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#El68 Un país efervecía: antecedentes del Movimiento Estudiantil
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En los años sesenta, la temperatura del país se elevó. Hay signos de malestar. Agitación. Sacudidas sociales se suceden desde la década anterior. Irrumpen los movimientos campesino (Rubén Jaramillo, en Morelos; Arturo Gámiz, en Chihuahua), magisterial (Genaro Vázquez, Lucio Cabañas, Othón Salazar), ferrocarrilero (Demetrio Vallejo y Valentín Campa) y médico.Para aplacarlos, el gobierno recurre a dos métodos: la represión y la aplicación del delito de disolución social (el 145 del Código Penal).
Aquí un breve recorrido por esos movimientos que trazaron el rumbo hacia el 68.
Ferrocarrilero (1958-59). Demandan mejoras salariales y democracia sindical. La policía y los bomberos reprimen sus manifestaciones. Estallan una huelga por tiempo indefinido. Las autoridades laborales aceptan elecciones sindicales, que gana Demetrio Vallejo (militante del POCM). Meses después lo detienen y el ejército ocupa los locales sindicales e instalaciones ferrocarrileras. El gobierno instala una directiva sindical “charra” y detiene también a Valentín Campa. Al menos 800 ferrocarrileros fueron detenidos.
Magisterio (1956-60). Los maestros de la sección IX del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) exigen democracia sindical y mejoras laborales. Nace en su seno el Movimiento Revolucionario del Magisterio (MRM) encabezado por Othón Salazar, a quien detienen junto con otros líderes democráticos, que son declarados formalmente presos por el delito de “disolución social”. El ejército ocupa la Normal y cierra su internado; grupos de choque actúan contra los maestros.
Movimiento Cívico de Guerrero (1960-1962). Encabezada por Genaro Vázquez, surge la Asociación Cívica Guerrerense (ACG), a fines de los años 50. En ella coinciden campesinos, estudiantes, copreros y otros trabajadores que se oponen al régimen del gobernador Raúl Caballero Aburto. En 1960 son reprimidos por el ejército. Dos años después, la dosis se repite. El gobierno encarcela a Vázquez, pero éste se fuga y funda la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria (ACNR).
Asesinato de Rubén Jaramillo y su familia (1962). Jaramillo encabezó las luchas agrarias en Morelos. Fundó el Partido Obrero Agrario Morelense, que se ligó al Partido Obrero Campesino Mexicano, y fue candidato a gobernador. Acechado, vuelve a las armas en 1957, con el apoyo del Partido Comunista Mexicano. El presidente Adolfo López Mateos le concede amnistía. El 23 de mayo es detenido, junto con su esposa embarazada y tres de sus hijos, en Tlaquiltenango. Los asesinan en la zona arqueológica de Xochicalco.
Médicos (1964-1965). Residentes e internos del hospital 20 de Noviembre del ISSSTE son despedidos al reclamar el pago de aguinaldos atrasados. Organizan paros en 40 hospitales del ISSSTE, Seguro Social y Ferrocarriles. El presidente Gustavo Díaz Ordaz promete estudiar sus peticiones y levantan el paro. El gobierno rompe las negociaciones y los médicos inician otro paro. Llaman a separarse de los sindicatos controlados por la FSTSE y proponen la creación de un sindicato de trabajadores de la salud. Se manifiestan y la policía los reprime y toma los hospitales. Sustituyen a los paristas con médicos militares. Enfermeras del 20 de Noviembre son secuestradas por grupos de choque de la FSTSE y cientos de médicos, los más activos en el movimiento, despedidos y encarcelados.
Asalto al cuartel Madera (23 de septiembre de 1965). Un grupo guerrillero encabezado por Arturo Gámiz García y Pablo Gómez Ramírez asalta el cuartel militar de Ciudad Madera, en la Sierra Madre de Chihuahua. En la acción murieron ocho de sus integrantes. Este grupo había emprendido una larga lucha por los derechos campesinos en la región y fue base de la Liga 23 de Septiembre.
Lucha del magisterio en Guerrero (1967). La encabeza Lucio Cabañas, maestro de la normal rural de Ayotzinapa, participa en el Movimiento de Liberación Nacional. Miembro del Partido Comunista Mexicano encabeza una lucha una protesta en Atoyac de Álvarez, en contra la dirección de su escuela. Policía y guardias blancas la disuelven a balazos y persiguen a Cabañas en la sierra, junto con el ejército. Forma la Brigada Campesina de Ajusticiamiento, un grupo armado de autodefensa, y luego el Partido de los Pobres.
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#El68 La ofensiva contra la UNAM (tercera de tres partes).
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A partir del 26 de julio, la movilización estudiantil comenzó a extenderse. En las calles, brigadas de estudiantes y porros cercaron las preparatorias tres y dos, en un  perímetro que comprendió las calles de Venezuela, Guatemala, Brasil y El Carmen. En cada bocacalle tendieron un cuerda y dejaron guardias de 20 estudiantes. Luego colocaron camiones con las llantas ponchadas. Algunos formaron brigadas para recolectar fondos y tomaron camiones en distintos puntos de la ciudad.
Muy cerca de ellos, en la esquina de Seminario y Guatemala, permanecieron apostados aproximadamente 200 agentes, bajo el mando del coronel Ramón Ruiz Torres, que no hicieron nada por impedir la acción de los jóvenes.
También los estudiantes de las vocacionales 2 y 5 levantaron barricadas en torno de la Ciudadela, recordaba El Johnny. “Desde el mismo viernes, los jóvenes de las porras apoyaron a sus compañeros frente a las agresiones de los granaderos y policías y muchos se hicieron cargo de las barricadas y de proveer de camiones”.
Gilberto Guevara Niebla aseguró que la mayoría de los jóvenes que ocuparon las escuelas y levantaron barricadas en esos días eran porros, estudiantes fósiles y “vagos de procedencia incierta”, entre los que se mezclaron sólo algunos estudiantes regulares. (En la hipótesis de la provocación fraguada, llama a sospecha que los porros, siempre temidos por los estudiantes, hubieran desplegado una defensa tan feroz de los planteles escolares.)
Ese sábado 27, por la mañana, una comisión de estudiantes de la Vocacional 5, encabezada por Genaro Alanís, intentó entrevistarse con regente capitalino, Alfonso Corona del Rosal, pero en la antesala de sus oficinas fueron detenidos. A las 5 de la tarde, hubo una asamblea en el anfiteatro Justo Sierra del Colegio de San Ildefonso, a la que acudieron dirigentes estudiantiles de la UNAM, el Poli, Chapingo, la Normal y algunas escuelas de los estados. Era la primera reunión de coordinación estudiantil.
Por la noche, se reiniciaron los enfrentamientos entre granaderos y estudiantes, en los alrededores de San Ildefonso. La UNAM entonces, por iniciativa del rector Javier Barros Sierra, buscó un acercamiento con las autoridades para encontrar una salida pacífica al conflicto. 
Fernando Solana, entonces secretario universitario, se puso en contacto con el secretario del DDF, Rodofo González Guevara, en quien percibió una “extraña indiferencia”, como comentó Barros Sierra a Gastón García Cantú, años después. Fungieron como mediadores Alfonso Millán, Eduardo Martínez y Julio González Tejada, quienes pudieron entrevistarse con los jóvenes.
Pero apenas puesto un pie fuera del área de barricada, los funcionarios universitarios fueron aprehendidos por la policía. A Millán lo patearon y luego los llevaron a todos a la PGR para interrogarlos. Los mantuvieron incomunicados hasta la madrugada que los dejaron en libertad.
Las autoridades universitarias ocultaron “esa provocación” a los estudiantes para evitar cualquier incidente y revertir la negociación, que llegó a buen puerto, pues en la madrugada del domingo, un grupo de estudiantes fue liberado y trasladado a las preparatorias para que sus compañeros los vieran. A cambio, los estudiantes permitieron que la Dirección de Tránsito retirara los 17 camiones que ya habían tomado.
Antes, sin embargo, en medio de la tensa calman que habían logrado las negociaciones entre la UNAM y las autoridades, ocurrió una provocación más que registró El Universal en su edición del 29 de julio: estudiantes que custodiaban el acceso al barrio universitario fueron agredidos por cerca de 200 jóvenes que pretendieron destruir las barricadas, entraron a la Preparatoria uno, cortaron la energía eléctrica y robaron equipo de oficina y pinturas de la oficina del director. Ninguno de los asaltantes fue detenido por la policía que mantenía cercada la zona. Gilberto Guevara Niebla, en su libro La libertad nunca se olvida, presumió que ésta fue la primera actuación del grupo paramilitar de los Halcones, que comandó Manuel Díaz Escobar, y se hizo célebre en la represión del 10 de junio de 1971, el Jueves de Corpus. José Rosario Cebreros, líder de la FNET en 1968, me confirmó en entrevista esta suposición.
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Ese fin de semana, además, nació la primera versión del pliego petitorio de los estudiantes (la versión definitiva se elaboró en los primeros días de agosto, ya formado el Consejo Nacional de Huelga), en una asamblea en la Escuela Superior de Economía del Poli, en la que participaron representantes estudiantiles de casi todas las escuelas del Valle de México y acordaron generalizar la huelga. Exigían en ese primer borrador:
1.- Desaparición de la FNET, de la porra universitaria y del MURO (Movimiento Universitario de Renovadora Orientación).
2.- Expulsión de los estudiantes miembros de las citadas agrupaciones y del PRI.
3.- Indemnización por parte del gobierno a los estudiantes heridos y a los familiares de los que resultaron muertos.
4.- Excarcelación de todos los estudiantes detenidos.
5.- Desaparición del cuerpo de granaderos y demás policías de represión
6.- Desaparición del artículo 145 del Código Penal (disolución social).
Estas demandas fueron base de la lucha del movimiento estudiantil y de su Consejo Nacional de Huelga. No obstante, la FNET afirma que en principio fueron suyas las peticiones. Las acordaron, aseguraban, en la reunión que sostuvieron la tarde del viernes 26 de julio, en el Casco de Santo Tomás, como respuesta a la entrada de los granaderos a la voca 5. Exigían la destitución de Luis Cueto, jefe de la Policía Preventiva del DF, y Alfonso Frías Ramírez, comandante de los granaderos; la desaparición de ese cuerpo; indemnización para los estudiantes heridos por la policía; garantías para los estudiantes y desaparición del artículo 145 del Código Penal. La FNET había presentado sus demandas ante la prensa el sábado 27, pero el lío en el centro los dejó de lado.
Para el lunes 29 de julio, la inconformidad y la protesta habían alcanzado a la UNAM, que progresivamente se unió a la huelga de los politécnicos. La movilización estudiantil se extendió como onda expansiva. No sólo en el DF, sino en algunos ciudades del país como Villahermosa, Tabasco, donde los universitarios se manifestaron en apoyo a los capitalino y fueron dispersados con gases lacrimógenos.
Ese lunes hubo reportes de incidentes en las vocacionales y preparatorias de distintos rumbos de la ciudad. En Observatorio, estudiantes de la Vocacional 5 secuestraron a dos policías con la intención de canjearlos por compañeros suyos detenidos. La situación se complicó cuando un autobús de la línea Estrella Roja atropelló a un alumno de la vecina Preparatoria 4. Los estudiantes secuestraron este y dos autobuses más para dirigirse hacia el centro de la ciudad, a las preparatorias uno y dos. Los de la prepa 7 bloquearon avenida de la Viga. Otros jóvenes atravesaron camiones en Fray Servando Teresa de Mier.
La toma de camiones se replicó en Nonoalco-Tlatelolco, donde los estudiantes de voca 7 bloquearon las principales avenidas, mientras las vocaciones 2 y 5 retomaron las barricadas en torno de la la Ciudadela, donde colocan diez autobuses.
Las autoridades, por su parte, cerraron los accesos principales de Zacatenco y la Ciudad Universitaria. En la glorieta de Miguel Ángel de Quevedo y avenida Universidad colocaron patrullas y carros de granaderos que impidieron el tránsito.
Por la tarde, los jóvenes de las preparatorias convocaron a una concentración en el Zócalo y hacia allá se dirigieron cerca de 300, que salieron de San Ildefonso. Otra vez los granaderos les cerraron el camino y se reavivó la violencia. Los estudiantes se refugiaron de nuevo en las preparatorias de la zona, tomaron autobuses y los colocaron en las esquinas de acceso a esas escuelas. Allí se atrincheraron con sillas, mesas, pupitres y trocos de árbol. Otros corrieron hacia la Vocacional 7 de Tlatelolco, la Escuela Superior de Economía del Casco de Santo Tomás y la Vocacional 5 de la Ciudadela. Alrededor de todos los planteles colocaron barricadas y comenzaron las pintas: “¡Basta ya de pisotear nuestros derechos con bestiales agresiones!”
“Durante más de dos horas, ambos grupos (estudiantes y granaderos) se limitaron a lanzarse mutuos ataques a distancia, sin que ninguno mostrara intención de avanzar más allá de cierta zona. Por el lado del Zócalo, agentes de la policía preventiva, con cascos y macanas, se limitaron a contener a los estudiantes que presionaban hacia la Plaza Mayor por las calles de Guatemala y Argentina. Las bombas molotov lanzadas por los primeros caían a la mitad del arroyo, muy lejos de los granaderos. Ocasionalmente, cuanto éstos cargaban, lograban capturar a alguno de los estudiantes rezagados, Las cruces (Cruz Roja y Cruz Verde) recogieron a una decena de jóvenes y otros tantos granaderos”, se lee en la nota del periódico El Día, del 30 de julio.
A las 9 de la noche arribaron a la zona cercada por los estudiantes, más elementos de la policía del DF y del Cuerpo de Granaderos. En algún momento, uno de los policías gritó frente a la prensa: “¡Están abriendo las armerías!” y enseguida comenzaron a lanzar gases lacrimógenos y se precipitaron contra los estudiantes. Los jóvenes respondieron con piedras y bombas molotov, y quemaron los autobuses para impedir el paso. La refriega se extendió pasada la medianoche.
“La prepa uno era nuestro fuerte. Allí cargábamos piedras y regresábamos al Zócalo, volvíamos por la Catedral, por la calle Argentina, y así hasta la madrugada”, recordaba El Johnny.
De pronto, los granaderos se retiraron. La zona quedó envuelta en gases y sobrevino el silencio.
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A las doce de la noche en punto se puso en marcha la Misión Azteca, a cargo del general de Brigada Crisóforo Manzón Pineda. La operación concentró a tres agrupamientos. El primero integrado por el Batallón de Fusileros Paracaidistas y la Policía Militar. El segundo concentró al tercer Batallón de Infantería y el segundo Escuadrón Blindado de Reconocimiento. Y el tercero, al 40 Batallón de Infantería, el 44 Batallón de Infantería y el segundo Grupo Mixto de Armas de Fuego.
Del Campo Militar Número Uno partió con rumbo al centro de la ciudad un convoy de tanques ligeros y jeeps equipados con bazucas de 101 milímetros, así como siete transportes Power y camiones DINA con soldados de línea pertenecientes a la Primera Zona Militar. Se desplazaron por el anillo Periférico hasta la Glorieta de Petróleos, tomaron Paseo de la Reforma, avenida Juárez, Juan Ruiz de Alarcón y Santa María la Redonda. Y de allí marcharon en columnas hasta las calles adyacentes a la Plaza de la Constitución. Eran, aproximadamente ocho mil elementos que se distribuyeron por distintos puntos de la ciudad.
El primero en actuar fue el Batallón de Fusileros Paracaidistas, al mando del general José Hernández Toledo, quien años atrás había dirigido los asaltos a las universidades de Sonora y Michoacán. A las 12:55, sus elementos se colocaron en el perímetro de las calles El Carmen, Seminario, Moneda, Argentina y Guatemala. Eran 650 elementos militares que rodearon las instalaciones de San Ildefonso, sede de las preparatorias uno y tres, con la orden de desalojar a los estudiantes. Para la acción contó con el apoyo de la Policía Militar y más tarde se sumaron los elementos del 44 Batallón de Infantería.
Hubo un ultimátum: abandonen la escuela. Nadie respondió. Entonces vino el disparo de una bazuca M1, que derribó la puerta colonial de San Ildefonso. Gilberto Guevara Niebla asegura que en el edificio de San Ildefonso había sólo ocho jóvenes, de los cuales siete estaban heridos y fueron detenidos. “El único estudiante ileso parecía estar drogado, y al no obedecer puntualmente las órdenes que recibía, fue golpeado de manera brutal. Un fotógrafo de prensa estadunidense logró captar el momento en que uno de los militares dejaba caer la culata de su rifle sobre el rostro del adolescente; la fotografía se difundió por todo el mundo y apareció al día siguiente en la primera página de The New York Times”. Guevara Niebla dice que más tarde se supo que ese joven, de nombre Jessaí Díaz Rodríguez o José Gómez Pedroza, no era estudiante. Fue el único consignado en esa operación y pasó casi tres años en la cárcel. Al poco tiempo de salir, murió en circunstancias extrañas, junto a su amante, en un hotel de paso.
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Sin embargo, en el parte militar elaborado por José Hernández Toledo, se aseguró que habían sido detenidos 127 estudiantes y que en el lugar hallaron 10 bombas molotov, dos botes de gasolina, una botella de ácido, una botella de amoniaco de cinco litros y una caja de propaganda comunista.
Algunos periódicos mintieron, apegándose a la versión del Ejército, que responsabilizó de la destrucción de la puerta de San Ildefonso a los estudiantes, atribuyéndoles la detonación de una bomba molotov. Sin embargo, hubo fotografías que mostraron la escena en la que aparece la muerta derribada y el militar con la bazuca al hombro.
En las horas siguientes de la madrugada del 30 de julio continuó la operación militar. Los soldados extendieron el cerco y catearon “cada casa” de la zona en busca de los “elementos subversivos”, que no habían podido atrapar en la Preparatoria uno. “Sin embargo, el Ejército no molestó a los moradores de esa zona, sino que sólo penetró en las casonas deshabitadas que estaban en poder de los alborotadores”, afirmó El Universal.
Otros efectivos se trasladaron a las vocacionales 2, 5 y 7, en la Ciudadela y Tlatelolco, respectivamente. En las primeras le dieron cinco minutos a los estudiantes para salir. Éstos intentaron resistir, pero al final abandonaron su plantel con las manos en la nuca. Eran aproximadamente 300 jóvenes que fueron detenidos y trasladados al Campo Militar Número Uno.
En la Vocacional 7 se encontraba esa noche César Tirado, quien ya había huido de la voca 5 cuando vio llegar al Ejército. “Iba en busca de una reunión a la que nos habían convocado. Llegué a la Voca 5 y al cabo de un rato todos comenzaron a gritar: ¡ahí viene el Ejército! Nadie lo sospechaba ni lo podía creer. Los jóvenes decidieron quedarse, pero yo sabía que no había nada qué hacer, de modo que corrí”.
En el camino encontró a dos estudiantes y subieron a un taxi “para salir de allí a como diera lugar”. Iba ocupado por una jovencita que trabajaba en el teatro Blanquita y se fueron con ella. “Desde el Blanquita vimos pasar carros de ambulancia, del Ejército, jeeps, era un movimiento tremendo, iban a gran velocidad. No había medida de lo que estaba pasando”.
Tirado se trasladó a la Vocacional 7. Todavía le dio tiempo de ir a la casa de un compañero para pedirle un suéter y dejar su portafolio, “que no recogí hasta el final de movimiento”.
Al llegar a la voca 7, los muchachos le dijeron que tenían bombas molotov. “Es más desgraciado el nombre de lo que en realidad era aquello: botellas con una estopa, mecha y gasolina. Yo les dije: no tarda en venir el Ejército, van a tomar las escuelas y no hay manera de defenderlas, entiendan. Entonces llaron los militares, lentamente, por San Juan de Letrán, con las luces rojas encendidas. Eran tanques, jeeps, un desfile de tropas. La noche de los generales. Nosotros éramos alrededor de 200. No había mucho que hacer. Sólo dije: hay que esperar. Yo ya estaba asustado. Tenía 21 años y estaba rodeado de jovencitos de 15 y 16 años”.
Cuando por fin llegaron los militares, un alto mando subió a la barda y los conminó a salir. “Yo comencé a hablar hacia los militares, hablé de la Constitución, de nuestros derechos. De pronto, el coronel dijo: que se entregue el líder. Giré la cabeza y no había nadie más que yo. Bajé y me entregué. No había más que hacer. Entraron y fueron sacando a los muchachos. Algunos dicen que se escondieron en unas gavetas de los laboratorios de química. De los 200 que había, fuimos como 90 los detenidos. A todos nos golpearon. A uno grandote que le decían El Sope –porque era el encargado de la cocina– se lo llevaron aparte. Y todos los demás amanecimos en Lecumberri”.
En celdas de dos por tres metros metieron a 30 en cada una, recordaba. “Los muchachos lloraban y yo pensaba: ahora que se inició la revolución, yo estoy en la cárcel. No sabíamos lo que estaba pasando afuera. A los dos días nos sacaron. Muchos debieron sentir ganas de irse a su tierra. Pero la mayoría se quedó y regresamos a las escuelas”.
Otro de los detenidos esa noche fue El Johnny, a quien trasladaron a Tlaxcoaque. “Como éramos muchos, salimos a varias delegaciones, al Torito, El Carmen, Lecumberri. Y a los más vistos nos llevaron a Tlaxcoaque. Allí nos recibieron Cueto y Mendiolea. Ahí nos encontramos a varios de los detenidos del Partido Comunista. Nos juntaron a todos”.  
Los militares tomaron hasta la Preparatoria 5, de Coapa, que se encontraba muy lejos del centro de la ciudad y cuyos estudiantes no habían participado en los disturbios.
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La operación del Ejército concluyó poco antes de las 3 de la mañana del martes 30 de julio. La prensa justificó la intervención militar dados “los desmanes” de los estudiantes y la inconformidad de los ciudadanos.
El Universal calculó que el saldo de la jornada fue de 400 heridos y al menos mil detenidos. Los estudiantes aseguraron que hubo al menos 48 muertos entre el viernes 26 de julio y la madrugada del 30. En las siguientes horas, muchos jóvenes fueron puestos en libertad, cuando “se comprobó que eran estudiantes”.
El entonces secretario de la Defensa Nacional, Marcelino García Barragán, declarado que el Ejército actuó inmediatamente después de que recibió la petición del regente, Alfonso Corona del Rosal, y del secretario de Gobernación, Luis Echeverría. “Estamos preparados para repeler cualquier agresión y lo haremos con toda la energía: no habrá contemplaciones para nadie”, dijo.
Muchos años después, García Barragán aseguró que Echeverría y Corona del Rosal habían exagerado la situación de esa noche para obligar la intervención del Ejército, de acuerdo con los documentos que Julio Scherer hace públicos en su libro Parte de guerra.
Las declaraciones de las autoridades militares y civiles fueron contradictorias desde el principio. Esa misma madrugada, poco antes de las cuatro de la mañana, Corona del Rosal y Echeverría se presentaron en conferencia. El primero negó que la policía hubiera violado algún recinto estudiantil, aseguró que no hubo decesos y que ninguna comisión estudiantil lo había buscado, a pesar de que así había sido. Nuevamente justificaron las acciones policiacas ante las evidencias de “un plan de agitación y subversión perfectamente planeado” y estaba claro que los responsables eran del Partido Comunista. “El Ejército se retirará cuando se restablezca la normalidad”, dijo.
El titular de la Segob declaró: “La autonomía de la Universidad estuvo en peligro. Debido a ello, en vista de la situación y para evitar derramamiento de sangre, los cuales se han evitado (sic), fue que se pidió la intervención del Ejército”.
García Barragán, a su vez, negó que hubiera estudiantes detenidos en el Campo Militar.
La hipótesis de la provocación se fortaleció y los estudiantes se convirtieron en el epicentro de un fenómeno político y social que, cincuenta años después, todavía llama a la reflexión, el análisis y la investigación.
El movimiento estudiantil de 1968 había comenzado.
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#El68 Los granaderos irrumpen en la Vocacional 5 (segunda de tres partes)
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La entrada de los granaderos a la Vocacional 5 provocó un efecto en cascada. El mismo martes 23 de julio, maestros y estudiantes decretaron un paro de labores de 24 horas, que después se extendió a 72. Comenzaron las asambleas y la organización de la protesta contra la irrupción policiaca.
Era obligada la intervención de la Federación Nacional de Estudiantes Técnicos (FNET), la organización oficial de representación estudiantil, que auspiciaban las autoridades (Politécnico, PRI y gobierno) y presidía entonces José Rosario Cebreros, estudiante del quinto año de la Escuela de Medicina del IPN.
La FNET era una especie de sindicato estudiantil, que congregaba a alrededor de 300 mil estudiantes de todo el país: de los tecnológicos, los tres niveles del Politécnico (superiores, vocacionales y prevocacionales), las secundarias técnicas, las escuelas de enseñanzas especiales y una normal técnica del DF.
“Era una estructura corporativa, que para nada servía a los intereses de los politécnicos”, me explicaba César Tirado, ex miembro del CNH en el movimiento estudiantil. 
Otra era la opinión de César Enciso, también miembro del CNH. “Con todo y que era oficialista, plegada a los intereses del PRI  y del gobierno, era una organización estudiantil amplia, donde teníamos cabida tirios y troyanos. Yo militaba en la Juventud Comunista, como muchos de mis compañeros que éramos proclives a la democratización de la FENET y que habíamos ganado sociedades de alumnos dentro de esa organización”.
Cuestionada por los grupos de izquierda, que avanzaban en la representación estudiantil, la FNET había evidenciado la debilidad de su liderazgo un año atrás, en 1967, durante el paro organizado por los estudiantes politécnicos, en apoyo de la Escuela de Agricultura Hermanos Escobar, de Ciudad Juárez, Chihuahua, que se había lanzado a huelga para exigir la federalización de su institución. La FNET se vio presionada a apoyar esta iniciativa, aun cuando la ponía en conflicto con el gobierno.
Ahora estaba obligada a actuar. Por eso Cebreros y los tres secretarios generales de la FNET (Roberto Valdivia Ochoa, de la ESCA; Apolonio Damas, de la ESIA, y José Centeno Nava, de la ESIME) convocaron a una reunión de sus miembros que se llevó a cabo el miércoles 23 de julio, a las 5 de la tarde, en el auditorio de la escuela técnica Wilfirdo Massieu, en el Casco de Santo Tomás.
Allí, los 18 secretarios generales y los presidentes de las sociedades de alumnos acordaron realizar una marcha de protesta por el abuso policiaco –la primera que realizaban desde 1956– y abanderar la demanda de los politécnicos, quienes exigían la renuncia de los jefes policiacos Luis Cueto y Raúl Mendiolea, y del teniente coronel Armando Frías, jefe del cuerpo de granaderos.
La manifestación se programó para el 26 de julio. Antes, sin embargo, debían solicitar el permiso de las autoridades. Acudieron el jueves 25 de julio por la mañana a la Secretaría General de Gobierno para entrevistarse con su titular, Rodolfo González Guevara, quien le pidió a Cebreros posponer la manifestación. 
Conocidos del pasado, en su natal Sinaloa, González Guevara le dijo: “Paisano, no haga por favor la manifestación, porque van a coincidir con la del 26 de julio”, que celebraba cada año el asalto al cuartel Moncada, como inicio de la Revolución cubana. Pero esta vez la FNET no cedió. No podía.
Para las autoridades capitalinas, la decisión de otorgarles el permiso no era un asunto menor. No sólo por los aires de protesta estudiantil que corrían de todas latitudes del mundo, sino por los antecedentes del caso politécnico. Además, la presencia de los comunistas siempre añadía un ingrediente de riesgo a ojos de las autoridades. Eran tiempos de guerra fría y la gripe anticomunista se contagiaba con facilidad. El virus incubaba fácilmente en el gobierno que, ante cualquier protesta, argüía en contra de la izquierda acusaciones de “conjura”.
Cualquier manifestación comunista obligaba la estrecha vigilancia de la Secretaría de Gobernación, entonces a cargo de Luis Echeverría, y de su Dirección Federal de Seguridad (DFS), encabezada por el militar Fernando Gutiérrez Barrios. Como en esta oficina se concentraba toda la información política y de seguridad, nadie ha dudado de que Echeverría y Gutiérrez Barrios previeran los riegos de que se llevaran a cabo dos manifestaciones el mismo día.
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La mañana de ese viernes 26 de julio, en las escuelas del IPN hervía el ánimo de protesta. La FNET ya había convenido con el gobierno el trayecto de la manifestación: de la Plaza de la Ciudadela al Monumento a la Revolución y de allí a la Plaza del Carrillón, en el Casco de Santo Tomás.
La manifestación arrancó a las 4:30, envuelta en un clima de unidad contra la agresión policiaca, pero dividida por las diferencias entre las distintas expresiones políticas estudiantiles. O mejor, porque los politécnicos que militaban o simpatizaban en las organizaciones de izquierda cuestionaban la autoridad moral de la FNET para encabezar la marcha. Había hartazgo del control gubernamental y hacía mucho que luchaban por democratizar la vida estudiantil y sus órganos de representación.
Más al sur de la ciudad, de Salto del Agua y San Juan de Letrán, partió la marcha de apoyo a la revolución cubana. La manifestación de los comunistas hubiera transcurrido “como cualquier peregrinación”, de no haberse presentado un factor extraordinario. Y ocurrió cuando contingentes de las dos manifestaciones se unieron en una sola protesta, intentado alcanzar el Zócalo. Desde los mineros de Nueva Rosita, nadie se había atrevido a llegar a la Plaza de la Constitución, sin la venia presidencial.
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De cómo coincidieron las marchas de comunistas y politécnicos hay versiones encontradas: hay quienes afirman que se trató de una acción espontánea y quienes advierten que fue plan concertado por la Confederación Nacional de Estudiantes Democráticos. 
“Decidimos (los estudiantes de la Juventud Comunista y la Liga Espartaco) organizarnos para romper el control de la FNET sobre la manifestación”, aseguró David Vega en el libro Pensar el 68, en el que narra las acciones de propaganda que llevaron a cabo en las escuelas para lograr que la marcha del Poli dejara al margen a la FNET. “En la CNED, el día 25 (de julio), habíamos acordado que, de ser posible, conduciríamos esa manifestación para hacerla caer el 26 de julio”.  
En su libro de memorias La flor del tiempo, Arturo Martínez Nateras, entonces presidente de la CNED, escribió: “Los compas del IPN se movilizan y fuerzan la convocatoria de una manifestación de la FNET. Charlamos con Alanís, el líder de la Voca, y convenimos proponer la unificación de las dos manifestaciones. La fracción comunista en el comité ejecutivo de la FNET infructuosamente hace lo propio. El localito de la CNED, en Córdoba 95, es insuficiente para alojar a los participantes en la reunión del 25 de julio en la noche. Los muchachos resuelven mantener las dos marcha. Los del IPN presionarán dentro de sus contingentes a favor de mantenerse en el primer cuadro”.
Guevara Niebla conjeturaba que de la maniobra de los jóvenes ya estaba enterada la policía política. O al menos la presumía. “La coyuntura que ofrecía el 26 de julio era casi perfecta para armar ex profeso un motin callejero”, escribe. Al hacer contacto las dos manifestaciones, “se produciría un corto circuito que crearía el pretexto formal para la intervención policiaca y daría al acto una connotación política que hasta entonces no tenía. Desde el punto de vista de imagen pública, las fuerzas del orden estarían reprimiendo una acción comunista subversiva. Se hablaría enseguida (como había ocurrido en otras represiones contra los comunistas) de una conjura extranjera o, si se quiere, de un complot del comunismo internacional”.
Represión preventiva, le llamaban en el argot de la policía política, y la aplicaban sobre todo contra la izquierda, cada primero de mayo y primero de septiembre, días del Trabajo y del informe presidencial, para evitar protestas incómodas. El método se justificaba, ante la proximidad de las Olimpiadas, que se inauguraban la segunda semana de octubre de 1968.
El parte de la Dirección Federal de Seguridad acerca del mitin de los comunistas, ya adelantaba justificaciones para una posible intervención policiaca. “Exhortaron a los estudiantes a unirse como en París, Francia, donde hicieron bambolear el gobierno burgués y dictatorial del general De Gaulle y dijeron que en México debe iniciarse un movimiento similar”, se lee en el reporte elaborado por el agente Francisco Gutiérrez.
A pesar de la FNET, las consignas para llevar la marcha de politécnicos al Zócalo estallaron durante todo el trayecto. Había pasión política sin trancas. De allí que al llegar la avanzada al Monumento a la Revolución, se desbordara la exigencia de seguir hacia la Plaza de la Constitución. 
Recordaba David Vega que “Efraín García Reyes se paró sobre un camión y arengó a los jóvenes para romper el control de la FNET. Entonces lo apedrearon Gil Zamora y otros, gente del Chayo Cebreros. Me corretearon al darse cuenta de que les estábamos quitando el control. Sin embargo, la manifestación siguió su curso hasta el Carrillón (en el Casco de Santo Tomás); unas arengas decían ‘vamos a la Alameda’, otras ‘vamos al Zócalo’.
Aproximadamente 300 jóvenes politécnicos se desprendieron en el Monumento a la Revolución, ante la negativa de la FNET de salirse de la ruta autorizada. La manifestación continuó hacia la plaza del Carrillón, donde concluyó aproximadamente a las 18:30. 
Allí, los opositores de la FNET se hicieron del sonido y convocaron a los estudiantes a volver al centro. “Caminamos unas dos cuadras, hasta la calle de Nogal o Fresno (en la colonia Santa María la Ribera), tomamos autobuses, nos bajamos en el panteón San Fernando y desde allí iniciamos nuestra marcha independiente”, recordaba Jaime García Reyes en Pensar el 68.
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Se calcula que fueron cerca de 3 mil los jóvenes que partieron hacia el Zócalo, ya integrados con los grupos de izquierda. Unos enfilaron por 5 de Mayo y otros por Madero. Paco Ignacio Taibo II narra el episodio del que él mismo fue protagonista: “Dejamos nuestra manifestación, cuyo final en soñolientos discursos parecía previsible, y nos lanzamos de mirones. De repente estábamos metidos en una marcha de estudiantes politécnicos que protestaban contra las porras y las agresiones de bandas juveniles, avanzando hacia el Zócalo y echando mierda contra la FNET (…). Parecían más festivos y bastante menos serios que nosotros. Parecían más genuinamente encabronados. Parecían más inocentes”.
Conforme avanzaban, las cortinas de los comercios se iban cerrando. De pronto, la vanguardia de la marcha se detuvo y de la retaguardia comenzaron los gritos: ¡Zócalo! ¡Zócalo! Avanzaron unos metros hasta la intersección de Palma. Allí, una muralla de granaderos se precipitó sobre ellos. Ya los esperaban.
“Sonaron gritos, el paf, paf, de las explosiones de las bombas de gas. Segundos después estábamos rodeados de granaderos que no pedían que nos disolviéramos, sino que se dedicaban a apalearnos, aprovechando que habíamos quedado atrapados en las estrecheces de la calle Palma. Las puertas se cerraban. Recuerdo con claridad la sangre corriendo por la frente de alguien que venía a mi lado, los zapatos que se perdían cuando la gente corría sin espacio, tratando de salir de la primera fila. La sensación de que nunca se podía huir de allí sin ser apaleado. Los granaderos se acercaban. La multitud se compactaba, gritos y jadeos, algunos golpes en la cabeza dados sin misericordia, con odio. La sensación de que no había salida y que el apaleamiento sería interminable llevó al pánico”, recuerda Taibo II.
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La saña se extendió y alcanzó a peatones incautos que pasaban por el lugar, mujeres y hombre. Dos empleadas del DDF narraron al día siguiente que los granaderos las habían golpeado y detenido, al intentar esconderse en el quicio de un edificio.
A la distancia sigue llamando a sospecha uno más de los incidentes cuyo origen nadie ha podido aclarar: los botes de basura con piedras que aparecieron en el perímetro de la Alameda. 
Hay testimonios de estudiantes que aseguraban haber visto a un grupo de hombres, adultos ya, tomar las piedras y lanzarlas contra los escaparates de al menos 15 comercios: Trajes Wilmex, PEMEX, Ropa del Prado, Casa Aries, Banco de Londres y México, Camisería Cazuela, Modas Castelos y el Museo de Artesanías. El Johnny aseguraba que se trataba de “indicadores” del DDF, infiltrados que se habían colado entre los jóvenes para provocar. “A mí me lo informó mi gente, que cuando llegaron a la joyería del hotel Bamer, comenzaron a  romper todo, pero eran infiltrados”.
Jaime García Reyes afirmaba que esas piedras las hicieron los propios estudiantes al sacar las tapas de las alcantarillas –que entonces eran de concreto– y estrellarlas en el piso. “Nosotros las hicimos”. Y las utilizaron contra el subjefe de la policía metropolitana, Raúl Mendiolea, quien había llegado a la Alameda acompañado de seis elementos vestidos de civiles y un uniformado. La versión oficial es que buscaba un acercamiento con los manifestantes para disuadirlos. García Reyes, en cambio, aseguraba que su idea era “meterse entre nosotros, dar pequeños golpes y desbaratar la manifestación, pero en cuanto los tuvimos a tiro, los apedreamos”.
En las siguientes horas el centro de la ciudad de México ardió: sirenas, gases lacrimógenos, piedras que volaban. Los jóvenes buscaron refugio en las preparatorias de la UNAM, en la tres, de San Ildefonso, que compartía sede con la uno en la calle Justo Sierra, y la dos, ubicada en Licenciado Verdad y Guatemala. Otros huyeron hacia las vocacionales 2 y 5 de la Ciudadela, y la 7, de Tlatelolco. El resto se esparció por las escuelas del politécnico y casas de estudiantes para informar de lo que ocurría en el “barrio universitario”.
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Para las 10 de la noche, la policía capitalina ya había esparcido la refriega por todos los planteles de la zona centro. En las preparatorias, los granaderos arremetieron contra los jóvenes que salían de clases y de un concierto de rock. A los politécnicos los persiguieron hasta las vocacionales. “Los jóvenes de la preparatoria no tenían nada que ver, iban saliendo de clases, pero a quien veían con libros y cuadernos se iban sobre ellos. Fue un ataque fuera de toda proporción, por la saña con la que nos golpearon y como para provocar que eso creciera deliberadamente”, recordaba César Enciso.
Para defenderse, los estudiantes tomaron 13 camiones del servicio público y los utilizaron como barricadas en un perímetro de cuatro cuadras alrededor de las preparatorias. El primero de muchos en arder en los días siguientes fue un autobús de pasajeros de primera clase, de la línea General Anaya, con placas de circulación 57-722 y número económico 58, que colocaron en la calle Argentina, frente a la librería Porrúa. En la preparatoria tres fue el mismo director, Roberto Alatorre Padilla, quien encabezó la defensa del plantel. En la azotea, los jóvenes se organizaron para repeler la agresión con piedras y botellas.
Los vecinos del centro también se sumaron a la defensa de los estudiantes y desde sus balcones arrojaron contra los granaderos lo que pudieron; “uno de ellos fue herido con un macetazo que le hundió el casco protector”, narró González de Alba.
Al cabo de cuatro horas de enfrentamientos, pasadas las 2 de la mañana y en medio de un cerco de 800 granaderos posicionados en la calle Argentina, el director del plantel universitario se entrevistó con el coronel Carlos Cueto Fernández para pedirle que detuviera la agresión. El jefe policiaco le garantizó que no habría más embates siempre que los jóvenes también detuvieran los ataques y entregaran los camiones. Hubo calma, pero los granaderos se mantuvieron en los alrededores de San Ildefonso, hasta la mañana del sábado 27 de julio. El conflicto había alcanzado a la Universidad y se tejían los hilos de la solidaridad entre las dos instituciones más importantes del país: el Poli y la UNAM.
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Al final de la jornada del 26 de julio, los reportes oficiales dieron cuenta de 200 detenidos y un número igual de lesionados, entre ellos, cinco agentes de la policía y tres altos mandos: Raúl Mendiolea Cerecero, subjefe de la Policía Preventiva; el coronel Eduardo Estrada Ojeda, jefe del Servicio Secreto; y el capitán Pérez Meza, de la Dirección de Tránsito. También había tres reporteros heridos y fotógrafos de los periódico El Universal, La Prensa y El Día.
La policía capitalina afirmó que intervino a solicitud de la FNET, porque denunciaron a infiltrados y provocadores que habían tomado autobuses para dirigirse al Zócalo. El DDF llegó a negar la irrupción policiaca.
La FNET, a su vez, acusó de los hechos a la Juventud Comunista, a quien reclamó haber distorsionado el espíritu de la manifestación que tenía como propósito “defender al Instituto Politécnico Nacional”.
 La policía no tardó en señalar a los comunistas como los responsables. Los llamó “agitadores” y “provocadores” y los acusó de aprovechar la marcha de los politécnicos “para consumar hechos reprobables”, según comunicado emitido la noche del 26 de julio.
De allí que, todavía vivo el enfrentamiento en el centro de la ciudad, la Dirección Federal de Seguridad y la Policía Secreta la emprendieron contra el Partido Comunista. Allanaron sus oficinas, en la calle Mérida 186 de la colonia Roma, y los talleres y la redacción de su periódico, La Voz de México. Allí detuvieron, sin previa orden de aprehensión, a dirigentes de la CNED y de la JCM.
La mañana del sábado 27, una comisión del PCM intentó entrevistarse con las autoridades para exigir la liberación de sus compañeros y el retiro de policías de sus instalaciones. Al momento, fueron arrestados. En total, 76 dirigentes y militantes comunistas fueron detenidos y 46 de ellos consignados por daño en propiedad ajena, robo, lesiones, injurias, amenazas contra la autoridad, secuestro de ambulantes de la Cruz Roja, resistencia de particulares, pandillerismo y ataques a las vías generales de comunicación.  
Entre el sábado 27 de julio y el domingo 28, los titulares de la prensa hicieron eco unánime: la culpa fue de los comunistas. Los acusaron del enfrentamiento y de promover guerrillas en las escuelas y caos en la ciudad. “Los agitadores llegaron a gritar: ¡Hundiremos a la ciudad en el miedo! ¡Tiemblen que ha empezado una nueva revolución comunista!”, anotó en su crónica el reportero de El Universal, Antonio Lara Barragán.
Para el domingo 28 de julio, las autoridades ya habían fraguado el argumento de la conspiración comunista. En un comunicado de prensa publicado en El Día, la Procuraduría General de la República, a cargo de Julio Sánchez Vargas, aseguró que los líderes del PCM habían “acordado protestar contra la jefatura de policía y enviar grupos de choque al acto que realizarían los alumnos politécnicos, con el objeto de provocar desórdenes para que se viera obligada a intervenir la policía y agravar el problema entre ella y los estudiantes del IPN”.
En el mismo sentido hizo declaraciones a El Universal Luis Cueto, el jefe de policía: “Los únicos responsables de los hechos bochornosos y reprobables son individuos nacionales y extranjeros que han hecho de la agitación su modo de vida, encontrándose entre ellos sujetos comunistas, de extrema izquierda, que aprovechan cualquier acto estudiantil de protesta para alcanzar sus fines perversos”.
“Extraoficialmente” informó a Excélsior que todas las policías del país “tienen órdenes de localizar a un grupo de estudiantes franceses que se dice formaron parte de los problemas ocurridos en aquel país y que se internaron en México hace tres semana”. Agregó a ese diario: “queremos que (los estudiantes) se den cuenta de que todo esto ha sido promovido por agitadores profesionales, de izquierda, con el único propósito de crear un ambiente de zozobra en nuestro país, en vísperas de los Juegos Olímpicos.
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El PCM, en su defensa, argumentó también un “complot”, pero de parte de grupos de extrema derecha. Lo denunciaron Arnoldo Martinez Verdugo, primer secretario del PCM, y Manuel Marcué Pardiñas, el director de la revista Política. El primero declaró: “ Existen muchos hechos que indican que la actitud de la policía fue detenidamente planeada por sectores que quieren conducir a nuestro país por el camino de la violencia reaccionaria y dictatorial. El segundo dijo a Excélsior: “Los responsables son algunos sectores reaccionarios del gobierno mexicano y la embajada norteamericana”.
En medio de la cascada de declaraciones, Excélsior dio cuenta de que dos batallones del Ejército se encontraban listos para actuar en caso de motines. “Estos elementos cuentan con dos compañías de perros amaestrados y están provistos de caretas contra gas y de pistolas lanzagases. Cada soldado, además de sus armas reglamentarias, va provisto de de un bastón macana (…) y son expertos en contrarrestar ofensivas de grupos buscapleitos”.  
La advertencia tenía fundamento y así lo comprobaron los jóvenes, tres días después, la noche del 29 de julio.
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#El68 ...Y todo comenzó con un partido de futbol (primera de tres partes)
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–¡Manosearon a la novia del Caballo!
El partido de futbol se detuvo. Una última patada disparó el viejo balón de cuero que, ya sin rumbo, rodó entre las piernas de una docena de jóvenes, la mayoría estudiantes de las vocacionales 5 y 2 del Instituto Politécnico Nacional.  
La Ciudadela era la cancha de todos los días. El lugar donde los estudiantes se reunían, desde muy temprano, para organizar la “cascarita”, disputarse los refrescos y retar a veces a los muchachos del barrio. Ya por la tarde se sumaban como espectadores o participantes Los Ciudadelos o Los Araños, las bandas que asolaban el rumbo, dedicados al asalto y a la intimidación, diestros con los puños y el cuchillo, recordaba Rosario Hernández, quien mantuvo su domicilio en la calle Tolsá, durante 55 años. “Eran malos, fíjese. Broncudos, bien peleoneros. Todavía por ahí andará alguno”.        
A los 73 años, recordaba los juegos de todos los días entre los muchachos, sus piropos, los enojos de su madre porque le rompían las macetas y la molestaban con el escándalo. “Siempre había broncas, siempre se peleaban entre ellos o con los muchachos de las pandillas que molestaban a sus compañeras o les quitaban el dinero a otros jóvenes”. Sobre todo, dice, “jalaban” para el rumbo de la Juárez y la Roma, donde más asaltaban. “Qué nos iban a quitar a nosotros, nada; acá venían porque algunos vivían por el rumbo o eran de la misma voca, chamacos que nomás perdían el tiempo”. Y como siempre, la policía “no hacía nada, nomás los espantaba de vez en cuando. Hasta que mataron a alguno de ellos en una bronca, pero eso ya fue después”.
Como cualquier otra, esa mañana del 22 de julio de 1968, el juego había reunido a estudiantes de las vocacionales y porros, quienes fueron los primeros en correr tras la voz que los conducía hacia la escuela secundaria y preparatoria Maestro Isaac Ochotorena, de donde presuntamente venía el agravio contra las muchachas del Poli.
Entre las vocacionales 5 y 2 y la Isaac Ochotorena campeaba la rivalidad. Incorporada a la UNAM, la Ochotorena era el “rival” de los politécnicos, de modo que las peleas entre estudiantes se sucedían por semana. La mayoría de las veces los pleitos no pasaban de los puños o del intercambio de insultos. Alguna vez, si acaso, volaban piedras entre ambos bandos. Pero ese lunes la violencia se desbordó “entre los hijos de la Conasupo, como nos decían ellos y los hijos de Alemán, como les respondíamos nosotros”, recordaba Alfonso Torres Saavedra, El Johnny, entonces estudiante de la Vocacional 2 y célebre porro del IPN. Entre ellos, decía, las peleas eran como “una lucha de clases”.
De la Ciudadela, los politécnicos arrancaron hacia la calle de Tres Guerras con rumbo a Lucerna, al otro lado de Bucareli, donde todavía se encuentra la Ochotorena en una vieja casona estilo porfirista, construida a principios de 1900 (y ahora propiedad del Colegio Holandés). En el camino, los jóvenes se hicieron de piedras y palos y, ya frente al plantel, la emprendieron contra los estudiantes que estaban afuera.
“Al principio éramos como 30, pero en algún momento pude voltear y vi a cientos. Cuando nos vieron, cerraron la reja de la Ochotorena. Entonces comenzamos a lanzar piedras y palos contra las ventanas. Todo fue un caos, hasta que llegaron los granaderos y nos dispersaron”, recordaba Jaime Contreras, protagonista de esa gresca. Sus palabras y la información publicada en el periódico La Prensa confirman que la policía y los granaderos intervinieron desde ese primer día en el enfrentamiento entre estudiantes.
La multitud que recuerda Jaime se había nutrido de jóvenes de la “porra” que comandaba El Johnny. “Habíamos ido a apoyar a nuestros muchachos de la Voca 4, recién abierta entonces, que traían pleito con la Preparatoria 4. Ya los habían hecho sus clientes y nos pidieron ayuda para calmarlos”. 
Vecinos desde entonces, localizados en la avenida Observatorio, los dos planteles se disputaban presencia y liderazgo en la zona. Y de azuzar a los estudiantes contra una y otra escuela se encargaban los porros, que podían trasladarse de un plantel a otro en autobuses de las mismas instituciones educativas.
“Cuando volvíamos a la voca 2, vimos el pleito y nos bajamos de los camiones y les dimos con todo”, relataba El Johnny, que al narrar este episodio ya era un hombre de 70 años, a quien se la atribuyó un papel relevante en los enfrentamientos que siguieron a la batalla de ese 22 de julio.
Jaime Contreras admitía que entonces no era estudiante. Había ingresado a la Vocacional 5 y abandonado la escuela por el futbol; quería ser jugador profesional. Sin embargo, siempre que podía se trasladaba de su casa, en Iztapalapa, a La Ciudadela para jugar futbol y ver a su novia antes de ir a su trabajo en el Centro Médico. 
Reconstruye por primera vez las escenas de hace 40 años, porque la tristeza de un luto personal le cerraba el camino al recuerdo: Jaime perdió a su novia, de 19 años, el 2 de octubre de 1968, en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco. “Estábamos embarazados de cinco meses. Yo no quería que fuera al mitin de ese día, pero ella se sentía involucrada con el movimiento. Quise alcanzarla en la plaza pero ya no pude llegar. A la altura de la colonia Obrera, por San Juan de Letrán, ya habían cerrado el paso y no dejaron pasar el trolebús. Nunca la volví a ver. Su madre y yo no encontramos ni siquiera su cuerpo. Se llamaba Layda Sánchez”.  
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Los testimonios de Jaime Contreras y Alfonso Torres Saavedra se sustentan en las versiones que ofreció El Universal al día siguiente del ataque a la Ochoterena. En su edición del 25 de julio, ya refiere dos versiones acerca del origen de la violencia entre estudiantes. Una atribuye el enfrentamiento a viejas rencillas; la otra, al lío de faldas.  
“Por la Plaza de la Ciudadela –apunta el diario-- pasaron unas señoritas estudiantes de la Vocacional 5, a las que alumnos de la Isaac Ochotorena trataron de acompañar y conquistar, lo cual degeneró en piropos de mal gusto, y al sentirse las jóvenes ofendidas intervinieron los de la Vocacional 2 para dispersar a los galanes preparatorianos; pero después se juntaron éstos para provocar a los alumnos de las vocacionales 2 y 5, tras lo cual se generalizó la riña”, apuntó la información del diario.          
El maestro Héctor Bustillos Hasegaba, que en aquellos días impartía clases de anatomía, fisiología, higiene y matemáticas en la Ochotorena respaldó esa versión. No obstante, aseguró que la ofensa provino de los politécnicos, según su testimonio incluido en el libro Tiempo de hablar, que Sócrates Campus Lemus (ex integrante del Consejo Nacional de Huelga del movimiento estudiantil) dictó a Juan Sánchez Mendoza.
“Todas las mañanas, alumnos de la preparatoria y secundaria se iban a desayunar molletes y café, en su hora libre, al Sanborn’s. Ocasionalmente se topaban allí con estudiantes de la Vocacional 5, y bueno, como se acostumbraba en la época, surgían los piques entre universitarios y politécnicos. Pero el día de la primera gresca (que él ubica el sábado 20 de julio), uno de los porros que habitualmente no llegaba al Sanborn’s, le dio una nalgada a una jovencita de la preparatoria que pasaba junto a él. La recuerdo muy bien: rubia, de ojos verdes y caderota. Eso produjo la riña. Y durante el pleito murió un joven al que no se sabe quién enterró un cuchillo o tenedor en el estómago”.
De ese joven muerto o herido no hay registro en la prensa de la época. Pero en el resto de su relato coincidía con Jaime Contreras y Alfonso Torres Saavedra. El maestro recordaba que los alumnos de la Ochotorena, luego del pleito frente al Sanborn’s, huyeron hacia su escuela, perseguidos por los politécnicos. “Obviamente cerramos las puertas cuando descubrimos a nuestros atacantes. Y como la escuela tenía puerta de metal, les fue imposible entrar. Entonces (…) apedrearon el edificio (…)”.
La disputa terminó cuando la directora del plantel, Amanda Sánchez, solicitó el auxilio de la XIX Compañía de la Policía Preventiva, que envió 50 elementos al lugar, bajo las órdenes del comandante Manuel R. Urbina, de acuerdo con información de La Prensa, del 23 de julio. Para cuando los uniformados llegaron, apunta el diario, “patrullas de los servicios especiales de la jefatura de policía, dos transportes de granaderos con más de 60 hombres, así como camionetas panel de la policía se encontraban en el lugar para restablecer el orden”.
Esta versión desmiente que la policía ignorara el ánimo de revancha que privaba entre alumnos de las vocacionales y la Ochotorena, y no estuvieran prevenidos de lo que podía ocurrir en los días siguientes. La misma directora de la Ochoterna solicitó una guardia permanente de granaderos en el perímetro de su plantel, luego de que los politécnicos amenazaron con volver al día siguiente. También recurrió a las autoridades de la Vocacional 5 para que, juntos, resolvieran el conflicto. Sin embargo, encontró oídos sordos, relató el maestro Héctor Bustillos.
La directora Amanda Sánchez y el subdirector César Palafox buscaron a sus iguales de la Vocacional 5, Antonio Ross y Raúl Enríquez Palomeque, para hablar sobre lo sucedido horas antes. “Pero ambos se negaron al diálogo. No quisieron recibirlos, y mandaron decir que a ellos no les importaba nada de eso, por tratarse de un pleito callejero”.
Las autoridades del politécnico y la misma directora de la Isaac Ochotorena acusaron del ataque a Los Araños y Los Ciudadelos, que dos meses antes ya habían lapidado el plantel privado, y lo mismo habían hecho con la Escuela Técnica del Sindicato de Electricistas, que se encuentra en la calle Versalles de la colonia Juárez. 
De allí que se presumiera su intromisión en el pleito que había iniciado alrededor de las 10:15 de la mañana y dejado como saldo decenas de jóvenes golpeados, daños por 7 mil 200 pesos y denuncias contra estudiantes acusados ante la séptima delegación por los percances ocasionados a seis automóviles estacionados en las calles de Lucerna y Versalles, reportó Excélsior en su edición del 23 de julio.
Frente a la advertencia de otro enfrentamiento, las autoridades policiacas apostaron en la zona tres camiones del 19 Batallón de Granaderos, al mando del capital Manuel Robles. Uno, en la esquina de Versalles y Lucerna; otro, en Abraham González y Versalles, y el tercero en Bucareli y Lucerna: es el escenario para los disturbios y la represión de los días posteriores, cuya gravedad enterró los detalles de esa primera jornada de violencia, que fue chispa para la mecha que encendió el movimiento estudiantil de 1968.
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De nada sirvió la presencia de los granaderos para evitar los choques del día siguiente. El 23 de julio, porros de las preparatorias 2 y 6 se congregaron en La Ciudadela, aproximadamente a las 9:45 de la mañana, para atacar las instalaciones de la Vocacional 2 en un acto de revancha por el ataque del día anterior contra la escuela Isaac Ochoterena. Lanzaron piedras, palos y botellas contra las instalaciones y destrozaron los vidrios de los laboratorios y la biblioteca, de acuerdo con la nota de Silvia Mireles, que el periódico El Día publicó el 24 de julio.
Raúl Álvarez Garín, ex miembro del Consejo Nacional de Huelga del movimiento, identificaba a Sergio Romero Ramírez, El Fish, como uno de los porros universitarios que encabezó la agresión contra la voca 2. Se trataba de un “egresado” de la carrera de química, que ya trabajaba entonces en la oficina de prensa del DDF, con el regente militar Alfonso Corona del Rosal. Pero había vuelto a la UNAM para operar como informante de las autoridades y contrarrestar a los grupos de izquierda. Había sido presidente de la Federación de Estudiantes Universitarios (FEU) entre 1966 y 1967 y era conocido el control que ejercía sobre los miembros de la “porra” universitaria. 
Priista de toda la vida, El Fish había admitido que en aquellos años recibía financiamiento del presidente del PRI, Lauro Ortega, y protección de funcionarios de la UNAM como el secretario general auxiliar, Jorge Ampudia, y el director general de Escuelas Preparatorias, Vicente Méndez Rostro, según consta en los archivos de la DFS. A través de Miguel Osorio Marván, secretario particular del presidente Gustavo Díaz Ordaz, mantuvo al gobierno al tanto de las actividades del Consejo Nacional de Huelga (CNH), la representación estudiantil que encabezó el movimiento de ese año. 
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Los directores de las vocacionales 2 y 5, Alberto Camberos y Antonio L. Ross, aseguraron que los “porros” habían llegado en autobuses de la línea San Ángel Inn que estacionaron en Tolsá. A bordo, dijeron, iban jóvenes vestidos con uniformes color beige, como los que usaban entonces los estudiantes de secundaria. “Lapidaron las instalaciones de la Vocacional 2, que estaba en plenas labores docentes, con obvias intenciones provocativas”. Los hechos hacían pensar en “intervenciones de extraños al plantel, que están interesados en desprestigiar al Instituto”, afirmaron.
Seguían apuntando como responsables de estas riñas a Los Araños y Los Ciudadadelos, a quienes acusaron de hacerse pasar por estudiantes para delinquir y azuzar a los jóvenes de las vocaciones en contra de los alumnos de la Ochoterena. Ni la prensa ni la policía comprobaron nunca la presunta actuación de estas bandas en aquellos enfrentamientos, a pesar de la insistencia de las autoridades del IPN. 
Una posible razón para ello se encuentra en los expedientes de la Dirección Federal de Seguridad (DFS), incluidos en el informe que sobre estos acontecimientos elaboró la ya desparecida Fiscalía Especial de los Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (Femosop). Allí se afirma que estas pandillas mantenían nexos con funcionarios del entonces Departamento del Distrito Federal y con miembros del PRI, según consta en el archivo DFS 63-3-68/L26/266.
Al cabo del ataque, los porros de las preparatorias se dispersaron, recordaba El Johnny. Pero el ánimo de venganza en las vocacionales se había encendido. Humberto Campos Meza, entonces estudiante de la vocacional, y Mauro César Enciso, afirman que luego de la agresión de los universitarios, el director de la voca 2, Alberto Camberos, le dijo a El Johnny: “¿Vas a permitir la agresión en contra de nuestra escuela?”
La DFS lo tenía identificado como un porro que recibía dinero de Camberos, según consta en el expediente DFS 11-4-71/L140/F120, recuperado por la Femosop. Al respecto, el Johnny sólo respondía: “Éramos institucionales”. Luego vuelve a la narración de aquel 23 de julio, cuando organizó a los jóvenes de la voca 2 y sumó a los de la 5 para responder la agresión, “porque sólo yo tenía ese poder de convocatoria, por mi dialéctica (sic)”.
Eran 300, aproximadamente, los estudiantes de la vocacional que se dirigieron hacia la Isaac Ochotorena. Frente a los granaderos lapidaron de nuevo el plantel y, según el maestro Héctor Bustillos, rompieron los parabrisas de todos los autos estacionados sobre Lucerna, desde Versalles hasta Bucareli.
“Destruyeron aparadores, golpearon gente, y apedrearon a todo el mundo, sin que los granaderos se inmutaran, sin que se metieran para nada. Sólo miraban, pues su consigna era observar, según dijeron”, aseguraba Bustillos.
Ante la pasividad de los granaderos, los estudiantes de la Ochotorena decidieron enfrentar a sus agresores. Escaparon de la escuela por la parte de atrás, donde había un terreno baldío, y se hicieron de piedras y palos. Rodearon la cuadra, tomaron Versalles y entraron a Lucerna. Allí toparon con los politécnicos y se armó el zafarrancho.
“Pese a las versiones de que muchos estudiantes estaban armados y deseaban causar daños materiales y personales, el ambiente en que se desarrollo la batalla campal estuvo muy cerca de lo cómico. Por espacio de dos horas y media, cientos de cabezas juveniles se veían correr de un lugar a otro. Unos gritaban y otros se reían con una alegría inusitada. Portaban palos, piedras y pedazos de botellas, así como cinturones, y corrían cuando alguien daba la voz de que se acercaban sus adversarios”, relató Silvia Mireles, entonces reportera del periódico El Día.
Elías Chávez, reportero de El Universal, recordaba el alborto de la bronca en Bucareli, que lo llevó a escribir la nota de ese día. “Iba llegando al periódico, cuando me percaté del tumulto. Ya no entré al periódico, seguí caminando y ahí me enteré de la pelea. No era mi fuente, pero era el único que estaba cerca. Al llegar, algunos jóvenes y otros no tanto, me rodearon como queriendo agredirme. De alguna manera, mi libreta de apuntes me sirvió. Primero fue motivo para que me quisieran agredir, pero al verme tomando notas y luego de identificarme como reportero, no pasó nada. Se calmaron, terminé de cubrir mi nota y regresé al periódico.”
Para el mediodía, el pleito entre estudiantes se había apaciguado. Quién sabe si por cansancio o por la victoria declarada de algunos de los bandos. “La Isaac Ochotorena ganó la pelea y los muchachos de la Vocacional 5 huyeron. Se fueron corriendo por todo Lucerna. Unos dieron vuelta en Bucareli con rumbo a la Ciudadela y otros doblaron por Abraham González hasta General Prim”, relataba el maestro Héctor Bustillos.
Hasta ese momento, el problemas sólo había involucrado a jóvenes, estudiantes y porros. Pero luego todo se enredó con la intervención de los granaderos, que ocurrió en circunstancias hasta ahora poco claras. “Allí resultaría herido –después se supo— el entonces joven estudiante Ernesto Zedillo”, recordaba Chávez.
Excélsior informó que los uniformados se habían involucrado en el pleito al intentar dispersar a los estudiantes. Pero las notas de Elías Chávez y Silvia Mireles, y el testimonio del maestro Héctor Bustillos aclaran la situación. “Cuando los politécnicos volvían a sus vocacionales, de un edificio lanzaron una piedra contra el chofer de uno de los camiones de granaderos. Le pegó en el rostro y al momento se bajaron todos los granaderos y se fueron contra los jóvenes. “No pudo haber sido nadie de la Vocacional, porque estaban en plena huida. Y no pudo haber sido alguien de la Isaac Ochotorena, porque ya retornaban a su escuela”, contaba Bustillos.
Los granaderos cerraron el paso a los estudiantes en Bucareli, Tolsá y Tres Guerras, con ánimo de provocación. Elías Chávez escribió que, al principio, los estudiantes contestaron con gritos y silbidos, pero el ánimo se fue caldeando y comenzaron a arrojar piedras contra los granaderos. “Allí se dio el primer enfrentamiento”, recordaba El Johnny. “Los agarramos a dos aguas, pero luego otros se vinieron sobre nosotros. Intentamos replegarlos lanzando piedras para correr a las escuelas pero hasta allá fueron por nosotros”.
Por General Prim llegaron los refuerzos de la Compañía 19 de Granaderos, armados con fusiles de gas lacrimógeno. Elías Chávez contó al menos 200 elementos, a los que sumó 25 agentes de los servicios especiales de la Jefatura de Policía, al mando del mayor Celso Peña Zúñiga, informó en El Universal.
Los jóvenes huyeron de los granaderos hacia la Ciudadela, intentado llegar a sus escuelas. “Era entonces cuando por las calles laterales que desembocan a la plaza aparecían nuevamente los granaderos, volvían a provocar a los estudiantes y, cuando éstos se envalentonaban, las bombas lacrimógenas y las macanas de los uniformados caían sobre los muchachos”, escribió Elías Chávez.  
El más grave episodio de la jornada ocurrió cuando los jóvenes lograr entrar a sus vocacionales, luego de varias corretizas. Parecía que allí había concluido la persecución. Sin embargo, una sección de granaderos traspasó las puertas del plantel, ingresó a pasillos y salones, y golpeó a alumnos y maestros.
José Romero y David Salazar, entonces estudiantes de la Vocacional 5, afirmaban que los granaderos, tolete en mano, golpearon todo lo que encontraron a su paso. 
“Unas maestras intentaron cerrarlos el paso, les pidieron que por favor se detuvieran y ni caso le hicieron; les pegaron como si se tratara de un hombre. Tos comenzamos a arrojarles lo que pudimos. Entraron a los salones, corretearon a todos, les pegaban a los muchachos y a las muchachas, los jalaban de los cabellos y los hincaban para golpearlos. Lo hombres intentaban proteger a las compañeras, pero todo el mundo entró en pánico. De la escuela se jalaron a varios y nada los detuvo. Fue muy impresionante”, relataba Salazar.
José Romero no se salvó de los golpes. “Me abrieron la cabeza pero escapé por uno de los pasillos. Corrí hasta el fondo de la escuela y allí me escondí. Escuchaba los gritos de mis compañeros y, la verdad, comencé a llorar. Éramos unos chamacos”, recordaba.
La gente no permaneció ajena al espectáculo de violencia. “Los transeúntes exigían a los enfurecidos granaderos que no agredieran a los estudiantes, a lo que ellos respondieron con improperios y nuevos ataques”, relató El Universal el 24 de julio.
Luego de tres horas de enfrentamientos –primero entre los jóvenes y después con los granaderos–, las calles de Lucerna, Versalles, Atenas, Abraham González, General Prim, Tres Guerras y los alrededores de la Plaza de la Ciudadela quedaron tapizadas de piedras, vidrios y pedacitos de ladrillos, y manchadas las paredes de refresco de uva, naranja y piña, reportó La Prensa.
Los comercios cerraron sus puertas y el tránsito de vehículos fue interrumpido totalmente. Hubo saqueo en algunos establecimientos y decenas de edificios y vehículos fueron apedreados. El Universal contó al menos veinte estudiantes detenidos y decenas de heridos, entre ellos una maestra gravemente lesionada en un ojo y un joven conmocionado.
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A excepción de El Universal y El Día, los periódicos de la época atribuyeron a los jóvenes la responsabilidad del enfrentamiento; los acusaron de haber agredido y provocado a los uniformados, de “lapidar” dos de sus camiones y “decomisar” los rollos de los reporteros gráficos. 
La Prensa, además, los responsabilizó de haber herido a un policía de tránsito en General Prim. “Sentí que me faltaba el aire –dijo el uniformado a La Prensa— y creí que había sido una broma de un automovilista. No oí el escándalo de los estudiantes porque estaba muy ocupado dirigiendo el tránsito. Pero cuando vi la ola humana correr hacia mí, por Bucareli y otra calle, sentí pánico y avisé a mi compañero para que pusiéramos automático el semáforo y corrimos una o dos cuadras”, se lee en la nota del 24 de julio.
Por los granaderos dio la cara el comandante del Batallón de Granaderos, teniente coronel Alfonso Frías, quien expresó su disgusto frente a la prensa por la actuación de sus elementos y prometió una investigación de los hechos a fin de castigar al comandante de la sección que había cometido el allanamiento. “Dijo que sus instrucciones habían sido terminantes en el sentido de no atacar a los estudiantes y, por el contrario, evitar lo más posible choques con los muchachos”, informó El Universal.
Por la tarde, sin embargo, el jefe de la policía capitalina, Luis Cueto, emitió un comunicado de prensa en el que negó que los granaderos hubieran agredido a los estudiantes y usado gases lacrimógenos, de acuerdo con la información de Excélsior.
Las autoridades no volvieron a referirse a aquella investigación ni deslindaron responsabilidades por la violenta incursión de los granaderos en la vocacional.
No sería la última. En los días siguientes, la violencia policiaca se acentuó frente a las protesta que despertaron estos hechos entre la comunidad estudiantil.
La Secretaría de Educación Pública atribuyó la jornada de violencia a “manos extrañas” que tenían el propósito de “agitar” el IPN. Desde el gobierno, comenzó a tejerse la versión de la conjura y los intereses de “agitadores”, “alborotadores”. Primero fueron las pandillas; después, “los comunistas”.
Al cabo de los años, aquella inexplicable agresión policiaca a destiempo navegó entre la hipótesis de la concertación y la coincidencia, aunque siempre se mantuvo la sospecha de la provocación premeditada. 
“…todo aparece como si las fuerzas del orden hubieran aprovechado las rencillas existentes entre las escuelas (vocacionales y Ochotorena) para implementar un enfrentamiento”, escribió Sergio Zermeño en su libro México: una democracia utópica. El movimiento estudiantil del 68. “Fue un acto planeado y deliberado”, aseguró Gilberto Guevara Niebla en su libro La libertad nunca se olvida. “Estoy convencido de que la atrocidad cometida en la Ciudadela fue premeditada”, afirmó Sócrates Campus Lemus en Tiempo de hablar. Y llaman la atención sus argumentos:
“Hoy sé, con toda certeza, que en junio de 1968 fueron convocados alrededor de 200 jóvenes, cuya edad promedio era 19 años, para integrar un grupo de choque (…). Fueron alojados en el hotel Riviera, cerca de Insurgentes, a una cuadra de donde estaba el ADO, y posteriormente, cuando los corrieron de ahí por desastrosos, se les concentró en el hotel Carlton de la colonia Tabacalera, a un lado del frontón México, y en otro hotel de la zona. Todos eran efectivos policiacos (…), agentes de la Dirección Federal de Seguridad, de la Policía Judicial Federal, de Servicios Secretos, de la Policía Judicial del DF y de la Policía Fiscal Federal (…); cobraban 100 pesos diarios sin hacer nada, aparte de su sueldo y comisiones. Pero después del 2 de octubre los reincorporaron a sus plazas”.
En las horas siguientes a la refriega de los granaderos sobre los politécnicos, la indignación se esparció de una escuela a otra del IPN: la simiente del movimiento estudiantil del 68 estaba por germinar.
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