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Aunque hayan pasado varios años, todavía me encuentro pensándote de vez en cuando. Recuerdo esa historia de amor juvenil que vivimos, donde nos imaginaba como protagonistas de una novela cliché para adolescentes. Fue una etapa realmente emocionante donde me enseñaste, sin querer, a sentir cosas que no sabía que se podían sentir. Hasta que te conocí.
Me acuerdo como empezó todo y pareciera una escena de película. Estábamos en la estudiantina de la escuela bailando entre una multitud de personas, y aún así, entre tanta gente, nuestros ojos supieron encontrarse. Durante unos breves segundos donde el tiempo pareció volverse torpe y detenerse, nuestras pupilas se besaron y fue como si nuestras almas se unieran para que, mutuamente, pasáramos a formar parte de la historia del otro. Aunque todavía no lo sabíamos.
Fue esa misma tarde cuando nuestros labios se tocaron por primera vez, luego de que tímidamente te acercaras a bailar conmigo, para que finalmente yo te tomara de la mano y te llevara al segundo piso, totalmente despejado de ojos que nos juzgaran.
Realmente sentí que todo era posible, que podía vivir una de esas historias románticas que tantas veces había visto en películas y leído en libros. Y fue así. Al menos por un tiempo. Once meses para ser exacto, once meses donde nos volvimos parte de la rutina del otro. Donde anhelaba la llegada de cada uno de los recreos para poder salir a tu encuentro y fundirnos en un abrazo de diez minutos, hasta que tuviéramos que volver a clases.
Teníamos tantas cosas en común... Incluso compartíamos las iniciales: S.J.A. Nos gustaba pensar esa coincidencia como una señal del destino, el universo, o en tu caso, Dios, de que eramos el uno para el otro. Pero ahí está el problema. Dios jamás querría que dos chicos estén juntos. Tu mamá lo tenía bien claro, y se aseguraba de repetirlo bastante seguido. Claramente ser bisexual no es algo que un mormón tenga permitido ser. Por eso el escándalo cuando tu mamá encontró conversaciones en tu celular que no querías que lea y que, definitivamente, ella no quería leer.
Nos distanciamos desde ese día y te volviste más temeroso de que nos vean juntos, pero sin embargo nos seguíamos queriendo a la distancia. Fue el primer día de las vacaciones de invierno cuando comenzaría nuestro final. Mentiste a tu mamá diciendo que irías a hacer un trabajo para la escuela a lo de un compañero, cuando en realidad habíamos arreglado para que fueras a mi casa a hacer masitas. Vos ibas a llevar los ingredientes, pero te olvidaste (sospecho que a propósito) los chips de chocolate que, según vos, eran lo más importante, por lo que no podríamos cumplir con lo planeado y terminamos yendo a mi pieza.
Una vez bajo la protecciones de las sábanas que nos cubrían, nos permitimos ser realmente nosotros y desatar toda esa tormenta de besos y caricias contenidas. Fue una tarde maravillosa. Pusiste música de fondo y empezaste a cantar mientras me mirabas a los ojos. Ay... cuanto me gustaría volver a escucharte cantar, cada vez que lo hacías lograbas que hasta la más escéptica de las personas creyera en la magia. Pasamos horas encerrados en nuestro espacio seguro, hablando, riendo, cogiendo, queriéndonos. Nunca imaginé que iba a ser la última vez que gozaría tenerte entre mis brazos.
Te fuiste junto con el sol, cuando este se perdía en el horizonte. Al llegar a tu casa me mandaste un mensaje diciendo lo mucho que habías disfrutado y que esperabas repetir esa tarde. Ese fue el último mensaje que recibí de tu parte.
En las tres semanas de vacaciones que siguieron, no recibías mis mensajes. Me angustiaba pensar que había hecho algo mal y la incertidumbre de no saber por que te habías ausentado de repente. Si mi corazón pendía de un hilo, terminó de soltarse para estallar contra mis pies el primer día de vuelta a clases, cuando al verte en la escuela fui corriendo a abrazarte, me corriste los brazos y seguiste caminando, sin siquiera mirarme a los ojos. Sentí que el mundo se derrumbaba a mi alrededor.
Desde entonces seguiste ignorándome. Nos convertiste en verdaderos extraños, como si todo lo que habíamos sentido hasta ahora hubiese quedado atascado entre las sábanas de mi cama aquel primer día de vacaciones.
Fue tres días después, cuando en un recreo mantenía una charla casual con tu mejor amiga y sin querer se le escapó decirme que te ibas a cambiar de escuela, aunque le hayas pedido que no lo mencionara. Sentí que las piernas me flaqueaban y un nudo en la garganta que apretaba cada vez más. Dije que iba al baño y me alejé rápidamente. Empecé a caminar por los pasillos, totalmente en shock, mientras en mi cabeza retumbaba sin parar una frase que dijiste aquella última tarde juntos: si mi mamá se enterara de esto sería capaz de cambiarme de escuela a la fuerza y hacerte desaparecer de mi vida. En el momento no creí que lo decías en serio, no podía entender que una madre realmente sería capaz de interponerse así entre su hijo y la felicidad. Esa tarde lloré por primera vez en la escuela y el día se volvió gris. Las lágrimas se escabullían de mis ojos queriendo salir al mundo para gritar lo injusto que era todo y yo no podía retenerlas.
Al otro día, no volviste más a la escuela. No volviste más a mis brazos. No volviste más a mi vida.
Las siguientes semanas estuve realmente triste, ya no sentía emoción por nada. Emanaba tristeza por mi poros, tanta que mi mamá se dio cuenta de que algo pasaba. Le llevó varios intentos averiguar por que estaba tan roto, hasta que finalmente no aguanté más y una noche le conté todo. Tomamos un licor de dulce de leche juntos. Lloré y ella lloró conmigo. Ese fue el día que toqué fondo, pero gracias a eso pude impulsarme para volver a la superficie. Poco a poco te superé. Fue un proceso que me llevó varios meses hasta que finalmente ya no me sentía mal por esa historia que no pudo ser, sino que sentía pena por lo doloroso que debe haber sido para vos tener que cambiar toda tu vida a la fuerza, solo por haberte permitido amar.
Hasta el día de hoy algo se mueve dentro de mí cada vez que veo un mormón por la calle, pero no siento tristeza, sino algo de nostalgia.
No me arrepiento de haberte conocido, a pesar de haber tenido un final tan trágico donde nos separaron en contra de nuestra voluntad y terminé sufriendo. Creo que habernos cruzado me marcó y enseñó cosas por las que estoy agradecido, y me agrada pensar que si miro hacia atrás aún estás conmigo, en esa línea histórica que es mi vida. Pero cada vez que me veo al espejo, aprecio en mis pupilas que soy, en parte, los restos en pie de un chico de quince años a quien le arrebataron la ilusión y no dejaron amar.
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Los cactus son seres capaces de soportar hasta las sequías más duras porque tienen la capacidad de acumular grandes reservas de agua en su interior. Entonces uno los riega. Y por más que no lo necesiten les sigue echando agua, preocupado de que les falte esa vital parte de su existencia. Pero algo tan bueno puede volverse malo. El exceso del líquido acaba dando como resultado que el cactus se pudra, siendo que le dimos más agua de la que puede absorber. Entendamos entonces que el amor es así, no se puede llenar lo que ya está lleno.
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Nuestras respiraciones coordinadas.
Los pechos suben
y bajan a la par
Con esa sincronización
De la cual solo gozan
Las almas gemelas.
La piel de tu tronco
Se acaricia con mi espalda
Y los dedos de tu mano
Rozan mi pelo
En una lenta y melódica danza.
Siento la tranquilidad
Escapando por tu aliento tibio
Que choca con mi nuca
Para recorrer mi columna
Hasta cubrir mi cuerpo entero
Con el abrazo de tu ser.
La pieza se inunda con mi deseo
De qué esto no termine
Pero sé que es imposible
Porque vos dormís
Pero no el reloj.
Me inclino para verte
Y me topo con la suavidad de tu rostro que deslumbra de paz.
Lentamente una sonrisa
se asoma por mi rostro.
Estoy donde quiero estar.
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Afuera llueve y yo
no dejo de pensar
en la ducha
que nos dimos juntos.
El recuerdo fresco
del agua tibia
recorriendo nuestros cuerpos
hacia el suelo
mientras el vapor subía
a desvanecerse en el aire,
para condensar en el espejo
el secreto de lo que habíamos hecho en mi cama
minutos atrás.
Nos abrazabamos desnudos
mientras se besaban nuestras pieles.
Te apretaba fuerte
contra mi cuerpo,
en un vano intento
de volvernos uno solo,
como esperando que la presión
del uno contra el otro
nos hiciera explotar
en miles de pedazos que
se fundan entre sí.
Todo con tal de ahorrarme la amargura
de tener que despegarnos
hasta la próxima vez
que los dedos de tu mano
se abrazaran con los míos.
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Pienso en mi casa actual,
esa que está sobre mitre
y comparto con mis abuelos.
La siento triste,
como vacía, aunque haya
gente viviendo en ella.
Quizás es porque extraño
el jardín de plantas
que tenía la casa de Florencio Fernández,
la pileta de la casa en Pasaje Boedo,
o el pasillo en el que me gustaba jugar de Martin Zapata.
Capaz que en realidad sea
que simplemente extraño a mi vieja,
y por eso la casa de mis abuelos
no se siente como todas las anteriores.
Es por eso que paso más tiempo
afuera que adentro,
aceptando cualquier invitación
de cualquier persona
a cualquier lugar.
Me gusta ir a distintas partes de la ciudad,
porque a veces nos olvidamos
lo seductora que puede ser
o cuan viva se siente de noche.
Como en la noche de los museos,
cuando en la ciudad entera
se respira el arte
brotando de cualquier rincón.
O cuando en las marchas del orgullo
las calles se tiñen de colores
para reclamar por las injusticias
y celebrar la libertad.
Es en momentos como esos
cuando uno se da cuenta
de que no importa la ciudad en sí,
como bodoques de ladrillos apilados
unos encima de otros,
sino que la gente que la habita
es quien la hace especial,
llenando de vida su piel de cemento
cada vez que tienen la oportunidad.
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Empecé a correr con tanto entusiasmo hacia adelante, que cuando me di cuenta me había alejado completamente de todo lo que significaba mi vida hasta ese entonces. Dejé atrás mi escuela, mis amigos, mi pasión. Pero incluso si quisiera volver atrás, ya es demasiado tarde.
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Me encuentro parado
Con los ojos vendados,
Un pie en el suelo
Y el otro levantado.
Se tambalea espectante
A la espera de dar un paso.
No sé qué me espera adelante,
Si habrá un precipicio
Y caeré a la deriva,
O simplemente un escalón
Qué me lleve a la cima.
Mi razón me implora
Qué simplemente
Apoye el pie en su lugar
Y deje de correr peligro.
Mi instinto me grita
Que lo arriesgue todo,
Dé un salto al frente
Y vea que me depara el destino.
Si me voy
Quizás se abran puertas,
Y se cierren otras.
Si me quedo
Quizás se cierren puertas
Y se abran otras.
Simplemente no podré saber
De cuál me privaría,
Pero sí que sea cual sea mi elección,
No significará adentrarme en
un sendero sin salida,
Sino más bien, un camino alternativo
para llegar a un mismo lugar.
Si salto y caigo al vacío
Ya no habrá vuelta atrás,
Me veré obligado
A aprender a volar
O estallar contra el suelo.
Si me quedo parado en el lugar
Nunca sabré a qué nuevos horizontes
Podría haber llegado,
Mis pies echarán raíces
Y no me podré mover
Hasta que la brisa del otoño
Me arranque del lugar.
Estoy en una encrucijada
A la espera de respuestas
Mientras las flores que me rodean
Contienen el aliento,
Impacientes por ver cuál será
Mi próximo movimiento.
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Metí tu recuerdo en una caja
Y la guardé en el galponcito
Qué hay allá
En el fondo del patio.
Ahí donde se dejan
Todas esas cosas
Qué ya no usamos
Pero no nos animamos a tirar
Por miedo a necesitarlas algún día,
O por culpa del apego,
Ese terco fenómeno,
Qué las encadenó a nosotros.
No te dejé ahí
Con la esperanza de
Sacudirte el polvo
En algún momento
Para volver a verte brillar.
Sino que lo hice
Esperando que, a través del tiempo,
El abandono
Cubra con su manto el lugar,
Invitando así
A las polillas de fuego.
De esas que juegan a las escondidas
Entre los bosques de
herramientas oxidadas
y muebles cojos.
De esas que revolotean frenéticas
Hasta que se cansan
Y se ven obligadas
A tomar una siesta.
De esas que dormidas
Se descuidan demasiado
Y la más mínima chispa
Que escape de sus alas
Es capaz
De arrazar el lugar.
De esas
que con incendiarlo todo
Me ahorrarían tener que recurrir
A todas mis fuerzas de voluntad
Para deshacerme de la caja
Donde permanece
Aquel aletargado
recuerdo de tu ser.
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Y si nos sentamos
A tomar mates
En la orilla de la luna
Y miramos relajados
A la gente
Correr bajo la lluvia
¿Qué puede pasar?
Y si nos quitamos
Nuestras prendas
Y desnudamos
nuestros sueños
Endulzados por la calidez
De las lucesitas en la pared
¿Qué puede pasar?
Y si nos besamos
Fundidos por la playlist
Qué envuelve el ambiente,
Si cedemos ante nuestros deseos
Y dejemos de lado
Todos los prejuicios
¿Qué puede pasar?...
¿Y si dejamos de preguntar,
Y mejor lo averiguamos?
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Quiero encontrar a alguien que me llene tanto de amor que me vea obligado a tener que drenarlo en poemas para no explotar.
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Nunca me rompiste el corazón, y ese es el problema. Si lo hubieses hecho, ya no latiría por vos, llevando en mis venas esa angustia de extrañarte.
Hubiese sido más fácil para mí, terminar todo con una pelea. Que me hicieras enojar, llorar, gritar, y que el odio destruyera en pedazos esa estúpida idealización romántica que todavía tengo de vos.
Sin embargo fueron manos ajenas las que te robaron de mi lado cuando dormíamos abrazados, sin la más mínima oportunidad de un último beso, un abrazo de despedida o una última canción. Ahora permanece la bronca asentada en mí por saber que, en el fondo, gracias a esa deuda de un adiós, como la herida abierta que no cicatriza, una parte de mí va a ser tuya, hasta que duerman los relojes.
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Una vez conocí una chica. Portaba su pelo teñido de feminismo y hablaba con la dulzura de los colibríes cuando le dan el beso de buenas noches a las flores. Una chica luminosa, transmisora de paz. Una chica, con el peculiar gusto hacia los alfileres de gancho. Va por Santa Fe, dejando a su paso personas enganchadas con esos pequeños elementos, entre birras y fasitos. Los prende en tu ropa, y con él deja atado a vos una parte de su alma. Esa parte de ella tan hermosa que te motiva a ser una mejor persona. Todavía tengo el que me enganchó en el buzo, justo ahí, donde va el corazón. Lo llevo siempre conmigo y lo luzco con orgullo cada vez que alguien me pregunta "¿Por qué tenés un alfiler de gancho ahí?". Ante esa situación me es imposible no esbozar una sonrisa, porque automáticamente me acuerdo que en alguna parte, está esa chica. con el peculiar gusto hacia los alfileres, enganchado personas con todos sus encantos.
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Si alguna vez fuiste dueño de la inspiración que hizo bailar mis dedos sobre el teclado a la hora de germinar un escrito, es porque en algún momento, lograste en serio, tocar mi alma.
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Me acuerdo el día en el que me sacaste el celular sin que me diera cuenta, y me lo devolviste más tarde, tras haberte sacado unas cuantas fotos con él. Todavía permanecen en mi galería, después de todo este tiempo. Bien abajo, en lo más profundo. No las busco, porque tengo miedo de que si vuelvo a ver tu cara, me invadan un sinfín de recuerdos juntos teñidos de melancolía, enmarcados en un cuadro de todo aquello que no pudo ser, y se abra nuevamente la herida que me dejaste justo cuando se está empezando a cicatrizar. Pero tampoco tengo el valor suficiente para borrarlas, porque justamente, tengo miedo de que cicatrice, y tu recuerdo se esfume en el olvido.
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De cactus y soledades.
Antes de acostarme voy a la ventana a revisar los cactus que meditan bajo el manto de luz lunar que arropa las calles. No puedo evitar detener mi atención en uno de ellos. Es chico, no tiene nada de especial. Excepto esa flor, diminuto pimpollo que brota de su piel. Me veo absorbido por su endulzante color amarillento, y me lleva a pensar, como es que algo tan bello a la vista puede ser tan dañino. Recuerdo hace unos días atrás, cuando lo tomé con mis manos desnudas, tras probar delicadamente que no pinchara. Lo sostuve un tiempo mientras lo examinaba. Sentía una completa admiración hacia la delicadeza de su ataraxia. Como sus extremidades bailaban piezas de tango con el viento. Y como anhelaba echar raíces entre los sueños de las nubes. Finalmente lo dejé entre la tierra, para que pudiera estirarse en un eterno intento de besar el cielo. Fue ahí cuando lo noté. Ya no lo tenía entre mis manos, pero dejó en mí una incontable cantidad de espinas y solo cuando lo solté, me invadió el ardor.
Entonces me dí cuenta, que fuiste como un cactus. Tan hermoso antes de tocarte. Tan sereno, al tenerte descansando entre mis manos. Tan doloroso cuando te dejé seguir con tu camino, para que llegaras a ese cielo que tanto anhelabas. Permanecen enterradas en mí, las canciones dedicadas, haciendo que duela, cada vez que las escucho.
Finalmente llegué a una conclusión: la próxima vez voy a intentar con una suculenta, ya que al menos estas, no tienen espinas.
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“Si me amas, regalame suculentas”
— Pita Rubio
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Hey, mirá por tu ventana,
Está lloviendo.
Vas a poder ver a los sueños
Que salieron a jugar.
¿No son super dulces?
Tan serenos bajo el agua
Empapados en fantasía.
Bailan en rondita
Tomados de la mano.
Las horas saltan
De un charco a otro,
Marcando al tiempo
El ritmo de su jazz.
La luna toca el arpa
Tallado sobre el mar.
Ellos le responden
Con un coro de bostezos
Y se desvanecen agotados
Hacia el reino de Morfeo.
Hey, mirame a los ojos,
Se viene una tormenta.
Recostate en mi pecho
Y dejá que mis latidos
Te guíen hasta ellos.
Cerra los ojos
Y deja de mirar.
No voy a permitir nunca
Que alguna pesadilla
Te venga a molestar.
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