Blog dedicado a las aventuras que como estudiante de medicina podré contar.
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Las estudiantes de enfermería
Los pacientes del albergue transitan por crisis, no solo de salud, sino existenciales. La mayoría de ellos tienen un trasfondo gris, con episodios que perciben como perjudiciales y repletos de cascadas de decisiones desatinadas.
A algunos se les ha brindado la oportunidad de reformular sus prioridades y ven en la educación escolarizada el camino para procurar el bienestar propio y el de su familia. Ese es el caso de los residentes del albergue que ingresan a la escuela que se encuentra dentro de su espacio; una iniciativa que lleva camino recorrido y beneficia, principalmente, a mujeres.
En medio de las tareas del laboratorio, llega la invitación para asistir a una ceremonia de graduación. Un grupo de enfermeras han finalizado sus estudios técnicos y se debe celebrar. Como discípulos del padrino, llegamos y nos reciben amablemente.
Encontramos una multitud sentada a la sombra de un salón que rentaron especialmente para el evento. Son las familias de esas mujeres que llevan su uniforme blanco, impecable, y una capa azul con rojo.
La mesa del presidium la conforma la directora de la escuela, representantes educativos, una diputada que ha hecho gestiones en favor de las estudiantes y, a la extrema izquierda, el Maestro Román. Su vestimenta, como siempre, es sencilla. Jeans, Vans y una playera negra.
Llega el momento de oírlo hablar. Sus primeras palabras las dedica a recordar la relación que históricamente ha tenido con las enfermeras. Es imposible pasar por alto la conmoción que esos recuerdos le generan. Recalca que fue una enfermera quien, con su consejo, reorientó su camino cuando era más joven. Sus ojos se han puesto brillosos. El tono de voz cambia: se agudiza. El científico al que escribí solicitando un lugar a su lado para aprender ha desaparecido. Estoy viendo a un hombre tocado por la gratitud. Sonríe haciendo una pausa agradecida. Se oyen los aplausos. No puedo más que entregarme a esa inercia y dar las palmadas más enérgicas que recuerdo.
La emoción está en el aire. Conforme se coloca la cofia a cada graduada y se realiza el encendido de sus lámparas, sus parejas e hijos intercambian miradas con sus amadas. Las lágrimas no cesan. Los ramos de flores tampoco. A propósito, a Rita, nuestra colega colombiana le ha generado un choque cultural y concluye que adoptará esta práctica de recibir arreglos florales cuando termine la licenciatura.
Como se esperaba, la ceremonia debe finalizar con comida. Al doctor le reservaron un lugar en la mesa en que nos sentamos sus estudiantes. Pero no se le ve allí. El servicio de comida corre a su cargo. Ahí lo pueden ver sirviendo los platos, repartiendo tortillas y llenando los vasos con agua. Servir es tan reconfortante.
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Un antropólogo en Marte
Hoy escribo en el marco de la conmemoración de la muerte del célebre doctor Oliver Sacks, hace siete años, previo a que yo tuviera conocimiento de su magna obra literaria, pero cuya influencia a través de los libros ha sido sustancial para la realización de este blog. Por este motivo aprovecho el espacio para ahondar en el tema, con una clase de homenaje a ese personaje entrañable de la medicina.
Ya he hablado de @cuneatos, el médico que se encargó de divulgar durante sus clases de neuroanatomía la fascinación que le producían los relatos clínicos de «el poeta de la medicina». La primera ocasión que aludió a él fue a propósito de las agnosias, incapacidades de procesar estímulos sensoriales, con el famosísimo caso de El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. Mi mente lo interpretó como una invitación a leer. Encontré un ejemplar en la biblioteca Vasconcelos, santuario para personas curiosas.
Esa primera conexión con el doctor, y hablo de ello como un encuentro profesional porque realmente tiene efectos en mi práctica diaria, ha terminado de moldear mi actitud clínica, buscando más que datos biológicos, tratando de retratar la realidad compleja, más que disecarla y reducirla. Esto dice el doctor Sacks sobre la labor del médico:
Al examinar la enfermedad, obtenemos sabiduría sobre anatomía, fisiología y biología. Al examinar a la persona con la enfermedad, obtenemos sabiduría sobre la vida.
También me transmitió su deseo por documentar e indagar activamente. El primer fruto tangible de su influencia es, precisamente, este blog. Su nombre, «Un polimédico en Marte», es una referencia respetuosa al libro Un antropólogo en Marte, publicado en 1995. En sus páginas, este neuropsiquiatra recaba la historia de siete personas afectadas por diversos males que ejemplifican una «metamorfosis del ser», «formas de vida que no podrían ser vistos nunca, o ni siquiera imaginados».
El séptimo caso es el de Temple Gardin, una zoóloga que estudia el comportamiento animal y tiene como trasfondo su confusión al respecto de «los intrincados motivos y sentimientos complejos de las interacciones humanas». Ella, en su condición, se sentía como un «antropólogo en Marte» al interactuar con sus semejantes. Cuando leí su caso, empaticé, pues he llegado a estar abrumado por no entender las vivencias ajenas, pese a mi esfuerzo.
Ese mote se terminó por fusionar con un calificativo que acuñé en 2018: «polimédico». El prefijo expresa la pluralidad. Quería que manifestara la amplitud y apertura para tratar con las personas, pero no con todas ellas, sino con las que me asocio como resultado de mis tareas profesionales, de ahí la segunda parte de la palabra.
Ser polimédico es tener la preocupación por mirar al paciente, sano o enfermo, en su ambiente, con las fuerzas favorables y agraviantes de su bienestar y su opinión de los fenómenos por los que transita. Ser un polimédico en Marte es, por otra parte, navegar y aprender; es un estado mental de escucha activa, de formulación de hipótesis; se trata de adaptar a la vida de enfermero y estudiante de medicina el método antropológico, haciendo intervenciones inmediatas, pero con curiosidad, reportando cambios, formulando preguntas, buscando respuestas.
A propósito, conseguir una copia nueva del libro es difícil. Yo poseo una, pero es mental. Allí la atesoro.
#Un antropólogo en Marte#Oliver Sacks#un polimédico en marte#writers on tumblr#diario de viaje#Neurología
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«Máximo beneficio»
La rapidez de las actividades y el tiempo que invierto cada día a las prácticas en el laboratorio están sobrepasando mi capacidad de síntesis, análisis y escritura. No es queja. Como remedio, empecé a llevar una bitácora en audios, tratando de registrar trazos que funjan como recordatorios para, cuando haya oportunidad, seguir transformando la experiencia en un texto que conserve la evidencia de este aprendizaje.
En las primeras dos semanas el entusiasmo generó altas expectativas, pero también avivó temores. Uno de ellos es que la travesía en el albergue transforme mi perspectiva a tal punto de que las aspiraciones profesionales que tengo se modifiquen. Algo de ello ha sucedido. En mi interior existe la necesidad de ser un médico general (sí, esa labor menospreciada tanto por los colegas, como por las instituciones y los sujetos de atención) con responsabilidad social. Mi tesis es que el producto de una biomedicina acrítica con las condiciones materiales de las comunidades ha contribuido sustancialmente a pobre o carente atención de los servicios de salud. Me siento constreñido a planear, proponer y a construir en favor de la renovación de nuestra forma de brindar recursos para atender las necesidades de bienestar. Pero veo aquí, con pacientes que son, subrepticiamente, rechazados de los hospitales por un, desde mi perspectiva, tergiversado «máximo beneficio», que debo atajar las causas de la estructura más que las inmediatas. Para resanar esos desperfectos ya hay gente sumamente eficaz y motivada que se prepara haciendo especialidades clínicas.
Lo mío es la Medicina Preventiva. Menudo ideal: que ciertos eventos de la realidad dejen de suceder; el más ambicioso, ingenuo e integrador de los objetivos de la medicina. Sé que es lo mío desde que, en una clase de Introducción a la Salud pública, en el primer semestre de la licenciatura, hace casi seis años, discutimos el campo de acción de la Salud poblacional. Lo reafirmo cada día cuando leo las notas con los índices de violencia, actos de racismo o escucho toser a los pacientes del cuarto de aislamiento en este albergue y me pregunto por la etiología estas cosas. O quizá son preguntas que todo mundo se formula, pero no las comparte.
Sé que es lo mío porque me estremece la pregunta con la que el doctor Marmot inicia su libro The Health Gap [La desigualdad en salud, que es como lo traduzco yo]:
¿Por qué atendemos a las personas y las hacemos volver a las condiciones que las enfermaron?
Pienso en esto cuando el doctor Román, en la sobremesa, nos comparte sus preocupaciones y experiencias relativas al tratamiento de sus «hermanos menores» o la futilidad de la investigación que no tiene aplicación real para mejorar la calidad de vida de, mínimamente, un individuo.
Como persona, me aquejan otras tantas cuestiones, pero no con la intensidad con la que lo hacen éstas. Me están quitando el sueño y me mantienen en un nivel de alerta que no experimento desde mi crisis de salud mental.
Concluyo que me hace falta paciencia y serenidad, tanto como constancia en mi camino polimédico. Por cierto, pronto escribiré sobre el trasfondo del título del blog.
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Clínica respiratoria
Es mediodía de martes. Las actividades en el laboratorio han adquirido más dinamismo, toda vez que los procedimientos dejan de ser presentaciones y manuales para leer y se tornan una experiencia inmersiva. Una taza de café despide el vapor con sus ondas que se desdibujan a medida de que el aire ambiente reparte las moléculas de agua. Le pertenece al doctor, que, como es costumbre, entra al laboratorio rápida y diligentemente, hablándonos sin contacto visual, pues anda en busca de los reactivos y las muestras con las que nos mostrará el procedimiento antes de considerar pertinente que experimentemos cada una de las fases del análisis microbiológico.
Uso la bata blanca que porta en los hombros escudo guinda institucionales y el de la Escuela Superior de Medicina. Es, de hecho, la segunda que poseo desde el primer semestre. Aquí en el laboratorio sí tiene una razón válida usarla. Pienso en cómo la medicina se ejerce a contracorriente de la evidencia: mi lado enfermero quiere andar en el internado usando filipinas, porque sé que es lo que mejor se acopla a la higiene de manos. Sólo el Hospital Central Militar, en Ciudad de México, ha superado este arcaismo. El aire acondicionado es el agua dentro de este oasis de 9 metros cuadrados. Habemos cinco personas –mis cuatro colegas, el doctor y yo—, de pie y apretujadas, aunque disfrutando la temperatura óptima para trabajar y compadeciendo a las otras decenas de personas dentro del albergue que, incluso yaciendo en su cama transpiran cuantiosamente, no solo por el calor seco de las tres de la tarde; en algunos se ha incrementado la temperatura corporal como parte de sus afecciones.
Una de esas personas es un hombre que alcanzo a ver desde el cristal de la puerta principal del laboratorio y que está desnudo de la cintura hacia arriba. Está sentado en el borde de una cama oxidada acomodada entre la pared del edificio central del albergue y el pasillo lateral que comunica el acceso que da a la calle y el patio trasero, donde hay niños, hijos de algunas pacientes, jugando. Su piel morena recubre unas extremidades delgadas, livianas, aparentemente frágiles. Sus manos están sobre las rodillas y, con el tórax ligeramente inclinado hacia el frente, tose emitiendo un sonido áspero mientras gesticula dando señales de incomodidad. El cabello canoso y la barba sin afeitar le da un aspecto más añoso del que realmente podría tener. El esputo termina expulsado como proyectil en el suelo terroso a escasos centímetros de sus pies. Tiene taquipnea. Claramente se observa un vaivén que emite el diafragma sobre su fino abdomen; es apenas parte de la compensación que con cesa con tal de permitirle recuperarse del esfuerzo al que se expone cada pocos minutos. Está en esa parte del albergue porque su problema no es sino una infección por hongos, resultado de la incompetencia de su sistema inmunológico, un cuadro que estimula la curiosidad médica, pero inquieta por el desenlace para José, como así le llamo. No habla, tampoco camina. ¿De no estar aquí, quién lo atendería?
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Me desperté con la noticia de los migrantes que sus traficantes, cobardemente, abandonaron para morir de forma cruenta. Los únicos sujetos en los que confiaban para llegar a Estados Unidos, por como terminaron las cosas, se entiende que antepusieron sus intereses a la integridad de sus congéneres, aun de los niños que, bien sabían, estaban transportando.
Eréndira Derbez (@erederbez) comentó lo más sustancial que he encontrado al respecto:
46 personas asfixiadas en Texas. 37 masacradas en Melilla. Todas son víctimas del mismo sistema: de un “primer mundo” que se mantiene de la explotación de los recursos naturales y del trabajo de los otros. Esos otros que cuando migran para sobrevivir se encuentran la muerte.
Porque es justamente un conjunto de políticas y circunstancias que categorizan a la población y ponen precio a lo productivo que pueden ver en los seres humanos, simples vehículos de la fuerza de trabajo, el motivo focal de estas tragedias que atestigua el país cuyos ciudadanos se perciben a sí mismos como la porción más aventajada del globo.
Cuando niño, las autoridades religiosas que en casa escuchaba se referían a «América» como la tierra de la libertad (religiosa y económica, cabe precisar), como una joya ofrecida por Dios a sus fieles que huían pagando el precio de seguir sus convicciones bíblicas. Nada se decía de su efecto catastrófico sobre la interacción local: así son los Estados en el capitalismo; lo que no promueve o perpetúa su propio desarrollo, suicida a largo plazo, se elimina, se reemplaza o se banaliza.
A los médicos, según Foucault y Virchow, así como la moderna perspectiva de la Atención Primaria a la Salud, nos toca mediar entre los intereses que benefician a la sociedad y propicinan su salud y los que ostentan el poder. ¿Es una utopía dedicar esfuerzos a ello? Sinceramente creo que sí, pero la obligación moral y la duda profesional me mueve a indagar. El personal de salud no tiene de otra, no puede ser indiferente ante desastres como este. La indignación no basta. Hay que investigar, planear y actuar.
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Zapatos italianos
Twitter es mi conexión con las noticias del mundo y el medio en el que me pongo al corriente con lo relevante de los temas que me interesan. Es tan relevante que, por ejemplo, tengo un hilo armado a base de las recomendaciones de lectura que voy encontrando a lo largo de los años. Y estoy decidido a leerlas todas. Una de ellas es Zapatos italianos, de Henning Mankell. En las páginas que ya pasé, se describe el hélido patio en el que un antiguo médico, ermitaño y deprimido, espera la correspondencia que el cartero, su único amigo, transporta hasta esa isla desolada. El ánimo del hombre refleja un desasosiego con el que empatizo, con el que me identifico, pues llegué a preguntarme si:
¿Habrá algo sobre lo que caer o no existirá nada más que una oscuridad fría y dura precipitándose hacia mí?
Pienso en esto ahora que nos aproximamos a nuestra segunda parada importante: el albergue. ¿Qué evocó estas ideas? No lo sé, pero se desencadenaron armónicamente cuando dejé de prestar atención a la conversación que sostenían mis compañeras durante el traslado.
De pronto, el doctor detuvo la marcha del motor y me percaté de estar estacionados frente a una edificación azul, con un letrero que da la bienvenida al Albergue «Las Memorias» A. C. Nos recibe un hombre convaleciente, con una actitud servicial y amable. Ingresamos y observo movimiento por los pasillos laterales y la explanada central, un auditorio llamado «la tribuna» para las reuniones que, según nos explica nuestro maestro, le permite a la persona que enferma externar sus pensamientos frente a sus iguales sobre las circunstancias y decisiones que la han llevado a cursar con una adicción. Me pregunto si tendré la oportunidad de presenciar alguna declaración durante la estancia.
Pasamos a lo que identifico como la Dirección, porque ahí está el escritorio donde se lleva el control de los expedientes. Un hombre moreno y delgado, también nos recibe con energía y amabilidad. Nos explica, entre trabas, pues su lengua materna parece ser el inglés, no el español, que su función ahí es administrativa. Tiene un fuerte sentido de pertenencia. Sabe que la tuberculosis sin tratamiento es garantía de muerte; su gesticulación mientras nos describe su testimonio es el de un converso: se enfada cuando se refiere a su pasado, le remuerde haberse desatendido o haber minimizado la gravedad de su caso. Ahora él se dedica a exhortar a otros a tener voluntad para atenderse y dedica sus esfuerzos a llevar ese mensaje a todos los que puede. Nos muestra su área de trabajo: la oficina, la farmacia, cuyo inventario son antidiabéticos, antibióticos, antidiabéticos y AINE. También nos deja ver la pequeñísima área que funge como escuela técnica de enfermería. Los residentes del albergue, nos cuenta el doctor, están motivados a estar activos. No se tolera la holgazanería. Estudiar, trabajar, hacer servicio comunitario: son opciones válidas para ocuparse y generar ingresos anticipando su egreso del albergue. Estoy apuntado para darles una clase. ¿Quién dice que la investigación no es docencia?
#Un polimédico en Marte#Diario diario de viaje#Albergue#Tuberculosis#Educación#Zapatos italianos#Programa Delfín
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Estamos rebasados. Nuestros esfuerzos deben alcanzar para no dejar esta violencia así como la vivimos.
¿Cómo se va a resolver el tema de la pobreza en nuestros países con este drama, con niños que terminan en los cárteles, mujeres o niños que son secuestrados?
Olga Wornat sobre el crimen organizado en Latinoamérica.
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La versatilidad de las nubes
La neblina de hoy no deja distinguir el momento exacto de la salida del sol. Todos los automovilistas avanzan con mayor lentitud debido a la escasa visibilidad e incluso los peatones andan con más cautela. Hoy es el día en que conoceré el campus sede de la estancia de investigación. Antes de llegar padecimos con el transporte público, porque hay tantas rutas pasando por el mismo sitio que parece que tomaremos una distinta cada día. Ni la inducción al metro de la Ciudad de México fue así de caótica. Solo puedo pensar en el momento en que ya no sea necesario estar al pendiente del mapa o pagar más pasaje de la cuenta, aunque mi intuición me dice que esta afrenta durará unos días más. Laura dice que es divertido. ¿Divertido leerlo o vivirlo?
El doctor Chávez es un conductor avezado y hábil en estas carreteras que son escenario de accidentes aparatosos, según el testimonio del conductor del taxi que tuvimos que tomar antes de encontrarnos en un punto intermedio para llegar a la Facultad. Ese sitio se construyó hace poco más de una década en medio de la nada. A propósito, nuestro profesor dice sarcásticamente que ese es el «Valle de las vacas» por estar cerca de ranchos productores de leche. Y sí, por las laderas se ven las manchas negras y blancas replicadas en las cajas de cartón y los comerciales de la televisión. No obstante, ofrece vistas espectaculares.
El laboratorio tiene equipos que han llegado gracias al emprendimiento del maestro. Con modestia nos da un recorrido por su proyecto vivo y en pleno desarrollo: sus muros, equipamiento y diseño no están financiados por la Universidad, sino por el investigador; técnicamente es suyo. Poco a poco voy percatándome del calibre de su liderazgo, porque coordina incontables actividades y funciones académicas y tiene el respeto pleno de sus colegas. Esta carga de trabajo, nos comenta, la quiere dejar pronto, ya que los más jóvenes tomen el control de cada una de sus responsabilidades. Me tienta la idea de apuntarme en la lista de sus discípulos. Digo, ya lo estoy viviendo, pero no es lo mismo que ser nombrado como encargado de una fracción de su legado.
Antes de retirarnos de la Facultad dimos un recorrido por las instalaciones. Un mismo edificio alberga las instalaciones de las carreras de Medicina, Enfermería, Psicología y Odontología. Se nota la ventaja de tener menos alumnos, porque alcanza para equipar los simuladores de mejor forma. Y aquí no tiembla; menuda ventaja no tener preocupaciones al respecto.
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Día 3. Lunes, ¿pero a qué costo?
Lunes por la mañana, pero muy de mañana, porque aquí amanece a las 5:40 a. m. Desde lo alto de la colina se observan cuerpos caminando por las aceras onduladas hacia las paradas del transporte público. Una estudiante de odontología, fácilmente reconocible por su caja de material y equipo, aguarda sentada; es la primera en la fila. Supongo que se dirige al Centro, que fácilmente conecta con los principales destinos estudiantiles: la Facultad, algún Centro de salud o su casa. Más adelante, en otra cuesta, me llama la atención un anuncio que porta un camión azul, mejor conocido en mi pueblo como «chimeco». Es una invitación peculiar: «¿Quieres trabajar? Súbete». No detuve mi trote para preguntarle a alguien si realmente es una forma de conseguir empleo, pero lo sospecho por los pasajeros: son hombres que visten ropa monocromática oscura y matizada por el deterioro que le ha generado el contacto con el polvo, el sudor y las herramientas de trabajo. No falta la gorra; es un accesorio obligado para la jornada que, me supongo, empezará en unos minutos.
El tránsito en un bulevar al que mi ruta me lleva está considerablemente incrementado. Los autos se mueven a menos de 9 km/h, y eso lo sé porque esa es la velocidad que alcanzo si puedo seguir tarareando la música que voy escuchando. De vuelta a la Casa Delfín, el sitio en que nos alojamos la mayoría de estudiantes que optamos por venir a la frontera, las filas en espera de las combis las van conformando hombres jóvenes con playeras que llevan bordados los nombres comerciales de las empresas refresqueras donde trabajan. Algunas mujeres adultas se maquillan allí mismo, como forma de aligerar la espera. Las fábricas comienzan a agitarse: los del turno de la noche quedan sustituidos por sus colegas matutinos. Unos fuman a las afueras del centro de trabajo. Otros platican mientras andan hacia la calle principal. Por otra parte, me llama la atención el paso cotidiano de autos con placas del estado de California y que circulan camiones amarillos con niños de unos seis años con su desayuno en la lonchera.
En mi recorrido pasé por cinco parques. Todos cuentan con pista para trotar, juegos infantiles y bancas. Fue alentador ver tal cantidad de espacios públicos en un área pequeña, pero desgraciadamente la mayoría está en pésimas condiciones y, por eso, nadie los usa. A propósito, en uno de estos lugares, quizá en el más descuidado de todos, se explica que su rehabilitación costó más de 800,000 pesos. Mis compañeras y yo pensamos que debe ser la desviación de recursos más cínica después de la del exgobernador nayarita Hilario «Layín» Ramírez Villanueva, que sí robaba, pero poquito.
Durante el primer día de actividades se realizó la inauguración oficial de las estancias con los representantes de todos los países involucrados. Nos reunimos en la Casa Delfín para ese evento.
Addendum: la pasta de Lau estaba riquísima. Me reinició la tarde. Fan.
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Día 2. El principio es el fin.
Si hay una clase que extrañe de la carrera es la de Antropología médica. La profesora Diana Villegas se implicaba con cada uno de los temas y de ella percibía una pasión solamente comparable con la del doctor Rafa Barrientos, de la academia de Fisiología. Las anécdotas que describía, especialmente de sus estudios con mujeres que vivían con cáncer de mama y su situación hospitalaria, generaron la curiosidad para leer de las ciencias del comportamiento en salud y me imprimió la obligación ética de conocer los aspectos no médicos de los padecimientos. Al día de hoy no soy capaz, ni por asomo, de afirmar que domino el tema; sigo aprendiendo. Pero es necesario rescatar y dar crédito a esas influencias que me tienen aguardando por el contacto con personas que afrontan pérdidas del bienestar. O que nunca lo han tenido.
La situación geopolítica de Tijuana es toda una novedad para mí. Aun no conozco la zona centro, sino la periferia, con la que interactúo típicamente: la zona conurbada de Ciudad de México —donde vivo—, las afueras del pueblo que vio crecer a mis abuelos paternos en Oaxaca o breves relaciones amorosas. Volviendo al punto: este asentamiento humano es una «ciudad global», la más visitada entre todas las ciudades fronterizas existentes. Visualmente no es espectacular. Su riqueza radica en las interacciones sociales, en las transacciones que se ejecutan culturalmente con todo México, Estados Unidos, Latinoamérica y el Caribe. Además, el crecimiento poblacional de la región se explica, en parte, por la cantidad de personas cuyas intenciones de residir al norte de la frontera se ven frustradas por razones económicas y legales. Es más, según el INEGI, la mitad de los tijuanenses —casi un millón— nació fuera de Baja California.
Estos datos esbozan las determinantes socioculturales, económicas y demográficas locales. A propósito de las clases de Fisiología, en una de ellas el doctor Rafa nos externaba su preocupación por las condiciones de riesgo que enfrentan los usuarios de drogas intravenosas: esta práctica es un foco de alarma para adquirir infecciones virales, como la del VIH. Según me cuenta el doctor Chávez, el albergue, del cual fue paciente, era visto por las autoridades de salud como un hospicio para enfermos que se diagnosticaban en las unidades del sector salud. La muerte era una parte sustancial de la cotidianeidad dentro de los muros en que una veintena de pacientes con cuadros agudizados se debatían, con pocas probabilidades de mejoría, por un tiempo breve.
A un cuarto de siglo entre los inicios de este centro que aporta a la salud de los migrantes, la situación ha mejorado: mayor equipamiento, más personal y un espacio con capacidad para prevenir, diagnosticar y tratar a un número considerable de personas en situaciones vulnerables. Hoy recordé lo que Michael Foucault dijo refiriéndose al rol político del médico: «[…] la lucha en contra de la enfermedad debe iniciar como una guerra contra el mal gobierno. El ser humano será total y definitivamente curado sólo si es primero liberado». Simplemente provocador. ¿Cuánto se podría haber ganado para reducir las desigualdades si existieran más voluntades en el área de la salud que adoptaran este concepto de su labor? ¿Qué historias dejaron de contarse porque la vida no le alcanzó tantos como resultado de decisiones erradas y una brújula pública estropeada? Las respuestas espero inferirlas de todo lo que sí ha pasado en este pedazo de Tierra: la muerte, la incapacidad, pero también la sanidad, la redención, la labor para con el prójimo.
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Día 1. Despedida y arribo.
He tenido la necesidad de reescribir este primer texto dos ocasiones, ya que los intentos previos han quedado en un limbo digital propio de las aplicaciones móviles con defectos para guardar borradores.
Reflexionaba en los antecedentes que han propiciado que hoy, sábado 18 de junio del 2022, esté escribiendo desde Tijuana con miras al proyecto académico más ambicioso de mi historia.
Los orígenes travesía bien pueden establecerse en 2016, durante la inclusión al mundo de la medicina y la investigación de alto calibre en el Hospital de Pediatría del Centro Médico Nacional Siglo XXI, con la tutoría del Dr. Enrique López Aguilar, la L. Lety y el Dr. Marco A. Rodríguez Florido (@solcosao), quienes no menospreciaron mi prematurez intelectual frente a los compañeros de quinto año de medicina, toda vez que era apenas un estudiante de la carrera técnica de enfermería.
A un sexenio de distancia, me despedí con un abrazo de mis papás y mi hermana mayor. La gratitud que les tengo no cabe en un texto, pero hacerles mención es imperioso. Nos miramos por última vez antes del filtro de seguridad, el momento en el que inició la solitud, el momento en el que literalmente despegué, sin certeza del futuro, pero comprometido a hacer el mejor esfuerzo.
Al llegar, quien me recibió fue el investigador a cargo, un hombre de larga experiencia en la salud de los grupos vulnerables y de los individuos que la célula social, al menos aquí, ha redimido para mitigar las dolencias de los enfermos sin protección ni garantías más que la muerte.
Su voz vibra en tonos bajos. Su mirada y su saludo revelando su confianza y liderazgos para dirigir uno de los escasos programas de asistencia sociomédica a migrantes afectados por la dupla del VIH y la tuberculosis. Alguna vez él fue paciente del albergue Las Memorias A. C., que ha recuperado la salud de una fracción de enfermos que la sociedad relega y desecha. Allí —me cuenta—, se tiene capacidad para cerca de 120 pacientes, pero con un flujo continuo, pues la estancia puede ser breve a consecuencia de, en sus inicios, ser visto como u hospicio infectocontagioso. Hoy en día, la mortalidad ha menguado, pero persiste la afectación a tasas que generan pánico a más de un profesional de la salud.
La intención que tengo en este lugar es practicar el arte de la medicina comunitaria y tomar nota de las estrategias que implementan en pos de ser más efectivos en la prevención, el diagnóstico y el tratamiento de estas afecciones. Los resultados se irán viendo una vez que inicie formalmente la estancia, es decir, el lunes.
Mientras tanto, mi intención es adaptarme y conocer este contexto, vivir como uno más en esta ciudad de contrastes y contradicciones.
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