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Y la ojos de perro no es para cerrarme los ojos siquiera mientras muero y mi descenso al Hades se concreta
Bien. Hoy terminé de leer Mientras Agonizo. Biblia de muchos escritores. Verdadero manual de escritura. Aunque rijoso; lectura difícil de dominar en primeras y medianas instancias; un texto increíble. Siempre pasa lo mismo con los diferentes escritores. Uno tiene que tomarles el ritmo que exigen. Más cuando inscriben esa voluntad de estilo tan marcadamente. Por momentos, mientras leía este libro de Faulkner, me daba la impresión de que la lectura de Ulises resultaba incluso más transitable. Así como la superficie del agua y la tensión que la contiene, hay algo en el estilo de cada escritor que demanda ser atravesado. Pero una vez que se ha escindido esa tensión inicial de la prosa, se ha escindido en un mundo fabulado. Hay varias cosas que rescato del libro, que dicho sea de paso, es mi primer acercamiento a Faulkner. Tenía muchas ganas de leerlo desde hace tiempo y me ha parecido adecuado hacerlo precisamente posteriormente a haber terminado de leer a Juan Rulfo. Hasta donde entiendo, Faulkner era un referente preponderante para el mexicano, y que un poco de lo fragmentario en Pedro Páramo es heredado de la prosa de Faulkner. Pero no sólo en lo estilístico se conjugan estas dos interesantes producciones, sino que también en los entornos campiranos y un tanto en la vida austera lejos de las ciudades. El final de la novela de Faulkner me ha parecido especialmente sorprendente. De una sutileza pasmosa. Me ha parecido que As I lay diying es un tratado sobre el egoísmo. O bien, de la abnegación malograda. Digamos que se instala en una frontera muy indecisa entre el egoísmo y la abnegación. Es muy significativo para este postulado el hecho de que sea una novela narrada por múltiples voces, múltiples puntos de vista, múltiples monólogos, múltiples individuos. Es esa la base precisamente del egoísmo: reclamar una individualidad propia ante el mundo. Cada personaje, lo vamos descubriendo durante la trama, guarda motivaciones y recelos exclusivos en ese viaje pestilente. El capítulo en que Dewey Dell entra en una botica buscando un brebaje o solución de cualquier tipo para producirse un aborto, mientras el resto de la familia llama la atención por el olor del cadáver, y en general el cuadro que conforman los Bundren, con Cash mismo tendido sobre la caja con una pierna rota, es sin duda uno de los más memorables de toda la novela. Otro, de los más llamativos, y que no en balde es el epicentro de todo el relato es el capítulo del monólogo de la muerta. (Cuando no estaba muerta). Addie. De verdad increíble. Tengo sueño para entrar en pormenores. Y ya me apuro para acostarme de una vez. Mañana debo hacer todo lo posible por avanzar sobre el capítulo siete de mi novela. Lo titulé: Los sueños son el único tema posible. Pero antes de irme, regresando a Mientras agonizo quiero mencionar a los zopilotes. Esos recogedores de la basura. O más bien buitres como se les refirió durante la novela. Iban acompañando a la carreta de los Bundren durante todo su viaje. Se iban sumando conforme se sumaban los días. Los pasajes que los describen rondando el cielo en círculos me hizo pensar en el modo en que sobre los hospitales del ISSSTE y el IMSS aquí en Durango, sobrevuelan casi de manera permanente. Pero también fueron el vínculo definitivo que me hizo pensar en esa novela de la fascinación y el pasmo que es El luto humano de José Revueltas. Y es que hay muchos puntos que comparten estas dos historias. Además de los zopilotes. La muerte. El diluvio. La procesión bíblica. Hay tanto por decir, y las palabras no me vienen, como ahora. Será el sueño. Será la inteligencia adormilada. Será todo. La literatura me fascina. Me identifiqué mucho con Jewel.
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Estas manos
Té de manzanilla. Lo tengo aquí, a un lado; lo preparo aquí mismo, siempre aterrado ante la posibilidad de que pueda derramarse sobre la computadora. Le doy sorbos a ratos. El micro suena, avisa que el tiempo se ha cumplido, que el agua para el té, está lista, enjoy your meal. La voz de Vargas Llosa suena en las bocinas del estéreo. Tengo el celular conectado al auxiliar. Se trata de una de esas entrevistas de Joaquín Soler Serrano en el programa “A fondo”. Memorables. Vargasllosa dice algo con lo que me identifico, que en tanto más se aleja de su obra, de su proyecto literario, más trabajo le cuesta después de varios días, regresar a él. Esto tiene que ver con algo que pienso reitaradamente de un tiempo acá: la vida nos centrifuga de las cosas. De las personas. Es una fuerza misteriosa, no física, de ninguna manera, aunque emplee el término centrifugar para ilustrarlo, sino que es más bien metafísica. Mantenernos apegados a las cosas que queremos, cuesta un trabajo enorme a veces, y no hablo únicamente de las relaciones con parejas, sino de todas las cosas de la vida, en general. En esta fuerza “centrífuga” es dónde mayormente se constata el paso del tiempo; que estamos inmersos en ese caudal inexorable. Alguien toca el timbre y mis perros maniáticos pretextan sus histéricos ladirdos. ¡Shht!, ¡Cállense! “Todavía arreglas computadoras, me preguntan en cuanto abro la puerta”. El otro día, estando en el cine, sentí de pronto, ante cierta escena de la película, hundirme en la butaca; entonces me miré las manos y entonces me alcanzó la certeza de la muerte como nunca antes: voy a morir, me decía mientras me miraba el relieve en sombras de las manos con el resplandor de la pantalla. Estas manos un día, se hallarán completamente inertes. Un día estas manos dejarán de ser manos. Estas que escriben. Hoy he leído nuevamente a José Emilio Pacheco. “El principio del placer”. He leído la mitad del libro. Me gusta el ritmo de lectura que estoy tomando. Llevo tres libros leídos en lo que va del mes. Bueno, me adelanto a incluir este último de Pacheco porque con seguridad, mañana terminaré de leerlo. Los otros libros son: “Pedro Páramo” y “Las puertas del paraíso” del impronunciable Jerzy Andrzejewski. Esto es positivo en términos de mi oficio. Regularmente, aunque esto no sea sello de garantía en lo producido, mientras más leo, más escribo. Alguien toca de nuevo el timbre y de nuevo los chihuahuas: “¿Está César?” me pregunta una pelirroja. Por un breve instante yo quise ser César, pero a él, lo que es de él. Aquí no vive, le respondo con uno de mis perros en brazos (es la única manera de apaciguarlos a veces). César vive al lado. Ella vendrá a buscarlo, seguramente para tatuarse. Sí, mi vecino tatúa en uno de esos cuartos de arriba de la casa vecina. De vez en cuando escabullo una mirojeada cuando la máquina de tatuar suena con ese zumbido electromagnetico. En el cuarto se alcanza a ver un librero alto lleno con esas voluminosas lecciones de Inglés sin barreras. Una lámpara. Una computadora. Un par de cuadros, pintados quizás por el mismo César emplazados en una pared. Todo eso alcanzo a ver entre la persiana cuando vuelvo de la tienda.
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Lavar los trastes
Puede resultarles curioso y hasta inverosímil saber que las reflexiones más profundas de la vida, los pensamientos más elocuentes y los razonamientos más sosegados no los haya tenido yo frente a la página, ni frente al gozo, ni frente a la paz, ni frente a la muerte, ni frente a la hora de los crepúsculos en que las almas vibran, ni frente a la ventana de un autobús en un largo viaje, ni frente a la mujer tan deseada después de penetrarla, ni frente a la mujer deseada antes de penetrarla, ni frente al mar, ni frente al sonido del mar, ni frente a las caricias del mar, ni frente a las estrellas, ni frente al arrepentimiento, ni frente al sufrimiento, ni frente a la desesperación, ni frente al hambre, ni frente al despojo, ni frente al cansancio, ni frente a la injusticia, sino que ha sido regularmente, y sigue siendo de esa manera, aunque no siempre, mientras lavo los trastes. Si pudiera aprehender una mínima parte de los pensamientos, y de la forma de esos pensamientos, su profundidad y su hilación cuasi perfecta, yo podría entregarles un libro cuando decente. Pero por lo regular esos pensamientos tan hondos, tan aleatorios, tan venidos de quiénsabedónde, desaparecen como la espuma del jabón y se deslindan en espirales por la cañería, con todo y restos de comida. No, mi potencial como escritor nunca ha estado frente a la página, siento, ni frente a esta entrada del blog, sino en las ocasiones más triviales que me rodean, quizás sí frente al crepúsculo, quizás sí frente al hambre, quizás sí frente a la mujer, quizás sí frente al gozo y la injusticia y el mar y las estrellas y todas esas cosas que dije arriba, pero de alguna manera condensadas en ese acto inopinado de lavar los trastes. Si por casualidad, alguna vez llegas a verme ahí, con o sin audífonos, parado frente a la tarja y con un gesto ausente, con el gesto levemente sonriente o compungido, quizás sea que más bien me encuentre escribiendo una efímera epopeya.
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sigue adelante, siempre adelante, comienza a amanecer, dentro de poco verás los muros y las puertas de Jerusalén,
de “Las puertas del paraíso”, de Jerzy Andrzejewski
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Rompecabezas
Tenía un montón de cosas que escribir aquí ayer. Pero esta lap simple y sencillamente se echó al piso y ya no quiso andar cual si fuera una terca mula descontenta (se reinició por actualizaciones y el proceso duró siglos). Así que en un solemne acto de resignación vengo a escribir ahora. No sé qué. Nada en específico. Vengo a escribir a secas para sacarme la espina de no poder hacerlo ayer, seis de marzo del dsomildiecisiete. Ayer terminé de leer “Un drama de caza” de Chéjov; lo leí masomenos en el espacio de una semana. Es de capítulos cortos así que eso me confiere más dominio sobre el tiempo que le dediqué a su lectura. Los libros de capítulos cortos, por muy largos que sean, se leen más ágilmente; se tiene la impresión de que se avanza con presteza; como en una pendiente de bajada. Regresando a lo de la novela, Chéjov la escribió a los 24 años. Es una buena novela, pero en ningún sentido alguien que en la actualidad, alguien de esa edad escribiría. Tiene algunas falencias, pero aun esos fallos son mínimos para el registro que manejan escritores de mayor experiencia. Yo tengo 25 ahora y la posibilidad de escribir algo como eso, ha quedado sellada. Como lo he dicho antes, he escrito muy poco. Dicho de manera franca y coloquial: me he estado haciendo pendejo. Como muchos escritores de acá hacen. Me ha imbuido el espíritu arácnido, quizás. Ayer mismo comencé a leer “Pedro Páramo”, no sin ese sentimiento de culpa que suscita no haber leído hasta ahora, hasta los 25, un libro de tal signo. Bueno, tampoco he leído el Quijote. Pero no me embarga la misma culpa por ese otro libro, que tiene un lomo que infunde respeto por el tiempo que sugiere de entrada, que tomará para ser leído. En cambio el de Rulfo tiene menos de doscientas páginas. Por eso, más que por otras razones, me apena un poco. Ya para este punto, a menos de un día de haberlo comenzado, voy más allá de la mitad. A decir verdad me esperaba que fuera de una estructura más vanguardista para la fama que tiene; y más complicada. Espectativa alentada quizás por mis lecturas de “Farabeuf” y “Rayuela”; audaces realmente en su estructura (y pensar en las estructuras que todavía ignoro). Debo decir que la trama de “Pedro Páramo” me parece modesta en cuanto a estructura, y creo descifrar en ella un método de acomodamiento, si no sencillo, simple. El mérito del libro está en otra parte. Y no es un mérito pequeño porque estoy disfrutando mucho su lectura. Hoy por la mañana, en esa casa de espejos (rotos) que tanto fascinaría por su potencial literario a Elizondo y al mismo Borges que es el ISSSTE, tuve la oportunidad de avanzar una cantidad considerable de capítulos. Estuve ahí para agendar una cita con el ortopedista para mi papá (para “El Apá, como mis sobrinas lo conocen”). El asunto me llevó unas dos horas y media. Pero yo leo a velocidad media, acaso porque muchas de las veces, me demoro en los detalles, como se demoraría un meticuloso armador de rompecabezas. (¿Y qué nombre se le da al armador de rompecabezas; será que existe o habría que inventarle uno, como al entomólogo o al numismático?). Me gustan los rompecabezas. Desde antes de los seis años, tengo el recuerdo de armarlos. Los libros son rompecabezas. Las vidas son rompecabezas. ¿Por qué se llamarán así los rompecabezas? Habría que idearles un nombre más críptico. Antes de finalizar esta entrada y ocuparme en otra cosa (quizá continuar la lectura de “Pedro Páramo”), quiero hablar (escribir) sobre algo que más arriba, quería hacer, al amparo de las novelas de estructura compleja, de las novelas de una trama cifrada, de las novelas-rompecabezas, y es que: si bien las hay más sofisticadas o más caóticas, como “José Trigo” o “Muerte por agua”, estas todas pertenecen a una década posterior al empeño de Juan Rulfo, y en gran medida “Pedro Páramo” las ha influenciado en cercanía no sólo geográfica, sino estilística; aunque otra parte de su herencia provenga directamente de libros canónicos para escritores como los fue el mismo “Ulises”, y también de ese ambiente geopolítico-filosófico-económico-ético enrarecido que dejaron las dos guerras mundiales; la segunda por ser todavía más cercana en el tiempo a estas contra o anti o pronovelas que cito. Creo que la génesis de libros tales subyace de una necesidad profunda, y por profunda quizás imperceptible, de darle orden a una realidad fragmentada de forma increíble de manera reciente en ese entonces. El caos inscrito en algunos de estos libros emula en cierta manera el caos del mundo. Era una época de profundos cambios y agitaciones en las que el espíritu humano trataba de afirmarse de nuevo como humano. Ese empeño por asentar de nuevo unos valores que parecerían por entonces desdibujados y difusos, fracasó ante la globalización, inminentemente, y persiste hasta nuestros días como una mínima pregunta, insignificante por el nihilismo entrópico en que nos hemos sumido, en la pregunta que fácilmente plantearía un escéptico irredimible: ¿Qué es lo humano? Sí. Esta es una pregunta que lleva vigente por varios siglos (y hasta milenios); la diferencia es que ahora, no estamos tan interesados en responderla como en los cada vez más lejanos años sesenta, sino que nos contentamos con ver la pregunta, casi sin leerla; una pregunta que se descarta casi por sentado, normalizando la cuestión de que el humano es en principio de cuentas una cosa abstracta y negligente. Qué pereza responder.
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La boca de Fabiola
En el decurso de estos años de pocas letras. De estos años en que mi quehacer se ha volcado sobre la escritura, en realidad he escrito muy poco. Cinco años en los que he escrito prácticamente nada. Un libro de cuentos, y otros tantos desperdigados, deficientes columnas de opinión en periódicos, publicaciones imbéciles en facebook, chistes, desesperadas confesiones y desastrosas conversaciones en whatsapp, crípticos tuits que a nadie interesan, unas cuantas cartas, este blog recientemente, el tullido inicio de un par de novelas que mantengo en hielo, y un trasunto de diario o bitácora que atiendo con el más nulo de los rigores.
Esto se debe en parte a que la escritura para mí, la escritura creativa cuando menos, ficcional, me parece imposible. Impracticable. ¿Y ahora qué voy a escribir?, ¿Qué es lo que debo escribir? La incapacidad para dar respuesta a estas preguntas que a otros escritores les pueden parecer muy simples, para mí resultan insalvables. En parte porque ya todos los temas de la condición humana me parecen agotados, y por agotados, remasticados. ¿En realidad es necesario que yo escriba una línea más?, ¿una más que engrose todo lo que el humano ya de una u otra forma ha dicho o que atente contra las cosas que ya se dijeron, y se dijeron magistralmente?
El impulso de escribir literatura halla justificación en mí únicamente en la espontaneidad. Cuando los temas me atraviesan de golpe, como un rayo desde las alturas enviado por Zeus que me alcanza en el pecho. Como una epifanía que se me revela completa, con casi todos sus detalles. Como un texto que está ya completo incluso antes de escribirse y sólo hace falta pasar por el teclado. Sólo entonces la necesidad ingente de escribir, me asalta. Ayer, mientras tomaba un café con Fabiola, tuve de nuevo esa epifanía. El rayo de Zeus me alcanzó, mientras detenía la mirada en su boca cuando hablaba. En sus carnosos labios besables,en sus bonitos dientes que por otro lado me hacen pensar en lo feos que deben ser los míos, desportillados, sin esmalte. Demoraba la mirada en sus palabras, como si el mundo se hubiera quedado en mute y de pronto yo tuviera la virtud de leer las bocas; la de Fabiola; como si todo lo que ella dijo me hubiera entrado por los ojos y no por los oídos. En algún punto de la plática, traté de imaginar cuántos hombres (y quién sabe si mujeres) habrán besado esa boca tan boca. (Y cuántos más, en la imaginación. Como lo hacía yo en ese momento en un tiempo paralelo). El numero no interesa, si han sido incontables o pocos (¡y no sólo del pasado, sino los besos que guardan esos labios, quizás, para otras bocas del futuro!); lo que importa siempre, es el instante, y que la escritura o el rayo de Zeus me fulmine a mí, o a cualquiera, aunque sea en forma de labios.
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La novela está en otra parte
A la manera de esos letreros irónicos que a veces cuelgan en las misceláneas del barrio con la leyenda “hoy no fío mañana sí”, convendría que yo pegara uno aquí, frente a mi escritorio, que diga: “hoy no escribo, mañana sí”. Es el cuento de nunca empezar. El tema de mi novela me ha alcanzado y ha trascendido a su propio planteamiento. Y tal parece que el libro que pretendo escribir se quedará en eso, en una pretensión burda, con el cursor parpadeando al inicio de la página y con ese fabuloso título en la cima: Documento 1 de Word. A menudo vengo aquí, con toda la disposición del mundo, y todos los bríos para escribirla, para escribir en ella lo que sea, y que sea producto de mis más genuinas tautológicas reflexiones; pero algo pasa, algún fusible se desconecta de mi cerebro y me quedo como antes, como un digno espejo de la página que tengo enfrente, en mute, blanco. Hoy tuve la determinación de ir a una biblioteca y ver si ahí, por causalidad (sic), me encontraba con las musas. Nada paso. Dos o tres líneas. El resto del tiempo que estuve ahí, en la sala fría, sobre la mesa verde, lo pasé hojeando un libro de Elizondoy revisando el twitter. Leí un artículo de “El Filosofo” acerca del Oroxxo de Gabriel Orozco. Interesante. Más aún que la instalación misma. Qué duda cabe de la importancia de las cosas que hacemos en esta vida se remite a las lecturas que de ellas se hagan. Los otros. Nuestra vida en función de los otros. Nunca he leído a Lacán, pero hace poco escuché por ahí que entre sus postulados está el de que el otro no existe. Que nadie existe fuera de nosotros. No lo sé, si con los actos y con las omisiones negamos constantemente la existencia del otro, ¿por qué estoy escribiendo esto? Existe la posibilidad de que lo haga únicamente para el yo futuro, y que los lectores fortuitos que encuentre, sean solamente eso, fortuitos. Debo leer a Lacan. Debo leer a tantos. Aquí a mi lado tengo una taza de té y un libro de Chéjov. Espero leerlo pronto. (Y terminar de una jodida vez “José Trigo”). Pasadas las siete de la tarde, y con el ocultamiento del sol, siento que de alguna manera la salida de la cripta ha sido cerraday no puedo escribir más, que debo dormir temprano y esperar hasta mañana. “Mañana sí”, me digo.
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Nueva entrada
¿Por dónde comenzar? Esa es la pregunta silenciosa que nos plantea la página en blanco, pero no sólo las páginas, sino las cajas de texto, y los cursores parpadeantes. Quizá deba comenzar por decir que escribo mientras bebo una taza tibia de tédemanzanilla, en la computadora que compré hace unos días. La tablet en que regularmente venía haciendo estas entradas se rompió hace unas semanas cuando le di un golpe contra la lavadora mientras intentaba sacar la ropa que acababa de lavar para tenderla. Se han visto muchos tablets y celulares que pese a tener la pantalla rota, o con cuarteaduras, conservan el resto de sus funciones en perfecto estado. Bueno, eso no le pasó a mi pequeña Lanix; se rompió y se rompió. En el fondo me quedé satisfecho porque con ella se rompía uno de los que se fue convirtiendo en un de mis agudos distractores. Iba ya casi en el nivel doscientos del Candi Crush Soda Series y no quiero ni parar a pensar en todo el tiempo que derroché en esas adictivas bobadas, ni en todo lo que dejé de escribir por atender ese juego del demonio. El modo tajante es a veces el único modo de hacer (o dejar de hacer) las cosas. Como mi intempestiva salida de facebook, Di de baja mi cuenta con aplomo y ya van a ser cinco (o cuatro meses) que estoy fuera. Apenas si comienzo a sentir que me vuelve el alma al alma que ese demonio azul me estaba chupando fuera. Sin mencionar que mientras tanto he derrochado tiempo y salud imantado a los quiméricos contenidos de youtube, y a instagram. Hablando de esta última aplicación, me di cuenta que K, así le conoceremos para los fines literarios de este texto, de plano me bloqueó, o, cosa que me parece improbable, dio su cuenta de baja. La cosa me desconcertó habida cuenta del historial reciente de agradables pláticas casuales y nocturnas que veníamos teniendo. K es ciertamente atractiva y no puedo ignorar le hecho de haber fantaseado con ella más de una vez. Más de una vez, qué bonita expresión para atenuar, por cierto pudor, la innobleza de una manía. Regresando a mi desconcierto, pienso: me siguen pareciendo absurdas y extrañas las maneras que mi generación, y las generaciones que me circundan, para aniquilar los sentimientos, para negar las cosas que prodigan un genuino y sencillo placer; la manera en que rehuimos del contacto con los otros y una que otra cosa buena de la vida. Todo en favor de una postura o de una imagen. ¿Quién realmente puede decirnos quiénes somos? Pregunta ardua, que ya nosotros mismos demoramos toda la vida en medioresponder. No tengo mucho más que escribir a este u otros respectos; sólo espero, como casi siempre espero, regresar acá más seguido, sin imponerme más de las preguntas necesarias, para vaciar uno que otro pensamiento, para ejercitar la escritura de paso que tanta falta me hace, a mí que me llaman escritor. ¿Escritor de qué? Escritor, bah, no he escrito lo bien ni lo suficiente para que me nombren de esa manera. Pero algún día, quizás tenga el cuerpo que llene el saco. El teclado de esta nueva PC, anda delicioso; si no vuelvo por la necesidad imperiosa de expulsar algunas letras, espero hacerlo con el pretexto de presionar y presionar las teclas. Las teclas.Espero terminar de leer “José Trigo” esta semana; me restan unas cien páginas. Siento que debo adelantar en mis lecturas. Nada más frente a mí, tengo cinco libros nuevos que no he leído, y uno todavía con el envoltorio. “Amphitryon”. Cada vez que paso siento que su mirada lánguida, si es que los libros miran, me recrimina algo con un dejo de tristeza. Algo. Todavía no sé qué. Todavía no sé muchas cosas. Una playera que diga.
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La petición de Iv
El otro día, en mitad de la borrachera, Iv me pidió de regalo de cumpleaños que escribiera algo para ella. Algo que ella supiera que era expresa y únicamente para ella. Creo que nadie me habían pedido algo como eso antes. La petición me tomó un tanto por sorpresa, yo acababa de darle unos toques a un simpático porro y luego leí el mensaje en que me lo pedía. Me sentí una mezcla entre halagado y comprometido. ¿Y qué voy a escribirle?, es la primera pregunta que se asoma de inmediato. Sí, le respondí, y seguí fumando mota mientras otros jugaban x-box y otro sacaba una ouija de debajo de la cama. Unos minutos antes, por no decir que ya había pasado una hora de aquello, Iv y yo, nos habíamos besado. Una vez arriba, es decir en la planta alta, brevísimamente y en mitad de la fiesta, y una vez más abajo, cuando malicioso le pedí que me acompañara para tomar un taxi que no tenía intenciones de tomar. A mi pesar también se trató de un beso breve, aunque definitivamente más largo que el primero. Una ráfaga de aire nos cerró la puerta de metal en la espalda y la mamá de Iv justo apagaba las luces y se estacionaba cerca de nosotros en ese momento. Iv comenzó a tocar un tanto apurada para entrar por su mochila, y yo todavía tenía una cerveza en la mano. No tardó en abrirnos alguien y yo entré de nuevo al baño. Todos comenzaban a irse. A la mañana siguiente, con el sabor de la mota todavía en los dientes y con un embotamiento directamente proporcional al numero de cervezas ingridas, lo primero que hice al despertar fue tomar el celular e intentar unos versos para Iv. Unos versos crudos.
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Siempre en zapoteco.
Hace un momento estaba releyendo El libro vacío y un recuerdo me asaltó desprevenido. Es imposible ganarle el paso al pensamiento. A veces ante el más mínimo estímulo se nos viene una avalancha de recuerdos. Una hilera de dominós que se derrumban en la resurrección de un sentimiento: a veces aciago, a veces placentero. El que acabo fe tener hace un rato es más bien de los segundos. El cerebro es una maquina del tiempo y yo me remonté a poco más de un año en el pasado. 2015. Imagine a Z leyendo el mismo libro que leía hace un rato en la habitación de algún hotel en Mazatlán, en un balcón, o en la misma playa. “Este libro estuvo en Mazatlán”, pensé mientras leía. Imaginé el modo en que las manos de Z, largas y morenas, sostendrían ese mismo ejemplar y cómo sus ojos, tan expresivos y al amparo de sus peculiares cejas leerían con encanto esas misma líneas. Luego la imaginé haciendo pausas para tomar el celular y mandarme un mensaje diciéndome que el libro que le había prestado le fascinaba. A mí también me fascina. Ahora lo recuerdo. Este libro me ha servido como gatillo disparador de otros recuerdos subyacentes; simplemente he recordado la urgencia que teníamos Z y yo de estar en permanente contacto, de desearnos en la madrugada y a cualquier hora de la tarde, a través, entre y con los libros siempre de por medio. Como si fuéramos un par de personajes literarios fascinados ante el hallazgo del libro en que fueron escritos. Como si los besos, las risas, los asombros conjuntos, el manoseo, las pequeñas violencias, el esporádico aburrimiento, la borrachera, las comidas, las películas, la oscuridad, las madrugadas, las ocurrencias y uno que otro momento de genuina intimidad espiritual fuera parte de algo que ya estaba escrito y nosotros, al ejecutar cada acto, solamente lo leyéramos.
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1° de diciembre
Acabo de recostarme en el sillón. He tenido una mañana activa. Fui a correr despues de mucho tiempo, meses, antes de que dieran las 8, puse la alarma y preparé un licuado con cereales; ayer pasé por los canastos y compré avena, amaranto y levadura de cerveza. Al lado de Los canastos, en una tienda de desechables y artículos para fiesta habia una muchacha que me gustó, su cara blanca resaltaba entre su cabello negro y el sueter lila que llevaba, ¿por qué no puedo dejar de enamorarme cada vez que salgo a la calle? Como la otra noche, la chaparra que nos atendió en el bar; cuando se daba la vuelta para dirigirse a la barra no podía evitar pensar el modo en que mis manos se ajustarían a sus caderas delicadas perfectamente en el sexo. En fin. Hice una rutina de ejercicio leve, me bañé y desayune. Ya casi es medio día y solo he hecho eso. Qué duda cabe de que el tiempo se va como sobre un ferrari. Ya es primero de diciembre. Debo escribir tres capítulos de mi novela en menos de dos meses. Es posible. En verdad son dos y medio los que debo escribir; tengo el capitulo tres ya buenamente avanzado. Llevo una semana sin facebook. Y justo acabo de recordar que debo escribir la columna de mañana. Tengo ganas de dormirme pero debo continuar.
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Prójimo
¿Será posible que en este universo tan extenso (o tan minúsculo; quién puede saberlo) existe alguien además de nosotros?, ¿además de yo? Yo, que palabra tan pequeña, risible, tan aislada. Ni hablar de su correspondiente palabra en inglés, I, aun más breve, aun más aislada de todo. Nos gustaría que así fuera, naturalmente, que el mundo sensible no estuviera tan solo como la soledad que nos puebla. Esa es la razón por la que escribo esto. Y no solo esto que ahora lees, navegante del azar, sino todo lo que escribo. Toda escritura es deseo de permanencia. Es rebeldía. Un acto de desobediencia cósmica. De protesta existencial. Escribo. Escribo que escribo. El otro día en la presentación de no recuerdo qué libro, alguien entre el público alzó la mano y preguntó si el autor al escribir tenia en cuenta las lecturas futuras de sus hipotéticos lectores. Contestó algo sesudo pero insuficiente. Se salió por la tangente. Yo hubiera querido responder algo que justo ahora respondo aquí. La respuesta es sí; el lector hipotético, ese habitante del futuro, es una tachuela aferrada al pensamiento del que escribe, aunque se proclame lo contrario. En la escritura llevamos las lecturas que del texto hacen los otros, no podemos quitárnoslas de encima, de la misma manera en la que al vernos al espejo intentamos, sin darnos cuenta quizás, la mirada del prójimo.
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Ok, son casi las cuatro y sigo aquí. Conectado. En la tarde tomé un café con Atenea, luego fuimos a un recital de musica de cámara, luego caminamos al beer company, donde hablamos mucho de esas cosas que revuelven el estómago. El vacío. El vértigo que produce la sinrazón, el sinsentido. Por lo general me siento cómodo con esas pláticas, pero creo que ahora, especialmente, me ha inquietado más allá de las dos cervezas que tomamos. Tengo miedo de dormirme. Y miedo de seguir despierto. La realidad es tan frágil. Si la sondeamos un poco, dos o tres horas, con plática, con lenguaje, es posible minarla, desbastarla, volverla irrisoria y volátil. Ya no sé qué más escribir. Pero ya son las 4.
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Un apunte
El sueño ya casi me alcanza. Mientras leía (releía) un poco un libro de Elizondo que compré más temprano se me ha ocurrido una manera de iniciar mi columna del sábado, y es que ya prácticamente está lista solo resta hacerle los siguientes ajustes al inicio y ya mañana lo vqciaré en el documento con menos sueño: Publicar o no publicar en facebook, he ahí el dilema de muchos. Quizás el mio. Aunque ya la veia venir, la victoria de Trump me ha sacudido de una extraña forma en lo personal. Me ha desconcertado también toda la atención que ha merecido en redes, todas las lecturas que se le ha dado a este hecho sin duda histórico. En lo particular me ha servido para repensar la función de las redes sociales y mas que nada, para valorar mi participación en ellas.
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Espalda
Tengo una columna quincenal en El Siglo de Durango. Se llama Sopa de Letras. Escribirla normalmente me cuesta toneladas de esfuerzo mental que acaba siendo también esfuerzo físico. Pasar las horas sentado ahí, armando el rompecabezas es también una tarea resentida por el cuerpo. Por la espalda… Espalda. Columna. Me quedo pensando. Algo tendrá que ver que a estas publicaciones en los periódicos se les llame columna, y que la columna, sea precisamente la parte principal de la espalda y hasta del cuerpo. Hay una relación intima entre columna y espalda. Una no se escribe sin la otra. A propósito de estas dos cosas, hoy conseguí logros para ambas; por un lado, la mayor parte del día usé esa faja correctora de postura que me hizo sentir bien de la espalda (y es que estoy un poco joroncho), y por otro lado, ya casi dejé lista mi columna para el sábado. En lugar de pasar el resto de la noche mirando vídeos en youtube, o simplemente tirando el tiempo en el timeline de facebook, me decidí a escribir la columna, y a escribirla con el mayor desenfado y sinceridad posible. Gran parte de los motivos por los que me cuesta trabajo escribir Sopa de Letras es porque me pongo a pensar demasiado, soy demasiado cerebral y a veces olvido todo en mis ensimismamientos, hasta cómo escribir. Bien, pues lo he logrado en buena medida. Escribí un poco sobre mis planes de cerrar facebook, y lo que esta red social significa para las sociedades de hoy en día y sobre todo para mí. De todas las cosas que pasan en el mundo, escribe Salvador Elizondo en alguna parte de sus diarios, las que pasan en el alma del hombre son las más importantes. ¿Qué está pasando en nuestras almas hoy en día? Es difícil saberlo con tantos estímulos, con tanta tecnología y crisis de todo tipo y preocupaciones. Hay que bajar el ritmo, chi va piano va lontano, bajar el volumen y depender menos del celular. Me he sentido bien escribiendo estas entradas a manera de diario. Se trata de una red social, pero al menos la estoy usando que a mi me resulta beneficiosa, para escribir. Para escribir que escribo. Entre otras cosas mencionables, no en ese estricto orden: hoy hice un poco de ejercicio, almorcé temprano, intenté escribir, llevé una ropa con la costurera que vive a una cuadra, preparé atun para la comida, limpié la mesa con una de esas magitelas que compré el otro día, leí, monté el garrafón en el dispensador de agua después de lavarlo y remplazarle la llave, escuché una entrevista a Zizek, y lavé algo de ropa y dos cobijas de mis perros. Hice varias pequeñas cosas que había venido procrastinando, como aprovechar una ida al cajero para pasear a Chente. Estaba en mis planes lavar también el altero inconmensurable de trastes que hay en la tarja y trapear el piso, pero con las lavadoras me terminé el agua. Ya se ha terminado antes, pero ahora sé con precisión cuantas cargas de lavadora vacían el agua del tinaco: 5. Just for the récord. Lo que procede es esperar a que durante la noche, el tinaco se llene. Mañana me bañaré y almorzaré temprano. Veré qué tanto puedo avanzar en mi novela. Hoy apenas si escribí un par de párrafos. El caso es que sólo me siento apto para escribir en las mañanas y esto resulta inconveniente a veces.
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Chente
Tengo un perro. Bueno, en realidad tengo seis, pero quiero hablar de uno en específico: se llama chente y mas de uno ha dicho que es la viva imagen de un doberman miniatura, pero en realidad solo es un chihuahua. Un chihuahua bastante singular. Justo ahora está dormido entre mis piernas. El primero de abril de este año cumplió tres años conmigo; ya va para cuatro. En este tiempo creo que hemos construido un lazo muy especial de afecto, y es que no hay hora del día en que esto sea mas evidente como el momento justo antes de ir a la cama; cuando lo dejo quedarse conmigo es el más feliz, brinca, corre por la cama de un lado a otro, se arrastra sobre las cobijas con las patas traseras estiradas y no para de mover la cola. Hubo un tiempo en el que yo no concibía mi vida condicionada a los cuidados de un perro. Y sin embargo un día mis hermanos trajeron a Chente a casa después de recogerlo de su destino aciago en plena carretera, enlodado hasta las pestañas, con las orejas carcomidas, mallugado, flaco, con la cara llena de verrugas (que derribó la prednisona) y sin embargo noble, infinitamente noble y agradecido y loco.
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No puedo escribir
Quiero escribir y no puedo. Sí, yo sé que escribir es lo que estoy haciendo en este momento, pero me refiero a que no puedo escribir lo que quiero. Las palabras no me salen con la justa medida de mi deseo, no se hilvanan con la pulcritud y las proporciones épicas con que quisiera verlas en la pantalla. Me convenzo de que quizás leyendo un poco se me aligeren las ideas que tengo estancadas en alguna parte del cerebro. Tomo un libro y me desespera la manera en que está escrito, la claridad, la elocuencia, la grandeza de sus argumentos y la manera en que se resuelven las frases en la lectura. Yo nunca podría escribir algo con tal elegancia. Me doy momentáneamente por vencido y me levanto. Sostengo abandonar el vicio de la escritura para siempre solo por espacio de unos minutos, cuando mejor me va y mas lleno estoy de ocupaciones, logro sobreponerme a esta necesidad insensata por un par de días. Pero a la vuelta de ese par de días, invariablemente me encuentro de nuevo frente a la computadora, frustrado, incompetente ante su blancura de píxeles.
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