Un día decidí que ya no podía seguir como una autómata en una rutina en la cual uno consume pero no se alimenta. Dejé mi casa, mis afectos, mi trabajo de publicitaria, y me vine a Nepal a trabajar como voluntaria en una ONG que lucha contra la violencia de género, con el deseo de encontrar una esfera en la que la necesidad de "ganarse el pan" y la posibilidad de construir algo en lo que creo puedan aproximarse. Aquí algo de mis encuentros y desencuentros.
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14 de Nov.
vengo de sobrevivir a las tecnologías de la amistad
sobreviví a la crueldad de los amigos y sigue habiendo cerca mío personas que no desean mi bien
Todas las noches prendo una vela para que si es bueno que venga si es malo que se detenga
y a la mañana siguiente a veces la llama sigue en el plato, porque tiene mucho para quemar
Hay un mail en borradores que nunca me animo darle send que empieza reconciliando y después rompe todo
dice feliz cumpleaños y también dice enojado y también dice maestro y también dice la palabra enemigo
hay fotos que no quiero ver ni en mi muro ni en mi vida y mensajes que no quiero recibir a ninguna hora de la madrugada y exigencias que no puedo cumplir y dos o cuatro ojos que pinchan nucas cuando te miran fijo
Sentado en la silla en la que siempre me reclino pienso que el equilibrio es un juego que yo juego con los extremos
mamá ¿qué es la amistad?
Éste año descubrí que entre el dolor y la nada hay amigos que eligieron la nada, que eligieron basurear, arponear y desconocidos que en la nada dijeron que era amistad lo que hace años era destrucción
Me inclino y me reclino en la silla, busco la respuesta ahogado en un posteo que debería borrar, tachito, fin
¿cuando te hacés un amigo nuevo te hacés amigo de sus exigencias, de sus lealtades, de sus convicciones? ¿que nos une, que nos ata, quién sos? ¿porque tengo que ser amigo de tu fantasía sin cumplir?
Pienso mucho en eso, en la amistad y en todo el dolor que las personas le ponen a sus afectos, igual que vos que venís con el perdón pero atrás hay un puñal
Yo también soy cuchillera por eso te corté el rostro.
Hoy hay menos belleza en mi vida por alguna razón debo sentir orgullo de mi construcción alguien tiene que hacerse cargo de esta gran plenitud
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Patitas finales
Una vez más llegó el momento de decir adiós. Una vez más me encuentro haciendo balances y reflexiones. Hoy creo que me toca cerrar el blog que abrí meses atrás, cuando me embarqué en esta aventura, simplemente porque también es hora de volver a casa. Nunca pensé que irme fuera a resolver completamente mis dudas, que la experiencia en una o dos organizaciones pudiera agotar mi panorama de posibilidades vocacionales... pero no puedo negar que alguna esperanza tenía de terminar mi viaje con un paquetito de certezas. He aprendido mucho en estos meses, sobre el mundo y sobre mí. Pero hubo una lección final, totalmente inesperada, que trajo viejos planteos a la mesa, que trastocó todas las posibilidades y reformuló las perspectivas. Me fui lejos, muy lejos de casa, a lugares donde los dioses son otros, si bien compartimos los demonios: el mismo hambre, la misma miseria, la perversidad de sistemas fracasados que pesan sobre los más débiles. Bajo una nueva luz quise reorganizar mi vida: desafiar mis creencias, practicar el servicio, la tolerancia, la aceptación... otra manera de trabajar, otra forma de pensar la entrega, el consumo y el amor. Cuando hago un ejercicio mental parece fácil ubicar ideas en casillas y desear que la cosa funcione. Pero la realidad no está hecha de ideales, ni siquiera de intenciones. Hacia el final de mi viaje estaba claro que la única manera de transformar mi realidad en Buenos Aires era volviendo, tratando de entender de nuevo el panorama, animándome a probar cosas nuevas en casa. Del otro lado del mundo resulta más simple abrirse a las posibilidades... cuando llegamos al hogar somos un poco gatos: nos hacemos bolita en el mismo lugar de siempre, ese donde está calentito y el sillón recuerda nuestra forma. Asumí que me espera una nueva búsqueda, allá en el viejo conocido, y decidí aprovechar los días de vacaciones que me quedaban hasta entonces. Hay cosas que nos suceden como sucede un tsunami: llegan de golpe y arremeten contra todo. No hay nada que hacer más que embarcarse en la reconstrucción de lo que queda, si algo queda. Fue así de inesperado, aunque menos destructivo. No fue tanto lo que aniquiló a su paso, pero transformó todo para siempre, agarró mi listita de prioridades y la metió en una licuadora con mi perspectiva, mis deseos y mi raciocinio. Y es posible que ya nada sea igual. Estoy saltando al capítulo final, debería retrotraerme a la India para poder explicar lo que está nublando mis ideas y obligándome a pensar todo de cero. Dudo que pensar sea la palabra correcta, porque el análisis ya no es mi aliado, porque la frialdad de sopesar escenarios me resulta imposible, porque ya no puedo concentrarme en una vocación o un propósito, porque los ojos se me llenan de lágrimas y sé que ya no puedo ver claramente. La playa en Tailandia me dio tiempo para revivir mentalmente cada uno de los días que tuve la suerte de su compañía, cada insignificante momento que no parecía signado por el destino. También me permitió encadenar los gestos nimios que lo empujaron hacia otro lugar en mi mente, esas cosas tontas que no llegan a ser motivos para querer a alguien pero que van abriendo camino a la simpatía, a desear un poco más la cercanía de una persona. Difícilmente sean características que lo describen, y su acumulación no es más que un compendio de guiños sin lógica alguna. Como que le interesara vipassana y pudiéramos charlar sobre voluntad, compromiso y pasión. O que su único destino inamovible del viaje a la India fuera un desconocido y lejano paraje en el centro mismo de la nada, porque existía una reserva de tigres, el animal preferido de su sobrino, y le hubiera prometido una foto. O que se alejara del grupo que habíamos inaugurado apenas horas antes y ralentara su paso sin parar del todo porque yo me había quedado atrás sacando fotos y no quería que me perdiera pero tampoco presionarme a avanzar. O sus anteojos de abuelo, que agregaban un toque ridículo a su total falta de habilidad estética, comprobando que realmente no buscaba la aprobación de nadie. O que se pusiera contento al saber mi edad, porque ya no sería el más viejo en el equipo, sin preocuparse por herir mi vanidad porque mejor que se muera de hambre esa desgraciada. Fue un día de turismo grupal en Jaipur, al final del cual nos despedimos y me animé a decirle que seguramente nos volveríamos a encontrar, como tan seguido sucede entre viajantes que recorren India. Pero con seca certeza me dijo que probablemente no, y me pasó su email para seguir en contacto, un gesto automático que no siempre tiene sentido (aunque la mayoría use Facebook y él todavía confíe en hotmail). Le saqué una foto a sus pies, antes de irme, sus enormes patas sucias de andar descalzo por Jaipur, porque en algún momento se le antojó que sus ojotas no iban a protegerlo más que de la sensación del mundo a sus pies. Me imaginé un post sobre patitas mugrientas que nunca escribí, y me fui con Ryan a tomar el tren a Jaisalmer. No sé qué fue lo que lo llevó a asegurar que no nos veríamos de nuevo, pero sólo agregó sorpresa a ese momento en que lo volví a ver, caminando hacia nosotros sin siquiera habernos visto aún, mientras íbamos con Ryan a comprar whisky y gin para prepararnos para nuestra excursión al desierto. Disimulando los saltitos que daba mi corazón le indiqué a Ryan su presencia, y dejé que lo invitara a acompañarnos. Leí por ahí que los hombres demuestran lo que piensan cuando evitan la mirada y lo que sienten cuando dudan, y que es al revés en las mujeres. Su sonrisa ya había aceptado mientras se debatía porque ya había definido ir al día siguiente, porque acababa de llegar a la ciudad, porque el viaje en ómnibus lo había dejado un poco zombi. No niego que el paisaje haya ayudado a que fuera perfecto, contando estrellas fugaces en la noche desértica mientras la temperatura empezaba a caer y todo parecía obligarnos a un abrazo. Compartíamos un catre y mirábamos al cielo, mi cabeza apoyada en su brazo flaco y fibroso, que tenía una cicatriz que me hizo reparar en él. Me gustan las cicatrices, tengo una extraña fijación con esas huellas de vivencias que marcan nuestra piel, en general contra nuestra voluntad. Pienso que los tatuajes son las cicatrices que elegimos, esas heridas con mensajes que decidimos llevar por siempre. Y allí reposaba mi cabeza, sin importarme el tiempo, o los nervios que anticipan un beso, concentrada en el firmamento porque ya había contado cinco y él aún no había visto ninguna. Quizás porque no estaba prestando atención, quizás su mirada estuviera atendiendo otro juego en el cual yo participaba pasivamente. Cuando volvimos del desierto sabíamos que nos quedaban una tarde y un día antes de una despedida que, esta vez sí, sería definitiva. No hablamos sobre eso, elegimos aprovechar ese emplazamiento mágico explorando el fuerte, su palacio y terrazas, brindando con cada atardecer y cada estrella. En algo que me parecía un acto de rebelión contra la cultura local, íbamos de manos tomadas. Y las horas se fundieron en segundos, que se escabulleron entre nuestros dedos impotentes. Esta vez no dije que tal vez volviéramos a vernos, como librando al destino a decidir por nosotros. Esta vez fui más audaz, sugerí retar al destino con un plan: recorrer juntos Myanmar. Sin definir nada, nos preguntamos cómo sería, dos casi desconocidos paseando por un país que acaba de abrir las puertas al turismo. Imágenes de atardeceres, lagos y templos, con nuestras manos entrelazadas, cruzaron nuestra mente. Y nos despedimos, con cuatro indios mirándonos fijamente nos dimos un último beso, deseando que no fuera el último, deseando que ese beso tímido y débil no fuera el último contacto de nuestros labios. Veinte días faltaban para el reencuentro. Veinte días en los cuales pasé por Camboya y Tailandia. Conocí Siem Reap, Pnhom Phen, Bangkok, Ko Phi Phi, Koh Panghan y Koh Tao. Veinte días de templos, playas, atardeceres hipnóticos, lluvias torrenciales y fiestas. Veinte días que parecieron meses entre mail y mail. Las palabras que intercambiamos, junto a los recuerdos de Jaisalmer fueron el combustible que alimentó mi ansiedad. Cada carta reafirmaba que la decisión era la correcta, que dos semanas juntos serían el cierre perfecto para mi año de cambios. La espera aumentaba la expectativa que ya tenía desde años atrás, cuando vi una foto de Bagan y me enamoré de esos templos amaneciendo, y me prometí que por más lejano que sonara iba a visitar Birmania. Llegué a Myanmar con un batallón de grillos saltando de un lado al otro en mi interior, proyectando las calles de Yangon con sus sonrisas llenas se dientes y sus esquinas llenas de templos, imaginando Bagan acariciándome con su luz mientras amanece y me trepo a algún punto alto que me permita ver los siglos de fe perfilándose entre el sol saliente, pudiendo sentir el ruido de un bote en Inle Lake, en esa mezcla de sonidos de mercado flotante apaciguada por el agua... y claro, la fantasía de verlo de nuevo, de acercarme con esa timidez boba que aparece cuando alguien nos gusta, de sentarme a su lado a tomar una cerveza, con su brazo alrededor de mis hombros, de aventurarnos nuevamente de manos tomadas. Cuando la realidad supera a la ficción obliga a creer en el universo. Tantas veces nos maravillamos ante historias fantásticas que no caben en el mundo, pero cuando el mundo viene a sacudirnos es un regalo precioso. Nunca podría haber escrito tan bello final, nunca imaginé que pudieran existir dos semanas tan perfectas, nunca pensé que podría ser protagonista de un amor enorme hecho de pequeñeces. La naturalidad con la que nos fuimos conociendo, al tiempo que Myanmar nos abría sus puertas, y fuimos rumbeando uno adentro del otro, abriéndonos camino sin querer hacia ese lugar donde acampar para siempre parece ser la única opción. Dos extraños, con pasados tan diferentes, con trayectorias tan diversas, que se encuentran en un presente conjunto, y de repente no pueden evitar imaginar un futuro. Cómo explicar que alguien venga de otro país, de otra realidad, y sin embargo comparta valores, visiones y deseos. Yo no quería enamorarme, pero el amor no tiene ni una pizca de voluntad, sucede a pesar nuestro, atrevido e indomable. No quise pensar al respecto los primeros días, sumida en vivir el momento y disfrutar de cada segundo. Dormíamos poco, porque cada hora descansando era una hora sin mirarnos, sin hablarnos, sin compartirnos. Incluso en los viajes en ómnibus nuestros ojos se entrelazaban abiertos, y nos sumergíamos silenciosamente en esa ventana a través de la cual la pestañas del otro nos mimaban el alma. El tiempo no se detuvo, aunque parecíamos detenidos en un paréntesis, en una burbuja ínfima donde solamente cabíamos abrazados. Puedo enumerar sus virtudes, las cualidades que lo hicieron excepcional, aunque vaya a saber si fueron ellas las que me cautivaron, porque el amor no nace de la suma de características sino tal vez de la relación que se establece entre nuestras faltas. Al quinto día de estar juntos noté que no había retorno de mi sonrisa, que se había quedado dibujada observándolo caminar por la montaña, con tus piernas flacas y un sombrero birmano. En India ya me sentía la persona más afortunada del mundo, por haber pasado tres días extraídos de un cuento. En Myanmar mi buena fortuna fue empezando a asustarme, porque la distancia de nuestros mundos tiene un correlato concreto, de miles de kilómetros y litros de océano. Mientras agradecía la dicha de saber que existía, maldecía la pena de tener que separarnos. El último día casi no hablamos, en una especie de luto emocional que intentamos disimular. Yo había tratado de cambiar mi pasaje, para poder viajar juntos más tiempo, para seguir jugando a que nuestro amor era posible. Pero no lo fue. Estábamos recostados y se ubicó encima mío, mirándome a los ojos para después escapar la mirada, dirigiéndola sin querer a mi muñeca tatuada. "Anicca", dice mi tatuaje, en pali: "transitoriedad". Se rió, nos reímos, peleando las lágrimas que insistían en aparecer. Los dos sabemos de la permanencia del cambio, y sin embargo esa sensación de que hay un lugar donde podemos querernos para siempre. No soy recolectora de mementos, las mudanzas me han obligado a guardar pocos objetos y esforzarme por mantener los recuerdos en mi memoria. Me regaló su reloj antes de separarnos, presente que había recibido en su decimoctavo cumpleaños y que me negué a aceptar. El único elemento que mantuve fue un recipiente de pastillas contra la malaria con su nombre, pastillas que compartimos y en mi mente eran una ceremonia diaria de comunión y cuidado. De haberme calzado su reloj mi tatuaje hubiera quedado escondido, como si después de aniquilarnos el tiempo quisiera redimirse con un oxímoron físico ineludible. Hay un elemento que no se puede pesar, que no se puede medir, y que no existía al principio de mi viaje. Nunca quise ser alguien que deja todo amor, que se funde a otro plan, que abandona su búsqueda individual por un camino conjunto. Lamento aceptar que cuando estoy entre sus brazos no me importa nada más, algo que nunca antes había sentido y me alegra tanto como me avergüenza. Yo no sé cómo sigue esta historia, la nuestra o la mía. No tengo dudas de que he pasado las dos semanas más felices de mi vida, y que seguramente era una lección necesaria también: recordarme otros motivos, otros condimentos inmensurables de cada camino, ingredientes que dulcemente empañan nuestros objetivos y nos alimentan de energías para barajar y dar de nuevo.
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Patitas en fuga
Conocer a alguien requiere tiempo y confianza. Saber sobre alguien puede limitarse a guardar en nuestra memoria los relatos que construyó sobre sí mismo, pero eso no significa conocerlo. Mi primer encuentro con Chet* fue meses atrás, en un bar en Pokhara (Nepal), adonde un grupo de viajeros nos habíamos sentado a festejar nuestra exitosa expedición por la montaña, cada uno con su pequeña victoria todavía agarrotada en los músculos. Fue una noche alegre, bañada en litros de cerveza, y la conversación fluía a diestra y siniestra, permitiendo pequeñas alianzas momentáneas donde una similitud era hallada. Chet había dejado su vida en alguna gran ciudad yanqui para mudarse a Hawaii. Después había abandonado Hawaii por Tailandia: paraíso por paraíso, dame el más barato. Aún no sabía si estaba "viviendo el sueño" o escapándose de él, porque creció en el país donde el éxito se mide con ceros, aunque éstos sean el signo de la nada misma. No volvimos a vernos, como sucedió con todos los que compartieron esa mesa de bar. Pero cuando decidí mi visita a Tailandia le avisé, y nos encontramos en Ko Panghan, la isla donde todos los meses hordas de turistas llegan para festejar la full moon party en la playa. Chet ya es un entendido sobre la isla, su geografía y su dinámica, así que me subí a su moto para dejarlo guiarme a través de las playas y sus secretos. En cada parada que hacemos, Chet me presenta un nuevo paraíso, junto con algo de su propia oscuridad, plato exquisito para una amante de las historias. Hay un pasado de fraude, falsificación, persecuciones, abogados, servicios de inteligencia y hasta prisión. Cada playa una nueva sorpresa, literalmente y en todos los sentidos. Mientras Chet me cuenta su historia pienso que cada desconocido es una oportunidad para reinventarse, y cada vez que decimos elegimos la parte de nosotros que queremos que trascienda, aunque no lo sepamos claramente. Me pregunto si Chet elige seguir siendo esa persona que huye, ante mis ojos, porque el tamaño de aquello de lo que escapamos también es el tamaño de quien somos, el tamaño de nuestro miedo, o simplemente está amarrado en una fantasía. Cuando llega la tarde ya no tengo miedo a la moto, y voy agarrada a la parte trasera. Quizás hay algo de mi cuerpo que prefiere la distancia, esa estrechez que nos separa. Agarrarme a la espalda de alguien, ser cómplice de esa vida en la que un chico de dieciséis años aprende a apostar con dinero ajeno, condenando su propia libertad para pagar noches de fiesta y amigos circunstanciales. Las mentiras que (nos) decimos sobre nosotros a veces terminan siendo mayores que los secretos que intentamos acallar, que aparecen segundos antes de dormirnos, como un ronquido molesto, marcando su presencia infinita hasta que podamos hacer las paces. Y sin embargo el paraíso está frente a nuestros ojos, atardeciendo sobre el mar, igual para mí como para él. No importa si nunca robé un caramelo, si él gastó medio millón de dólares que nunca existieron, el cielo es gratis y democrático. ¿Nuestro? Claro que no, nunca, y eso sólo lo vuelve más bello. Nos hundimos en nuestros pensamientos cuando cae la tarde. En mi cabeza bombea la misma pregunta de meses atrás, tal vez Chet esté viviendo el sueño, pero no es el propio. Su sueño aún está nublado por pesadillas, y claramente de ellas está escapando, sin notar que es imposible. * no uso su verdadero nombre, claro.
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Patitas y la insoportable levedad del turismo
Llegar a Tailandia después de la India es un shock en varios sentidos. Luego de meses de India y Nepal los ojos se acostumbran a cuerpos cubiertos, y la desnudez de los bronceados en ciudad y playa resulta algo exagerada. El tipo de viajero es otro, es más joven y menos conectado, el foco está puesto en otros turistas y no tanto en los lugares o la cultura local. Es que lo local está disfrazado de turismo también, oferta y demanda se encuentran fácilmente en Tailandia. Alcohol, sexo, masajes y fiestas se ofrecen, y eso es lo que se viene a consumir, en combos prefabricados. Se pierde la búsqueda, el camino que obliga a contactos genuinos y conversaciones interesantes. El sur de Tailandia es un paraíso natural, no cultural. Uno puede impresionarse por el turquesa del agua, por las montañas verdes de palmeras y piedra, por los miles de peces de colores inimaginables y formas variadas que nadan alrededor de uno, sin inmutarse por nuestra humana presencia. Tirarse en la playa a leer durante horas y horas, descansando las piernas en la leve brisa que apenas apacigua el calor. Probar frutas desconocidas, recetas agridulces impensadas, combinaciones de sabores exóticos. Nadar, bucear, escalar rocas, remar. No importa cuán profundo buceemos, el pez imposible de hallar es la legitimidad por detrás de tanto plástico for export. No niego que este lugar sea un paraíso, simplemente siento falta de todo lo que otros países pudieron enseñarme, y me digo que acá nadie viene a aprender sino a disfrutarse en un lugar hecho para postales. A estas playas no hay que venir solo, esa es mi sensación. Mientras comparto el cuarto del hostel con adolescentes borrachos me doy cuenta de que me aburre el vacío. Cuando llegué a Calcuta, después de meses de poca vida nocturna, saqué pasajes a Tailandia pensando que mi cuerpo pedía salsa. Pero me equivoqué. La salsa se me antoja insuficiente, y la ausencia de contenido opaca la belleza del continente. Es cierto que nunca me llevé bien con las vacaciones. Mientras nadaba feliz entre peces, pensaba en la felicidad del cardumen, y no podía evitar ver a los turistas en cada pez: en grupos más o menos numerosos, mostrando sus colores, sin preocuparse por el monstruo humano que respira otro aire, que mira a través de antiparras, que no ostenta esa facilidad para moverse. Esos humanos que parecen ajenos son los tailandeses nadando en el mundo del dinero, buceando alternativas para atraer al cardumen que brilla y baila una música tan antigua como la explotación.
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Patitas entre el cielo y el infierno
No sé cómo empezar o por dónde. Fue poco tiempo, fue demasiado rápido, demasiado corto, demasiado intenso. Tengo una mezcla de sensaciones que procesar y no logro racionalizarlas. Tal vez porque no hay razón que explique ciertas cosas. Camboya me dejó sin palabras con sus extremos. Amanecer en la magia de Angkor Wat, pasar horas recorriendo templos perdidos en la selva, donde nacen árboles entre piedras de una manera inexplicable, como si la vida se resistiera a la muerte, fundidos naturaleza y espíritu en una comunión ancestral. Construcciones del siglo 12, que el musgo y la lluvia hicieron suyas. Y de allí a la otra famosa e infame cara del reino: la de un dictador, un genocida, un loco que mandó exterminar a un cuarto de la población. Los campos de la muerte son uno de los tantos lugares del país donde tumbas colectivas sepultan restos que no descansan en paz, que aún se cuelan a la superficie después de la temporada de lluvias, como un grito ahogado que clama por una justicia imposible. Cómo reconstruir un país devastado por sus propios hijos, donde un relato absurdo de grandeza puso armas en manos de adolescentes, fragmentó familias en nombre de La Organización y despedazó ideas para establecer una nueva historia, un año cero del reino. Caminando por Siem Reap o Phnom Penh no siento nada. Ni magia ni muerte. Veo turismo exacerbado, dolorosa pobreza, personas que intentan recomponerse como pueden, aunque les falten miembros de su cuerpo y de su familia. Sonríen, hablan un potpourri básico de lenguas extranjeras, usan más una moneda ajena que la propia, venden lo que tengan: imanes, postales, tiempo, dignidad. Sobrevivientes de una matanza que empezó hace 39 años y que hoy tiene cara de niños hambrientos. Las calles están vivas: vibran de actividad, de comercio, de mendigos. Me voy llena de incógnitas que las barreras idiomáticas no me permiten responder. No sólo el lenguaje nos separa: el tiempo que no le dediqué podría haberme dado respuestas o el límite entre ser un viajero y poder acomodarse en un lugar a escuchar, más allá del bullicio, mas allá de las fiestas, más allá del turismo. Me queda una sensación pesada, de conflicto no resuelto. Pol Pot está muerto, ¿pero acaso eso es suficiente? Poner nombres, señalar culpables, vengar, o no... ¿Qué sería la justicia? Hablamos de memoria, de aprender de los errores... ¿Qué lección explicitan los millones de huesos sin nombre? Sigo mi viaje, con mi mochila hecha de preguntas y razonamientos inconclusos, tratando de encontrar la esperanza amaneciendo como ese día en Angkor Wat, esa claridad que no baja los brazos frente a la cotidiana oscuridad, que sigue trayendo vida a la piedra, que renace en su tumba día a día.
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Patitas y los lugares equivocados
"Bangkok es una ciudad muy loca", me dijo con cara de susto. O tal vez de asombro. O los dos. Es difícil de interpretar rostros desconocidos, pero no terminé de entender si la afirmación era positiva o negativa. O simplemente era. Antes de que pudiera cuestionarlo, sin embargo, comenzó a extenderse. Había venido por trabajo desde Bélgica. Luego de cinco días de una rutina extenuante, decidió prolongar su estadía para ver un poco de la ciudad, dado que era su primera vez en Asia. A pesar de haber terminado con sus obligaciones, su cuerpo continuaba en modo productivo: se levantaba temprano y trataba de exprimir cada segundo, sus días eran pocos y sus planes ambiciosos. Cuando llegaba la noche estaba absolutamente agotado: le dolían las piernas de caminar, los ojos de mirar, y el cerebro de tratar de absorber tanta información. No podía seguirle el ritmo a esta ciudad insomne. Fue ese cansancio acumulado lo que terminó anulando su raciocinio, dejándolo con la guardia baja esa noche en el mercado callejero de Patpong. Caminaba sin ver y sin sorprenderse, entre mesas de ropa y souvenires. Cada cinco pasos se le acercaban locales para ofrecerle ping pong shows. Había oído al respecto: mujeres haciendo proezas con sus partes íntimas. No era su tipo de entretenimiento, pero al enésimo intento frustrado de transitar en paz la energía para decir no se le terminó, y fue así que aceptó una ganga: una cerveza y un show por cinco dólares. Con sólo pisar el local, una puertita oscura al final de una escalera, supo que era un error. Giró para volver sobre sus pasos, pero el insistente vendedor bloqueaba su camino y el inicial rostro sonriente se tornó amenazante. De nuevo se sintió vencido ante el cansancio, evitando el enfrentamiento y yendo a ocupar un lugar en una mesa oscura frente al escenario. Sobre el mismo, había tres mujeres entradas tanto en kilos como en años. Sus cuerpos habían dado a luz, eso era evidente. Dos vestían solamente un corpiño, la tercera una bombacha. No entendió el motivo de la monoprenda, como un gesto para resguardar su desnudez, pero tampoco entendía su propia presencia allí. Un mozo travesti que rondaba los cincuenta le trajo su cerveza y una paleta de ping pong. En el escenario, una de las mujeres untaba con lubricante un montón de pelotitas blancas dentro de una canasta. Tragó saliva y encendió un cigarrillo, de puro nervioso. Si algo le gustaba de lugar era que era de tal inframundo que nadie iba a prohibirle fumar adentro. Apoyado al respaldo no atinó a usar la paleta cuando las pelotitas empezaron a salir disparadas de la vagina estelar en su dirección. El cansancio de lo impedía tanto como el asco: de sí, de haberse rendido, de haber llegado hasta allí sin cuestionarse, de encontrarse de repente peloteando con una mujer recostada y de piernas abiertas. Quería dejarla ganar, aunque llegado a ese punto ni siquiera sabía qué significaba la victoria. Una pelota le pegó en la pierna. "Me lo merezco", pensó, "merezco un golpe en la cara". Agotadas las pelotas fue el turno de otra de las señoritas, con una especie de intermedio de corneta para el cual bajaron el volumen de la música occidental que sonaba. El lugar se volvía aún más tétrico en el silencio, que quebraban la corneta indecente y las risas de algunas mesas. ¿Cuál sería la reacción esperada? Reírse, aplaudir, asombrarse, excitarse. Su cuerpo observaba pasivamente mientras en su cabeza se debatía sobre cómo alguien monta semejante espectáculo, y cómo existe para él una audiencia. El bar distaba de estar lleno: cuatro mesas ocupadas, aunque él era el único hombre solo. Todos eran turistas, un grupo mixto, una pareja de hombres y un grupo de mujeres tan viejas como las artistas, o tal vez más. La vida pasa distinto para cuerpos tan expuestos, los años dejan otras huellas que no se evitan con protector solar o cremas anti age... no que esas sean siquiera posibilidades. A la corneta siguió un cigarrillo, abrir una botella, escribir una carta equilibrándose en los brazos, disparar una banana al público, soplar 15 velas en una torta. Con un tubo estratégicamente ubicado una explotó globos cuyos pedazos fue a recolectar por el piso del salón luego, encorvada, sin bombacha y sin energía. Pensó que seguramente ella estaría más cansada que él. Se preguntó cuántas horas pasaría allí. El escenario estaba en el centro del local, pudiendo apreciarse el show desde cualquier esquina. Vio del otro lado, junto a la caja, a una nena de cuatro o cinco años que jugaba con la cajera. Estaba de espaldas al show y no parecía importarle el contexto. La costumbre anestesia, pensó. Se preguntó de quién sería hija y cuántas horas pasaría allí. Otra mujer se paró con las piernas abiertas en el centro del palco, y empezó a sacar de dentro suyo un hilo con un elemento que no logró identificar inicialmente. Pestañeó dos veces y le dio un trago largo a su cerveza, incrédulo. La mujer mostró al público una tira de nueve láminas de afeitar: tomó un papel y fue cortándolo con cada una de ellas, revelando el real tamaño de su hazaña. Decidió irse, ya había visto mucho más de lo que hubiera querido. Cuando se acercó a la caja la nena ya no estaba, ni la mujer que jugaba con ella. En su lugar había una señora gorda y baja que con cara de pocos amigos le presentaba una factura diez veces mayor a la pautada en la calle, cuando lo rescataron de su paseo para hundirlo en ese antro. La poca fuerza que tenía la iba a tener que usar para luchar contra la injusticia de la madama tailandesa, que enseguida subió el volumen y empezó a hablarle demasiado cerca, lanzándole golpes al estómago. No podía pelear contra una mujer, ella seguramente lo leía en su cara. Un hombre que decía ser el gerente apareció de golpe, y aceptó el dinero que estaba ofreciendo: era el triple del valor acordado pero al menos no la fortuna que la tailandesa aún insistía en extraerle. Salió rápido, a las corridas, rogando que no se arrepintieran del arreglo, que no lo persiguieran. Se imaginó preso en un cuarto en el fondo del bar, flanqueado por travestis viejos y prostitutas gordas, raptado y golpeado por guardias de seguridad enanos entrenados en muai thai. Se preguntó cuántas horas pasaría allí.
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Patitas y el abc de la India
La a es difícil, me debato entre "adaptarse" o "aloo chaat", porque hay que darle tiempo a este país, ir entrando de a poco en su vorágine y su gente, su ruido y suciedad, su ritmo y su encanto. Pero ese riquísimo plato callejero que consiste en un medallón de puré de papas frito y acompañado de yogur, mermelada y elementos no identificables es tan importante como lo primero para aprender a saborear su realidad. Baighan o began o como se escriba, es esa berenjena tan rica que pude ir a comer dos veces en una terraza con vista al fuerte de Jaisalmer. No pude ver cómo la cocinaban, pero me fui con la receta en la mano, mismo sabiendo que hay cosas que no se repetirán nunca y que eso es parte de su eterno encanto. Chai es la adicción de todos, el té con leche dulce que toman (tomamos) a cada pausa, cada parada, como un cigarrillo. Dosa, una especie de crepe hecho con harina de arroz y relleno de sabor, se acompaña con unas salsas que tampoco sé describir, pero que volveré a India para seguir disfrutando. La e es la espiritualidad reinante en el país. Las diferentes religiones conviven en paz, cada una con sus celebraciones y creencias a flor de piel. Una cultura donde alma y vida andan juntas, de la mano, entrelazadas e indisociables. Fascinada, así me voy, así dejo este país al cual no quería venir, del que me quise escapar y al que me resisto a abandonar hoy. Volveré, me digo, y quiero creerme, porque gigante es su territorio, lo que me queda por descubrir y conocer. Gigante, también, su hechizo. Como las serpientes que bailan al ritmo de la música, presas de una magia inexplicable, algo de India quedó tatuado en mi piel para siempre, su hechizo así de grande. Instinto, no hay que olvidarse de ese tirón de panza que avisa del peligro antes de que nuestro cerebro se de cuenta. Hay que escucharse siempre, pero más donde el ruido es tal que cuesta oír nuestra vocecita allá a lo lejos, reclamando atención. El instinto es un compañero de viaje clave, cualquiera sea la travesía. Jaipur, la ciudad rosa, la primera de la que me enamoré. Me quedé corta de días para recorrerla como me hubiera gustado, para verla atardecer desde todos los ángulos, para verla levantarse y dormirse, siempre bella. Kolkata, la ciudad monstruo, que me enseñó a ver más allá de la miseria y la mugre, que me abrió sus brazos vacíos de hogar de los abandonados, y me explicó sus sonrisas sin dientes y sin motivos. Ele de lassi, el yogur bebible fresco que se puede comprar en la calle, para recuperar energías y seguir caminando con o sin rumbo. Solo o mezclado con frutas, incluso con bhang (marihuana), como es costumbre en Jaisalmer, donde el gobierno lo autoriza y Krishna lo bendice. La eme es una triada nada feliz: las moscas, las miradas y el miedo. Las moscas atraídas por la suciedad, las miradas por el color de mi piel, el miedo por el prejuicio, sostenido por la sensación de constante escrutinio. Miradas como moscas que dan miedo, que persiguen y pasan demasiado cerca. Ene o de NO, o "no, thank you" como decía yo, repitiéndolo como un mantra en la calle, a las decenas de vendedores, taxistas y demás sobrevivientes. Palak paneer, mi preferido: una crema de espinacas (palak) con pedazos de queso blanco suave con consistencia de tofu (paneer). Otra receta que intentaré en casa, cuando vuelva a tener una casa. Quedarse, porque si bien la proximidad de Tailandia me divierte, decir adiós me cuesta. Debería estar acostumbrada a esta altura, pero creo que en lugar de aprender a desapegarme he aprendido a amar más rápido, a encantarme con gestos, a entregarme sin miedo, sabiendo que crezco con cada amigo, aunque me queden lejos y siga sola. Regateo, que no lograba naturalmente en Nepal pero al que domino ahora, que he conseguido descuentos en transporte, ropa ¡y hasta tatuajes! La ese también es una triada, pero esta vez una feliz: Sadhus, sarees y sonrisas. Los hombres santos, un emblema del país, que eligieron no formar una familia y dedicarse a amar a dios, vistiendo escasas ropas, dejando su pelo y barba largas, fumando la hierba de Krishna. Viven de limosnas y respeto ajeno, aunque creo que en el fondo todos sienten que son vagos que prefirieron no trabajar. Los sarees coloridos y las sonrisas permanentes son también signos de que llegaste a India, adornan y alegran el camino a lo ancho del país (a lo largo no fui, pero me imagino que también). Tuk tuk y trenes, mis transportes predilectos para distancias cortas y largas, respectivamente. Los autitos de tres ruedas que aceleran como suicidas por las callecitas sobrepobladas, dejando que el viento te refresque mientras seca la transpiración que te cubre. Los trenes con cuchetas, aire acondicionado, western toilets y hasta catering, que me pasearon como a una reina por miles de kilómetros. Udaipur, la cuenta pendiente, entre muchas otras. Rajastán me deslumbró con lo poco que vi, y me dejó con ganas de más. Es lindo sentir ese ímpetu para seguir viajando, porque nunca me sentí una viajera, pero tal vez lo sea. Compartir con viajeros me hizo ver que a mi manera también lo soy. Una viajera nerd y un poco solitaria, pero quizás sea por eso que viajo sola, para poder elegir mis cuadernos y mi libertad, mis recorridos e intereses, mis conversaciones azarosas con los locales. Doble v, equis, i griega y zeta son más difíciles de vincular a la India. Si no fuera por el "wow" de la admiración que producen el Taj Mahal o el Amber Fort, la equis en el mapa de todo navegante donde marqué los destinos y pasadizos para llegar, el yoga que vienen de todo el mundo a practicar, y la zeta de "¡zas, ya se terminó!"
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Patitas en el vagón de las señoritas Yo sabía que existía, En los trenes de la India, Un compartimento especial Reservado para chicas. Mujeres de toda edad, Que prefieran no ser acosadas No tienen más que ubicarse, Adonde las mandan a ser ubicadas. No requiere ningún esfuerzo, Sólo un poco de atención, Busca el cartel rosa toallita Al llegar a la estación. Si en el apuro te olvidas Tampoco será tan grave Viajarás algo apretada Entre ojos expectantes. Tendrás que guardar silencio Y bajar la mirada Es probable que transites Libre de ser abusada. Los hombres van apretados Porque aunque el resto del tren sea suyo También lo es la vía pública Donde reinan y predominan hace mucho. "Viajando en el tren rosa Me siento cómoda y segura" Me dice una pasajera Sin atisbo de duda. El abuso en el transporte No es ninguna novedad Sucede con asiduidad En muchos lugares del mundo. Vagones para mujeres Parecen ser la solución Y en latinoamerica, también, Se evalúa su ejecución. Y claro que es un placer Viajar con absoluta confianza, Como debería ser siempre, Qué utópica añoranza. No quiero un vagón seguro Quiero un mundo de respeto No quiero correr a la luz, al pepper spray ni a ningún invento. Quiero que eduquemos a los hombres Para que sepan donde terminan sus cuerpos.
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Patitas mochileras
Extraña manera en la que las cosas se suceden, en la que las personas aparecen en nuestra vida, en la posibilidad de entender oportunidades por detrás de azares. Oportunidades de convertir un viaje en tren en una amistad, un cielo en el desierto en una fraternidad, una cerveza al atardecer en una promesa. Elegir. Elegir estar solo o acompañado. Elegir la libertad sobre todas las posibilidades. La enorme oportunidad que tenemos de elegir. Siempre discordé de las escuelas de sociología de carácter determinista, donde uno es y hace a partir de sus condiciones o cultura. Claro que todo eso es parte, una gran parte, pero no agota al ser. ¿Sino cómo se explica que feministas o pacifistas nazcan en lugares de ferviente patriarcado y guerras? ¿cómo se explica el cambio? En el libro que estoy leyendo hay una gran escena inicial. Un hombre está siendo torturado y se siente libre. Nota en ese momento que tiene la opción de odiar o perdonar a su verdugo, esa es su libertad. La libertad nos tiene tan mal acostumbrados, tan mal criados de libertad, que nos parece imposible entenderla en el torturado, preso de brazos y piernas, a merced de su verdugo. De vacaciones, de viaje, durante meses, en India. La mayoría de los viajeros que me encuentro no tienen trabajo tampoco, ni mayores compromisos. Van decidiendo sus días uno a la vez, armando caminos cortos, quizás rebelándose contra eso que fueron antes: el camino seguro, esos años de certezas y planes de largo plazo, ese trabajo absurdo al que no van a volver... o al menos eso dicen y esperan. Es un deambular hedonista cargado de primeras veces y contradicciones: tanta novedad alrededor, y tanta historia. Esa sensación de deja vu de las mil y una noches, esa imagen perfecta entre estrellas fugaces, ese sentirse un personaje de una película, ese estar ebrio de felicidad. Me quedan pocos días en India y siento que voy a extrañar tanto. No me quiero ir. Siento mi corazón pataleando, porque le costó mucho querer estar aquí, porque viajar por India no es fácil, y ahora que está acomodado y feliz me voy. Ahora entiendo por qué hay que dedicarle tiempo a este país: la primera semana es tiempo perdido, es lo que demoramos en abrirnos a su lógica. El verdadero viaje empieza sólo entonces y puede durar para siempre, si elegimos dejarnos sumir en su embrujo.
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Patitas acosadas
"Andá por la sombra", me dije, y fui a refugiarme del sol entre los árboles. Me sorprendió encontrarme una hilera de hombres a cada lado del camino, como si tuviera que andar por una pasarela mientras era escrutada. Cuando el astro rey no tiene piedad, todos escapan de su rayo. ¿Dónde están las mujeres en la India? Extraño la zona roja, al menos allí no era la única. La presencia de mujeres hace que me sienta menos amenazada, no sé bien por qué. Ellas me observan con tanta atención como ellos, pero con mayor discreción. Claro, es que a ellas les enseñaron a bajar la mirada, cosa que ellos no tienen interés en hacer. Ellos fijan la vista, acompañan mi paso con sus ojos, sostienen la vista con lascivia. A veces me digo que está en mi imaginación. Me lo repito "it’s all in your mind", como decía Harrison en El Submarino amarillo. La mirada lasciva es una construcción cultural, tal vez estoy malinterpretando su inocente curiosidad. Sin embargo hay algo de esta dinámica que me hace sentir desnuda, indefensa, expuesta. Son mayoría y dominan con sólo mirar. A veces quieren una foto, y se acercan amigables, piden permiso, posan a mi lado. Otras fingen estar haciendo otra cosa mientras apuntan y disparan, robando ese fragmento de segundo al tiempo. ¿Quiénes eran los que pensaban que cuando te sacan una foto te roban el alma? Yo siento un poco eso cuando camino siendo radiografiada. Me están robando algo y no puedo explicitar qué es. Si solamente hubiera más mujeres afuera.
Los veo, sé que están ahí, mirándome. Pero no los miro. No dejo que nuestras miradas se crucen… como con los monos. No quiero saber qué quieren. No quiero sacarme fotos. No quiero entender lo que murmuran. No quiero que me persigan. Disimulo no notar que son más de cinco ya los que se amontonan a mi alrededor cuando me detengo, hago de cuenta que no escucho el obturador y sigo mi camino. ¿Me roban o estoy cediendo? Nadie dijo que no pueda levantar la vista también, yo elijo no hacerlo.
Hablo con Aparna, una estudiante india que vive en Delhi. Según ella, la mala fama de la capital para con las mujeres se debe a que efectivamente allí las mujeres salen. Y cuando salen… bueno, eso lo sabemos porque también lo vemos en casa: hay que hacerlas entrar de nuevo. Claro que las ciudades serán más seguras si las mujeres no abandonan su hogar.
Camino junto a Ryan, un canadiense alto y pelirrojo. De golpe exclama indignado “ese tipo te fumó con los ojos”. Yo no sé a quién se refiere, pero sé perfectamente de lo que habla. Me gusta que lo note, de alguna manera no me siento loca. Me consumen con los ojos en las calles de la India, pero no me roban el alma, no saben nada de mi alma. Me roban, sí, la libertad de transitar, de sentirme segura, de caminar por la sombra… ¿me roban o la estoy cediendo?
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Patitas en el País de las maravillas
Dicen muchas cosas sobre viajar y su fascinante efecto. Viajar nos lleva a conocer y conocernos, a perdernos y encontrarnos, a enfrentar miedos y prejuicios, a sacudirnos la rutina, la costumbre, la comodidad y explorar nuevos sabores, olores, destinos y colores. Aprender de historias, mitos, costumbres, civilizaciones, religiones y hasta accidentes naturales. Todo eso nos moviliza. Una charla con un desconocido, una visita guiada a un templo, son oportunidades para escuchar y cuestionarnos.
Pero además de todo eso, siempre están esos lugares que nos tocan inexplicablemente, afinando algún sonido interno diferente, que nos va a tallar un recuerdo y una sonrisa eterna. Tal vez no recordemos el año de edificación o el motivo de su existencia, tal vez ni siquiera se trate de un monumento, tal vez fallemos en pasar esa recomendación sin sentido aparente a otro viajero. Quizás incluso lo intentemos, sugiramos a ese querido amigo que se tome un barco solo, al amanecer, sobre el Ganges, y vea lo que sucede. Y es posible, también, que nuestro amigo lo haga y no le pase nada. Hay un muellecito sin nombre en Brujas donde me senté una vez, hace diez años, a descansar las piernas de la bicicleta y disfrutar de una cerveza mientras caía la tarde. Fue allí que me di cuenta de que estaba feliz sola y de que era una excelente compañía para mí misma, de que lograba divertirme riéndome de mis propios chistes. No sé cuándo fue construido ni por quién, pero ese muelle, en esa tarde, en este mundo, para mi fue todo.
Viajar está cargado de sensaciones: desde sentir calores inauditos, como el calor húmedo asesino de Calcuta, hasta la paz de la montaña o el éxtasis frente al Taj Mahal. Yo creo que son esas sensaciones lo mejor de los viajes. Claro que todo lo que vemos tiene una gran riqueza, pero es cuando sentimos algo que llegar hasta allí valió la pena, es esa la diferencia entre leer un libro de historia o una guía de turismo y estar allí.
Nadie me avisó lo que iba a pasarme en el fuerte de Agra. De lejos lo veía: un fuerte enorme, nada que invitara a entrar. Y sin embargo, fue una de las experiencias más fascinantes de mi viaje -por el momento-. Caminar por su interior, recorrer pasillos, jardines, mesquitas, cuartos, balcones, fue sumergirme en un cuento. Mientras mis ojos observaban con detenimiento, en mi cabeza corría de una punta a la otra, envuelta en un sari bordado de piedras preciosas y con un velo cubriéndome el rostro. Me imaginaba allí, viviendo, riendo, haciendo cosas que seguramente no estaban permitidas para las mujeres, pero en la fantasía todo vale. Me perdí en mi mente, ubicando amigos, enemigos, soldados, sirvientes, monos, elefantes. Pude visualizarlos a todos, y hasta no me importó tanto ser una más de las mujeres del harén, compartiendo esa complicidad que estaba vedada a los hombres, esa convivencia entre aguas y aceites perfumados.
Mi pequeña recomendación es esa: cuando vayan a visitar el fuerte de Agra, abran los ojos un poco más allá, como con los libros en 3D, para verse allí, en el 1500, cuando todavía había tigres y la electricidad no existía.
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Patitas errantes
Justo cuando venía pensando que no iba a tener intercambios genuinos apareció Ravi. Se me acercó mientras estaba parada en la parte superior de un tanque de agua, desde donde tenía una vista panorámica al crematorio más grande de la ciudad. Ravi empezó a conversar, quería saber si entendía lo que estaba sucediendo, iba agregando información a lo que yo sabía, iba probando cuánto me interesaba India. Los locales dicen eso, o al menos lo he escuchado bastante: "viniste a India para aprender". Todo viaje enseña, sin dudas, pero se nota que acá están acostumbrados a un turismo diferente al que vi en otras partes del mundo, donde hay que atravesar la barrera del exotismo, tratar de entender la lógica interna, donde no se trata (solamente) de mirar, decir qué lindo, y sacar una foto. Tal vez porque no diríamos qué lindo. Tal vez porque la manera en la que un pueblo elige morir debería decirnos mucho sobre cómo quieren vivir. Empezamos a caminar juntos, charlando de lugares, costumbres, anécdotas. Ravi habla, yo pregunto. A veces me canso de que asuman tanto de uno (uno, el turista del oeste, es igual a todo turista del oeste... el viajero se vuelve estereotipo, uno en el cual no me siento nada representada...) pero me interesa más lo que Ravi pueda contarme que sus prejuicios respecto a mi persona (quiero saber qué es lo que mascan y escupen todo el tiempo, qué es eso que masajean en la palma de la mano, por qué los Sadhus son hombres santos, qué comida típica me falta probar). Horas de charla y compañía bajo el rayo del sol. Ravi sugiere ir a tomar una cerveza para refrescarnos, pero yo aún tengo por delante el check out, y prefiero avanzar con eso antes de sentarme y relajarme en un bar. Optamos por un lassi, que es básicamente delicioso yogur bebible con frutas, antes de despedirnos. Como no puede ser de otra manera, el matrimonio por amor o arreglado aparece entre los asuntos. Después de mis meses en Nepal ya me acostumbré a las familias que comenzaron como un acuerdo entre familias, pero la gente en India insiste en hablar al respecto. Tal vez ellos también quieran entender: la mayoría de mis interlocutores abogan por el casamiento por amor, a pesar de estar ejercitando -o por ejercitar- el segundo (convicciones, nadie dijo que tuvieran que guiar nuestra vida...). Ravi concluye diciendo que es muy joven de todas formas, que con sus 25 años piensa explorar mucho más antes de casarse. Según su parecer, las mujeres son frutas y hay muchas diferentes en el mercado... dice que siempre la misma fruta cansa, a pesar de contarme que come 6 bananas por día porque es bueno para la masculinidad. Tiene un ambicioso proyecto: probar todas las frutas del mundo. Me da gracia, yo tuve un proyecto similar en Brasil pero era más literal: dejé de pedir jugo de açaí con naranja por default para probar nuevos sabores (jabuticaba, cajú, lichia, jaca). "Sutilmente" me cuenta que Argentina todavía no está en su lista de frutas saboreadas. Me río y con igual sutileza le cuento de mi marido (imaginario) con quien estoy felizmente casada (desde que llegué a la India, aunque ese sea un detalle que nadie necesita saber). Nos despedimos en la puerta de mi hotel. Ravi me recuerda dónde encontrarlo si decido quedarme más tiempo en Varanasi y conocer India más de cerca. Entre Ravi, Giri Baba y el loco de la ceremonia vespertina (que me dijo "I get men" como quien ofrece algo interesante) empiezo a sospechar que hay una cierta industria de turismo sexual para mujeres en India que no mencionan en ninguna guía.
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Patitas calibrando el sumitómetro
Tengo que corregirme. Lo que aprendí en Calcuta, eso de que la gente se te acerca genuinamente, no me quedó más remedio que desaprenderlo en Varanasi. Lamentablemente, el turismo tiene una contracara dolorosa: uno se transforma en una máquina expendedora de dólares, y los vínculos se reducen a eso, a apretar un par de botones y esperar que escupamos dinero. Conversaciones casuales, historias, caminos, consejos: todo tiene un precio. Me molesta y me entristece. Siento que se pierde un poco de la magia o, al menos, hay que escarbar un poco más para establecer un diálogo menos signado por el metal. Me pregunto contra quién me enojo cuando no paran de perseguirte ofreciéndote souvenirs, hoteles, taxis o drogas. Ellos hacen lo que pueden para conseguir ganarse unos mangos. Quién podría culparlos, si no hay trabajo suficiente, si eso es lo que se aprende. ¿Será ese el único camino posible del turismo en países pobres? ¿Mostrar la miseria y pedir hasta el hartazgo? En Nepal no se siente esto, pero es cierto que los niños que te cruzás en el camino dicen "chocolate" además de "namasté", a ver si por casualidad reciben un caramelo. En India los caramelos son monedas. Todo son monedas o su falta. Vamos caminando por las laberínticas calles de Varanasi y nos cruzamos dos nenes jugando a atajar una pelota con una especie de remo (asumo que eso es una versión del cricket para pasillitos). Quieren que juguemos con ellos. El belga hizo lo que pudo pero no atajó la pelota, que entró por el portón a una casa cerrada. Ir a pedirle la pelota a la vecina, algo que pasa en todo lugar del mundo. Nos despedimos lamentando el desenlace, que puso en pausa la diversión hasta después de la siesta. Al principio los nenes pusieron cara de "y bueno", la misma cara que teníamos nosotros, la de "qué pena, quería jugar un rato más". Pero un minuto después vieron la oportunidad "rupia", dijeron, sin convicción. Un movimiento tibio, que estaban haciendo solamente porque es lo que se espera que hagan, sin premeditación y hasta con cierta vergüenza. Camino de una punta a la otra de la ciudad. Al amanecer, al mediodía, al atardecer. La reviso, la recorro, la cuestiono, esquivo sus pilas de caca, basura y charcos. El Ganges a mi izquierda, luego a mi derecha. Los indios tienen 5 madres: la que los parió es la primera, pero le siguen la India, la vaca, la diosa Durga y el Ganges. Es un río sagrado, que recibe a todos los indios a la hora de morir, pero que también está presente durante sus vidas. La costa está siempre poblada de gente rezando, bañándose, nadando o lavando la ropa. Animales también: vacas, perros y cabras comiendo basura, manadas de búfalos en el agua, descansando del sol. Hay dos crematorios en la ciudad, donde durante 24 horas se están quemando a los muertos, al borde del Ganges. Incluso a la distancia pueden verse las pilas de leña, el fuego alto, los hombres alrededor vestidos de blanco. No hay mujeres durante este rito, pues se cree que sus llantos dificultan la despedida del alma, es mejor dejarla ir en silencio y paz. Una versión incluso dice que cuando quemaban a los maridos, muchas mujeres se tiraban al fuego para acompañar a su difunto amado, y por eso se prohibió su presencia. Alguien me dijo que en realidad, es lo que toda buena viuda haría. Hay tantas maneras de contar una historia. Al final del día todo el mundo se reúne a ver la ceremonia sobre el río. Oraciones, cantos, homenajes, velas. Me siento en las escalinatas también, y en seguida dejo de estar sola. Un indio a cada lado, un viejito que quiere que nos saquemos fotos juntos, y un tipo que no parece estar muy bien de la cabeza que simplemente quiere compañía. Entre atardeceres y aplausos se pasan unas dos horas, y sin poder intercambiar palabras ni monedas, se forma una cierta camaradería. Jugamos a aplaudir con el abuelo, que no parece tener muy buen oído pero intenta acompañar el compás. El mudo loco me hace reír, me mira con detenimiento y luego veo que está concentrado en copiar mi ensañado escarbarme las cutículas y arrancarme capitas de piel. "Mal hábito", nos digo. Sonreímos. No sé porqué sonríen ellos, yo estoy contenta porque siento un pequeño triunfo del intercambio social inmaterial.
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Patitas tántricas tranquilas
Sumita le tenía miedo a todo. Vivía en un departamento del cual salía dos o tres veces al año, para una visita a los templos con su hermana, y en alguna situación eventual. Compartía su hogar con tres perros y doce gatos, a los que no podía abandonar, así que le servían de excusa para nunca tener que enfrentar sus miedos, nunca poder alejarse de casa. Al salir de Calcuta, Sumita me dijo: no aceptes nada de nadie: consejos, bebidas, comidas. Toda aproximación es interesada.
Me enternece un poco la manera de sobreproteger sin herramientas… sus consejos que intentan salvarme de toda amenaza inexistente. Ella, flaca, escuálida, carcomida de susto por la vida, luchando contra un montón de fantasmas.
Me subo a mi primer tren nocturno, sonrío ante las cuchetas y me presento frente a mi compañero de compartimento. Cada compartimento está compuesto por cuatro camas cuchetas enfrentadas en dos columnas. Pero en el nuestro solamente hay dos ocupadas, así que nos ponemos cómodos y diez minutos luego de haber iniciado la trayectoria, ya estamos compartiendo risas y arroz. Sí, Sumita, acepté la comida que me ofreció y le ofrecí de la mía. Me imaginé que si los dos comíamos no podía ser que estuviera adulterado con alguna especie de droga que habría de adormecerme hasta perder la conciencia. Cenamos juntos mientras hablábamos sobre las mujeres, las relaciones, y los matrimonios arreglados.
Pasamos las catorce horas, apuramos un café en una estación a mitad de camino, y me acompañó hasta la puerta cuando me tocó marcharme. Él sigue viaje, hasta la última estación, donde habrá de reunirse con su mujer y sus dos hijos. Vikram me dice que nunca se va a olvidar de mí. Yo le digo que fue un placer conocerlo, y que le deseo felicidad a él y su familia. Un amigo después de Calcuta, estoy en Varanasi, la ciudad de la espiritualidad, de la magia, del accidente: ese, la vida. Porque, si lo pensamos bien, estar vivo es un accidente. Varanasi es una ciudad sagrada en la que todo hindú desea morir. Porque a orillas del Ganges tu cuerpo será absorbido por las llamas, y así, hecho polvo sobre el agua, será más fácil llegar al cielo. Hay tanta mística rodeando a esta ciudad que creo que es imposible que no te desilusione un poco.
Venía a Varanasi pensando quedarme en un ashram, que son esos espacios de meditación y yoga, donde las personas tienen cierta rutina de conexión entre sí, y con sigo mismas. Me pareció que podía ser interesante. Un ucraniano con quien conversé una hora en Katmandu me había recomendado uno, en donde se había pasado una temporada. El ucraniano era macanudo, ex banquero o consultor o corredor de bolsa, que dejó que el tedio girara la manivela de su vida, y de golpe se piró, largó la corbata y estaba hacía 6 meses viajando por India. Meditación, yoga, tantrismo. Como logramos tener una conversación agradable, se me metió en la cabeza la idea de que iba a ser una experiencia fructífera pasar mis días de Varanasi en el Ashram de Lali Baba. Cancelé mi reserva en el hostel, y contacté al Gurú Giri (Giri Baba). “All is welcome in my house”, dijo Giri. Así que llegué de mañana a las callejuelas de Varanasi, al borde del Ganges, a la puerta del Ashram.
Si bien es cierto que carezco completamente de referencia, algo del lugar al que llegué no me cerró. La entrada daba a un jardincito chico sobre un acantilado que mira al Gangues. Me miran 3 o 4 tipos. Uno grita “Baba” y me señala la puerta de la casa. Me asomo a una cocina donde tres hornallas ardían salsas y guisos de colores fuertes y aromas condimentados. Giri Baba me mira y me sonríe con todo el cuerpo: sus pies de dedos grandes y plantas a prueba de fuego, sus piernas semidesnudas en el enorme chiripá naranja que usan los hombres santos, su panza redonda y brillante, su boca rodeada de una extensa barba grisácea y su rodete de rastas coronando. Me recibe animado: “here’s your room”. Al lado de la entrada, atravesando la cocina, un cuarto chico pero con una ventana a la calle y un ventilador que enseguida enciende, para demostrarme que a pesar del calor que se cuela de la cocina, el lugar podría no ser un horno al momento de ir a dormir. Me da un paquete cerrado de sábanas: “for you, brand new, fresh”. Me hace un pequeño tour orgulloso por su palacio: en el centro, el corazón del hogar, un altar a Shiva, rodeado de otros dioses y protectores. Al fondo un cuartito donde se puede meditar. A la izquierda de la cocina, enfrentado a mi cuarto, está el suyo. En el extremo de su cuarto hay una escalera a un agujero en la tierra a donde se puede meditar completamente aislado. Hace hincapié en el router y me dice “te vas a querer quedar más”. Giri Baba estaba cocinando varios platos a la vez, durante todo el día estarán sirviendo comida a todo niño que se acerque. Dejo mi valija en el cuarto y salgo al jardín donde cuatro hombres se pasan una pipa y cinco hurones juegan a perseguirse. Me ofrecen, los hombres. Me digo que lo mejor es no consumir drogas con un grupo de desconocidos. Les pregunto si Giri Baba fuma y me dicen que no, solamente tabaco. Dos paquetes por día. Marihuana una vez al año, en ese día que todos los hombres santos fuman para acercarse a dios. Me incomodó la situación, ¿qué clase de gurú fuma dos atados por día?
Trato de sacudirme la desconfianza, trato de relajarme pero hay algo que me dice que no voy a lograr dormir allí, ser la única huésped. En la cocina, Giri me explica que puedo aprender a cocinar con él. Además de la meditación, dice algo de tantra pero no entiendo bien a qué se refiere. Me muestra su antebrazo, con una sonrisa ladeada que se me antojó algo sospechosa. Tengo 58 años, me dijo, mostrándome su brazo. Tomó mi antebrazo, mostrándome cuán flojo era. Habló de su potencia. Dijo que sus recetas no tienen ajo ni jengibre porque estos ingredientes aumentan la energía sexual y él es un Gurú, tiene que controlar su poder. Otra vez una mirada escurridiza, que no entiendo si es una alarma sonando, si estoy paranoica, o si Sumita me ha contagiado su temor. Se desata el nudo de la barba y del pelo. Me muestra sus rastras como quien exhibe un trofeo. Me mira de arriba a abajo. Es muy difícil decirle a alguien que te abre las puertas de su casa que no es que le veas cara de violador, sino que, como toda mujer, una convive con el fantasma de la violación, y la situación de ser la única en el lugar te incomoda. No hay manera de hacer semejante movimiento sin hacer tal acusación. No hay forma de irse sin, al mismo tiempo, ser malagradecida, prejuiciosa y malpensada. No hay forma de meditar entre fantasmas.
Me fui. Baba Giri no entendió muy bien por qué. Tal vez se ofendió. No dijo nada tan explícito para alejarme… pero simplemente no me animé a arriesgarme. Si hago un sumitómetro para medir el peligro en una situación, yo creo que el ashram estaba en el límite de lo aceptable. Quizás al marcharme me perdí una experiencia inolvidable. Quizás me salvé de una desagradable. Quizás ninguno de los dos. Sólo Krishna sabe.
Hay una frase grabada en el lado opuesto del sumitómetro que inventé en mi cabeza. Dice que el miedo es instintivo, que es crucial para la supervivencia, pero también que miedo es sinónimo de conformismo, antónimo de aventura y primo hermano del prejuicio. “Cuidado con el miedo”, dice el estuche en el que lo guardo cuando me voy a dormir, porque en el hostel en donde estoy no lo necesito.
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Patitas ateas
El martes fue mi último día de trabajo, porque la ciudad se para completamente durante Durga Puja. Durga es la diosa madre, que baja a la tierra junto a sus cuatro hijos (Ganesh, el de la cabeza de elefante, Lakshmi, diosa de la riqueza, Saraswati, diosa de la sabiduría y Kartikeya, el guerrero) y vence al demonio. Es un festejo de 3 o 4 días -dependiendo del calendario anual- que conmemora el triunfo del bien sobre el mal, y en Calcuta constituye el evento más importante del año. Durante meses, talentosos artistas que ejercen de agricultores la mayor parte del año, se dedican con empeño a construir grandes estructuras de diversos materiales donde se ubicarán las estatuas de los 5 dioses con sus respectivas mascotas e incluso la imagen del demonio siendo derrotado. Cada espacio es distinto y los barrios compiten demostrando su creatividad y destreza. Simulan castillos, templos, casas antiguas, barcos, animales, chozas, carpas, circos. Algunos son más conceptuales, hablando del calentamiento global o la solidaridad entre las diferentes religiones. Están construidos en los más variados materiales, del bambú a la tela, pasando por hilos, paja, papel maché y hasta deshechos orgánicos. Además la decoración y una hábil iluminación les dan el toque final, dejándolos listos para los cuatro días de exposición, luego de los cuales se desarman y no vuelven a usarse, y los artesanos vuelven a su trabajo regular en el campo. Todos los habitantes de Calcuta aprovechan el feriado para recorrer de norte a sur la ciudad, de templo en templo, comparando la inventiva y riqueza de cada barrio, pasando horas en la fila para visitar los más renombrados, tratando de no perderse en la multitud mientras eligen su preferido, alquilando un auto que los llevará de uno a otro en el tráfico insano, hasta que se hagan las 5 de la madrugada, cuando las luces del día apagarán el esplendor de la iluminación artificial. Después de dos noches de "pandal hopping" (así le dicen a visitar los "templos"), decido cambiar de programa y aprovechar el día visitando Mayapur. A 150 minutos de distancia, repartidos en un tren, un rickshaw y un barco, se encuentra esta pequeña ciudad donde viven los seguidores de Krishna (que conocemos como los "Hare Krishnas"). Salgo temprano, tempranísimo para mis parámetros, con las primeras luces del día. Energías divinas me despiertan a tiempo, ya que mi despertador eligió no sonar. Mientras camino a tomar el colectivo hacia la estación de tren, cruzando los dedos para que haya servicio tan temprano, compruebo que todo está a mi favor: Krishna quiere que lo visite y no espero ni 2 minutos que aparece un rickshaw para llevarme a la estación. Luego del extenso viaje, que incluyó mi primer tren en la India y ver cómo la gente sube y baja en movimiento, ayudando al que se queda a mitad de camino, tirándole los paquetes al que no hizo tiempo a bajar todo, llego al pueblito y camino un kilómetro hasta el gran templo ISKCON (International Society of Krishna Consciousness). Es un lugar enorme, que consiste en varios edificios instalados en un bello parque: la casa para huéspedes, el complejo donde viven los devotos, un par de templos, la escuela, la huerta, el restaurante vegetariano. En el mismo terreno veo un templo en construcción. Es tan grande que impresiona, se ve que los seguidores de Krishna son muchos y su devoción cuenta con varios ceros. Aprovecho que hay bastante literatura disponible para informarme un poco sobre los preceptos de la visión Védica del mundo. Admito que me gusta la filosofía (que comparten con el budismo y otras religiones) de que la felicidad no tiene nada que ver con las posesiones y de la búsqueda de plenitud en la espiritualidad. Pero me pierden cuando definen que el sentido de la vida es adorar a Krishna (Dios, Alá, el que sea). Yo creo más en el amor al prójimo que en el amor a una deidad... Un estudioso probablemente me diría que amar al prójimo es amar a la deidad, pero no entiendo porqué tenemos que inventar subterfugios. Una de las prácticas hindúes es el Prasadam, que es comer comida que ha sido ofrecida a dios, y, por ende, está bendecida. Veo un cartel que explica que no podemos realmente crecer en la práctica religiosa si no comemos lo que Krishna ha bendecido, así que hago la cola con el resto de las centenas de personas para iluminarme con alimentos. Me siento en el piso de un salón inmenso, donde más de 500 personas estamos de piernas cruzadas frente a un plato descartable hecho de hojas y un vaso de agua. Somos filas y filas de comensales, y un carrito pasa en el medio, sirviendo a diestra y siniestra: arroz, guiso de papas y verduras rico en picante, sopa de lentejas, el pan local, que es tipo pan árabe aunque aún más finito (casi como un panqueque), arroz con leche, una semilla grandota que no sé de qué es, bañada en una especie de jalea, otro dulce que no dejo que me sirvan (dejar la comida bendecida es un gran pecado, y ya sé que no me gusta... es como una esponja bañada en almíbar que también comen en Nepal). Después de comer estoy lista para irme, preparándome mentalmente para el largo regreso, sin saber que me esperaba una sorpresa nada agradable. Es extraño que justamente el día que visito a los Hare Krishna, que pueden caerte más o menos simpáticos pero que es muy difícil imaginarlos ejerciendo cualquier tipo de violencia, me haya visto luego envuelta en una situación como la que viví, mientras viajaba en el rickshaw con la mente volando entre monólogos existencialistas. Iba en el asiento de adelante, al lado del conductor que me saludó con un cálido "hare Krishna" (en Mayapur la gente no usa el popular "namaste"). Era la única extranjera en el vehículo repleto que se dirigía a la estación de tren, a unos 13 kilómetros de distancia. Pero algo se interpuso en nuestro camino cuando apenas llevábamos 3 recorridos. La calle estaba prácticamente tomada por alrededor de veinte hombres. Habían bloqueado el paso, un rickshaw que venía en sentido contrario estaba detenido. Gritos, golpes a la carrocería, un despliegue de patoterismo cuyo significado yo no entendía. Sólo sé que no podíamos pasar y que a alguien le sangraba el labio. Nadie podía pasar, mientras el número de personas iba en aumento. Para mí era imposible identificar cómo estaba constituido el grupo, quiénes eran los buenos o los malos, porque por ahí se acercaba uno, le gritaba algo al conductor, se iba poniendo agresivo, y aparecía otro que lo alejaba, y otros dos que le gritaban, y un quinto que tomaba la posta y le seguía gritando al conductor, que iba y venía nervioso. Lo único que me quedaba claro era que el conflicto se arreglaba con plata... como casi todos los conflictos. Los pasajeros nos mirábamos sin decir nada, yo quería saber pero sabía que mi audiencia rural no manejaba inglés, así que ni cuestioné. La gente de los alrededores se iba sumando, ya había al menos 30 hombres, y empezaron a aparecer mujeres y niños. Yo deseaba que no se me notara tanto lo blanco, que mi cara de lo que evalúan como rusa pudiera camuflarse. Dos hombres aparecieron en una moto y empezaron a hacerme gestos, que disimulé no ver, ya que no encontré motivos -al menos buenos- para que se dirijan a mí. Le pedí a Krishna que sea lo que sea que estuviera pasando, que no se arregle vendiendo a una rusa. Los tipos de la moto vienen a mi ventana y me preguntan qué está pasando. Les digo que no sé, y un tercero que surgió de golpe se enoja y me grita cuestionando si soy ciega. Les explico que nos pararon y que ciega no soy, pero que a diferencia de ellos no hablo hindi, con lo cual mejor sería que ellos le preguntaran a alguien y vinieran a contarme, pues a mí también me tenía curiosa. Mientras la conversación sucede, me percato de que los pasajeros han abandonado el vehículo, así que salgo también, y empiezo a caminar alejándome del lugar en donde se prepara una guerra de gallos. Los muchachos de la moto me gritan que me quede, que la acción está por empezar. Apuro el paso y me despido, explicando que la acción no me gusta. Quienes bajaron de los diversos medios están subidos al acoplado de un camión, a donde ya no queda lugar para mí, así que sigo caminando, pensando que, un paso atrás de otro, llegaré a la estación. A menos de 200 metros los gritos ya no se escuchan, y me chistan otros exiliados del conflicto, invitándome a la parada de colectivo donde somos unas diez personas. Uno habla inglés y me explica que lo ocurrido fue un pedido de colaboración para el festejo de Durga. Y me voy de lo de Krishna con esa sensación... que al final podemos llenarnos la boca de religión y las ciudades de templos, pero no es la primera vez que vemos cómo en las ropas de los ídolos se esconden las malas intenciones.
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Patitas descorazonadas
Hay algo en lo que todos nos parecemos, aunque hayamos nacido en Argentina, India, Brasil o Nepal. Mientras dietas, hábitos y religiones sugieren que somos tan diferentes, hay algo que nos iguala poderosamente. Probablemente haya muchas otras cosas que lo hacen, pero a mi me está tocando acompañar una. Habiendo pasado por años de amistades en Brasil y Argentina, hoy me encuentro siendo la oreja amiga de una chica india que acaba de recibir las partes de su corazón en una cajita. Y ahí está, en esa lucha entre asumir y negar. Abriendo a veces la caja para analizar los trocitos, contar las cicatrices, escupir enojos que intentan aglutinar los pedazos pero se diluyen con las lágrimas. Cerrarla es la única forma en la que puede aparentar entereza, la sola manera en la que puede funcionar como un órgano: aislado, corazón acorazado. Siempre me consideré una pésima consejera matrimonial. No tengo paciencia para atestiguar el egoísmo y el abuso de poder... y nada parece más tentador cuando alguien se entrega completamente, que agotar esa fuente, que beber hasta saciarse. Hay gente que simplemente no se satisface nunca, incluso cuando dictamina que no beberá más de allí, sigue dando traguitos, sigue pidiendo un poquito más. Y el eterno donante, ese que niega su responsabilidad, que (se) deja en las manos del otro para que lo pongan en donde quepa, como se pueda, batalla con su malestar. Quiere y no quiere. Su deseo es el deseo del otro. No importa qué cartas reciba, la partida está siempre perdida. El amor parece algo involuntario: ella quiere no querer más pero no puede, él no puede más pero quiere. Y yo escucho los pormenores aunque no quiera, buceo en mi sensibilidad para no decirles que se dejen de chiquilinadas y de jugar a lastimarse. Lo sé, es tan fácil estar afuera. Una se siente tan poderosa, tan dueña de sí. Ese enorme peligro que se esconde en el amor, ese que nos deja vulnerables e idiotas, ese que la lleva a prepararle el almuerzo, entregárselo en un tupper y ver cómo lo devora sin ofrecerle ni un mordisco. Como hizo con ella, pero ella no lo ve. Ella pide el menú ejecutivo, espera muerta de hambre a que se lo sirvan y, cuando llega, pone parte en el plato de él, porque todo lo que quiere es compartir su vida con él, cada plato y cada instante, hambre y saciedad. Él come. En silencio. Vaya a saber en qué está pensando. Tal vez piensa que es la última vez que prueba su receta, esa manera que tiene de preparar las papas que quedan crocantes y suaves al mismo tiempo, como una manteca que se deshace en la boca con la justa cantidad de sal y comino. Tal vez ese silencio sea un último golpe que le da, para ver si ella reacciona, se ofende, se enoja, le exige un bocado. A veces se pregunta si habrá un límite, se siente inclinado a probar, como en una cámara de torturas, y ver si ella realmente sufrirá callada cada cachetada que venga de su mano, porque claro, esa mano... oh, esa mano. Él nunca pidió tener ese poder, y sin embargo está en su mesa, en su plato, en donde él quiera. Pero ya no quiere. O quizás simplemente esté pensando que va a tratar de salir temprano del trabajo hoy, para evitar el tráfico de las celebraciones de la diosa Durga, que hacen de Calcuta un caos intransitable. Ella tampoco eligió enamorarse, ella recuerda que su vida tenía sentido antes de que él apareciera y revolucionara todo. Y ahora no tiene nada. Ahora los motivos se van con él, y ella se queda con el tupper vacío que le devuelve y la cajita con esos restos de cardiotripa para jugar a un rompecabezas ilusorio, porque le faltan las piezas que él se llevó, que él le robó. A veces quiere esas fichas de vuelta, pero se desdice asustada, porque en el fondo sabe perfectamente que prefiere que estén en sus manos, oh sus manos. Prefiere la ausencia, prefiere la falta, el dolor, las puntadas que la dejan inapetente, los insomnios, los escenarios hipotéticos de posibles reencuentros. Prefiere todo eso a pensar que podría no haberlo conocido. De haber pasado por la vida en carriles paralelos que nunca se crucen, él nunca hubiera probado sus papas, ella no se hubiera perdonado tamaña falta de generosidad. Mejor así, piensa, con la cajita en la mano. Y yo sé que nos pasa a todos, eso de cerrar el puño con el corazón adentro, haciendo fuerza para que los pedacitos se junten y permanezcan así al menos un rato... hasta que de a poco se van acostumbrando de nuevo a andar juntitos, hasta que podemos abrir el puño y dejar que funcione solo otra vez.
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Patitas y el pelícano abúlico Algo me hizo detenerme frente a la jaula del pelícano rosa. Quizás fue la manera en que no se acercó ansioso a su cuidador cuando éste ingresó en su morada cargando un balde de pescados. Al contrario, el ave se refugió en el extremo opuesto, como quien está ofendido y no quiere conversar. Allí estaba, dándole la espalda a la mano que le iba a dar de comer. Al principio se mantuvieron silenciosamente inmóviles, ambos. El cuidador acuclillado, el ave agazapado. Hasta que el primero se lanzó sobre el segundo, tomando con ambas manos el pico del animal, impidiendo que este hiciera ningún movimiento. No entendí si estaba protegiéndose o qué, pero la agresividad de las acciones que se sucedían no paraban de sorprenderme. Con una mano sosteniendo el pico, la otra se extendió al balde, tomando un manojo de pescados que prosiguió a lanzar dentro del animal, como si no se tratara de un ser vivo sino de un depósito. Volvió a cerrar el pico con la mano izquierda, mientras la derecha masajeaba el cogote del pelicano, empujando el alimento hacia el estómago. En el cuello podía verse el manojo de bichos, y ese masaje me daba arcadas de atestiguar. Pensé en el dibujo de El Principito, y me pregunté cómo funcionaría el proceso de deglución de los pelícanos. Porque la víbora se traga al bicho entero (no, no a un elefante, claro) pero ahí se queda pancha durante días digiriendo. Acá una mano forzaba los pescados hacia el estómago. El hombre repitió la operación, terminando con el balde de pescados, y se marchó, probablemente se le hacía tarde para su propio almuerzo. Yo me quedé mirando al pelícano, tratando de entender si para él eso fue normal, si le habría dolido o si sería siempre así. El ave se acercó hasta enfrentarme, y empezó nuestra conversación de un sólo carril. Le pregunté por qué no quería comer, qué le estaba pasando: era la soledad de la celda, era el encierro, era la falta de caza, la ausencia de adrenalina... qué era lo que lo tenía inapetente. No, no estoy loca. Claro que no esperaba una respuesta del animal, pero eso no me impedía hablarle, en el español tierno que reservo para la flora y la fauna. El pelícano se mantuvo frente a mí, en silencio, sin hacer más que mirarme y escucharme. Si a alguien el relato hasta acá le resulta bizarro, recomiendo detener su lectura ahora. Hechas las preguntas nos quedamos así, en un intercambio de miradas. Yo no tenía nada para decir, él no podía hacerse entender, pero ninguno se movía. La jaula tenía unos 30 metros cuadrados, pero el pelícano rosado se quedó en ese borde, y yo también. De repente vi una gota rodando su largo pico, una gota que lo recorrió longitudinalmente y cayó al piso. ¿Existen las lágrimas de pelícano rosado? Miré a sus ojos sin párpado y no vi lágrimas alrededor, sin embargo noté otra gota cayendo... ¿Transpiración, quizás? Otra más. No supe qué decirle. ¿Qué se le dice a un pájaro deprimido? Casi lloro también, pero eso no hubiera mejorado en nada su situación. Fue entonces que hizo un movimiento brusco, y lanzó el último puñado que había sido forzado en su pico. Unos cinco pescados muertos vomitados sobre la tierra, que otras aves de rapiña se apuraron en ir a robar. Suerte tienen ellas, que nadie las enjaula, que abundan libremente en la ciudad toda, alimentándose de basura y cadáveres de gatos y ratas. Él deja que se lleven su alimento y me mira triunfal, como quien tuvo la palabra final en una discusión. "Se cree muy guapo ese cuidador, que mete mano y obliga; pero en mi cuerpo mando yo". Me imagino que le debe arder la garganta, porque primero se la masajearon escamas abajo, después escaló escamas arriba... Le saco una foto. Posa para mí, plumaje para un lado, plumaje para el otro. Guardo la cámara y va al estanque del fondo, a tomar agua. Vuelve a mí. Le explico que me tengo que ir. Le digo que tiene que comer, aunque no tenga ganas, que es por su salud. Y que si lo hace por motu proprio no va a ser tan traumático. Me voy, porque yo puedo irme cuando quiera, y me cuestiono: ¿si viviera en una celda, querría comer?
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