Tumgik
sofiaberenguervarin · 3 years
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"—Take your fucking hands off that shit.
—I won't.
—You probably don't even know how to use it.
—Wanna bet?
—What's your deal, anyway? This is not even your fucking business.
—One more... One more dumb, stupid question or doubt and I... I swear to God, I blow your fucking head off your fucking body."
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sofiaberenguervarin · 3 years
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“Strange how, when you are young, you owe no duty to the future; but when you are old, you owe a duty to the past. To the one thing you can’t change.”
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sofiaberenguervarin · 3 years
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Recuerdos y palabras intrusivos.
Santiago de Chile, 2013.
—Lo que quiero decir —soltaba Rosario, apenas levantándose de su asiento—, es que hoy es un día muy importante... Y no sólo porque mi hermanito se graduó, sino porque también hoy se cumplen once años de la partida del abuelo. Tanto su tía Matilde como ella bajaron la cabeza, aunque sólo la primera parecía más molesta que herida. O incómoda, como Sofía. Su prima, no obstante, seguía hablando. Parecía conmovida y afectada, mientras levantaba una copa con vino tinto en su mano derecha. El silencio era sepulcral, ya poco y nada quedaba de aquél júbilo y entretenimiento aniñado de hacía cinco minutos, cuando Javier contaba acerca de lo peor de convertirse en un economista. —Salud —interrumpió su abuela, queriendo cortar su discurso antes de que escalase aún más—. Por Javierito. Rosario a continuación frunció el gesto, se veía molesta por la omisión de su abuelo. Su padre lo notó, dedicándole una mirada hacia arriba desde su asiento, para después darle un golpecito con cariño en la pierna. Javier estaba medio incómodo, como la mayor parte de los presentes. —Esperemos que no termines en la tele hablando de plata —soltó Matilde, esta vez dándole un sorbo a su copa para pasar el mal rato—. Porque si lo haces, te hago la cruz. Se echaron a reír, ella apenas y sonreía mirando por encima del cristal. Sofía sentía alivio por el cambio de tema, pues temía terminar por soltar un comentario que no caería bien; sobre todo a Rosario. A ella y ese amor admirativo enfermizo que le tenía al viejo fallecido. Y la verdad es que muchos recuerdos buenos con él no tenía. — ¿Cómo va todo por allá donde andas, Sofi? —soltó Javier—. ¿Son como en las series de crímenes los gringos, o ni tanto? La pelirroja tenía el tenedor en la mano izquierda, mientras intentaba cortar un trozo de carne sin perder la atención al resto. Tomás, su padre, estaba a su derecha, mientras que a su izquierda se sentaba su abuela. Le dio una pequeña mirada al primero, quien le decía sin hablar que estaba bien exponer sobre su trabajo, pues había sido el mismo festejado quien le había preguntado; no le gustaba quitar el protagonismo a quienes lo tenían. —Eh, pues —dejó el tenedor a un lado—, ni tanto. Son como medios torpes, a veces. Y la mayoría cree que América no es un continente. Para ellos es su país. Ah, y creen que soy gringa porque no soy morena. —Chucha —repuso Javier, su abuela lo miró con dureza. Presionó los labios, se encogió de hombros—. Perdón, viejita. Pero qué son tontos los gringos. Sofía se echó a reír. —Sí, son medios tontos —replicó, calmándose—, pero al menos tengo al Dani para hablar en español y que nos queden mirando raro. —Ah, verdá' que andai’ enamorada —remató su primo, sonriéndole—. Está bien, está bien. Todos siguieron comiendo por un momento, hablando lo justo, recordando pequeñas anécdotas de la niñez de todos los nietos e hijos Berenguer. Recordando, también, a Martina y Matías, quienes también hacían falta en aquella mesa. Era una fecha agridulce, pues cerca había estado otro aniversario de sus muertes, pero al menos aún tenían a Sofía con ellos. Y siguieron riendo, pensando y compartiendo. Todos, excepto Rosario Berenguer. La joven castaña apenas y tocaba su comida, tenía la mirada perdida y las mejillas ligeramente sonrosadas. Como cuando bebes mucho alcohol o quieres llorar. O te encierras y te mueres de calor. Quizá todas las anteriores. Sostenía el tenedor tan fuerte por el mango que parecía estar nublando el torrente sanguíneo, pues los nudillos se le estaban tornando blanquecinos. Su madre lo notó, por lo que no tardó en destacarlo. —No has comido nada, Rosarito —dijo Helena—, ¿algo te cayó mal? Ella soltó el tenedor, como si por fin hubiese salido de un trance. —No, mamá —respondió, esbozándole una sonrisa que no llegó a sus ojos—. Sólo que me quedé pensando en algo. — ¿Y a ti qué te pasó ahora? —añadió Javier. —Nada, nada —se hacía de rogar, como siempre—. Sólo que hay cosas que me sorprenden. Sofía intuía que algo fuerte estaba por ocurrir. Por esa misma razón, evitaba visitar a su familia paterna muy a
menudo. Rosario Berenguer tenía la mala costumbre de concurrir al llamado proceso de “hacerse la víctima”, desde que Sofía tenía memoria. Comenzaba porque no querían jugar con ella, en su niñez, gritando y pataleando y llorando, hasta que por fin le daban atención. Lo hacía con ella frecuentemente. Luego escaló en su adolescencia al chantaje emocional, como hubo de hacer para obligarle a ir al funeral de su abuelo, aunque finalmente terminó por no acudir por una discusión con ella misma. Y ahora, presentía que sería por el mismo hombre que su arranque de “nervios” ocurriría otra vez. Se quedó quieta, no quiso hablar. — ¿Qué cosas, mi amor? —su madre siempre le aguantaba sus berrinches, aún con veintiséis años. —Pucha, mamá... —dijo por fin, apoyando los codos en la mesa—. Aquí todos hablan de la familia, de los lazos, de los recuerdos... pero se olvidan que, sin el abuelo, aquí no estaría ninguno de nosotros. Javier bufó, dándole un bocado a su puré de papas. José Ignacio, su padre, intentó enfocarse en otra cosa. —Nadie se ha olvidado de su abuelo, Rosarito —respondió su abuela—, sólo que intentamos no enfocarnos en lo malo. Rosario se quedó quieta, como Sofía, sólo que no tardó en reaccionar de la peor manera. — ¿Enfocarnos en lo malo? —ahora su voz estaba un poco más aguda—. ¡Pero de qué están hablando! Si acordarse del abuelo no tiene nada de malo, al contrario. El abuelo era el... —Por fa, Rosario —su prima le interrumpió—. No te pongas latera. — ¿Latera? —Sí, cansina —replicó Sofía—. No es necesario que hables tanto del abuelo, por algo nadie quiere hablar de él. Sólo tú le ves como ser de luz. Perfecto. Y te lo respeto. Pero no porque tú lo hagas, significa que todos tenemos que hacerlo. Las cosas son como son, hay que sacarse la venda de los ojos y aceptarlas así. Silencio. —Gracias, Sofi —dijo Javier, aparentemente divertido—. Por fin alguien se lo dice. Todos habían evitado decir nada más, por lo que siguieron comiendo. Incluso Helena se había callado, esta vez no defendiendo lo indefendible de su hija caprichosa. —Deberíamos estarnos enfocando en mí —añadió el festejado, sonriendo irónicamente—, que por fin saqué la carrera más fome de la vida entera, pero que por alguna razón me terminó gustando. O podríamos felicitar a mi primita linda que anda por allá en gringolandia atendiendo a los locos. O a la tía Mati, que va a dar una clase magistral en la Católica. O incluso a la loquita de mi hermana, que anda haciendo su magíster. María Eugenia Fernández sonreía, plenamente satisfecha con los logros de su familia. Era una mujer mayor ahora, sólo podía hacer eso. Pero Rosario seguía molesta. — ¿Cómo que atendiendo locos, niñito? —le dijo Sofía, lanzándole una servilleta—. No sólo trato con locos. Javier la atajó, sacándole la lengua luego. — ¿Tú nunca eres feliz con nada, cierto Sofía? —dijo su prima—. Eres una malagradecida. — ¿Perdona? —replicó—. Sólo dije lo que pienso... Y quiero creer, lo que piensa la mayoría aquí. —Ese es tu problema, que no piensas y hablas puras weás. Pura mierda. ¿Para qué viniste? José Ignacio miró molesto a su hija, quien parecía estar a punto de expulsar espuma por la boca. Había intentado aplacarla antes, cuando conmocionada pedía un brindis por su padre fallecido, quien nunca fue la imagen del padre del año. No era secreto que nadie allí más que ella le seguía apreciando, pues ni su madre, la vieja y respetable María Eugenia Fernández, le soportaba. Ni a él ni a su memoria. Había sido un esposo terrible, así como un padre demasiado tiránico. Sólo Rosario le quería, algo que él no entendía ni lo haría nunca. Le parecía enfermizo. —A ver, hermanita —interrumpió Javier—. No pasa nada. La Sofía sólo dijo lo que le nació, no tiene nada de malo. Cada uno tiene derecho a decir lo que quiera, por eso vivimos en democracia. La joven estaba roja de rabia. — ¿No tiene nada de malo? —arremetió de nuevo—. ¡Todo tiene de malo! No entiendo cómo cresta anda tan campante y puede soltar mierda aquí, ni siquiera debería haber venido. Sólo la sigue la desgracia. Debería
haberse quedado allá con los gringos. Todos se quedaron en silencio, pero Sofía estaba inexpresiva. La matriarca, sin embargo, miraba con desdén a su nieta Rosario. — ¿Disculpa?
—Lo que escuchaste.
—Aquí la única que está faltando el respeto eres tú, Rosario. Yo sólo dije lo que todos estaban pensando pero nadie quiso decir en voz alta. Ahora, si tú eres tan sensible y te gusta ser tan loca, no es mi problema. —Vergüenza me daría ser tú, Sofía —dijo por fin, luego de aguantar el ataque de su prima—. Te las das de buena ciudadana, que defiendes gente. ¿Cómo les va a los gringos contigo? Si tú misma mataste a tu mamá y a tu hermano. Matilde, quien siempre había sido cercana a Sofía, se levantó de golpe. La pelirroja se había quedado muda. Tomás Berenguer, quien estaba en silencio también desde casi el comienzo de la velada, tensó la mandíbula. Se levantó luego, junto a su hermana. José Ignacio supo ahí mismo que su hija estaba fuera de control. —Vuelve a decir algo así y no entras más a esta casa. La voz tajante de la anciana se alzó en el ambiente. —Pero, abuela... Yo —intentó decir Rosario, medio tartamuda. —Tranquila, abuela —dijo Sofía, levantándose con calma—. Ya veo que aquí no soy bienvenida. Javier estaba molesto, miraba a su hermana con rencor y rabia. »—Muchas gracias por la comida —añadió ella—. Y felicidades, Javierito, por tu título. No me cabe duda de que te va a ir genial como economista. Nos vemos en la casa, papá. O si quieres, cuando estés por irte, te vengo a buscar. Pásenlo bien, provecho. Yendo hacia la puerta pudo escuchar como un montón de cuchillos y tenedores golpeaban los platos, para luego oírse una discusión que terminaba en un llanto intenso y agudo. Era Rosario. Y aunque antes hubiese retrocedido a disculparse, a ofrecerle apoyo por las lágrimas, esta vez la mujer podía ahogarse en sus lágrimas; quizá así se encontraba con el bodrio que tanto quería, dos metros bajo tierra.
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sofiaberenguervarin · 3 years
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Rutina.
Estados Unidos, 2 de marzo del 2012.
"Rutina.
Llego a casa, me quito los zapatos, cuelgo el abrigo y enciendo la televisión. No para prestarle atención, sino más bien para tener algún ruido de fondo mientras busco algo para comer. Y como. Una ensalada, o cereal. O quizá, depende, un sándwich improvisado. A veces ordeno comida. Luego avanzo con el trabajo, tan sólo un poco, para después ir directo a la ducha. Agua tibia, nunca debo olvidar cerciorarme de que es tibia; ni fría, ni caliente. Salgo, tomo la toalla que está a un lado, me cubro. La rutina. Ir la cama no es complejo, lo complejo es dormirme.
Me cuesta dormir a veces.
Pero duermo, un poco más cada vez.
Todos los días lo mismo.
Excepto hoy.
Dos de marzo, hoy se cumplen diez años.
Hoy he llegado a casa aguantándome la presión del pecho. He caminado, con los zapatos, hasta el final del pasillo; el pequeño balcón del departamento apenas y puede estrecharme, pero decidí salir. Me quedé quieta. Estaba frío, tenía la piel de gallina. No me quité los zapatos. He vuelto dentro, he ido a la cocina, abierto el refrigerador y he tomado la única botella de vino que me queda, la que uso para las visitas. No he encendido la televisión. Me dejé caer al suelo, aún sin quitarme los zapatos. Tampoco he comido nada… ¿Por qué no he comido nada? No he tenido hambre. Al menos, no le he sentido.
No he ordenado comida, no comí.
La botella está fría, tengo las manos heladas. El vino sabe extraño. A este punto he llegado casi al fondo, aunque tampoco me cercioré de cuánto contenido aún tenía dentro cuando le saqué de su lugar. No he tocado los expedientes, no he releído mis notas. Mis lentes siguen en su estuche, en el fondo de mi bolso. ¿Dónde está mi bolso? No lo sé. ¿El abrigo? Quizá lo he dejado en el suelo. No lo colgué, tampoco me he quitado los zapatos. Tendré que limpiar.
El abrigo sigue en mi cuerpo. Aún así tendré que limpiar.
A este punto he dejado la botella junto a mi pierna, la boquilla está cerca de mi rodilla. La garganta me arde, como si tuviese un bulto ahí dentro. Como si estuviese a punto de estallar. Creo que vomitaré, pero no lo hago. Es un reflejo fantasma. Hoy no he llorado, aunque puedo percibir las ganas de mis entrañas de estallar en el suelo de la cocina. No lo hago. El ceño se me frunce, no lloro, no estallo. Me retuerzo, pero no lloro, no estallo. Me quedo quieta.
Y me quedo quieta, cinco, diez minutos.
Tal vez sólo fueron dos.
El trayecto de la cocina al pasillo, del pasillo a la sala y de allí al baño es de veinticinco pasos, los he contado. A Laura, mi vecina, le parece extraño que los cuente; ella nunca lo hizo. He dejado la botella medio vacía en el suelo, no logré encontrar la tapa. ¿Es posible que se evapore? No sabría decir. Una parte de mi cerebro me dice que debo limpiar, pero yo le empujo a un lado como diciendo “no, ándate, no ahora”. No me responde, yo tampoco lo digo. No en realidad. Y entre que me pregunto, mentalmente, si es posible que se evapore el vino o si debo limpiar o no, termino por llegar al baño. Está ordenado. Siento que he dejado un desastre tras de mí, tengo los pies pesados y los zapatos posiblemente sucios por el exterior.
Debería habérmelos quitado.
Pero no lo hice.
Y así entro a la ducha.
Entro en silencio, como se entra a un interrogatorio federal. En silencio, aunque me quito la ropa con cuidado. No el mismo cuidado de siempre, pero cuidando sin querer no esforzarme demasiado. ¿Por qué no miro dónde dejo cada cosa? No tengo idea. Pienso que me gustaría ser un ave, para irme lejos y alejarme de mis problemas. Por un momento me gustaría tener alguna enfermedad degenerativa para la memoria, o tener un servicio a mano como aquél de la película de Jim Carrey. Jim Carrey, no me gustan mucho sus películas.
El agua está fría, tan fría como el viento del balcón o el cristal de la botella de vino. Fría como tenía las palmas, fría como la memoria del día. Fría como un funeral.
Y arrastro el agua con descuido, apenas y miro por encima del hombro, apenas y percibo que me estoy mojando. No pienso nada. Pongo la cabeza directo bajo la llave, me llueve sobre mojado, no figuradamente. Literal. El reflejo de explotar me repta desde el vientre hasta el pecho, allí se pasea por entre mis pulmones y danza con cuidado por entre mis costillas. El corazón me late un poco más rápido, como si tuviese un ataque de pánico.
Y exploto.
Y caigo en cuenta de que hoy es dos de marzo, hoy se ha muerto mi madre y mi hermano, diez años atrás. Y sin embargo, aquí sigo yo.
Bajo la llave de la ducha, desnuda y llorando.
Pero viva,
¿Por qué sigo viva?"
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sofiaberenguervarin · 3 years
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La noche del diluvio.
Tampa, Florida. Principios de febrero, 2012.
—Okay, yo espero.
Eran pasadas las nueve de la noche y fuera no dejaba de llover. Parecía una típica escena de película policíaca, como esas que solía ver antes de siquiera pensar en convertirse en detective. Allí, en aquellas tierras extranjeras y medio estereotipadas, todo se asemejaba a las películas; desde las lluvias hasta los tornados, de los tornados a las marchas y manifestaciones. Incluso los “eventos” gubernamentales parecían salidos de un filme de la talla del "Día de la Independencia".
Llevaba más de media hora intentando conectarse con la estación de policía, la correccional y también la prisión, pero la señal no dejaba de fallar. Este era el cuarto intento, aunque se permitía admitir a sí misma que este al menos iba mejorando; la operadora de la policía de Tampa, al menos, estaba intentando darle respuestas.
—La reunión tendrá que posponerse —dijo la mujer, con la voz ligeramente aguda—, las lluvias están aún muy fuertes. Aquí en la estación estamos teniendo complicaciones.
— ¿Está segura? —increpó Sofía, enrollándose el cordel del teléfono antiguo en los dedos—. ¿No hay posibilidad?
—No, señorita —respondió—, me temo que no. Lo mejor será que se hospede en algún hotel por esta noche. O quizá incluso por el día de mañana, pues no sabría decir si la situación habrá mejorado todavía. ¿Tiene usted donde quedarse? ¿Viaja sola?
—Eh —se distrajo momentáneamente con la televisión—. Sí, sí. Me estoy quedando en un hotel, aunque tendría que dar aviso del alargue de estadía. Y no —añadió, respondiendo la última pregunta—. Viajo con mi compañero.
—En cualquier caso, puede comunicarse conmigo de nuevo. Aunque la señal esté horrible, su mensaje quedará aquí. Yo me encargo de entregárselo a mi jefe.
—Muchísimas gracias, me comunicaré.
Sofía Berenguer bufó, colgando nuevamente el teléfono en su lugar. Aún no se quitaba completamente la ropa que había llevado en todo el día, a excepción de los zapatos y las medias. Planeaba darse una ducha, pues había tenido bien presente en la cabeza que debían emprender el camino hacia dicha reunión—ahora pospuesta— muy temprano por la madrugada; sin embargo, la lluvia y las pésimas condiciones del clima le habían turbado el plan.
De Daniel ni hablaba, pues a pesar de tener una mejor relación ahora, las cosas seguían siendo extrañas. Él le miraba, de vez en cuando, como si fuese un extraterrestre; ponía caras raras con frecuencia cuando ella respondía algo antes que él. Podía sentir, además, una ligera tensión aún, tensión que bien podría haberse cortado a punta de cuchillo. Esperaba disolverla, no obstante, tarde o temprano. Y había pensado, así mismo, intentar limar asperezas de una vez por todas en ese viaje de cuatro horas y media que harían durante la madrugada, pero el clima le había jugado un malísima pasada.
Subió el volumen de la televisión, que hasta ahora permanecía enmudecida. Una película de Natalie Portman figuraba en la pantalla, aunque no le prestó demasiada atención.
Tenía la bata oscura del hotel puesta encima de lo que aún llevaba puesto, ya que ni siquiera se había puesto la ropa de dormir. Planeaba hacerlo, pero aún no llegaba a eso por los intentos de llamada. Se sentó en el alfeizar de la ventana, viendo cómo los arboles se movían de un lado a otro, frenéticos, mientras que la lluvia golpeteaba insistentemente en el cristal; apoyó la frente allí, humedeciendo la piel un poquito, para terminar por cerrar momentáneamente los ojos y escuchar el sonido del exterior siendo amortiguado por las paredes del edificio.
Escuchó la lluvia y suspiró, al menos hasta que un golpe en la puerta le hizo abrir los ojos y permanecer expectante.
—Permiso —una voz conocida se presentó, la figura medio atolondrada de Meschner se asomó por la puerta a medio abrir—. ¿Vengo en mal momento?
—No, pasa —espetó—. Pasa.
Entró y se quedó quieto junto a la puerta, cruzándose de brazos antes de seguir hablando. Esta vez no tenía el ceño fruncido, pero sí se veía algo incómodo dentro de una habitación que no era la suya y envuelto de reglas implícitas que, tampoco, estaban bajo su control; a la pelirroja eso le causó gracia, pero lo disimuló.
—Venía para preguntarte si pudiste contactarte con la estación —dijo, por fin—. Si no, para intentarlo yo...
Ella se levantó de su lugar, como si acabase de salir de un trance. Frunció el ceño—buscando despabilarse— y avanzó, sentándose en la cama. Ahora le miraba de frente.
—Sí, lo hice —replicó—, pero por motivos climáticos me dijeron que se posponía. Ya sabes, ligeramente me mandaron a la mierda. Bueno —añadió, encogiéndose de hombros—, nos mandaron a la mierda.
—Por la cresta, ¿qué hacemos entonces?
—La mujer que me atendió dijo que lo mejor que podíamos hacer era quedarnos mañana aquí, porque las lluvias estaban muy fuertes como para hacer otra cosa.
Él asintió, como sopesando las palabras que aún no decía.
De todo lo que había logrado entrever acerca de Daniel Mechsner, aquello que más destacaba era el hermetismo recurrente con que manejaba las situaciones más triviales. A veces respondía con monosílabos, a veces sólo asentía. A veces no decía nada en absoluto. Quizá y por eso no le caía bien: a ella le gustaba hablar, incluso más de lo que él probablemente aguantaba. A estas alturas, lo que fuese, a Sofía le daba exactamente lo mismo.
Esperó que se retirase, como hubiese hecho antes. Que no le dijese nada y se fuera, dejándola en medio de un silencio incómodo, pero no lo hizo. Cerró la puerta tras de sí y avanzó a una pequeña silla cerca de la ventana, no tan lejos de donde ella estaba; allí suspiró, dejándose caer como si estuviese derritiéndose de a poco. Le pareció gracioso.
—Entonces no nos queda de otra más que aburrirnos —le respondió, apoyando los codos sobre los brazos de la silla—. ¿Qué estabas haciendo?
Ella se encogió de hombros, luego soltó una risotada extraña.
—Lamentarme de la mala suerte que tengo.
— ¿Cómo así?
—Eso. La mala suerte de tener que quedarme contigo, varada en un hotel extraño, por las lluvias que no paran. No es necesariamente la definición de mi fin de semana perfecto.
Su respuesta fue un bufido, seguido de una carcajada que ella no logró clasificar al instante. Podía ser sarcástica, o podía ser de gracia genuina. Podía ser todo en el manual, como bien podía ser nada en absoluto. Sofía ladeó la cabeza a la derecha, entrecerrando los ojos ligeramente y frunciendo apenas los labios, como intentando hacerle entender que no era más que una broma.
— ¿Quieres algo para tomar? —preguntó, levantándose como pudo de la cama—. Tengo... —abrió un pequeño refrigerador, mirando el patético contenido que tenía dentro—. Coca-Cola sin azúcar, una botella de agua mineral y... Algo que parece ser yogurt, pero no estaría muy segura.
La mezcla hizo que su compañero arrugase la nariz, lo que a ella le hizo gracia. Aceptó una Coca-Cola finalmente, por lo que ella tomó una para cada uno. La bebida y el agua mineral habían sido por su cuenta, aunque el supuesto yogurt probablemente debía tener ahí un par de días; hizo una mueca simulando el asco mientras cerraba la puerta e impedía al aire frío seguir saliendo.
— ¿Tú que estabas haciendo? —preguntó, entregándole el refresco—. No vale decir algo como “pensando en lo insoportable que eres”.
Quien se encogió de hombros ahora fue él, llevándose a la boca la botella de cristal aún sumamente fría. Ella, por su parte, había vuelto a su lugar.
—Bueno... Ahora que descartas eso —replicó, mientras apoyaba la base del envase sobre el brazo del sofá, sonriéndole—, nada.
—Ya.
La mujer bebió un poco, fijando la vista ahora en la televisión. Tenía tantas ideas sobre qué podía decir, qué no y demás, que bien era mejor mantener el silencio y esperar a que él decidiese hablar de algo. No era que odiase tomar iniciativas en conversaciones, por el contrario, no obstante con Daniel la cosa había sido compleja desde el inicio.
—Estaba pensando —interrumpió la voz ajena.
— ¿Mhm? —replicó.
—No, nada.
—Dime.
—Que no nos conocemos —enunció, por fin—. Eso estaba pensando.
Con los labios en la boquilla de la botella, Sofía soltó un bufido.
— ¿Qué?
—Nada, nada —respondió, limpiándose la boca con el dorso de la mano—. Yo había pensado lo mismo, pero preferí no decir nada.
“Ah, bueno”, dijo él entonces. Y el silencio volvió a calarles los huesos, al menos por un momento, hasta que Sofía volvió a hablar.
—Hablando de eso... —se movió extrañamente rápido, antes de que él pudiese decir algo o siquiera moverse—. Hay un juego que siempre jugaba con mis compañeros de universidad. Incluso con mis colegas en la PDI, cuando no nos conocíamos mucho. Ayuda a crear vínculos, supongo. O algo por el estilo.
— ¿Bueno? —Daniel se echó a reír, medio incrédulo—. ¿Cuál es el juego?
—Son preguntas —soltó—. Bueno, dos verdades y una mentira. Yo te digo tres cosas, datos de mí, pero tú tienes que adivinar cuál es mentira.
Asintió, se había enderezado en la silla. Se quedaron un momento en silencio, momento en el que Sofía aprovechó de ubicarse mejor en la cama, como instintivamente esperando que tomase lugar a su lado; al instante se retractó de siquiera pensarlo, pero de todas formas se quedó en su nuevo sitio. La compañía que tenía frente a ella, fuera de otro pronóstico, terminó por dejar su lugar y sentarse, como ella esperaba, allí. Intentó reprimir una sonrisa, pero se sacudió al instante.
—Y... —le increpó al instante—. ¿Quién empieza, oye?
—Eh —intentó no pensar demasiado—. Yo empiezo. Acuérdate, son dos verdades y una mentira.
Sofía no gustaba de expresar sus sentimientos en voz alta con demasiada frecuencia, pues prefería tomarse su tiempo, respirar y sopesar las posibilidades, pero aquella instancia de transparencia mutua bien podría no presentarse nunca más. Tuvo tantas ideas en la cabeza, tantos prospectos de verdades, de mentiras, pero terminó decidiéndose por las cosas más banales primero.
—Okay —se removió, apenas le miraba—, va. La primera: practiqué equitación desde los cinco hasta los quince. La segunda, eh, desde los nueve hasta los doce tuve problemas de habla. Y la última, soy buenísima con los autos.
No le respondió instantáneamente, se le veía en la mirada que estaba intentando leer entre líneas sus respuestas. Ella fruncía los labios, cruzaba las piernas, cubría la piel con la bata y volvía a empezar. Parecía una niña pequeña que no puede quedarse quieta, pero ya eso era inherente. Él se enderezó, por fin medio campante y con una sonrisa engreída en la boca.
—La segunda es falsa —aún tenía la bebida entre los dedos, algo le decía que su mano se estaba congelando de a poco pero no le dijo nada—. Imposible que tuvieras problemas de habla.
— ¡Te equivocaste! —soltó, risueña. Se echó a reír sin querer, incluso terminó reclinándose hacia atrás—. La falsa era la de los autos. Sé manejar, pero ni me hables de cambiar aceite, arreglar motor o nada de eso. Malísima, como con las matemáticas.
—Te odio —tomó un sorbo de coca cola, aún medio sonriente—. Vale. Ahora voy yo.
Asintió.
—Desde siempre me he obsesionado con los perfiles psicológicos de los asesinos seriales, adoro los cómics y... —dudó, entrecerrando los ojos—. Detesto a los animales, a las mascotas.
Sofía entrecerró los ojos, como buscando hacerle ver lo inútil de sus aseveraciones.
—La tercera es falsa.
—Repito —bufó Daniel—, te odio.
Volvió a reír. Le hacía gracia cómo había sido capaz de creer que aquello era verdadero. Sí, era un tipo ligeramente huraño y hosco, pero incluso con dichas cualidades, veía imposible que sintiese odio hacia los animales de cualquier tipo.
—Daniel, estaba facilísima. Con qué cara...
—Ya, ya —le cortó la conversación antes de que ella pudiese, siquiera, rechistar—. Me aburrió. Mejor juguemos a las preguntas. Yo te pregunto algo, me dices si sí o no. Y viceversa.
Encogiéndose de hombros, aceptó. Aunque le hizo gracia su reacción, era primera vez que le veía ser así de infantil.
— ¿Del uno al diez, cuán mal te caigo?
—No puedo decir sí o no a eso.
—Cresta, cierto.
Se rio.
—Bueno, ya. ¿De verdad te caigo tan mal como parece?
—No —bajó la vista, arreglando la bata—. ¿Te caigo mal yo?
—No.
— ¿Te parezco molesta?
—No.
—Vale.
Se quedó quieta, algo más calmada.
—Me toca —soltó, había vuelto a darle un sorbo a la bebida—. ¿Por qué fuiste a hablar conmigo para contarme todo eso?
— ¿Lo del Santi? —Daniel asintió—. Eh, porque me nació contártelo. Somos compañeros, tengo que decirte esas cosas.
—No —le interrumpió—, no necesariamente. Pero lo acepto.
— ¿Te molestó que te lo contase?
—No.
Sofía asintió.
— ¿Por qué te fuiste tan rápido? —la pregunta le sorprendió.
Una interrogante como aquella era digna de pensarse con detenimiento, con el cuidado necesario para que las palabras no se ataquen entre sí y el discurso no se entorpezca en el camino. Sabía lo que pensaba respecto a ella, sabía lo que quería decir en el fondo, pero no era capaz de hacerlo en voz alta. “Porque de no hacerlo las cosas habrían terminado de otra forma”, pensó decir.
—Eso no puedo responderlo con un sí o no.
—Da lo mismo —apoyándose en la palma de la mano, ligeramente reclinado hacia atrás, Daniel prosiguió—, responde.
—Porque era mejor así.
— ¿Por qué?
— ¿Por qué viniste para acá, realmente?
—No se puede contra-preguntar.
—Citando tus palabras, “da lo mismo”.
Pareció pensarse más de la cuenta esa respuesta. Quedaba poco menos de la mitad de Coca-Cola en su botella, contenido que bebió a una velocidad vertiginosa y en vista de una Sofía medio sorprendida. Sacudió la cabeza de pronto, como buscando sacudirse así también los pensamientos y las ideas, pero al final parecía no haberlo logrado realmente. Tenía una expresión confusa, desencajada y un poco preocupada en la cara, eso ella lo pudo identificar.
Intentó no mirarle, sin embargo. Fijó la vista en la ventana, allá fuera de su campo de visión. La lluvia seguía en su apogeo, las gotas seguían golpeteando las ventanas y el granizo seguía cayendo en el piso, supuso. Los arboles bailoteaban al compás de una música invisible, la televisión seguía transmitiendo la programación anterior.
—Quería conversar contigo —enunció.
—Podías conversar conmigo después.
—No es lo mismo.
—Volvamos a las preguntas de sí o no.
—Bueno.
—Te gusto.
— ¿Eso no sonó a pregunta...?
—Lo sé —soltó ella—, no lo dije como pregunta.
— ¿Por qué lo crees?
—Llámale sexto sentido.
Él volvió a bufar, la expresión viéndose tirante e incómoda de nuevo. Esta vez no entendía ella si estaba dolido, desencajado o molesto, pero sí estaba segura que esas palabras le habían generado algún tipo de reacción.
—No seas ridícula —dijo, mirándole por encima del hombro, intentando no verle a los ojos realmente—, somos compañeros de trabajo. Aparte, tú misma dijiste que...
—Sé lo que dije, pero no lo has negado.
— ¿Para qué quieres saber?
—Curiosidad, supongo.
Ligeramente incómoda, Sofía bajó la vista. Miraba sus rodillas, inspeccionaba la tela oscurecida de la bata y delineaba las costuras. Pensó en cambiarle de tema, pedirle que se fuera, subirle el volumen a la televisión e ir y encerrarse en el baño para no salir por dos horas. Tuvo tantas alternativas en la cabeza, sin embargo no tomó ninguna; se quedó allí en silencio, aunque eventualmente levantó la vista para mirarle de reojo.
Por otra parte, su compañero estaba absorto. Mantenía la vista fija en el techo, aunque tenía los ojos entrecerrados y los labios ligeramente fruncidos. Con la mano izquierda sujetaba la botella vacía, con la derecha se apoyaba en la cama para no caerse, aunque tenía las piernas pegadas al suelo y no existía posibilidad de que sucediese. Se le notaba la incomodidad, pues el juego se le había ido de las manos y ella lo podía ver.
Pensó, por una milésima de segundo, las consecuencias de posibles actos. En el empujón, en la ley del hielo, en la incomodidad, en los silencios perpetuos y, sin embargo, nada pudo quitarle la idea de la cabeza. Él no se había volteado a mirarla, no todavía, pero tampoco parecía querer hacerlo; se había quedado pegado en el techo y no bajaría de allí ni a patadas. Le dio un último vistazo y avanzó, sin pensar más, posándole la mano derecha en el hombro. Toqueteó la camisa por un momento con la yema de los dedos, momento que posiblemente él no tomó en cuenta, para finalmente retenerle la mejilla con la mano izquierda.
Le acercó tan rápido que no pudo siquiera reaccionar.
Nunca hubiese pensado, siquiera en sus peores sueños, que terminaría besando a Daniel Mechsner en un hotel de Tampa, Florida; mientras la lluvia parecía estar ocasionando un diluvio fuera. Cuando se separó, para sopesar por fin su acción y la consecuencia, no le miró directo a la cara; había bajado la mirada nuevamente, un poco avergonzada de su locura y su momento de autoproclamada debilidad.
—Lo siento —dijo, respirando entrecortado—, no se va a volver a repetir.
Daniel tenía la boca apenas abierta, estaba respirando extraño también. Le había tomado por sorpresa, posiblemente.
—Pregúntame de nuevo —interrumpió, llevándole la palma izquierda al costado y por sobre la bata—, pregúntame y después cállate.
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sofiaberenguervarin · 3 years
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Una vez en la pequeña Italia.
Virginia, Estados Unidos. Enero del 2012.
—No somos tan diferentes tú y yo. La voz con que Tony, Anthony Calabrese para el mundo y los tribunales, desprendía aquellas palabras tenía un tinte lastimero. Sofía no tardó en darse cuenta, aunque optó por mantener el silencio a tope, por lo menos mientras le dejaba dar un sorbo nuevo al café entre sus manos.
Llevaba un par de meses en libertad, siendo un ciudadano común y con sus propios demonios otra vez. Ella tenía parte en ello. La mala costumbre de querer hacer el bien—aún cuando quizá iba más allá de sí misma y su cargo, o labor, como tal—, ya se le había vuelto habitual; Steve se reía de su sentido justiciero. "Un policía nunca deja de serlo", le dijo una vez. Quizá y tenía razón.
Suspiró, bajó la vista y soltó una risita aniñada.
—Sí —replicó. Ahora sólo quedaba una sonrisa taimada y cínica—. Los dos hemos sido responsables de muertes ajenas.
Tony se quedó quieto, como si de pronto alguien hubiese presionado un botón o dejado caer una descarga eléctrica en su cuello. Las muertes, en su caso, eran un daño colateral del cual nunca se sentiría orgulloso. Un detalle que le acompañaba y atormentaba, día y noche, sin descanso alguno. Los estragos de la guerra. Esas guerras que nadie pedía y, sin embargo, seguían ocurriendo. El caso de Sofía, no obstante, era un tema diferente.
—No digas eso.
— ¿Qué cosa?
—Eso —replicó. Levantó la vista, entonces. Aún tenía cara ligeramente morada por algunos cardenales. Estiró el brazo sobre la mesa, buscando acercarlo al suyo—, no digas que eres responsable de muertes ajenas.
La rubia tragó en seco, como pudo. Por un momento sintió como si tuviese una gigantesca piedra en la garganta; o un corcho, quizá. El punto es que, de a ratos, sentía que no podía respirar. Eso Anthony lo sabía.
—Mi mamá, mi hermano y mi ex no opinarían lo mismo.
Él frunció el gesto.
—Lo primero fue un accidente —soltó, apretando apenas sus pálidos y delicados dedos con los propios. Le miró a los ojos, añadiendo—: y lo sabes. Lo último, por Dios... ¡ya lo tenían marcado!
—Sí, lo tenían marcado. ¡Por mí! Y si no fuese por mí, quizá él...
—Sofía —le interrumpió—, no puedes culparte por errores ajenos. Ni siquiera si las personas eran importantes para ti. ¿No crees que es tiempo de dejar de culparte?
Se quedó en silencio, Calabrese prosiguió.
—Mi nonna decía que hay cosas que se escapan de nuestro control, que sin importar cuánto queramos arreglarlas nunca podremos —dijo, por fin—. Todos los cuerpos... los amigos, que tuve que dejar atrás, todavía me mantienen despierto por la noche. Pero esas fueron mis decisiones, mis errores. Tú debes dejar de culparte por errores del resto, que no te hará ningún bien a la larga.
Había bajado la vista no bien el ex marine hubo comenzado a hablar. Tenía la vista perdida, los ojos cristalinos. Levantó la mirada de a poco, hizo una mueca extraña. Como si quisiese llorar, aunque lo contuvo. Luego presionó la punta de su nariz con el dorso de su mano, sacudiéndose metafóricamente las penas.
Soltó una risotada escuálida.
—Por querer darme un sermón y luego casi hacerme llorar, tú pagas la cuenta.
Anthony empezó a reír, se había casi terminado su café.
—Vale —respondió—. En ese caso, entonces, pediré postre para quitarte lo llorona.
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sofiaberenguervarin · 3 years
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Callejón sin salida.
Nueva York, Estados Unidos. Fines de diciembre del 2011.
—Esto es un callejón sin salida —el oficial a cargo acababa de decir—, no hay más que hacer aquí.
—Mi compañero tiene razón —añadió la mujer a su lado—, la decisión más sabia, por ahora, es dar el caso por cerrado. El culpable ya está en manos de la justicia, ha sido detenido por otros cargos.
Sofía no podía creerse las palabras que escuchaba. Le tomó casi dos minutos poder considerarlas, siquiera, como posibles.
— ¿Cómo? —inquirió. Daniel permanecía serio, no había dicho nada aún—. ¿Es en serio? ¿No harán nada?
Ambos oficiales intercambiaron una mirada, para luego fijarse en la mujer que les enfrentaba. Entre ambos juntarían unos sesenta años en total, treinta cada uno desempeñando su trabajo. A ella le enfermaba que casos como ese quedasen sin resolver, sobre todo cuando aún le recordaban sucesos tan dolorosos como la muerte de Santiago. Ese día, justo ese día, se cumplía un año de su muerte.
—No hay mucho que podamos hacer, señorita Berenguer —soltó el hombre, buscando parecer lo más empático posible—. Tenemos las manos atadas.
“Porquerías”, dijo ella en voz baja.
La oficial, que guardaba ahora silencio, le miró con mala cara.
—Es nuestro caso —espetó esta última, casi escupiéndole las palabras—. Usted, señorita, debería entender que más allá de dar apoyo y asesoramiento, no tiene nada más que aportar. Después de todo, usted no es...
— ¿Detective, querrá decir? —le interrumpió. Estaba hecha una furia—. Perdóneme, oficial Daniels, pero sé tanto como usted cómo manejar una escena del crimen. Cómo manipular la evidencia, cómo escribir un puto reporte. ¡Fui parte de la policía de investigaciones chilena! No me venga a joder con estupideces.
— ¿Perdón?
—Lo que escuchó —esta vez se le había acercado, pero Sarah Daniels retrocedió—. No venga a encubrir su puta falta de ética e ineptitud con excusas estúpidas que se sacó de la manga.
Daniel frunció el ceño. Si bien su compañera era insoportablemente tajante y seca por naturaleza, esta vez se había pasado de la raya. Se le acercó un poco, tomándole por el brazo, mientras no dejaba de lanzarle miradas reprobatorias.
—Esta falta de respeto no se quedará impune —soltó Daniels, quien ya tenía una vena casi explotándole en la frente—. Se lo aseguro.
Una vez dicha esa última frase, tanto Daniels como Riggs—el otro oficial—, entraron en su vehículo y se alejaron con la sirena encendida. Sofía Berenguer temblaba, moviendo la mano derecha con insistencia. Tenía esa costumbre: mover una pierna o una mano cuando estaba nerviosa, o encolerizada. Esta vez eran ambas. El asesinato de un joven inocente de diecinueve años en Brooklyn, por orden de un narcotraficante, por lazos sanguíneos con uno de sus enemigos, había quedado prácticamente impune. Los cargos contra la mente criminal del hecho, que tenían ahora en custodia, eran de narcotráfico y lavado de dinero, pero ninguno por la muerte del chico. Un chico que, a su vez, podría haber sido Santiago. Todos eran Santiago.
Quiso echarse a llorar, los ojos se le cristalizaron. Acomodó un gran mechón de cabello detrás de su oreja derecha, mientras que Daniel le hablaba. Ella no podía, ni quería, escucharle.
—… ¿Me escuchaste? —por fin le leía los labios y las palabras le llegaban a sus oídos—. Última vez que nos pones en vergüenza así, con tus faltas de respeto. Sabía que eras así de loca, pero no creí que eras capaz de pasarte tanto.
—Cállate —le respondió, mientras sujetaba su bolso—. No vengas a joderme.
— ¿Cómo?
—Eso —replicó, tragándose la expresión de su compañero—. No vengas a joderme.
Daniel se veía jodidamente molesto, más aún después de que le había dicho que "no le jodiese". Pescó las llaves y le dio una mirada: les esperaba un larguísimo viaje en auto hasta las oficinas, donde gracias al cielo se separarían para verse dentro de un par de días, como siempre. Se calmarían las aguas.
Salvo que Sofía no le siguió hasta el auto, tenía la blusa blanca ceñida al cuerpo y se veía afectada por la fuerte y fría brisa. Él se quedó quieto.
—No seas cabra chica —enunció, mientras apoyaba la palma en la puerta abierta—, ya no tengo humor para tus pataletas.
— ¿Sabes qué, Daniel? —replicó ella—. Ándate a la mierda. Me voy en taxi.
No entendía nada, pero no se pondría a esperarla.
[...]
Más de un par de veces se pensó el ir a disculparse, más de un par de veces se echó para atrás. Habían pasado dos días desde el incidente en Brooklyn, dos días desde que había hablado con él para otra cosa más que mandarlo a la mierda. Se sentía culpable, sobre todo por haber sido incapaz de manejar la situación con profesionalismo y tino; no era así usualmente, al menos no a ese extremo, por lo que se estaba mortificando como loca.
Tenía los ojos hinchados de tanto llorar: la mezcla de emociones le tenían quizá demasiado loca, u hormonal. Borde y desagradable. Su compañero lo sabía, pero quizá ahora le odiaba más. Aunque, ¿y qué? No es como si ellos fuesen precisamente amigos, después de todo.
[...]
No tenía idea cómo ni por qué había llegado hasta allí, a esas horas precisamente. Eran pasadas las once. El cómo era fácil, había conducido con calma y cuidado desde su departamento hasta allí, más de una vez cuestionándose si era la decisión correcta. No había fumado un cigarro en todo el día, lo que en una situación de crisis como esa era una proeza. A él no le gustaba el tabaco. Era el porqué lo que le atormentaba, sin embargo. El porqué estaba allí. Muy fácil era decir cómo había encendido el vehículo, cómo había pasado las luces verdes y detenido en las rojas, cómo había aparcado en el estacionamiento del edificio, donde el conserje le recibió con buena cara.
Sin embargo, la buena cara del conserje no era nada con la malísima cara que, posiblemente, Daniel le pondría.
Tocó el timbre, no obstante, luego de pensárselo por dos minutos. No obstante, pues pensó también en darse media vuelta por el posible mal recibimiento. Se quedó allí al final. Él no tardó mucho en abrir, por lo que apenas lo hizo se ahorró las malas caras y partió derecho al sofá y se sentó. Le había fruncido el ceño al verla entrar tan descuidada, pero no se iría de allí.
Se miraron por un momento, hasta que finalmente él rompió el silencio.
— ¿Te mandó alguien, o qué? —le escuchó lo que decía, mientras que acudía a cerrar la puerta con cierto disgusto. Notaba que no le quería allí.
—No recuerdo que haya quedado algo pendiente contigo. O quizás sí y no me di cuenta —terminó. Seguía molesto por cómo le había tratado ese día.
Estaba apoyado en el otro sillón, que a su vez estaba justo en frente de donde ella estaba sentada ahora. Sofía tragó saliva. Estaba moviendo la pierna derecha por los nervios. Sentía la mirada inquisitoria sobre ella, sentía la incomodidad que le pululaba en frente, por lo que aún cuando inicialmente había dudado, decidió soltarle las razones de su ataque de nervios.
— ¿Alguna vez te contaron el porqué estoy aquí y no sigo en Chile? —preguntó, por fin. No había levantado la vista, pero sabía que él le estaba viendo fijamente.
Silencio.
Sofía suspiró, posiblemente buscando calmarse.
—Cuando tenía veinte, decidí unirme a la PDI —comenzó. No era capaz de levantar la vista, pero aún así sabía que su colega había tomado asiento en el sillón—. Había empezado psicología a los dieciocho, después de que murieron mi mamá y mi hermano. Y estaba con alguien, a quien quería mucho. Se llamaba Santiago —tomó una pausa, como si las palabras fuesen muy dolorosas para decirse en voz alta. Suspiró—. Santiago Henríquez. Mi papá, mi abuelo, y así hacia atrás, todos estuvieron en alguna rama de las fuerzas armadas, así que para no sufrir tanto por mi mamá y mi hermano decidí irme por ahí. No dejé la psicología, eso sí... Seguí estudiando. De alguna forma me dejaron.
Hasta ahí no le había interrumpido, estaba bien. Por el momento. Y siguió, luego de respirar, inhalar y exhalar.
—Terminé con Santiago por las razones que lo haría cualquier persona sensata en mi posición —dijo, mientras se encorvaba ligeramente y mantenía la cabeza gacha—. No quería que sufriera, que lo tuvieran ahí en caso de yo cagarla. De meterme más allá. Mi papá es un hombre fuerte, sabe cuidarse solo... Pero el Santi, el Santi no. Y terminó pagando por cosas que no eran su culpa. Por mí.
Se lamió el labio superior, le retuvo luego entre los dientes. Estaba haciendo presión y sentía ya el posible sabor salado de las lágrimas que, probablemente, no tardarían en caerle por la cara. Se detuvo, levantando ligeramente la vista para mirarle.
—El otro día —continuó—, cuando pasó lo del niño en Brooklyn, se cumplía un año de la muerte de Santiago. Y sé, Daniel... sé que no debería haberme comportado así. Que debería haberme quedado callada, que debería haberme aguantado la estupidez, la poca empatía, la ineptitud de los dos weones que estaban con nosotros, pero te juro que... —una lágrima se le escapaba, desembocando en el mentón.
—Mi punto es que lo siento —dijo, por fin—. Lamento haber sido tan conchadesumadre contigo. No era tu culpa.
Por un momento dudó si quedarse allí, o levantarse e irse. Realmente consideró la última opción como la única realmente viable. Seguía moviendo la pierna, las manos le temblaban ahora aún más. Y los ojos se le habían llenado de algunas lágrimas que aún no caían, que aún no se desprendían. Quiso cubrirse la cara con los brazos, tampoco sabía cómo reaccionaría, pues permanecía quieto y en silencio. Hasta que se levantó, le instó a levantarse sin palabras y le apretó contra sí.
Era la primera vez que hacía algo así en todo el tiempo que llevaban trabajando juntos. Tiempo, además, donde aún permanecían como casi desconocidos. Casi ni se conocían.
—No sé si esto sea lo correcto de hacer…. Pero quiero que sepas que cuentas conmigo para lo que sea y que entiendo tu situación. Comprendo lo que significa perder a alguien que quisiste mucho y que no hayas podido hacer nada para evitarlo —soltó, por fin. Mientras le apretaba un poco más.
Sin saber qué decir, hacer, o lo que fuese, ella le apretó un poco más. Cobijó la cabeza en su pecho, como no había hecho con nadie en un largo tiempo. Se sentía sola. No tenía mucha gente con quien tener un gesto como ese. “Gracias”, replicó. Apenas se escuchó, pero él lo había captado sin problemas.
Ambos, con el pasar de los minutos, seguían abrazados y no articulaban ninguna palabra. Estaban solos y el silencio sepulcral se apoderaba de la habitación.
Llegado el momento, hubieron de separarse por fin. A Sofía le hubiese gustado seguir así por otro momento, pero no quería aceptárselo; además de que sabía que debía estar incómodo ya. Retrocedió menos de un paso, apenas despegándose como pegatina debilucha y con el adhesivo gastado. En ese momento le hubiese gustado leer mentes, como creía Santiago que ella podía hacer. Claramente era una estupidez, pero le habría ayudado a entender ese cambio de emociones y reacciones tan repentinas.
Nuevamente reinaba el silencio, o al menos reinó hasta que pudo sentir que respiraba pesado. Tenía la boca y la garganta aparentemente secas, como si no hubiese bebido agua en dos o tres días. Tragó saliva, o eso intentó al menos. No podían ser nervios, buscó pensar. No podían serlo. ¡Se detestaban! O al menos, él la detestaba a ella. Daniel le caía regular, pensaba ella. O un poco bien, quizá. Ya ni idea tenía. Pero estar allí, en media penumbra, en una casa que no era suya y con su compañero que aparentemente la detestaba, le estaba haciendo volverse paranoica.
¿O eran nervios, quizá?
Sin pensárselo, ambos se acercaron. Tanto que podrían haberse rozado la boca de haber querido. Y quiso, realmente quiso besarlo por un momento. Y que la besara, también. Se sentía temblar bajo la falda y la blusa, pero no podía distinguir si eran nervios, frío o simplemente esa sensación de tener que estar siempre alerta.
No obstante, tomó la decisión de cubrirle la boca con la palma antes de que pudiesen besarse y, posiblemente, cagar todo el trabajo que tenían entre manos por un momento de felicidad y comodidad. Porque ambos eran muy diferentes, aparentemente, y eso claramente no funcionaría ni ahora, ni pasado, ni nunca. Intentó no ponerse melodramática.
— ¿Sabes? No sé si sea bueno que hagamos esto… pero, de todas maneras, te agradezco que hayas estado para mí. No me sentía bien. Y desahogarme contigo fue liberador —dijo, por fin. Él se quedó quieto, tampoco no rechistó.
—Ok, si quieres irte… la puerta es ancha —replicó. El tono con que lo dijo fue seco, serio como usualmente era. Sin embargo, eventualmente soltó una risa que intentó apaciguar el ambiente.
Ella le sonrió, lastimeramente.
—Es broma. Solo reiteraré que puedes contar conmigo —soltó—. Puedo ser tu hombro para llorar. Más allá, bueno, está claro que no. Pero ya sabes… —añadió, sonriéndole de vuelta. Su sonrisa, sin embargo, permanecía como un misterio para ella.
Esta vez le dejó ir en serio, aún cuando ella había creído estar libre hacía ya un rato. Y al instante, sin darle ninguna señal, le retuvo nuevamente; esta vez la besó en la frente con cuidado. Fue incluso más delicado que antes, más triste también. Parecía casi una despedida. Y se quedaron allí por un momento, hasta que finalmente se dejaron ir en paz.
Sofía retrocedió, en silencio. Tomó su bolso del sofá, aún sin soltar palabra, mientras él se quedaba de pie donde habían estado juntos tan sólo minutos antes. Ella siguió caminando hasta llegar a la puerta, donde le regaló una última mirada, sonriéndole una vez más. Agradecía que la estancia estuviese en la oscuridad, pues no hubiese aguantado que le viese así.
Y salió de allí, soltando un par de lágrimas camino al auto. También le temblaron las manos cuando buscó las llaves, así como al sentarse y arrancar el motor. Avanzó como pudo, mientras se ponía a llorar en serio. Quizá más allá de detestarlo, le apreciaba un poco. Quizá, sólo quizá, le apreciaba más que un poco, pero era evidente que nunca podría haber nada entre ellos. Sofía era lo que Daniel no, y Daniel era lo que Sofía nunca sería. Él iría a casarse con alguien que le complementase, o quizá se quedaría sin casarse en absoluto. Pero, si algo había claro, es que nunca, nunca en la vida, Sofía Berenguer y Daniel Meschner serían nombres que estarían juntos en la misma oración para algo más allá que un caso psicológico y detectivesco.
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sofiaberenguervarin · 3 years
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“We’re all vulnerable. It doesn’t matter how much you know, how experienced you are, how many suspect interrogations you’ve handled successfully. It doesn’t matter if you understand the technique. Each of us can be gotten to — if you can just figure out where and how we’re vulnerable.”
― John E. Douglas, Mindhunter: Inside the FBI's Elite Serial Crime Unit
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sofiaberenguervarin · 3 years
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Carolina del Norte, Estados Unidos. 2011.
—"Witches must die by fire” —dijo Berenguer, mirando directo a la mesa bajo sus palmas. La otra mujer, la asesina convicta, permaneció callada—. O, ya sabe, eso es lo que decían.
Nada.
— ¿Ellos? —preguntó la extraña. Sofía asintió, alzando la vista por un momento—. Sí —replicó—. Ellos, sus acusadores. Cazadores de brujas, si quiere llamarles así. Aunque, a mí me gusta llamarles como lo que eran en realidad: hombres.
Una risotada fue lo único que escuchó la rubia. Sonó como un susurro, pero después subió de nivel y así otro poco más. En un inicio, la risa era bastante tranquila; como las que salen de la boca de quien, sabe, va a morirse pronto. Después llegó a un punto en que se tornó áspera, como un perro viejo intentando ladrar. La psicóloga reconoció la antigua adicción: debía haber sido una fumadora empedernida cuando aún tenía la oportunidad de fumar.
—Hombres poderosos eran, entonces —replicó la mujer—. Porque sólo los hombres poderosos podrían quemar mujeres sin mancharse las manos.
La psicóloga se tomó un minuto para analizar lo que escuchó. «Sí, eran poderosos», pensó. Pero no eran sólo poderosos.
—Tal vez —su bolígrafo yacía justo a un lado de su mano derecha, como esperando por ser usado. Volvió a mirarle, esta vez con algo más de determinación en sus ojos—. O quizá sólo estaban asustados.
Katherine, la mujer que tenía en frente, cuyas manos estaban esposadas a la mesa, parecía confundida. Abriendo su boca, sólo para cerrarla segundos después, bajó la mirada. Por primera vez en aquella hora de reunión, permanecía realmente en silencio. Realmente confundida, tal vez. No podía entender qué, exactamente, esta mujer rubia y bien arreglada trataba de decirle. «¿Por qué estarían asustados?», pensó. «Ellos estaban al mando, tenían el poder», se reaseguró. No dijo nada al final.
Sofía lo notó.
— ¿Sabías cuántas mujeres fueron quemadas en la hoguera en los juicios de Salem? —preguntó, por fin.
— ¿Diez? —replicó, entonces, Katherine. Ahora se veía aún más confundida que antes. En ese momento cayó en cuenta de que no recordaba nada de sus años de escuela, ni siquiera de las clases de historia que tomó en la universidad. Nada. Era como si una persona, cualquiera, hubiese borrado toda la información de su cabeza justo después de su detención. Quizás incluso antes de eso—. No lo sé —añadió—. ¿Cuántas? —en este punto, estaba empezando a frustrarse.
Sonriendo, su interlocutora respondió a su pregunta.
—Ninguna —dijo la psicóloga. A la mujer aquella sonrisa le pareció que estaba un poco fuera de línea, o eso creyó al menos. Como un niño ganando una medalla contra el más popular de su escuela. Esta vez, sin embargo, ella no era la más popular de la escuela, así como tampoco era Sofía una niña tampoco. Esta última se enderezó en su sitio antes de continuar—. Las colgaron.
Había algo que no había podido ver antes, pero que había estado escrito por todas partes encima de esa conversación. No era sobre historia, o brujería, o filosofía. Tampoco sobre religión. Ni siquiera acerca del hecho de que la mujer estaba sirviendo una sentencia de por vida por matar a sus hijos y a su esposo por envenenamiento, sólo por el placer de hacerlo. No. No era acerca de nada de eso. Era sobre poder, para enseñarle que ella tenía todas las respuestas, incluso cuando podía hacerle creer que no.
Sofía sabía que Katherine estaba mintiendo. Sabía que todas sus respuestas eran una mierda sentimental que le soltaba intentando hacerle creer que era, de alguna forma, redimible. Que tenía una posibilidad de reivindicarse. Pero no lo era, tampoco existía esa posibilidad.
Ese iba a ser un largo viaje, especialmente si todavía estaba pensando en alegar su inocencia otra vez frente al jurado, intentando hacer su caso acerca de inestabilidad emocional. Lo sabía todo, especialmente sobre su esposo. Ella, en el fondo, ya sabía la verdad.
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sofiaberenguervarin · 3 years
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Aquellos que dejamos atrás.
"Don’t make the mistake of confusing a psychopath with a psychotic."
Departamento de Policía de Charlottesville, 2011.
—Imposible.
—Si no hablo con él antes de que consideren su apelación, no lograrán nada.
—No, estás loca. No puedes —la chilena le detuvo antes de que pudiese terminar la frase.
—Sólo —replicó Sofía, inclinándose ligeramente hacia delante—, déjeme tener una conversación con él. Una.
La detective a cargo, Georgia Wilde, bufó y terminó por darle en el gusto. En el fondo, durante el tiempo que llevaba colaborando con ellos, aquella mujer había aprendido a nunca resistirse a las demandas de la psicóloga y antaño colega. ¿Por qué? Pues, simple y llanamente, porque Sofía Berenguer nunca daba su brazo a torcer, así como nunca habría de aceptar el temido “no” como respuesta.
Sin embargo, este caso del que hablaban con tanto cuidado era uno complejo.
Joseph Rodríguez era un hombre de familia, casado y con dos hijos. Trabajaba en el negocio de las ventas. Muy buen vecino, colega y amigo, un hombre ejemplar. Al menos lo había sido, hasta que decidió volar a tiros tanto a su esposa como a sus dos hijos, así como a su cuñado y cuñada. De la nada, así sin más. Era una tragedia, sin duda; o al menos lo fue al principio, cuando le descubrieron dando testimonios confusos a las autoridades y, por fin, hubieron de considerarle culpable y enviarlo a la cárcel.
No obstante, ese era sólo el comienzo. Luego de reunir más información acerca de él, la policía terminó por encontrarse con lo que parecía un camino que les llevaba al menos dos estados más allá, cubriéndole las espaldas con un par de muertes más a cuestas. El hombre era, después de todo, lo que se conocería como un asesino en serie; uno bastante eficiente, además.
No había sido hasta ese momento que lo habían encontrado.
—Una visita —soltó Wilde, tajante—. Una visita y veremos cómo resulta.
La joven frunció los labios, algo inquieta por la falta de fe en su causa. Estaba un poco molesta por la reticencia de la detective, sin embargo, lo comprendía hasta cierto grado; ella calzaba con el perfil físico de al menos tres de las víctimas de Rodríguez. Era natural aquella aprehensión, aquél nerviosismo cuasi crónico, por lo que se aguantó las ganas de refutarle abierta y directamente.
Asintió.
—Y llevarás un micrófono, así como también grabarás la entrevista —la rubia asintió, otra vez—. No irás sola, tampoco.
— ¿Cómo? —replicó algo incrédula.
—Gray irá contigo.
Stephen Gray, un detective recientemente ascendido a dicha posición, sería su más uno en aquella peliaguda situación. No le molestaba su compañía, no realmente; lo que no le gustaba era el paternalismo con el que habían de manejar dicha visita. A Gray no le hubiesen hecho ir con un oficial mayor, aunque también debía considerar que ella allí no era detective, sino una psicóloga que antes había sido detective en un país completamente diferente, con leyes diferentes y un gobierno diferente. Al final se dio por vencida.
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Un par de días después.
—Ojalá esta visita a Rodríguez salga bien —dijo Berenguer—, ojalá y confíe en mí.
El cielo fuera permanecía nublado, aunque la temperatura dentro del vehículo se mantenía tibia. Demasiado, quizá. Stephen Gray hizo una mueca de confusión.
— ¿Para qué quieres que confíe en ti? Está loco.
—Porque si no confía en mí, sería muy difícil que siga contándome cosas en las siguientes visitas.
El hombre se quedó en silencio por un momento, momento que usó para avanzar un poco más y estacionarse a la orilla de la carretera. Sofía se veía ligeramente confundida, pero de todas formas no dijo nada hasta que él decidió que era momento para hablar.
— ¿Pretendes ir más de una vez? Sofía…
—Mira —replicó ella, volteándose un poco en su asiento—, sé que Wilde es medio complicada. Que en realidad no tiene intención de que vaya de nuevo. Ni siquiera yendo contigo. Pero, si logro que confíe en mí tan sólo hoy, podemos seguir aprendiendo muchas cosas. De él, de sus víctimas. De lo que hizo. Es importante.
— ¿No puedes hacerlo todo en una sola visita?
—No, Steve. Tienen que ser más.
Él se quedó mirando al frente, quieto y en silencio. Sofía decidió hablar.
—Las personas son como las flores cuando se trata de hablar de sí mismas y sus problemas —soltó—. Se abren, sí, pero no al instante. No les puedes forzar a exponerse. En caso de las flores, si intentas abrirlas antes de que terminen de florecer, harás que se marchiten antes de tiempo. Se arruinan. Con las personas no es muy diferente, tampoco. No puedes forzar a una persona a que hable si no quiere hacerlo, debe ser a su tiempo. Si le fuerzas, se puede romper la confianza y el lazo que construiste. Por eso necesito que sean más visitas, necesito que confíe en mí.
El detective suspiró, apesadumbrado.
—Vamos a ver a este loco de mierda, entonces.
“Vamos”, repitió apenas la joven.
Una vez habían puesto en marcha nuevamente el vehículo, el teléfono de la chilena comenzó a vibrar. En primera instancia no prestó atención, aunque llegado a cierto punto hubo de hurgar en el pequeño bolso para encontrar que el nombre de la comisaria figuraba en la pantalla; antes de siquiera pensar en contestar, hizo una mueca a su compañero para que se mantuviese en silencio.
—Sofía Berenguer —soltó—. Buenos días, comisaria.
Steve mantuvo el oído atento, mientras que la vista se quedaba bien puesta en la carretera. A través del altavoz, por el otro lado de la línea, la mujer aclaraba la garganta.
—He llamado para avisar que ustedes van en camino.
“Mierda”, pensó Sofía. El detective a su lado notó la tensión de sus hombros.
—Está bien —replicó, aún con la mandíbula rígida—, nosotros vamos en camino.
—Que tengan un buen día —colgó.
Se quedó quieta en su sitio, como si de pronto alguien le hubiese cosido al asiento. No quiso decir nada, tampoco. Stephen, quien le miraba de reojo de tanto en tanto, aprovechó el silencio para encender la radio. En cualquier otro momento, ella habría rechistado y pedido que quitase la música, pero en dicho momento donde la frustración del aviso estaba en su apogeo, sólo pudo mantener el silencio.
Así fue hasta que llegaron a la caseta de seguridad fuera del establecimiento, donde su compañero hubo de identificarse. Ella mantenía el silencio.
Gray estuvo a punto de soltar palabra, pero le interrumpieron.
—Creo que será mejor que vaya yo sola.
Le miró con extrañeza.
— ¿Cómo? —replicó, al instante—. ¿Por qué?
—Hay seguridad, la comisaria ya dio aviso de la visita.
—Pero eso es algo bueno, ¿no?
Frunció el gesto.
— ¿Lo es, no?
—No —dijo Sofía—, no realmente.
— ¿Por qué no?
— ¿Te han dicho alguna vez que haces demasiadas preguntas? —él se rio, ambos lo hicieron.
—Touchée.
—Pero no —respondió ella—, no es algo bueno. El objetivo era una visita sorpresa, donde el sujeto no tendría forma de saber que veníamos. Que vengo. No tendría la posibilidad de pensar en qué responder, o en qué decir —hizo una pausa, pensativa—. Pero ahora, gracias a la comisaria Wilde, podrá anticiparse.
Silencio.
—Mierda —la joven asintió, él siguió—. ¿Estás segura que quieres ir sola? Yo podría quedarme en una esquina y no decir nada, como un niño.
—Eso es exactamente lo contrario a lo que hacen los niños.
Él suspiró, encogiéndose de hombros. Sofía Berenguer prosiguió a quitarse el cinturón de seguridad, tomar sus identificaciones, los documentos y una grabadora. El teléfono también, en caso de emergencia. Antes de abrir la puerta del copiloto, se volteó ligeramente para enunciar las últimas palabras antes de salir a su suerte.
—Todo saldrá bien, Steve —soltó, dando un paso fuera—. Y si no, al menos tendrán espectáculo por un rato.
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Aquél lugar parecía salido de las pesadillas de un niño, quizá incluso de las de un adulto. Sí, probablemente más de un adulto. Salas y pasillos tan fríos que daba la sensación de estar dentro de un congelador, donde los colores azules y marinos no lograban quitarla. Un escalofrío se le subió desde los tobillos hasta la espalda baja, haciéndose después el camino hacia la nuca. Allí se preguntó cómo se sentirían quienes transitaban por ahí con recurrencia, tanto guardias como “residentes”. Ese apodo lo había escuchado montones de veces, pues algunos de los detectives se lo designaban a los reos.
Pensó, desvarió hasta que un ¿gendarme? le hizo una mueca para se acercase a una pequeña reja, donde por entre las rendijas le entregó un par de formas.
Sofía se le quedó mirando.
—Es por su seguridad, señorita —respondió, casi como si pudiese leerle la mente.
—Ah —soltó ella, leyendo por encima un par de acepciones—, va.
Otro uniformado le miraba fijo desde un poco más allá. Tenía un detector de metales en las manos y un manojo de llaves en la otra. Ella levantó la vista del papel, intentando no mostrarse intimidada.
—Por aquí, señorita ¿Berenguer? —el acento sureño hizo que su apellido sonase extraño, pero no dijo nada. Avanzó hasta un mesón, donde dejó su bolso. Se quedó quieta.
El hombre que tenía la tarea de hacerle pasar por el detector era muchísimo mayor que ella, aparentemente. Se apellidaba Smith, herrero en inglés. Tenía facciones hispánicas, más aún que ella, quien parecía casi tan local como todos si no fuese por el ligero acento en ciertas palabras y la demora para articular ciertas frases, por peligro de enredársele la lengua en el proceso. Además, claro estaba, de su apariencia. No pudo mirarle directamente, sin embargo sabía que él estaba mirándole de más. Sentía la nuca ligeramente acalorada.
—Limpia —soltó Smith.
La psicóloga se volteó, medio desorientada, para buscar sus pertenencias.
Un par de guardias le guiaron fuera de aquél cubículo de seguridad, donde el pasillo sombrío y largo les recibía con la implícita insistencia de engullirles. Por un momento, parecía como si aquella joven ya no fuese ella misma, sino que una versión atolondrada y más famosilla; como una celebridad a-la-Lindsay Lohan, directo a la celda. Salvo que, esta vez, la celda que visitaría no era precisamente para ella.
—Rodríguez ya sabe de su visita —dijo uno, otro que iba a su costado frunció el gesto.
—Sí —replicó Sofía, aclarándose la garganta—, estoy enterada.
—Permítame que le pregunte —interrumpió Smith—, pero ¿por qué quiere entrevistar a ese maldito?
La chilena mantuvo el silencio por un momento.
—No abrumen a la señorita —dijo un guardia que debía estar cercano a sus sesentas. Le recordó ligeramente a su padre—, hay detalles que quizá no pueda decir.
Ella se volteó, dándole las gracias sin emitir sonido. Él asintió.
—Bueno, hemos llegado. Buena suerte con su entrevista.
Tres de los guardias se alejaron, aquél señor que acudió en su metafórico rescate le tocó el brazo.
—Si tiene cualquier problema, estaré aquí.
—Muchísimas gracias, oficial... —se detuvo, pues no sabía su nombre.
—Cárdenas, señorita —replicó. Ella le sostuvo la mano con la suya, asintió con la cabeza.
—Muchísimas gracias, oficial Cárdenas.
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—Buenas tardes.
La voz que le recibía casi le hace dar un salto. No se dio cuenta cómo se aferraba a la carpeta hasta que sintió los dedos rígidos. Le mantuvo la mirada por un momento, hasta que pudo finalmente responder.
—Buenas tardes, señor Rodríguez —soltó, aún medio petrificada y quieta—. Vengo de parte de la policía de Charlottesville. Mi nombre es Sofía...
—Berenguer —replicó—, lo sé.
Tensó la mandíbula. Él pareció notarlo, aunque no dijo nada. Tenía las manos esposadas, y de ellas colgaba una cadena atada bajo la superficie de la mesa de metal. Él le había recibido de pie, aunque luego de hacerle una seña para que tomase asiento, se ubicó nuevamente en su lugar. En definitiva, sus modales no eran el problema.
—Ya sabía que venía, por supuesto.
—Definitivamente.
Ella se mantuvo de pie, Rodríguez no hizo acotación alguna.
— ¿Le molesta si lo que hablamos es grabado? —intentó mantenerse serena—. Es por...
—Precaución —terminó la frase, asintiendo—. Adelante.
Sofía Berenguer posó sobre la mesa la grabadora, así como también predispuso sus papeles y el bolígrafo. Rodríguez torció el gesto, mostrando una extraña pero bienvenida atención. Si no fuese un asesino a sangre fría, que había matado a su propia familia, ella habría pensado que la mueca era hasta paternal.
—Empiece cuando esté lista.
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sofiaberenguervarin · 3 years
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Matilde y la causa, POV.
Santiago de Chile, 1987.
—Yo creo que lo mejor que puedes hacer, Matilde, es salirte de todo esto.
La habitación tenías las persianas bajadas, lo que hacía que fumar y no ahogarse fuese una proeza. Matilde Berenguer tenía un cigarro en la mano que estaba consumiéndose más rápido de lo que hubiese esperado, así como un temblor incesante en las piernas.
— ¿Cómo? —replicó, casi al instante.
El hombre que le hablaba miró por encima de su hombro, cerciorándose de que nadie los escuchara. Cuando la joven entró en su oficina un rato atrás, luego de saludarla, él había encendido la radio; era más que posible que estuviesen siendo monitoreados, aún cuando los médicos son necesarios. A cualquiera se lo pueden llevar, cualquiera puede desaparecer.
—Mati, escúchame —se inclinó hacia delante en su escritorio, subiéndole aún más el volumen a "Killer Queen" en aquél casete. Había bajado la voz—. Tú viste lo que pasó con el Guille, sabís que terminó como colador y después se lo llevaron. Tú sabes, Matilde. Tú, mejor que nadie, sabes lo que nos pasa si nos pillan.
Bajó la vista antes de que dijese la última frase.
"Tú mejor que nadie sabes..."
Claro que lo sabía. Por poco y ella corre con el mismo destino de su pareja, Guillermo Menares. Guille, Guillermo. Nunca iba a ser abuelo, nunca se iban a casar. Nunca salvaría vidas en emergencia, nunca sufriría el remordimiento de dejar morir a un paciente. La esperanza se le había ido con él.
La mayor parte, al menos.
—Sé lo que me querís decir, Leo —las ojeras se le notaban más cuando abría bien los ojos—, pero por lo mismo no puedo salir arrancando.
—Claro que puedes, tú sobre todo. Tu papá, tu hermano mismo es milico. Matilde, escúchame —miró con detenimiento sus ojos tragados, cansados—: tú podís salir y no ponerte más en riesgo. De verdad, es que...
—Por lo mismo no puedo, Leo —le interrumpió. Dio una calada nerviosa, podía sentir un nudo en la garganta—. El Guillermo se me fue, se fue antes de que le contara... Y si mi papá sabe, me mata igual.
Leonardo Jiménez se enderezó en su asiento, nervioso y atónito. Estaba embarazada.
— ¿Estai...? —Matilde asintió—. Cresta, por la cresta. ¿Querís que...? —ella se cubrió el vientre con la palma, retrocediendo la instante. Negó con la cabeza—. Vale, sólo preguntaba... Pero.
—No puedo salirme, en serio que no puedo. Sólo te quiero pedir, Leo, que cuando llegue el momento... cuando nazca, me ayudes a cuidarlo. Ahí si quieres me mando a cambiar a Mendoza. Me voy corriendo, si me lo pides... pero necesito quedarme y apoyarlos —se detuvo un momento. Antes de seguir, bajó la vista hasta su vientre—. Por su papá...
Matilde Berenguer tenía tres meses de embarazo cuando Guillermo Menares había sido asesinado. Recibió diez disparos a quema ropa y uno en la frente. Fue allí cuando se dio cuenta de lo frágil que era la vida y la libertad, así como también notó que los que le habían hecho eso, bien podrían ir por ella en cualquier momento. A ellos no les importaba que estuviera embarazada, ni que fuera mujer.
Y cuando llegase ese momento, debía estar lista.
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sofiaberenguervarin · 3 years
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El delito de la mente.
Verano del 2002.
—Esta es la última vez que quiero verte así —la voz de Martina llenó el interior del vehículo. Su hija permanecía encolerizada, pero en silencio. La mujer prosiguió—. ¿Me escuchaste? La última. Matías, que ahora se encontraba aguantando el sueño en el asiento trasero, guardaba también silencio. Sin duda, en sus diecisiete años de vida, la muchacha nunca había presenciado tal nivel de cólera en el semblante de su madre. Ni siquiera esa vez que, en medio de las risas y las bromas, rompió el jarrón griego que algún ex colega había enviado de regalo cuando ella tenía doce o trece años. Ni siquiera en ese momento. Esta reacción, sin embargo, era comprensible. La terquedad de la adolescencia, sin embargo, no dejaba entender realmente a Sofía el peso de sus acciones. —Qué exagerada —dijo entre dientes, arreglándose el cinturón. La madrugada estaba tan oscura que, de apagarse alguno de los focos del auto, no podrían ver nada. La carretera estaba desierta, no obstante. A pesar de ser el fin de semana anterior al fin del verano, cuando todo el que está fuera de la ciudad debe volver a su casa, estaba vacía. Eran las seis y veinte, llevaban un rato viajando; si bien recogieron a Sofía a eso de las cinco con cincuenta, era recién en dicho momento que su madre había reunido el coraje de hablar. — ¿Exagerada? —se volteó a ver a su hija, con el ceño fruncido y las mejillas encendidas—. Me daría vergüenza siquiera hablar si fuera tú. Entornó los ojos. —Exagerada po', tremendo color que le pones porque fui al cumpleaños de la Paz. — ¿Te das cuenta de lo insufriblemente malcriada que estás, Sofía? Espera a que lleguemos a la casa. La chiquilla bufó con sorna y se cruzó de brazos, echando la espalda hacia atrás. Como pudo apoyó los pies en la guantera. Matías se había dormido al fin. Su madre lo había sacado de la cama para que la acompañase, pues su padre no estaba en casa. —Ya, córtala —replicó, finalmente—. Pareces loca de tanto que te sulfuras. ¡Es la primera vez que lo hago! Pero como a ti te encanta exagerar y hacer todo a tu pinta, ¡qué Dios me perdone por querer disfrutar mis vacaciones! Martina Varín era una mujer de ideas fijas, con un temperamento fuerte. Si bien quería en demasía a sus hijos—y bien podría dar su vida por ellos—, en muchas ocasiones rozaba el egocentrismo y la aprensividad. Muy sabido era ya, en ambos círculos familiares, que la mujer odiaba que su hija tuviese ideas propias. Quizá no tanto, pero sí que tuviese una personalidad muy parecida a la suya en ciertos aspectos. Ambas tenían la característica de ser “llevadas a su idea”, como decía Gustavo Varín, padre de Martina y abuelo de Sofía. Se querían, como cualquier madre e hija, pero chocaban más de lo que se expresaban cariño. —Vuelve a faltarme el respeto y te juro —despegó la vista del camino por un segundo, pero al escuchar una bocina tuvo que volver a mirar—, cresta. — ¿Qué? —respondió, terca, la pelirroja—. ¿Me vas a pegar? En tu vida me has pegado, dudo mucho que lo llegues a hacer ahora. Martina parecía estar a punto de soltar una lágrima. — ¿Qué mierda hice mal para que seas así de inconsciente? —Weón —vociferó, intentando no soltar una risa exhausta—. ¿Te das cuenta de lo egocéntrica que eres? "Qué hice mal". ¡Todo se tiene que tratar de ti! Te pasas. Una se estaba echando a llorar, la otra miraba por la ventana aguantándose las ganas de soltar un grito. Parecían haberse olvidado de la presencia del tercer pasajero, quien se había despertado un par de minutos atrás y permanecía, ante todo, bien atento y en silencio a la discusión entre su hermana y su madre. —Siempre todo tiene que dar vueltas alrededor tuyo, siempre —continuó, enderezando la espalda en el asiento y mirando al frente—. ¿Me saco una mala nota? Martina Varín nunca tuvo malas notas. ¿Me hago un tatuaje semipermanente? Qué Dios me perdone por no ser como la perfecta Martina Varín y su piel sin tatuajes. ¡Es enfermante, me ahogai'! — ¿Eso es lo que piensas de mí? —respondió la mujer, recibiendo un asentimiento de parte de su hija. Al final, añadió—. Perfecto.
Entonces haz las weás que quieras, después no quiero que te andes quejando. Sofía soltó un grito, cubriéndose la cara con ambas manos. Su madre se aguantaba las ganas de llorar. — ¿Por qué siempre se la pasan peleando? —dijo, finalmente, la tercera voz. —No pasa nada, Mati —respondió la joven, volteándose apenas y con una sonrisa sutil—. Sigue durmiendo. La castaña esta vez se había echado a llorar en serio. Su hija, quien era la culpable de la odisea por la cual estaban pasando, pensó en disculparse, pero terminó por desechar la idea no bien llegó a su cabeza. El más pequeño de los tres, quien permanecía en el asiento de atrás, se quitó el cinturón para ver de cerca a su madre. — ¿Mamá? —la voz adormilada y medio frágil de Matías Berenguer se escuchó apenas. Estaba inclinado hacia delante, por entre los asientos; había llevado su mano derecha al cabello oscuro de su madre—. ¿Estás bien? —Mati, siéntase. — ¿Mamá? —Mati, por la cresta, siéntate y ponte el cinturón. Hazme caso. —Cállate, que la mamá se puso mal por tu culpa. — ¡No te metas tú! Y ponte el cinturón, siéntate. Martina rompió el silencio, quitó la vista de enfrente y miró a sus hijos. — ¡Se pueden callar los dos, por la cresta, que no... Un destello de luz llegó hasta el parabrisas, el cristal estalló en miles de pedazos que cayeron por todas partes. Todo se detuvo como en las películas. Esta vez, no obstante, Sofía Berenguer sí pudo sentirlo.
[...]
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sofiaberenguervarin · 3 years
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Conejo en una tormenta de nieve.
TW: En el siguiente relato se tratarán temas de abuso infantil que pueden herir la sensibilidad de algunos lectores. Por lo mismo, se pide encarecidamente la discreción o abstención de leerse si cree que puede generarle incomodidad.
Santiago de Chile, 2001.
— ¿Estás segura de que no vas a ir? —inquirió su prima Rosario—. A la abuela le va a dar un ataque si no vas.
Sofía Berenguer nunca había sido distante con su abuela materna, doña María Eugenia, pero sí con su abuelo. En cierta parte se lo debía a su madre, Martina; y su a tía, Matilde, cuyas ideas progresistas chocaban constantemente con las del hombre que la crio. Habían otras razones, también.
Ahora era su funeral, después de un ataque al miocardio mientras arreglaba el motor de su auto.
Ella torció el gesto, mientras le daba una calada al cigarrillo que compartían entre las dos. Matías, su hermano, tenía trece años y aún así daba vueltas a su alrededor para ayudar a cubrir el “ilícito”. Su prima, por su parte, agachó la cabeza y suspiró.
—Tú sabes que poco y nada me importa el abuelo, Rosa.
La chiquilla le miró con los ojos ligeramente cubiertos de lágrimas, como si tuviese rabia y tristeza al mismo tiempo. Quizá y así era el caso. Sofía se le acercó un poco, apagó la mitad de lo que quedaba entre sus dedos y le abrazó con fuerza. Aún cuando ella no era cercana a su abuelo, sabía que esa niña menuda que se le pegaba al cuerpo le adoraba; no porque fuese fiel a sus ideas, no porque apoyase nada de aquello, sino porque simple y llanamente había compartido más con él que con su otro abuelo. Y ahí, en medio de los crecientes sollozos de su prima, la muchacha logró entender que no era su abuela quien necesitaba su apoyo, o su presencia, sino Rosario.
—Ta’ bien —soltó ahora, separándose para secarle las lágrimas con el pulgar—, voy a ir. Pero sólo un ratito, que tengo que estudiar.
A la segunda de los nietos del difunto Bernardo Berenguer se le iluminó el rostro, aún con los ojos cristalinos. Sabía que lo último era mentira, pues ella nunca estudiaba, pero aceptó la propuesta porque la necesitaba.
—La abuela va estar feliz de verte —dijo, mientras Sofía se encogía de hombros—. ¡Tú sabes que sí! Hace un tiempo que no te ve. Igual, tú sabes que el abuelo...
—Por fa, Rosa —replicó—. No hables de él.
— ¡Pero es verdad! El abuelo estaría feliz de saber que vas a verlo por última vez.
— El abuelo era un conchadesumadre, Rosario —soltó, sin ser capaz de aguantarle—, y lo sabes.
Todo rastro de tristeza, felicidad o cualquier clase de emoción que mantuviese a su querida prima en lo alto del pedestal se desintegró en los ojos de Rosario, para dejar en su lugar una mirada llena de odio, reproche y desdén. Retrocedió un par de pasos, no sin antes cerciorarse de quitarse sus manos de encima. No veía posible que su prima detestase tanto a su abuelo, o que lo viese de dicha manera. No podía entenderlo. ¿Cuándo había empezado a sentir tan feo en cuanto a ese hombre que sólo tenía amor para ellos? No le cabía en la cabeza ese odio que echaba por la boca.
— ¡Ni se te ocurra hablar así de él otra vez! —le gritó tan fuerte que Matías se asustó, no encontrando nada mejor que hacer que correr en búsqueda de su madre—. ¡Ni se te ocurra! El abuelo era un hombre bueno, era cariñoso y nos quería. ¡Nos quería mucho!
Rosario no le dio la oportunidad de responder, o de reivindicarse dentro de esa conversación tan crítica, pues salió corriendo antes de que la mayor pudiese siquiera abrir la boca. Sofía no se dio cuenta que estaba temblando hasta que su madre y su hermano llegaron, acompañados de su tío.
Temblaba y le castañeteaban los dientes, aún cuando allí fuera no hacía frío.
Se sentía como un conejo en una tormenta de nieve, tal y como se había sentido la última vez que había visto a ese hombre como su abuelo y no el monstruo que realmente era.
Santiago de Chile, 1998.
Llevaba lloviendo la madrugada entera, le siguió después la mañana, para luego poco antes del mediodía comenzar a despejarse. No había ido a clases, había estado despierta hasta las cuatro de la madrugada terminando un informe grupal que sus compañeros no se habían dignado a hacer, por lo que su madre llamó al colegio y les notificó que estaba enferma. Hacía mucho tiempo que no faltaba a clases, por lo que luego de sentirse culpable, se dejó a sí misma aprovechar el día libre que se estaba dando.
“Arréglate”, le había dicho su madre con cariño, a eso de las doce y media. “¿Para qué?”, le había increpado ella entonces, recibiendo la respuesta que por dentro esperaba: irían a visitar a su abuela Eugenia, aquella que tanto quería, pues estaba enferma y en cama. No sabía qué tenía, pero sí entendía que necesitaba reposo y no podía venir ella misma a verle.
Se había puesto un vestido con un par de medias negras debajo, para esquivar el frío. Tanto su madre como su padre se habían reído por su elección. A los trece años, después de todo, no se tiene un muy desarrollado sentido del estilo. Antes de que pudiese darle una rabieta, se subió al auto con una chaqueta encima y con Matías contando chistes raros a su lado. Martina, quien iba de copiloto, hablaba de un libro que había leído; su padre, que intentaba prestarle atención, intentaba manejar concentrado al mismo tiempo.
“Los hombres no pueden hacer dos cosas al mismo tiempo, mi niña”, le decía su abuela.
Quizá tenía razón.
[...]
—Yo lo único que sé, es que deberían cerrar Punta Peuco.
La mesa siempre se volvía territorio hostil cuando se hablaba de política o temas conectados al golpe militar. "Gobierno militar", en palabras de su abuelo. En esta ocasión, la incomodidad cayó por las palabras—no tan bienvenidas— de su tía Matilde, quien con el tenedor en la mano derecha hacía ligeras gesticulaciones.
—Han inaugurado esa penal hace tres años años, Mati —soltó Martina, en un intento de aplacar la posible tormenta—, dudo que la cierren por ahora.
“Aunque fuese lo mejor”, notó la niña que su madre murmuraba.
—En eso estoy de acuerdo contigo, Matilde —soltó el patriarca—. Deberían cerrar la penal y dejar en libertad a sus detenidos. ¡No hicieron más que proteger a este país de esos comunistas de mierda que querían echarlo a perder!
María Eugenia, quien había dejado la cama para comer con su familia, abrió la boca incrédula. No dijo nada, pues sabía que de decir algo se formaría aún más problemas. Tomás, padre de Sofía; así como Martina, su madre; José Ignacio, su tío y hermano de Tomás; y su esposa e hijos se quedaron en silencio, también. La tensión en el ambiente bien podría haberse cortado con un cuchillo de los que habían en la mesa. Matilde, sin embargo, soltó el tenedor y arremetió de nuevo.
— ¿Sabe, papá? —replicó—. A mí me daría vergüenza defender el genocidio.
— ¿Genocidio? —contestó él—. Por favor, Matilde. Hasta tú sabes que los comunistas querían destruir el país, sobre todo con ese rojo asqueroso de Allende.
Martina, quien en dicho “gobierno” había perdido amigos y conocidos, estaba apretando la mandíbula; detestaba la opinión de su suegro. Su esposo, al mismo tiempo, le sujetaba la mano con fuerza por debajo de la mesa. Tomás prefería mantener silencio ante los desvaríos de su padre. Sofía, con trece años, apenas entendía los puntos de vista de su familia. Claro, sabía que el régimen había sido malo, pero también tenía la duda del porqué de la reacción de su abuelo. No entendía cómo un hombre tan cariñoso, tan intachable como él, podía estar de acuerdo con tanta violencia.
Nunca había hecho más que hacerle sentir querida, acariciándole la espalda o besándole las mejillas, diciéndole cuán bonita se estaba poniendo con el tiempo. Se sentía agradecida y afortunada de tenerlo.
En medio de las miradas mortíferas entre su abuelo y su tía, su tío Ignacio terminó por interrumpirles de una vez por todas.
—Yo creo que no deberíamos ponernos tan pesados con ese tema —dijo, levantando su copa de vino y dándole un sorbo—, después de todo, lo importante es que estamos todos acá para celebrar que la mamá todavía tiene para rato.
La niña le sonrió a su abuela, quien le lanzó un beso desde su asiento.
—Sí pues, caballero —añadió esta última, refiriéndose a su esposo—. ¿No cree que es un poco amargo ponerse a hablar de matar gente y de cárceles en la mesa?
La mayoría soltó una risa, incluida Sofía, quien seguía sin entender mucho.
En menos de cinco minutos todos en esa mesa se habían arreglado, o al menos dentro de la medida de lo posible. Las ganas de fulminarse mutuamente entre Matilde y su padre habían existido desde siempre, sólo ensanchándose con la pérdida de su hijo, tantos años atrás. No había compasión, amor o empatía de ella hacia él; no había nada, en realidad, y ambos lo sabían perfectamente.
Cuando terminaron de comer, los adultos fueron a conversar fuera del comedor. Los más pequeños, Matías y dos de sus primos, salieron corriendo a jugar al patio trasero. Por su parte, Sofía se quedó con su prima Rosario, quien aún tenía hambre. Esta última tenía entonces once años, era flaca como un palo y nunca terminaba de llenarse. La pelirroja le decía que tenía una lombriz en el estómago.
— ¿Tendrá frutas en la cocina la María? —su pequeña prima hablaba de María, la señora que ayudaba a su abuela en la cocina. Era una mujer adorable, menuda y muy parlanchina—. ¡Es que tengo hambre!
—Pero Rosa... —replicó la niña—. ¡Si acabamos de comer! Tú y tu lombriz...
Las dos se echaron a reír, para terminar por ir a la cocina de todas maneras. No había nadie, pues María se había ausentado por un rato para ir a buscar una torta a la pastelería. En silencio, o lo más calladas que podían estar entre pequeñas risitas, encontraron la cesta de frutas llena. Quería coger uvas y salir disparada, pero Rosario quiso manzanas. Le frunció el ceño, pues sabía que tendría que pelarla antes de que le hincase el diente encima.
—Ya po, Sofi —estaba juntando las manos, como si le suplicase—. No me gusta lo que tiene color.
— Tú molestai’ más que los cólicos, oye.
Tomó un cuchillo de encima, sin caer en cuenta de que estaba recién afilado. Ninguna de las dos lo notó, no hasta que la más grande las dos terminó por hacerse un corte sin querer. Rosario lanzó un grito, pues odiaba la sangre, mientras que la herida palpitaba y la pequeña pelirroja dejaba la manzana sobre el mueble, abriendo la llave del agua fría y sumergiendo el corte bajo el chorro. Le pidió a su prima que guardase silencio, pero esta no se aguantó mucho y fue a buscar ayuda.
Detestaba lo exagerada que era su prima, ¡no era más que un corte chiquitito! Se enojó con ella y consigo misma, por ser tan tonta de no darse cuenta del filo.
— ¿Qué pasó? —la voz de su abuelo había impactado en su espalda—. A ver, a ver.
Estaba de pie tras de ella, con la pequeña mano de Rosario en la suya. Esta última se estaba refregando los ojos, ya que había soltado un par de lágrimas a causa de los nervios. Eso a Sofía le pareció entre tierno y tonto.
—Nada, tata —dijo, sacudiéndose la mano. Aún seguía sangrando—. La Rosa que es exagerada, si fue un cortecito no más.
—A ver, déjeme ver —se le acercó, tomándole la mano entre las suyas—. Uhhh...
— ¿Qué pasó, tata? —Rosario hablaba de nuevo—. ¿Está muy feo?
—Un poquito. Pero vaya a jugar, Rosarito. Yo le ayudo a su prima.
Rosario se fue corriendo a jugar con sus primos, dejando a su abuelo y Sofía solos en la cocina.
—Vamos, en el botiquín del baño de arriba tenemos alcohol y parches.
Subieron las escaleras en silencio, a ella le ardía la herida. Sólo le había asentido a su abuelo cuando le dijo que fuesen arriba. Allí, donde estaban ahora, casi ni se escuchaba nada de lo que ocurría abajo, muchísimo menos fuera. Eso siempre le había parecido curioso, el que no se escuchase nada; que fuese casi a prueba de sonido. Su tía Matilde siempre le había dicho que no le gustaba esa parte de la casa, que no era agradable. Nunca había entendido el porqué, si para ella era igual al resto.
—Venga, deje mirarle la herida —Bernardo se sentó sobre el filo de la tina, luego de abrir el botiquín—. A ver qué tan feo quedó.
Sofía, sin saber porqué, se acercó nerviosa. Le había cerrado la puerta tras su espalda, o la había juntado casi hasta cerrarla. El hombre le hizo una seña para que se sentase en su rodilla izquierda, cosa que su nieta hizo sin pensar. Le tomó la mano con delicadeza, regando un poco de alcohol en el corte mientras tarareaba una canción que ella reconocía a medias. Sin que lo pensase mucho, le cubrió finalmente con un parche que tenía pequeños conejitos y zanahorias. Lo recordaba porque ella los había elegido antes.
—Gracias, tata —le dijo, depositándole un beso en la mejilla—. Ahora ya no me arde.
Antes de levantarse, le retuvo. Le pareció un gesto de cariño algo brusco, pero se quedó quieta. Su abuelo, sin duda alguna, era un hombre cariñoso, aunque algo tosco de vez en vez. A su tía Matilde parecían no gustarle sus muestras de afecto, pero ella lo creía porque a su tía no le agradaba su abuelo en general. En algún punto de aquél momento, mientras ella se quedaba viendo los conejitos del parche, él había empezado a tocarle la rodilla derecha. Con cuidado, acariciando. Seguía tarareando. Le hizo tantos círculos en la rodilla que bajo las medias sentía ligeramente rara la piel, como cuando esperas quitarte el frío pero no funciona.
Tarareaba, ella seguía sin reconocer la canción.
Estaba comenzando a sentirse extraña, no entendía el porqué. Su abuelo seguía tarareando, mientras subía ligeramente más la palma, llegándole a la altura del muslo. Seguía haciendo lo mismo: círculos, y círculos, y círculos. No era primera vez que hacía eso, pero esta vez estaba yendo más lejos que antes. Vio el conejo del parche de nuevo, pensando en Alicia en el país de las maravillas. Y cuando casi lograba tocarle directamente entre las piernas, la puerta se abrió de golpe.
El abuelo Bernardo había dejado de tararear, ella levantó la vista. Era María. La mujer aún llevaba un pequeño bolso bajo el brazo y, ahora, lucía preocupada.
— ¡Ahí está, mi niña! —dijo, con falsa animosidad—. Abajo la estaba buscando la Rosarito. Que quería jugar, me dijo.
Se acercó y le tomó de la mano, con una sonrisa fingida. Él parecía molesto, tenía la mandíbula apretada; también había una pizca de vergüenza, pero no tan fuerte como la molestia. María la sacó del baño, casi trotando por las escaleras.
—No vaya más al baño con el abuelo, ¿ya? —le dijo despacio, a la niña le sorprendió—. Su tía Matilde y yo se lo pedimos.
Asintió sin decir mucho, tampoco miró atrás. Luego de un par de horas se fue a su casa, mientras escuchaba los chistes de Matías, las opiniones de lectura de su madre y veía a su padre intentando prestar atención y manejar al mismo tiempo. Todo de nuevo, en reversa. La radio del auto sonaba. Se quedó quieta cuando reconoció la canción.
“(...) Una vez nada más Se entrega el alma Con la dulce y total Renunciación
Y cuando ese milagro Realiza el prodigio de amarte Hay campanas de fiesta que cantan En el corazón (...)”
Y en su asiento, mientras escuchaba la canción que siempre tarareaba el abuelo y miraba los conejos del parche, se imaginó como un conejo en una tormenta de nieve, tiritando sin entender nada.
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sofiaberenguervarin · 3 years
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"When I was younger, I used to think I was invincible. You know. The typical know-it-all child. It lasted long, honestly. I wanted to be perfect. At point and for a while, later in life, I blamed my mother for it. I think I felt it was her fault. Like, it was her the one responsible for my nonsense, stereotypical behavior. Of course it wasn't the case. But, anyway, a part of me still believed it was. The feeling of having to prove myself to her, to my father... the rest of the family—or the rest of the world, even—, purged me. Before she died, the urgency of getting on her nerves was constant. Pretty much my everyday-go-to. And then, when she passed, everything stopped. I stopped feeling, caring altogether. There was nothing left. Nothing but emptiness, sadness and, partly, betrayal. A part of me blamed her for her own death, too; even when it was probably more my fault than hers. Is it possible to become a sociopath later in life, after childhood and because of one big and terrible experience that resulted in someone else's death? Probably not, but I was convinced I was one. A sociopath. A psychopath was out of the picture, though; you have to be born with it. But, what if I was, in fact, born with it? If every little emotion I had up to that point was rehearsed, learned through observation? Maybe I had learned how to cry, how to smile, how to laugh at someone else's jokes. Maybe all of my emotions were just that: a compilation of learned expressions, mannerisms, words. What if all I have to say, do and think are just automatic responses? Maybe I was a monster all along. Maybe I wanted her to die. Maybe, just maybe, I was a psychopath and my mother knew it all along. Maybe, but it wasn't possible. Probably I just like to give myself a little something to think about from time to time."
— Sofía Berenguer, reminiscing about her mother and brother's death.
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sofiaberenguervarin · 3 years
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Santiago de Chile, Julio del 2010
—Si viniste esperando que decida volver, creo que te vas a llevar una decepción bien grande —dijo Sofía Berenguer, mientras sostenía la puerta para que Gonzalo Miranda, su colega, entrase por ella.
De la mujer no había noticias desde aquél veinticinco de junio, cuando ensangrentada y llorosa fue llevada a su departamento en el centro, después de dar su declaración. De ahí en más, se había vuelto un fantasma, una coraza decrépita de lo que antes hubiese sido.
Él avanzó un par de pasos hasta entrar, por fin, al departamento. Como esperando el permiso explícito de ella para poder sentarse. Salvo que Sofía no dijo nada, pues sólo cerró la puerta tras de sí y, en un movimiento que ya parecía natural—memoria muscular, quizá—, se acurrucó bajo una manta de vuelta en su sofá. Sí que eran verdad los rumores de que luego del «incidente» había quedado irreconocible. No obstante, prefirió no decir nada, para luego finalmente tomar lugar en la mesa.
Esa donde, usualmente, pondrían sus enormes tazas de café y los expedientes desordenados en una madrugada de trabajo. Excepto que, esta vez, lo único que yacía sobre la superficie de madera eran fotografías suyas.
Y de Santiago.
— ¿Quién dijo nada de volver? —replicó Gonzalo, en un tono casi paternal.
Sofía soltó un bufido irónico.
—Bueno, ya —añadió, llevándose ambas palmas al regazo, arrastrándolas hasta sus rodillas—. Tal vez esperaba que lo hicieras.
—Llegaste tarde —soltó ella, apenas alzando sus enrojecidos ojos azules fuera de la tela—, ya he pedido que me den de baja. Ya no puedo más con esto. Simplemente no...
— ¿Cómo que pediste que te dieran de baja? —interrumpió un confundido, y atónito, Gonzalo Miranda. Se movió de pronto de la mesita al sofá, acomodándose junto a ella—. Pero si a ti te encanta trabajar ahí. Con nosotros. Conmigo... —añadió—. Y atrapar imbéciles, ayudar a la gente. No entiendo.
La pelirroja se había quedado mirando un punto ciego. Allá, en el fondo, detrás de una planta medio moribunda y encima de un par de libros, permanecía una pequeña foto de su familia. Su madre sonriente en medio. Le había captado la mirada, esos ojos castaños, haciéndole recordar el peligro constante que era quererle, estar cerca de ella. Las palabras de su colega parecían venir desde muy lejos, aún cuando le tenía justo a un lado. Bajó la mirada, mientras el dorso de su diestra rozaba la punta de la nariz. En el fondo quería seguir llorando, pero sentía que ya no le quedaban lágrimas en el sistema.
Se volteó, aún muda, meditando sus próximas palabras.
—Gonza —su mano izquierda se escabulló fuera de la manta, dejándose caer sobre la contraria—, ya no puedo más. Estoy hecha mierda, acabo de tocar fondo —apretó con cuidado—. En serio. Ya no lo aguanto. Toda mi vida quise ayudar al resto. Y estudié psicología, entré a la institución. Me distancié de quienes más quería, incluyendo al Santiago, para que no les pasara nada por mi culpa y mira lo que hice. Lo maté, Gonza... —la voz se le quebró, cerró los ojos por un instante y después agachó la cabeza—. Lo maté. Murió por mi culpa. Y si no fuese por mí estaría aquí todavía. Estaría vivo pero lo maté.
Un par de lágrimas resbalaron por sus mejillas, el mentón le tembló un poco. El hombre podía ya sentir el dolor, la culpa que le carcomía por dentro cual parásito. Apretó sus dedos con su mano libre.
—Escúchame, Sofía —enunció, bajando la cabeza para buscarle la mirada otra vez—, entiendo que te sientas así, de verdad que sí, pero lo que pasó no fue tu culpa. Quiero que te lo saques de la cabeza.
—No puedo.
—Inténtalo.
—No he dormido bien en días —dijo, de pronto—. Se me aparece y me despierto llorando.
Él frunció los labios, pensativo y cabizbajo.
— ¿Qué tal si te consigo una hora con la psicóloga?
Berenguer soltó una risa amarga.
—Una psicóloga yendo a terapia, el colmo pa' grande.
Terminó por soltar un bufido, que Gonzalo recibió con el ceño fruncido. Le abrazó fuerte sin esperar otra reacción, esa fue su respuesta. Ella acurrucó su mentón en el hueco entre su hombro y su cuello, con una expresión exhausta y al borde del llanto. El abrazo duró un rato, hasta que él, retrocediendo, acunó su rostro en sus manos, secándole las lágrimas con la yema de los pulgares. Sofía Berenguer lamió su labio superior, que ya le sabía a sal, reteniéndolo entre los dientes inmediatamente después.
Suspirando, Miranda continuó.
—Si no quieres volver, lo respeto —sentenció—, pero no pidas que te saquen.
— ¿Qué más puedo hacer? —replicó ella al instante—. Me duele el estómago solamente pensar en volver.
— ¿Qué tal si pides perfeccionar tu carrera? —soltó—. Irte, alejarte un tiempo. No sé. Cualquier cosa, pero no darte de baja definitivamente.
Ella lo sopesó, quizá realmente considerando la posibilidad.
— ¿Crees que se pueda?
Gonzalo le sonrió.
—Buscaremos que se pueda.
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sofiaberenguervarin · 3 years
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Crónica de una locura anunciada, PRÓLOGO.
Viña del Mar, Chile. Septiembre del 2003
—Adivina.
— ¿Qué cosa?
—Adivina lo que estoy pensando.
—Estudio psicología, no soy médium.
Sofía Berenguer tenía entre sus manos una flor que acababa de arrancar. Parecía una margarita, aunque quizá sólo era una que se le parecía lo suficiente. Llevaban un rato sentados sobre el césped de aquél parque, tiempo suficiente para que la conversación llegase a un punto muerto donde ella ya no quería hablar, pero en el cual de todas formas tendría que hacerlo. De eso ya se aseguraría él.
Santiago frunció el ceño, mirándole de reojo por encima del hombro.
—A veces me gustaría leer mentes —rompió ella el silencio. Después levantó la vista, lanzando aquella flor lejos de su alcance.
— ¿Por qué? —le increpó él, al instante. Sofía se encogió de hombros, dándole un empujoncito en el brazo, dedicándole una sonrisa lastimera como acto seguido. Se quedó luego en silencio, pero finalmente respondió—: Así sabría las respuestas a todo... Y no tendría que pensar nada.
El chiquillo se largó a reír.
—Erís tan rara, ¿te lo habían dicho ya?
La pelirroja abrió la boca, intentando no mezclar las ganas de reír con su forzada aparente molestia. Falló, sin embargo; una vez alargó el brazo para propinarle un golpe en la frente, Santiago le cubrió la muñeca con la palma de la mano y le hizo caer sobre sí.
Ambos se rieron.
— Qué barsa eres —depositó un beso fugaz en sus labios, para terminar por acomodarle el oscuro cabello fuera de la cara—. Pero te lo perdono, por ahora.
Honor, Disciplina y Lealtad
Según muchos medios de comunicación, o mero conocimiento público, la PDI—o Policía de Investigaciones de Chile— es la Policía Civil investigativa de Chile y fue creada en 1933. Compone la Fuerza de Orden y la Seguridad nacional de Chile, todo dependiente del Ministerio del Interior y el ministro de turno, cuyo personal se somete a cierto régimen de carácter jerárquico y disciplinario estricto. Una montaña burocrática en sí misma, una institución que quizá se ve más prestigiosa que los llamados Carabineros de Chile, pero que dentro de todo, sólo busca servir a lo mismo.
Después de todo, era otra fuerza armada más.
La familia Berenguer llevaba en su sangre una fina y larguísima línea de tradición dentro de instituciones de dicha índole: desde la Fuerza Aérea hasta la Policía de Investigaciones, siendo esta última la única que logró cautivar a la única sobreviviente de los herederos directos de Tomás Berenguer, retirado ya de las fuerzas armadas. Comenzó estudiando psicología, aunque terminaría decantándose por otro camino. Otro camino, además, que no incluía a Santiago Henríquez.
Santiago.
Aquél que creía que psicología equivalía a leer mentes. Aquél, que se reía con chistes insulsos y estudiaba letras hispánicas y pedagogía en lengua castellana. Aquél que le dijo, alguna vez, que se casaría con ella. El que lloraba con vídeos de animales, el que detestaba cualquier tipo de droga y ni siquiera podía ingerir una pequeña pastilla para el dolor de cabeza, pues la garganta le dolía.
La chilena hubo de dejarle no bien entró a la institución; no por obligación, no por falta de amor, sino por él mismo. Le dejó ir porque temía por su seguridad, incluso más que por la suya propia. Temía por él, pues sabía que al involucrarse en cualquier situación compleja, quién quedaría marcado sería todo aquél que ella quisiese y su padre sabía cuidarse muy bien; Santiago Henríquez, sin embargo, no sabía sostener ni un cuchillo, mucho menos sería capaz de matar o herir a un ser vivo.
Tenía que hacerlo.
Santiago de Chile, 25 de junio 2010
Ese día fue uno de los más extraños que había vivido en un largo tiempo, partiendo por el hecho de que su alarma no sonó, así como muchísimo menos la de emergencia que mantenía en su teléfono. Tampoco tenía llamadas perdidas ni mensajes del trabajo, muchísimo menos de su padre o su abuela. No tenía nada, nada más que un silencio perturbador.
El camino al trabajo transcurrió como lo hacía siempre: tranquilo y en compañía de aquella lista de reproducción que se había construido a sí misma hacía ya un par de meses. La misma música de siempre, el mismo café de siempre en el posa vasos del auto. Casi ni había tráfico, a pesar de ser hora punta. El semáforo no se detuvo en rojo más de una vez, aunque siempre lo hacía al menos tres veces. Estacionó sin problema, ninguna mala cara. Lo único, sí, era una pila de papeleo e informes sobre su escritorio. Documentos que habían estado acumulándose sin querer por el ajetreo de sus jornadas laborales.
Algunos se aprovechaban de su buena voluntad y la disponibilidad horaria por su soltería, esa que se había adjudicado a sí misma y llevaba como medalla de oro junto a su placa.
No obstante, cuando se preparaba para comenzar a revisar el material—que dentro de poco se desbordaría— y terminaba su café, el teléfono empezó a vibrar como loco. No se le pasó por la cabeza mirar el identificador y, puesto que no esperaba llamada personal, pensó que podía ser alguno de sus casos.
—Detective Berenguer, ¿con quién hablo?
Un bullicio se escuchaba a lo lejos. Bien podía ser la calle a través de una ventana, quizá incluso la televisión, pero la voz nerviosa y frenética de Santiago le captó la atención de un sopetón.
— ¿Sofía? Aló —se escuchaba agitado, nervioso.
La mujer tomó la palabra.
—Santi —soltó, cariñosa—. Hola. ¿Qué pasa, estás bien?
—Creo que me están siguiendo.
— ¿De qué me estái’ hablando? —replicó ella, sin entender nada.
Él se tardó en modular las palabras, ahora se escuchaba más agitado. Como si caminase, o fuese de un lado a otro de su departamento en busca de algo. Ella reconocía cómo se escuchaba al hacerlo, cómo se veía incluso y estaba imaginándoselo. Lo que no entendía, sin embargo, era a qué se refería con decir que le estaban siguiendo.
— No sé —dijo, por fin. Se le escuchaba la voz ligeramente entrecortada, parecía estar susurrando—. El otro día, cuando volvía a la casa del colegio, como que vi un auto estacionado fuera del edificio. Como que pensé que eran visita de algún vecino, o incluso que estaban perdidos. O algo. No sé, weón. Pero cuando los miré se fueron.
— Ya... —añadió ella. Acababa de sentarse, por fin, frente a su escritorio. Su cabeza se estaba dividiendo entre prestarle atención a él e intentar leer un informe acerca de un caso de la división de antinarcóticos. Prosiguió, dejando el papel sobre la madera—. ¿Estás seguro que no eran extraños no más que se estacionaron ahí, y que simplemente se sintieron incómodos porque los miraste? Tú sabís que la gente es medio loca...
La voz de su interlocutor se volvió rígida, monótona. Como si de pronto hubiese decidido callarse totalmente.
—Sí —le dijo—, seguro es eso. Quizá estoy exagerando. Y tú estás trabajando, me imagino. Mejor hablamos después.
—No, no —soltó Sofía, intentando calmar la situación—, hablemos. ¿Cómo has estado?
A ella no le gustaba cuando Santiago hacía eso, cuando aplicaba la condescendencia. Podía sentirla allí, en sus palabras; cómo reptaba desde su boca al micrófono, y de allí hasta su oído. Le sentía quizá incluso molesto, incómodo. Pero no decía nada, pues lo que quisiese haberle dicho se lo guardó.
—Bien, sí. Hablamos luego.
La pelirroja se molestó.
—Me carga que te pongas así.
— ¿Así cómo?
—Así, idiota —respondió. Suspiró, también, y volvió a hablar—. Pero no importa. Si quieres hablar después, me hablas. Si no, bueno, será.
—Como tú quieras, Sofía.
—Vale, chao.
Cortó la llamada y lanzó el teléfono en el primer cajón del escritorio, donde lo dejó por un buen rato y desde no pretendía sacarlo. Estaba molesta, aunque en el fondo sabía que la discusión—si es que podía llamarle como tal—, había sido su culpa y nada más que su culpa. Quizás estaba molesta porque ya no hablaban, quizás e iba más allá de la reacción de él a raíz de sus palabras. Quizá, y sólo quizá, le echaba de menos. Ya no hablaban casi nada, a menos que fuera necesario.
Y así transcurrió la tarde: entre un par de salidas a terreno, una charla en un colegio del centro de la ciudad, un operativo ambulatorio y mucho, mucho papeleo. En cierto punto de la tarde olvidó su teléfono, olvidó dónde lo había dejado y simplemente siguió con sus actividades, hasta que le dieron las siete de la noche y su jornada terminó. Mientras recogía sus llaves y su abrigo, abrió el cajón para encontrarse con una alerta inusual en la pantalla.
Diez llamadas perdidas de Santiago, cinco mensajes de texto.
Obviamente intentó localizarlo, empero su celular parecía fuera de servicio. Comenzó a temerse lo peor después de un par de minutos, cuando aquella voz femenina robotizada le avisaba, una y otra vez, que el número que estaba marcando no se encontraba disponible. Soltó un par de groserías, mientras cerraba la puerta de su oficina y corría escaleras abajo hasta su auto, notablemente preocupada y enojada. Se podía escuchar a sí misma decir que lo mataría si estaba bien y no le contestaba el teléfono a propósito.
Ni siquiera supo cómo llegó a Ñuñoa, muchísimo menos cómo se hizo dentro del edificio y, sin duda, tampoco entendió cómo recordaba dónde dejaba la llave de emergencia. Había golpeado sin cesar por cinco minutos sin respuesta, hasta que logró dar con la llave bajo el extintor del pasillo. Abrió con tanto nerviosismo que las llaves amenazaron con caérsele de las manos, sintiendo también las palmas extremadamente húmedas. Podía sentir el sudor frío, el posible peligro latente, pululando en el aire.
Las luces del baño estaban encendidas, así como la puerta de la habitación estaba abierta. Un par de cosas yacían desperdigadas por el piso, entre ellas un par de libros y una foto de ella, con el cristal roto. La recordaba. Era de su cumpleaños número quince, allá en Viña del Mar, de donde eran ambos oriundos. Ahora le temblaban los dedos más que antes.
Empezó hablando con una tranquilidad medio maltrecha. Eventualmente, optó por gritar su nombre un par de veces. Fue del salón a la cocina, de la cocina volvió al pasillo. Llamó a su teléfono y aún no recibía respuesta. La habitación parecía normal, sin embargo, el baño al final le ponía nerviosa. Recibía un mal presentimiento con tan sólo mirar la madera de la puerta. Se acercó con cuidado, dudando con cada paso. Volvió a repetir su nombre cada que avanzaba, la voz apenas era un hilillo. Se quedó quieta tras la puerta, la palma derecha sobre la madera y el puño izquierdo sobre la perilla. Abrió con los ojos cerrados.
La luz blanca parecía querer obligarle a mirar.
No se dio cuenta, pero temblaba. Y la escena no le ayudó muchísimo, tampoco.
Todo era blanco, hasta las baldosas del piso. Pulcritud. No lo notó en un principio, pues todo parecía demasiado surrealista para siquiera considerarse posible. Una vez que se concentró, que se dejó a sí misma ver lo que tenía en frente, soltó un grito que bien pudo escucharse tres departamentos más allá. Cubriéndose la boca con la mano, sin pensárselo más, cayó de rodillas al piso. El vidrio que impedía salir el agua hacia fuera estaba cubierto de rojo, salpicaduras. Santiago yacía allí como una muñeca de trapo, la camisa blanca cubierta de sangre ya seca, mientras lo rojo se confundía con agua a su alrededor.
Estuvo a punto de tocarle, pero se limitó a llorar sobre el borde de la bañera. Apoyó la frente y se dejó llevar. Permaneció allí por diez minutos, hasta que uno de sus colegas, el detective Miranda, le hizo levantarse y le dio un abrazo. Le había llamado apenas llegó, preocupada, pero él llamó a la policía tradicional y una ambulancia, aunque esta última no tendría nada que hacer.
Estaba muerto.
Y era su culpa.
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sofiaberenguervarin · 3 years
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“Don’t make the mistake of confusing a psychopath with a psychotic.”
― John E. Douglas, Mindhunter: Inside the FBI's Elite Serial Crime Unit.
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