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Un cuento sobre la hierba (extracto)
I
El hombre termina de desenrollar el hilo en la bobina de la caña, limpia el anzuelo y le unta grasa animal que lleva en un frasquito de vaselina. Coloca las dos cañas al borde del río, sosteniéndolas con piedras desde la base, asegurándose de que soporten la corriente.
Se recuesta sobre la hierba y acaricia el pasto con la mano, sin dejar que sus dedos toquen la tierra. Arranca un par de hojas y se las lleva a la base de la nariz, inhala el aroma y se las mete en la boca. Las mastica un momento, mueve la lengua y luego escupe repetidas veces para quitarse el sabor amargo, que no tiene nada que ver con el olor que acaba de inhalar.
—Puta —dice en un tono plano y sin intenciones.
Las pequeñas campanas de las cañas empiezan a sonar.
Con un cuchillo saca las entrañas de varios pescados a la vez. El exceso de habilidad se percibe como furia.
Recolecta los cadáveres en una funda de basura y luego llena otra bolsa pequeña con las entrañas, dentro de esta, y con cuidado, introduce un paquete pequeño, forrado con cinta adhesiva. Las entrañas cubren el paquete, brillando en un tono turquesa que nada tienen que ver con la sangre.
El hombre viaja por la carretera hasta llegar a una estación de servicio, frena detrás de los dispensadores oxidados.
Ingresa a la tienda de abarrotes donde un chico con la cara llena de acné lee un tebeo detrás de la caja registradora. Camina por los pasillos, metiéndose algunos bollos y caramelos en los bolsillos.
Un hombre gordo con una camisa que es sólo una fina capa encima de la piel lo mira y le dice:
—¿Qué está haciendo?
—¿Tiene forros para el inodoro?
—No, aparte de en ese baño ahí detrás.
—No me gusta usar baños públicos.
—Eso es una pena.
—Lo es.
—Más le vale pagar por esos bollos.
—No se me había ocurrido no hacerlo.
—Muy bien.
—Muy bien entonces.
El hombre saca la funda llena de entrañas de pescado y se lo muestra al gordo
—Están adentro
—¿Usted es el hombre? —pregunta el gordo.
—Necesita saber eso o ahorramos tiempo y revisa lo que sea que me hayan mandado a traerle.
El gordo lo mira, abre el paquete y con la manga de la camisa se tapa la boca y la nariz.
—¿Que mierda es esto?
—Está al fondo —dice el hombre.
—No voy a meter la mano ahí.
—Entonces sáquelo en otro lado, atrás hay un baño.
El gordo lo mira y le dice:
—¿Porqué carajo lo metiste ahí?
—Es más seguro, nadie quiere meter la mano en entrañas de pescado.
El gordo llama al chico. Le ordena que meta la mano; lo hace mientras mastica una goma de mascar. Saca el paquete, el gordo lo toma con el pañuelo y lo revisa. Suda a los lados de la nariz.
El hombre sale del establecimiento, cuenta un pequeño fajo de billetes y arranca la camioneta. Los pescados quedan en el piso de la estación de servicio, viendo al cielo con sus ojos idiotas.
II
El campo aún está oscuro.
El viejo se levanta de la cama dejando descubierto al chico que duerme a su lado. Se rasca la barba canosa y eso es todo el sonido que se escucha en el cuarto. Por el hueco que simula una ventana, ingresa una luz tenue que sólo distingue el perfil de las cosas.
El viejo se pone el poncho de borrego y abre la puerta, su larga silueta descompone el rectángulo que forma el umbral; respira, y el vaho de su aliento se transforma en humo blanco que desaparece cuando lo atraviesa.
Las vacas, que bien pueden estar dormidas, permanecen paradas. Les pasa la mano por las ubres y les da unas palmaditas, luego acaricia los lomos, tiemblan al contacto.
Toma una pala y recoge el estiércol fresco en un balde, con cuidado arranca un poco de pasto y se lo pone en el hocico a una. Hace lo mismo con el resto.
Regresa al cuarto, la luz entra ahora con más fuerza y le da a todo un aspecto aterciopelado. Reúne los leños de la estufa y toma la caja de fósforos, prende uno que se le apaga al primer contacto. Regresa a ver al chico, que aún duerme y le lanza el palo del fósforo aún humeante. Este se tapa con las cobijas. Le sigue lanzando fósforos prendidos hasta que se levanta y saca de debajo de la cama una vasenilla rebosante de orina amarilla, escupe un gargajo sobre el líquido y sale afuera
—Échela al otro lado —dice el viejo.
—El chico asiente, se escucha su respiración
—No respire tan fuerte que está muy frío, le va a doler la cabeza.
Hace un intento de no respirar así.
—¿Me oyó?
—Sí señor.
—No me diga señor.
El chico sale con la vasenilla. Él toma la olla grande que está sobre la estufa y saca unas papas que ya han sido cocinadas, las pone sobre un plato y luego sobre la mesa.
El chico entra y se sienta. Con una mano pela la papa, haciéndola resbalar entre sus dedos y la mete en su boca.
El viejo toma un costal y lo llena del estiércol recién recolectado. Cose el costal, el chico lo mira.
—¿Qué me ve?
Baja la mirada y sigue comiendo. El viejo se levanta con el costal en su mano y abre la puerta.
—Vuelvo en dos días, no descuide las vacas.- dice sin regresar a verlo. - le dejo la escopeta, por precaución
—Está vacía —dice el chico.
El viejo sale y cierra la puerta.
III
El hombre camina hacia una licorería que tiene un letrero recién pintado con el dibujo de un canguro de gorra roja levantando el pulgar. Un alambrado retiene a unos perros furiosos que le ladran desorbitando los ojos. Los mira, se aturde por el excesivo ruido y empieza a escupirles en las bocas.
Entra a la tienda y el vendedor lo espera detrás del aparador.
—No le haga eso a los perros.
—Hacerles qué.
—Lo vi hacerlo.
—Eso que tiene en el letrero ¿es un lobo?
—Es un canguro
—Nunca había oído esa palabra
—¿Va a comprar?
El hombre mira los productos amontonados en la pared del fondo.
—Esa crema de ahí arriba —Señala con el dedo a los estantes superiores—. ¿Es pomada de “Murray´s”?
—Mm mmh
—¿Tiene George t. Stagg ?
—¿Whisky?
—Malta
—Si, de 15 años
—¿Es lo mejor que tiene?
—¿Hay algo mejor?
—No
—Entonces si lo tengo tiene que ser lo mejor
Se escuchan voces y risas grabadas de un programa de radio en el fondo.
—Amo a Nini Marshall —dice el hombre señalando su propio oído.
—“Yo amo a Lucy” —corrige el vendedor— ¿Va a pedir algo?
—Una botella, y la pomada.
—Son trescientos setenta y cinco.
El hombre saca el fajo de billetes y los revisa sobre la mesa. El vendedor los vuelve a examinar uno por uno.
—No tiene que contarlos de nuevo —dice el hombre.
El tendero lo mira y sigue. Se dirige a la caja y saca algunas monedas que pone sobre la mesa.
—Quédeselas— dice el hombre.
Guarda la botella en una funda de papel y sale de la tienda.
IV
La puerta de la caseta suena con golpes crecientes y violentos que hacen que la madera se separe de la pared, dejando entrar luz en lapsos cortos hasta que el chico, que está metido en las cobijas se levanta y la abre por completo.
Un hombre alto, vestido con un calentador rojo está del otro lado, mira dentro y pregunta:
—¿Dónde está? son las tres de la tarde.
—Salió en la madrugada, tal vez mañana.
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De la inabarcable belleza
A las 9:39 los rayos del sol traspasan agresivos los espacios amarillos de los árboles, el olor de la humedad evaporándose se eleva dejando un aroma agrio. Los reflejos del agua del riachuelo rebotan como espectros sobre la gruesa piel de un oso que hace días ha muerto, encima de él, centenares de moscas, dos de las cuales van montadas, mientras mantienen una relación sexual con sus pequeños y tiernos genitales.
Adentro, pasando las sombras de los nogales unos hongos efímeros y carnosos despiden un olor a ballena excitada, esperando la cópula más grande de todos los tiempos, yo me pregunto, porque Dios le daría éste olor a dos cosas tan distintas, y no puedo evitar que se formen lágrimas en mis ojos al saberme parte de su hermosa creación.
El viento del sur llega tibio a mis fosas nasales, estornudo y casi puedo sentir las esporas y el polen que se le escapó a alguna abeja en su diminuta eyaculación.
Sé que mi cerebro es minúsculo comparado con el más divino poro de Dios, y que no me es permitido ver más allá de los que mis ojos me señalan, y sin embargo, cuanto olor a mierda de hiena en esta región del bosque. ¿Era yo el único que descargaba mojón tras mojón mientras se mataba de la risa?, la naturaleza parece darme una respuesta.
No soy digno de toda la belleza de la que es capaz el universo, pero si tan sólo pudiera abarcarla con estos 15 centímetros, se lo haría por casi tres minutos.
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La sangre
Uno de los hombres se baja el pañuelo que le cubre la nariz y se pasa la palma de la mano, regresa a ver al que está a su lado, no ssabe si lo puede ver través de la máscara de madera. Está encima de un caballo blanco con las posaderas manchadas de un plateado que es sólo polvo y frío acumulado en el pelaje. El tercer hombre es igual al primero y la única diferencia es el espacio que los separa.
La tasca huele a la humedad de la cerveza y la tierra que cubre los poros de las tablas mal emporadas, el hombre del pañuelo pisa en una de las gradas y siente el aire comprimiéndose contra el cuero ajado de sus botas. El hombre del caballo lo mira y él sabe que con eso le dijo que se calle. Con las manos en el cinto, mueve el pulgar para retirar la correa que sostiene el mango del revólver marfilado.
El sonido de los disparos rebotan en las montañas que ahora parecen aspirar el viento y dejar el valle en silencio. La ventana trasera de la cantina se rompe y un hombre intenta correr por la planicie con el sol de las doce pegándole en la corona y quitándole la sombra. Alcanza a subirse en un caballo de piernas débiles y pelaje desigual, el hombre de la máscara alza su revólver y con la quietud del silencio, dispara una bala. El caballo apura el paso y en medio de la distancia entre el horizonte y el sonido, cae el cuerpo blando del hombre sin sombra.
El hombre de la máscara se apea del caballo y entra con los otros dos a la taberna. Los cuerpos tirados apenas sobrepasan la altura de las espuelas de las botas. En medio hay un niño que aprieta la boca para no dejar salir el aire que lo mantiene de pie y que le da fuezas para cargar la pistola que es más grande que sus dos manos. Las balas se le resbalan y sòlo una logra entrar en el tambor. Los dos hombres del pañuelo se le ríen mientras se sostienen el cinto y apoyan todo el peso de sus cuerpos en una pierna. El tercero está detrás, cubierto por la máscara, apartando sus botas de los cuerpos inertes.
- Dispara. -dice uno de los hombres al ver que el niño al fin puede levantar el arma.
- No tiene fuerza para apretar el gatillo. - dice el otro levantando la voz al final para estallar en una risa hueca.
El niño siente la tensión en sus dedos y se imagina la fuerza que tendrá la bala cuando sus tendones al fin se revienten y logren aplastar el anclaje.
La risa de los dos hombres tiene el mismo ritmo que los temblores en el cuerpo del chico. Una bala suena y en un movimiento, el cuerpo de uno de ellos cae como una piedra contra las tablas. El sonido de las carcajadas cesa para volver al silencio del polvo cayendo a través de las hendijas.
El hombre de la máscara se acerca al niño. El pequeño alza la cabeza y su cuerpo parece irse hacia atrás al ver a ese monstruo inmenso con cara de madera y ojos negros.
Una bala estalla y el eco termina con el silencio y se queda resonando en forma de ondas y viento a través de un túnel. Con lágrimas en sus ojos el niño ve por última vez a ese hombre desfigurándose como a través de un prisma que lo multiplica todas las veces que el miedo es capaz de multiplicarse. Cae de rodillas abrazando sus pantalones sucios, sin llegar a sentir nunca de qué están hechas sus piernas.
La sangre brota en un charco ovalado, sigue las direcciones de las tablas del piso hasta encontrarse con la de los otros muertos; como si toda la sangre fuera la misma y viniera del mismo lugar.
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Repeticiones sobre mi madre (extracto)
Iván, mi novio, rompió conmigo por teléfono. Esa misma tarde llamaron de la estación de policía donde vivía mi madre. Yo estaba llorando y en el piso estaban pedazos de icopor del peluche que Iván me regaló por mi cumpleaños. El policía al otro lado del la línea parecía hablar desde un auricular quemado. Pregunto si lo estaba escuchando. Dijo que habían encontrado a mi madre en la calle, desnuda, escondida detrás de un basurero en forma de cerdo. Había tenido un “episodio mental” y cuando recobró el sentido tuvo vergüenza. No se podía mover, tenía la cabeza baja, miraba al piso y rezaba para que llegara la noche. Ninguna de las personas que estaba ahí se acercó a ayudarla. Un par de niños la filmaron con sus teléfonos.
El episodio empezó en la mañana mientras se bañaba. Estaba escuchando una canción. Tenía la costumbre de poner música cuando iba al baño. Iván le instaló un sistema de sonido que evitaba el vapor de agua y así no había riesgo de cortocircuitos. Yo le había dado lata por ese capricho pero él se portó muy comprensivo y habló directamente con ella para saber sus necesidades a la hora de tomar un baño. A mi todo eso me pareció demasiado y se lo hice saber. Fue una de nuestras primeras peleas; le dije que no era correcto quitarme autoridad hacia mi madre y además todo eso era potencialmente peligroso para su salud. En todo caso, le instaló ese sistema y cuando aún estaba en el hospital con esa bata de salud pública que le habían puesto los policías, me cantó la última canción que había escuchado.
Tuvo que aguantarse el llanto cuando los policías le ayudaron a ponerse de pie y le dijeron cosas como que esté tranquila o que respire. Luego me contó que el policía en el segundo asiento del patrullero le dijo al otro:“Me da miedo que el cuerpo de mi mujer se ponga así”.
Hace unos años, en el hospital público un doctor le encargó hacerse una mamografía. Ella me dijo que creía que el doctor estaba un poco colgado por ella y que los exámenes eran una excusa para volverla a ver. Yo no sabía qué decirle cuando salía con esas cosas; cuando aún vivía con papá, él se encargaba de reprocharle estos accesos.
Los exámenes detectaron un quiste en el seno izquierdo. Tuvo que operarse y yo corrí con los gastos. Hice un préstamo en el banco que aún estoy pagando y le advertí que era la última vez que se podía enfermar, de ahora en adelante debía cuidarse más. Eran ya seis meses de mi relación con Iván y él tuvo el detalle de comprarle una extractora de jugos de vegetales. Los tres la vimos una mañana en la televisión y mamá se quedó pasmada al ver que el presentador de la máquina era un viejo actor de telenovelas que a ella le gustaba. Iván la escuchaba con atención y de vez en cuando me regresaba a ver con una sonrisa; yo tenía vergüenza, él la encontraba encantadora. No se si mamá llegó alguna vez a usar la máquina, pero alguien (no sé quien) había dibujado un bigote falso y un diente negro sobre la foto del actor impresa en la contraportada de la caja.
El doctor que la atendió (después del episodio con la policía) sugirió exámenes para saber el estado de su sistema nervioso. Hacerle esos exámenes me procuraban un gasto de dinero que yo no tenía en ese momento.
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Bonsai (extracto)
Leo “Nicholas and Alexandra” de Robert K. Massie y “Rasputín y el ocaso de un imperio” de Michael Pradwin. Hago, o el personaje hace, una lista de cosas que lo impresionan y pretende construir un poema. Pero no soy poeta y tengo toda esta información. Sé por ejemplo que Rasputín acarició caballos. Su esposa fue fea y fuerte y su hija se llamó María. Sé que si a un niño le explotan las rodillas cuando camina es signo seguro de Hemofilia B y sé que esta es la enfermedad del hijo del zar. El dolor de millones de rusos pisando sobre las hormigas, sin dentífrico y saludando a las cámaras en invierno. La muerte que se disipa con cal, quema y seca los tendones. Una frase me conmueve: “Aquellos que cometen fornicación deliberada y luego se arrepienten amargamente, estarán más cerca de Dios”. La escribo sobre una hoja suelta para no olvidarla. La olvido y no entiendo mi letra. Tengo la idea general, un hombre toma a María Rasputín por el brazo, se le acerca al oído y le susurra “tengo algo que enseñarle”. Camina hasta los suburbios de París, el mismo París de Senghor y de Petiot. Le da una caja de Ébano que ella acaricia, “adentro está el miembro de su padre” dice el hombre como en una película negra con grandes sombras y persianas horizontales. Hay un acercamiento al rostro de María y ella atraviesa la cámara. El miembro es enorme y seco, no hay olor y todo es blanco y negro.
Ella aprende a domar leones. Se queda en Miami y es pobre. Toda su fe está en esa caja de ébano. La exhibe por unos pocos dólares. Trabaja en una fábrica de municiones y se retira cuando está vieja y el plomo está en su sangre. Alguien hace estudios de ADN al miembro, “es un pepino de mar” le dicen en una sala privada con una cámara de video en la esquina.
Es una declaración de guerra. Sintetizo todo en una imagen que no puedo mostrar, es decir, no puedo pegar en esta página la fotografía que he montado en un ordenador. Lo incluyo en una escena:
Él vuelve al bar irlandés y allí está ella con un tipo que tiene tatuado en el brazo un trébol. Tiene ganas de mostrarle una foto que la haga reír y que ha encontrado en el internet. Rasputín rodeado de mujeres de la nobleza y encima el texto: “you need a big heart to get it up (necesitas un gran corazón para levantarlo)".
No la muestra, en lugar de eso va a fumar. No encuentra su encendedor y hay dos hombres. Les dice que la noche es fría pero no le responden. Vuelve a ver el Bonsai y cree que ha crecido. Regresa al bar y ella ya no está. Tiene el siguiente diálogo con el cajero:
“Ese árbol de ahí afuera ¿qué es?”
“Es un Bonsai.”
“Ha crecido”
El cajero arranca la cuenta de la caja registradora y dice:
“Es de plástico.”
Él toma las monedas del cambio y sale del bar.
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El hombre Tullido (extracto)
Esto es lo que el hombre tullido sentía:
Un estornudo atrapado delante del cerebro o detrás de la nariz que le provocaba deseos de meterse los dedos.
Sentía además: ganas de orinar. Sensación gomosa o algún material azucarado en los pómulos. Las piernas temblando en espasmos. Falta de líbido. Ardor en el pecho. Pérdida de la noción del tiempo. Mosquitos volando encima de él en círculos dentro de la habitación. Desesperación. Ganas de verse al espejo.
La familia del hombre tullido estaba preocupada. Sobre todo la esposa, que lo había amado hace tiempo pero ahora no sabía lo que era el amor y se pasaba el día leyendo los libros de psicología transpersonal que le habían recomendado en el Centro de Ayuda a Víctimas de Accidentes Laborales (CAVAL, por sus siglas). A ella le preocupaba especialmente que si no era amor lo que ahora sentía por él, quizás no haya sido amor nunca, y eso la convertía en una persona no sólo mala, sino inhumana (debido a su falta de empatía con otros seres de su misma especie, sean estos tullidos o no); pero gracias a Dios, en el centro de Ayuda a Víctimas de Accidentes Laborales le habían explicado que sus sentimientos actuales hacia el hombre tullido eran completamente fundamentados y todo lo que podía hacer era darse cuenta de que tenía una oportunidad valiosa para ser creativa en la forma de entregar su afecto; porque cualquier otra persona no habría acudido al centro de ayuda y simplemente habría abandonado el cuerpo y ella (por suerte) no era esa clase de persona. A la esposa del hombre tullido le preocupaban, además, los 350 dólares que costaban las sesiones mensuales en el CAVAL, no tanto por la deuda que esto representaba en la ya tocada economía de la familia, sino porque le parecía que si ellos estaban dispuestos a ayudar, lo harían, no gratis, pero al menos con una tarifa simbólica de no más de 50 dólares. La administradora contable, muy consciente de la situación le respondió que precisamente los servicios que ellos prestaban eran mucho más costosos, pero que conscientes del estado actual de la economía (en general, no sólo de la familia del hombre tullido), habían rebajado su precio a un valor simbólico y que lamentablemente (y aquí, la administradora contable se cuidó de no usar un juego de palabras) el uso de símbolos en la economía no era posible. Luego hizo hincapié en su interés (y el de todo el centro de ayuda para accidentes laborales) por ayudar a recuperar las vidas de las familias de los hombres (o mujeres) que hayan sido víctimas de un accidente laboral.
En todo caso el hijo de la persona tullida estaba feliz con el servicio y alentaba a su madre a seguir yendo a las reuniones.
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