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A propósito de tanta desinformación sobre las vacunas
ME JODÍ YO MISMO
El identificador de llamadas del celular mostró que era la EPS, al otro lado con el español automático sin pausas de las damas imaginarias en máquinas de call center, reí al escuchar la pronunciación de la confirmación de mi agendamiento para la vacuna: "ha sido usted agendado para las 2:20 pm el día 2 de junio de 2021 en el Estadio Elías Chuín"... nofriegue en esta ciudad hasta las máquinas tienen la mala costumbre de llamar las cosas por otro nombre; porque aquí la ciudad ya no se llama Barranquilla sino Curramba, teníamos un puente para cruzar el Río Magdalena que se llamaba Laureano Gómez pero al que todos llamábamos Puente Pumarejo, el estadio de fútbol se llama Roberto Meléndez pero todos le decimos El Metropolitano, el estadio de básquetbol se llama Elías Chewin (chegüin no chuín como pronunció doña máquina) pero todos le dicen Suri Salcedo, las personas en su mayoría tienen un apodo por el que son más conocidas que por el nombre y a las cosas cuyo nombre no sabemos u olvidamos en el momento le decimos la "cosiampireja esa", la "coquita aquella" o simplemente la "vainita esa".
Camino a la cita recordé el cuento del papá de mi amigo Richard Castillo que una vez se encontró en su finca unos hongos al pie de un viejo árbol y dijo: "esa vaina debe comerse", las llevó a su casa y se preparó con ellos un caldo que compartió con su perro. Animal y amo fueron entrando en soporífero letargo y el viejo exclamo: "ahora sí me jodí yo mismo por marica, bueno... será morirme." Y se echó a "morir" en la cama. El efecto somnífero de los hongos duró varias horas después de las cuales viejo y perro despertaron para echar el cuento entre risas.
Antes de salir de casa y sin levantar sospecha alguna llené mis bolsillos con monedas de cobre, bronce, plata, un gancho de cabeza, un dijecito de oro, un arete de fantasía, una pila de reloj vieja, un pequeño imán, un pedazo de alambre dulce, desarmé una balinera y tomé varios balines, de la caja de herramientas saqué dos clavos, tres tornillos, una tuerca, dos llaves allen y un pequeño juego de destornilladores de varios calibres y en presencia y bajo el asombro de la enfermera que me vacunó fui pasando uno a uno los objetos por el brazo donde me colocó la puya para comprobar que no me habían convertido en robot y que al salir a la calle los objetos metálicos no correrían tras de mí como en la novela de nuestro novel literario le ocurrió al gitano Melquiades cuando paseó por las calles de Macondo la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia: dos gigantescos imanes que atrajeron cuanto caldero y clavo suelto había en el pueblo. No contento, me acerqué a la estatua del Joe, porque debía tener en su interior varillas de acero, a ver si me quedaba pegado a ella. Pero nada, ni lo uno ni lo otro. Bueno, parece que no me jodí yo mismo por marica, pensé.
Entonces a festejar, me fui a la Heladería Americana a degustar un delicioso frosomalt antes de que por los efectos de la vacuna me salieran patas de rana, cola de dragón, dientes de mosquito, ojos de perro viejo, orejas de camaleón, colmillos de jabalí, bigotes de morsa, escamas de culebra, nalgas de burro, tobillos de mariapalito, cabello de puercoespín, lengua de jirafa, juanetes de lagartija, nariz de camello, uñas de murciélago, garras de gavilán pollero o si por el efecto del chip inoculado mi cuerpo vibrara cada vez que reciba una llamada en el celular o pasara bajo las ondas de una antena.
Si me muero como dicen, tocará morirse... pero de risa, porque a tanta pendejada que inventan hay que ponerle buen humor currambero ¡carajo!
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