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Dos mexicanos en sus laberintos
Samuel entró a su departamento y se sorprendió al ver ropa tirada en el corredor.
Se agachó a recoger las prendas del piso. Alzó la minifalda de María, de tipo escocés, que tanto le gustaba, pero le fue imposible reconocer unos pantalones beige de dimensiones mayores a los que él usaba. Dos pasos más adelante identificó unas bragas, una blusa azul y una camiseta del Arsenal. Supo de inmediato que algo no estaba bien.
Abrió la puerta de su recámara y encontró a su novia portuguesa fornicando alegremente con Karl Jenkins, su profesor de política monetaria. Tuvo que pasar casi un minuto para que la gozosa pareja se percatara de la presencia inoportuna e inesperada.
María, sobresaltada, se puso un suéter que estaba en una silla y se acercó a Samuel. “Te lo iba a decir”, le dijo.
Samuel se quedó en shock y muy serio expresó: “Te doy una hora para que guardes tus cosas y te vayas. Saldré a tomar un café y cuando vuelva, ya no debes estar aquí”.
El estudiante de doctorado de la London School of Economics y oriundo de Perote, Veracruz se metió al pub que le quedaba cruzando la calle. Una vez ahí, se puso a meditar sobre la escena que acababa de suceder.
Pinta tras pinta de cerveza obscura, se lamentaba de haberse ilusionado en una relación amorosa de tres años, que no nunca tuvo conflictos serios. La pregunta que no se podía contestar era: “¿en qu�� fallé?”. Salió después de cuatro horas de alcoholizarse y cuando llegó a su departamento, su ex pareja ya no estaba ahí, ni tampoco varios aparatos electrodomésticos. Samuel, entonces, lloró.
Le fue difícil terminar el semestre en la universidad, sobre todo porque se dio cuenta de que el rumor de lo acontecido había llegado al Departamento de Economía. Los profesores fueron solidarios con él: lo eximieron de la presentación de sus avances de la tesis, que se canceló la mañana del fatídico día, y le dieron prórroga para entregar sus trabajos finales, antes de las vacaciones de primavera.
Samuel se la pasaba embriagándose. Comía poco, no contestaba llamadas ni tampoco salía de su departamento. Así estuvo durante tres semanas.
Un sábado, su amigo húngaro Sándor, se presentó en el departamento de Samuel en el barrio de Brixton. Aguantó pegado al timbre varios minutos hasta que la puerta se abrió. El visitante llevaba un paquete de cervezas y o de comida rápida.
Sándor le confesó que había pasado por una experiencia similar, aunque no tan cruda, y que lo único que pudo sanarlo fue irse de vacaciones a las islas griegas. En Creta tuvo la suerte de conocer a una joven italiana, muy bella, con la que tuvo un intenso acercamiento amoroso de tres días. Eso acabó con su depresión.
Después de la conversación, Samuel se sintió reconfortado y con esperanzas y adquirió, por Internet, bajo la supervisión de su aquincense amigo, un boleto de avión a Heraklión para salir en un par de días.
Su mejoría anímica fue un momentáneo espejismo. Durante los dos días siguientes, el vuelo y la llegada a la mayor de las islas griegas, estuvo alcoholizado.
Llegó a su hotel, puso su mochila dentro del clóset y salió a buscar algún lugar donde tomar cerveza. Caminó por la zona turística del malecón buscando un lugar apacible y poco concurrido para embriagarse a gusto. Vio una especie de cabaña en la que entraban, lo que parecían ser, pescadores del lugar. “Zorba The Greek” se llamaba el sitio.
Se sentó en la barra y pidió una cerveza oscura. Se la trajo un hombre sucio de tupido bigote, quien, además, le acercó un plato de pescado en vinagre.
Estaba absorto, tratando de encontrar respuesta a la persistente pregunta “¿En qué, puta madre, me equivoqué?”.
Pensó que se estaba volviendo loco, porque a lo lejos creyó escuchar “Si Dios me quita la vida” de Javier Solís. Salió del estupor en el que estaba y aguzó el oído: efectivamente era la música del ídolo de Tacubaya y máximo exponente del bolero ranchero.
Le dijo al que servía los tragos: ¡Thats mexican music! y el cantinero le respondió señalándolo: ¿You mexican? ¡¡We have mexican!! y se metió a la puerta de la cocina. Regresó con un hombre de unos 40 años, de tez morena, con pelo rizado y con tupida barba entrecana. ¡This is Omar, mecsicano!
Omar y Samuel se dieron la mano y se fueron a sentar a una mesa.
¡No lo puedo creer!, dijo Omar. Tengo cinco años viviendo aquí en Heraklión y nunca había visto a otro mexicano.
Comenzaron a beber y muy pronto el estudiante del doctorado le contó, a su paisano poblano, su triste pena y la duda que permanentemente le asaltaba.
Omar le dijo: “Tú tienes el mismo problema que yo. Estamos en un maldito laberinto del que nunca saldremos. Si uno no tira una cuerda al ingresar, está condenado a ir y volver, circularmente, al mismo lugar. Te voy a contar de mi laberinto” dijo Omar.
Omar conoció en su trabajo a una chica italiana llamada Erica. Después de seis meses de noviazgo se casaron en Livorno, en una fiesta tradicional que duró dos días. Sin dormir, viajaron en autobús a Roma e, inmediatamente, tomaron el vuelo a Atenas. Esa misma noche abordaron, en El Pireo, un barco para surcar el Mar Egeo.
Omar sabía que era muy sensible a los mareos, pero pensó que nada pasaría durante el trayecto. Vomitó en su camerino y salió a la cubierta en donde estuvo volviendo el estómago, sin parar. De nada le sirvió el medicamento que le dio el médico de la embarcación: estuvo más de ocho horas sufriendo un vértigo infernal.
Omar pasó el primer día en Heraklión acostado en la cama, tratándose de recuperar del mareo, la desvelada y la deshidratación. Todos los alimentos los regurgitaba. Erica decidió salir a pasear, ya que sospechó que su marido estaba fingiendo.
Al día siguiente tomaron un tour, contratado días antes, para caminar, con un calor de más de 40° los 16 kilómetros de la Garganta de Samaria. Omar se le ocurrió hacer el recorrido con un calzado deportivo no apto para un terreno pedregoso. Sus tenis terminaron rotos y sus pies llenos de ampollas.
El doctor del hotel le hizo curaciones y le inyectó antibiótico. El recién casado tenía los pies hinchados y no se podía mover. Reposo de cinco días, le prescribió el galeno.
Erica, decepcionada y molesta, decidió dejarlo y optó por disfrutar sus vacaciones. A la tercera noche se fue a bailar y no llegó a dormir, mientras su sufrido esposo pasaba la noche con fiebre.
Al siguiente día, y ya sintiéndose mejor, Omar fue a buscar un poco de sol a la alberca. Su mujer se besaba, apasionadamente, con un joven rubio.
“Después me enteré que, ese altanero, era un pinche húngaro que estudiaba en Inglaterra” dijo Omar.
El poblano engañado salió del hotel con su mochila y jamás supo nada de Erica, ni tampoco promovió el divorcio. Durmió durante varios días en la calle en la que conoció a vagabundos y aventureros de bajo presupuesto,que lo llevaron a conocer el barrio de pescadores. Consiguió trabajo en “Zorba The Greek” diciendo que era pariente de Anthony Quinn.
Dado que tenía pánico por los mareos se negó a tomar un barco de regreso a Atenas. Decidió, entonces, que la taberna sería su hogar.
El mundo perdió un futuro economista neoliberal y un exitoso administrador de empresas, pero ganó, en Creta, a dos mexicanos extraviados en un laberinto que escuchaban a Javier Solís y que, en ocasiones, bailaban felices como Alexis Zorba.
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Los lentes rotos
La primaria en la que estudié se llamaba Licenciado Luis Cabrera y estaba asentada en los linderos de un asentamiento urbano irregular, o ciudad perdida, por lo que la mayoría de los niños –y no tan niños- que asistían a esa cuasi correccional eran auténticos ejemplares marxistas del lumpen proletariado urbano.
Al ser un niño provinciano de 9 años, recién aterrizado de Xalapa, quisieron “agarrarme de su puerquito” pero esos infantes tuvieron la mala suerte de que ya, en ese entonces, era campeón de judo y los trataba con la fuerza necesaria para mantenerlos sosiegos y, además, tuve la fortuna de que, cuando me echaban montón, tenía un defensor: Bernardo Freire, quien en ese entonces tenía 14 años y media como 1.80 metros.
Bernardo, oriundo de Pachuca, Hidalgo, me había tomado cariño porque yo llevaba un estuche de lápices con el escudo del Sevilla F.C. que mi papá me había comprado en uno de sus viajes a la capital andaluza. Según me platicó mi amigo, el autor de sus días era un leñador de un bosque de Galicia, que un día, sin advertencia alguna, decidió abandonarlos, dejándole a su madre una carta que decía “¡buena suerte!��� y unos cuantos centavos.
El tiempo pasó y la señora Martha, mamá de Bernardo, pudo poner un negocio de comida corrida en el mercado de Santa Cruz Atoyac y la situación familiar mejoró.
A mi amigo lo dejé de ver durante 15 años y un día me lo topé en avenida Cuauhtémoc, cuando ambos esperábamos la combi para ir a CU. Ahí me enteré que estaba terminando la carrera de filosofía y que gracias a su privilegida voz cavernosa, leía noticias en Radio UNAM y que participaba en comerciales de bebidas alcohólicas (a las cuales, por cierto, se había vuelto muy aficionado).
Le dije, aunque creo que no le gustó, que con sus lentes de fondo de botella verde y su greñero hasta los hombros, parecía activista del 68.
“No chingues, Peabody, tu comentario es clasista y fresa”, me dijo.
Me acompañó a mi Facultad, donde fui a hacer unos trámites para presentar mi tesis, y yo a la suya, donde un compa le prestó una cámara profesional, ya que se iba a ir al Popocatépetl a sacar algunas fotos. Para rematar la tarde nos comimos unos magníficos chiles rellenos que había cocinado su mamá y con el pretexto de mitigar el calor del verano, cada quien se despachó su respectiva caguama helada.
Me despedí de doña Martha y me dio una tarjeta de su negocio:
“Para lo que se ofrezca, mijo, taquizas, comida del diario, banquetes, con toda confianza me llamas y te llevo el pedido” y me dio un beso. La tarjeta la puse en el refrigerador sostenido por un imán.
A los pocos meses me fui a estudiar mi doctorado y no supe de Bernardo por un buen tiempo.
En el 2010 comencé a soñar, repetidamente a mi amigo. Ya me estaba preocupando porque en la imagen onírica lo veía esquelético y sufriendo. Siempre lo soñaba con las mismas características: se veía jodido, con sus lentes verdes rotos, sus manos de viejito y con una cerveza al lado. Lo habré soñado más de 15 veces.
Un día fui a visitar a mi madre a Trípoli y le pregunté por la tarjeta que decía Casa Martha. Mi progenitora me dijo que todas las tarjetas, de lo que fueran, las había guardado en una cajita. Busqué y re busqué, pero no la pude encontrar. Antes de irme fui al refrigerador a robarme una rebanada de jamón y, para mi sorpresa, la dichosa tarjeta se encontraba dentro del compartimento de las carnes frías. ¿Qué chingaos hacía ahí después de tantos años? Cosas de gente grande, me auto expliqué.
Inmediatamente marqué al número de teléfono preguntando, primero, por Doña Martha, que no estaba y, después, por Bernardo. La joven con la que dialogaba se quedó callada durante un momento y, después, me dijo que el joven Bernardo, iba muy poco al negocio. Le dejé el número de mi celular y le pedí, encarecidamente a mi interlocutora, que lo anotara y lo dejara en un lugar visible.
“Recuerde, me llamo Peabody P-I-B-O-D-I. No se le vaya a olvidar, por favor. Es importante” Le dije.
Una semana después entró una llamada a mi celular mientras estaba en clase. No contesté y lo puse en silencio. Cuando volví a ver la pantalla tenía 24 llamadas perdidas de un número desconocido. Cavilaba si llamar o esperar, cuando timbró por vigesimoquinta ocasión. Contesté y era mi estimado Bernardo.
“Peabody ¿dónde nos vemos, cabrón, que necesito hablar contigo?” Lo cité en la Puerta del Sol en el centro de Coyoacán.
Cuando entré en la taberna, mi amigo ya ocupaba una mesa con una jarra de cerveza negra y dos tarros. Efectivamente se veía descompuesto y visiblemente más delgado, pero no hasta el punto en que lo había soñado.
¿Para qué me buscabas, mi Peabody? me preguntó.
Me dio pena decirle la verdadera razón y le inventé que iba a subir el Popo y que quería sus sabios consejos.
Bernardo se abrió de capa y me confesó, con lágrimas en los ojos, que gracias a su alcoholismo había perdido su trabajo, su pareja, su hija y casi hasta su santa madre. Su vida se había complicado y se dedicaba a vender y comprar objetos de arte robados. Ese día me quiso vender un Toledo sin firma de Toledo y varias reliquias sin gracia. Le compré un singular retrato de Salvador Allende, hecho con puntos de tintas de diversos colores.
Al tiempo se acercó a nuestra mesa el famoso personaje conocido como Changoleón y nos pidió unas monedas.
“¡A ti te conozco, cabrón, ibas conmigo a la Facultad de Psicología!” me espeto, sin más.
Le pedí al entrometido que se fuera y Bernardo me dijo que debíamos ser empáticos y que le invitara una cerveza al recién llegado, y así fue.
Nos quedamos hasta que nos corrieron y jamás volví a ver a mi amigo ni a soñar con él.
Estaba mirando el cuadro de Allende cuando sonó mi celular. Era Doña Martha, llorando: un maldito virus se había llevado, sin piedad alguna, a su hijo.
Lo velaban en la Funeraria Ramírez de Nativitas y fui a despedirme de él. Al entrar le di un abrazo a Doña Martha e hice la guardia de rigor ante el féretro. Un hombre grande, mayor de edad, fuerte, muy blanco, con aspecto de leñador y con los rasgos físicos del difunto me substituyó al frente del ataúd.
He de decir que nunca veo a los muertos, por lo tanto no supe, aunque me imaginé, que los lentes verdes de Bernardo Freire estaban completamente rotos.
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Anacronismos sexuales cincuenteros
Ayer estuve platicando con mi hija Natalia, sobre los términos “pasivo" y "activo" en sexualidad.
Pensar que el que "penetra" es el activo, es de un simplismo aberrante: el que introduce no siempre es activo y el receptor en muchas ocasiones es el que ejecuta la partitura (por decirlo musicalmente).
"Las Relaciones Asia-Pacífico" by La Tête Krançien is licensed under CC BY-NC-ND 2.0
Hay toda una carga machista en esa forma de pensar, desmenuzada por el premio Nobel de Mixcoac, Octavio Paz, en el "Laberinto de la Soledad" de 1950.
Los mexicanos consideran, aseguró el poeta derechista de voz gangosa, que la mujer es la que se abre, la que es tomada, la que está a las espera, la chingada. Entonces el activo, el que posee, el que chinga es el varón, el que hace que la mujer exista.
"" by argi is licensed under CC BY-NC-SA 2.0
Por lo anacrónico de la referencia, se debe destruir, en el ejercicio de la sexualidad, la idea de lo activo y lo pasivo y de sus supuestos referentes masculino y femenino.
Es básico para alcanzar una convivencia igualitaria.
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Calderón, el vitiligo, Michael Jackson y yo. Microcuento.
En el 2008 llevé a mi hijo con una doctora cubana para que lo atendiera por una dermatitis atópica, con aplicaciones de ozono y ungüentos de raíces de yerbas endémicas de la isla. Al terminar la sesión, le pregunté si me podría, luego, revisar. "Usted tiene vitiligo", me dijo sin dudar. "Yo pensé que no se notaba", le dije. Como si yo fuera billete de 500 pesos, me puso en la cabeza una caja negra, que dentro tenía un espejo, y encendió una luz fluorescente. "Toda esa mancha que se ilumina es vitiligo" me aseguró. Era una mácula enorme que me abarcaba mi cachete derecho (de por sí abundante) hasta la mitad del cuello. Me imaginé siendo Michael Jackson, versión Tlaxcala.
"Clarinetto" by Dhammavicaya is licensed under CC BY-NC-SA 2.0
"El vitiligo, me aseguró, es una somatización de una situación estresante. A algunos les da alopecia, a otros problemas cardíacos, a usted se le manifiesta en la piel. ¿Qué es lo qué más le altera?" Me cuestionó.
Lo pensé un minuto y le contesté: "lo que más me altera es Felipe Calderón y manejar diario de mi casa al Tecnológico de Monterrey".
"Felipe Calderon - World Economic Forum Annual Meeting Davos 2010" by World Economic Forum is licensed under CC BY-NC-SA 2.0
Ella muy simpática me señaló: "siendo realistas, no vale mucho la pena de que usted se estrese por una situación política que no va poder cambiar. Además es injusto que usted sufra mientras el presidente de México bebe cognac y buenos vinos. Por otra parte, quizá podría llegar a su trabajo en trasporte público".
Seguí sus instrucciones. Le vendí mi Ford a mi mecánico, dejé de ver las noticias de la noche, tomé cápsulas de triptofano, me puse una crema de plantas silvestres que olía a rayos y me apliqué el ozono.
"Michael Jackson 1958-2009 RIP" by Dallas1200am is licensed under CC BY-NC-ND 2.0
Desde entonces no manejo, no sufro la política (aunque la vivo con intensidad) y el vitiligo desapareció de mi cara, casi al mismo tiempo en el que Michael Jackson desapareciera de la faz de la tierra.
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La venganza de Siam. El estigma de Cecilia.
Cuento basado en una mujer que conocí y escrito en el Bar Dos Naciones, una madrugada de sábado que amaneció lluvioso.
No sé cómo todo vino a terminar así. Lo único que quería era amarla y mostrarle la pasión que sentía por ella. Ahora mi cabeza me da vueltas y no tengo fuerzas para levantarme del suelo. Me es imposible hablar o realizar algún movimiento. Ella, desde la distancia, me analiza. Su torso está descubierto y me muestra sus hermosos pechos. Escucho voces apenas perceptibles y mis ojos ven pasar, de manera fugaz, formas humanas que giran a alrededor mío, pero que no alcanzo a reconocer. Y ahora ¿qué va a ser de mí?
Pasaron más de tres horas desde que el último de los invitados, el representante del Perú, se marchó del lugar después de haber disfrutado la música de los mariachis y haberse bebido botella y media de mezcal. Al hallarse solo, el alcoholizado embajador de México en Tailandia, puso un casete de “Los Panchos” y se apoltronó, con un vaso de whiskey en la mano, en su sillón favorito de cuero negro. Su mirada se clavó en el suelo, mientras que su pensamiento comenzó a dominarlo el triste recuerdo de Marie, su joven esposa, muerta por atropellamiento, cinco años atrás en las calles de Bangkok.
A pesar de que eran las cuatro de la mañana, la servidumbre, que había trabajado desde muy tempano para el festejo del 15 de septiembre, permanecía en la residencia esperando instrucciones para retirarse. El grupo de mujeres, que se aburría de lo lindo en la cocina, comenzaba a murmurar sobre el melancólico y deprimente estado de su patrón.
El embajador salió de su ensimismamiento al notar ausente la voz de Chucho Navarro. Se incorporó del sillón para caminar con pasos titubeantes hasta el modular y hacer sonar un disco, ahora de tango, con los grandes éxitos de Gardel. De reojo pudo ver al hastiado personal de servicio sentado alrededor de la mesa de la cocina.
Fue a su encuentro y hablando en atropellado francés preguntó si querían cenar algo o llevarse a casa alguna vianda. Todas rechazaron el ofrecimiento a excepción de la más joven de ellas, Ashara, quien ignoró la presencia del señor Leroux, ya que aún lavaba trastos en el fregadero. El embajador volteó hacia ella y se pasmó al observar su fino talle. No pudo evitar suplantar la figura que percibía con la de Marie. La vio con morbo, sin importarle que las demás trabajadoras lo observaran, y se impresionó al comprobar que el cuerpo que examinaba era similar al de su malograda esposa francesa.
Solicitó a las empleadas que se fueran a sus casas, a excepción de la joven de 17 años a la que pidió se quedara a preparar café. Mientras Ashara cumplía con diligencia su tarea, el embajador Leroux la miraba excitado convencido de que la joven asiática usurpaba el cuerpo de Marie.
Obligado por un deseo incontrolado, el diplomático se lanzó sobre Ashara y la abrazó con firmeza por detrás. La chica se quedó atónita y no supo qué hacer. El hombre la comenzó a besar por el cuello, mientras recorría con sus manos todo su cuerpo. Ella, de forma instintiva, soltó la lata de café molido que al dar con el suelo, esparció su contenido por todo alrededor. El embajador no paraba de decir “¡Marie, bésame!”. Ashara cerró los ojos y comenzó a invocar a los dioses a los que, desde niña, siempre rezaba.
El poseído sujeto metió sus manos por debajo de la falda de la adolescente y rompió de un jalón las bragas. Ella, presagiando una horrible agresión, invocaba la defensa de Rajasi, león con cabeza de fuego; la de Garuda, ave con cuerpo humano y de Hera el dragón que defiende a mujeres y niños.
Este último apareció, en la conciencia de Ashara, envuelto en una bola de fuego. La bestia se estiró mostrando su largo cuerpo mientras emitía penosos y extendidos alaridos. Los ojos del animal se congestionaron de sangre, mientras mostraba sus afiladas garras en posición de ataque. Cuando la ofendida se sintió penetrada, el dragón de los bosques de Himmapan produjo un grito estentóreo y lanzó grandes llamas desde sus fosas nasales. La joven, quien no comprendía las extrañas y repetidas palabras de su atacante “¡Marie, mi amor, vuelve!”, sentía desvanecerse. El dragón continuaba revolviéndose, lanzado fuego y tirando coletazos que intentaban traspasar los límites de su imaginada existencia. El poseído animal dejó de moverse cuando la agresión, al fin, concluyó.
La mujer, carente de voluntad y fuerza alguna, se tendió sobre la mesa, mientras el señor Leroux se ajustaba su arrugada ropa. Con los ojos abiertos, ella vio a Hera sentado sobre su enorme cola. Sin moverse del sitio en el que se hallaba, el dragón cogió con delicadeza una especie de renacuajo que se movía distraído en el ambiente y con la otra garra capturó una esfera suspendida en el aire. El ahora impasible animal acercó los dos objetos de forma ceremoniosa y la joven observó con nitidez que dentro de la esfera se encontraba el cuerpo de su futura hija. Ashara comenzó a llorar sin control ya que temió que la no nacida pasara, algún día, por la terrible experiencia que ella vivía en ese momento. El dragón acarició y lamió con ternura la esfera fecundada y después la engulló.
Hubiese deseado permanecer en mi cama tres o cuatro horas mas para recuperarme de la desvelada y la resaca producida por los incontables mojitos que bebí la noche anterior en el bar Dos Naciones, pero tenía el compromiso con mi madre de acompañarla esa mañana a hacer un trámite de vivienda en el sindicato de maestros, en el centro de la ciudad.
Sabedora de la psicología que me distingue, mi progenitora no se desgastó al escuchar por teléfono mi negativa inicial y me hizo la tentadora oferta de invitarme en “El Rábano” una pancita acompañada de una cerveza helada. Eso me llevó a cambiar de opinión.
A pesar de la temprana hora, el sol caía a plomo y si no hubiera sido por la pócima revitalizadora que ingerí en el famoso restaurant de la colonia Portales, el viaje en metro hubiera sido aún más tortuoso. Llegamos poco antes de las diez de la mañana al descuidado inmueble ubicado muy cerca de la Plaza de Santo Domingo y mi sorpresa fue mayúscula al ver que, en un día no laborable, una muchedumbre se agolpara en la entrada de la sede sindical, como si fuera el acceso al metro Pino Suárez al finalizar un mitin político.
Cuando ingresamos al edificio, de inmediato percibí la fetidez propia de un animal en descomposición que armonizaba con el triste cuadro de deterioro material. Cristales rotos o pintados a brochazos, ausencia de ventanas y puertas en oficinas, paredes descarapeladas que mostraban manchones de cal, papeles y polvo en cada rincón. Sólo unos llamativos carteles anaranjados firmados por el sindicato y el gobierno federal con la leyenda “Para vivir mejor”, le daban cierto colorido al deleznable lugar.
Subimos al segundo piso y mi mamá se incorporó a una larga fila de compañeros suyos que se desesperaban por ser atendidos. Mi cálculo fue que habría unas setenta personas antes que nosotros, así que comencé a maquinar un pretexto que pudiera parecer creíble para ausentarme lo más pronto posible de ahí. Mi madre metió la mano a su bolsa y sustrajo una silla plegable de tres patas, la cual armó con gran habilidad y procedió a sentarse.
Al ver que yo carecía de un artefacto similar, me recomendó: “Hijo ¿por qué no te vas a dar una vuelta y regresas en una hora? La mayoría de la gente trae su documentación incompleta y en un ratito nos van a pasar a los demás. Aquí en la esquina están las librerías de viejo y me puedes encontrar algo interesante. Yo te espero. No te preocupes”.
Le tomé la palabra y le dije que buscaría un buen libro policiaco para ella.
Durante los nueve meses que duró la gestación de su bebé, Ashara decidió por el mutismo. Siempre miraba de reojo y su crispado rostro jamás recuperó la natural belleza infantil que le era característica. Sin que ella misma lo supiera, porque nunca se lo cuestionó, siempre odió a su ultrajador y a la injusta suerte que le dispuso la vida.
Al darse cuenta de la monstruosidad de su acto, el señor Leroux decidió contraer nupcias con la joven ultrajada en una ceremonia a la que acudieron todos los trabajadores de la embajada. Con el silencio de la novia, quien nunca dijo sí, se convirtieron en marido y mujer.
El día del alumbramiento Ashara llegó al hospital con un trabajo de parto de 48 horas, pero se sentía tranquila y esperaba con ilusión la llegada de su hija. Estando en el quirófano la intervención comenzó a complicarse ya que la madre sufrió una dramática baja de su presión arterial producto de una deficiencia hepática que no había sido detectada anteriormente. El equipo médico dudaba entre hacer una cesárea o esperar el nacimiento natural. Los signos vitales comenzaron a experimentar una crisis súbita. El equipo médico entró en estado de alarma.
La mujer, casi desfallecida, sintió con toda claridad coletazos dentro de su vientre y tuvo una visión en la que Hera se encontraba dentro de ella en posición fetal. De pronto el dragón comenzó a emitir rugidos terribles y a desgarrar con furia todos los órganos internos que tenía a su alcance, produciendo un río de sangre. La destructividad del animal le generaba a Ashara un dolor atroz. La desesperada bestia hincaba sus garras traseras en el cuerpo de la paciente mientras giraba para todos lados buscando una salida. La mujer sentía que la sangre manaba a chorros desde el interior de su cuerpo. Estaba muy débil y pensó que moriría en ese instante. En determinado momento, Hera pareció haber hallado una vía para escapar de su enclaustramiento, así que se deslizó suavemente por las paredes de la matriz hasta hacer embonar su hocico en la entrada vaginal. Poco a poco fue abriendo sus fauces hasta lograr que la niña-dragón que conservó por meses en sus entrañas, pudiera salir sin dificultad a reconocer el amenazante mundo que en ese momento le daba la bienvenida. El primer chillido de Cecilia coincidió con el último latido de Ashara, quien murió con una dulce sonrisa dibujada en su rostro.
Abandoné lo más pronto que me fue posible el maloliente edificio. Crucé la calle y me encontré con varios locales que se dedicaban a la compra-venta de libros antiguos y de segunda mano. Entre ellos estaba “La imprenta de Gutenberg”, “La letra novohispana”, “El topo escribano” y un pequeño negocio que me llamó la atención por su esotérico nombre “Los presagios de Siam” y por su logotipo, un dragón leyendo un libro rodeado de un grupo de infantes.
Me introduje a esa librería que, a diferencia de las demás repletas de estudiantes, solo estaba ocupada por dos aburridas dependientas de origen asiático. La planta baja del local no ofrecía nada extraordinario, sólo ofertas de intrascendentes libros de 10 y 15 pesos y ejemplares de best sellers políticos a precios similares que en cualquier otro lado.
Estaba a punto de salir del oriental changarro cuando a lo lejos observé el barandal de hierro forjado de la escalera del fondo. Me acerqué y encontré una serie de figurillas montadas y en bajorrelieve que eran propios de alguna cultura asiática. No había visto semejantes piezas en mi vida, lo que me llevó a pensar que ese trabajo no era nacional. Al principio del pasamanos había una especie de duende con rostro desfigurado y largos colmillos, vistiendo un taparrabo y en posición de ataque. A lo largo del barandal, por lo que se podía divisar desde mi punto de visión, sobresalían personajes mitológicos de lo más extravagantes como hombres pájaro, perros con cara de mono, largas serpientes marinas y caballos con cara de felino, todos ellos dentro de un ambiente selvático. Pero mi atención la captó el arco ubicado en el último peldaño de la escalera, el cual representaba un hocico de dragón.
A pesar de que había una cadena que impedía el ascenso, aproveché el sosiego del personal femenino y traspasé de un brinco hacia el otro lado. Subí con toda calma las marmoleas escaleras, observando maravillado el trabajo de herrería. Al llegar al umbral de la arcada me di cuenta de que el final del pasamanos estaba rematado con varias figuras de duendes en actitud agresiva. El arco era impresionante, ya que el calibre del material suponía un pesado trabajo escultural. Los congestionados ojos de la flamígera bestia trasmitían un deseo incontrolado de destrucción. Me llegué a sentir inquieto debajo de las fauces del monstruo, así que opté por ingresar a la sala.
Caminé varios pasos y a cada uno de ellos la oscuridad se acrecentaba. Tenía confianza ya que, según mis cálculos, el primer piso debía ser igual de pequeño que la planta baja. Pronto me percaté de que las dimensiones eran mayores ya que identifiqué resplandores que evidenciaban un terreno tres o cuatro veces más grande de lo esperado. Pasado un tiempo, mis ojos se acostumbraron a la oscuridad y pude identificar con cierta precisión, gracias a algunas líneas estables de luz, la amplitud de la biblioteca.
Mi curiosidad me llevó a escudriñar los libros que se hallaban cercanos a un ventanal traslúcido. Eran ejemplares muy viejos y escritos en un lenguaje extraño que parecía ser árabe. No entendía nada de lo que esos tomos decían, pero los grabados representaban personajes mitológicos idénticos a los encontrados en la escalera. Revisé varios de ellos y todos contenían jeroglíficos y grabados del mismo tipo, a excepción de los que mostraban fotografías de felinos en su hábitat y retratos de personas asiáticas viviendo en la selva.
Estaba hojeando un libro recargado en la ventana cuando escuché un murmullo que provenía de un pasillo cercano. Me moví en su búsqueda y cuando identifiqué el origen del sonido observé a una mujer sentada en el piso en posición de flor de loto que rezaba o emitía algún mantra. Me acerqué con todo el sigilo que me fue posible y noté que, frente a ella, flanqueado por cuatro velas encendidas, había un libro abierto que mostraba un grabado de un dragón alado con una expresión malévola.
De súbito, la mujer salió de su trance y enfocando con dificultad su vista, me preguntó sobre mi presencia en ese lugar. Al ver sus ojos claros y rasgados la identifiqué de inmediato, era Cecilia Leroux Kunklub, compañera de trabajo en el Banco de Comercio Internacional y con quien había instrumentado varios programas de exportación de alimentos mexicanos a Sudamérica.
- “Samuel ¿tú aquí? ¿Cómo es posible?” Me preguntó con nerviosismo.
- “Cecilia ¿qué haces en este sitio?”, le cuestioné intrigado mientras recordaba que un par de meses atrás había asistido a su elegante boda con un empresario alemán. Vino a mi memoria, entonces, el hecho de que el papá del novio había fallecido en Berlín la misma noche de la ceremonia matrimonial.
- “Es que hay muchas cosas que no sabes de mi, Samuel. Todos los sábados vengo a esta biblioteca para encontrarme a mi misma. Pero ven, acompáñame, que quiero mostrarte algo”.
Cecilia me condujo de la mano por varios pasillos y en el breve trayecto no cruzamos palabra alguna. Nos detuvimos justo enfrente de una estrecha puerta de madera.
- “Quiero decirte algo antes de entrar. Jamás pensé llegar a encontrarme a alguien conocido en este edificio, pero, ya ves, el destino te condujo hacia aquí y por algo será. Por favor no comentes con nadie lo que vas a ver y escuchar porque me comprometerías. Después te explicaré todo a detalle”. Me dijo misteriosa.
La puerta conducía directamente a un cuarto cuyo espacio lo ocupaba casi en su totalidad un viejo armario de madera, una cama matrimonial con las cobijas revueltas y una cabecera de latón. La habitación carecía de ventanas y una lámpara de pie ofrecía la única luz disponible. También pude observar una mecedora con tejido de mimbre que era ocupada como depósito de ropa usada.
De repente Cecilia gritó: - ¡Ademar, ¿ya te bañaste?!
Y desde algún lugar, que no pude identificar, provino una respuesta:- ¡Ya chiquita! ¡Oye, ya se me hizo tarde, ¿me puedes preparar el desayuno?!
Acompañé a Cecilia a un costado del armario por el que cruzamos a través de un estrecho pasillo que conectaba con la cocina, la cual, a diferencia de la recámara, lucía limpia e iluminada. Asomé mi cabeza por una ventana que se abría de par en par y me percaté que daba a una bulliciosa calle del centro histórico, donde se ejercía, con vitalidad, el comercio ambulante.
Mientras preparaba los alimentos, Cecilia me comentó que Ademar era una persona generosa, inteligente y que siempre la cuidaba. “Ahora lo vas a conocer, es un ser maravilloso”, me dijo. Estaba admirado de ver la maestría y rapidez de mi amiga para hacer con cuidado el desayuno, cuando percibí que, de un brinco, un enano se subía a la silla periquera.
- “Hola, buenos días, no sé ustedes, pero yo me estoy muriendo de hambre”.- dijo con gracia el recién incorporado a la mesa.
Me sorprendió no sólo la presencia del diminuto hombre sino su arabesca vestimenta, roja toda ella con vivos dorados y que consistía en unas babuchas enrolladas en sus puntas, pantalones holgados, un chaleco abierto que dejaba ver su musculoso torso y un gran turbante.
El pequeño individuo habló poco, ya que se mantuvo ocupado comiendo de prisa el generoso desayuno que le preparó Cecilia. Una vez que hubo terminado de alimentarse descendió de la silla, introdujo el turbante en una bolsa de piel, se puso un sweter cruzado en forma de bata, abrazó a Ceci y se marchó de inmediato.
Al quedarnos solos, Cecilia me confió su secreta historia de amor con Ademar.
Ella estudiaba el quinto semestre de preparatoria en el Colegio Alemán, cuando su profesora de letras le pidió, como trabajo final, realizar una entrevista a un personaje popular. Ceci siempre había querido ir al circo, lugar que no había visitado en su vida, así que le pidió al chofer de su padre que buscara uno y la llevara. El conductor la trasladó al que se hallaba en la colonia Buenavista.
Llegó al circo con la intención de entrevistar a algún payaso y comprobar la leyenda de que esos chuscos artistas son melancólicos con vidas trágicas pero, para su mala suerte, los personajes buscados no se encontraban en ese momento en sus camerinos.
Se introdujo, entonces, en la carpa y le preguntó al barrendero, quien hacía sus menesteres en la pista principal, por el hombre fuerte del circo y aquel le indicó el camerino al que debía dirigirse. Iba a tocar la puerta cuando ésta se abrió permitiendo la salida de un escuálido y alegre viejecito acompañado de media docena de perros juguetones. Al ver a Cecila, el anciano le dijo “pásale, bonita, Sansón está visible”.
La historia que mi interlocutora me narró, con lujo de tiernos detalles, se reduce a que el encuentro entre ella y el artista circense produjo un poderoso amor a primera vista.
- “Era un sábado a las 11 de la mañana cuando conocí a Ademar. Recuerdo que me sirvió una infusión de flores aromáticas y en una charola de plata puso galletitas danesas en forma de corazón. Me dijo que yo era una persona que trasmitía un aura especial y que adivinaba que mi vida, al igual que la de él, estaba trazada por un Dios poderoso. Reconoció mi secreto y me aseguró amoroso que quería conocerlo a fondo, para poder sanarlo. Eso, Samuel, es lo que nos mantiene unidos”.
No quise indagar más a fondo sobre el misterioso enigma que acababa de escuchar, pero sí me atreví a preguntarle por su marido alemán. Sonrió y me dijo:
- “Matías es una buena persona y nada sabe de la historia que te conté. Decidí casarme con él, un poco por presiones de mi padre y otro tanto para poner a prueba mi relación con Ademar. Recordarás que mi esposo tuvo que viajar a Alemania por la muerte de su padre la misma noche de nuestra boda. Al ser heredero único las cosas se complicaron más de lo esperado ya que tuvo que liquidar adeudos del negocio familiar para arreglar legalmente lo de la herencia. No nos hemos visto desde el día de nuestra boda hace tres meses, pero hoy en la noche regresa a México. ¿Crees que me podrías acompañar a la recepción que daré en mi casa, Samuel? Me preguntó mientras me acariciaba la cara con sus finas manos de pianista.
Me turbé un poco porque ella no dejaba de indagar mi rostro mientras lo recorría con ambas manos.
- ¿Entonces? Me dijo, rogándome un poco.
Yo no podía pensar en nada, sólo me deleitaba con sus caricias. Estaba a punto de ronronear, cuando se levantó y me dijo que prepararía café.
- “Eres lindo ¿sabes? Tus ojos son hermosos. Me han gustado siempre” Me expresó en forma seductora.
Estuve observándola mientras trabajaba en la cocina. Su figura era hermosa. Sus nalgas pequeñas y duras, sus pechos se adivinaban turgentes. En esa circunstancia reconocí que, con esa vestimenta casual, me gustaba más de lo que pensaba. Sentí celos por el enano y también por el afortunado teutón que, de seguro, hoy la haría suya. Mi consuelo fue que durante la hora que pasé con ella tomando el café, no dejó de tocarme y de decirme que, para ella, yo era una persona especial. He de confesar que pudo más el control que el deseo y no me atreví a decirle las profundas emociones que estaba sintiendo. Me hallaba confundido así que tuve que pretextar que debía regresar a buscar a mi madre. Nos quedamos de ver a las seis de la tarde en su casa de las Lomas de Chapultepec.
Salí de la librería de viejo-biblioteca oriental-guarida de Cecilia para dirigirme al sindicato magisterial. Cuando llegué ahí ya no había ni un alma. El edificio estaba cerrado y los cientos de maestros que horas antes pululaban el lugar, se habían esfumado.
Hablé a mi madre por teléfono y sólo pude escuchar recriminaciones, por lo que supuse que todo estaba bien. Ella averiguó si había comprado su libro y me aseguró que jamás me volvería invitar a desayunar. Con premura fui al pasaje Zócalo-Pino Suárez, le compré una novela policiaca de reciente edición, la puse en una bolsa de regalo y se la llevé a su casa. Más o menos se tranquilizó.
Apenas me dio tiempo de bañarme, ponerme un traje, comer cualquier cosa y salir rumbo a la fiesta de recepción. Creo que me había puesto perfume en demasía ya que el taxista abrió las dos ventanillas delanteras para orear el ambiente.
- “¿De seguro va a ver a su chica? Se ve que está usted enamorado, jefe”. Me expresó con malicia el conductor. Yo le respondí con un seco “mas o menos”.
Durante el trayecto –y en realidad mientras transcurrió toda la tarde- no hice otra cosa que pensar en las caricias de Cecilia. No sabía cómo interpretarlas. Ese “tus ojos me han gustado siempre” me había puesto asaz inquieto.
¿Qué querrá Cecilia? ¿Por qué me citó tan temprano si su esposo llega hasta entrada la noche? ¿No será que quiere con…? No, no ¡eso es imposible!. Ella es un mujer muy fina y educada ¿Cómo va a ser que se me ofrezca de esa forma? ¿y el enano? Lo que pasa es que soy un ordinario que no sabe reconocer la buena educación. No dejaba de pensar en esos temas.
“Ya llegamos señor. Ésta es la casa”. Me dijo el chofer, quien todo el tiempo del viaje permaneció callado.
Le pagué el servicio y me dijo:
“Sólo quiero darle un consejo y, por favor, no me tome por un entrometido: nunca diga ‘mas o menos’. A las mujeres no les gustan los que dudan. Mejor vaya, abrácela y dígale lo que siente por ella”.
La taxística recomendación me pareció sabia y necesaria para disipar mis tribulaciones, así que le di una propina similar a la cuenta y le agradecí dándole un agradecido apretón de manos.
Toqué el timbre de la residencia intrigado de lo que podría suceder unos minutos más tarde. Cecilia abrió la puerta y se lanzó a darme un fuerte abrazo. “¡Qué bueno que viniste, Samuel! Temí que después de la historia que te conté, hubieras preferido alejarte. Pensarás que estoy un poco loca ¿no?”. Me dijo con alegría.
Cecí se veía lindísima. Su informal atuendo de la mañana había mudado a una blusa blanca de seda y una corta falda negra que hacia lucir sus largas y torneadas piernas. Los tacones altos estilizaban aun más su figura. Su pelo lo llevaba recogido y era sostenido por dos largos palillos orientales. El tocado la hacía ver sofisticada.
Entramos a su casa y me enseñó la colección de arte que le había regalado su padre. De entre los dibujos, esculturas y muebles traídos de Tailandia sobresalía una pintura de su madre que le fue realizada post mortem por un reconocido artista de aquel país. Cecilia me comentó que la obra se basó en la última fotografía que le fue tomada a su mamá en vida, exactamente un día antes de que ella naciera. La pintura reflejaba con fidelidad la extraordinaria belleza de la mujer, quien, mostrando un avanzado estado de gestación, vestía un llamativo traje regional. Su rostro, sin embargo, expresaba cierta nostalgia. El autor de la obra plasmó un dragón que giraba ascendente alrededor de la modelo. Cecilia me dijo desconocer el motivo de la presencia de ese personaje mitológico en el cuadro y me explicó que el animal era muy valorado en la cultura tailandesa. De inmediato reflexioné que en el transcurso de un solo día me había convertido ya en un experto en el tema.
Mi anfitriona acudió a la servidumbre y trajo dos refrescantes martinis. Nos sentamos muy juntos en la sala. Ella cruzó sus piernas y notó de inmediato el impacto que me produjo el coqueto desplante, ya que la inesperada postura me hizo moverme hacia un lado. Una vez que recuperé la posición vertical, ella se me acercó y reinició el dulce tocamiento. Continuaba diciéndome que yo era lindo y otras lisonjas, cuando decidí hacerle caso al sabio taxista y afirmar enfático:
- “No dejaré que continúes acariciándome hasta que me digas qué pretendes ¿Por qué lo haces Ceci?”. Le dije mirándola fijamente, mientras la tomaba de una muñeca.
- “En realidad no lo sé Samuel. Sólo me nace. Será que eres una persona que me parece tierna. Sabes escuchar y eso me reconforta”.
- “Una cosa es que te parezca tierno y otra que te guste. Son cosas diferentes ¿no?”.
- “Samuel, en lugar de interrogarme ¿por qué no me dices lo que piensas, lo que sientes?”. Me dijo muy seria.
- “Ceci, yo soy una persona normal, no soy diplomático y quizás te parezca extraño y rudo lo que te voy a confesar, pero a mi…me gustas mucho. Sé que no tengo derecho a decírtelo, pero ya que me pides que exprese lo que siento, pues es eso. Te deseo y mucho”.
Ella liberó la mano que yo retenía y me volvió a acariciar el rostro. Acercó su cara a la mía y me dio un beso profundo y suave. Me dijó “yo también te deseo”.
Nos pusimos de pie y comenzamos a besamos de forma apasionada. Cual danzantes nos movimos por toda la sala. Los contactos de nuestros labios subían en fuerza e intensidad y las caricias se multiplicaban por todo nuestros cuerpos. No sé cómo pero llegamos a la cocina y ahí comencé a quitarle la falda. Ella me decía que esperara; yo hacía caso omiso a esa petición.
La fuerza de gravedad se impuso y la falda corta se vino abajo. Mis manos acariciaban, con gran emoción, sus pequeñas nalgas. Sonó un celular y retumbaron varios claxonazos provenientes de la calle.
Al verse perturbada por los ruidos, Ceci se alejó de mí y contestó sobresaltada el teléfono. Era su esposo Matías quien estaba afuera de la casa esperando que lo recibieran de su largo y adelantado viaje. Ella le dijo que se estaba arreglando y que yo, “un compañero del trabajo” lo recibiría. Subió a toda prisa a su habitación y me pidió hacerme cargo del asunto.
Abrí la puerta y saludé a Matías, quien se portó muy serio conmigo ya que no pudo recordarme. El alemán estaba ansioso por que su equipaje, que incluía una maleta llena de regalos para su mujer, lo habían enviado a Atlanta. Me preguntó por Cecilia y le dije que estaba arreglándose. Subió, apresurado, las escaleras.
Estuve a punto de detenerlo, pero me pareció que eso sí hubiera sido una impertinencia. De cualquier forma, y sin meditar en la gravedad de mi acción, también subí rumbo al cuarto matrimonial, pero decidí apostarme al comienzo del corredor.
Primero escuché risas que fueron convirtiéndose en sonoras carcajadas. Después aprecié un silencio prolongado que era interrumpido por susurros. Con posterioridad percibí intensos jadeos. Un estruendoso alarido que salió de la habitación me pareció ser la evidencia de que la pareja hacía el amor.
Sentía caliente mi cabeza y experimentaba celos sin control provocados por las imágenes eróticas que yo mismo me inventaba. Me pareció injusto que ese desabrido alemán estuviera disfrutando de una experiencia que, hacia tan sólo unos instantes, estuvo a punto de ser mía.
Se mantuvo un silencio por varios minutos. La calma me inquietaba, así que para aminorar mi martirio decidí bajar a servirme un trago de alguna bebida que me tranquilizara. Malhumorado escudriñaba la amplia cava de la casa, compuesta de cientos de botellas, casi todas de vino, cuando escuché la voz de Cecilia que me decía “si quieres desetresarte, lo mejor, según mi padre, es el whiskey. Iré a pedirle a la servidumbre que nos alcance dos tragos”. Me acarició el pelo y aprecié, con una mezcla de coraje y deseo, la bata de seda que llevaba puesta.
Al regresar de la cocina tomó mi mano y me condujo al jardín. Ocupé un sillón y ella se sentó sobre mis piernas. Desconcertado, le dije que eso me parecía un exceso, que su marido vendría y por muy europeo que fuera, no le iba a parecer correcto verla sobre las piernas de un desconocido.
- “Matías no bajará en mucho rato. No te preocupes”. Me dijo Ceci con seguridad.
- “¿Qué tan mal lo traste? Yo escuché otra cosa” Le comenté intentando ser sarcástico.
- “Mas bien fue al revés, Samuel, él se portó muy mal conmigo”. Me afirmó sonriente.
Comenzamos a besarnos y los sentimientos negativos que había experimentado, se disipaban ya. Debajo de la bata lo único que había era su tersa y blanquísima piel. Todo esto me estaba pareciendo muy excitante. Me disponía a despojarla de su bata para atacar con mi boca sus senos, cuando una voz intrusa hizo acto de presencia.
- “Mi vida, te traje los whiskeys, están bien preparados”.
Me pareció reconocer al emisor de la impertinente voz e hice a un lado a Ceci para ratificar mi conjetura. Era, en efecto, Ademar, vestido a la usanza árabe que ya le conocía. Detrás de él había cuatro enanos, aun más pequeños, y con similar indumentaria.
- “Gracias amor. Quédate cerca por si necesitamos algo, ¿sí?, por favor”. Solicitó, cariñosa, Cecilia.
Yo estaba absolutamente sorprendido y le pregunté a Ceci el significado de todo ese excéntrico cuadro. Ella por respuesta me besaba en el cuello y me acariciaba. Aunque no los veía, sentía la presencia de los enanos muy cerca de nosotros. Yo le seguía pidiendo explicaciones.
Cecilia contestó “no cuestiones nada, Samuel, sólo actúa”.
Hice caso a la orden del objeto de mi deseo y retire la parte alta de su prenda de seda. De inmediato me abalancé sobre sus pechos y con los ojos cerrados comencé a besarlos. Cuando posé mi mirada sobre su cuerpo inició el extraño y maldito trance que me tiene aquí en el piso, aterrorizado e inmóvil.
Sobre uno de los pechos de Cecilia había una cicatriz en forma de dragón. De repente ese estigma tomó vida propia y comenzó a moverse de un lado a otro sacando humo y fuego por el hocico. Me costaba trabajo tomar como cierto el espectáculo que estaba viviendo. El dragón se me acercó y lanzó un contundente rasguño que me hizo volar uno de mis ojos. Sentí la cuenca vacía y la sangre escurrir por mi rostro.
Me encontraba paralizado. Los rugidos de esa diminuta bestia se incrementaban en volumen al mismo tiempo que su figura aumentaba en tamaño. Sentí cómo el monstruo, de mi estatura ya, clavaba sus garras sobre mi cabeza, mientras me zarandeaba de un lado a otro. El dolor era insoportable. Me remataba de vez en vez golpeándome con su enorme y pesada cola. A lo lejos alcanzaba a escuchar risas provenientes de los enanos.
El perverso animal, que me agredía sin que yo le hubiera dado motivo, me cogió con firmeza de los genitales y comenzó a hacerme ascender y descender con parsimonia. En ese momento experimenté un profundo arrepentimiento por haber deseado a Cecilia como lo había hecho. Sentía culpa por haber aspirado a poseerla sexualmente, por acariciar sus hermosas nalgas y besar con pasión sus pechos. No era el dolor físico lo que más me afectaba sino el sentimiento de haber hecho algo perverso, injustificable. Después de dejarme experimentar un hondo sufrimiento emocional por varios minutos, la bestia me arrojó, con deprecio, al suelo.
Llevo horas aquí tirado en estado de absoluta rigidez. Ahora presiento que cuando recupere el movimiento no volveré a ser el mismo de antes. Tengo la consciencia clara de que deberé cuidar de Cecilia para que nunca sufra la perversidad de hombre alguno.
Alcanzo a ver a Matías, desnudo, convertido en un diminuto hombre. Ceci me acaricia el pelo y me sigue viendo a los ojos. De seguro estará pensando que como su nuevo enano, seré un fiel protector.
Presiento que no se equivocará.
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Rescate emocional
(Historia negra basada en una anécdota personal que me ocurrió con un taxista que me llevó del metro San Cosme a la Torre de Pemex, hace algunos ayeres).
La audiencia, puesta en pié, brindó un largo y sonoro aplauso. Desde el atril, el doctor Arnoldo Anaya observaba orgulloso cómo los asistentes, que habían desembolsado cuatrocientos pesos por boleto para presenciar la conferencia “El poder de la palabra y la felicidad de vivir”, se rendían ante su persuasivo discurso.
Tanto era el entusiasmo del gentío por estar cerca del psicoterapeuta, famoso por su programa semanal de televisión, que le hicieron imposible retirarse por la puerta principal del Teatro Metropólitan. Muchas personas, en particular mujeres, competían entre ellas para darle un efusivo beso, un abrazo o conseguir un autógrafo. El equipo de seguridad tuvo que montar un cerco para aislar de la muchedumbre al doctor Anaya y lo retiraron tras bambalinas, conduciéndolo hasta la puerta de emergencia con salida a la calle de Balderas. Uno de los guardias salió a la avenida para detener un taxi que se frenó frente al edificio. El motivador de cuarenta años se apuró a abordarlo justo cuando un grupo de admiradoras corrían tras él con la intención de impedir su traslado. El chofer enfiló de inmediato hacia el sur de la ciudad.
Arnoldo no salía de su ensoñación, pensando en pasajes emotivos de su discurso -como el momento que explicó la importancia de usar la palabra como autoterapia-, cuando cayó en la cuenta de que no había solicitado que lo llevarán a dirección alguna. Volteó hacia la calle y reconoció el caótico cruce de avenidas de lo que alguna vez fue la Glorieta del Riviera. Entonces reaccionó y le expresó al conductor:
- Disculpe mi torpeza pero no le he dicho hacia donde quiero ir y vamos en sentido contrario a mi destino. ¿Sería tan amable de llevarme a Homero 242 en Polanco?
Pareció que el taxista no había escuchado la petición, ya que siguió avanzando hacia el sur por Avenida Cuauhtémoc.
Después de haber hecho un recordatorio al atravesar Municipio Libre, el pasajero insistió a gritos, justo en el cruce con el Eje 8, que quería ir a Polanco y le exigió al chofer que diera vuelta a la derecha sobre Río Churubusco. El semáforo en rojo paró la trayectoria del vehículo en el cruce en el que, se suponía, debía torcer.
Arnoldo se intrigó al percibir un ruido que parecía un apagado sollozo. Se inclinó hacia adelante para identificar el origen de ese silencioso lamento y se sorprendió al ver al chofer rebotando repetidamente su cabeza sobre sus manos que se sostenían en la parte alta del volante. El triste llanto pertenecía, en efecto, al conductor.
La luz cambió a verde y al auto se quedó inmóvil. Las bocinas de los coches que venían detrás comenzaron a pitar desesperados. El conductor del taxi no levantaba la vista y seguía ejecutando el mismo movimiento repetitivo.
Arnoldo se angustió al ver el ritual del conductor y el tremendo caos vial que causaba, así que no le quedó más remedio que intervenir. Tomó del hombro al chofer y con una firme sacudida le dijo:
- Señor ¿qué le pasa? Ya está la luz verde. Por favor avance.
Como respuesta recibió un grito que a su ejecutor le salió de lo más profundo de su alma:
- ¡¡Pinche vieja puta!!
El volante emitía sonidos secos a cada uno de los violentos cabezazos que se propinaba el mismo conductor, quien a gritos repetía la misma frase de resentimiento.
- Señor, por favor, debe avanzar y cruzar la avenida, que aquí se está formando un caos terrible. Mire que los demás coches no pueden dar vuelta. Dijo angustiado el pasajero.
En calidad de zombi y como si arrancara en tercera velocidad el conductor condujo a trompicones el taxi y lo fue a estacionar justo enfrente de los Viveros de Coyoacán. Continuó llorando con peculiar desconsuelo.
- Amigo, no sé que le pase pero debo decirle que soy el doctor Arnoldo Anaya. A lo mejor me reconoce. Soy psicoterapeuta y le puedo ayudar. Dígame por favor qué le ocurre. Cuéntemelo con toda confianza.
El taxista dejó de sollozar y se limpió la cara con las mangas de la camisa. Observó fijamente al pasajero y con destellos de odio en su mirada, espetó:
- Mi mujer me engaña, ¡la muy perra! La acabo de descubrir, sé quien es el amante y ¡voy a matar a la desgraciada! Y usted, doctor, ¡será mi testigo!.
De la charla, Arnoldo se enteró que el chofer se llamaba Carlos Hiriart, licenciado en derecho, de 35 años, quien se había casado con Rosa hacía un decenio. Supo que la familia Hiriart vivía en San Simón y que la completaban dos pequeñas niñas de nueve y siete años. Rosa tenía 32 años y estudiaba una maestría en la Universidad Pedagógica Nacional. Según las pesquisas del taxista, su mujer había conocido a su amante en un gimnasio cercano a Copilco. Carlos Hiriart parecía decidido a aniquilar a su esposa.
- Carlos, entienda, ¡no puede matar a su mujer!, razonaba el doctor Anaya. Sus hijas dependen de usted. Ellas lo aman y no puede condenarlas a una vida de sufrimiento con la madre muerta y el padre condenado a una prisión de cuarenta años. Debo decirle que mis hijas son de la misma edad que las suyas y nuestra obligación como padres es hacerlas felices, ¿no cree? Se esforzaba el psicólogo en aplicar sus conocimientos teóricos sobre el poder de la palabra.
- Doctor lo que usted me dice, no tiene sentido para mi. Esa pinche vieja ya no es mi esposa y ahora dudo que las niñas sean realmente mis hijas.
El psicólogo intentaba convencer al agraviado taxista de que el homicidio no solucionaba nada y que lo único que lograría era que todos sufrieran. Otro argumento del doctor Anaya tenía que ver con el hecho de que la mujer no había reconocido la bondad de su marido y que eso era culpa de ella. En pocas palabras, que no lo merecía. Carlos se mostraba insensible a los razonamientos del doctor y permanecía con la idea fija de acabar con la vida de su cónyuge. El chofer insistía: ¡usted será mi testigo!
El diálogo se había prolongado por más de una hora, cuando sonó el celular del psicoterapeuta. Éste recordó que debía tomar un avión a Mérida en donde impartiría una conferencia sobre la felicidad humana. En el momento en el que Arnoldo retiró el teléfono de su saco para contestar, Carlos agarró una aparatosa pistola que guardaba en la guantera.
- ¡Cuidado doctor que lo escucho, ¡ni una palabra de lo que está pasando! ¿Me entiende?, le advirtió para, acto seguido, apuntarle fijamente el cañón entre ceja y ceja.
El doctor Anaya guardó calma y le pidió a su secretaria que se comunicara a Mérida para cambiar la conferencia al día siguiente y dejar abierto el boleto de avión. “Es un asunto de suma gravedad el que me retendrá en el ciudad, Carmen. Podríamos decir que es de vida o muerte”. Carlos, irritado, meneó levemente la pistola en señal de advertencia.
Al concluir su llamada, Arnoldo quiso expresar su molestia por haber sido amagado de forma tan descortés. Expresaba su inconformidad cuando se percató de que Carlos seguía con morbo el arribo de un coche deportivo que se estacionaba delante de ellos.
- ¿Ve usted ese auto? Es igualito al que trae el maldito perro que anda con mi mujer. ¡Mírelo, se vino a estacionar aquí para hacer el amor con su novia delante de mi!
- Carlos ¿quiere decir que ése es el amante de su mujer?, preguntó asombrado el doctor Anaya.
- No. Ese es un muchacho baboso que anda presumiendo con el coche de su papá. ¡Pero mire cómo se besan, doctor! ¡Lo hacen a propósito sabiendo que los estoy viendo!. De seguro así es como se acarician mi mujer y su maldito amante. ¡Les voy a enseñar a respetar!
Carlos descendió del vehículo y Arnoldo fue tras él tratando de evitar cualquier manifestación de violencia. No lo logró. El taxista se apostó a un lado de la puerta del conductor del vehículo y comenzó a gritarle al joven, que en ese momento se besaba de forma amorosa con su novia, que saliera el auto.
El doctor escuchó los chillidos de la joven quien exigía a su pareja no abandonar el coche. Carlos gritaba ¡bájate perro o te mato! Arnoldo se movió con cuidado, llegó hasta la puerta del tripulante, la abrió, jaló a la chica de un brazo hasta hacerla descender, la cubrió con su cuerpo temiendo que en cualquier momento se desatara la balacera y la condujo atrás del taxi. El psicólogo observó cuando Carlos le abría la cabeza al muchacho de un violento cachazo y como el agredido se desplomaba inconsciente contra la banqueta, manchándola de abundante sangre. La novia no pudo ver la fenomenal caída, ya que había iniciado una carrera que no culminaría hasta llegar, varios minutos después, al estacionamiento de la Alberca Olímpica.
No contento con el cuadro de terror que había creado, el iracundo taxista comenzó a dar vueltas alrededor del vehículo y mientras gritaba maldiciones disparaba de forma caprichosa contra la unidad rompiendo cristales, perforando la carrocería y haciendo explotar las llantas.
Al ver que Carlos estaba entregado a tal destructiva tarea, Arnoldo decidió emprender el vuelo. Dio unas cuantas zancadas, cuando de repente se vio en el piso sintiendo la boca llena de barro.
- ¿A dónde crees que vas doctor? ¿No te dije que serías el testigo de mi venganza?. Dijo molesto el chofer antes de propinarle a su interlocutor tremendo golpe con el arma en plena oreja derecha. Arnoldo sintió manar la sangre que le escurría por el cuello. ¡Levántese y vámonos de prisa porque llega la patrulla! ¡Apúrese, por favor! Exigió el chofer del taxi.
Llegando a su unidad, Carlos obligó al experto en comportamiento humano a que manejara con gran velocidad por las estrechas calles del centro de Coyoacán. Una de ellas los arrojó a Miguel Ángel de Quevedo, en donde enfilaron aceleradamente hacia el oriente para tomar, después, División del Norte.
- Carlos ¿por qué me amenaza con la pistola? ¿Por qué me golpeó en la cabeza con tanta fuerza? ¿Por qué lo hace, si yo lo único que he hecho es intentar ayudarlo? Preguntó llorosamente el doctor Anaya.
- La única forma en la que me puede ayudar es que vea cómo mato a esa desgraciada y sea mi testigo. Después de eso esperaremos a que llegue la policía. Entienda que si no lo hacemos así, yo me daré a la fuga. Quiero decirle, además, que sus técnicas para lavar cerebros no funcionan conmigo. Eso déjelo para las personas sanas. Yo estoy enfermo de odio. Ni usted, ni Freud, pueden con gente como yo.
Llegaron a San Simón y Carlos le ordenó al atribulado doctor que dejara el coche en un lugar poco visible, desde donde pudieran observar lo que ocurría en el edificio que albergaba lo que alguna vez fue el hogar, dulce hogar, de la familia Hiriart.
Mientras esperaban, Carlos no dejaba de hablar, sin control, acerca de las mil formas posibles para deshacerse de su mujer. A Arnoldo le pareció extraño que el futuro homicida no tuviera un plan asesino claramente concebido. Las técnicas ideadas por el taxista iban desde lanzar a la mujer del balcón del tercer piso, hasta introducirla en la cisterna y tenerla en inmersión obligada hasta que se ahogase.
- No crea doctor; he considerado todas sus advertencias sobre el trauma que puedan llegar tener esas niñas si se les ocurre ver como acabo con la vida de su madre. No me gustaría matarla a plomazos y que sus sesos fueran a embarrar sus tristes caritas. Eso sí sería repugnante.
En cierto momento, los centinelas vieron cómo las pequeñas hijas de Carlos Hiriart bajaban a jugar al patio del edificio. Arnoldo reconoció el parecido físico de esas niñas con las suyas y sintió una gran pena por lo que estaba a punto de suceder. Lo invadió un desprecio por Carlos y se propuso detener a toda costa el infame homicidio.
- Mire a sus hijas Carlos. ¿No le da pena lo que les pasará si en verdad usted asesina a su madre? ¡Qué no ve que se quedarán indefensas!.
Carlos no respondió y se le iluminó la mirada al darse cuenta que Rosa venía llegando a su casa.
- Doctor vamos a hacer lo siguiente: esperaremos a que ella esté confiada en el departamento y subiremos vigilando que las niñas no nos vean. Ya dentro la ahorcaré con mis propias manos. Es la forma mas justa de eliminar a esa cualquiera.
El taxista espero cinco minutos, ordenó al psicólogo bajar de la unidad, le advirtió que en todo momento le estaría apuntando y que no tuviera la ocurrencia de intentar escaparse. “Sería una pena que su programa de televisión, que es muy interesante, se quedara sin conductor”, le dijo.
Entraron al inmueble con gran sigilo y trataron de no ser vistos por las niñas quienes parecían absortas jugando con sus muñecas. Comenzaron a ascender las escaleras, cuando escucharon el grito de la mayor de las infantes: ¡papito! El doctor Anaya intentó voltear a ver a la niña y Carlos le restregó el cañón sobre su nuca obligándolo a ver de frente. La hija abrazó a quien en ese momento negaba ser su padre.
Ante las interrogantes de la pequeña y toda vez que el psicólogo de la televisión ya había sido identificado por ambas hermanitas, Carlos tuvo que decir que el doctor iba a ver a mamá porque estaba enferma y que si tenía la pistola en su cabeza era porque al señor no le gustaba trabajar y había que obligarlo un poquito.
- Quédense tranquilas niñas, a lo mejor el doctor solo le pone una inyección o le da unas pastillitas a su mamita. Jueguen un ratito y ahorita suben ¿está bien?
Rosa estaba atareada en la cocina, preparando los alimentos para el día siguiente, cuando escuchó el timbre. Abrió la puerta y se quedó atónita al ver la conocida figura del doctor Anaya con un gesto de espanto.
- ¡Mira a quien te traje, mujer! Es un buen amigo que me va a ser un favor ¿Lo conoces verdad?
- Claro que lo conozco, es el psicólogo de la tele, el doctor Arnoldo Anaya. Contestó confundida la interpelada, mientras se percataba de que atrás de la cabeza del invitado se encontraba un arma sostenida por su esposo.
- ¿Pero qué pasa? ¿Por qué lo traes con esa pistola? ¡Carlos, contesta!. Expresó Rosa angustiada.
- Pues no pasa nada querida. Solo que este hombre honesto va ser testigo de cómo te voy a matar por que da la casualidad de que ¡¡eres una vil puta!! ¡¡¿Crees que no sé que llevas tiempo engañándome con tu compañero del gimnasio?!! Carlos hizo a un lado al psicoterapeuta con un violento empujón y agarró a su esposa del cuello con la mano izquierda, mientras con la otra apuntaba sobre el testigo.
- ¡Siéntate en esa silla, doctor, y prepárate para ver este homicidio! Dijo con dureza, pero con cierta alegría, el ofendido taxista.
- ¡Rosa no le creas, ese hombre es un cobarde y no tiene valor para matarte! gritó el doctor ¡Si en realidad fueras valiente, Carlos, te enfrentarías al amante y no a tu mujer, pero a él le tienes pavor, porque sabes que es mejor que tú! Vociferó el sometido doctor, en un desesperado intento de persuasión.
- ¡Ella es la responsable, no él, estúpido doctor! Contestó indignado el marido mientras ponía la pistola en su cinturón para ahorcar de forma más cómoda a su esposa utilizando las dos manos.
Al verla ya de un color de berenjena, Arnoldo se aprestó a retirar a Rosa de las manos de su victimario, pero éste reaccionó con agilidad, sacó el arma y disparó hacia el doctor que se le venía encima. La bala rozó el cuerpo del vapuleado testigo. A Arnoldo le ardió la zona herida y pensó que el proyectil había impactado de lleno en su estómago. Se tiró al piso al sentirse lastimado.
Rosa aprovechó para tomar aire, pero no pudo decir lo que quería expresar en su defensa ya que después de la profunda inhalación, el energúmeno continuó con su tarea de aniquilación, no sin antes decir: “disculparás la interrupción, mujer, pero este doctor es un poco nervioso y no sabe seguir instrucciones, continuemos”.
En el ahorcamiento la extenuada mujer fue llevada hasta el piso. Comenzaba a percibir en sonido estereofónico las pulsadas de su corazón en la cabeza; sentía, también, que los ojos se desprendían de sus cuencas. Presagiaba, ya, su muerte.
Se hallaba exánime cuando escuchó un grito de dolor y advirtió cómo las manos que la asfixiaban le liberaban, de pronto, la tráquea. Jaló todo el aire que pudo hasta llenar sus pulmones. Recuperó la vista que se la había nublado y observó a Carlos revolcándose de dolor en el piso. La hija mayor estaba cerca de él sujetando una olla y la más pequeña, cerca de su hermana, cogiendo un sartén. La primera había arrojado a la cara de su padre el caldo hirviente que esperaba dos tazas de arroz, y la segunda le había sorrajado el sartén en la cabeza que, para suerte del agredido, no fue retirado de la estufa, sino del fregadero.
El cuadro parecía compuesto por soldados malheridos que se arrastran entre las trincheras de un campo de batalla. Solo las niñas permanecían de pie. Carlos fue el primero en reincorporarse y se acercó de nuevo a su esposa. Apuntaba la pistola sobre la cabeza de Rosa cuando escuchó las palabras del doctor Anaya: “recuerda tu promesa de evitar el homicidio delante de las niñas. Ellas están aquí. No puedes hacerlo. Mejor vamos a matar a ese perro… Tu sabes donde vive”.
Carlos no contestó. Se dirigió a la regadera, se lavó con abundante agua el rostro y el cuello, se embadurnó con crema la parte lastimada y salió del baño.
El doctor Anaya había aprovechado el tiempo para auxiliar a las mujeres en su apurado escape. Estaba en la cocina limpiándose la herida que tenía a un costado del cuerpo cuando se reencontró con Carlos, a quien le dijo: “Si quieres matar a ese desgraciado, mátalo. Yo con gusto seré tu testigo; pero te voy a pedir un favor: ya no vuelvas a apuntarme con la pistola, ni a golpearme, ni mucho menos a dispararme. ¡No sé cómo el destino me puso en las manos de un loco como tú!”
- De acuerdo doctor pacifista. Veo que por fin me entiende. ¡Vamos a deshacernos de esa basura!
Carlos tomó el volante y se dirigió de nueva cuenta hacia el sur de la ciudad. Atravesó Coyoacán por Avenida Universidad hasta llegar a Copilco y ahí enfiló por Insurgentes rumbo a Perisur.
- Espero, Carlos, que ahora sí tengas una idea clara de cómo vas a deshacerte de ese individuo. Arnoldo comenzó a sentir coraje hacia el supuesto amante y llegó a pensar que merecía morir ¿Y donde se supone que vive ese desdichado?
- En el Ajusco, doctor.
El taxi pasó enfrente de un parque de diversiones y, justo ahí, dio vuelta a la derecha introduciéndose por calles empedradas.
- ¿A qué dirección vamos Carlos? Yo vivo en esta colonia.
El conductor contestó que ya estaban por llegar a su destino y unos minutos después exclamó: ¿Ve usted la residencia blanca del fondo? Esa es, doctor.
El corazón del doctor Anaya comenzó a latir a una velocidad aún mayor que cuando fue baleado por el inopinado conductor. Sintió que la sangré le subía a la cabeza y que le congestionaba el rostro. Tartamudeando dijo: “Carlos eso no puede ser. La casa que señalas es la mía. Debe haber un error ¿o se trata de una broma de mal gusto?”
- Doctor, ese maldito está ahí. Llegó a las diez y no se irá hasta mañana en la tarde. Todos los viernes hace lo mismo el muy cabrón.
Al ver el pasmo en el que Arnoldo había entrado, Carlos entendió que el psicólogo decía la verdad y que la residencia, en efecto, era de su pertenencia. Sonrió y de manera sarcástica dijo: “¡Miré como es chiquito el mundo, doctor, creo que somos hermanos del mismo dolor! Sospecho que mientras usted habla de felicidad en sus conferencias, aquí se andan tirando a su mujer”.
El taxista estacionó el vehículo frente a la puerta principal de la cerca de madera. A treinta metros de distancia se podía observar la fachada blanca de la residencia.
- Doctor venga conmigo. ¡Voy a matar a esa mierda! Ordenó Carlos mientras tomaba de nueva cuenta el arma.
Como respuesta solo tuvo silencio y un tímido movimiento de cabeza en señal de negación. El doctor miraba hacia el piso del taxi.
- ¡Pues muy bien! Espero que pueda ver el asesinato desde aquí, aunque creo que le estorbará ese árbol. ¡Póngase abusado, doctor, recuerde que usted es mi testigo!
Acto seguido Carlos salió del coche, traspasó la puerta y cruzó tranquilamente el cuidado jardín. Subió los tres peldaños del porche y tocó el timbre. Esperó unos cuantos segundos y por la puerta entreabierta se asomó una mujer ataviada con su uniforme de servicio.
- ¿Qué desea usted? Preguntó desconfiada la doméstica.
- ¿Podría decirle al señor que ya está listo el taxi que pidió? Requirió el taxista.
La puerta se cerró y Carlos bajó del porche, haciendo cálculos de cómo le dispararía y el lugar en el que caería el cuerpo. Desde ese sitio pudo ver la figura del doctor Anaya asomándose, temeroso, detrás del árbol. “Este doctor resultó ser un cobarde”, pensó el predestinado asesino.
El buscado amante, salió al porche, vistiendo una elegante bata blanca propiedad del doctor Anaya y comprada, no hacía mucho, en Portugal. Fue al encuentro de Carlos, quien se había puesto tenso.
- Oiga usted -dijo malhumorado el galán- debe haber una equivocación, yo no mandé llamar ningún taxi. ¡Así que váyase, si me hace el favor!
- No señor, me temo que no hay equivocación alguna, usted tiene que hacer un viaje. Respondió de forma seca el taxista.
- Le digo que está en un error. ¡Haga favor de retirarse!
- Su viaje es al más allá ¡hijo de la chingada! gritó Carlos, y en un solo movimiento retiró la pistola del cinturón y le disparó de lleno en el vientre.
El baleado se desplomó cayendo de hinojos y se apretó con ambas manos el estómago. Notó alarmado cómo la sangre se filtraba entre sus dedos. Sus últimas palabras fueron un largo “¿¿Por qué??”.
Carlos le puso la pistola sobre la cabeza y jaló el gatillo sin más demora.
En ese momento Arnoldo salió detrás del árbol y corrió hasta el sitio donde yacía sin vida el cuerpo del odiado amante de su mujer. Carlos le dio una patada al bulto inerme para obligarlo a mostrar de frente su rostro. Arnoldo comenzó a escudriñarlo tratando de reconocer si alguna vez lo había visto.
Elena, esposa de Arnoldo, quien había escuchado los disparos, salió corriendo de su casa y al ver la tétrica escena que incluía a su marido en aspecto fúnebre y a los pies de él el ensangrentado cuerpo de su pareja ocasional, ingresó de nuevo a su hogar emitiendo un grito desconsolado.
El doctor Anaya permanecía inmóvil analizando el cuerpo y por más que hacía esfuerzos por reconocerlo, no lograba identificarlo. No escuchó cuando Carlos le dijo que hablaría a la policía para que fuera detenido. Estaba tan absorto observando el cadáver que no se percató, tampoco, del regreso de su mujer quien llevaba consigo una pistola calibre .38.
La mujer le disparó a su marido tres veces. Dos balazos impactaron en el cuerpo, pero el psicólogo estaba tan ensimismado contemplando al muerto, haciendo fallidos ejercicios de memoria, que apenas sintió los impactos. El baleado, de cualquier forma, tuvo suerte ya que alcanzó a reconocer a Raymundo, primo de su mujer, antes de que la tercera detonación, que le perforó el cráneo, hiciera inexistente su pensamiento.
Elena pateaba el cuerpo de su esposo y le preguntaba porque había hecho eso. Lo escupió varias veces y le gritó un rosario de improperios. Carlos se acercó a ella preocupado porque ya no tenía testigo. Así que forzó a Elena a detener sus incontrolados movimientos y le confesó:
- Mire usted, señora, su marido no mató a esta persona. El doctor fue un buen hombre que siempre estuvo dispuesto a ayudar. El asesino fui yo. Aquí está el arma homicida con la que disparé. Le pido que hable a la policía y me entregue lo más pronto posible.
Carlos Hiriart aventó su pistola junto al cadáver de Raymundo.
Las ideas de Elena se convirtieron en un remolino. Experimentaba culpa, odio, deseos de venganza, tristeza y ganas de salir corriendo para llorar a solas en su cama. En cierto momento, ese borbollón de pensamientos encontrados hallaron una resolución común: matar al sicario que había acabado con la vida de su amante.
¡Híncate maldito! ¡Híncate por que te voy a matar! – le gritó Elena a Carlos, quien desconcertado no siguió con prontitud la contundente orden.
Una ráfaga impactó en una pierna del homicida. Éste tuvo que cumplir la instrucción de forma involuntaria. La señora Anaya se acercó y le preguntó porqué había asesinado a Raymundo. Carlos comenzó a temblar y tartamudeando dijo: “señora, usted tiene dos hijas de nueve y siete años que son de la misma edad que las mías. Si usted me mata pasará cuarenta años en la cárcel y ellas ya tienen a su padre muerto ¿Va a condenarlas a una vida de sufrimientos, cuando nuestra obligación es hacerlas felices?.
Como respuesta recibió un tremendo cachazo similar en intensidad a los que él mismo había repartido, a diestra y siniestra, durante todo el día.
- ¡Eso que me dices es una estupidez!. Yo ya asesiné a mi esposo, por culpa tuya, y pasaré media vida tras las rejas. Dime por qué lo hiciste. Si no lo haces te voy a matar.
Carlos seguía sin contestar, experimentando un miedo incontrolable. Sintió el cañón de la calibre .38 posarse sobre su cabeza. En eso se acordó de algo y reaccionó de súbito:
- Señora, ¡espere!, le voy a decir porque lo maté.
Sin alzar la cabeza sacó de uno de los bolsillos traseros del pantalón cuatro fotografías a colores y dijo: “Esa que aparece ahí es mi esposa, el otro es el infeliz que andaba con ella y, por lo visto, con usted también”. Las fotos no dejaban lugar a dudas de la existencia de una relación amorosa.
Elena soltó la pistola y fue a sentarse al porche. Comenzó a llorar con gran tristeza.
Carlos se levantó. Limpió con un pañuelo la pistola que había segado la vida del primo Raymundo y la colocó entre los dedos del experto en comportamiento humano y mal fisonomista. Después recogió la calibre .38, la frotó cuidadosamente con el mismo trapo y la colocó en las manos del abatido amante. Se sentó a un lado de la autoviuda y llamó con tranquilidad a la policía. Denunció haber sido testigo de un cruento enfrentamiento entre un pasajero suyo y el amante de su esposa. No dio nombres y se limitó a dar pistas para llegar al lugar de los hechos.
Carlos Hiriart regresó a su casa y extrañó la presencia de su mujer y sus hijas. Por primera vez, durante las muchas veces que pensó en esos hechos a lo largo de su vida, sintió que, quizás, había exagerado.
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Las barbas de Marx (Cuento ganador del XXIV Concurso Nacional de Creación Literaria del Tecnológico de Monterrey, 2010).
Nota: todo lo que aquí se cuenta es cierto y en verdad ocurrió, salvo los casos en los que es mentira. Le corresponde al lector indagar y discernir.
Eran las dos de la tarde de un sábado de verano mientras me encontraba paseando en el Cerro de Santa Lucía cuando empezaba a sentirme triste, pues finalizaban mis vacaciones de diez días en la magnífica ciudad de Santiago de Chile.
Aproveché la generosa sombra que un árbol proyectaba sobre una banca y me senté ahí para leer un poco. Inmerso en esa actividad estaba cuando de manera imprevista un hombre de aspecto andrajoso con larga y tupida barba se puso en cuclillas delante de mí; agarró con fuerza las solapas de mi saco y me espetó una serie de palabras que, en un primer momento, me resultaron incomprensibles. Como la acción del sujeto me había tomado por sorpresa, reaccioné ante él de una forma agresiva. Lo separé de mí con un empujón seco que lo lanzó de lleno a la arcilla que cubría el piso, me levanté de súbito y opté por apartarme, pensando que podría ser un asaltante. El individuo de barba grisácea se incorporó y me siguió unos metros, mientras me lanzaba algunos gritos que apenas pude comprender.
Me llamó la atención que en sus alocados alaridos mencionara a Carlos Marx. Busqué una banca ubicada a una distancia prudente y me dediqué, por varios minutos, a espiar sus movimientos. El hombre objeto de mis observaciones tendría unos sesenta años, complexión robusta y estatura media. Su cabello y barba entrecanos estaban bastante crecidos y su aspecto era, sin lugar a dudas, el de un limosnero.
Noté que el hombre harapiento se les iba encima a las personas que pasaban por su jurisdicción y que casi todos los interceptados actuaban de forma similar a la mía. Algunos corrían y otros lo encaraban o de plano lo insultaban. Me llamó la atención que en cada una de sus frustradas conversaciones, intentara mostrar algo que traía en una bolsita de plástico transparente.
Si bien a primera vista el comportamiento del sujeto parecía agresivo, observándolo con cuidado, no resultaba violento, así que me dirigí hacia él intentando ser amable y con el propósito de invitarlo a comer, ya que especulé que su nerviosismo podría ser, más que una evidencia de locura, el pernicioso efecto de la falta de alimento.
No notó mi presencia cuando le dije:
“Hola hermano, soy de México, ¿podemos platicar?”
Quizás se sintió asombrado de que al fin alguien se le acercara con el propósito de conversar y tranquilamente me respondió:
“Sí, sí de México, ¿cómo, no? La tierra de Diego, Siquerios, Frida Kahlo. ¡Charlemos un poco!”
Mi hipótesis del hambre era equivocada, ya que, en un principio, no aceptó ir conmigo a restaurante alguno y, en cambio, me sugirió ir a la Piojera a tomar un poco de vino. Así que caminamos por la vereda del río Mapocho y nos adentramos en el negocio buscado.
Resultó que mi acompañante –quien se tomó conmigo varias botellas de pipeño y se fumó mis cigarros- respondía al nombre de Cayetano Olivos, natural de Iquique, 62 años, economista titulado por la Universidad de Chile, funcionario en el primer gobierno de Salvador Allende y en la actualidad vagabundo.
- ¿Qué es lo que tiene usted en esas bolsitas de plástico Cayetano? Indagué intrigado.
- Ah… ¿éstas?... Son algunas barbas de Carlos Marx.
Este hombre está completamente loco. Debe estar traumado por la violencia política de la dictadura de Pinochet, pensé.
- Ah…y un poco de su alimento, también. Apuntó mientras sonreía.
- ¿Cómo puede usted asegurar que esos pelos que están ahí dentro fueron propiedad del mismísimo Carlos Marx? Le dije de manera provocadora.
La historia que Cayetano me narró con lujo de detalles es sorprendente y debo confesar que nunca me esperé recibir de ese singular personaje una trama tan reveladora.
Ocurrió que en el verano de 1972, Cayetano Olivos se trasladó a Inglaterra, becado por el gobierno de su país, para estudiar un doctorado en economía, en la London School of Economics and Political Sciences. Sin embargo, el verdadero interés del estudiante chileno no estribaba en obtener el grado académico en esa prestigiada institución, sino en llevar a cabo un proyecto personal que le obsesionaba: ir al Museo Británico a revisar los documentos fuente que Carlos Marx utilizó para redactar su magna obra “El Capital”. Cayetano, además, pretendía recrear las vivencias londinenses del pensador alemán.
Una vez en Londres, se trasladó al majestuoso edificio del Museo Británico de Bloomsbury Street y solicitó las ediciones originales de varios títulos que formaron parte de la bibliografía revisada por Marx. Una vez requeridos los tomos, el encargado de la biblioteca le advirtió que necesitaría de al menos dos semanas para conseguir esos ejemplares, ya que se hallaban confinados en un área de conservación fuera de la ciudad.
Mientras eso ocurría, mi amigo chileno abandonó el hostal que ocupó por cinco días en el barrio de Brentford y alquiló un pequeño estudio en el número 24 de Dean Street, en el Soho, a solo dos edificios de la deteriorada vivienda que habitó Marx y que viera morir, en condiciones de extrema pobreza, a tres de sus hijos. El becario pasaba tardes enteras paseando por los barrios obreros de la capital de Inglaterra, meditando sobre cómo podría haber sido la vida de las familias proletarias en la segunda mitad del siglo XIX.
Tres semanas y media después de iniciada la gestión, los libros solicitados llegaron, por fin, al Museo Británico. Cayetano me confió que su primera sorpresa fue saber que la mayoría de esos títulos habían estado embodegados desde hacía más de 100 años y que, desde que fueron utilizados por Marx, pocos despistados volvieron a solicitar los ejemplares para revisarlos en la sala de lectura del museo. “¿Qué le parece amigo Marco, los documentos fuente que ocupó el más grande pensador de todos los tiempos, no volvieron a ser utilizados por investigadores o historiadores?. ¡Ni siquiera para ver si lo que se decía en los escritos era cierto. Eso es algo increíble!”, me comentó sorprendido mi interlocutor.
También me confió que cuando emocionado desempacó, de uno de sus envoltorios, un tomo de David Hume empezó a percibir que sus manos se le enfriaban. Pensó entonces que su estado psicológico le estaba afectando el tacto. Olivos se dio cuenta de que el encargado de la biblioteca se divertía viendo sus reacciones y pasado un minuto éste le informó que las publicaciones en el depósito se sometían a un tratamiento especial de conservación a base de nitrógeno, lo que reducía su temperatura mientras se hallaban en la bolsa. “Qué bueno que me lo dijo, porque pensé que el espíritu rebelde de Hume se estaba desprendiendo del libro o que, de plano, ya me estaba volviendo loco”, señaló mientras reía a carcajadas.
Para hacer más intensa la recreación de la vida de Marx en Londres, el estudiante Olivos no sólo decidió dejarse crecer voluntariamente la barba e involuntariamente el estómago, –a consecuencia de los varios litros de cerveza irlandesa que ingería de manera disciplinada en los pubs de su barrio- sino que se mudó a un departamento que quedaba enfrente del segundo domicilio que el padre del comunismo tuvo en la capital británica, en el número 9 de Grafton Terrace en Kentish Town. En esa época se daba el tiempo de visitar con frecuencia la tumba de su ídolo intelectual, en el hermoso cementerio de Highgate.
Olivos me señaló: “Marco, huevón, imagínate que ya borracho me iba caminando al panteón para hablar con Marx. Cuando el golpe, esa misma noche, hablé con él en inglés, en alemán, en español ¡pucha! hasta en coa. Marx me aseguró que la juventud revolucionaria chilena iba a enfrentarse al facineroso y que lo iban a sacar a patadas del poder…Se tardaron un poco, ¿eh?, pero lo lograron”.
Comencé a sentir que el exceso de vino ya estaba haciendo mella en nuestros sentidos con el efecto que le es característico y que se hace más severo cuando no se ha probado bocado por varias horas, así que ordenamos, en calidad de urgente, dos órdenes de pernil de cerdo con papas que reanimaron nuestras embotadas neuronas.
Mi interlocutor me siguió compartiendo su experiencia londinense. Acudía todos los días al Gran Atrio para revisar, en la misma mesa 7 que siempre ocupó el intelectual alemán, los libros requeridos y de forma similar a la de su inspirador, el estudiante sudamericano pasaba más de 10 horas al día leyendo y tomando notas. Haciendo mas lenta su narración y en un tono de voz bajo, mi acompañante expresó: “Pronto me percaté de un hecho que llamó mi atención y que constituyó un descubrimiento para mí y fue que entre las páginas de los libros había residuos de alimento que provenían, según deduje días después, de los emparedados que Marx se despachaba a escondidas del personal de la biblioteca. Abundaban migajas, pero también pedacitos de lo que parecía ser jamón o algún otro embutido seco. Pronto establecí la hipótesis de que si había encontrado alimento, sería posible hallar pelos de su larga barba”.
Aunque la idea sonara extravagante, la hipótesis no era producto de pura corazonada ya que Olivos había revisado varios libros biográficos del pensador comunista y sabía que éste padeció de forúnculos, que nunca fueron curados debido a que su adicción al tabaco repelió todos los tratamientos médicos. “Los forúnculos son horribles supuraciones de la piel generadas por un estreptococo. Dan harta comezón y producen un dolor insoportable. Marx tenía la manía de rascarse la barba por esa dolencia”. Me indicó, muy docto, Cayetano.
Cual avezado sabueso, el estudiante de economía, buscó los pelos dentro de las costuras de los libros encuadernados. “Poco a poco los fui encontrando, no sin dificultad, ya que al ser tan ligeros se vieron depositados en el lomo o entre los pequeños dobleces que hay entre hoja y hoja. Los fui recogiendo con una pinzas para depilar y los deposité en pequeñas bolsitas, las cuales, desde entonces, mantengo en refrigeración”.
La historia que narraba mi nuevo amigo me parecía cada vez más surrealista y extravagante, pero la trama no paró allí. Destapamos otro par de botellas y entonces me confío que en un primer momento no sabía qué hacer con esos vellos: “Los cuidaba como si fueran plantas en germinación, los visitaba todas las noches. Tenía no sé qué extraña sensación al saber que las barbas de Carlos Marx estaban dentro de mi refrigerador. La verdad es que quizás pienses que soy un loco, pero los pelos me acompañaban en mis peores momentos de soledad y desesperanza”.
Días después del golpe de Estado de Augusto Pinochet, él y otros estudiantes latinoamericanos convocaron a una reunión de profesores y estudiantes de las universidades de Londres para informar sobre la situación política en Chile. En esa junta, llevada a cabo en un local del Partido Laborista, Cayetano conoció al doctor John Gurdon quien era investigador del Laboratorio de Biología Molecular de la Universidad de Cambridge. Mi amigo recordó: “Gurdon era un hombre que escuchaba mucho y hablaba poco, pero cuando lo hacía mostraba una enjundia impactante. Realmente estaba indignado por el asesinato de Allende y la intromisión asquerosa de la CIA. Me dio su tarjeta y me pidió que lo buscara unas semanas después para hacer una evaluación de los acontecimientos”.
Afectado moral y psicológicamente por la descomposición social y política en su país, el becario decidió concentrarse en su investigación sobre las fuentes bibliográficas de Marx y de forma ocasional recogía más pelos en sus sesiones de trabajo en la sala de lectura.
Una mañana, casi tres años después de la felonía pinochetista, mientras se preparaba el desayuno, vio en la televisión un programa científico de la BBC en la que John Gurdon hablaba sobre investigación genética. Se quedó estupefacto al saber que el protagonista del programa, y conocido suyo, había podido clonar con éxito algunas ranas africanas.
Olivos me dijo emocionado: “Salí volado de mi departamento y tomé el tren a Cambridge donde pude platicar con el profesor Gurdon. Primero me recibió en su oficina, pero al verme tan emocionado y con un discurso deshilvanado, me invitó un té en el comedor del Instituto. Escuchó intrigado mi historia sobre las barbas de Marx, las cuales estuvo observando repetidamente a trasluz mientras concluía mi charla”.
El biólogo británico (quien, por cierto, 24 años después asesoraría a Ian Wilmut en la clonación de la oveja Dolly) reflexionó con Cayetano sobre la importancia de las muestras obtenidas en los libros antiguos y señaló que evidentemente no era lo mismo clonar ranas que seres humanos y que, hasta ese momento, en ninguna parte del mundo se contaba con la tecnología para desarrollar un ser humano idéntico a partir de una célula somática. “Mi querido Cayetano”, le dijo muy serio el científico inglés, “será necesario tener paciencia y esperar que la ciencia madure para estar en condiciones de lograr una clonación exitosa. Me parece que tu propuesta, como proyecto de investigación, tiene importantes consecuencias científicas, históricas y políticas. Te pido que me des la mayor cantidad de muestras para tenerlas en condiciones adecuadas para su futura reproducción”.
Eran las tres de la mañana cuando Olivos me confió que tenía sentimientos de culpa ya que consideraba un error haber dejado en el Laboratorio de Cambridge más del 80 % de los pelos que había recolectado. Me dijo en tono triste “A ese gallo no lo volví a ver jamás, ya que se pasó una buena temporada en el Caltech en Estados Unidos y en otras universidades europeas. Estuve buscándolo de forma insistente por tres años, pero mis mensajes nunca recibieron respuesta. Días antes de mi regreso a América, me presenté en su laboratorio a reclamar los pelos que decía tener guardados y que, indirectamente, me pertenecían. Los guardias del laboratorio me tuvieron que sacar a la fuerza del lugar, ya que me puse a abrir, como poseído, los refrigeradores como respuesta a las risas que provoqué en el personal del laboratorio. Me dieron trato de loco. Se burlaron de mí”.
A finales de 1979, el economista chileno dejó Inglaterra y, gracias a la recomendación de un compañero suyo del doctorado y amigo muy cercano de Sergio Ramírez, se incorporó como asesor de los sandinistas. Su experiencia pasó de la absoluta confianza en los ideales del nuevo socialismo centroamericano a la total decepción en el proyecto orteguista. En 1990 y desalentado por repetidos fracasos en su vida personal, profesional y académica, tomó la decisión de regresar de forma definitiva a su patria, con el triunfo del candidato presidencial conservador Patricio Aylwin.
“Cuando volví a Chile” reflexionó conmovido mi interlocutor “era como estar en un país extranjero. Por ningún lado hallé la solidaridad y el orgullo de ser parte de un mismo pueblo. Ya no encontré esa necesidad de participar en las luchas de los sectores más desprotegidos. Muy poco quedó del proyecto cultural de la Unidad Popular y la memoria colectiva de Salvador Allende quedó, tristemente, distorsionada”.
El choque entre la conservadora realidad y la idealización del socialismo chileno, la insatisfacción por los procesos políticos de cambio social en los que participó en Nicaragua, mas su afición por el vino y la cerveza llevaron a Cayetano Olivos a optar por vivir alejado de la sociedad y hacer que todo Santiago fuera su casa.
Estaba yo soñando con Salvador Allende cuando un meneo me despertó de súbito. Escuché a mi amigo decir “Marco, hermano, ya vámonos. Hay que pagar. Pero antes te voy a hacer un favor. Dame 300 dólares y te doy todas las barbas de Carlos Marx que me quedan. Tú les puedes dar mejor destino. Yo ya estoy viejo y a lo mejor un día de estos no amanezco”.
Estuvimos negociando por escasos dos o tres minutos y le di 200 dólares por los últimos pelos sobrevivientes del revolucionario más importante que haya existido en la historia de la humanidad. Aún con la borrachera encima, y lo aturdido que estaba, entendí a Cayetano, y al tener la bolsita en mis manos comencé a experimentar ese sentimiento de tener alguien a quien cuidar.
Recuperé la conciencia gracias al insistente timbre del teléfono. Contesté y una voz grave retumbó en mi cerebro: “Señor son las 9 de la mañana y su avión parte al mediodía”. Me metí tembloroso a la regadera y ni el agua helada pudo detener las agresivas pulsaciones cerebrales que me generaba la resaca. Salí mojado y a medio vestir. Mi mochila traía un pantalón de fuera. Me aseguré que los pelos estuvieran bajo buen resguardo.
Al pagar la cuenta el encargado del hotel me dio una carta. “Se lo trajo un vagabundo borracho que tenía mal aspecto y peor olor”, me dijo. Tomé un taxi que, motivado por mi insistente exigencia, manejó a gran velocidad hasta llegar al aeropuerto. Al llegar al mostrador tuve suerte, toda vez que me permitieron abordar el avión gracias a que, por descuido, los maleteros habían dejado olvidada una gran cantidad de equipaje en tierra.
Dormí varias horas sin interrupción en la aeronave y me supongo que mi tufillo etílico ahuyentó a una rubia muy guapa que al inicio del vuelo estaba sentada junto a mí. Me despertó la aeromoza anunciando la cena, misma que experimenté como una auténtica epifanía.
Me sirvieron una taza de café y aproveché el momento para leer la carta que venía escrita con una caligrafía excelente que evidenciaba un pulso firme.
“Camarada Marco. En aras de continuar con esta amistad que recién sembramos, debo confesarte algo: los pelos que te vendí no sirven para nada, ya que, aunque pertenecen a Carlos Marx, son los que he llevado por años al parque, por lo que deben estar podridos. Te los puedes quedar como un lindo recuerdo.
Me apena haberte dado gato por liebre, así que para enmendar mi error te dejo una bolsita que contiene muestras que han estado en refrigeración. Este material sí es viable de ser reproducido. Te pido continuar con nuestro proyecto común, ya ahora sólo conservo las migajas y trozos de jamón de los emparedados.
Por cierto, te devuelvo 50 dólares que son mi contribución por el pipeño, la cena y los cigarros que alegremente compartimos.
Afectuosamente,
Cayetano Olivos”.
Dos días después de haber llegado de mi viaje, me apersoné en el Instituto de Ciencias Genómicas de la UNAM. Ahí me entrevisté con el Dr. Camilo Lozada, quien dubitativo escuchaba con atención mi historia. A media explicación expresó con dureza: “usted me está cotorreando, ¿verdad?”. Me sobrepuse a su gesto incrédulo y seguí hasta completar la narración de lo que me había sucedió en Santiago.
El científico universitario se tomó unos minutos de reflexión silenciosa mientras observaba con curiosidad la bolsita y palabras mas, palabras menos, me dijo lo siguiente: “Si como usted dice los pelos se conservaron dentro de libros, aún en condiciones de excelente refrigeración, el papel funciona como secante y, con toda seguridad, el material es inservible. Por otra parte, en el remoto caso de que se pudiera lograr una clonación humana, se requeriría de cientos o miles de muestras de material genético para lograr una sola reproducción exitosa y, por lo que veo, aquí dentro habrá 15 o 20 pelos. Experimentalmente es imposible lograr una clonación”.
Me sentía decepcionado y mi molestia iba en aumento por lo que me decía el inclemente investigador. Pensé retirarme de inmediato e ir buscar una segunda opinión que fuera similar a la del Dr. Gurdon, pero la reflexión del doctor Lozada continuó: “Nada nos asegura que las barbas que dice tener hayan sido propiedad de Carlos Marx. Pueden ser de un bibliotecario, de un estudiante, de su amigo chileno o de cualquier persona que haya manipulado los libros. La única forma de saber si fueron de Marx es contrastando la información de ADN de los pelos con otro material genético de su pertenencia, lo cual es imposible”. Iba a darle las gracias al escéptico investigador cuando me hizo una pregunta que aun me hace reflexionar y que en su momento no la pude contestar: “Oiga, pero me surge una curiosidad ¿y para qué diablos quiere clonar a Carlos Marx?”.
Tengo las barbas de Marx en mi refrigerador. Las cuido como semillas en germinación y las paso a visitar casi a diario. Me siento orgulloso, dado mi pasado revolucionario, de presentarlas ante mis visitantes como queridos miembros de mi familia y, aunque me tachen de loco y murmuren a mis espaldas, he de confesar que en momentos de desaliento y de incertidumbre políticos les he pedido consejo y consuelo. Al igual que el revolucionario chileno Cayetano Olivos y el biólogo inglés John Gurdon esperaré, lo que haya que esperar, a que la ciencia, algún día, evolucione.
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Presentación de Palabras dictadas
En este blog compartiré una serie de historias que me han sido confiadas por diferentes y variados personajes en situaciones diversas.
Entre los relatores están taxistas; profesores; alumnos; sacerdotes; amigos de infancia y juventud; compañeros de trabajo; vecinos de la colonia y un académico chileno, amante del buen vino, que conocí en un examen doctoral en Zamora, Michoacán.
Las historias la he recuperado en baños de vapor, velorios, reuniones políticas, comilonas, salones de clase y, sobre todo, en céntricas cantinas defeñas en las que dan botana a discreción.
Mención aparte merecen las historias donde un servidor es el protagonista, aunque la tal mención no debería ser mencionada, ya que intentaré, hasta donde me sea posible, hacerme pasar por interpósita persona, en llegando la ocasión.
Mi prosa debe ser juzgada en su justa dimensión: no soy un académico de las letras ni tengo formación de bardo o narrador. Mi sintaxis es justa y creo darme a entender. Si mis referencias llegan a tener alguna valoración estilística para los lectores es más por ventura y, quizá, porque, acaso, conozco algo del tema. Mi pretensión al teclear es divertirme y filosofar sin pedantería. Si logro entretenerlos me daré, como la canción de Perelló y Mostazo, por “bien pagá”.
A mi favor debo decir que, si bien no soy ni seré García Márquez, por mis venas corre sangre tricolor (y no precisamente en referencia al PRI, por lo que les pido no perroconfundirme) perteneciente a tres vertientes poderosas: mi herencia xalapeña que me da la posibilidad de tomarme con calma el acto de narrar, extenderme y, hasta cierto punto, ser juicioso; mi sangre tlaxcalteca que me hace ladino, inseguro, pero analítico y mis raíces chilangas que me permiten tener una visión curiosa de la diversas realidades sociales y ver la vida como una sucesión de eventos en un escenario caótico y mutante.
Para rematar he de confesar que soy psicólogo social con una mirada particular: la de mi propia disciplina. Me gusta la cotidianidad, el sentido común, las explicaciones que da la gente de los hechos a los que se enfrenta, la incesable búsqueda del sentido. Aprecio las narraciones que me confían y, para colmo, tengo buena memoria y, como buen xalapeño, me entusiasma, por herencia de mi padre, el intercambio de anécdotas al abrigo de la noche y un mezcal.
Espero disfruten y compartan, si lo creen oportuno, estas palabras dictadas y aderezadas con unas gotas de ficción.
Marco Antonio González Pérez Coyoacán, Ciudad de México, a 8 de abril de 2019
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