Text
El Subway de Buenaventura
Anoche salí a caminar por el centro de Buenaventura y me topé con un Subway, entonces entré para comprar una galleta de nueces de macadamia. En esas, una señora engreída, blanca, de las pocas que se ven por acá, le pidió al muchacho que arma los sánduches quitarles la corteza a las rodajas de tomate, que porque todo el mundo sabe que la piel del tomate le hace daño al colon.
“No se puede señora, así es que viene”. Con mucha menos paciencia, la doña le pidió salsa de tomate. “No, mi señora. No manejamos salsa de tomate”.
Vencida ante el automatismo de las respuestas, la señora exigió hablar con “el dueño del negocio” o, en últimas, que le señalaran el buzón de sugerencias. “No tenemos eso, mi señora”. El muchacho que arma los sánduches no estaba armando sánduches sino una bomba de tiempo, y se le empezaban a acumular panes desnudos de otros clientes, entonces le explicó a la señora que con mucho gusto podía poner la queja por la pagina web, pero que de todas maneras entendiera que las rodajas de tomate las recibían ya cortadas y con la piel, y que era un protocolo que recibían desde los Estados Unidos, y que en todo caso los tomates se sirven así en 40 mil restaurantes de Subway en 112 países.
Así se enteró la señora de que Subway no era un próspero y estilizado negocio paisa para gente blanca de Buenaventura, sino un monstruo venido de otro océano que arribó al puerto con su franquicia para alimentar la nostalgia de la gente de mundo que llega hambrienta y malgeniada a esta esquina de Suramérica. Y para competirles a los pescados frescos de ojos esmerilados con porciones congeladas de animales importados que quién sabe si alguna vez caminaron sobre La Tierra. O para calmar el antojo de barrigas advertidas como la mía, que asimilan a Subway como una tienda de galletas y no como una de sánduches.
La señora, que antes estaba a punto de llevar su hambre y empute a otra parte, quedó gratamente sorprendida con la noticia de que el progreso está llegando a Buenaventura en forma de emparedados gringos de 15 o 30 centímetros, y se fue muy satisfecha con el suyo. No supe si al fin le puso tomate o no, pero en un mundo globalizado ni su colon ni Buenaventura se salvarán de la indigestión.
0 notes
Text
Sexo en el aula
Cuando sonaba la campana de salida, un grupito de niños nos quedábamos pateando una pelota de plástico a rayas, de las que parecen dulce de anís. A esa hora teníamos la cancha más grande del colegio solo para nosotros, no como en la mañana, cuando en el rectángulo se atropellaban cientos de jugadores que disputaban de manera simultánea docenas de partidos de docenas de disciplinas. No, por la tarde jugábamos tranquilos, calidositos, sin pausa, imitando las combas de Roberto Carlos, las de David Beckham, tirando chanfles hasta que la suela de los zapatos se despegaba y empezaba a hablar.
Solo recuerdo con claridad una interrupción en pleno picado, y fue por razones extrafutbolísticas. Cuando Pescador -bien puesto ese apellido- nos llamó ansioso con las manos, la pelota rodó solita hasta detenerse por completo en el desnivel de un sifón. Pescador tenía el ojo puesto en una rendija de la puerta de la sala de cómputo, en una de las galerías laterales del patio. En menos de nada se hizo una fila silenciosa de curiosos como la que se forma en los binoculares públicos del cerro de Monserrate.
La profesora que en preescolar nos hizo aprender de memoria el teclado, que en primaria nos enseñó a dibujar con la tortuga de Logo, y que en bachillerato nos dijo todo lo que hay que saber sobre D.O.S y Visual Basic, estaba encerrada en esa sala, ciega de pasión, besando sin pudor a un niño de sexto que correspondía a sus avanzadas con una buena dosis de lengua y manos, sin escrúpulos también, pero con la pasión torpe de cualquier varón de 12 años. Cuando el cuadro se volvió todo piel, y costaba saber qué extremidad era de cada cual, un resoplido terminó el espectáculo gratuito y clandestino protagonizado por el insulso monitor de Sistemas y la maestra con las -tal vez- mejores piernas del plantel educativo.
Ambos salieron de la sala de cómputo orgullosos, ruborizados, exhaustos. Cualquiera que los viese diría que acababan de enviar con éxito un cohete a otro planeta, propulsado únicamente por su amor prohibido y teledirigido por 32 Compaq Presario 2510. Pero afuera no los aguardaba la NASA, ni un discurso del presidente de los Estados Unidos de América, los esperábamos estupefactos un puñado de testigos preadolescentes con pupilas recién desvirgadas.
Lo que hoy sería condenado como un delito espantoso, en ese tiempo fue para nosotros un momento excitante y pasajero que nos despertó animalitos en la cabeza y la entrepierna, que nos hizo experimentar la lujuria y los celos por primera vez, ¿cómo será estar con una profe? ¿que le habrá visto la profe a ese monitor cara de Twingo?.
Con los años aprendimos casi todas las cosas que teníamos que aprender sobre la vida: fútbol, amor, sexo, derechos, aunque no tanto sobre informática. Desde ese día capábamos todas las clases de la sala -salada- de cómputo para disfrutar la soledad del patio y armar picaditos a placer. Dio la casualidad que, asistiéramos o no, los niños futbolistas de esa tarde pecaminosa nunca tuvimos que volver a preocuparnos por las notas de Sistemas. De todas las maneras posibles, la pelota siguió rodando.
---
palabraseca
0 notes
Text
Compañía
—¿Adónde vas?
—A fumar
—Yo también voy
—…
—Espera, ¿tienes llaves?
Sin interrumpir el paso, se guardó la mano en el bolsillo y sacudió la chaqueta como para que el tintineo del llavero respondiera por ella. Sentados en la banca del parque, cada uno mirando desde su esquina hacia la dirección opuesta, parecíamos el cartel de una de esas tragicomedias románticas independientes que tienen nombres como I hate that I love you o Why you. Mientras fumábamos, les di tiempo suficiente a ese y otros pensamientos absurdos para que se diluyeran en mi cerebro como quien quiere salvar una sopa insípida poniéndole goticas de ají. Era tal el silencio en esa banca que en cada bocanada se podía oír el murmullo crocante del gas butano consumiendo el papel del pucho. Si no fuera por la fauna de personajes distractores que se ve en Bogotá, hubiéramos pasado toda la tarde hipnotizados mirando ese cielo azul Facebook que les da esperanzas a locales y forasteros, fumando despacio hasta que los dos últimos cigarrillos de la caja nos quemen los nudillos.
En la esquina, vimos a un anciano espasmódico cruzar la calle con tanto esfuerzo y dolor ciego que pareciera sufrir todos los males que ha diagnosticado la historia de la quiropráctica. Iba con un perro lanudo y pequeño, de esos que si llevaran un palo de escoba a cuestas uno diría que es un trapero, con un torso innecesariamente alargado por el creador y, en resumen, feo como cagar después de bañarse. Era evidente que la mascota caminaba más rápido que el amo. Consciente de la situación, el perro esperaba a que el viejo mortecino caminara – siempre a una velocidad de diez pasos por baldosa de andén de Bogotá- y ya cuando tenía suficiente rienda avanzaba y lo alcanzaba. El perro sacando a pasear al señor. La imagen era triste y graciosa por partes iguales, cuando me daba embarrada recordaba la gracia y viceversa: un licuado que uno hace para evitar la culpa.
En el segundo cigarrillo, vimos pasar a una pareja de parejas cincuentona, amigos entre ellos. Adelante las señoras, emperifolladas y con doble mano de pañete, con una que otra prenda de las hijas, y estiradas, de las que saludan y enseguida le miran a uno los zapatos; y atrás los señores, con ademanes de latifundista, hablando de negocios y política, de lo difícil que es tratar con empleados, con sombreros ganaderos impecables y perfumados que usa la gente que no tiene ganado. Tal vez lo único que han arreado esos gamonales de ciudad es a sus señoras de porcelanicrón y en la plaza de comidas de un centro comercial.
Cuando íbamos por la mitad del tercer cigarrillo, salió al parque la señora Leíto, una vecina que podría contar sus días en paquetes de Mustang Azul o como se llamen ahora. Cuando nos vio en la banquita nos reprendió con la desvergüenza sin filtro que dan los años por espichar las colillas contra una matera de pensamientos que cuida como si fueran pensamientos de verdad. Le dicen Leíto pero no por cariño sino por compasión, es soltera, nunca tuvo hijos y no se le conocen allegados, cualquiera diría que es por cascarrabias o por tacaña, pero otro cualquiera también podría decir que es por maluca, tiene la nariz más ancha que la boca, se baña poco para ahorrar y toca sumarle ese pisquero tan penetrante a Mustang azul o como se llame ahora, y que además le dejó esos dientes como si se los hubieran rescatado del Titanic. El cigarrillo y los pensamientos, en eso se le va la vida a la señora Leíto.
Cuando estábamos a poco de que nuestras vidas también se fueran entre cigarrillos y pensamientos –los de verdad-, nos quedamos absortos viendo al man avanzar por a la calle hasta perderse en la boca de un líchigo, como les llamamos en Bogotá a las tienduchas de verduras. Por primera vez en el día Beatriz y yo nos miramos a los ojos, como puliendo una reacción que de antemano sabíamos que era la misma del otro.
Hace años, cuando lo vimos por primera vez, le gané una apuesta a Beatriz al adivinar que era argentino. Es por el físico. Verán, en primera medida, el man se veía que no era de Bogotá porque los bogotanos tenemos cráneos generosos y el hueso occipital aplanado, en forma de Dé mayúscula, es decir, somos cabezones. Los colombianos, ya en general, tenemos la mitad superior del cuerpo más larga que la inferior, y este claramente era el caso contrario. Este tipo tenía cráneo extranjero, argentino, alargado, aplanado pero arriba y más bien convexo en los laterales. Quedé contento cuando, al revisar mis referencias, concluí para mí mismo que el man era la viva imagen del flaco Rolando Schiavi, aquel central de Boca Juniors que prolongó su fama tras el retiro del fútbol por darse besos con Sandra Bullock.
Aunque resultó ser argentino, y se trataba de un parecido de los que hoy llaman razonable, llegó a ser evidente que el flaco Schiavi de mi cuadra no solo no tenía la plata, ni la fama, ni la suerte, ni mucho menos la sensual compañía de una estrella del cine, sino que estaba completamente llevado. Tal vez en lo único en que el farsante superaría al original es si tuviera que salir jugando con la cabeza levantada en los primeros tres cuartos de cancha.
Mario, el argentino del barrio, es un perroflauta freegano que fue traído con engaños a Bogotá, cuando se encontraba huyendo de una vida superficial y de oficina en Buenos Aires. Con engaños porque un amigo porteño le prometió que en Colombia, que no es lo mismo que en Bogotá, encontraría no solo las oportunidades, sino a seres humanos buena gente y a seres humanas muy mamacitas. Lo que encontró aquí hace cuatro años fue una especie de Buenos Aires descafeinada, olorosa a cítricos, monoclimática y sin puerto, que lo obligó a entregarse a los brazos de las drogas blandas y a sobrevivir haciendo malabares en los semáforos para, tal vez, un día, reunir suficiente dinero y suficiente odio para huir con ingratitud de Bogotá hacia tierra caliente. Con pequeñas variaciones, la historia de vida que contaría cualquier bogotano.
Esa tarde vimos a Mario regresando del líchigo en compañía de una pareja, por primera vez desde que lo conocemos. Se trataba de un conejo dutch que parecía chiviado porque tenía embarrado el color negro sobre el blanco sin un patrón muy sensato. Llevaba al animal cargado al hombro sin sostenerlo, con displicencia, como chaqueta de raponero. Una mano dentro del bolsillo jugando con las llaves y la otra sosteniendo un ramo de lechuga romana.
Podrían erigirse los debates más acalorados alrededor de quién llevaba una cara más triste, si el solitario argentino o el fraudulento roedor. El rastrilleo insidioso de las chanclas de Mario, que desde la banquita asimilamos de inmediato como el tic-tac de un reloj, hizo la escena aún más pesada y desconsoladora. Existen altas probabilidades de que el man haya construido con nosotros esa misma imagen de afiche de tragicomedia romántica en la que permanecimos por un tiempo que equivale a varios cigarrillos. Los protagonistas de I hate that I love you.
Nos miró con un gesto de ternura que parecía fabricado más por él que provocado por nosotros. Mientras se alejaba, el conejo trataba de encontrar equilibrio sobre el hombro del Mario, pero la camiseta apolillada y juanchona, que alguna vez fue roja, se rasgó y le permitió al pequeño copo de pelos deslizarse en un retazo para finalmente escapar dando de a tres brincos cada vez. Mario se percató de que su conejo no tenía nombre y se cansó de llamarlo con vengavengas y nombres genéricos como conejito, se sentó en el bordillo y se quedó blandiendo la lechuga como último recurso, pero con la mirada clavada en el suelo, sin siquiera reparar en el nuevo destino de su exnuevo coequipero.
Se acabó el cuarto cigarrillo y volvimos a mirarnos cómplices. Me invadió un pensamiento redondo y espeso, ya no un goteo, lo cuidé como si fuera un pensamiento de doña Leíto y se quedó revoloteando por varios días en mi cabeza como un zancudo de baño, de esos que cuando uno cree que se fue, vuelve a verlo escondido detrás del inodoro: uno busca compañía con la misma ridìcula desesperación con la que añora soledad.
—¿Dejamos de pelear?
—¿Qué?
—Que si dejamos de pelear
—Sí.
La ilustración es de Dean Cornwell. “A Couple sitting at opposite ends of bench in moonlight” , 1923.
1 note
·
View note