un costado. José la siguió y vio cómo un hombre indicaba a un niño no mucho menor que él, cómo cortar una planta con unas pinzas. José había visto una herramienta similar en el invernadero de su casa y era una de las que su mamá utilizaba para hacer cortes específicos que ayudan a la planta a crecer con fuerza. El hombre alzó la vista y sus ojos claros se encontraron con los de José. El hombre le hizo un gesto con la mano para que se acercara. Al mismo tiempo la mujer le dio un suave empujón para animarlo a avanzar. José comenzó a caminar pero se detuvo.
—Mi bicicleta…
—Ya nos ocupamos. Ahí está.
José se fijó dónde le indicaron y la vio parada sobre la pata de soporte, junto a otra. El sol había vuelto a salir. Pero no podría decir en qué momento sucedió. Parecía que la tormenta había pasado hacía tanto tiempo, que José dudaba que hubiera sucedido de verdad.
—Pero quizás no quieras olvidarte de traer eso —dijo la mujer, apuntando hacia la entrada—, parece ser algo que te llevó bastante tiempo hacer. Se nota el esfuerzo, sería una verdadera pena que se perdiera.
José volteó y las cejas se elevaron en un gesto de sorpresa mientras sus ojos se enardecían por el calor de sus lágrimas. Ahuyentó sus emociones con un sacudón de la cabeza, como si se sacara de encima una mosca irritante, y con un rápido parpadeo para aclarar la vista, asentó la mirada sobre un flamante carro a rulemanes que estaba apostado, inmaculado, a metros de él. No era cualquier carro. Era el suyo. No tenía ninguna duda sobre eso. Podría haber apostado el jardín entero de su madre. El carro no presentaba siquiera marcas de tierra en sus ruedas, y la luz del sol jugaba con la superficie de madera, resaltando los colores que él había utilizado, y dándole la impresión de que había otros, los cuales no se encontraba capaz de identificar.
—Es tuyo, ¿o me equivoco? —inquirió la mujer —. Por aquí es seguro, pero más vale prevenir que curar. Así que traerlo.
José se acercó con inseguridad. Todavía recordaba el desastre de madera y hierro al pie de la piedra blanca, y no encontraba forma de justificar que no estuviera destruido. Lo había visto reintegrarse frente a sus ojos, pero todo sucedió en mi cabeza, pensó, cuando reviví la…
—Esto es un error — dijo dubitativo —. Mi carro acaba de romperse. Se hizo mil pedazos. —Volteó para dirigirse a la mujer —Fue cuando tironeé de la cuerda para que pasara por encima de la raíz y el nudo se soltó. No pude hacer nada, la bicicleta se me vino encima y… se hizo mil pedazos.
La mujer le sonrió.
—A mi parecer, los mil pedazos están cada uno en su lugar.
José tornó sus ojos para ver hacia atrás de la mujer, y vio que el hombre se había acercado.
—¿Qué los está demorando? —inquirió con voz amistosa dirigiéndose a ambos —.Ya casi estamos listos para pasar. —Sostuvo la mirada en José —Ese es un auténtico carro a rulemanes, amigo. Traélo, que vamos a pasar.
El hombre dijo algo al oído de la mujer, y ella le dedicó una sonrisa. Ambos voltearon para dirigirse al interior de la casa. José se quedó ahí parado. La cabeza comenzó a darle vueltas. La humedad empezó a hacerse notar por causa del calor que emanaba del sol. Se llevó las manos al rostro para frotarse los ojos, y luego de hacerlo vio una figura distorsionada frente a él. Parpadeó para ayudar a que la vista se le ajustara luego de la presión ejercida por sus manos, y reconoció de inmediato a Fran, que lo miraba con curiosidad.
—Te tomaste tu tiempo — le dijo—. Vamos que nos invitaron a pasar. Nos van a presentar a los demás.
Fran comenzó a alejarse y José que sentía la mandíbula trabada, por fin encontró valor dentro de él y lo llamó.
—¡Fran!
Su amigo se detuvo.
—¿Qué pasa? Nos están esperando.
José se acercó a su amigo y volvió a perder las palabras. Solo movía los labios pero la lengua le fallaba y no podía formar una oración completa. Miraba a su amigo perplejo a la vez que suspiraba risas de incredulidad que dejaban entrever los vestigios de un llanto reprimido. Alargó su brazo para tocarlo, y apoyó la mano sobre el hombro de su amigo que ahora, a diferencia de la última vez que lo había hecho, le quedaba varios centímetros más abajo.
—Creciste — dijo Fran con ojos confundidos. Hizo lo mismo y apoyó su propia mano sobre el hombro de José —. ¿Siempre fuiste más alto que yo?
José tomó la mano de su amigo y observó la mancha de nacimiento en la piel que separa el dedo índice del pulgar.
—Pasaron dos años —dijo con lágrimas en los ojos.
Fran retiró su mano con un brusco arranque como si José se le hubiera hecho daño.
—¿Dos años de qué?
Una puerta crujió detrás de ellos, y ambos voltearon. Para su sorpresa, estaban en la galería, a pasos de la puerta de entrada de la Casa Hintermann, y bajo el umbral, el hombre y la mujer. Esperando.
—Vamos. Queremos presentarles a los demás —dijeron a la vez, de manera tan sincronizada que sus palabras se aunaron en el aire formando una sola voz polifónica.
Fran se dirigió al interior de la casa. Sus pasos involuntarios lo llevaron bajo un manto de sombras que lo cubrieron en el interior de ese lugar. Miró a José y le hizo una seña con la cabeza para que entrara con él. José comenzó a mover la suya en un gesto lento de negación. La mujer dio dos pasos hacia el frente, y se inclinó hacia José.
—A mi parecer, los mil pedazos están cada uno en su lugar. —Lo tomó de la mano y lo condujo hacia el interior de la casa.
José volteó una última vez mirando hacia afuera. El carro a rulemanes estaba apostado en el mismo lugar, llenándose de agua, en un suelo invadido por la maleza que se abrió paso por años. El granizo, que nunca se había detenido, lo había estado azotando de manera que la pintura y la madera estaban estropeándose sin remedio. La puerta de la Casa Hintermann volvió a crujir molesta. José, con una expresión soñolienta en el rostro, estiró el brazo, lentamente como un amante que se despide. La puerta se cerró con un golpe que retumbó en un amplio, oscuro, y vacío salón.
Don Ramírez pegó el último de cientos de anuncios en el pilar de madera de una garita donde para el colectivo. Ante de subir a su camioneta para regresar a casa, se detuvo a mirar una vez más el papel que él mismo imprimió a color. La ropa que José vestía en la foto, no se correspondía exactamente con el atuendo que llevaba puesto la semana anterior, cuando salió con su carro a rulemanes, pero llevaba la misma remera y eso, esperaba, ayudaría a identificarlo a cualquiera que lo viera. No había fotografías del carro; José se lo había llevado antes de poder tomar una, pero Don Ramírez busco una imagen de uno parecido en internet y la montó en la foto del anuncio a modo representativo. Don Ramírez sabía que, al igual que su hijo, aquel objeto se había perdido.
Recordó el día que fue a buscar a José, luego de que este se ausentara por más de cinco horas de su hogar. Había encontrando una rueda del carro en la curva de la calle de tierra que, tanto Fran como José solían llamar “La Ripiosa”. Al dirigirse a la piedra blanca, que es donde sabía que su hijo había ido para honrar a su amigo, encontró varios pedazos del carro y, junto a los restos, una cuerda de esparto. Era un hecho, se había ido. Algunos vándalos lo han destrozado para divertirse, pensó ese día. Han arruinado también la piedra que José y yo hemos pintado aquella vez en conmemoración de Fran. Don Ramírez regresó al presente. Vándalos, sí. Pensar otra cosa era más inquietante. ¿Cómo te he dejado ir solo? Subió a la camioneta y condujo hasta su casa.
Detuvo el vehículo junto al buzón y abrió la guantera. De ahí extrajo un control remoto y lo accionó. El portón eléctrico de la casa se abrió y Don Ramírez ingresó a la soledad de su hogar. Su mujer no volvería hasta la mañana siguiente. Estaba en casa de sus padres, buscando las razones para no dejar al inconsciente de su esposo, y para no odiarse a sí misma por no poder decidirse a dejar de amarlo. Había comenzado una guerra en el hogar, donde había más batallas perdidas que batallas ganadas. Y como en toda guerra, ahora estaban en medio de un armisticio.
Don Ramírez detuvo el vehículo fuera del garaje, tomó una resma de papel y una caja con tintas negras y de color del asiento del acompañante, y bajó de la camioneta. En una o dos horas comenzaría la nueva tirada de impresiones del anuncio para mañana cubrir los lugares a los que hoy no llegó y para reemplazar aquellos anuncios que fueran arrancados de su lugar o estropeados por alguna otra causa. Sabía que podía encargar el trabajo a una imprenta, pero sentía que era más productivo si él mismo lo hacía. De otra forma, tendría que viajar hasta la ciudad, tiempo que consideraba perdido. Tendría que pagar por el trabajo, y eso le daba asco. Asco de pensar que alguien, de alguna manera, estaría lucrando con la desaparición de su hijo. Imprimir los anuncios él mismo también significaba un gasto, pero era diferente. Simplemente lo era.
Colocó la resma bajo el brazo y sostuvo la cajita de tintas con los dientes. Con la mano libre buscó las llaves de la casa en uno de sus bolsillos. Cuando las extrajo se le cayeron al piso. Emitió un gruñido de impaciencia. Se inclinó para apoyarse sobre una de sus rodillas y tomar las llaves cuando, desde el rabillo del ojo, le pareció notar movimiento dentro del invernadero. Volvió antes, pensó.
Decidió abortar el ingreso a la casa y, en cambio, dejó las cosas en el suelo y fue hacia el invernadero. En el camino iba pensando en la mejor manera de saludarla. Iniciar la conversación era el más difícil de los pasos. Una Ruleta Rusa, donde no se sabe si el martillo del revolver resonará en una ranura vacía o si accionará la bala que te volará la cabeza. Las estadísticas de don Ramírez inclinaban la balanza hacia el balazo en la sien. Es injusto. ¿Cómo puede culparme por todo? No necesito que nadie me eche la culpa. ¡Sé que la tengo! No hace ningún bien en repetírmelo. ¡Y que lo haga tampoco lo va a traer de vuelta!
—Esta no es una buena forma de practicar el diálogo —se dijo en una voz que sonó más dentro de su cabeza que fuera de ella —. Amabilidad y amor ante todo. Es lo que dicen todos esos libros de mierda.
Llegó a la entrada del invernadero y se detuvo allí. El lugar, que por los azotes del fuerte granizo de la semana anterior estaba hecho un desastre de barro y colgajos de plástico en lo que había sido un techo, estaba vacío. Solo había algunas plantas enteras, pero que ya tenían las marcas evidentes del abandono. Don Ramírez creyó que pasarían dos cosas, y ninguna sucedió. Primero creyó que terminaría la mañana, disgustado y molesto producto de una nueva sesión de discusión matrimonial. Pero su esposa no estaba allí. Segundo, creyó que sentiría alivio de no haberla encontrado en el invernadero, porque eso habría evitado lo anterior, pero el alivio tampoco estaba allí. Se sintió triste, porque aunque hubiera sido que su esposa estaba allí, y aunque hubiera ocurrido que discutían una vez más, al menos no estaría solo.
Exhaló su frustración por la nariz y una brisa suave le sacudió el cabello. Con la mirada al suelo, se quedó inmóvil, meditando en su cabeza, reproduciendo conversaciones, reviviendo experiencias, recordando la risa de José. Y esto último fue lo que más tiempo se quedó rememorando. Podía escucharla en sus diferentes versiones. La risa de alegría, la de nerviosismo, la de tentación, la que no tiene ganas, la que no puede contenerse. Las risas flotaban en su cabeza acompañada por los gestos en el rostro de su hijo. Hacían ecos en el aire y se mezclaban entre sí. Los ecos empezaron a ceder y las risas adoptaron un sonido más nítido, más real, más presente. Las risas se aunaron y solo quedó el sonido de una sola de ellas. Y esta última sonó en su oído y un aliento tibio le rozó la piel. Don Ramírez abrió los ojos sobresaltado y se llevó la mano a la oreja en que había sentido el calor de la respiración. Alternaba los ojos como alguien que acaba de despertar súbitamente, no producto de una pesadilla, sino más bien como alguien que está disfrutando de un sueño y es arrancado de este por alguien que lo despierta con un balde de agua fría. La respiración agitada hacía que el pecho le subiera y bajara de forma acelerada. Observó el lugar con ojos confundidos, respiró hondo y tragó saliva. Comenzó a girar sobre sí mismo para salir y vio en el suelo la rueda que había encontrado del carro a rulemanes y, junto a esta, la cuerda de esparto. Dirigió a los objetos una mirada de extrañeza y cuando comenzaba a inclinarse para tomarlos, un niño de metro y medio entró corriendo al invernadero a las risas, chocando a don Ramírez por el lado derecho, haciéndolo trastabillar. Ni bien recobró la estabilidad fue embestido por otro niño de una estatura parecida, por su costado izquierdo. Ambos se perseguían por los mesones armados con tablones y caballetes, riendo agitadamente.
—¡Ey! ¡Chicos, paren un poco! —les gritó don Ramírez.
Los niños hicieron caso omiso y se escondieron en la parte final del invernadero, cerca de la mesa de trabajo.
—¡Esto es una casa de familia! —dijo don Ramírez —o solía serlo —pensó, dándose cuenta de la ironía —. ¡Es propiedad privada! No pueden entrar así nomás a una casa ajena.
Fue hacia el fondo del invernadero, atento de que los niños no escaparan por los costados.
—Voy a llamar a sus padres —dijo amenazante, pensando en que no tenía forma de hacerlo. No sabía quiénes eran. No había visto sus rostros. Los niños eran unos extraños. Pero su mente comenzó a confrontarlo con algo que no había podido ignorar. ¿Seguro que son unos extraños? ¿Entonces no reconociste la remera de uno de ellos? Claro que sí lo hiciste. Está en todos los anuncios que tan obstinadamente decidiste imprimir. Y las risas. Esas risas, no estaban en tu cabeza, sino aquí mismo.
Don Ramírez giró por la esquina de uno de los tablones al final del invernadero y los vio a ambos sentados ahí. Uno de ellos ajustaba una rueda con cubierta de goma a un carro a rulemanes a medio terminar. Pero la madera del carro estaba rota, húmeda y cubierta de podredumbre. Muchas partes estaban salidas de lugar o mal colocadas. Pero la pintura estaba fresca, goteando espesa y profusamente, manchando todo lo que tocaba de un color rojo oscuro. Pero el carro a rulemanes de mi hijo no era rojo.
Don Ramírez dejo escapar un suspiro, y el niño con la remera de José levantó la mirada.
—Hola, pa. ¿Necesitas ayuda?
Don Ramirez abrió la boca y volvió a cerrarla. Luego la abrió otra vez.
—Yo… ¿José? —Hubo un alivio repentino en su interior. Comenzó a sentir alegría pero el sentimiento rápidamente se transformó en enojo— ¿¡Dónde carajo te has...!?
Pero no terminó la frase. La tabla de madera prensada para herramientas que colgaba de la pared se vino abajo con metálico estrépito. El otro niño volteó y lo encaró. Don Ramírez dio un respingo. Lo que había sido el rostro de un niño, ahora eran los restos de una cara después de golpearse a toda velocidad contra una piedra. Le faltaba la mitad de la frente, el ojo izquierdo se había perdido, y el derecho estaba aplastado tras el hueso quebrado del pómulo. La nariz estaba hundida y debajo de ésta solo se veía un hueco del que sobresalían unos pocos dientes. La mandíbula inferior colgaba de un hilo de piel. No había forma de reconocer ese rostro, pero don Ramírez sabía quién era. Había visto ese mismo rostro destruido al pie de la piedra en La Ripiosa dos años atrás, cuando acudió al lugar luego de que su hijo llegara a casa con las manos llenas de sangre, diciendo que Fran había tenido un “problema”. Que necesitaba ayuda, que no quería levantarse y que él, José, le había dicho que buscaría ayuda, que todo estaría bien, que ya vendrían a curarlo.
Don Ramírez comenzó a caminar hacia atrás, sin poder apartar la vista de ellos, que lo seguían con un movimiento lento de la cabeza.
—Hola, pa. ¿Necesitas ayuda? —repitió José.
No ese no es José.
—¡Le vamos a hacer saber si vuelve el fantasma, señor! —gritó Fran. La voz provenía de lo que había sido una boca, pero que ahora era solo una cavidad rojinegra—. Tráigase una aspiradora por las dudas. Al decir esto último, la mandíbula inferior que pendía de un trozo de carne, se balanceó haciendo que se cortara lo que la mantenía aferrada al resto de la cabeza y se desplomó en el suelo. Hubo un silencio, y ambos niños comenzaron a reír rodando en el suelo con las manos en el estómago. Las risas se elevaron y resonaron en aquel invernadero. Don Ramírez siguió retrocediendo de espaldas hacia la puerta. Ahora tenía las manos en los oídos, para protegerse de un sonido que estaba lejos de ser placentero. Pero era inútil, las voces aniñadas le inundaban la cabeza, y daban vueltas en ella. Dio un último paso, a la entrada del invernadero, y apoyó su pie sobre un objeto que patinó bajo el peso de su cuerpo. Perdió el equilibrio. La rueda con cubierta de goma salió disparada y chocó contra un caballete. Don Ramírez chocó contra el piso. Las voces se apagaron.
Y se hizo la oscuridad.
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Camilo and a big surprise: he returns to Argentina in 2023
Camilo and a big surprise: he returns to Argentina in 2023
Come back. Yes, Camilo returns to Argentina. This was confirmed by the singer himself. And he will do it hand in hand with his tour “De Adentro Pa’ Fuera”, with which he presents the album that bears the same name. The memory of Camilo’s last time in the country is very fresh. It was in this 2022, when he filled Luna Park for. And even if it was four unforgettable evenings, his fans were asking…
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Una tarde de cuarentena en la comisaría, relatos desde el centro policial de contagio (*)
Ese jueves de octubre, Paula acompañó a su sobrino Pedro, al centro de Concepción, durante una calurosa tarde primaveral. Él necesitaba hacer un trámite urgente, para el cual la presencia de su Tía era de gran ayuda. Pero como antes debía adquirir unos medicamentos, había pedido su permiso para compras.
Pese a que la farmacia en donde los adquirió, se encontraba frente al lugar en que tenía que realizar su gestión, no lo podría hacer, pues el documento que portaba no era el adecuado.
Una situación absurda como tantas otras, originada en el deficiente sistema de autorizaciones administrado por carabineros, cuyos instrumentos de control obligan a las personas a escoger un lugar y motivo específico.
Un mecanismo que, además de reducir ostensiblemente las posibilidades de realizar todo un mismo día, aumenta las de “usos inadecuados”. Una torpe implementación, caracterizada por su rigidez y falta de sentido común, que fomenta como consecuencia precisamente la movilidad que debiera disminuir.
Durante aquella tarde, Paula conocería muchas de esas situaciones absurdas, en que la falta de criterio era la “protagonista” indiscutida.
Esa ocasión, pese a que no tuvo éxito en obtener su permiso (aún cuando lo intentó reiteradamente), se arriesgó, ya que las veces anteriores pese a que lo portaba, nunca la controlaron.
El personal policial que brillaba por su ausencia esa misma semana, cuando salió para comprar (a dos lugares distintos, pero ubicados a pasos de distancia), esta oportunidad, según le pareció, estaba más activo de lo normal, no para evitar delitos, si no para oprimir y amedrentar a las personas.
Frustrados porque no habían podido realizar el trámite que los había llevado a salir, fueron a comprar comida, para compartir con el resto de la familia, que los esperaba en casa. Cuando se dirigían a tomar locomoción para regresar, fueron abordados por un enajenado “efectivo” de la policía que les requirió sus permisos.
A Paula le contarían durante su tiempo de reclusión forzosa, que los policías que la detuvieron, habían acordado expresamente abordarla, junto a otras personas que se encontraban caminando delante. “Vamos a buscar a esas viejas, y a esa que va con el cabro”, fue la forma en que, le contaron, se habían referido a Ella. Según parecía, como dice el dicho, “vamos por partes dijo el teniente”.
Descriterio discrecional, una competencia por la corona de la arbitrariedad
El ambiente opresivo de la sección femenina del infame retén móvil, en que Paula se encontraba junto a otras dos mujeres (también se llevaban a cinco hombres), la sumió en un miedo visceral, una sensación de espanto, que nublaba su mente con oscuras imágenes.
Pensó en todas las personas que habían pasado por este tipo de experiencia durante el estallido social, muchos de los cuales sufrieron maltratos y vejaciones, y experimentó el terror del encierro. Cada uno de los claustrofóbicos veinte minutos que debió permanecer en el vehículo, transcurrieron de forma lenta y tortuosa. Sintió desesperación y pánico, sintió que no podía respirar, que se iba a morir.
“Perdonen”, dijo a dos de las que luego serían sus “Amigas de jaula”, “tengo que sacarme la mascarilla, siento que me estoy ahogando”. Palabras, que entre otras darían pie a una conversación que le permitiría conocer en persona las historias de arbitrariedad, cual más absurda y falta de sensatez, de las detenciones de sus compañeras de cautiverio.
Juana, comerciante ambulante, tenía su permiso, pero estaba a punto de vencer. Se encontraba a dos cuadras de su casa, pero sintió deseos de fumar, así que encendió un cigarrillo, consumiendo en sus bocanadas el tiempo que le restaba, sin percatarse de que un funcionario de verde venía en su dirección.
“Tu permiso”, le dijo. Revisó el documento, ya con la certeza de que había conseguido una detención más, como si hubiera una competencia interna en la repugnante institución… “Ah está vencido, pa dentro y apaga el cigarro”.
“Por qué iba a apagarlo, me lo fumo primero”, le contestó...
Llegado su grupo a la comisaría, el carabinero que los detuvo, les aconsejó que evitaran salir nuevamente sin permiso, porque esto implicaría reclusión nocturna, por reincidencia. “...La idea es que no tengan que volver acá por lo mismo, no tienen que olvidar que Ustedes están aquí porque cometieron un delito, así que ya saben lo que no tienen que hacer”, pontificó.
“No cometimos ningún delito, esto es una falta solamente, no mienta”, le corrigió Juan, un trabajador que volvía a su casa, y que fue sorprendido con un permiso que no correspondía, y que le entregó la empresa para la que trabajaba.
“Si, es delito. Ustedes saben lo que hicieron, Así que callados. Pueden pedir un permiso a la semana, y si no salen con él, ya saben, pa adentro toda la noche”.
“Pero si son dos permisos por semana”, le rectificó nuevamente Juan…
“Estos no tienen idea ni de cómo funcionan sus permisos, y encima tienen las patas de venir a tratarnos de delincuentes a nosotros”, le comentó Juana a Paula.
1ra Comisaría, peligro biológico
El disparatado sermón era sólo el inicio de un circuito absurdo, una ronda interminable de burocracia sin sentido, implementada con el mayor descriterio posible, y usando los métodos más arcaicos disponibles.
Paula se iba acostumbrando a la idea de que pasaría un tiempo más largo que corto, en aquel recinto malsano. La confirmación llegó cuando el carabinero que las había apresado, les señaló que sólo permanecerían una hora en el lugar, lo que fue rápidamente desmentido por María, una jóven detenida a la salida del médico, “Mentira, Chiquillas, aquí nos van a tener como cuatro horas”.
En pleno siglo XXI, los funcionarios rasos anotaban una y otra vez, por medio de papel y lápiz, los datos de los detenidos que ingresaban, y que, como si del pago de una manda se tratara, recorrían en procesión las distintas salas del recinto, donde reiteradamente les solicitaban identificarse.
En una de aquellas estaciones fue que la conoció, y supo que se encontraba muy afligida porque, pese a que contaba con su permiso, no tenía cómo presentarlo, ya que a su celular se la había agotado la batería. Le sucedió porque tuvo que ir a médico y dentista el mismo día, y en las consultas demoraron en atenderla.
Quiso explicar la situación a los funcionarios que la controlaron, les mostró los papeles respectivos a cada consulta, sin embargo todo fue en vano. “Pa arriba”, fue la respuesta.
Paula la consolaba, con la idea de que consiguiendo un cargador podrían solucionarlo, animándola para que no se preocupara. María le explicó que si no podían revisarlo, tendría que pasar allí la noche, porque ya anteriormente la habían controlado, sin su permiso.
La situación se resolvió finalmente, cuando un carabinero le facilitó dicho accesorio móvil, con lo cual pudo confirmar su relato. Si Paula pudo llegar a pensar que el funcionario era amable, Juana le señaló que para nada, por su trabajo ya lo conocía muy bien. “Lo pillaron de buenas, porque cuando anda de malas, es el más perro de todos”, les contó.
Aquella sería la primera de muchas paradas, que parecían diseñadas para demorar y complejizar aún más, una serie de gestiones administrativas innecesarias, cuya realización en realidad no revestía dificultad alguna, pero en las cuales se ponía especial énfasis.
Saltaba a la vista de las cautivas, el efecto del fraude de 35 mil millones, que fueron desfalcados desde la institución, para beneficio particular de algunos oficiales. Se revelaba en muchos de aquellos funcionarios, que trabajaban hoy, en pleno año 2020, como lo habrían hecho a principios del siglo pasado.
Como corolario, las diferencias impuestas por el clasismo institucional, se volvían aún más evidentes por contraste, cuando en una de las habitaciones había dos oficiales y un (o una) carabinero raso.
Cada oficial, por supuesto, contaba con su computador respectivo, su mascarilla institucional impecable y guantes, implementación claramente superior a la de los carabineros de rango más bajo. Ellos eran los que con sus mascarillas sencillas y manos descubiertas, llevaban a cabo todas las labores reiterativas y redundantes, de ese tan ridículo absurdo administrativo.
Tras un largo tour por el recinto policial, por fin llegaron a la celda que les correspondía, la de las Mujeres. Las había también para Hombres, Niños, Niñas (aún cuando no se puede detener a los menores de edad), y personas LGQTB (la sigla correcta es LGBTIQ+), en la cual había dos jóvenes. Sin ninguna seña evidente, que los identificara como parte de alguna comunidad, era razonable pensar que les habían clasificado en base al prejuicio.
Paula y Juana miraban a la oficial, que tenía su escritorio fuera de su “jaula”, mientras se comía una galletas con actitud displicente y arrogante. Llegaron a la conclusión de que hasta para comer tenía cara de perro. La carabinero que estaba sentada a su lado, le hizo una pregunta acerca de cómo debía proceder respecto a los nombres que anotaba.
Como respuesta, la oficial le dirigió una frase grosera y prepotente: “sí sabís que es así, hazlo de una buena vez”. No eran las mismas formas que utilizaba cuando llegaban sus amigos oficiales, a los que por supuesto saludaba y abrazaba efusivamente, mientras juntos conversaban, ignorando a los grados inferiores.
Paula y Juana, apelando al sentido común, les llamaron a evitar este tipo de contacto, propicio para aumentar el contagio de covid, “estamos en pandemia”, les dijeron, pero no se dignaron a escucharlas.
En esa celda denigrante otras dos mujeres se encontraban de pie, junto a Ellas, cada una tenía su propia historia de arbitrariedad para contar.
Lucía salió del edificio en que vive, a tan sólo unos pasos de la entrada, para recibir a su gata, que Julián su ex pololo le había traído en una cajita de mascotas. Cuando dejó la entrada, sólo con pantuflas, nunca pensó que el carabinero que la vió salir, la controlaría, parecía ridículo, absurdo. Pero el “efectivo” no “pensaba” lo mismo.
Los controló a ambos, evidentemente Ella no contaba con su permiso, tampoco con su carnet, que había dejado en su departamento. Si solamente se iba a alejar unos pasos de la puerta, ¿para que salir con el documento? Ni siquiera se le había pasado por la mente. Trató de hacer que el oficial entrara en razón. “Yo vivo aquí, sólo bajé a buscar a mi gata”, le explicó.
“Pa dentro”, fue la respuesta.
Le pidió que le permitiera ir a buscar su carnet, y a ponerse zapatillas, pero la respuesta fue la misma, con un “así no más”, como cierre. Y pensar que querían conversar un rato antes de que a Julián se le venciera su permiso, para lo que restaba como media hora. El tiempo del que pretendían disponer, se les consumió en llegar a la comisaría, les había cambiado drásticamente el panorama...
Carla, dueña de un pequeño local comercial había sido detenida junto a Mario, su marido, porque se les acabó el tiempo de permiso, mientras adquirían lo necesario para abastecer su casa y negocio. Antes de irse, estaban comprando una pizza, para comer al llegar a casa, momento en que los controlaron.
“Este permiso no les sirve para comprar pizza, y tienen el tiempo vencido”, les ladró el funcionario de verde.
“Si, reconocemos que nos demoramos un poco de más”, le dijo Mario, “pero, si no nos sirve el permiso, ¿Porqué estos locales de comida están abiertos?, entonces, ¿no se supone que no pueden funcionar?”
“Si pueden”, les contestó el carabinero, “son Ustedes los que están mal, sólo podían comprar para abastecimiento, no comida rápida”.
“Pero, si eso es absurdo”, le contestó calmadamente Mario. “¿Quién fue el ignorante que inventó este sistema tan ridículo?”, se preguntó en voz alta.
Claramente el comentario no le gustó nada al “efectivo”, quien le respondió prepotente, “ya me aburriste, por flaite te vay a ir esposado, pa arriba”. No sería la última vez que lo tratarían de aquella forma denigrante esa tarde. Y tú también, le dijo con las malas maneras típicas de la institución, a Carla, quién le preguntó por qué denostaba a su marido, si Él no le había insultado.
“Ya, ya, ya, pa arriba, rápido”, fue la respuesta.
“Cómo se le ocurre”, le contestó Carla, “no voy a dejar botado mi auto para que lo roben”.
Así fue cómo muy mal acompañada, ya no por su marido, si no que por un carabinero con mala cara, condujo durante todo el trayecto hasta la comisaría, siguiendo al vehículo policial dentro del cual su cónyuge viajaba esposado como delincuente.
Durante su recorrido por el interior del recinto policial, les tocó interactuar con una agria funcionaria, quien como muchos en aquel lugar, tomaba notas mediante lápiz y papel. Pese a que evidentemente su posición no era de privilegio, le preguntó a Mario de muy mala manera, “¿Cómo te llamai, flaite?”.
Calmadamente, Mario le preguntó, “¿Por qué se siente con el derecho a denigrarme, si Usted no está en las mejores condiciones?”.
“¿Desde que hora está trabajando así?”, la interrogó a la vez Carla.
“Desde las 7”, contestó secamente, la funcionaria. “¿Y eso que tiene que ver?, mírate flaite, como andas vestido”, profirió burlonamente en referencia a los pantalones cortos, que vestía su marido. “Con razón estai esposado”, remató.
“Usted no debería hablarle a la gente de esa forma, porque no sabe a quién se está dirigiendo, y su actitud denigra a su uniforme”, le señaló Carla.
“¿Cuál es el problema con el uniforme?”, gritó una mujer desde la otra habitación, presumiblemente una oficial. No tenía sentido hablar de educación y buenas maneras con gente así.
“Tenemos que saber votar Apruebo sí o sí”, concluyeron entre Todas, tras escuchar estos relatos, más historias que comprobaban de forma irrefutable, el hecho bien sabido de que todos los caminos llevan a la constitución.
Racismo institucional, morenazis de verde
Mientras se encontraban en esa reclusión forzosa, llegó a la celda de las “Mujeres”, una joven a quién los funcionarios policiales molestaban e incluso acosaban más de lo normal. Su nombre era Sara, y por supuesto no se dejaba amilanar, por tan burdos y pobres intentos de agresión.
Las “Amigas de jaula”, le preguntaron cuál era la razón de tanto acoso y “bullying”.
“En realidad no sé…” había empezado a responder Sara, pero Lucía quien había compartido con Ella la ronda por el recinto, le dijo “Tú sabes, es porque eres mapuche”.
Durante ese recorrido, había sido testigo de cómo a Sara, le decían constantemente en tono de amenaza, “te vai a quedar adentro en la noche, tu no te vai a ir”.
“Déjame no más me da lo mismo”, les contestaba con entereza, mientras los policías buscaban amedrentarla.
“Encima eres mapuche, terrorista, ¿no te da vergüenza?, Anda apagando el teléfono”.
“No me da vergüenza, y no lo voy a apagar, porque tengo que contarle a mi familia que Ustedes me tienen aquí”, les respondía con valor.
Lucía no soportó más el racismo y la arbitrariedad.
“Contrólense por favor. Ustedes la acosan porque es mapuche, esto es un abuso, y no puede seguir de esta forma. En mi familia hay muchos abogados, todos con distintas especialidades, así que deténganse, en este momento. Además, ¿Porqué Ella tendría que tener vergüenza, si no ha robado, no ha torturado, no ha violado, ni ha matado a nadie?”.
Finalmente aquellos energúmenos de verde cesaron el acoso, seguramente no les pareció un buen momento para sumar querellas a su institución, que día a día revela encontrarse más y más carcomida por la putrefacción del autoritarismo y la corrupción.
Parecían también amedrentados por aquellas prisioneras, que conocían sus derechos y estaban dispuestas a defenderlos, definitivamente no tenían los argumentos para discutirles.
Sara portaba su permiso esa tarde, cuando la detuvieron. Lo obtuvo presencialmente, durante la mañana, en el mismo edificio en donde ahora se encontraba cautiva. Lo había pedido para comprar alimentos, pero se sentía tan agobiada por el encierro, que ese hermoso día, decidió pasear en bicicleta por el Parque Ecuador.
El policía que la detuvo, no sólo le quitó su permiso, si no que además la llevó a constatar lesiones, al inicio de su periodo de reclusión. Si la tendrían en ese indigno recinto durante toda la noche, ¿Por qué el apuro? ¿Es que la constatación de lesiones tiene horario definido?
La Médica que la atendió, le preguntó por qué estaba ahí. Sara le respondió que la habían detenido por circular en cuarentena.
“¿Y no tenías tu permiso?”, le preguntó la profesional.
“Sí lo tenía” le respondió Sara, “pero él me lo quitó”, dijo señalando al policía.
La funcionaria le miró con reprobación, a la vez que lo reprochaba abiertamente, “Usted no tiene derecho a hacer eso”, el “efectivo” simplemente la ignoró...
Paula y sus “Amigas de jaula”, finalmente pudieron salir de ese repelente recinto, en que la ausencia de justicia es la norma, y quienes debieran encargarse de proteger a la ciudadanía, son los que la oprimen.
Guardando las proporciones, en definitiva la misma contradicción que denunciaron “Las Tesis”, con un violador en tu camino.
Sara sin embargo seguiría cautiva durante toda la noche. Paula se acercó a para pedirle su teléfono, pero no se lo pudo dar, pues nunca se lo había aprendido. “No te preocupes Amiga, no pasa nada, he vivido cosas peores”. Un carabinero se acercó amenazante, para alejarlas, pero Paula ya se iba.
Mientras se dirigía por fin a la salida, pensó en lo triste que era sorprenderse por la valentía de Sara, pero no por sus palabras.
(*) Esta narración relata hechos reales, entregados por medio del testimonio anónimo de la protagonista de esta historia. No se precisa fecha, y los nombres han sido cambiados, para resguardar las identidades de quienes participaron de los acontecimientos.
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Luego de un merecido descanso y el nacimiento de su primogénita Índigo, Camilo estrenó nuevo sencillo y video titulado 'Pegao' el pasado mes de mayo 2022, el cual debutó y se mantuvo en el #1 de tendencia en la lista global de YouTube y registró más de 15 millones de reproducciones en todas las plataformas digitales.
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