Tumgik
Text
Un día de tres otoños.
Siempre imaginé al otoño como un señor mayor, vestido con un pesado sobretodo de paño a cuadros, marrón y amarillo, y una bufanda rústica color rojo rodeando su cuello. Pero resultó ser muy diferente a esa imagen que representé en mi mente.
Conocí al otoño una tarde de primavera. Me encontraba sentada en un banco de plaza, mirando a unos niños jugar mientras acomodaba en mi regazo mis apuntes de la facultad, esperando en el tiempo libre que tenía entre clases. De vez en cuando, secaba el sudor de mi frente con un pañuelo de papel y maldecía al clima caluroso de mi ciudad, que se siente como verano incluso en primavera.
Tal vez adivinó mi pensamiento, o la llamé en mi añoranza sin darme cuenta, pero apareció a mi lado de repente y se sentó junto a mí. Era una chica joven, de aparentemente mi edad. Tenía una abundante y graciosa cabellera pelirroja, similar a la de la princesa Mérida, de la película animada “Brave”. Lucía como una estudiante más, una que nunca había visto antes, pero que de algún modo me resultaba familiar.
—Si tanto me extrañas, si tanta falta te hago, haré una excepción contigo y tendrás más de mí que los demás. ¿Qué te parece?
La extraña me habló, mientras extendía su mano hacia mí. Noté que tenía colocados unos guantes de lana sin dedos, color marrón, y en su dedo anular lucía un extraño anillo que parecía hecho con ramas secas de árbol.
—¿Me hablas a mí? —pregunté.
La pregunta era obvia ya que no había nadie más cerca de nosotras, pero su pregunta me tomó por sorpresa, tanto que dejé caer de mi regazo unas cuantas hojas de mis apuntes.
—A quién más sino —dijo la chica, agachándose antes que yo para recoger mis papeles.
—Ah, ya veo —dije algo avergonzada— Pero no entendí a qué te referías, disculpa.
La chica volvió a ofrecerme su mano izquierda, mientras apretaba la otra entre sus piernas cruzadas y estiradas, al final de las cuales tenía un par de botas marrones, como sus guantes. No pensé en ese momento en lo extraño de su vestimenta, inadecuada para el calor que hacía.
—Sólo dame la mano, ¿Quieres? Antes de que pierda mi paciencia como los árboles sus hojas.
A pesar de no entender lo que pasaba, algo me dijo que hiciera caso a la loca extraña y tome su mano, como me lo pidió. Una pícara sonrisa triunfal se dibujó inmediatamente en su rostro.
Al instante, una brisa comenzó a soplar, moviendo las copas de los árboles, su cabello y el mío. La intensidad de la brisa fue aumentando, hasta volverse un fuerte viento que quitó mis hojas de mis manos y las alejó rápidamente de mí. Mi primer instinto fue levantarme a recogerlas, y en cuanto lo hice, soltando la mano de la chica, el viento se detuvo. Cuando volteé hacia donde ella estaba, había desaparecido.
Froté mis ojos, incrédula, puesto que estaba allí hace un instante, no la había imaginado, ¿o lo había hecho? Mis papeles continuaban desparramados por el suelo de tierra con zonas azarosas de césped descuidado, lo que me decía que al menos el viento no había sido producto de mi imaginación.
Comencé a levantar mis apuntes, uno a uno, y divisé el último cerca de uno de los niños que jugaban a la pilladita, corriendo, persiguiéndose entre sí. Estaba estático, petrificado como una pequeña estatua hiperrealista. ¿Qué está pasando?, pensé para mis adentros.
El niño no pestañaba siquiera. Luego divisé al que corría detrás de él y al igual que este, permanecía inmóvil en pleno movimiento, con una pierna plegada hacia atrás, exactamente como si el tiempo se hubiese detenido.
No sé por qué no entré en pánico. Tal vez pensé por un momento que me había quedado dormida en clases y lo que vivía era sólo un sueño. Miré hacia atrás, al banco donde segundos antes me encontraba sentada junto a la muchacha pelirroja, y luego recordé cuánto deseaba que fuese otoño, justo antes de que ella apareciera de la nada. ¿Será posible?, me pregunté. Recién entonces percibí que ya no sentía el calor de hacía un momento y que las hojas en los árboles continuaban moviéndose con la brisa, por lo que el tiempo no se había congelado para ellas. Tampoco para mí, o para mis cosas.
Regresé a casa caminando rápido, algo agitada y nerviosa. Las personas, todas las que veía por la calle, caminando, en bicicleta, en sus autos; todas sin excepción se habían detenido al igual que los niños. Cuando entré a mi casa, lo primero que hice fue buscar a mi madre, que encontré en la cocina. Sostenía su taza con la mano izquierda y un saquito de té con la otra; ella también se encontraba congelada en el tiempo, como todos los demás… excepto yo.
El tiempo se detuvo, concluí. Esa era la única explicación que lograba encontrar, así fuera tan irracional como imposible. Pero se había detenido sólo para mí y para la naturaleza. Lo comprobé cuando observé a una abeja llegar volando y posarse sobre una de las flores de mamá, en nuestro jardín.
¿Qué debía hacer ante eso? Nunca antes me lo había planteado siquiera, porque a nadie le había sucedido eso antes, que yo supiera, y tampoco contaba con tanta imaginación.
Me detuve a pensar, sentada sola —aun estando con mi madre— en una silla del comedor. Observé a mi mamá detenida, a mitad de prepararse su merienda, y una mezcla de sentimientos se apoderaron de mí. Casi me largo a llorar. Esperaba que esa situación no durase demasiado. Sólo me restaba hacer eso…esperar. Esperé la llegada de la noche, pero no sucedió. El reloj se había detenido también, así que usé mi música para calcular cuánto tiempo llevaba despierta, desde la tarde, cuántas canciones de tantos minutos. De todas maneras, el sueño me ganó incluso sin que oscureciera, así que me quedé dormida, sentada en la silla y usando mis brazos de almohada.
No sé cuantas horas dormí, pero cuando desperté, el tiempo parecía continuar igualmente estático, sin embargo noté que el reloj había avanzado un minuto y mi madre ya había colocado su saquito de té dentro de la taza.
Entonces, pensé, el tiempo no está realmente detenido, sino que corre demasiado lento, tan lento que esa es la sensación que me da.
Salí nuevamente de casa; la brisa continuaba agitando las copas de los árboles, y la gente continuaba moviéndose tan lentamente que parecía no avanzar.
Afortunadamente, el agua corría normalmente. Lo supe cuando intenté hacerme yo misma un té, como el que haría mi madre en quién sabe cuánto tiempo más.
Continué contando las horas de a canciones, alimentándome de lo que había en la alacena, entreteniéndome como podía —cantando, dibujando, escuchando música, leyendo—, mientras esperaba. Y afuera, afuera de a poco las hojas en los árboles fueron cambiando de color, para luego caer y tapizar el suelo de naranjas, rojo y amarillo.
Al fin mi estación favorita estaba allí, y en medio de mi espera, aburrimiento, añoranza e incertidumbre, salí a disfrutar de ella, pisando como cuando era niña las hojas secas, haciéndolas crujir.
Tres otoños, ese y dos más, pasaron. Entonces, cuando ya casi había olvidado que no estaba sola en el mundo, sino que simplemente el tiempo corría de forma distinta para mí, ella volvió. La encontré nuevamente en el parque, al que fui a recoger piñas de los pinos, para hacer un centro de mesa, ya que las manualidades eran otra forma que tenía de pasar la casi eterna espera.
La chica me sonrió. Sentí que podía adivinar mis pensamientos una vez más.
—Seguramente ya tienes suficiente de mí —dijo el Otoño, acercándose.
—Tres otoños son suficientes, sí —respondí, devolviéndole la sonrisa.
Entonces, volvió a ofrecerme su mano y en cuanto la tomé, nuevamente una brisa que se convirtió en viento regresó mi entorno, a las demás personas, a la rapidez del tiempo normal.
La noche llegó finalmente, y mi día de tres otoños terminó. Tal vez haya sido un regalo o un castigo, aún no lo sé, pero el haber sabido esperar con calma me hizo sentir bien, satisfecha conmigo misma. Sigo amando el otoño —la siento mi amiga, ahora que sé cómo luce—y sigo esperando, a pesar de que el tiempo pase rápido para mí también.
Tumblr media
3 notes · View notes
Text
Primavera Tardía.
Tumblr media
Sí, ese era mi rostro. Lo reflejaba en detalle el espejo; podía incluso tocarlo, pero no lo reconocía como mío. Lo recorría con mis manos, que tampoco me pertenecían. Era como si una extraña imitara mis movimientos, observándome con los ojos bien abiertos, igual de sorprendida que yo.
Mi vida había comenzado muchos años antes, muchos más de los que mostraban la lozanía de mi supuesta piel; pero al mismo tiempo, aquel rostro extraño era menos joven que el mío. La mujer cuyo cuerpo yo habitaba era, tal vez, unos diez años mayor que yo. No tenía mis ojos verdes, ni mi cabello rubio, aunque era bonita también.
Días antes desperté en una cama de hospital. Mi cabeza estaba demasiado confundida y mi visión algo borrosa. Todo a mí alrededor era extraño, irreconocible, absolutamente desconcertante. Una enfermera que cambiaba el suero conectado a mi brazo se sobresaltó al verme despierta y llamó enseguida a un médico que revisó mis ojos, cegándome con una luz y controló mis signos vitales en un aparato que nunca antes había visto. La cama, la habitación completa, era muy diferente a las del hospital en el que –para mí tan solo un año atrás– mi intrépido hermano menor había sido internado al haberse quebrado una pierna intentando trepar a un árbol.
¿Dónde está mi hermano? Me pregunté, de pronto, al verlo en mi memoria. Intenté repetir la pregunta en voz alta pero mi voz se rehusó a salir.
—No se esfuerce —dijo el médico—. Pronto será capaz de hablar. Su marido estará aquí enseguida.
¿Mi marido?, pensé. Cómo explicarle sin voz al médico que tal vez se equivocó de paciente, porque aún no me había casado con mi novio, que se encontraba lejos, luchando en la guerra.
Lo que no sabía en ese momento es que la guerra civil española había terminado hacía ya 81 años, y que además no me encontraba en España, sino en Argentina.
Un hombre moreno, de cabello negro, algo rizado, y ojos oscuros, se acercó a mí emocionado. Tomó mi mano libre del suero con las suyas, y acarició mi cabeza entre sollozos, aliviado de verme despierta.
—Va a estar todo bien, María, ya lo vas a ver. En poco tiempo vamos a volver a casa —dijo el hombre, secando con su pulgar las lágrimas de mi rostro.
Lamenté no ser capaz de decirle que mis lágrimas no representaban alivio como las suyas, sino que eran producto del miedo, la confusión y la frustración que sentía.
Durante dos días, en los que despertaba de vez en cuando y al hacerlo no podía más que observarlo y escucharlo todo, y apenas moverme, entendí que me confundían con una mujer de nombre María, que había sufrido un grave accidente mientras conducía su automóvil, y que me encontraba internada en un hospital en Argentina.
Mi conciencia, abrumada, me abandonaba de a ratos. El dolor era también intermitente, así como mis sueños, a los que confundía con la realidad. Mi hermano y yo corríamos hasta el lago, jugando a ver quién llegaba primero, junto a nuestro perro, para luego recorrer el muelle y saltar de él hechos un ovillo, como una bomba arrojada al agua. Lo veía con claridad, como su estuviese allí, como si fuese una de esas tantas tardes de verano. Esta es la realidad, lo del hospital es un sueño, una cruel pesadilla, pensaba al tiempo que observaba reír a mi hermano. Pero entonces despertaba de verdad, y regresaba a esa cama, a esa habitación extraña, con esas personas que no conocía, o al menos no recordaba conocer.
Más personas me visitaron desde el día en el que abrí los ojos. Es decir, más personas visitaron a María. Su cuñada, sus hermanas, su abuelo, su mejor amiga. Todos desconocidos, como Juan José, su marido.
¡¿Es que acaso no ven que no soy ella?! ¡No soy María!, grité en un momento, cuando estaban casi todos reunidos frente a mí, hablando de mí —o de ella—, como si no me encontrara presente. Pero ese grito sólo se tradujo en un quejido seco, al que mi supuesto marido respondió, al igual que el médico antes, con un “No te esfuerces, querida, pronto podrás hablar, sólo junta fuerzas y recupérate por completo”.
No, evidentemente nadie podía ver que yo no era María, sino Alicia. Mi hermano decía mi nombre en mi sueño-realidad. “¡A que no puedes alcanzarme, Alicia!”. Y siempre era verdad, porque fingía que no era tan rápida como él. Le llevaba tantos años, unos trece, que era casi como su segunda madre. ¿Dónde estaría él ahora? ¿Por qué me encontraba sola, en otro país, tan lejos de casa, entre otras personas que no eran mi familia, aunque aseguraran serlo? Si tan solo pudiera…
Al parecer mi esfuerzo por intentar hablar había dado frutos por fin.
–No…soy María. —dije, en un hilo casi inaudible de voz.
— ¿Dijiste algo, amor? —preguntó el esposo de María, acercándose a mí.
—No soy…no soy María. —Esta vez logré hablar con un poco más de fuerza.
Juan José llamó de inmediato al médico, que me revisó nuevamente.
Tras un par de semanas más en los que me fui mejorando con cada vez más rapidez e incluso logré recuperar por completo mi habla, visitó mi habitación otro médico, una médica psiquiatra.
No importaba cuántas veces lo repitiera, nadie creía en mis palabras. Dije que no era María, que no era la persona que ellos pensaban que era. Incluso al escuchar mi forma de hablar, mi acento que no era argentino, asumieron que todo era producto del trauma ocasionado por el accidente.
—En general, en casos como el suyo, en el que un paciente sufre un accidente y permanece en coma un tiempo prolongado—dijo la psiquiatra refiriéndose a mí—, lo entendible sería la pérdida parcial o total de la memoria; Nunca antes había visto un caso como el suyo, pero no lo descartaría como un mecanismo de su mente ante la magnitud del trauma físico y psicológico que sufrió”.
No recordaba el accidente. No recordaba haber subido alguna vez a un auto, mucho menos manejarlo.
Pero estaban todos tan seguros de mi locura producto del shock, que llegué a pensar y a convencerme de que era cierto. ¿Qué eran esos sueños entonces? ¿No eran recuerdos, sino sólo eso, sueños inventados por mi propio subconsciente? ¿Mi hermano no existía?¿Mi nombre no era Alicia sino María?
Decidí rendirme ante mi realidad. Sin dudas no era una pesadilla, porque podía sentir dolor al pellizcarme. También el de mi cuerpo, que fue recuperándose de a poco. Mis fracturas, hematomas, contusiones…todo fue sanando, hasta que estuve en condiciones de dejar el hospital y volver a casa, con mi marido.
Mi marido…ese hombre extraño al que veía demasiado grande como para haber sido capaz de sentirme atraída hacia él. No podría llegar a ser mi padre, pero sí, además de no conocerlo, era mucho mayor que mi David. Tampoco sabía si él, mi novio, existía de verdad o era otro personaje inventado, como mi hermano menor.
Entonces, llegó ese momento crítico en el que vi mi rostro, el rostro de María, por primera vez. Nadie quiso alcanzarme un espejo en el hospital, para evitar que viera mi rostro desfigurado por el accidente, pero ahora que estaba casi completamente sano, no había inconveniente alguno en que lo viera.
Al llegar frente a él respiré profundo, abrí los ojos, y efectivamente, esa no era yo. ¡Esa no era yo!
No soy yo, esa no soy yo…repetí, para mis adentros. Su cabello es negro, sus ojos marrones, tiene unos diez años más que yo… ¡no soy yo!
— ¿Por qué llorás? —me preguntó Juan José afligido, abrazándome desde atrás cariñosamente.
—Nada…Es… la emoción de verme después de tantos meses.
No podía decirle lo que pensaba, no de nuevo, no si quería evitar que me llevaran otra vez con la psiquiatra, convencidos de que mi cabeza no tenía arreglo.
En un acto reflejo, quité los brazos de Juan José de mí. Lamentaba verlo sufrir de esa manera, pero aún era un completo extraño para mí y su abrazo me incomodaba.
—Lo siento…—dijo él, dándose cuenta de mi incomodidad.
—Disculpa…no quise…
—Está bien, tomate tu tiempo. Olvidé que…Perdona, voy a esperar a que te acuerdes de mí.
La voz de “mi marido” era dulce y sus palabras sinceras; todo el tiempo me hablaba con una sonrisa, aunque podía ver el dolor en sus ojos.
¿Por qué demonios siento y pienso esto?, esa duda me atormentaba. Sin embargo era todo tan real, que no podía evitarlo. Deseaba recordar mi vida con él, pero no lograba hacerlo. Nada me hubiera reconfortado más que reconocer mi reflejo en el espejo, pero por más tiempo que lo observara, ese rostro no me era familiar. Y todo eso me pesaba como una tonelada de plomo sobre la espalda.
Con paciencia, Juanjo —como dijo que yo le decía— me mostró todas las fotos nuestras que guardaba en su teléfono. Mi reacción lo sorprendió, puesto que nunca había visto uno de esos aparatos. En mi mente aún era el año 1938.
Noté que era demasiado lo que desconocía. No sólo sobre mi supuesta vida, la vida de María, sino también de lo que me había perdido en esos 80 años que separaban mi vida imaginaria de la real. No sabía lo que era un Smartphone, Internet, WiFi, un microondas, una computadora; y otras cosas, como los autos o el televisor, lucían extremadamente diferentes.
— ¿Qué hay de mis padres? —pregunté. En realidad tenía curiosidad por los padres de María, a quienes no había visto en el hospital.
—Tu padre falleció cuando eras muy pequeña y tu madre poco después de nuestro casamiento, hace unos seis años —me respondió Juanjo, con tristeza. Casi tomó mi mano, pero se detuvo al recordar mi incomodidad.
Nunca había necesitado tanto a mis padres como en ese momento. Sabía que Juanjo era una buena persona, que podía contar con él, pero necesitaba llorar en el hombro de alguien que me fuera familiar. Necesitaba demasiado el abrazo de mi madre, de mi hermano…pero al parecer ninguno de ellos era real. Ni siquiera María tenía ya a sus padres con ella, por lo que sentí pena por ambas y mucha soledad. Jamás me había sentido tan sola como en ese momento.
A pesar de lo difícil de la situación, Juanjo continuó mostrándose comprensivo. Preparó la habitación de huéspedes de nuestra casa, para que pudiera dormir más cómoda.
Esa primera noche en casa de María, volví a soñar con mi vida como Alicia, pero en esta ocasión, en lugar de a mi hermano, vi a mi novio, David. Lo extrañaba mucho. Sé que lo extrañaba incluso antes de que se hubiera ido, antes de despedirlo aquel día caluroso de verano, en la estación de trenes.
Desconocía de política, tampoco me interesaba. Sólo sabía que él tenía que partir para luchar una guerra absurda, como todas las guerras, y que no sabía si volvería a verlo o no. Antes de que nuestras manos se soltaran definitivamente, le prometí que lo esperaría, sin importar cuánto tardase en regresar. Me aseguró, aun sabiendo que mentía, porque no tenía forma de saberlo, que nos reuniríamos en la próxima primavera; que comeríamos un sándwich, de esos que preparaba mi madre y tanto nos gustaba, debajo del árbol que mi hermano había intentado trepar tantas veces, e incluso jugaríamos después con él, como solíamos hacerlo. Todavía puedo ver la sonrisa que mostró al despedirme, agitando su brazo, con la mitad de su cuerpo por fuera de la ventana del tren. Ese era mi último recuerdo suyo, y la última imagen que vi al despertar de mi sueño, tan real que no pude evitar llorar desconsoladamente aun antes de abrir los ojos.
Mis sentimientos eran genuinos, de eso estaba segura. Incluso si todo era una invención de mi cabeza, lo que sentía era real y me desgarraba por dentro. Me preguntaba dónde estarían, aunque tuve que admitir con tristeza que después de tantos años sólo mi hermano tenía chances de seguir con vida.
¿Pero qué estoy pensando? Ninguno de ellos existe, pensé, recomponiéndome.
Con el paso de los días, fui convenciéndome de aquello, e intentando ignorar mis sentimientos, mi angustia, mi melancolía y añoranza. A pesar de seguir soñando diferentes escenas con ellos, me acostumbré a despertar con el corazón acelerado y lágrimas en los ojos, para luego calmarme a mí misma y decirme que sólo era algo así como un extraño y largo sueño, emitido en capítulos.
Juanjo me ayudaba bastante. De a poco lo fui conociendo, me fui relajando en su presencia. Tenía la certeza de que podía confiar en él ciegamente y que amaba demasiado a María, por lo tanto, me amaba. En cuanto fui bajando mi guardia, como quien deja de lado los audífonos para escuchar lo que alguien le dice desde afuera —y que buen invento me resultaban los auriculares y la forma en la que se podía disfrutar de la música ahora—, presté más atención a Juanjo y algo en mí lo reconoció como familiar. Quizá no reconocía su rostro, pero cuando me detuve a contemplar sus ojos, cierto día en el que cenábamos juntos, sentí que realmente lo conocía. No sólo María, sino también Alicia, lo conocíamos desde antes. Una sensación cálida de alivio repentino me invadió desde de entonces, así como un creciente interés por saber más de él.
Estoy segura de que él disfrutaba tanto de mi compañía como yo de la suya, a pesar de no ser ya su esposa, de no recordar nuestro pasado estando juntos.
Cierto día, reímos ante una de mis locuras que no podía evitar, porque sí evitaba mencionar mis sueños o que aún sentía ser otra persona. Pegué un grito al ver una cosa circular moverse con autonomía, como si estuviese viva, y Juanjo debió explicarme riendo a las carcajadas que se trataba de un artefacto, un robot, que limpiaba solo el piso. También reí de mi misma, y quizá porque le causé mucha ternura, porque no pudo controlarse, me abrazó con fuerza y besó mi cabeza, como si fuese una niña.
—Perdón —se disculpó enseguida soltándome, recordando que desde que había vuelto a casa, manteníamos distancia como desconocidos, aunque ahora casi amigos.
—Está bien…no me molesta. —respondí con algo de timidez.
De alguna forma, ese abrazo se había sentido reconfortante y necesario, familiar incluso, no incómodo como el primero. Sin pensarlo demasiado, fui esta vez yo quien buscó su torso con mis brazos. Lo abracé fuertemente, apoyando mi cabeza en su pecho, esperando multiplicar esa sensación bonita, como la que no tenía desde hacía tres meses, o quizá 80 años. Aunque no podía ver su rostro, pude escuchar los sollozos de Juanjo. Sabía que lo había hecho feliz a él también, que era algo que ambos necesitábamos.
Para el esposo de María esa fue sin dudas una victoria, pero aun así me llevaba con la psiquiatra una vez a la semana, para que evaluara mi condición. Si bien mi memoria no había regresado, Juanjo pensó tras ese abrazo que en parte lo había hecho, y se encontraba demasiado esperanzado.
La psiquiatra le recomendó que visitara lugares que hayamos frecuentado anteriormente, o la casa en la que había crecido. También sugirió que viera fotos de mi infancia y juventud.
Juanjo recordó que en nuestro ático había guardado algunas cajas con mis antiguas pertenencias y quizá viejos álbumes de fotos. Observé con atención cada una de ellas, cada detalle, cada rostro retratado; Incluso las quitamos del álbum para revisar el dorso, por si habían escrito algo en algunas de ellas y desataban algún recuerdo. Pero no hubo caso. Continuaba sin reconocer a nadie, ni siquiera a mí misma, a María; una María de pocos meses con su madre, otra de cinco años, sosteniendo un paraguas en los brazos de su padre, o la de su primer día de clases, con el uniforme del colegio. Nada me era familiar.
Juan José intentó disimular, pero pude notar su decepción. Sin dudas esperaba que recordase algo, por más pequeño que sea, y que ese fuera el hilo de dónde podría tirar y recuperar el resto, hasta llegar a él.
Por la noche le pregunté si le parecería bien que durmiera junto con él, en nuestra habitación, pero supongo que intuyó que mi intención era sólo reconfortarlo, ya que aún no lo recordaba, por lo que con una sonrisa algo triste, me dijo que estaba bien, que durmiera como hasta entonces, sola en la habitación de huéspedes de mi propia casa.
A mitad de la noche, un nuevo sueño me despertó. En realidad fue una pesadilla, más que un sueño. Soñé que mi hermano y yo jugábamos con nuestro perro a la orilla del lago, que estaba congelado por ser invierno. Nuestro perro corría sobre el lago para alcanzar una rama, y el fino hielo se quebraba, dejando al animal luchando por su vida, en el agua helada. Entonces yo corrí hacia él, para intentar rescatarlo, pero el hielo crujió también bajo mis pies y caí junto con él. Mi hermano, que además de ser pequeño tenía una pierna enyesada, producto de su accidente en el árbol, no pudo hacer nada más que gritar, al igual que yo. Mi vida entera pasó delante de mis ojos. Y cuando se escapaba de mí, en un último aliento, abrí los ojos, los de María, tomando una bocanada desesperada de aire, como si me estuviese ahogando de verdad. Aún podía sentir el frío del agua, como agujas clavándose en todo mi cuerpo, que se estremecía, incluso sin estar frío ni mojado.
Juanjo despertó al oírme y corrió a ver qué me sucedía. Le relaté mi sueño y me consoló, abrazándome y meciendo mi cuerpo que continuaba sacudiéndose.
—Fue sólo una pesadilla, amor, no tengas miedo —dijo Juanjo.
Pero entonces, ¿Por qué se había sentido tan real? Si no era un sueño, entonces así era como yo, Alicia, había muerto.
Como no pude volver a dormir, Juan José me acompañó al comedor y me preparó un té para intentar relajarme. Mientras él estaba en la cocina, yo me acerqué de nuevo a la caja de las cosas de María, de donde había sacado los álbumes. Encontré un par de muñecos de peluche comidos por polillas, una cartuchera de lata algo oxidada con lápices de colores y viejos cuadernos de su época de estudiante, y entre todo ello, un diario íntimo. En él, María había escrito sus pensamientos y experiencias desde los doce años de edad.
—Ah, encontraste tu diario —dijo Juanjo, alcanzándome mi taza de té —. Creo que deberías leerlo; no sé por qué no se me ocurrió antes. Si quieres lo puedes hacer mañana por la mañana.
—No, está bien, leeré un poco ahora.
Me senté, apoyando la taza y el diario abierto frente a mí, sobre la mesa.
Al principio no relataba nada relevante. María se quejaba de la tarea para el colegio que tenía que hacer el fin de semana, o comentaba sobre una película animada que había ido a ver con su tía al cine.
De vez en cuando leía en voz alta alguna que otra ocurrencia de esa niña, de tan cuestionable ortografía, a lo que Juanjo, que se había sentado frente a mí, intercalaba sonrisas y algún que otro comentario con sorbos de su té.
Pasé rápido algunas páginas, y con ellas, salté de un año a otro en su vida. De los doce a los trece, luego a sus catorce. De pronto, mi corazón se agitó en mi pecho. Jamás hubiera imaginado que me encontraría con eso: María había escrito en su diario sobre mí.
“Lunes 23 de septiembre.
Ya lo decidí, me crea loca o no, se lo voy a decir a mi mamá. Le diré que recordé que mi nombre era Alicia, y vivía en la provincia de Soria, en España”.
Mi rostro debe de haber empalidecido, porque Juanjo dejó su taza en la mesa y cambió su sonrisa por una expresión preocupada.
— ¿Estás bien? ¿Qué pasó? ¿Recordaste algo?—preguntó, afligido.
Yo no lograba articular las palabras. Simplemente coloqué el diario abierto delante de él, señalando la frase que acababa de leer, para que lo hiciera también.
Ambos nos miramos, en silencio, por un buen rato.
Mi intención era continuar leyendo el diario, pero no pude hacerlo. Las fuerzas me abandonaron de repente, y sentí como si dejara mi cuerpo o más bien, como si me hundiera profundamente en él. Como si mi cabeza —la de María— fuese aquel lago, y me sumergiera por completo, perdiéndome nuevamente en sus oscuras profundidades.
Afortunadamente Juanjo reaccionó con rapidez y logró sujetarme antes de que me cayera de la silla, desvaneciéndome del todo. Mientras caía en sus brazos, observé por última vez con los ojos de María el rostro de Juanjo, pero no vi el suyo, sino el de David. Estoy segura, era él. El David que despedí con la incierta promesa de reencontrarnos en primavera, se ocultaba detrás de sus ojos; ahora podía verlo claramente y entender por qué lo sentía tan familiar, después de todo.
Un segundo —que pareció una eternidad— después, le devolví su conciencia a María, feliz de saber que todo era real y que David no mentía. Pudimos reencontrarnos. Aun siendo tardía, aún con otras vidas, nuestra primavera había llegado.
*Leer antes o después de “Invierno Anticipado”
0 notes
Text
Invierno Anticipado.
Tumblr media
El poder de decisión de la niña era envidiable. “No, los moñitos”, repetía como un loro, ante la insistencia de su madre, que esperaba eligiese una hebilla para su cabello un poco menos grande y mucho menos fea. Pero la niña ya se había decidido por esos moños de plástico blanco, macizo y algo brillante. “No, los moñitos”, y los moñitos fueron.
Al crecer un poco más, la niña continuó firme en algunas convicciones cada vez más extrañas. “Ya fui adulta antes”, afirmó una vez, a los seis años, a su madre, desconcertada. “Usaba moños y vestidos blancos, como el de esta foto”. La pequeña le mostró una foto en blanco y negro de una mujer que había encontrado en una revista vieja, de esas todas rotas y maltratadas que colocan en un revistero en las salas de espera de los consultorios. La foto formaba parte de un artículo sobre los años treinta. Antes de su turno con la dentista, la niña se entretenía sentada, como una adulta que no le teme a los tornos y las terroríficas jeringas de anestesia de los sospechosamente amables con los niños odontólogos y odontólogas, como la que iba a atenderla en tan solo unos instantes. Incluso los adultos se desmayan a veces en los consultorios odontológicos, pero la niña estaba tranquila, aun sabiendo lo que le esperaba. “Yo era así”, insistió, señalando la foto en la revista. Su madre asentía, con una sonrisa falsa y algo resignada, acostumbrada a las locas afirmaciones de su hija. Se consolaba pensando que era una niña demasiado imaginativa y solitaria, por lo que inventaba historias con facilidad. De todas formas, su actitud siempre había sido madura para su edad.
Cinco años pasaron y la niña, ya con once años, le dijo resueltamente a su madre: “Recordé cómo morí”. “¿Cómo moriste?”, respondió la mujer tratando de no mostrarse tan asustada como estaba realmente. “Sí. Me caí al agua congelada”. La muchachita comenzó a relatarlo todo con casi lujo de detalle. “Mi hermano jugaba con nuestro perro, arrojándole una rama que él traía de nuevo, hasta que la arrojó en dirección al lago congelado. Mi perro corrió hacia el lago, tomó la rama con su hocico, pero cuando volvía corriendo, el hielo se quebró debajo de él y cayó al agua. Ladraba y pataleaba, se mantenía a flote pero no podía salir de allí. Mi hermano y yo gritamos llamando a mamá, pero la casa estaba lejos. Sin pensarlo demasiado corrí hacia nuestro perro para intentar rescatarlo. Cuando llegué junto a él lo tomé de los costados y parecía que lograría sacarlo, pero el hielo comenzó a crujir bajos mis pies. Mi hermano continuaba gritando en la orilla pero además de ser más pequeño que yo, que era casi una adulta y estaba asustado, no podía moverse por tener una pierna enyesada, así que esperaba nervioso a mis padres. Finalmente, en un segundo me encontré en el agua, junto a mi perro. Hacía mucho frío, mucho. Mi campera de lana se volvió demasiado pesada. Me aferré a mi perro, pero era de una raza grande, pesado también, y temblaba, estaba tanto o más asustado que yo. Sentí como si mil agujas se clavabaran en todo mi cuerpo, me costaba respirar; mi cabeza se sumergía en el agua de a ratos, y cuando lograba sacarla y ver el hielo, y una visión borrosa, lejana de mi hermano, grité con todas mis fuerzas. Pero estas me abandonaban un poco más cada vez que me perdía dentro del lago. Todo se volvía oscuro y sombrío, silencioso, aterrador. La última vez que logré ver hacia afuera, vi la silueta borrosa de mi padre, que corría hacia nosotros, mi perro y yo. Y eso es todo lo que recuerdo, porque sé que allí es cuando morí”.
La madre de la niña la escuchó en absoluto silencio, totalmente estupefacta. Su forma de hablar era tan locuaz, tan extraña para su edad, y lo que contaba era demasiado detallado, tanto que un escalofrío le recorrió el cuerpo. Su hija nunca había estado antes en contacto con el hielo, con la nieve, con un invierno de esas características. Ellas vivían en un sitio cálido, de clima tropical, donde nunca nieva ni mucho menos puede un lago congelarse. Tal vez lo había leído en algún libro, o lo habría visto en alguna película, pero aun así, la forma en la que había expresado su relato era segura y detallada, como si de verdad lo hubiera vivido.
Más adelante, a sus catorce años, la chica recordó una ciudad y un nombre. “Mamá, estoy casi segura de esto: mi nombre era Alicia, y vivía en la provincia de Soria, en España”.
La madre de la ahora adolescente no tuvo otra opción que abrazarla y creer que no se trataba de una simple etapa, de solo su imaginación. Se rindió ante la idea de que algo especial sucedía con su hija y que debía hacer algo al respecto. Decidió ayudarla a investigar en Internet sobre el lugar y tratar de encontrar a esa Alicia, muerta a los veinte años en un lago congelado. Tal vez, si lograban encontrarla y confirmar que existió, su hija podría despegarse de esos recuerdos, a veces traumáticos, y vivir su vida de verdad, sin residuos de una vida pasada. Aunque le costara deshacerse de su escepticismo, debía intentarlo y así lo hizo. Viajaron incluso a España, encontraron un lago en Soria, el Lago Negro, uno donde había nacido una espeluznante historia sobre una bella mujer de cabellera rubia, vestida de blanco, que había muerto allí y asustaba a quien sea que se topase con ella. Un lugareño les dijo que nadie sabía su nombre, el que tenía de viva, pero que había dejado de aparecer allí en cierto momento, hacía ya casi quince años, los mismos casi quince que tenía la muchachita que llegaba de lejos y visitaba Soria con su madre.
Madre e hija no lograron saber más detalles sobre la familia de la mujer o en qué año había muerto exactamente. Quién sabe si sería Alicia, o incluso si de verdad había existido y no se trataba solamente de una fábula, una historia para asustar a los curiosos.
Lo cierto es que la chica una vez recordó verse al espejo, en su “otra habitación” decorada como en los años treinta, y allí estaba ella, Alicia…rubia y bonita, igual de bonita que ella pero muy distinta, ya que su cabellera era negra.
Tal vez la chica hizo las paces con Alicia. Tal vez Alicia sólo necesitaba que supieran su nombre y no ser solamente un espíritu que espanta a personas desprevenidas. Tal vez necesitaba que la recordaran para encontrar la paz, luego de que el invierno se anticipara para ella. Y tal vez ahora, en esta chica, podría vivir las primaveras que le habían sido arrebatadas. Sea cual fuese el motivo, las estaciones pasaron para la niña especial, joven aventurera y ahora mujer de cabellera negra que vivió su vida presente y olvidó por completo su vida anterior, hasta que fue ella quien se encontró con la muerte.
*Leer antes o después de “Primavera Tardía”
0 notes
Text
Livia.
Tumblr media Tumblr media
La niña lloraba desconsoladamente en su cama. Tenía fiebre, vómito, temblaba, y no podía mover su cuello. Su madre, impotente, sostenía su pequeña y pálida mano, mientras su padre recorría una y otra vez la distancia que separaban la puerta de entrada de la casa de la de la habitación de Livia, esperando al médico que habían mandado a llamar una hora atrás.
Las calles de tierra estaban inundadas y no cesaba de llover, pero aún así el carruaje que traía al doctor, amigo de la familia, llegó finalmente. Sin demora, el profesional corrió a ver a su pequeña paciente.
La espera de la revisación fue eterna. Los padres de Livia no podían hacer otra cosa que rezar por su frágil niña y esperar lo mejor; no tenían otra opción que dejar su vida en manos de Dios.
Luego de unos cuantos paños fríos y de lograr que bebiera una medicina que traía consigo, el médico logró que la niña se tranquilizara un poco y dormitara. Aún estaba demasiado débil y empapada en transpiración, pero lo que les dijo el médico les trajo esperanza.
-Livia vivirá – dijo por fin el doctor – pero su situación es muy delicada, no deben dejar de vigilarla y estar atentos por si la fiebre regresa. Deben darle dos gotas de este jarabe cada dos horas – Advirtió el ángel salvador, poniendo en manos del padre un pequeño frasco de vidrio.
-¿Qué es lo que tiene mi hija, doctor? — preguntó la madre.
-Meningitis — respondió el medico con el rostro serio.
Ambos padres se tomaron de las manos buscando confortarse mutuamente. Una enfermedad tan terrible controlaba el cuerpo de su pequeña hija.
Afortunadamente, la niña logró pasar esa noche y la siguiente, siempre bajo el atento cuidado de sus padres que seguían las instrucciones del doctor al pie de la letra.
De a poco Livia se fue recuperando, recobrando sus fuerzas, hasta que la enfermedad quedó en el pasado, dejó su aspecto débil y pálido, recobró el color y la vitalidad propia de su edad. Junto con todos esos cambios, la alegría regresó a su hogar, incluso pudo volver a Jugar con sus hermanos y llevar una vida normal y feliz. Llegó incluso el momento de comenzar sus estudios, e ingresó con entusiasmo a su primera clase en la escuela.
No había pasado mucho cuando un día, su maestra notó algo extraño en su nueva alumna. Livia tardaba en responder cuando la llamaba, la veía distraída, ausente y como producto de eso su rendimiento académico bajaba estrepitosamente, y no lograba comprender a qué se debía.
Luego de comunicérselo a sus padres, estos decidieron entonces llamar nuevamente al hombre que le había salvado una vez la vida. El médico revisó a Livia y una vez más habló con sus padres, expectantes.
Livia había perdido por completo su audición, como secuela de la meningitis.
Justo cuando todo parecía haber vuelto a la normaldiad, la tragedia azotaba otra vez a la familia. Ninguno de sus progenitores lograba comprender cómo no habían sido capaces de descubrir la situación de su hija mucho antes.
-No deben culparse – aclaró el doctor – fue algo progresivo, seguramente ni ella misma lo ha percibido todavía. Deben hablar con ella, hacerle entender.
-Pero cómo…cómo nos comunicaremos con ella— balbuceó la madre, que para cuando terminó la frase ya no pudo contener sus lágrimas.
-Ella está aprendiendo a leer y escribir. Escríbanle, háblenle gesticulando, moviendo mucho sus labios. Seguramente podrá entenderlos de esa forma.
Tumblr media
Por unas semanas la niña no fue al colegio. Sus padres pensaban qué hacer, incluso contemplaron educarla en casa. En esa época, principios del siglo XX, no se conocía demasiado sobre cómo insertar niños con discapacidades auditivas a su entorno. Sin embargo fue Livia quien decidió volver a su escuela, con sus compañeros.
Su madre la acompañó ese día primer día, hablaron delante de todos sus compañeros, y junto a la maestra explicaron su situación. Como cabía de esperar de la naturaleza simple de los niños, ellos lo comprendieron de inmediato. Todos la abrazaron y la recibieron cálidamente, con besos y escribiéndole cartitas de apoyo. Desde entonces, todos colaboraron con ella, para que se perdiera lo menos posible de la clase. Su maestra le daba un trato preferencial y se aseguró de que no perdiera su capacidad de hablar.
Pasó el tiempo, y Livia se transformó en una hermosa joven de dieciséis años. Hablaba extraño, como con un acento extranjero, pero logró ser tan feliz como cualquiera. Amaba la poesía, en especial las de Adolfo Bécquer. También leía cualquier libro que cayera en sus manos.
Un día escribió con su estilográfica una rima de Bécquer, su favorita, en una hoja de papel que dobló y guardó en uno de sus libros. No imaginaba que pasarían más de cien años, y sus palabras aún serías custodiadas por ese libro y sus nuevos propietarios.
Nunca tuvo hijos, pero sí muchos sobrinos y sobrinos nietos. Toda su familia admiraba su bondad y simpatía. Era la tía niña, la que nunca creció. Su sordera la hizo inmune a la maldad del mundo. Pareciera que su inocencia, de esa niñez, ecos de la cual guardó en su cabeza, permanecía en ella a pesar de tantos años y de una vida de silencio. Era una nena, a pesar de tener setenta años, y canas en la cabeza. Era la misma chica soñadora, la misma que salvó su vida una noche de lluvia y que portaría consigo el amor y la pureza. La jovialidad y la dulzura. Son esas personas las más valiosas, las que aprenden a superar grandes obstáculos y a valorar la vida de otra forma.
Fin.
Dedicado a mi tía Nena, en cuya historia basé parcialmente la mía.
*Tuve que editar bastante este cuento que es uno de los primeros que escribí y dejaba bastante que desear. Sigo sin estar muy conforme con él, pero lo aprecio porque lo escribí recordando a esa tía abuela mía que padecía de sordera desde pequeña por una meningitis. También me inspiré (y usé el nombre) de un papel que encontré en uno de mis libros viejos de principio de siglo XX (el de la foto), escrito por una estudiante de, calculo, 16 años, en 1909.
2 notes · View notes
Text
Amadeo.
youtube
Eran casi las seis de la tarde y yo todavía no había terminado de desempacar ni la mitad de mis cosas. Las cajas se habían apilado hasta el techo — Bueno, lo admito, siempre exagero — y aún faltaban bajar los muebles del camión de mudanzas. Era la primera vez que viviría sola, así que el entusiasmo que sentía superaba al cansancio y las ganas de tirarme en mi cama, que aún no llegaba a mi nueva habitación.
Una vez que mis muebles estuvieron en el departamento, me dejé caer en el sofá a descansar por adelantado del cansancio que me esperaba.
En lo que organizaba mentalmente mis cosas y planificaba por dónde empezaría, mis oídos comenzaron a percibir música.
Presté más atención, y descubrí que provenía de mi nuevo vecino de al lado.
La música era clásica, orquestal. La conocía, pero de las películas o los dibujos animados de Hannah-Barbera o Disney. No tenía idea de cómo se llamaba la pieza.
Movida por la curiosidad, tomé mi Smartphone, y usando una aplicación para detectar canciones, supe que se trataba del primer movimiento de la sinfonía Nº 40 de Mozart.
No pude más que hacer una mueca de satisfacción, y aprovechar tan interesante recibimiento para darme ánimos y comenzar a desempacar todo.
Aunque mi vecino no lo sabía, me encanta escuchar música mientras hago cosas, porque siento que el tiempo pasa más rápido y me esfuerzo menos.
Al terminar esa pieza, la música se detuvo. No tuve otro remedio que colocarme los auriculares y ambientar mi tarea yo misma, hasta que hubiese terminado de organizar mi caos.
La noche llegó conmigo aún dando vueltas y sacando libros de cajas para colocarlos en estantes. Al día siguiente ya casi había terminado con todo, por lo que me tomé un merecido receso mientras espiaba el barrio por el balcón del cuarto piso en el que me encontraba.
El edificio era uno viejo, de seis pisos, con esos ascensores de puertas que cuestan cerrar y que dan miedo, pero que si funcionan desde que se creó el mundo, se supone que lo seguirían haciendo. Pensé que sería demasiada mi mala suerte si me tocase ser la primera persona en romperlo en setenta años.
De todos modos, siempre preferí usar las escaleras, sobre todo si el cansancio no me lo impedía.
La vista desde mi ventana no era mala, pero tampoco magnífica. Más edificios, árboles y un vivero.
Al ver este último, volteé y recorrí mi nuevo departamento con la vista, percatándome de que no tenía aún ninguna planta.
Si bien es extraño que me interese por ellas, sentí que le faltaba vida a mi living — paradójicamente — y así fuera hasta que mi descuido matase a la pobre, anoté en mi lista de compras “ir al vivero”.
En lo que escribía, la música comenzó a sonar nuevamente. La misma canción de Mozart. Miré el reloj, ahora colgado en mi nueva pared, y eran nuevamente las seis de la tarde.
“Qué gracioso”, pensé. Tomé mis llaves y salí rumbo a la calle, a conseguir los ítems de mi lista.
Al volver a mi departamento, con mi plantita a cuestas, me detuve en la puerta, y observé por un momento la del vecino, Don o Doña Mozart.
Pensé en acercarme y tocar el timbre, pero ya era un poco tarde y me pareció un horario inoportuno, por lo que simplemente entré a casa y preparé mi cena.
La mañana siguiente — una mañana de lunes — tuve que ir a trabajar y ya no pude saludar a mi vecino, pero decidí hacerlo por la tarde.
Llegué a casa justo a las seis, y allí estaba Mozart. Es decir, nuevamente el primer movimiento de la sinfonía Nº 40 de Mozart se colaba por debajo de la puerta de mi vecino, con un volumen considerable.
Finalmente me decidí y toqué su timbre. Enseguida la música cesó. Esperaba que me abrieran la puerta de inmediato, pero no sucedió; permanecí allí parada, mirando el numerito ennegrecido de bronce que decía “4to B”.
Evidentemente había alguien en el departamento, o no hubiera cesado la música. Toqué nuevamente, por las dudas, pero nadie salió a atender.
No insistí, para no ser pesada, aunque me pareció bastante extraño.
El martes me encontré a mí misma mirando con atención el hermoso reloj plateado y negro que había comprado y colgado en la pared del comedor, el mismo día que llegué. Las agujas se movían más lento que de costumbre, pero finalmente, cuando las dos coincidieron en una línea recta, vertical, que indicaba las seis en punto de la tarde, los primeros acordes del violín se hicieron presentes.
La melodía alegre y saltarina, parecida a una conversación entre instrumentos de cuerda y de viento, llenaba mi living a pesar de ser un sonido algo sordo, por la pared que me separaba de su fuente.
Y una vez que el último acorde llegó a mis oídos, nuevamente el silencio. Como el fin de semana y como el día anterior. No, evidentemente no era una casualidad.
Así pasaron los días, y mi primera semana viviendo allí. No hubo un solo día en el que faltara Mozart y su sinfonía, puntual como siempre, hermoso pero a la vez cada vez más tedioso.
El viernes me topé con otra vecina — no mucho mayor que yo — que bajaba por las escaleras desde el quinto piso, con un bebé en brazos. Me presenté y aproveché para preguntarle sobre la misteriosa persona que vivía en el Cuarto B. Ella tampoco sabía nada al respecto, y nunca, en los cuatro años que llevaba viviendo en el edificio, la había visto.
Mi curiosidad iba en aumento, y eso no era nada bueno. Mi vecino ocupaba mi mente más de lo debido. Me preguntaba quién sería, cómo sería, qué edad tendría, pero sobre todo por qué; por qué diablos escuchaba la misma sinfonía y solamente esa sinfonía, todos los días a la misma hora.
Claro que era dueño o dueña de hacerlo, que yo no tenía derecho alguno a meter mis narices en los asuntos de nadie; pero la intriga me carcomía. Después de todo, vivíamos a sólo una pared de distancia. Respirábamos el mismo aire, y escuchábamos la vida del otro.
Los objetos al moverse, los estornudos o las risas fuertes, el llanto de los niños, las peleas a los gritos, la música. Todo eso se comparte entre vecinos; por qué no podría yo saber quién era el dueño o dueña de esa extraña obsesión. Y no es que yo sea de esas vecinas chusmas, cuyas “vidas” transcurren en la puerta de su casa, vigilando e investigando la de los demás. No. Yo sólo sentía demasiada curiosidad.
A la semana siguiente, cuando se hicieron las seis, yo ya estaba preparada. Apenas comenzó la orquesta a tocar, empecé a “tocar la pared”. Con mis nudillos, golpeé siguiendo lo mejor que pude el ritmo de la música. Quería que supiera que las notas llegaban hasta mí, que no me era indiferente su locura.
Posiblemente mis golpes sólo le sonaron a ruido, porque la música cesó. Al mismo tiempo, yo dejé de golpear la pared. Entonces la sinfonía recomenzó, y yo retomé la mía.
De pronto, para mi gran sorpresa, la pared empezó a recibir golpes del otro lado también. El mensaje había llegado, como si fuera en un código Mozart, en lugar de Morse.
Riendo como loca, sentí que dialogábamos con los golpes, como los violines y demás instrumentos en la sinfonía. Ambos diálogos terminaron juntos, después de los seis minutos y medio que duró la música, y el silencio volvió.
Allí había alguien a quien no conocía, y que nunca había visto u oído, pero con quien me había comunicado de una forma tan loca como inesperada. Mi curiosidad, lejos de apagarse, se incrementó.
Salí de inmediato al pasillo, y toqué el timbre de su departamento, pero nuevamente, nadie atendió la puerta. Volví a mi departamento, y arrancando una hoja de mi cuaderno, escribí — después de pensar varias opciones — “Hola, soy la nueva vecina del 4to A, sólo quería saludar y avisarle que estoy para lo que necesite”.
Deslicé el papelito por debajo de su puerta y regresé a mi departamento.
Pretendí que no me importaba si recibía o no respuesta, si tocaban a mi puerta o no, y continué con mis tareas.
Mientras trabajaba en mi computadora, miraba de vez en cuando hacia la puerta. Las ocupaciones no eran del todo efectivas para controlar mi ansiedad y mi atención siempre volvía a ese misterio que no lograba develar.
A eso de las diez de la mañana del día siguiente, escuché que alguien salía del 4to B. Corrí hasta mi puerta, y disimuladamente la abrí, tomando a las apuradas mi bolso, como si casualmente saliera al mismo tiempo.
Era una mujer, de unos cuarenta años. Mientras cerraba la puerta, la saludé amablemente, y le pregunté si había leído mi nota.
La mujer me miró extrañada, y me respondió que no había visto ninguna nota debajo de la puerta.
Le dije que en ella le avisaba que era su nueva vecina, y que estaba a su disposición para lo que necesitase. La mujer agradeció amablemente mi gesto, pero me aclaró que ella sólo trabajaba en esa casa por las mañanas, limpiando y cocinando para el Señor Amadeo.
El señor Amadeo. ¿Acaso era vecina del mismísimo Mozart?
Al menos una parte del misterio había logrado desentrañar. El Señor Amadeo era un hombre solitario y mayor, que al parecer no tenía familia, y desde hacía años no salía bajo ninguna circunstancia de su departamento.
Eso no explicaba el porqué de esa manía de escuchar la misma canción, y nada más que esa canción, a la misma hora, todos y cada uno de los siete días de la semana. La mujer nunca había estado allí por la tarde, así que tampoco tenía forma de saberlo, y según ella, Don Amadeo no hablaba nunca con nadie.
Traté de dejar allí el asunto, y continué con mi vida. Mi cabeza ya empezaba a cansarse, por lo que salía a esa hora, o me ponía los auriculares y escuchaba cualquier otra cosa que no fueran esas notas, que ya sabía de memoria.
Un día que me quedé en casa y había olvidado colocarme los auriculares a tiempo, me sorprendió el silencio. Eran las seis de la tarde, y Mozart no aparecía. Esperé hasta las seis y media, pero tampoco hubo rastro de él. Al día siguiente sucedió lo mismo, y empecé a preocuparme.
Esperé en el pasillo a la señora que limpiaba su casa por las mañanas, pero tampoco apareció.
Al asomarme por la ventana, vi una ambulancia estacionada frente al edificio, y pensé lo peor. Pobre Señor Amadeo. No lo había conocido y… y ahora probablemente nunca lo haría.
Los paramédicos subieron a alguien, tendido en una camilla, a la ambulancia y partieron haciendo sonar la sirena, a la que ahora le prestaba atención.
Me quedé bastante triste, en silencio, mirando la pared que compartía con Don Amadeo, y extrañando desde ya escuchar la sinfonía.
Pasaron dos semanas de un silencio melancólico, y entonces lo escuché. Mozart volvió, puntual como antes, vibrante y alegre, como siempre.
Me enocioné tanto, que me puse a bailar como loca, girando y agitando los brazos, dirigiendo una orquesta inexistente con una batuta invisible. Amadeo había vuelto. Mi amigo, silencioso y ermitaño, estaba bien y no bajo tierra.
En uno de mis giros de bailarina frustrada, vi que un papelito ingresó a mi departamento por debajo de la puerta y se deslizó por el piso estacionando a unos centímetros de mi pie.
Lo levanté y en él, escrito con una hermosa letra cursiva y una pluma fuente, decía:
“Gracias vecina, y disculpe a este viejo por no responder con anterioridad, así como por mi música, si es que le molesta. Si quiere, cuando pueda, la invito a tomar un té, si es que toma té.
Amadeo”
No esperé ni medio minuto, y toqué a su puerta.
Amadeo era un hombre de casi noventa años. Su mirada era dulce pero triste y su postura abatida, pero aun así se notaba que supo ser elegante, apuesto y de gran porte en su juventud.
Su departamento lucía muy diferente al mío, a pesar de ser iguales. Todo allí era antiguo y en diferentes tonos de sepia y marrón. Mozart aún sonaba desde un tocadiscos, casi tan antiguo como el disco y la mesa en la que se posaba. La púa había saltado y las mismas notas se repetían una y otra vez.
Con apuro, Amadeo levantó la púa del tocadiscos, y me invitó a tomar asiento en un viejo sofá.
Me llamó la atención que tuviera tantos libros, y tantas figuras de porcelana, todas perfectamente acomodadas. Amadeo vivía en un caos ordenado.
Mientras me servía té en una preciosa y delicada taza de porcelana, Amadeo me dijo sin vueltas, sonriendo:
—Apuesto que le gustaría saber por qué escucho la misma sinfonía todos los días, a la misma hora.
—Espero que no le parezca entrometido de mi parte, pero sí, me muero por saberlo — le respondí riendo, con total sinceridad.
—Era la pieza clásica favorita de mi esposa. Todas las tardes, ella salía a trabajar, a las seis, para ser más precisos. Yo me asomaba por esa ventana — dijo Amadeo señalándola — ella volteaba a verme y la despedía tirándole un beso. Así fue hasta que Adela murió. Ella siempre me decía que le encantaba mi nombre, porque Mozart era su compositor preferido. Era profesora de música.
—Y escuchando esa sinfonía es como usted la recuerda…
—Cada día de mi vida.
—Qué conmovedor, Señor Amadeo — le dije, mientras dejaba la taza en la mesita, con un nudo en la garganta — muchas gracias por compartirlo conmigo.
—No se preocupe — me respondió, poniendo su mano cariñosamente sobre la mía, como lo haría mi abuelo.
Continuamos charlando sobre su trabajo, música, y la vida. Nos reímos de nuestro “Código Mozart” y me confesó que después de haber estado un par de días internado, aunque no fuera nada demasiado grave, eso lo despertó y sacó de ese encierro hermético en el que se encontraba. Aunque su corazón nunca abandonaría el luto por su esposa, decidió vivir mejor el tiempo que le quedase por vivir, comenzando por aceptar a su joven y entrometida vecina en su casa.
Afortunadamente le caí bien, y de vez en cuando, me doy el lujo de tomar el té con Amadeo. Nos hacemos mutuamente compañía, y a la vez aprendo mucho de él. En realidad somos tres: Amadeo, Mozart — Adela — y yo.
Ayer le compré una planta en el vivero, porque su living también necesitaba más vida; aunque música, eso nunca.
Fin.
M.C.
* Publiqué en otro sitio este cuento el 3/3/2018. Ahora, al releerlo para editarlo, me di cuenta de cómo repetí sin darme cuenta una y otra vez los mismos números, 6 y 4. Raras coincidencias...o nada lo es (?).
12 notes · View notes
Text
La Foto.
Tumblr media
— Qué vieja te ves — le dijo la niña a la anciana, con la sinceridad y desfachatez propias de su edad.
—Vete de una vez niña, ¿Dónde está tu abuelo?¿No tienes nada más que hacer? — respondió molesta la anciana.
La niña negó con la cabeza, y comenzó a moverse saltando de un lado al otro del cuarto.
— Si pudiera me iría yo — Rezongó la mujer, con enojo.
Y mientras se lamentaba, un hombre mayor entró a la habitación.
—¡Margaret!, logré escucharte, parece que llegué justo a tiempo — dijo el hombre.
—Sácame de aquí por favor. Quisiera ir al jardín.
Ante la súplica de la mujer, el hombre tomó la silla de ruedas por detrás, con Margaret en ella, y la giró en dirección a la puerta. Mientras salían, la anciana volteó a ver a la niña, que le sacó la lengua, y luego la saludo riendo pícaramente con la mano.
—¡Qué demonio! — Dijo girando nuevamente la cabeza hacia adelante.
—¿Cómo dices hermana? — le preguntó el hombre a Margaret.
—Nada, sácame de aquí.
Después de pasear por el lugar un buen rato, el hombre se sentó en uno de los bancos de cemento del enorme patio del asilo, y estacionó a Margaret — que no había pronunciado una palabra más desde que salieron de la habitación — a su lado.
—No traigas más a esa niña a verme, George — dijo por fin la anciana.
—¿De qué niña hablas, Margaret?
—Es grosera y mal educada. No les enseñaste bien a tus hijos y mira el resultado. Qué vergüenza.
—Sigo sin entender, hermana. Sé que no te gustan los niños, y vine solo, como siempre. No traje a mis nietas.
—De dónde salió la niña entonces.
—Yo no he visto ninguna niña por aquí. Solo viejos, como nosotros.
—¡Bah! — se quejó Margaret, haciendo un gesto de desagrado con la boca y mirando hacia otro lado.
—No te enojes, de verdad no la he visto. Quizá vino a visitar a su abuelo o abuela, y se metió en tu habitación. Los niños son así; curiosos, entrometidos. Pero debo estar distraído, porque juro que nunca la vi.
—Como para no verla…es extraña esa niña, es muy…
De pronto Margaret dejó de hablar. Su mirada se perdió en el horizonte, como si se hubiera entretenido siguiendo los movimientos de dos ancianos y sus cuidadores, que paseaban como ella más adelante.
—¿Margaret? ¿Marga?
George la llamó un par de veces, pero no obtuvo respuesta. Margaret ya no estaba allí, junto a él, sentada en su silla de ruedas, sino en otra parte. Un lugar al que sólo ella podía entrar, y del que George temía, no volviera más algún día.
A la mañana siguiente, Margaret despertó en su cama. Los cuidadores la arreglaron, la colocaron en su silla, y como si fuera un consuelo, la pusieron frente a la ventana. Una luz preciosa entraba por ella, iluminando la pequeña pero acogedora habitación. El asilo de ancianos donde Margaret vivía, desde hacía ya un par de años, era uno de los más lujosos de la región. Sin embargo, ni todos los cuidados del mundo, o los lujos y esa hermosa luz que entraba por su ventana, mitigaban el hecho de que Margaret ya no vivía. Simplemente respiraba.
—¡Aquí estoy! — Exclamó la niña.
Margaret, aunque ya estaba despierta, despertó realmente al oírla, como saliendo de sus ensoñaciones.
—¡Vete, demonio! — Respondió oscamente sin siquiera mirarla.
—¿Por qué me hablas así? Yo sólo quiero hacerte compañía — le dijo la niña, mientras se acercaba a ella, y rodeando la silla que acariciaba con su mano, se paró a su lado y comenzó a tocar su arrugado rostro.
—¿Quién eres? ¿De dónde saliste? — Preguntó apartándose.
Margaret tomó las ruedas de su silla, y retrocedió con fificultad, lo más rápido que pudo, para alejarse de la niña.
—¿Ya no te acuerdas de mí? — le dijo la pequeña, mostrando tanta angustia en su rostro angelical, que Margaret se arrepintió de haberla tratado tan mal antes.
—No…discúlpame, ¿sabes?, es que como soy tan vieja, olvido las caras y además no me siento muy bien. Perdóname.
—No pidas perdón. Nada de lo que pasó fue tu culpa.
La niña caminó de frente hacia Margaret, y se acercó tanto, que pudo verla en detalle. Tenía puesto un vestido blanco, y llevaba flores blancas como tocado en la cabeza.
—Ya no tienes tus trenzas — le dijo la niña a Margaret, acariciando su cabello blanco — Pero todo va a estar bien, no tengas miedo.
—No lo tengo — dijo la mujer con sequedad.
—¿Todavía no me recuerdas?
—¡George! ¡Llévame de aquí!— gritó la mujer, llamando a su hermano, que no estaba allí, en un intento de asustar a la pequeña.
—Nuestro hermano no vino hoy — dijo la niña.
Margaret tomaba las ruedas de su silla con fuerza, como si se tratase del asiento de una montaña rusa, y temiera caerse de ella.
—Pero yo si estoy aquí — continuó la pequeña — No quiero que te sientas tan sola.
—¡Ayuda! — gritó la anciana, llorando, pero manteniendo una calma incomprensible al mismo tiempo.
—Te dije que no debías tener miedo, ¡No te haré daño!, ¡Somos hermanas!
—No es posible ...
Margaret relajó sus manos. Luego intentó acariciar el rostro de la niña, pero su mano la atravesó, y al hacerlo desapareció como si fuera el humo de un cigarrillo suspendido en el aire.
Justo en ese momento, su cuidador entró a la habitación acudiendo a su llamado, preocupado por lo que pudiera sucederle. Margaret temblaba y no lograba articular las palabras.
Tumblr media
—¡Hermana, hermana mía!
—¡George! — dijo Margaret en caunto lo vió, abriendo despacio los ojos, acostada en la cama.
—Me preocupé mucho cuando me llamaron. Pensé lo peor. Qué bueno que ya estás bien.
—La vi de nuevo George, la niña…
—No traje a ninguna niña Marga, no te preocupes.
—No, es Clara…vi a Clara — dijo la anciana, a la que le costaba respirar.
—¿De qué hablas?
— Clara, ¡Nuestra hermana, George!
George, que hasta ese momento estaba sentado al borde de la cama y sostenía la mano de Margaret, se incorporó lentamente, sin apartar su vista de ella. Luego, con lágrimas en los ojos, miró preocupado al médico que presenciaba la escena, parado cerca de la puerta.
—No pienses en eso, debes descansar y reponerte — Intentó calmarla George.
—¿No me crees, verdad?
—Claro que te creo, pero a veces el cansancio nos juega malas pasadas. Debes reposar y…
—Vete George — Sentenció Margaret.
—Espera, lo que quiero decir es que…
—Vete para que pueda descansar — dijo, mientras se ponía de costado, mirando hacia la pared, y una lágrima nacía de su ojo para luego confundirse entre las arrugas de su rostro.
George se acercó al médico, con quien cruzó unas palabras. El diagnóstico que le dio no era muy alentador. Estaba convencido de que la demencia senil de Margaret había avanzado, hasta traer a su mente recuerdos demasiados vívidos de su pasado.
George le contó al médico que Clara era la hermana menor de ambos, que había fallecido siendo una niña. Margaret se culpaba por ello.
Por ser la hermana mayor, sus padres pusieron siempre sobre ella la responsabilidad de velar por sus dos hermanos menores. Un día Margaret, que también era una niña, se distrajo jugando con su muñeca durante una de las excursiones de los hermanos por los alrededores de su casa, y no advirtió que Clara había caído sin querer al lago. Cuando la encontraron, resultó demasiado tarde.
Durante toda su vida Margaret se culpó por lo sucedido, tanto que nunca se casó ni tuvo hijos, ya que todos los niños le recordaban a su pequeña hermana.
Tumblr media
—No estoy loca — dijo para sí misma Margaret, como intentando convencerse de aquello, sentada nuevamente en su silla, mirando a través de su ventana, como todos los días.
—¡Claro que no! — Exclamó Clara, riendo a las carcajadas.
Margaret cerró los ojos con fuerza. Respiró profundamente, y se dijo a sí misma que no terminaría sus días de esa manera, con su hermano y todo el mundo pensando que había perdido la razón, definitivamente.
Cuando los abrió, la luz del sol iluminaba sus cabellos rubios desde atrás. Frente a ella estaba Clara. Podía verla con tanta nitidez, sonriendo, que no tuvo otra salida más que devolverle la sonrisa.
—No estás loca, hermanita, soy yo… ¡Estoy tan feliz de que me reconozcas por fin! — Dijo clara radiante, tan viva como hacía setenta años.
—Cómo es posible...
—Vine a decirte que no tengas miedo, y que puedes estar tranquila.
—¿Pero por qué ahora? ¿Voy a morir?
—No lo sé —dijo levantando los hombros — Todos mueren. Mamá y papá, el tío Benji, Billy…
—¡Billy!, nuestro perro. Ya me había olvidado de él — recordó Margaret.
—No debes culparte, fue un accidente — dijo de pronto Clara, después de una pequeña pausa.
Margaret bajó la mirada. Se preguntaba si sería su conciencia intentando desesperadamente ser calmada antes de su muerte, o de verdad veía a su hermana muerta, hace tantos años.
—¿Cómo sé que estás aquí y no eres un recuerdo, una alucinación, o que estoy realmente senil?
—Yo sé que estoy aquí — respondió la niña riendo.
—De verdad, me gustaría saber…
—Vi cuando papá llamó a ese señor con un aparato extraño, y luego le entregó un papel donde aparecíamos George, tu y yo.
—La foto… también me había olvidado de ella. Como para no olvidarla, fue el día más triste de mi vida.
—No estés triste — dijo Clara — yo estoy bien.
—Aunque hayas visto la foto, eso no prueba que seas real...puede ser mi recuerdo que volvió — respondió Margaret.
—Pero sé dónde está ahora, y tu no.
—¿Dónde?
—En una caja de madera, con mi nombre grabado, en el ático de la casa de nuestro hermano George.
—¿De verdad? — Preguntó Margaret, con una voz parecida a la de una niña.
—De verdad — dijo sonriendo Clara — Ahora debo irme.
—No te vayas — Suplicó la anciana.
—De ahora en más, me verás las veces que quieras, en tus sueños.
Y al terminar de hablar, la niña se desvaneció una vez más, desapareciendo de su vista, como si nunca hubiera estado allí.
Margaret llamó a su cuidador, y le pidió hablar por teléfono con su hermano George. Le pidió que buscase en su ático, que encontraría una caja de madera, con el nombre de Clara en él, y que dentro de ella estaría aquella foto para la cual sus padres los habían obligado a posar y que la tristeza les había obligado a olvidar. Los tres eran niños, pero la muerte ya los había tocado. Vestidos de negro, George y Margaret posaban ante la cámara como custodios silenciosos del angelito, vestido de blanco y coronado de flores, que parecía dormir plácidamente en su cama.
Eran otras épocas. Sus padres pensaron que de esta manera inmortalizarían la imagen de su niña, pero al mismo tiempo lo lograron con el dolor de sus otros dos hijos. Por alguna razón, George la guardó durante todos esos años, pero no sin enterrarla entre las cosas que nunca debieron suceder. El dolor de ver la foto se desvanece con los años, pero nunca se borra por completo.
George obedeció a Margaret y la encontró. Allí seguían sus figuras; negras y sombrías, borrosas, tristes y espeluznantes, en contraste con la blancura y luminosidad de ella. Allí seguía la cruz, proyectando su sombra en la pared, los cuadros y la cortina de encaje.
A George no le quedó otra opción que creer en su hermana. No tenía forma de saber el paradero de esa foto, puesto que nunca se lo dijo, y hasta él la había olvidado.
El hermano menor se lamentó no haber visto con sus propios ojos a su hermana Clara. Tal vez porque no era él quien necesitaba verla, para cerrar una herida habierta por tanto tiempo.
Después de tantos años, Margaret sintió tranquilidad. Volvió incluso a caminar, con ayuda de una andadera. Recuperó parte de la vitalidad perdida. Lo que la consumía por dentro no era solamente el tiempo, la vejez, sino el dolor y el remordimiento. Clara la liberó de esa carga; ya no moriría marchitándose en la penumbra, lo haría con la misma luz que su pequeña hermana. Llegado el momento, lo haría en paz.
Tumblr media
*Cuento inspirado por esta imagen.
2 notes · View notes