#Bien decido camarada
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Compremos a sus dioses
Ayer por la madrugada me crucé con dos muchachos. Plena noche en el barrio, con mis vecinos ya dormidos, mi calle a medio oscuras los expuso arrodillados en las puertas de mi antigua primaria. Sus cabezas colgaban hacia adelante y juntaban sus palmas a la altura de su pecho enfrentándose al paredón de la escuela donde cuelga una urna o altar vidriado que cuida una virgen. A medida que me acercaba eran más ruidosos. Pasé por sus espaldas y su rezo interrumpió la conversación que teníamos con mi camarada, fue casi un reflejo ya que la sorpresa del acto no me dejó siquiera pensar si debíamos callarnos por respeto y, al menos yo, callé por curiosidad. Quise prestar atención a las palabras de su oración pero no era familiar y, además, el asombro fue tal que no retuve ni aún recuerdo lo que escuché, incluso me inhibió entrometerme en algo que parecía bastante íntimo (A pesar de que era en público) (Aunque no sé si ellos esperaban espectadores). Lo que recuerdo muy bien es el ritmo del recitado que era levemente dinámico, no tanto como si quisieran terminar rápido sino como si no tuvieran mucho tiempo, sin embargo eso no se interponía con la potencia que sostenían en la ceremonia, transmitían respeto e ímpetu.
Cuando me libré del desconcierto sent�� algo de miedo, una pizca que fue invadiendo mi mente, tensó mi cuerpo y se liberó como un profundo rechazo a eso tan desconocido. Todo era incertidumbre, ¿Por qué eligieron la virgen de esa escuela que no tiene nada de atractivo?, ¿Por qué no tenían un aspecto o vestimenta que los diferenciaba del resto?, ¿El horario era una casualidad o un rito?, ¿Rezaban por alguien?, ¿Pedían disculpas por algo?. Sentí un profundo miedo al no poder responder ninguna de mis dudas y descubrí, con algo de humillación, un sabor a envidia. Decido entrar en ese lago.
Me seduce la idea de tener un Dios a quien rezarle, a quien agradecer y demandar. Una deidad que me conozca íntimamente y sea para mí inalcanzable, tal vez una entidad sobre la cual descansar y que llene de conflicto mi alma, que pueda protegerme hasta el hartazgo para declararle la guerra y pedirle su perdón.
Lo siento idílico y encantador aunque ninguna deidad llamó con tanta fuerza como para que le entregue mi alma. Me invoca lo material, lo terrenal gana la batalla día a día. Eso que puedo sostener con mis manos y moldear con uñas y dientes. Aunque advierto que los sacrificios se vuelven concretos y seductores pero no siempre tolerables. Entonces, cuando los dioses se hacen presentes y otorgan libre albedrío cada fiel debe decidir cómo entregarse y cuánto demandar. Los dones son ilimitados y los mortales no podemos cargar con todos. Quien pudiera, se queda sin dios.
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Güel sed, ai zink it is a gud aidia
have you considered that perhaps people from the us/canada assume you are one of them because your posts are written in english that is indistinguishable from that of a native english speaker from the us/canada
I’m going to unionise with all non-native English speakers on tumblr and we’re going to start writing our posts with heavy cartoonish German or Russian or Portuguese or French accents and you will regret this message so much
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[ Azrael - 5 ]
«¿Sabes lo que es una Legión, mortal? ¿No? Cada Legión son mil millones de demonios. Y cada Mal gobierna en promedio veinte de ellas. Y todas ellas, delante de nosotros. Imagina un campo atestado de hormigas. Ese era nuestro panorama. Cuarenta y tres Caídos en un acto suicida y sin mayor motivo, que enarbolar los deseos de Ella. La carnicería empezó sin mediar palabra alguna de parte de nosotros. Sólo empezamos a disparar nuestros ataques de energía y a blandir las armas a diestra y siniestra. Nos abalanzamos contra el mar de demonios delante de nuestros ojos, y la consigna era clara: destruir y avanzar. Al inicio costó generar una brecha que permita que todos podamos entrar. Itzel a mi diestra y Lailah a mi siniestra empezamos a atacar. Detrás empezaron a llegar Maalik y Kushiel, y luego no pude divisar a más, pero estaba seguro que todo el coro había ingresado y se encontraba en batalla. El rezo previo de preparación que habían hecho nos puso en armonía a todos. Podíamos sentirnos el uno al otro así no estuvieran a nuestra vista. No creo que lo puedas entender mortal, pero así fue. Pronto me vi rodeado del hedor que sólo la sangre de los demonios puede producir. Lo que hacía – y sabía bien que todos estábamos actuando de la misma manera –, era generar un aura de ataque no nos diera un espacio de movilidad, o todos los demonios alrededor no nos darían espacio de maniobrar. La última fila del coro volaba, manteniendo a todo enemigo alado apartado de nosotros mientras los demás avanzábamos sin misericordia ni piedad. La espada oscura que Madre me había entregado funcionaba a la perfección, como no podía ser de otro modo. Me bastaba un blandir de la misma para matar a todos los que su filo apuntara. Y seguimos avanzando hasta que tuvimos que empezar a caminar sobre los cuerpos de los demonios abatidos. Mis botas ya no pisaban el suelo, sino carne muerta. Por un momento lo único que podía pensar es que el Vacío iba a dejar de serlo, con tantas almas siendo condenadas a ese destino por nuestras espadas. Miles de miles de miles. Las estaba contando para mantenerme enfocado. De pronto sentí que parte de la armonía cambiaba. Estábamos empezando a caer. Eran demasiados, y aun así seguíamos avanzando, Nadie se acobardaba, sólo seguíamos atacando sin cesar. Algunos demonios huían, otros se envalentonaban más, pero ni un lado ni otro claudicaba en verdad. El hedor se volvía insoportable. El campo de batalla se tornaba cada vez más carmesí. Ya habían caído diez de mi coro, y recién llegábamos a la mitad, y nada cambiaba, todo seguía bajo el mismo guion: Mataba, y avanzaba. Disparaba, y avanzaba. Extremidades regadas por doquier, y avanzaba. Cabezas cortadas rodaban, y avanzábamos. Itzel llegó a mi lado, y juntos seguimos avanzando. Pude divisar que Hazazel estaba en la entrada de la Citadel e ingresaba a ella, de seguro para informar a Luzbel y en la entrada reconocí a Amodeus, Bilis y Astaroth , pero sabía que estaban los demás regentes cerca, o debían estar dentro con Luzbel. Si llegábamos a las puertas de la Citadel, los problemas recién iban a empezar. Kushiel, aunque herido, nos dio el alcance. Era claro lo que pasaba. Ya quedábamos casi una veintena, y nos estábamos agrupando para mantener el ataque constante, más la Citadel cada vez se hacía más grande ante nuestra vista. Cada vez estábamos más cerca. Y entre toda la masacre no había ninguna señal de Ella. No había interferido más que en darme la espada y no haberle quitado habilidades a mi coro. Quizás sólo me mandó a las fauces de Miguel para que pudiera matarme, y lo protegió de mí a través de Rafael. Quizás me conocía tan bien que sabía que iría por Luzbel y me mandó a sus garras. Quizás era parte de su plan para deshacerse de mí. No le convenía por ningún motivo que estaba empezando a pensar por mí mismo. ¿Albedrio? Si crees que es un don, mortal, no sabes lo que es estar batallando en los infiernos y sentir como se extinguen las vidas de tus hermanos una tras otra, sin poder darte un maldito segundo a entristecerte o llorarlos, porque sería tu ruina… todo por el libre albedrío. Ahora nos alcanzaba Maalik y Lailah, que habían empezado a volar sobre nosotros para darnos ventaja táctica. Podía sentir dos grupos más a los lados y uno en la retaguardia. Ya quedábamos muy pocos, y mi decisión de tentar alguna acción de la Todopoderosa, los había condenado. Mi decisión los había matado… No… No podía dejar que murieran más. No podía dejar que Itzel muriera, se lo había prometido. Lancé un potente ataque de energía que abrió un sendero de demonios muertos directo hacia la entrada de la Citadel. – ¡Luzbel! – grité con furia. – ¡Ven a dar la cara hermano! – ¿Cómo osas nombrarlo, Caído indigno? – Fueron las palabras de Astaroth, y me asqueó la manera en que lo dijo. Sonaba como Miguel llenándose la boca de Su Nombre. Con furia me elevé sobre el campo de batalla, para mi propia sorpresa que duró lo que dura un nanosegundo, porque no imaginé que podía hacerlo sin mis alas, pero me dirigí sin pausa hacia la puerta. Si matábamos a los Males, sus legiones huirían. Era una acción desesperada pero no pude pensar en otra cosa. Estaba desaprovechando mi espada, y ese error no lo iba a seguir cometiendo. Lancé la espada haciéndola girar en el aire contra Astaroth, quien pretencioso alzó la suya en posición de bloqueo, pero la mía partió la hoja y rebanó el rostro del príncipe infernal, para sorpresa de sus camaradas. Me concentré y la espada se desvaneció para materializarse en mi mano mientras lanzaba energía contra Bilis, que bloqueando mi ataque energético no pudo prever que ya me hallaba frente a él y clavaba mi espada en su abdomen, para moverla hacia arriba y partirlo en dos, de manera literal. El plan empezaba a surtir efecto: las legiones empezaban a retroceder tras los líderes muertos y los que quedaban de mi coro empezaban a tener un segundo aliento que les permitía avanzar mejor, derrotando más demonios a su paso. Giré rápidamente y lancé la espada contra Amodeus, que pudo escapar de ella, no sin antes perder uno de sus brazos. Mi espada se desvaneció para ser invocada nuevamente por mi mano, y mientras tenía entre los ojos el cuello de Amodeus cuando otra espada de aura rojo perfecto se interpuso entre la garganta del demonio y mi espada. – ¡Suficiente! – gritó Luzbel, para retomar la compostura de manera inmediata. – Querido Azra ¿No sabes que hay otros modos de visitarme? ¿Si querías venir a matarme no te bastaba menos bullicio? Retrocedí y noté que todos se habían detenido. Los demonios, los Males, mi coro… Luzbel había salido al fin. – Primer Lucero ¿Lo habrías preferido de otro modo? – le respondí. – ¡En absoluto hermano! Si cuando Gabriel me avisó que venías a matarme justo invoqué a todos para ver qué tan capaz es el ángel de alas neg… Espera… ¿Dónde están tus alas querido Azra? Las palabras de Luzbel cayeron sobre mí y mi coro como una daga en el corazón. Ella le había informado. Ella nos había mandado a una muerte segura. – Me las quité… – ¡Bravo! ¡Así se hace Azra! Ahora seré yo el único que posea las alas más bellas… – y dicho esto, Luzbel expandió sus alas perfectas de brillo divino, que enceguecía a todos aquellos que no estuvieran acostumbrados a la perfección. – Pero basta de todo esto. – Luzbel guardó su espada y con un gesto me invitaba a hacer lo mismo. – Si no te habrás dado cuenta Azrael, podrás seguir con ésta masacre o venir conmigo y nosotros terminar nuestros asuntos a solas. – ¿Tan confiado estás que no he de matarte? – Para nada querido hermano, pero sabes que lo divertido de vivir, es tomar riesgos. Alardeaba, y yo también. De seguir así no podía asegurar la vida de los que quedaban de mi coro. – Haré un trato con vos, Luzbel – y empezaron a brillarle los ojos. Luzbel tenía una propensión innata a los tratos. – Déjalos ir sin daño alguno, y seremos sólo tú y yo, bajo tus reglas. – Oh... ¿Altruismos a última hora, Azra? Madre ya había destinado su muerte desde que cruzaron las puertas del infierno… – ¿Vas a seguir el plan de Madre como perro faldero, Luzbel? Pensé que el lacayo obediente era yo. El Primer Lucero me miró con desdén perfecto. Había atacado su perfecto egocentrismo. Hizo un movimiento con las manos y los demonios empezaron a dispersarse… y pude notar que sólo siete de mi coro habían quedado con vida. Itzel, entre ellos, para alivio de mi conciencia. – Partirán sin daño y nos enfrentaremos sólo tú y yo, bajo tus reglas, Luzbel… – ¿Dudas de mi palabra, Azrael? – inquirió Luzbel con perfecta indignación. – No. – y en verdad no podía hacerlo. Toda esa patraña que crees que Luzbel es el amo de las mentiras son justamente eso: mentira. El valor de la palabra de Luzbel es lo más valioso que tiene. Por eso, sus tratos no se rompen, se cumplen, y el velará eternamente que así sea. Mi coro empezó a partir, pero Itzel se quedó en su posición. – Luzbel… – dijo ella – Azrael me prometió que iba a ingresar con él a la Citadel. – Miré a Itzel con reproche. Estaba jugando con fuego y perdiendo la oportunidad de salir con vida de todo esto. – ¿Es verdad eso Azrael? Sabes que una promesa es una promesa… – dijo Luzbel sonriendo con malicia perfecta. – No lo prometí, fue una orden. Y desde que pedí que partan, esa orden ya no existe. – Oh… Bueno, si es así, lo siento Itzel… pero no puedes quedarte aquí… – Luzbel pasó su mano por la mejilla de Itzel – Pero si deseas servirme… – Itzel escupió a la cara de Luzbel y dio la vuelta para salir del infierno y cruzar el mar de sangre hedionda que habíamos dejado, mientras Luzbel se limpiaba el rostro. – Tan bravía y bizarra como siempre Itzel… Cuando mueras ya veremos… – Su muerte la decido yo, no tú. – dije en tono grave. – Oh… Es cierto… Aún eres el portador de la Muerte ¿Verdad, hermano? ¿O seré yo quien porte la tuya? Pero entra por favor… nuestro encuentro recién comienza. – y con su perfecta pompa característica, Luzbel hizo el ademán de invitación. E ingresé a la Citadel. Luzbel cumplió su palabra. Nadie dañó a mi coro mientras estuvieron en el Inframundo. Lo que descubrí dentro de la Citadel, tiempo después, es que Miguel y sus huestes los esperaban del otro lado por encargo de Ella, y les dieron muerte sin piedad en Su Santísimo Nombre. Mi querida y leal Itzel, murió por su espada de luz. Y yo, dentro de la Citadel, no pude salvarla, sólo el dolor en el pecho que me hizo apretar los dientes, y recordar que tenía una promesa pendiente con ella. Guiarle cuando todo acabara, y hacerle recordar.»
[ ¿Continuará? ]
© Lᴀʀɴ Sᴏʟᴏ Lima/Perú • 22/mayo/2018
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Mi primer pedido fue un escenario con Reinhardt o Zarya y digo ¿Por qué no ambos? ¯\_(ツ)_/¯ Son unos pequeños escenarios. Me divertí mucho escribiéndolos. Muchas gracias por pedirlo ♥♥♥
Zarya
Siempre habías admirado a Zarya. No entendías como alguien lograba cargar tanto peso y aún así lucir impecable después. Ese día en específico habías decido pasar a verla entrenar un rato. Cuando llegaste el área de entrenamiento estaba repleta pero no fue difícil identificar a la gran chica de pelo rosa haciendo lagartijas. Se veía tan linda como siempre.-Hola, Zarya.- Dijiste, saludando a la vez con la mano.
-¡Hola, camarada!-Respondió sin dejar de hacer su rutina. La podías ver subiendo y bajando su cuerpo, uh, ¿Cuántas veces? Habías perdido la cuenta después de las 54. Decidiendo volver a la conversación, agregaste con un tono amistoso: -¡Wow! ¿Cómo lo haces? ¿No crees que es demasiado ejercicio?-
- Ser débil nunca ha estado en mis planes. Se trata de superase a uno mismo, siempre puedo hacer más ¿Quieres ver?- Preguntó ella mientras ponía un brazo detrás de su espalda de tal manera que sólo levantaba su peso con una mano a una velocidad impresionante y soltaba una sutil carcajada al ver tu cara de sorpresa. -Ve. Puedo incluso más. Siéntate en mi espalda.-
-¡¿Qué?! ¡No, no! Está bien. Te creo.- Dijiste negando su oferta. –Vamos, no pasa nada. Estaré bien. Eres una persona muy pequeña, tu peso no será problema.- Te invitaba ella con una cálida, y algo sudada, sonrisa.
La oferta era irresistible así que terminaste cediendo y finalmente te sentaste sobre ella. -¿Lista? Ayúdame a contarlas-. –Claro- Respondías con una voz algo nerviosa. Y así comenzó y tu conteo ascendía rápidamente. 17,18,19..29…30..50. Cincuenta sentadillas sin parar y con una persona en su espalda. Esta mujer no dejaba de sorprenderte. Te bajaste de ella y la “ayudaste” a ponerse de pie. -¿Impresionada?-. -¿Bromeas? Eso, fue sorprendente.- Aún seguías algo anonadada. –Podría verte haciéndolas todo el día. Oh, claro, ja, sin mí ahora.- -Puedes quedarte un rato si quieres, me agrada tu compañía.- -Gracias, que linda.- Le sonreíste. –Sólo saldré un rato a tomar algo de aire.- -Sin problema, aquí te espero camarada.-.Dios ¿No podría se más linda?
Reinhardt
Reinhardt estaba moviendo unas cuantas cajas. Le habías pedido ayuda para descargar un camión lleno de armas confiscadas que ibas a almacenar en tu casa. No es que fueras débil, en realidad te gustaba pasar tiempo a su lado, sus historias eran interesantes, bueno, la mayoría. De cierta forma siempre te inspiraban sus anécdotas.
Después de una hora de bajar cajas pesadísimas y charlas de todo y nada, se sentaron en una mesa en el pórtico y invitándole una cerveza fría para refrescarse. Y aún así, los temas de conversación entre ustedes dos no paraban. –Y fue así como terminé con un brazo roto y sin 600 dólares.- Terminó su historia con una ruidosa carcajada que asegurarías que toda la cuadra escuchó. Tú te reíste también, su ánimo era contagioso. Duraron uno segundos en silencio antes de que él lo rompiera: -Lo más divertido de haber cargado esas cajas fue que descubrí que al menos hay alguien que se interesa en este viejo héroe.- -Hey, no digas eso. Eres la persona más interesante que he conocido. Eres toda una personalidad, Reinhardt.- Le sonreíste, mirándolo dulcemente. –Gracias. Aprecio tu comentario.- Respondió él.
Lo mirabas en silencio y, sí, en efecto, la edad ya lo había marcado. Su piel, su cabello, eran pruebas de eso. A veces, deseabas haberlo conocido en sus años dorados. De seguro era todo un caballero en armadura brillante. Literalmente. Pero estaba bien, estabas con él y eso era suficiente para ti.
Después de terminar su cerveza, Reinhardt añadió: -Es hora de irme, fue un placer haberte ayudado. Habrá que confiscar armas a bandidos más seguido si eso significa platicar un rato contigo.- Y con eso se acercó a darte un abrazo de despedida. Tú te levantaste a abrazarlo también. Y fue ahí cuando te diste cuenta que el hombre era exageradamente alto, ni siquiera a los hombros le llegabas. Pero no te importó y lo abrazaste cerrando tus ojos para disfrutar el momento mientras le agradecías por ser tan servicial.
Una vez separados, por torpeza tuya tiraste un vaso al suelo. –Oh, no te preocupes. Yo lo recojo.- Se ofreció él y se agachó a recogerlo. Pero hubo un problema: ya no se pudo levantar y el tipo era demasiado grande para hacerlo por tu cuenta. Él, avergonzado sólo decía –Mi espalda, mi espalda.- Sacaste tu celular y llamaste a Ángela lo más rápido que pudiste. Okay, nota tomada, no dejarlo cargar tanto para la próxima.
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La curiosidad acabó en borrachera
Extracto del libro “Perú (des)amado: miedo y alegría en el país de Arguedas”.
Nadie parece saber cómo ir al escenario donde oficialmente comenzó todo. Recorro junto al taxista tres paraderos distintos hasta que por fin damos con el adecuado. Me habían dicho que la combi tardaba cinco horas en llegar, pero en realidad son sólo tres, siempre y cuando se pille a tiempo. Veo en la pizarra que la siguiente sale a las 12. Son las 10. O sea que sí, será un viaje de cinco horas como mínimo. La espera la reparto entre el desayuno tardío en un restaurante y el aburrimiento en el mismo terminal. No veo nada que me llame especialmente la atención, salvo a un extrovertido anciano, vestido como en un videoclip ochentero, gorra de cuero incluida. Habla por los codos con un campesino al que conoce. Es obvio, por sus ademanes, que es alcohólico, condición que confirma en cuanto salimos, bebiendo licor de caña durante todo el trayecto.
Conforme se va emborrachando, se convierte en el dueño y señor de la combi, protagonizando un espectáculo bastante lamentable, embarazoso y gracioso a partes iguales para el resto de los pasajeros. Después de atizar con su verborrea a su vecino de asiento, otro viejo campesino que le ha aguantado lo más estoica y educadamente posible, se vuelve hacia mi y me grita: "¡Usted, el estadounidense. Usted es culto, señor. Ustedes llegaron a la Luna. No como nosotros, que somos incultos y llegamos tarde a todos los sitios!". Risa general. Viéndolo venir, hace tiempo que me había apresurado a ponerme los auriculares, en un intento por evitar el diálogo. No da resultado y sigue hablándome. Pasadas varias menciones, le contesto mintiéndole: "Señor, yo no soy estadounidense. Soy marroquí". No escucha. "Ustedes llegaron a la Luna", repite a modo mantra, hasta que se baja en Pampa Cangallo, como la mayoría de pasajeros, no sin antes invitar al conductor a un trago de la cerveza que acaba de comprar nada más pisar tierra.
El resto del camino vamos dejando a unos cuantos pasajeros más, de pueblo en pueblo, que dando solo tres cuando por fin llegamos a Chuschi. Definitivamente es el pueblo más pueblo de cuantos he visitado, sólo comparable a Andamarca. Es uno de esos "pueblos de una sola calle por donde nunca pasó la dicha" que definió el escritor Manuel Scorza. Me siento solo, como un voyeur de la Historia. El chófer debe verme tan desconcertado como estoy, porque después de preguntarme que qué hago allí, me recomienda buscar a un viejito muy respetado y sabio, cuyo nombre soy incapaz de recordar en estos momentos. Y si no lo hago es porque unas abuelas apostadas cerca, en el único punto de reunión social que veo, me dicen que no está allí, que se mudó a Huamanga hace tiempo. Les doy las gracias y sigo andando media cuadra, en dirección a la plaza, a ver si encuentro alojamiento. Me escoltan unas niñas, quienes me informan que hay varios sitios disponibles. Son dos o tres y me decido por el más cercano, cuyo piso de abajo funciona como bodega. La señora me informa que "sí, hay habitaciones, a 10 soles la noche". Nos dirigimos un par de casas abajo, en la misma plaza, y me quedo en una habitación situada en el primer piso –no hay recepción ni nada que se le parezca–. Por ese precio, no me sorprende lo más mínimo encontrarme con un viejo amigo en la colcha de la cama: el omnipresente y sempiterno tigre de Bengala. 'Hola camarada, ¿qué tal va el viaje? Lindo verte de nuevo'.
Una vez instalado, debo reconocer que no tengo ni idea sobre qué hacer. La plaza está literalmente vacía y carezco por completo de contactos aquí. Guiado por la intuición, me pongo a caminar en dirección contraria a las pocas personas que veo en el pueblo, colegiales que asumo regresan a sus casas. Y en su colegio, al final de una pendiente en bajada, descubro Chuschi.
No es el pueblo que fui a buscar, con un pasado trágico sobre el que husmear, sino más bien uno lleno de vida, cotidiano y sencillo.
Tanto la pista de fulbito como la de voleibol están siendo utilizadas por maestros y estudiantes. Me acerco tímidamente a la entrada, donde me reciben unos niños que empiezan a preguntarme lo típico, qué de dónde soy, qué dónde vivo... Todo el mundo me mira. Los profesores que están en la banca, observando el partido que juegan sus colegas, me acogen rápidamente entre ellos. Resulta que están confraternizando por el Día de la Madre, que se celebra el domingo. Hoy es jueves, pero como la mayoría son de fuera de Chuschi y los viernes se van a sus respectivos pueblos, toca hacerlo hoy. Lo del partido es una de las actividades programadas. No sé quién está más encantado con nuestro encuentro, si ellos o yo. Conversamos sobre el colegio, las clases, sus costumbres. Descarto preguntar sobre el conflicto armado, porque me parece que no viene a cuento, aún a pesar de que les comento que esa es la razón que me ha conducido hasta allí. Pero pronto lo olvidaré.
Acaba el partido y el resto de profesores se unen a la conversación. Ahora me preguntan sobre España, hablamos del Barça, de Messi, de la selección peruana; todo muy normal, así es la vida. De repente veo que todos se van levantando, en dirección a una de las aulas del edificio. No entiendo muy bien, y como no quiero molestar concluyo que es hora de marcharse. "No, no, ahora vamos a comer todos juntos. Estás invitado". Y en esas me veo, sentado con todos los profesores y profesoras, comiendo pollo con choclo y papa, siendo una especie de atracción para ellos. Las bromas se suceden, especialmente cuando me presentan a una profesora nueva, soltera ella. Repito en varias ocasiones que estoy casado, pero no hay manera. "¡La trampa pues!", grita uno de ellos. Carcajada generalizada. Son gente sencilla y simpática. Son el pueblo. Finalizada la comida, alguien pasa ofreciendo unos traguitos de licor de caña con miel. "El digestivo, amigo", justifican sonrientes. Y lo que, ahora sí, parece ser el final del día, después de algunas dudas, decide continuarse en la casa de uno de los profesores –al que, por cierto, identifico como uno de los tres pasajeros que ha llegado conmigo en la combi–.
La reunión en el patio de ese profesor se inició como sin querer iniciarse. En el camino entre el colegio y aquí hemos perdido a la mayoría de profesores, así que de momento sólo estamos 3 o 4. Entre ellos se encuentra mi nuevo y más mejor amigo, el profesor Marciano –imposible no acordarse de ese nombre–, al que conocen como 'Mache'. Es un tipazo, lector ávido de poesía, y amante de Federico García Lorca, de quien incluso me recita algún verso. Nuestra conversación, como esta experiencia, hace que relativice mi juicio sobre la educación pública, o al menos sobre los profesores que la nutren –si algo me demuestran todos ellos, a partir de lo que me cuentan y veo, es que se sienten completamente abandonados por el Estado y la sociedad. ¿Y cómo se puede construir una educación sin profesores? ¿Cómo despreciar la verdad inexorable de que los alumnos de hoy serán los profesores de mañana?–.
La escena va convirtiéndose en lo que podría ser el anuncio perfecto de eso que venden como 'turismo vivencial', invento posmoderno que bautiza lo que antes se conocía sencillamente como viajar. Tres de los profesores han venido con sus instrumentos (violín, guitarra y arpa). Al mismo tiempo, llegan dos alumnas para practicar sus cantos. La cosa va tomando color, pues el resto de profesores se va uniendo poco a poco. Uno de los más mayores, que no estaba antes en el colegio, llega bastante perjudicado, pues se ve que ha estado celebrando por su cuenta. Nada más llegar a mi lado empieza a llorar, no sé sabe muy bien por qué. 'Mache' trata de explicarme eso, lo que ya se ve, que está algo borracho. Hablamos y se pone a rajar de España, mientras el resto me dice que no le haga mucho caso. Nos reímos el uno del otro. Y de nuevo empieza a llorar, esta vez por un motivo tan imprevisible y aleatorio como el de "los pobres niños de África". Trato de explicarle que África es muy grande, que no todos los niños son allí pobres, que ya puestos llore por los de acá. Pero ya está levantado, no me escucha, y brinda "por nosotros, los profesores, los más pobres, a los que nadie nos quiere".
Seremos unas 15 personas en total. Por si fuera poco, al Día de la Madre se le ha unido la celebración de cumpleaños de uno de ellos. La caja de cerveza está en su lugar y una botella de licor de caña va pasando de mano en mano. Confieso que la mía es una de las más frecuentes. Cuando se acaba, compro una más en la bodega que tienen en la misma casa. Su precio me deja atónito: 2 soles. Casi o más barato que el agua, lo cual ayuda a entender el uso que los españoles –y los poderosos que les sucedieron– hicieron de semejante instrumento de embotamiento.
Aunque la situación parece ser la inversa en estos momentos. Como no estoy acostumbrado a los efectos de este brebaje en particular, bebo sin conocimiento. De huaynos en los que únicamente cantaban las jóvenes hemos pasado a la euforia generalizada, en la que todos cantan y bailan. Yo empiezo a perder el control de mis emociones. Aprovecho para grabar algunos videos, aunque afortunadamente mi cámara se queda sin batería y debo abandonar la intromisión, justo a tiempo para los discursos – en Perú una celebración sin discursos no puede considerarse como tal–.
La música se detiene, y el profesor llorón y borracho sube contento a una silla y trata de hilvanar un discurso emotivo sobre la educación y la pobreza. Por lo que alcanzo a recordar no lo consigue del todo, pero lo que importa es la intención –especialmente si está acompañada de lágrimas–. Baja y, para mi sorpresa, antes de que se reanude el jolgorio, pido la palabra –o, mejor, el licor es quien lo hace–. Me gustaría pensar que, pese al alcohol, todavía soy capaz de soltar algo coherente y con sentido. Creo recordar que fue algo así como 'ustedes demuestran lo que voy viendo en este viaje, que el Perú es mucho más que sus números, sus políticos y su pasado. Que lejos de corrupciones y el caos de la informalidad, existen personas maravillosas como ustedes'. Ese rollo. Idealmente, he de reconocer que me alucino a mi mismo como Gael García Bernal en 'Diarios de Motocicleta', cuando interpreta al Che en su discurso a los trabajadores de una colonia de leprosos de San Pablo (también en Perú). Idealmente...
Lo siguiente es el último recuerdo que la bebida me ha dejado conservar. Una profesora me pide salir a bailar, a lo que en un principio me niego, para luego claudicar gustoso. Me explican cómo patear el suelo, cómo mover los brazos, cómo contonear mi cintura. Me siento estúpido y feliz. Después de un tiempo considerable, acaba la canción y abandono el baile. O eso creo, porque ya soy capaz de recordar nada más...
En la mañana, despierto vestido igual, con pantalón, calcetines, sin chaqueta. Todo se ve tranquilo, no hay nada revuelto en la habitación. Lógicamente, no tengo ni idea de cómo he llegado hasta aquí, pero nada me hace indicar que la lié demasiado, hasta que logro despejarme ligeramente y observo que mi ropa está llena de barro. La camisa apesta a licor, igual que la chaqueta. Ambas están algo mojadas. Un fantasma de duda comienza a recorrer mi cuerpo. ¿Qué pasó? Al menos no me duele nada y tampoco tengo ninguna marca de violencia, con lo que descarto la posibilidad de una improbable pelea. Lejos de sentirme muy resaqueado, podría decirse que sigo algo borracho. Creo que el licor todavía me gobierna, porque tras una tirada de agua a la cara, me encuentro en la bodega de la señora, mochila en la espalda y llave en mano. Le pago los 10 soles estipulados y me atrevo a preguntarle:
– Señora, me da algo de vergüenza, ¿pero sabe usted cómo llegué anoche a la habitación? – (Carcajada monumental). Le tuvo que subir mi esposo arrastrando, no podía usted ni andar...
(Guardo silencio, mientras me imagino en plan Hunter S. Thompson protagonizando una suerte de 'Miedo y Asco en Los Andes').
– ¿En serio? ¡Cómo lo siento, señora! Lo siento muchísimo. – Que no, es broma, lo trajo el director del colegio. Sólo vino usted un poco mareado...
(Suspiro algo aliviado).
– Se medio tropezó en la entrada y luego le dijo a mi esposo que estaba bien, entró y subió corriendo las escaleras... hasta el último piso.
(Mejor correr un tupido velo).
– ¿Cuándo sale la combi, sabe? – En una hora, pero yo salgo ahorita en el camión. Venga conmigo si quiere, le cobro lo mismo.
Desayuno apresuradamente en el restaurante del costado, un plato de arroz con algo. Mientras lo hago puedo conversar con el dueño, un señor mayor que me cuenta sobre su juventud. Él se marchó a Huamanga cuando el conflicto se hizo imparable, pero me habla brevemente de la realidad que lo precedió. "En 1976, Abimael Guzmán vino acá y se quedó cinco días. La escuela era un centro de adoctrinamiento y nos entrenaban como a militares, con mucha disciplina. Así era".
¿Y ahora? ¿Cómo está Chuschi ahora?, le pregunto. "Ahora el pueblo ha crecido un poco, es distinto. Son todos fujimoristas desde que Alberto Fujimori hizo una visita al pueblo". Este corto testimonio es lo único que obtendré, sin buscarlo, de la historia de un pueblo que ahora abandono, con el remordimiento de no volver a ver a nadie más ni investigar sobre el episodio de anoche. No por nada grave, que seguro que no sucedió, sino porque, tal y como me conozco, es muy posible que les prometiera volver al colegio, al espectáculo musical que deben estar dando los niños a esta hora. Veo el edificio desde la carretera y me disculpo a la distancia con ellos, como lo hago ahora. Igual que les agradezco muchísimo, porque me hicieron pasar un rato magnífico y me dieron una lección: la de sobreponerse a la tristeza en buena compañía, con sencillez y humildad, sin grandes pretensiones.
El cierre de esta excursión etílica y breve, el colofón al anuncio del gringo que descubre el 'Perú verdadero', es ver a la señora Rosita conduciendo su camión, rumbo como cada 15 días a Huamanga en busca de provisiones para su bodega. Con poco más de metro y medio de altura, tras ese volante ancho que apenas alcanza a bordear con las manos, su resolución es el avance del mundo. Ha dejado a su marido como encargado, pero él no sirve para nada, porque le llama cada dos por tres, preguntándole por los precios de los productos. Ella contesta con resignación y paciencia: "2 soles", "3 soles", "6 soles"...
Empieza a llover, pero no importa, porque se detiene y pone una lona para que no se moje lo que llevamos detrás. Todavía bajo los efluvios del trago y en su compañía, el trayecto se convierte en un verdadero placer. La ruta, hecha en silencio, es especialmente bonita. De lo más bonito que recuerdo en todo el Perú –claro que es posible que mi estado tenga algo que ver en esta percepción, como pasa con esa comida a la que recurres al final de la noche, que te sabe deliciosa y luego la pruebas otro día y es sencillamente asquerosa–. Cientos de dientes de león adornan la carretera, trasladándome al pueblo de Douglas Spaulding, ese chiquillo (alter ego de Ray Brad- bury) en la preciosa novela 'Dandelion Wine'. Violencias aparte, este valle, la vida de Chuschi, es la vida de ese pueblo, convertido en el escenario perfecto de las alegrías que trae ese mundo sencillo y conmovedor que Bradbury se encargó de relatar de forma tan excepcional –la mayor parte del tiempo a partir de algo tan aparentemente opuesto como la ciencia ficción–; nostalgia de un mundo que ya no existe y quizás nunca existió más que en el papel. ¿Acaso estoy viajando a un ayer inventado? Quizás debería dejar de beber tanto.
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