Camila Cienfuegos. no fighting in the war room. 26 // Texas
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El sonido de las cosas cuando se retiran
Sunday Gardening, (The Saturday Evening Post cover). John Philip Falter, 1961. “Uno se despide insensiblemente de pequeñas cosas”, canta Chavela. Mientras escribo esto es el día 15 dentro de casa. La última noche fuera la pasé en el White Horse bebiendo con mis tías y mi mamá, sintiendo como se me trepaba el muerto de la ansiedad, lento pero seguro. Al día siguiente nos dijeron que se cancelaban las clases una semana más en UT. Y así ha ido escalando. El resto del semestre. El verano. Esa noche en el White Horse fue, sin saberlo yo, la última vez que iba a estar en un bar en quién sabe cuánto tiempo. Mejor así, pienso. A veces me parece que es mejor despedirse sin saber que lo estás haciendo. Como arrancarse una costra rápido, sin tiempo para llorar.
Muchas veces he sentido una culpa horrible cuando salgo en vez de escribir. Cuando bailo en vez de leer. Cuando me voy a cenar fuera un martes cualquiera, porque sí, porque me dio la gana, porque puedo. Porque podía. Incontables veces he vuelto a casa latigándome por perder tiempo que pude haber gastado en cosas de la escuela. Y ahora que todo ese tiempo me ha sido devuelto pienso que hice bien en priorizar otras cosas. Me gusta acordarme de tonterías y proezas etílicas con mis amigos aquí y allá, el sudor apestoso a Corona Light en el Génesis, los abrazos apretados en el aeropuerto y luego compartir cigarros afuera de los bares, riéndonos a grito pelado.
En este, mi cuarto año de doctorado, descubrí que casi todo es más importante que la labor académica. Le he dicho a un montón de gente que se acerca ahí a mi cubículo que hay que ser más perra, más valeverga en esta profesión que te come desde adentro y eventualmente te obliga a olvidar lo que te trajo a ella en primer lugar. Pero yo qué sé, la verdad. Soy una morrita, y se los digo cada vez que me pongo muy lapidaria en mis monólogos. No se les olvide que no he dejado de ser una chiquilla. Hablo desde la víscera, y especialmente desde un rincón en mi corazón que se ha dolido tanto estos años que ya sabe que hay cosas mucho más valiosas que un artículo publicado. Al cabo de todo, este encierro me ha devuelto delicadamente a todas las cosas que me trajeron hasta aquí. La música fuerte. Los libros leídos con calma al sol de la tarde. Las películas que me hacen llorar de risa y de angustia. No he escrito un renglón de la tesis. Bueno, un párrafo sí. Pero uno muy malo y forzado. Es raro sentir que hay que producir en este estado de sitio en el que nos encontramos, con un enemigo invisible allá afuera. Yo ya me rendí, que no quiere decir que no vaya a retomar eventualmente. Hace unos días una canción de John Coltrane me hizo llorar. Sentí el latido y dije: hay que hablar de esto. Y me acordé, pues. Por eso estoy aquí. Paciencia nomás.
Para alguien tan desquiciadamente social como yo ha sido increíblemente difícil aceptar esta inmovilidad. Ahora que no puedo salir a caminar al bosque quiero hacerlo. Qué falacia. Yo siempre he sido amante de los Great Indoors. Vaya espíritu contrario el mío: ahora que no puedo ir a la naturaleza, me interesa muchísimo. Por eso el título de este texto. He pensado mucho en cómo suenan las cosas cuando se retiran de la normalidad. Cómo cambia el significado de un parque, su cualidad volátil, abierta al cielo como la “p” y la “a” juntas en una misma palabra. Pienso en cómo se desdobla sobre la lengua la palabra “abrazo” ahora que no podemos abrazarnos mas que a nosotros mismos en esta niebla incierta y angustiante a la que no se le ve fin. Y así sucesivamente. Ya ven, todas esas simples cosas de pronto qué vitales e imposibles se han vuelto y qué ruidosa es su ausencia. Que no se nos olviden.
Alex está leyendo en el sillón. Ayer le dije que sus ojos parecen albercas, porque extraño mucho ir a albercas pero por lo menos lo tengo a él, que es mejor que cualquier alberca que haya probado en mis 27 años. Si escribo este texto para alguien, es para él. Toda la vida he pensado en que todo lo que me pasa a destiempo, incluso ahora lo pienso en algunos momentos: fui a enamorarme otra vez justo cuando se vino abajo todo. Pero esto es oportuno como lo más. Sea esta quizás una carta de amor escrita desde el fin del mundo, un fin del mundo que de pronto no parece tan terrible porque él existe y me agarra fuerte mientras vemos a través de la ventana como todo se va cayendo a pedazos. Me siento afortunada de tener a quién abrazar pero sobretodo de que de entre toda la gente sea él. Pensar que un día nos vamos a abrazar otra vez en medio de la multitud me mantiene con vida. En la mañana cuando hace el café lo veo y digo, qué suerte, carajo. Quién me manda a mí a sentirme feliz en medio de este apocalipsis lento.
Dijo Frank O’Hara: “everything continues to be possible”. Así sea.
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La Hermana Agua
En el año de 1970, se construyó en Guadalajara la fuente/escultura titulada La Hermana Agua, obra del arquitecto Fernando González Gortázar. Por aquellos entonces, la capital jalisciense vivía una época de plenitud arquitectónica y artística que no se ha vuelto a repetir. Fueron los años de grandes nombres como Luis Barragán, Mathias Goeritz, Alejandro Zohn, etcétera. González Gortázar pertenecía a este club, y junto con todos los anteriormente mencionados fue uno de los encargados de hacer de Guadalajara una ciudad cosmopolita, de su tiempo. En el sentido simbólico y cultural, por lo menos (que ya se sabe que en lo demás sigue y seguirá estando ubicada más bien en el medievo). La Hermana Agua, pues, se ubica en la intersección de dos conocidas vialidades de la ciudad: Las Rosas y López Mateos, nombradas respectivamente porque antaño se decía que Guadalajara estaba llena de rosas, y por uno de nuestros H. Ex – presidentes. No sé qué habrá visto en su momento la dichosa fuente, pero ahora tiene un Soriana, un Superama, un hotel Hampton Inn y un cuasi-centrito comercial rodeándola. Sin duda, La Hermana Agua es un hito de la modernidad.
El 25 de diciembre de 2012 volé de Chicago a Guadalajara después de una semana de vacaciones con mi familia. Activé los datos celulares en cuanto el avión hubo aterrizado, esperando ver quién se había tomado la molestia de decirme Feliz Navidad. No que importara mucho, pero la ansiedad de quien necesita que le refrenden su cariño constantemente funciona de esa manera. Sobresalían dos mensajes: una invitación de un chico que por entonces me gustaba a comer tacos, y otra invitación de un grupo de amigos a tomar unas cervezas en el departamento de uno de ellos. Por supuesto, privilegié la primera.
Cuando una es oriunda de un lugar, la costumbre y el paso del tiempo hacen que el entorno se de por sentado. Esa mirada curiosa y despierta se apaga, y se prende nada más cuando se sale de ese ambiente inmediato. Confieso que he pecado de pasar a la ciudad por alto por muchos, muchos años. No fue hasta que empecé a convertirme en la adolescente snob que sigo siendo que empecé a percatarme de las cosas magníficas que tenemos. Entre mis favoritas se encuentran el Pájaro Amarillo de Goeritz, el Teatro Experimental de Jalisco, el mirador de la Barranca de Huentitán y el Roxy. Alguno que otro puente también me gusta, de esos que salen del Parque Agua Azul. Alguna vez llegué a subir al piso 26 del cuasi-abandonado Condominio Guadalajara y me gustó mucho ver a la ciudad desde lo alto. Me gust�� ser de ahí, o algo. Sospecho que en ese momento empecé a ver hacia adentro y corté un poco con la pulsión diaspórica que todos tenemos en la llamada “provincia”. Me contradigo, vaya. La Hermana Agua es una de estas piezas de museo que están regadas por la Zona Metropolitana, quizás una de las más olvidadas. Está en un camellón, mirando no sé bien hacia donde, seca la mayor parte del tiempo. Al final no fui a ninguna de las dos cosas. Decidí que estaba cansada y que necesitaba dormir, con esa madurez que aparentemente ha ido en retroceso conforme voy cumpliendo más años. En la madrugada, no sé a qué hora, sonó mi teléfono. Era G. Esperaba que fuera una llamada de borracho, o un esfuerzo (futil) para convencerme de que fuera a la fiesta, o una canción sonando en alguna bocina porque nos gustaba mucho hacer eso cuando oíamos algo que nos gustaba. En vez de eso, lo escuché con la respiración entrecortada, arrastrando las palabras, muy sin saber qué decir. “Ven”, me dijo. “P se subió a la fuente y se cayó. Hay mucha sangre y no sabemos qué hacer. Por favor ven”. G y M se habían quedado hasta tarde con P, platicando y riéndose y fumando, cuando a este último se le había ocurrido ir a la calle y subirse a la fuente. Este tipo de ocurrencias no eran anormales en él. En numerosas ocasiones me tocó verlo saltarse bardas, escalar balcones, y pararse en azoteas. Con un ojo medio abierto corrí al cuarto de mis papás a contarles lo que había pasado. Me dijeron que no tenía caso que fuera a ningún lado a esa hora, que al fin y al cabo G era médico y podría manejar la situación. Asentí. Me volví a dormir. La mañana siguiente, el chico que me gustaba me invitó a desayunar unas tortas ahogadas. Llegué muy vestida, muy arregladita, pensando tangencialmente en los eventos de la noche anterior. No pretendo hacer metáforas cuando digo que parecía que todo había pasado en un sueño. Estuvimos un rato platicando de ciertos edificios de Erich Coufal y del Mercado de San Juan de Dios. Mientras decidíamos cuál era el mejor caldo Michi del mercado, sonó mi celular: “¿qué onda? ¿por qué no has venido al hospital?”. En ese momento entendí lo que había sucedido. Dejé todo y salí corriendo rumbo al hospital civil viejo, al que, tengo que confesar, jamás había ido. Guadalajara y sus geografías morales. Estaba hasta entonces acostumbrada a la luz atronadora y la esterilidad de los hospitales privados. Llegar fue un shock doble: la realidad del sistema salud mexicano, tan deficiente y precario, y la imagen de P postrado en una cama con la cabeza envuelta en vendas y tubos y cables que no sé bien a bien de dónde salían y hacia donde iban. Todo se volvió trivial en ese instante. Las vacaciones, el chico aquel con quien hablaba de arquitectos, las ganas de hacer fiestas, los viajes, todo. Supe entonces por G y por M que el cráneo de P estaba pulverizado casi en su totalidad. Estaba en coma inducido. Desde luego, había una chance muy baja de que saliera de esta. O de que saliera entero, gritón, gracioso, tenaz, como era él. Pensé, quizás la vida me había estado preparando para esto. Para tener que hacer frente a la posibilidad de que una de las personas a las que más quiero en la tierra se muera de esta forma tan pendeja. Tan inexplicable. Las siguientes dos semanas fueron un ir y venir al hospital. Despertaba, comía algo, hacía algunos sándwiches o lo que me encontrara para llevar a la familia de P y me arrancaba hacia el hospital. Llegué a hacerme amiga de un mariguano que me cuidaba el coche en un parque cercano donde lo estacionaba. Una mañana me recomendó unos lonches cerca del Santuario (no los famosos, otros) a los que he seguido yendo cuando tengo la oportunidad. Nunca me preguntó el motivo de mis recurrentes visitas. Supongo que algún callo tendría ya hecho en torno a esas cuestiones. Las entradas a la sala de visitas eran limitadas, y fue así como mis amigos y yo empezamos a inventarnos tácticas para entrar. Algunos de ellos eran médicos entonces nos prestaban sus batas para hacernos pasar por doctores. Un día encontramos un pasadizo secreto donde no había policías y empezamos a meternos por ahí. Eventualmente nos cacharon, nos ficharon y ya nos perseguían como ratas cada vez que nos veían pasar cerca de la puerta. G me dijo que había otra forma de pasar pero que igual no me iba a gustar. Me valió madre, “si ya sabes que no me asqueo con nada”, le dije, y nos reímos recordando una vez que bebimos agua de un florero con Bacardí. Era por el área de neurología, lejos de donde estaba P, al que habían logrado conseguirle una camilla semi-privada. Entramos y vi por primera vez La humanidad doliente (Jorge Monroy, 2017), ominoso mural que “adorna” las paredes del Hospital Civil Fray Antonio Alcalde. Lo tomé como augurio, y lo fue. El área de neurología era un pasillo largo con camas pegadas unas a otras donde había personas con tubos conectados a la cabeza, delgadísimas, amarillas, moradas y verdes, aferrándose a las migajas de vida que les quedaban. Recordé películas de la segunda guerra mundial. Había poco espacio para pasar entre las camas en ese galerón interminable, y yo me agarraba a la bata de G como si fuera una niña chiquita con miedo. Porque lo era. Olía fatal. Evité a toda costa hacer contacto visual con cualquiera de las personas que ahí yacían, por temor un poco a que me contagiaran su dolor o a estallar en llanto o, peor, a que con sus ojos me recordaran que eran personas vivas y no props de mi propia narrativa del shock inventada. Salí de ahí y G me miró. No me dijo nada, pero supe que había comprendido lo que acababa de pasarme. “Yo te advertí”, murmuró. No volví a pasar por ahí ni espero volver a hacerlo nunca. Preferí volver al peligro baboso e irrelevante de saltarme rejas y que un policía gordo con olor a carnitas me dijera “señorita, bájese de ahí”. Hacia los últimos días de estancia de P en el hospital, me dejaron entrar a verlo sola. Al entrar no me le quise acercar demasiado. Me sabía observada pero además me negaba a creer que ese ser que estaba ahí tumbado fuera mi amigo. Cuando por fin junté fuerzas para sentarme junto a su cama, me puse a llorar como bebé. “Si te mueres te mato, hijo de la chingada. Te odio. No te mueras. No nos dejes. Te odio. Regresa.”, algo sobre esas líneas recuerdo haberle dicho. Lloraba y lloraba y me acordé que traía una libretita en la bolsa de mi chamarra. Hacía unos días que había leído un poema por ahí que me había gustado mucho y lo anoté completo, para acordarme de él siempre. Saqué la libreta y se lo leí en voz alta. The weight of the world is love. Under the burden of solitude, under the burden of dissatisfaction the weight, the weight we carry is love.
Siempre he sido y seré una cursi. Cuando acabé de leerlo, agarré la mano inerte de P y le dije que no era cierto que lo odiaba. Que si acaso lo odiaba por quererlo tanto, por haber tenido que olvidarme de las festividades por él, y por haber hecho que me persiguieran los de seguridad varias veces y por haberme hecho conocer ese lugar horrendo y cruel y por haber tenido que soportar no solo mi propio dolor e incertidumbre si no también la de mis amigos, la de nuestros amigos, la de su familia, las caras de sufrimiento de toda la gente que espera sin saber qué espera. Así que esto es el amor, pensé. Me paré y entre risita y llanto le dije “ya despierta, wey, para contarte esto que acabo de descubrir contigo tirado ahí como pendejo”. Salí de la sala y G me abrazó. “¿Qué tal? ¿cómo lo viste?”, me preguntó. “¿Cómo que cómo lo vi? Se ve todo imbécil ahí acostado. Pero me urge que despierte”. Nos sonreímos, y me fui a mi casa. Escuché cierto disco de The Tallest Man on Earth que a la fecha me da por revisitar cada que necesito acordarme de que el amor es un pez de muchas formas.
Le llamé a mi abuelo para preguntarle sobre la fuente. Me contó, entre otras cosas, que antes el camellón de en frente había una suerte de continuación de la estructura donde había unas bombas de agua para la colonia. Chapalita se llama así (como el lago) porque era un barrio donde había muchísima agua, dice. También estaba una casa que eventualmente le perteneció a un artista de renombre que murió hace no muchos años. De esto último sí me acuerdo, pero ya no me acordaba que me acordaba. Como no había tantas construcciones altas a su alrededor, la fuente sobresalía más ahí en medio de las dos avenidas. Además no había tantos coches, ni tanto ruido, ni tanto nada. Sí había más agua. Chapalita se sigue inundando pero es una colonia considerablemente menos verde de lo que fue. Mi abuelo siempre ha tenido el ojo sensible, y dice que La Hermana Agua era la entrada perfecta para esa colonia con nombre de lago. Ahora está seca, lamentable símil de lo que ocurre paulatinamente con el ex-mar chapálico.
Ya pasaron casi seis años y sigo sin saber bien qué se fracturó realmente aquella noche. En su momento no lo pude entender bien, y estoy esperando que la edad y el tren desenfrenado que es la vida me lo dejen claro. Algo sí he aprendido: la claridad no llega de súbito. Son olas. O algo así. Olas de esas que hacen los coches cuando el agua de la lluvia se estanca en las avenidas. Olas que se hacen porque las cloacas están llenas de porquería y el agua no puede drenarse, y en vez Avenida López Mateos se convierte en un tristísimo simulacro de Venecia tropical. Esas olas. Cuando volví con G a la fuente, semanas después del suceso, la sangre seca seguía ahí. El agua no había corrido por lo menos desde el incidente, no había existido la oportunidad de que esa mancha horrible se lavara. Quién sabe si esperábamos que al borrarse la mancha se nos borraran a nosotros otras cosas. Lloramos un poco. Él me pidió perdón por haberme llamado en medio de la euforia para pedirme ayuda, “no sabía qué hacer”, me dijo. “Y a veces no sé cómo expresar que quiero a la gente”. Esto último sobretodo se me quedó grabado. Muchas veces había dudado yo de su cariño hacia mí, y ese día entendí que su llamada aquella noche había sido una suerte de declaración afectiva. Un grito desesperado dirigido a quien él creyó que sería la única que podría ayudarlo, o entenderlo, o abrazarlo por lo menos. Lo abracé y le dije que todo estaba bien. Y que si no lo estaba, iba a estarlo pronto. Ya era enero, y aunque el cielo amenazaba con llover no recuerdo si sucedió. P se recuperó del accidente y volvió a ser más o menos el mismo. Una de las últimas veces que estuvimos juntos vimos Django Unchained. Después me fui a España a pasar unos meses, y me tocó ver la posterior debacle desde lejos. Para no entrar en más detalles, la caída y sus posteriores implicaciones médicas y químicas acabaron por separarnos a todos. Las cosas terminaron mal. Cuando volví a Guadalajara ya nadie vivía en ese apartamento y mis amigos ya no eran los de antes. La fuente seguía ahí, inmóvil y gris. Nosotros, o lo que éramos entonces, por lo menos, no acabó por recuperarse nunca. La casita que entre todos habíamos construido está ahora permanentemente pegada a máquinas que la mantienen a medio morir. Ya nadie la visita nunca. Quién sabe hasta cuándo la dejen ahí.
G y yo seguimos siendo amigos. Lo quiero mucho, aunque lo veo muy poco, quizás una o dos veces al año si nos va bien. Hemos dejado de hablar del tema. M está en un pueblo de la sierra, tratando de encontrar alguna cosa. Hablo con ella menos de lo que hablo con G, un poco por cuestiones que tienen que ver con pésima infraestructura de telecomunicaciones pero más porque simplemente su recuerdo a veces se me pierde en la bruma constante que habita mi cabeza. La quiero mucho también. Tengo que confesar que a veces la voz de mi consciencia suena inquietantemente parecida a la voz de ella. Al resto de los involucrados los he seguido viendo, pero nunca como antes. Eso que dicen de que “uno siempre vuelve a los viejos sitios donde amó la vida” no me lo creo tanto. Prefiero no volver y dejar intacta la memoria.
Ahora que mi incipiente carrera académica me ha llevado a instruirme un poco sobre espacios y subjetividades, me pareció necesario desenterrar esta serie de eventos. Cada que paso por La Hermana Agua no puedo evitar pensar en todo lo que desencadenó para mí su sola existencia, su emplazamiento, la elección de sus materiales. González Gortázar seguramente no se imaginó que esa fuente nos iba a romper la vida un poquito a una bola de morros cualquiera. Si La Hermana Agua hubiera estado en el sitio donde están Los Cubos, ¿habría pasado esto? Quizás las cosas ahora serían distintas en mi vida. Y en la de mis amigos también, sin duda. También cuando paso por ahí, sin embargo, me acuerdo de que la gente tiene sus formas de querer y que todos nos perdemos una y otra y otra vez en la traducción de estos códigos. Me acuerdo de llorar en el pecho de G y de los regalos inesperados de P y de los mensajes crípticos de D. Me acuerdo de dudar a todas horas, en todos lugares, de si la gente a la que amo me ama de igual forma simplemente porque no lo expresan igual que yo. Aparece entonces ese pez multifacético. Se aparece la fuente, la cama del hospital, la sangre café, el gesto descompuesto de A, el poema de Ginsberg, el mariguano del parque. ¿Será esta la lección? Que el otro no es malo ni es bueno, solo es otro. Y en su otredad también ama de otras formas, y da de otras formas. Y eso es bueno y está bien. ¿Será? Tiene que ser. Que vuelva a llover para que se formen otras olas de agua sucia. Vuelvo a pensar en la fuente y su textura extraña, en lo desapercibida que probablemente le pasa a toda la gente que transita por el área. Me pregunto si mientras escribo esto ya tendrá agua, o si estará seca como estaba aquel diciembre. Si tuviese suficiente agua, me gustaría que ahora en ella hubiera algunos peces. De pronto así la gente empieza a mirarla más.
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El bosque que no fuimos
Lo pensé el día de la elección: vaya concepto emitir un voto por un proyecto en el que confías plenamente, con todo y las críticas necesarias que tienen que emerger de las convicciones propias. La Wiki es una plataforma en la que he puesto buena parte de mi fé desde que empezamos; en ella vi la posibilidad de una política transparente, cercana, fructífera. Que sirva esto como disclaimer: una derrota no significa que deje de creer en el trabajo de la Wiki, mucho menos en sus integrantes. De cualquier forma, creo que toca ser autocríticos y reflexionar nuestros “sí” más que nuestros “no”. El por qué de nuestros ideales y la manera en la que actuamos en consecuencia.
Así fui a votar. Así le dije que sí a una apuesta joven y distinta a lo usual.
Así te dije que sí
creyendo en la teoría y en la institución
en que el aparato legal es justo
en que vivimos en un estado de derecho
donde se castiga a quien hace daño
y al resto se le deja en paz
apostándole a tu franqueza
que descubrí una noche de febrero
y no quise dejar ir
pero si algo hemos aprendido de hacer política es que los malos siempre ganan
o, no los malos,
el PRI
o es lo mismo
el PRI
los malos
tus manos
sabrá dios
al final vencen los de siempre
y nosotros no somos los de siempre
somos una opción dolorosamente distinta
rarita, a veces
y hay más confort
en lo que ya se sabe
en lo que ya tú sabes
aunque no lo sepas
imagínate esto:
de pronto gana la izquierda en México
vaya concepto
vaya luz al final del túnel
túnel neoliberal
opresivo
católico apostólico y romano
pero pasan los días
y sucede que las cosas siguen igual
se intuye que el futuro se recuperó
pero solo poquito
que nos van a decepcionar
otra vez
otra vez
vas a hablar
sin cumplir
sin dar seguimiento
al proceso de transición
y este proyecto político que se llama
tú y yo
se va a dejar en pausa
indefinida
que es solo una forma cutre de decir
que siempre no
que esta administración tiene otras prioridades
¿qué es el cambio, al final?
el cambio no nos incluye
o sí
pero desde los márgenes
“qué bonita la política de los chavos
tan fresca
pero mejor que se queden allá
porque están chavos”
observando desde la tribuna
y así
hasta que se cansen
o hasta que te frustres
y vengas por mi consejo
y ya no lo encuentres
y digan
qué poco abiertos son
no quieren escuchar
pero no es eso
es empacho de condescendencia
es cansancio de tus formas
de tus ires y venires
-urge purgar-
pero bueno!
es sabido que las promesas de campaña acaban por desvanecerse
como aquello del muro
aunque, aquí entre nos,
el muro sí existe
y México lo pagó
aun cuando la fuerza migrante sostiene el país
y a la economía
y se encarga de regar los verdes campos
y de sobarte las ilusiones rotas
México lo pagó
México soy yo
y tú eres la Secretaría de Estado
diciéndome que me largue
a donde pueda llorar sin que me oigas
nunca nos preparamos para el fracaso porque todo estaba a nuestro favor
o al menos eso quisimos creer
haciendo números
cotejando índices de participación
qué más da, si somos la fuerza política más votada?
qué importa, si tenemos cientos de miles de votos?
da igual,
si al final de cuentas
siguen siendo mis libros los que llenan tus estanterías
y mi cara la que tratas de borrar
no?
ganamos sin ganar
perdimos ganando
otra victoria moral a la colección
de trofeos de plástico
donde guardo las monedas que me sobran
a ver si un día me compro uno de verdad
a los cuántos intentos se pueden canjear por un logro?
a las cuántas rupturas deja de doler?
entonces quizás en tres años, dicen
los expertos
por cada diez derrotas
un triunfo
“van a estar más preparados”
“apuesten a lo local”
“solo un candidato”
“concéntrate en lo tuyo” “mira lo afortunada que eres” de pronto a ver si así
acaba por florecer el bosque
o de menos acabamos por erradicar la plaga
por eliminar las prácticas priístas
y tu clientelismo disfrazado
de la más tierna democracia
a ver si acabamos por erradicarte
por fumigar tus finas esporas
definitivamente
para evitar que sigas consumiendo
lo verde
lo bueno
lo suave
y entonces sea el bosque
sin tí
pero conmigo
en tres años, dicen
en tres años
cuando las plantas se hayan muerto
y no quede vestigio alguno
de tus raíces
cuando las flores ya no huelan
a tí
irremediablemente
y las copas frondosas de los árboles
se agiten
y digan,
-por fin-
aquí estamos
ven.
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La primera vez que pensé en la muerte fue sentada en el lobby de un Holiday Inn viendo la fuente que había ahí en medio. El pozole es la comida más sobrevalorada. A veces cuando escucho esta canción me dan muchas ganas de llorar. Cuando una escena de una película me hace querer llorar siempre me aguanto las lágrimas porque me da pena que piensen que me conmuevo. Tengo como cinco relaciones fallidas con perros. Qué pasa con esa gente que sube como 17 fotos a Instagram así al hilo. Me acordé del theme song de los Muppets Baby. Me gusta cuando Santiago me manda fotos random del Manchester United y cuando lo veo doblar ropa. Cuando María empieza a cantar de la nada. Cuando Nazario no para de hablar. Si pienso en mi vida en Austin, invariablemente me imagino comiendo Cheetos. Pet Sounds es uno de los más grandes discos de la historia. Siempre siento que huelo feo. Una vez leí que los cerdos no pueden mirar hacia arriba. En mi casa hay como cuatro copias de Arráncame la vida. El naranja es un color detestable. Cuando éramos chiquitas, Julia y yo siempre nos preguntábamos si los niños nos ocultaban algo. Desearía ser flaca para poder vestirme andrógina y que me la creyeran. Macario es el mejor gato. Graduarme ha sido la peor emboscada que he sufrido en mi vida. Una vez tuve una pelea en Metro Balderas. Si duermo de más me duelen las costillas. Nunca duermo de más. No sé si de veras tengo angustia existencial o estoy actuando porque está de moda. Qué pedo con los anuncios de Spotify que me interrumpen Teens of Denial. I was given a mind that can't control itself. Tengo tantas medicinas acumuladas en mi buró que cualquiera que lo viera pensaría que soy una adicta. Nací con un soplo en el corazón. Con piel atópica. Con un hemangioma en la frente. Con pie plano. Con un estómago de hierro para la comida pero no para los embates de la emoción. Un día vomité mole poblano desde un balcón. Me dan muchísimo miedo los aviones. Cuando era chiquita, las vacas también. Los delfines son padrísimos. Siento chido cuando alguien se acuerda de la cerveza que me gusta. Me puse a escribir esto porque aparentemente en las noches, más que dormir, I go on rants. Antes tenía una chamarra verde con morado que ahora haría a cualquier moderno chorrearse. Soy Libra y tengo muy buena suerte y muy mala suerte al mismo tiempo todo el tiempo. Repetir palabras está padre. Corazón diario de un niño es un libro pendejo. Las sábanas de poliéster son un castigo. Si nadie me está viendo, ¿quién soy?. Reírse durante el sexo es cool. Voy a gastarme todo mi dinero en conciertos, me vale madre. Me voy a poner a contar todos los juicios que he hecho desde que empecé a escribir esto. Estoy un poco preocupada sobre cómo terminar de escribir este texto. En realidad está padre la vida. Cuánta presión siente una cuando algún mayor le dice "¡uy, los mejores años de tu vida!". Hay un sombrero Panamá empolvado en mi clóset. John Darnielle: genio. Extraño las Mascaritas de fresa. Hay cosas que me gustan tanto que siento que voy a explotar. Si yo fuera un objeto sería un disco que está rayado justo en el riff más infumable de la canción. Quizás de hair metal, podría discutirse. “¡Circe, noble diosa de los hermosos cabellos! Mi destino es cruel. Como iba resuelto a perderme, las sirenas no cantaron para mí.”
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La cosquilla del volcán, u otro texto que habla sobre mí porque pues ya qué
Dicen que una tacha tarda alrededor de 40 minutos en pegarte (dicen, mami: “yo no lo sé de cierto, pero lo supongo”) y que en realidad la cosa no es tan progresiva, si no que más bien un segundo estás muy tranquilo y al siguiente ya tienes la mandíbula entumida de apretarla por estarle siguiendo el beat a Datarock. Dicen. “Yo no lo sé de cierto, pero lo supongo”.
Hay una cosa que sí se de cierto, de ciertísimo: así me pasa a mí cuando me enojo (nota al lector: yo advertí desde el título que este iba a ser un texto que hablara sobre mí porque aparentemente no sé escribir sobre nada más, soy una maldita presa de la posmodernidad, carajo). Un momento estoy súper, y al siguiente es como si el experimento del volcancito que siempre salía en las caricaturas fuera real y saliera mal, pero saliera mal adentro de mí: all hell breaks fucking loose. Lo peor es que ni siquiera se trata de enojos tipo “no me pagaron” o “tardaron mucho en traerme la comida en el restaurante”, nel, si así fuera, estaría bien y la gente diría “claro, tenías razón en enojarte, qué hijos de la chingada”. La reacción que obtengo siempre va más por la línea de “Camila, no mames”. “Camila, no es para tanto”. “Camila, no está pasando absolutamente nada”. Y es verdad. Me atrevería a decir sin temor a equivocarme que un 80% de las veces que el volcancito se sale de control (iba a hacer una analogía listilla con los Cienfuegos, éjele, pero ya estoy tratando de no ser tan encabronadamente predecible con mis metáforas) no está pasando nada. Cuando me frustro porque pienso que nunca entraré a Xavier’s School for Gifted Youngsters me consuelo pensando que quizás algún día esa sociedad secreta que los mortales no conocemos descubra que sí tengo un superpoder: enojarme de la nada. Si ahorita mismo hago el ejercicio, puedo sin pedos encontrar una razón para enojarme tanto, pero tanto, que esa razón (irrelevante) me lleve a hacer alguna daga como salirme corriendo furiosa de la oficina, pelearme con el novio, o reclamarle a algún amigo por algo que ni siquiera tiene que ver directamente con él, algo así como “qué pedo culero, no mames que no te gustan las aceitunas negras, eres un pendejo, te odio, bórrame de tu vida”. Spoilers: al minuto siguiente le estaría llamando para pedirle perdón porque se me desbordó la neurosis. Más de algún lector podrá sentirse identificado, si no es que directamente aludido, con esta anécdota.
Cuando me fui a Donosti, un querido amigo tuvo a bien ponerle nombre a esta reacción que a él le provoca algo similar: el click. Ya sé detectar cuando va a llegar el click: empiezo a no respirar bien, me tiemblan las manos, y aprieto la mandíbula. Muchas veces soy capaz de sobrepasar ese momento y volver a mi vida, a empujar lejos esa “razón” babosa de un recuerdo de 2012, de un tuit, o de un mensaje no respondido como yo hubiera deseado y no enojarme. Cuando no, sin embargo, llega el click y yo me voy. Se me va la cabeza a otra parte. Usualmente acabo teniendo que alejarme de la gente con la que estoy, o manejar mucho por la ciudad y fumarme uno o cien cigarros (que en esos momentos según yo me ayudan a controlar mi respiración pero ni es cierto, sospecho que es un clichecito que ya interioricé muy cabrón) o simplemente meterme en algún lugar donde pinches nadie pueda ver como no estoy respirando, y como estoy llorando frenéticamente y sobándome la cabeza y las manos, y en general como estoy haciendo un coraje inmenso porque, no sé, me cambiaron el plan a última hora. Es algo más o menos meta. Me enojo por no poder controlar mi enojo, por dejarme rebasar por la emoción; porque, no sé si se han dado cuenta, pero pues yo voy por la vida muy de cool y obviamente no puedo permitirme tener emociones. Porque soy cool y desapegada, una vez un profe en la prepa me dijo que era la persona menos impresionable que había conocido y dije “a huevo, ya lo logré culeros, ya me convertí en el personaje”, ¿porque esas cosas se usan, no? Vivir en un estado de perpetua languidez en la que todo está súper padre y todos somos súper zen y no sentimos porque qué oso, que tremenda debilidad sentir cosas, y más si se sienten cosas por alguien y más todavía si las externas de alguna forma. Wey, cero. “If you never take it seriously, you never get hurt”. No mamen, carajo. If you never take it seriously you’re fucking dead, más bien. Pero bueno. Se me están yendo las cabras al monte y ese ni es el tema, ya me iba a agarrar uno de mis rants.
Eso. Me enojo por enojarme. Y entra la metáfora del trompo chillador: cuando llega el click, el volcancito pasa a segundo plano y más bien entro en trompo chillador mode, dándome cuerda yo solita hasta que ya llevé todo a una consecuencia exageradísima, que obviamente conlleva haber chillado muchísimo, quizás haber mandado mensajes ardidos, y haber perdido control total de mi respiración por unos (muchos) minutos. La respiración es clave con el click: el momento en el que empiezo a no respirar, ya perdí la batalla. El click es como el augurio de un trance: me enojo y no sé. No me sé. Pasa una hora, y cuando vuelvo a la normalidad, es como si no supiera que fue lo que me pasó. No me da miedo la cruda porque aterrizar de mis corajes está mucho más feo, recoger los escombros de esto siempre resulta mucho más devastador. Y miren: he mejorado. Antes, en mi franca adolescencia, el click me llevaba a aventar cosas por la ventana o a la pared o tirarle bebidas calientes a la gente. No me enorgullece eso, pero sí me enorgullece saberlo controlar mejor. Porque, y es necesario reiterar esto: nunca está pasando nada. Cuando me pasan cosas realmente feas, dignas de enojo, nomás me hago bolita y lloro y escucho Don’t think twice it’s alright hasta que ya no puedo más. Soy inofensiva si estoy triste por razones legítimas. Pero si estoy tristenojada por razones babosas, grab your kids grab your wife (no voy a violar a nadie, pero bueno, ��un comic relief?). Y la gran parte del tiempo es así.
Hay días que me despierto y digo: “ah, qué bella mañana (cue: sonidos de pajaritos), qué linda la vida, qué bien está todo…creo que es un buen día para emputarme por algo.” Al par de horas ya mandé mi día a la mierda porque alguien (qué espuria me siento poniendo “alguien”) me respondió con un “ok” en vez de con un emoji de corazón el mensaje que le mandé; o, si nada suficientemente jugoso sucede, me vuelco a mi repositorio de recuerdos, heriditas, y pedos atorados para ver cuál voy a escoger hoy. Miren, nomás escribiendo esto ya sentí la cosquilla del volcán. Neta, Charles Xavier, soy más pinche poderosa que Jean Grey y Storm combinadas si quiero, plis ya invítame a tu escuela. Pero no, amigos. Estoy escribiendo estas palabras a manera de vómito para poder volver a él y decirme, convencerme a mí misma de que puedo detectar mis pulsiones y controlarlas y hablar de ellas fríamente, joder, hasta burlarme poquito de lo patética que de repente soy. Solo el humor nos salvará.
Enojarse no debería ser deporte y contra todo pronóstico de pronto para mí sí lo es. Y sí soy cool: sí es personaje pero también es yo, en cierto sentido, pero nomás hace falta un aleteo para que se me caiga la fachada. A veces necesito muy cabrón que me contengan porque yo solita no puedo. Se me salen los sentimientos como tamal mal amarrado, y es bien difícil tratar de pensar en esos momentos que mis emociones tampoco lo son todo, mucho menos deberían dictar cada uno de los segundos de mi vida. Todos los excesos son malos, y la emocionalidad exacerbada es un vicio peligroso.
Si un día estoy con alguno de ustedes y me estoy empezando a trabar, les voy a decir, o lo van a notar, en el mejor de los casos. Y lo único que voy a necesitar en ese momento es que me abracen o me aprieten aunque yo me les resista y les insista que quiero salirme a caminar antes de que les diga algo culero, y que me digan que nada está pasando, que todo está bien. Yo sé que es así, pero necesito de vez en vez que alguien me lo recuerde antes de que se me desboque la cabeza. No es una petición de ayuda, es nada más un breve how-to en caso de que tengan la mala fortuna de presenciar mi más cruda (desagradable, quizás) humanidad; y, creo, tampoco me estoy disculpando, porque quiero pensar que todos los que leen ahora mismo estas palabras tienen sus propios clicks, sus propias paranoias, neurosis y locuras que manejar. Es más bien un note to self, pero qué bueno que existe el internet, tan democrático, que permite que todos hablemos de nosotros mismos y un montón de gente se entere.
Ya no me voy a nutrir de chingaderas, pues. Siento como si todo el tiempo estuviera escogiendo comerme un Pingüino pirata en vez de uno Marinela, teniendo a ambos en frente. I’m fucking done. Que los días se llenen más de Pingüinos Marinela, más de cosas chidas compartidas que de enojos solitarios e inútiles. Ahí les dejo una canción bonita que habla de la ansiedad pero hasta la pone a una de buenas, nomás para cerrar en una nota más optimista, etcétera.
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Social-democracia y fanatismo: la vorágine emocional y psicosocial de la contienda electoral norteamericana en 2016
Los discursos de los candidatos favoritos de las izquierda y derecha estadounidenses operan bajo un mismo esquema que apela estrictamente al hartazgo generalizado causado por un sistema que de forma progresiva ha oprimido a los sectores obrero y agrícola de los Estados Unidos de América. El americano de a pie no está feliz con el hecho de que la riqueza se concentre en unos pocos, como tampoco lo estamos aquí, y probablemente en ningún lugar del mundo. Trump y Sanders representan una bocanada de aire fresco en una contienda que otrora ha resultado siempre bastante predecible, casi vacua: son candidatos que hablan de lo mejor y lo peor que concentran nuestros vecinos del norte. Obvio yo votaría por Bernie Sanders, -está de más hacer la aclaración- bajo ninguna circunstancia votaría por un partido viejo republicano que representa casi todas las cosas que odio de la humanidad aunque igual y sí hay una excepción (o hay muchas) pero solo una realmente que me importa y eres tú.
Por ti, hasta votaría por Ted Cruz es más, me uniría a su grupo nacional de plegaria -que es una cosa real de la plataforma política de Cruz- y rezaría todo el día rezaría por que nunca se te quiten las ganas de vestirte de negro rezaría porque nunca se te quiten las ganas de quitarme la prudencia y el vestido rezaría porque nunca se te quiten las ganas - a secas.
A estas alturas Cruz ya me habría echado del equipo de campaña por impura, seguro y estaría bien porque yo iniciaría una campaña por mi cuenta una campaña que leyera “Tus Calzones for president” y en vez de #FeelTheBern sería #FeelTheHanes o algo así no sé and I would fucking pledge allegiance to your calzones over and over and over again.
Aunque yo una vez haya escrito la nueva canción latinoamericana estaba equivocada yo siempre he sido una cerdita capitalista lo acepto lo asumo yo me someto –gustosamente- al imperialismo de tus manos al regimen de tu cama pandeada que me arranca de mis necias izquierdas y me arrastra al centro que es donde estás tú en el centro siempre tú.
Baby, mi amor por ti es como las lágrimas de John Boehner constante como los discursos de Marco Rubio irracional como el escándalo de Mónica Lewinsky nada sorpresivo contigo la república amorosa sí existe contigo ganamos todos contigo yes we can contigo there’s a future to believe in contigo todos los tuesdays son super contigo y por ti los muros sí caen.
Haciendo un breve recuento de la administración anterior, en 4 años puede instaurarse un nuevo sistema sanitario a nivel nacional pueden hacerse promesas de cerrar prisiones subir y bajar el salario mínimo a placer, etcétera;
y también en 4 años se puede aprender sobre Aristóteles y McLuhan y sobre formas simbólicas y cómo agarrar una cámara análoga
y
y qué estás bien pinche guapo a la verga sus metáforas y sus ondas rebuscadas: que estás bien guapo y eres bien listo y que te gusta Deafheaven todo lo que aprendí fue para llegar a este punto para poder decirte que las formas simbólicas son contextuales que el medio no es el mensaje pero que tú eres el medio y también eres el mensaje.
Mira, yo nunca aprendí a escribir poesía por andar salvando la democracia y otras inquisiciones y ojalá no pienses mal yo cero soy Borges soy un animalillo político que además ha visto harta telenovela y ha escuchado todas las baladas de los ochenta así que aquí esta esto: la única política electoral el único codigo civil que me interesa es el que me dicte tu boca,
y las únicas elecciones que me importan son las que tú haces todos los días las que yo hago todos los días las que al final nos acaban llevando siempre siempre de vuelta a nosotros.
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Un despropósito
Yo me uní a la Brigada Chiapas porque me rompieron el corazón.
¿Ya ven que dicen que en un momento de crisis no se deberían de tomar decisiones? bueno, discrepo. Yo tomé esta decisión en un momento en el que tenía ganas de no venir nunca a la escuela y de encerrarme a ser un cliché en mi cuarto viendo Netflix y apachurrando a mi gata, y hoy, casi seis meses después, no me arrepiento ni poquito. Las crisis, ante todo, también ofrecen la enorme y luminosa oportunidad del cambio. Esto también es un cliché, pero no por ello es menos certero.
El día anterior a mi partida me dió colitis. Fui a ver a mis amigos pintar una pared (que hicieron de forma terrible) y luego fuimos a beber cerveza, porque pensé que si me quedaba en mi casa dándole vueltas al asunto, iba a buscar (y a encontrar, seguro) la manera de rajarme. Estuve todo el tiempo rascándome el esmalte de las uñas y cuando llegué a mi casa tenía ganas de llorar porque me estaba arrepintiendo grueso de haberme unido a una cosa que poco o nada tenía que ver conmigo. Me dijo Luis: el momento en el que te preguntes qué chingados estás haciendo ahí, es el momento en el que todo habrá valido la pena.
Nota: cuando íbamos de camino, me atoré en un baño de una gasolinera en Puebla. Mientras me arrastraba por debajo de la puerta, me hice la dichosa pregunta. Después pensé que todo lo que dijo Luis era mentira porque alguien dígame qué chingados se aprende de tener que arrastrarte en el piso de un baño cerdo. No mamen.
En fin, ya no podía echarme para atrás. Seré muchas cosas pero nunca una quitter cualquiera. Me fui a dormir con trabajos y con unas ganas tremendas de amanecer enferma o de que cayera un meteorito en la noche y nos matara a todos para no tener que ir.
La educación jesuita que vengo recibiendo desde que tengo más o menos 12 años me ha dejado una lección importantísima: odia con todo tu ser a las misiones. Odia a los chairos. Odia a la gente que cree que va a cambiar el mundo con sus chanclitas de suela de hule y sus morrales del Che Guevara. Claro que nada de esto lo predicó San Ignacio de Loyola en su tiempo. Todo esto lo aprendí después de convivir con esta especie muy de cerca mientras yo me sentía too cool for school escuchando The Cure en los rincones y burlándome de la gente (prácticas de las que todavía disfruto, aunque con moderación y un tanto más de ingenio, creo). Para mí, entonces, unirme a una de estas ondas progres me parecía una contradicción hasta biológica. En mi imaginación, yo estoy hecha para vivir en Portland y pasarla en conciertitos snobs y discutiendo fruslerías, no para tener que dormir en el piso y fingir experiencias cuasi-religiosas y trascendentales en parajes remotos donde no hay Pitchfork Media.
Las concepciones de uno mismo a veces son bien ridículas. Corrijo: no a veces, siempre. Hace unos días me llegó como una revelación la siguiente afirmación: lo que te incomoda, te define. Y a mí me incomodan tantas cosas que ya no sé qué pedo.
Bueno, llegó el momento de irse. Conocí a María, que se iba a convertir en mi compañera de viaje y, poquito más tarde, en mi amiga. Según mi madre, ella y yo "compartimos símbolos". Nos reímos un montón cuando me llegó ese mensaje, pero resultó ser cierto y estoy muy contenta por ello. Miren, yo nunca he sido capaz de dormir en posiciones que no sean por lo menos un 80% horizontales. Ya venía con mi iPhone cargado de musiquita nueva para amenizar el trayecto, y de pronto me di cuenta que nada se había sincronizado, como yo creía. Atorada en un viaje terrestre de 24 horas sin poder dormir, con la misma pinche música desde hace dos meses y con un libro que me estaba aburriendo bastante. Menuda manera de empezar la aventura. Por primera vez apareció en mi mente una pregunta que habría de repetirse de forma constante durante las siguientes dos semanas: ¿qué necesidad tengo yo de todo esto?
Sí tenía la necesidad, aparentemente. Lo sé ahora.
Podría narrar y describir todas las cosas que pasaron durante el viaje pero son tantas que no sé por donde empezar, y quizás sea tema para otro escrito. Puedo hacer una lista a botepronto (sin ningún orden en particular):
Un día, un puerco que vivía atado en un montecito se logró desamarrar y fue libre. Se perdió corriendo entre la niebla de Tzajalchen hasta que alguien lo volvió a lazar y lo amarraron a un poste para que hiciera penitencia (?).
Viví el momento más bajo del viaje cuando por accidente entré a una letrina que ya estaba cancelada por inservible, y que consistía en un cántaro rebosante de mierda que apestaba como a cien kilómetros a la redonda. Literalmente empecé a idear formas de no tener que hacer del baño en muchos días (algo así como: no bebas nada, no comas nada, muere de inanición, sé leyenda).
Según un señor, la teología de la liberación se explica de esta forma: si eres protestante, un río maligno se va a desbordar y te va a matar. Ok
¿Por qué lavamos la ropa tan seguido? Me puse una misma playera como por cinco días seguidos. No fear.
El tiempo no transcurre igual en todos lados. En una semana pasaron como tres meses.
Leí El Antropólogo Inocente echada en mi sleeping. Recuerdo particularmente cuando Barley, el autor, menciona que después de vivir algunos meses con una tribu africana y comer puras cosas horribles, cuando volvió a la ciudad se sintió incapacitado de escoger un platillo de un menú al no estar acostumbrado ya a tener opciones de donde elegir. Hubo muchas risas.
En México hay muchos Méxicos. Tan bonito que es hablar en plural.
Se puede vivir a base de Crackets. A todo se acostumbra uno menos a no comer.
El Tafil es una droga espectacular.
Yo me uní a la Brigada Chiapas porque me rompieron el corazón. Yo, la que se creía que ya se las sabía todas y que nunca más iba a pasar por uno de esos malos tragos. La que creía que nunca de los nuncas iba a ir a jugarle a la altruista porque qué horror ir a emular la conquista (sic). Supongo que mi corazón sigue roto en muchos sentidos pero no en esos. Al final, creo que este tipo de experiencias te acaban curando de cosas muy diferentes a las que creías en un principio. Desde mi punto de vista, el escenario es solo un pretexto. Diez días de silencio acaban por alumbrar podredumbres que de otra manera nunca hubieras visto. Estaría mintiéndoles descaradamente si dijera que tuve una conexión súper astral con mi comunidad, o que me uní con la madre tierra o algo así, porque nada de eso sucedió. Aprendí de otras formas de vivir la vida, sí, pero yo voy a seguir viviendo la mía de la forma en la que lo he venido haciendo solo con ligeros cambios que, aunque pequeños, son significativos.
Aprender (y aceptar) que me rompieron el corazón fue el primer paso, porque antes no tenía ganas de decirlo, como si nunca hubiera pasado. Y lo dije. Lo escupí todo. Y posteriormente me di cuenta de lo agradecidísima que estoy de tener a la gente que tengo a mi alrededor. Me dieron ganas de abrazar a todos mis amigos y a mi familia al mismo tiempo y decirles que aunque me ría y sea hiriente a veces y no me aguanten, son lo más.
Aquí se los estoy diciendo a los que estén leyendo esto.
Habrá quien diga que no entendí nada, y francamente me vale madre. Me parece que cada quien saca de esto lo que puede y lo que su propia cosmovisión y relación tiempo/espacio le permite. No voy a pedirle perdón a nadie por no haber llorado el día que me fui o por no haberme hecho amiguísima de los niños de la comunidad. A ratos pareciera que hay un checklist con el que tenemos cumplir cuando vamos a brigadas/misiones/etcétera, tipo ¿ya tuviste una plática profunda sobre el sentido de la vida con algún indígena? ¿ya entendiste que tu verdadera vocación es la de trabajar la tierra? ¿ya te diste cuenta que el capitalismo es el peor puto cáncer del mundo? ¿ya vas a abandonar todas las comodidades de tu casa?. Así como todos tenemos derecho a asistir o a no asistir a estas cosas, también tenemos derecho a empaparnos de lo que nos plazca y de lo que nuestro propio bagaje nos permita. No todos tenemos los mismos canales abiertos.
En fin, aquí sigo. Igual de pretenciosa e igual de anti-chaira. Eso no ha cambiado. Pero sí estoy más en paz. Sí sé en qué partes de mi quehacer cotidiano debo empezar a poner más atención (número uno: dejar de ser tan pinche autorreferencial, maldita sea). Sí creo, como dice Fer, que la inmediatez está acabando con nosotros. Todo eso lo creo y lo llevaré a mi práctica cotidiana; creo que los cambios más signficativos siempre son cuestiones sutiles, esenciales, estructurales. Aprender a mirar a nuestro alrededor y a vivir más lento y a no atragantarnos tratando ingenuamente de comernos el mundo, porque también la calma y el silencio son una forma de resistencia. Stop and smell the flowers.
El 2015 empezó de una manera inesperadamente buena. Conocí gente nueva y miré de otra forma. Todavía me gustan las mismas cosas; es más, me gustan más que antes, porque hay magia en escuchar una canción en el momento adecuado, y hay magia en comerte una manzana mientras María canta con su ukulele en una camioneta de redilas, y hay magia en ver la lluvia que cae sin que te importe si te estás enlodando. Al final, todo es saber ver. Un particular cineasta y escritor (?) que le gusta mucho a mi madre new age dijo que ahí donde pones la atención, es donde aparece el milagro. Con eso me quedo. Y así, para no quedarme fuera de onda del todo, lo agradezco: kolaval.
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Me dan ganas de escribirle acento a orden, a joven, a heroico y hasta a tenue para sentirme, unos momentos, de ellos, pero si lo hago dirán que es por contrariar a la academia ─ y no. La tilde de imbécil o no la de Juan tampoco me las dicta la academia. No se dicta el amar ciertas bellezas: quien en ello la ve se la merece.
Programático, de Gerardo Deniz.
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me: what are taxes and how do I pay them?
school system: worry not
school system: mitochondria is the powerhouse of the cell
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Usted / luz fría / invulnerable / de otro entonces.
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Un pie tras otro pie
Cuando era pequeña y ninguno de mis tíos se había casado, mi tía Analía tenía una grabadora muy avanzada para su época acomodada ahí en unlugar arbitrario entre su cama y la que había sido la cama de mi mamá. Era una grabadora plateada con negro, esos colores que antes se asociaban tanto con la modernidad y que ahora vemos como un vestigio de los noventas. En aquel entonces pasaba tanto tiempo en casa de mis abuelos que rápidamente aprendí a usarla, a abrir y cerrar el lector de CD y a callar Fórmula Melódica cada que empezaba a sonar. Para ello había que sentarse en el piso y picarle a un montón de botones futuristas, y luego escoger uno de los cientos de discos que había colocados a un lado para meterlo rápidamente antes de que se volviera a cerrar la pequeña compuerta. Entre los discos que recuerdo estaban un disco de éxitos de Timbiriche que tenía la portada verde y además venía con VHS de un concierto en vivo (sí, VHS), un disco de Olga Tañón, uno de navidad donde cantaba El Potrillo, uno de los éxitos del momento según MTV, y uno de Grupo Límite. Obviamente una de mis actividades favoritas era llegar a casa de mis abuelos, agarrar un pedazo de bolillo (en mi casa jamás hay bolillo del día porque mi papá siempre compra un montón el lunes para que nos dure toda la semana), y sentarme en frente de la grabadora a poner discos. La colección de discos de Analía fue creciendo sin yo darme cuenta. Un día ya estaba escuchando Entrega Total de la (todavía) Onda Vaselina. Obvio Lydia Ávila era mi favorita. Otro día descubrí una canción de Blur, que no supe que era de Blur hasta que tiempo después en la más cruda adolescencia me di cuenta que era una canción que había que escuchar para ser cool. También en un disco del estante leí por primera vez la palabra “chido”, que me pareció increíble y súper malilla y en lo sucesivo se incorporó a mi léxico como uno de mis vocablos favoritos de todos los tiempos. Fue así que a veces empecé a poner MTV en la tele para ver videitos musicales (en mi casa era el canal 59) y fui descubriendo cosas padres y otras no tanto. Pasados unos añitos, mis papás me prohibieron ver MTV porque me cacharon viendo el video de Rock DJ, de Robbie Williams. Digo “me cacharon” porque yo estaba segura aunque no sabía por qué que estaba haciendo mal. Fue el fin de una época, sin duda.
Como sea. Esta historia no va más allá. Era nada más para recordar las cientas de horas que pasé sentada a dos nalgas en el piso helado de la casa de mis abuelos escuchando música inverosímil y aprendiéndome canciones de gente grande.
Ya no sé qué fue de esa grabadora. Cuando llegué a cierta edad mis papás me regalaron un discman, luego un iPod y desde entonces son contadas las ocasiones en las que he tenido que volver a poner un CD dentro de un lector de discos que no sea el de mi laptop. Tampoco sé qué fue de los discos, que eran muchos, muchísimos. O así lo sigo creyendo porque tengo la imagen de cuando tenía 6 – 7 años y es un recuerdo que no se renovó nunca. No lo sé. Mis papás fueron parte esencial de mi educación musical, sí, pero quizás sin saberlo ella, mi tía Analía también me empujó inconscientemente por un camino que a la fecha no he dejado ni planeo dejar de recorrer. Gracias, Ana. Mi vida no hubiera sido lo mismo sin tu colección discográfica.
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(still de To The Wonder, de Terrence Malick)
"Sorrow waited. Sorrow won."
Las flamitas de las velas se estremecían y soplaba el viento frío que anuncia que el otoño viene tarde. En este lugar existe la magia. Pero no magia de la buena, como esa que te hace voltear afuera por la ventana del salón y ver que hay un petirrojo instalado en la cornisa. Alguna vez la hubo, y de ella nacieron las flores de Cempazúchitl y la playa adormilada y los cielos claros de Octubre. Ahorita hay magia mala, la que hace que te duela en unas partes de tu cuerpo para las que no tienes nombres con una intensidad para la que no tienes adjetivos. La magia que desaparece gente. Que mutila esperanzas y despelleja la memoria. Leí en voz alta y me tembló la voz. Me tembló 43 veces. Y luego me tembló otras cientas de miles.
Escuché un disco nuevo que me gustó muchísimo y leí dos novelas gráficas, una de las cuales me hizo querer llorar. Está muy bonita porque dentro de ella vienen pequeños modelos de papel para que armes carruseles y casitas extraídos de la historia.
Una tarde especialmente sombría me metí abajo de un montón de sábanas revueltas y me puse una chamarra vieja que me queda enorme y la terminé. Luego tuve que dejar que se asentara, como el café en la prensa francesa. Maclovia vino. Ella siempre sabe en qué momento tiene que llegar, y por eso la quiero.
Luego en Morelia vi una película que se llama Whiplash que me causó reacciones físicas.
Recibí un abrazo de alguien que nunca había abrazado antes. Es raro abrazar a alguien por primera vez. No lo pensamos mucho, pero es extraño. Es (casi) conocer un cuerpo nuevo, ver cómo se siente, si sus costillas son protuberantes o si esa mañana decidió ponerse perfume. Fue un buen abrazo que no supe responder de la manera adecuada. Tendré que reponerlo después, porque es una persona a la que quiero seguir abrazando por mucho tiempo.
Hoy, mientras caminaba de noche por los pasillos del ITESO, me dió mucha sed. Quise comprar un agua y no pude porque ya estaba todo cerrado. Me senté en una de esas bancas arbitrarias que están al lado del edificio D, justo por donde empiezan los edificios raros que pertenecen a la Hermana República de Ingenierías.
Saqué mi suéter (nuevo) de la mochila y me lo puse. No sé que me pasó pero me quedé sentada ahí unos minutos viendo un charco que se hizo en el pasto por tanta agua que ha caído y pensando en el enorme parecido que guardaba con un chapoteadero que conocí en la infancia.
Y pues nada.
Te hubieras quedado y te hubiera contado más cosas. Te hubiera contado más cosas y los días tan llenos de muerte y lluvias necias y pelos que no se acomodan hubieran sido tanto más luminosos. Te hubieras quedado.
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Épica andina
Pues ahí tienen que andaba con la familia cruzando los Andes para ir de Chile a Argentina un 18 de diciembre como cualquier otro 18 de diciembre de los que me ha tocado vivir (22). Nos trepamos los cuatro en un camión a eso de las 7 de la mañana en Puerto Varas, Chile, y se pensaba llegar a Bariloche, Argentina más o menos a las 9 de la noche. Todo suave. Se montó en el camión un señor brasileño que parecía bastante norteado y que además no llevaba maleta, y los guías le empezaron a hablar en un híbrido de español y portugués. A mí me dió mucha risa porque además llevaba puestas unas chanclas de esas de aventurero en los noventas que tienen un montón de tiras de velcro y hacía un vientazo de miedo, y Eduardo Torres se enojó y me dijo que tuviera compasión. Ya me tragué la risa y me puse los audífonos para no seguir escuchando. Llevábamos pocos días de viaje pero el estúpido iTunes Match que según yo había sido tan buena idea comprar en su momento nada más me permite escuchar como cuatro canciones cuando no tengo 3G, y a estas alturas ya estaba hasta la madre de Cocteau Twins, Café Tacuba, Mas Ysa y el maldito intenso hipster de Erlend Øye. Pensé en asesinar a alguien con mi recién adquirido selfie stick pero al final opté por no hacerlo porque qué chafa pasar las festividades en una cárcel ahí en medio de pinches nada. So it goes. Después del primer camión, nos bajamos en un centro de visitantes donde había unas cascadas y me di cuenta que en la tienda de souvenirs vendían una blusa tejida idéntica a una que yo tengo que compré en Urban Outfitters. El colmo. Compré un café y me picó un bicho (austral) en el dedo y en seguida pensé: ya seguro me va a dar Lyme's Disease. Anoté una pequeña lista de cosas que quiero que den a mis amigos cuando muera a manera de testamento (por ejemplo: denle mi copia de London Calling a Mauricio, etcétera), pero luego le bajé dos rayitas a mi pedo y eventualmente se me olvidó el dichoso piquete. Sobre lo austral: qué afán tienen allá los vecinos del remoto Cono Sur en decir que todo es lo más austral, sobretodo los argentinos. Ellos, a saber, son lo más todo, pero qué afán de andarnos restregando en la cara a todos los pedestrians que, no sé, esta chingada servilleta es la servilleta más austral del mundo. También que este árbol y esta piedra son los más australes. Nada está más al sur que este folleto que te invita a gastar una fortuna en ir a ver un show pésimo. Ay, por favor.
Bueno, pues ya andábamos en un barquito con una vista muy hermosa de la cordillera y me entró una urgencia súper austral (esa sí, para que vean) y el baño estaba cooptado por unos turistas chinos. Miren, el 2014 fue un año padre para mí con todo y sus bemoles, entre los cuales sobresale China y su magnífica sobrepoblación, que se empeña en interponerse entre yo y mis objetivos, siendo mi objetivo en este caso particular que mi región austral no reventara. Ya estaba a punto de explotar cuando por fin pude entrar al baño. Qué horror.
Ya les digo que estaba hasta la madre de las canciones de mi iPhone, entonces escribí lo siguiente en mi libretita: "Hay que aprender a pensar en las personas como lugares. A ellxs (nótese qué correcto y moderno mi uso de lenguaje de génerx) se llega, se va, se regresa. No son territorios que puedan poseerse materialmente. Puede estarse agradecido siempre de descubrir lugares nuevos, y así de que estos sean boscosos, o selváticos, o desérticos. Y bueno, al final, siempre es bonito volver a ese terruño donde uno (aquí ya olvidé xl lxngxjx dx gxnxrx) fue feliz. Todos somos tierra de nadie." Después volví a escuchar Garota como por millonésima vez. Qué bien se nos da la resignación a los mexicanos.
Mexicanos: nos encontramos a unos. Aunque les parezca sorprendente, estos no iban en pants Hollister, ni en camisas Polo modelo Narco 2004, y la chica no traía una bolsa Longchamp (horribles) ni una Louis Vuitton de esas de cuadritos que parecen pañaleras (peores). Eran regios y no hablaban mucho pero pues eran mexicanos y pues guao súper padre. Otro apunte sobre el 2014: me di cuenta de que cuando me encuentro mexicanos allende los mares algo me cambia y como que empiezo a adoptar conductas típicamente aztecas como diciendo "qué pedo, compartamos capital simbólico, a huevo, j3j3j3j". No me pongo a cantar el himno nacional nomás porque no tengo bonita voz pero hagan de cuenta que automáticamente la atmósfera empieza a oler a garnacha y a donitas Fiesta. ¡México lindo y querido, si muero lejos de tí! Luego vuelvo a mi país y pienso que qué asco todo, especialmente el Guerrero Chimalli. El Guerrero Chimalli. Iba a escribir algo sobre eso pero me da como para un libro. Quizás cambie el tema de mi tesis y lo haga sobre esa bestialidad. Ampliaremos.
Llegamos a Peulla, que es el último poblado andino chileno, justo antes de cruzar la frontera (austral) con Argentina. Ahí fuimos a un safari, que en realidad consistía en que nos llevaran a una granjita a ver llamas y alpacas, que están muy lindas y todo pero tienen cara de mensas. Me caí al suelo por andar de voladita. 2014: un año en el que pasé mucho tiempo en el piso. Me concentré en una vaquilla rebelde que no se dejaba lazar por un charrillo cutre que mal andaba en caballo, y pensé en la revolución. Esa vaquilla tenía todo el entusiasmo que a veces le falta a toda la disidencia mexicana moderna. Me la imaginé gritando "¡Televisa te idiotiza! ¡apaga la tele, prende tu mente!", mientras corría por el escampado (austral) y le sacaba la vuelta con maestría a la ahora jauría de perros (CISEN) que trataban de capturarla y hacerla entrar en razón. Formidable vaquilla. Definitivamente su historia de vida me pareció mucho más interesante que la de las alpacas. Cuando nos íbamos de la granja vi que la vaquilla andaba gritándole a uno de sus compas. Orwell hubiera estado fascinado.
Intermedio. Mientras yo divagaba y reflexionaba profundamente sobre la pertinencia de mi selfie stick en ese momento, Eduardo Torres tomaba fotos (3000), Gabric buscaba donde sentarse (como todo el resto del viaje) y Sasi le temía a las alpacas, de las que dijo tajantemente: "no quiero que se me acerquen."
Nos subimos a un catamarán que nos dió una vueltita por un río. El guía pensó que sería padre apagar todos los motores para que escucháramos el silencio (austral) de la cordillera. Fue algo maravilloso y decidí que en 2015 buscaré mas momentos de silencio así como ese. En ese instante ya ni siquiera me importaron los chinos ni el PAP (preocupación latente durante los meses de septiembre-diciembre), y me concentré en sentirme chiquita e insignificante en medio de los Andes. La belleza, como el arte, también es algo que sucede de repente.
En Peulla me comí una ensalada tristísima que constaba de lechuga y alrededor de tres pedazos de jitomate y me despedí de Chile con la promesa de volver antes de que pase demasiado tiempo. Cruzamos la frontera con el país más (Argentina) y atrás dejé a la vaquilla y a mis ilusiones por conocer a Cristóbal Briceño para que se diera cuenta de que soy el amor de su vida. Ni hablar.
En la aduana Argentina nos sellaron los pasaportes a todos como quinientas veces y regañaron a Eduardo Torres porque se fue al baño mientras hacíamos todo el trámite. Nos subimos a otro buque (austral) y hubo un cambio radical en el ambiente porque ahora en vez de escuchar el precioso acento chileno ya todo era "vih'te?" y dije ay no. Luego dije ay sí porque la guía turística leyó todas las nacionalidades de los que estábamos en el barco, y cuando llegó a México dijo que lo que están haciendo con nuestro país son cosas de gente que no merece una bandera como la nuestra y expresó su solidaridad con nosotros y con las familias de los 43. Ahí casi me hago religiosa, porque si no me eché a llorar es porque seguro existe un dios que me ayudó a contener las lágrimas. Los regios, Eduardo Torres, Gabric y Sasi nos quedamos helados pero contentos de que todo haga eco hasta ese rinconcito del mundo. Me subí a la cubierta del barco porque yo todavía tengo la vida, y ojalá los 43 hubieran podido ver todas las cosas lindas que nos rodeaban en ese momento.
Todo cae, como dice Jorge Drexler en esa bellísima canción. En 2014, además de haberme caído un millón de veces, también se me cayeron muchos prejuicios sobre muchas cosas. Se me cayeron afectos y en su lugar nacieron otros, y también me cayeron encima algunas cacas de pájaro. Dicen que es de buena suerte (sigo esperando que llegue). En fin, este 18 de diciembre lo que más me dolió que se me cayera fue un momento tremendo de reflexión en el que ya estaba prácticamente formulando un alucinante tratado sobre mayeútica y los chistes de Pepito mientras me perdía en profunda contemplación de las majestuosas cumbres blancas de la cordillera de los Andes. Me explico: íbamos en (otro) barquito y de repente en las bocinas de la cabina en la que nos encontrábamos, empezó a sonar El Muelle de San Blas. No me jodan. Fuimos tan lejos para escuchar a Fher bramar sobre una babosa sumisa que se queda ahí comiendo pescadillas abajo de una palapa jodida más de lo que lo escuchamos en esta tierra que lo vió (desgraciadamente) nacer. Y pues eso. Me volví a poner los audífonos y volvió a salir Garota y me suicidé y estoy escribiendo esto desde el más allá. Etcétera. En el último barco antes de llegar a nuestro destino, conocí a unos mochileros que eran muy buena onda. Eran de Colombia, Eslovenia, Catalunya (iba a poner que de España pero ya uno nunca sabe a quién va a ofender) y Canadá. Ellos venían caminando por las montañas y su última parada era Bariloche. Además, trabajaban todos juntos en una empresa que se dedica a hacer tours en bicicleta por la exótica América Latina (léase con acento de gringo que intenta hablar español). Ese debe ser el sueño húmedo de mucho chancla de oro con aspiraciones pseudo-beatniks del ITESO. Después de cotorrearlos me sentí muy mal porque ahora parece que no vale si viajas con comodidad, ¿saben cómo? (léase con acento de Chihuahua). Si no saben, déjenme abundar en la cuestión: esta vida posmoderna exige que todos los chavitos bien tengamos un espíritu aventurero que nos empuje a viajar por el mundo durmiendo en el piso y comiendo mal y que al final tengamos epifanías tipo Eat, Pray, Love pero más hipsters. La gente que viaja así, sufriendo, es la que de veras viaja, aún cuando tengan los medios para comer cosas decentes y pagarse un hostal con colchones. Nosotros los pequeñoburgueses que nos hospedamos en hotelitos que tienen agua caliente somos viajeros de segunda. En este mundo, pues, hay que viajar sufriendo. Si no vuelves de tu travesía con un hongo, un nuevo corte de pelo, o un hijo, no vale. Me dieron ganas de decirles a estos chicos que ya mero me voy a Chiapas a salvar el mundo (sic) para que pensaran que soy cool, pero me dió mucha vergüenza todo y ya mejor les enseñé groserías mexicanas que ya se sabían porque obviamente ya habían estado en México y hasta lo conocían mejor que yo. Dios.
Dejé a mis amigos mochileros y volví al tremendo confort de mi iPhone (ellos, obviamente, no tenían celulares porque qué oso) y mis lecturas imperialistas, pero ya no me puse los audífonos por temor a que Erlend Øye se apareciera por ahí y acabara con todas mis ganas de vivir y me hiciera sentirme el triple de culpable por no andar recorriendo el mundo a pie. Un día de estos igual agarro una mochila y me voy por ahí a jugarle al beatnik. 2015, sorpréndeme (???).
Una mujer de las del barco nos dijo que iba a rifar una foto (austral). Muchas gracias. Nos tomaron fotos a todos y naturalmente salí fatal, pero por fortuna la suerte me dió la espalda como suele hacerlo y no me la gané. Hubiera estado padre tenerla porque ya ven cómo me encanta tener cosas nacas. Y pues así. Me comí un chocolate. Qué más.
Finalmente avistamos el muelle (austral) de Puerto Pañuelo, Argentina y la misma mujer que anunció la rifa dijo que el bote que se veía a la distancia (uno de madera que se estaba cayendo a pedazos) era el primero en haber surcado las aguas de este lago que lleva por nombre Nahuel Huapi. Era, además, un barco hecho en Holanda. Ah ok. A continuación el diálogo que se suscitó entre Eduardo Torres y una servidora: - Mira pa, el barco se llama Modesta Victoria. Vaya nombre. - ¿Ah, sí? pues ha de ser la única victoria modesta que tienen estos cabrones. (Risas de sitcom).
Argentina, el país más. Un camión nos llevó a nuestro hotel. En el trayecto, una señora horrible argentina regañó a Gabric por sentarse en el asiento reservado para discapacitados. El camión (austral) tenía alrededor de 7 pasajeros de los cuales ninguno parecía impedido físicamente para sentarse donde se le diera la chingada gana. Me enojé porque estaba cansada, tenía hambre, y porque Erlend Øye. Pensé en pelearla: mira, huele estos dólares maldita loca, yo soy mejor que tú porque estoy viajando lejos muy lejos de mi país y pues me la pelas y además seguro eres un esbirro de los Kirchner y ahora te voy a talk in english porque tú seguro no conoces más allá de tu pinche ejido asquerosa mujer vete a comer un alfajor relleno de caca o whatever. Bitch. Ese soliloquio nunca sucedió. En realidad yo no peleo desde que nací, como dice Diego Velasco. En 2014 pelée menos que otros años y eso me hace feliz.
Fin de trayecto. Nos bajamos en el hotel y hacía un aire (austral) que parecían dos y tuvimos que cruzar la calle a salto de mata y por poco morimos atropellados. En la habitación del hotel repasé todas las notas que hice durante el día para escribir este texto y descubrí que no tenía ninguna moraleja o reflexión realmente profunda sobre el 2014 que además pudiera tejer con el paisaje andino y lo chingón de andar viajando por lugares desconocidos, como yo hubiese deseado en un principio. Las inventaré ahora: 2014 fue el año de las cosas nuevas. Todo se trató de redescubrir, de replantear, de repasar y repetir. Estoy muy contenta de llegar como llegué a la meta de este año. Pasée por el mundo, hice nuevos amigos, trabajé en cosas padres, y en general comí muy rico. No le voy a poner muchas expectativas al 2015, excepto, quizás, caerme menos veces y que mi fleco no se ondule cuando me salgo de bañar.
Ahora voy a terminar este texto poniendo la fecha y el lugar donde lo escribí porque eso hacen algunos autorcillos por ahí que admiro y me caen gordos a la vez. Bueno.
Buenos Aires, Argentina. 24 de diciembre de 2014.
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Sur o no sur. (en Nahuel Huapi National Park)
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Este fin de semana participé en una exposición titulada Herbolario Colectivo que se organizó en el marco de la feria de ilustración convocada por Proyecto Arteria. La idea era que inventaras una planta curativa, escribieras su "ficha técnica" o algo parecido, y, de ser seleccionada, la dichosa planta le sería asignada a algún ilustrador para que le diera color, so to speak. La mía, pues, fue seleccionada. Algo de backstory: un día en clase de Diseño de Proyectos, Santiago y yo nos pusimos a buscar un listado de palabras intraducibles de diversos idiomas. Encontramos un montón, algunas muy lindas, otras no tanto, pero me llamó la atención una palabra coreana que significa negarse a dejar ir una ilusión. No quiero ponerme a pensar por qué fue que me causó tal conmoción, aunque lo sospecho. En fin, después tuve clase de Discurso Hipermedial, lo que significa cuatro horas de no hacer nada, y de una mezcla de ocio y euforia nació mi planta: Woniferia. La ilustración corrió a cargo de Hilda Palafox (@poni en Instagram, síganla que hace cosas preciosas), y aunque no nos conocemos ni nos hemos visto jamás en la vida, resultó ser una representación padrísima de la planta. Bueno. Pues he aquí la planta y sus características.
WONIFERIA. Wonipherya Juniperus. Del caracter coreano Won (원 - moneda, negarse a dejar ir una ilusión).
Se encuentra en los puntos más altos de Corea del Sur, especialmente en el pico de Hanla (volcán extinto), y las montañas Taebaek.
Planta curativa de color azul prusiano de la familia de las coníferas, cuyas hojas se utilizan para curar la nostalgia de lo que nunca sucedió, la añoranza de lo desconocido. En la Corea antigua se utilizaba también para aprender a dejar ir, aunque su uso se ha expandido con el incremento de los dolores propios de la memoria.
Se recomienda que se recoja durante tiempo de sequía para evitar cualquier tipo de húmeda resistencia a desprenderse de su tallo.
Para usarse: corte las hojas y muela junto con una pizca de vainilla, semillas de pimienta y unas gotas de agua salada (de preferencia que sea de mar). Mezcle hasta que quede una pasta uniforme. Ponga a hervir, y mientras esto sucede, trate de inhalar el aroma que despide para que su efecto llegue a las profundidades de la consciencia. Una vez tibio, unte las manos con la mezcla y posteriormente envuelva con vendas o compresas de algodón. Deje reposar por tantos minutos como sean necesarios. Respire. Suelte.
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