Hogar del bafleo de media noche Home of the midnight bafleo. The noun "bafleo" and the verb "baflear" come from the non-existing Latin root "bafle" which, in Colombian Spanish, means "speaker". A bit of history: This blog started as part of the 30 Songs, 30 Days project (In English for the Spanish impaired). The initial statement said the following: "Radhika and Paola should share a city but, for now, they will share a blog". I stick to that statement. Now I also post songs at midnight for the community.
Don't wanna be here? Send us removal request.
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Sobre la búsqueda de la música y la felicidad (1): Nick Cave
Hay momentos en que uno está listo para cambiar de una vida a otra (contando los días), en que los ejercicios reflexivos (con o sin interlocutores) son un esfuerzo por hacerle justicia a las experiencias recientes con matices, en que ha habido más lugares visitados que pausas para procesar lo visto, en que después de vivir en un desierto intelectual los niños queremos colegio de verdad y colegas con los que uno charla y de los que uno aprende. Y, justo en medio de todo eso, llega la música con su infinito poder redentor a decir: “just shut up and be grateful.” Sí, hay momentos en la vida en que uno ve a Nick Cave un día y a The National al día siguiente. Una absoluta y maravillosa vagabundería en la búsqueda de la música y la felicidad. Mi segundo concierto de Nick Cave y mi cuarto the The National. Insisto: absoluta y maravillosa vagabundería.
Lo dije conmovida el domingo al terminar el concierto: lo de Nick Cave es excelso. Después de ver a esa figura, cuyo reino definitivamente no es de este mundo, salir al escenario con “Anthrocene” uno confirma que la música que uno ama en vivo es un ritual en el que lo que Freud llama el sentimiento oceánico deja de ser un concepto y se vuelve experiencia. Después me quedé silenciosa oyéndolo cantar “Jesus Alone”. No podía dejar de pensar en lo que debe ser cantar esa canción sobre la muerte de un hijo. Cuando la oí por primera vez hace poco más de un año y cuando vi el documental, reaccioné diciendo que esa canción es una manera sobrecogedora de perpetuar un gemido de dolor (de ese profundo y que nunca se va). Y el domingo, su “with my voice I am calling you” estaba ahí resonando en el berlinés Max-Schmeling Halle. El asunto sólo ameritaba silencioso respeto.
El escenario está perfectamente equipado de elegantísima virtud musical encabezada por la barba y la figura de filósofo marxista (pero de esos que tienen sus dudas y no se entregan a la convicción ideológica sin más) de Warren Ellis. Luego hay una brecha que don Nick salta también con elegantísima virtud. Y, finalmente, al otro lado, una delgada pasarela en la que tiene lugar un íntimo y acalorado “lap dance” entre el artista y el público. Cercano, visceral, sudoroso, baboso, coqueteador, toqueteador. “Have you ever heard about the Higgs Boson Blues”? Bum, bum, bum (#onomatopeyahispanoparlante). Los latidos ahí, sobre la gente. La gente que lo adula, lo acaricia y, claro, también lo sostiene.
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Bum. Bum. Bum.
Nota metodológica: desde que vi despegar ese Soyuz MS-03 con tres seres humanos encaramados en la puntica, a 1,2 kilómetros de distancia de la plataforma de lanzamiento Gagarin en el cosmódromo de Baikonur a -22ºC a las 2am del 18 de noviembre del 2016, me prometí que los momentos importantes toca vivirlos antes que documentarlos. Pero la pulsión etnográfica me supera y, en estos conciertos, hago #notasdecampo videográficas breves porque estas cosas también toca guardarlas, así sea como apuntes nada más, en una cajita de felicidad.
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El setlist es tronco de cartografía de una obra monumental y, en la pausa para el piano, pasan dos cosas preciosas: “The Ship Song” e “Into my Arms”. Ahí no hay compostura que valga porque uno quiere quemar sus puentes para dejar que él navegue sus barcos por donde se le dé la gana sin paralizantes reflexiones que definan “moral grounds” (que, al final del día y en esas materias, están hechos de agua sólo apta para la navegación).
Después de reafirmar ese acto de fe que es “but I believe in love” (porque, si no, ¿qué nos queda, amigas?), llega la diestra mano roja a sacarnos del idilio romanticón “y tenga”:
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El hipnóntico idilio con el público sigue en “The Weeping Song” y con ese bad motherfucker llamado Stagger Lee antes de cerrar con una parte del público sobre el escenario y con el llamado a “keep on pushing the sky away”. Uno sale flotando sobre una nube de verdad musical, de admiración por el arte honesto, contundente, elegante, sacudidor e infinitamente seductor de don Nicolás, la más fértil de todas las malas semillas.
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Sobre la búsqueda de la música y la felicidad (2): The National
Lo de anoche fue confirmar que esos buenos hombres de The National son como un hogar para mí. Han sido un amor sólido de estos últimos siete años de la vida desde que los descubrí, como banda sonora que me salvó la vida gracias a Carlos, en uno de los viajes al corregimiento Villa del Rosario en el 2010. Creo que desde ese entonces ya llevo como diez vidas distintas.
Cuando Matt Berninger, en toda esa salud, canta “my faith is sick and my skin is thin as ever” lo siento como el amigo que lleva años ahí parchando y tomando mezcalito de ocasión en pantalón de piyama en la sala acompañando los cambios. El disco nuevo suena hermoso, están en un momento muy brillante y sonríen con gozo genuino y con asomo de conciencia histórica por lo que han logrado.
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Los espacios breves entre lo nuevo son ventanitas a clásicos adorados. Entre ellos, “Bloodbuzz Ohio” me recuerda los dos conciertos anteriores con Radhika Esperanza al lado en júbilo estético y en amorosísima compañía, y la bell´ísima “Fake Empire” parece ser más pertinente que nunca en estos tiempos jodidos en que andamos.
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En el “encore” llegó el regalo para mí: “Start a War”. Sí, esa de la pregunta tan importante: “Do you really think you can just put it in a safe, behind a painting, lock it up and leave?” Esa de la imagen tan devastadora de “holding someone by the edges” cuando ya no hay por dónde. Esa de la amenaza que no tiene realmente un arma con la cual amenazar porque la “guerra” no es más que una lucha interna ante la inminencia de lo que se va. Esa que descubrí en medio de un calor de 32ºC y cucarrones voladores. Esa que me hizo llorar anoche pensando en todas las personas que he sido desde que la oí en ese calor y con ese susto por los cucarrones voladores. Esa.
Después de ese elevado momento, me pareció pertinente ir por otra ginebra, sentí una conmoción a mi alrededor y esto estaba pasando:
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Sea este mi homenaje a las felicidades rituales de la m´úsica en vivo. (Otro día hablamos del Mr. November del 2016 que, a diferencia del sobreidealizado del 2008, “is fucking us over”).
“Terrible Love” siempre será pertinente (pausa para un saludo desde este océano) y el final es un clásico (lo digo porque es la tercera vez que lo veo y no deja de ser conmovedor y hermoso): “Vanderly Crybaby Geeks” sin micrófonos, con el canto de las masas. (No es un gran video, pero el momento es tan bello que me alegró guardarlo).
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Sí, ese es mi Vanderly interior con vocecita emocionada y guardando prudente silencio ante la delicadamente ambigua frase: “all the very best of us string ourselves up for love…” #turururu
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“All the things come back to you...”
Hace unos días, el 30 de mayo de 2017 para ser más exactos, mi yo de 14 años (con su recientemente adquirida copia de “Get a Grip” en CD) se despertó con gozo: era día de concierto de Aerosmith. Siendo sincera, y como también lo triné en su momento, su marco de pertinencia en mi vida fue hace 22 años. Pero esa noche (“with all these lines in my face getting clearer” de mi yo de 36 años) los vi con amor, algo de nostalgia y, sobre todo, con mucho gozo de viejo del rock. Y lo que es más importante: oí Dream On en vivo. Ese es un momento que guardaré en esta cajita de tamaño afortunadamente expandible llamada “sobre la búsqueda de la música y la felicidad”.
Siendo sincera otra vez, la cosa no empezó muy bien. El tour se llama “Aero-Vedercy, baby” (#seewhattheydidthere) y antes de la salida de esos queridos viejos del rock al escenario hay un momento que pudo haber sido bonito, pero quedó tristemente atrapado en el cliché: al son de eso que hemos llegado a conocer bajo el nombre de “Carmina Burana”, rotan un cañaveral de imágenes del pasado hasta el “boom” final en el que salen al escenario. Yo me preguntaba: ¿será que no se vieron lo de Michael Jackson en “History”? (Es que yo crecí viendo eso en video láser en el sofá verde de mi casa y, todo hay que decirlo, sin ocultar mi preocupación por la grandilocuencia loca y militarista en la que se sumergió MJ en el pico de su confusión espiritual y su prosperidad material). En fin. El cliché se pudo haber obviado.
Hice videos muy corticos para concentrarme en eso de “estar ahí”, pero el “ahí” del comienzo no ameritaba tanta atención. Así que van estas dos #notasdecampo breves sobre la trampa del cliché (como para que reflexionemos y tratemos de ser “más personitas” todos).
Pero bueno, después de un par de clásicos innegables con los que empieza el concierto (Let the Music do the Talking y Young Lust), dejé atrás ese mal momento y me sumergí gozosa en la nostalgia, analizando minuciosamente (pero con cariño) esos equilibrios, siempre inciertos, entre el envejecimiento y la conservación de la salud. Encontré vejez y salud. Y esa fue la gran noticia de la noche para mí.
Hasta ahí todo iba tranquilo y dentro de los márgenes de la compostura. ¡Y tenga! Toma tu “tan tan tan taaaan” (sí, el de Cryin’). Tanto bienestar, tan inmediato, como si el tiempo no hubiera pasado. Automáticamente, me devolví a la noventerísima imagen de Alicia Silverstone buscando lo que no se le había perdido en un video que parece una novela incomprensible (uno trata de verlo a estas alturas de la vida y, francamente, cuesta mucho). Y sí, canté porque me la sé toda. Absolutamente toda, como si creyera que “now there’s not even breathing room between pleasure and pain” #turururu, como si fuera yo la que estuviera llorando la dulce miseria de ese amor noventero que era “of the killing kind.” Mi yo de 14 años tenía que cantar eso en vivo alguna vez en la vida. “Y se nos dieron las cosas” (#pluraldefutbolista).
Inmediatamente después, en un giro que me sorprendió y siguiendo con ese disco (que es mi disco de ellos y desde el cual “eché para atrás” y no seguí mucho más hacia adelante) cantan_ Living on the Edge_, su himno sabrosón y sumamente moralista sobre el “declive de nuestros tiempos”.
Love in an Elevator y Janie’s Got a Gun fueron otro bálsamo nostálgico antes de que Joe Perry (con su salud) se toma su tiempo con dos covers de Fleetwood Mac y con algunos giros autobiográficos de su paso por este caserío berlinés.
Las comunidades saben que lo que sigue será inevitable. Lo presienten y temen. Respiran profundo y aceptan la situación. Claro, me refiero a esa melcocha inmasticable (como toda melcocha) que es I Don’t Want to Miss a Thing. El día después del concierto, mi querido Sergio Ernesto indagó: “¿Cantaron la de la película del asteroide? Esa me llega”. Y bueno. Este “paneo”, el más cursi del que tentamos noticia, va con un saludo para él.
Ahí perdí un poco el registro cronológico de las cosas porque reinó la confusión. Cuando volví “en mí”, fue para quedar sin voz porque las cinco canciones finales son una lluvia de felices éxitos: Rag Doll, Come Together, Pisco (se ve como una dama), Dream On y Walk this Way. ¿Ya dije que oír Dream On fue importantísimo? “Sing with me, sing for the year, sing for the laughter, sing for the tear, sing with me, just for today…” #turururu #ayhombe Apenas pude salir de mi gozo sentimental y contemplativo por unos segundos para procurar este registro.
Salí feliz y tarareante retomando el camino por el bosque con la comunidad de viejos del rock. Sea esta la ocasión para reportar que el concierto es en medio de este bosque que, como tantas cosas por acá, tiene su historia “complicadita”.
Comienza una temporada de conciertos que promete ser muy feliz. Nunca tengo tiempo para todo lo que tengo que escribir, pero este blog hay que darle su “vueltica” de vez en cuando porque la búsqueda de la música y la felicidad merece su diario de campo.
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El 27 de octubre se murió don Nelson Pinedo. Me enteré de la noticia y (todo hay que decirlo) del nombre del difunto gracias a Federico. La voz de don Pinedo había estado ahí como una unidad indisoluble con la música, de toda la vida, de la Sonora Matancera. Y de ese episodio nació la invitación para que Federico bafleara. Así que en la media noche berlinesa de hoy, Samar y yo nos sentimos muy honrados de compartir este texto que responde al sentido más profundo de este querido blog: contar de qué están hechos nuestros recuerdos a través de la música. Con gratitud del corazón y con un abrazo grande para Federico, comparto este bafleo:
Duelos Diferidos
¿Por qué lamentar y recordar el fusilamiento de un prócer sabio de afiliaciones volubles? ¿Por qué hacerle un pequeño velorio a un cantante cuya orquesta representa en la familia de sus oyentes división y traición? ¿Por qué buscar formas agradables de celebrar el dolor? Porque la deflexión de la luz directa del sol en los gases de la atmósfera crea los hermosos colores del atardecer.
Mi hermano fue asesinado por el ejército nacional el 28 de marzo del año 2007 en la finca El Carajo, inmediaciones del municipio de Maní en el departamento de Casanare. Él y otro artesano fueron apresados ilegalmente en Yopal, ejecutados a mansalva, disfrazados con ropas que no eran suyas, enterrados en una fosa común afuera del alambrado del cementerio del pueblo, y reportados como extorsionadores auxiliadores de la guerrilla dados de baja en combate. Junto al cuerpo de mi hermano, las fotografías del reporte muestran una granada y un ridículo revólver antiquísimo de mango blanco.
Se desató entonces una larguísima tragedia familiar que contuvo separación de cónyuges, pleito por custodia infantil, peregrinaciones, indiferencia, brujería, detectivismo, espionaje, suerte, y desgracia. Infelicidad. Pérdida de la esperanza. Zozobra constante.
Toda esta situación, cuandoquiera que es comentada, atrae siempre la solidaridad y conmiseración de personas de buen corazón. Personalmente, siento una culpa enorme cuando alguien me ofrece sus condolencias por lo ocurrido, cuando me confiesan su admiración por mi disposición a dejar de lado todo deseo de venganza y ver el perdón como un paso necesario en el camino de la justicia. Y esta culpa emerge de haber tenido desde siempre una desastrosa reciprocidad en el trato con mi hermano. Nunca fuimos cercanos, ninguno de los dos le ayudó al otro a crecer; había rencores, reproches, odios diarios, y mi decisión a los 13 años de edad de dejar de hablarle por no aprobar su estilo de vida. Fue una decisión a la que fui fiel durante diez años.
Siendo él mi hermano mayor, siempre resentí su comportamiento. Aun ahora que soy mayor que él –murió a los 30 y yo tengo 34-, y considerando todo el proceso legal de estos años para llevar a los responsables ante la justicia; el irreparable daño hecho a la estabilidad y psique de mi familia; y el halo de atención que atrae el cubrimiento mediático, tengo mucho problemas al buscar las características que redimen a mi hermano ante los ojos de todos. Encuentro dolorosísimo y despreciable lo que le ocurrió, pero me es imposible absolver todos nuestros años de amargura juntos y separados bajo la coloquial sentencia “no hay muerto malo”.
Él no era una extorsionista auxiliador de la guerrilla, no era un criminal, era un artesano, y no merecía ni una fracción de la monstruosidad cometida por agentes del gobierno en aquella finca de Casanare la noche cuando mi padre y mi madre soñaron simultáneamente que a mi hermano lo perseguía un toro por un potrero. Sin embargo, hasta ese momento, siempre recibí las noticias de los viajes, aventuras, desventuras, y malhadados romances de mi hermano con la insatisfacción del familiar que no tolera la carga que un hijo desconsiderado pone sobre sus padres y familia.
Yo fui un monstruo. Cruzaba la calle para no encontrármelo, subestimaba todo su trabajo, fui indiferente a su hijo –mi sobrino- durante un año cuando nació, y en una rarísima ocasión de tragos le dije que el vínculo que a él me unía no era afectivo, sino solamente sanguíneo. Él nunca lo olvidó.
Hoy puedo decir que mi verdadera relación con mi hermano empezó cuando se formalizó su desaparición y los detalles de su muerte empezaron a ser explicados más por la astucia y tenacidad investigativa de nuestra hermana mayor que por la diligencia de las instituciones ante quienes se presentó la denuncia respectiva. Entonces tuve que asumir un papel más responsable frente a mi familia, las instancias legales, y organizaciones no gubernamentales. Mi escritura cambió para digerir lo ocurrido y presentarlo como deposición ante quienes me leen.
¿Ha valido la pena? No. Por supuesto que no. Preferiría al bribón vivo que toda esta ola de conciencia y compromiso levantada por un asesinato de asqueroso encubrimiento estatal. ¿Hemos aprendido algo? Sí. ¿Pero no podríamos haber aprendido también haciendo uso de nuestra humanidad elemental, estudio de la historia, vigilancia de nuestras instituciones, y medianas prácticas de decencia en nuestra convivencia?
Por todo esto creo que hacemos duelos diferidos. Llevarle flores a la estatua de Caldas es reconocer los talentos truncados de quienes, como el sabio, fueron fusilados por el cuerpo armado del gobierno que debe presentar resultados satisfactorios a sus superiores: personajes en el poder que han sublimado el saludable deseo sexual de la juventud por el entretenimiento salvaje y redituable de la guerra en su vejez. Reunir amigos en torno a unos tragos y la música de Nelson Pinedo es celebrar los ideales más hermosos de la vida: música, amor, fiesta, libertad.
La canción favorita de mi hermano cantada por Nelson Pinedo y La Sonora Matancera es El Mochilón, la historia de un hombre enamorado que en un sencillo fardo lleva café y panela para su viaje, el recuerdo de una mujer en el corazón, y un tamborcito para entonar un buen merengue cuando los gases de la atmósfera conviertan la implacable luz del sol en los preciosos tonos del atardecer.
FEDERICO AC. | 03.11.2KX
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Día 32. Esta es una efeméride en la media noche de Codrington. Hoy es el último día de bafleo en esta serie con invitados en homenaje a Bowie. El cierre está a cargo de la gran Gloria Esquivel (@gsesquivel):
Andrés siempre ha entendido todo más rápido. Mejor. Primero. Como cuando llegué de la universidad a mostrarle unos poemas de León de Greiff porque quería compartir con él la existencia de un señor maravilloso que era considerado poeta pero que bien podría haber escrito todo Les Luthiers, y Andrés vio algo más allá. Intuyó la resonancia propia de las palabras que de Greiff se inventaba y se llevó las manos a la cabeza —siempre se lleva las manos a la cabeza cuando algo lo impresiona, como si no pudiera soportar tanta genialidad en el mundo o como si fuera un padre de familia con un ataque de cefalea durante un concierto de Violetta—. Andrés había entendido todo más rápido. Mejor. Primero. Como cuando le dije que escribía a veces y me regaló una libreta hecha por él mismo en donde había copiado, en la primera página, un poema de Walt Whitman. Leí esa oda a las fresas y a la naturaleza como algo hermoso y usé la libreta como cuaderno de notas, pero eso no era lo que él quería decirme con su regalo. Su regalo era un llamado a celebrarme a mí misma por medio de la escritura; quería regalarme un lugar para que pudiera hacer lo que más disfrutaba sin límites ni excusas. Más rápido. Mejor. Primero. Como cuando tanteé la posibilidad de dejar la academia y dedicarme a escribir y para eso necesité irme, y él ya había ido y vuelto varias veces dejando en ese trayecto dos álbumes y tres bandas, porque ya había entendido desde hacía mucho que él quería hacer música sin más ni más. Rápido. Mejor. Primero. Como esa vez que le mostré un CD de David Bowie —Un grandes éxitos 1969-74— que había comprado por mera curiosidad en una de esas idas con mi papá a la tienda de discos y esperé a que sonaran los primeros compases de “The Jean Genie” para que él se llevara las manos a la cabeza. Y lo hizo. Y escuchamos todo el disco juntos (según su versión de la historia yo le quemé un CD y estoy segura que hice eso, pero no tanto de haberme bajado las canciones sino solamente de copiar ese Grandes Éxitos).
Mi educación musical hasta esos 18 años estaba compuesta por mucha música tropical de la que renegaba (porque la adolescencia es el momento de matar al padre), mucho neo punk y mucho Nirvana. Supongo que me acerqué a ese disco de éxitos de Bowie con “The Man Who Sold The World” en mente, sin esperar mucho, y lo que me encontré todavía me acompaña. Arañas mutantes, chicos maquillados, los fracasos de Ziggy y la historia trágica de Major Tom. En ese momento no lo pude poner en palabras, pero creo que lo que más me atrajo fue la manera en la que ese señor utilizaba la música para contar una historia que desbordaba cada una de las canciones. Estaba frente a una saga, una novela de astronautas y aliens, en donde el protagonista era él mismo. Pero no se trataba de una ópera ni de una puesta en escena. Estaba haciendo de su vida una obra literaria demente y en ese acto era completamente libre.
Entender la libertad que trae embarcarse en un proyecto creativo me tomó años de trabajo horrible en redacciones, un viaje de iniciación a la vida adulta y horas y horas de sicoanálisis. Andrés, por su parte, lo entendió primero. Solo le bastaron esos acordes para ver cómo sería su vida. Y siguió ese camino sin miedo.
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Día 31. Faltan cinco para las doce en Cochabamba. Sigue el homenaje hoy con Gustavo Gómez (@gustavomart o el hombre de "la camisa que es") como invitado:
El nombre de este blog no puede ser más acorde a la forma en que me he acercado a la música de David Bowie (y a la música en general) durante mi vida adulta: "Life with a soundtrack".
Mi primer contacto con Bowie fue hace diez años o menos, cuando estudiaba ingeniería industrial. En ese tiempo, el canal Sony pasaba un reality en el que cuatro músicos famosos pretendían escoger al vocalista de una superbanda. En un episodio, uno de los participantes cantó "Starman". Y yo duré una semana tarareando la canción, escribiendo la letra en cuadernos de cálculo o física e imaginando que yo era la persona que cantaba esa canción. Al poco tiempo, Bowie salió de mi cabeza y yo seguí en el camino hacia mi "meta" de ser ingeniero. Eso cambiaría. Años después - no recuerdo exactamente cuándo- volví a encontrarme con Bowie. Fue un tiempo en el que tuve una pequeña obsesión con las películas de crímenes. En esa búsqueda de películas sobre ese tema, vi "American Psycho". Lo que más me impresionó de ese filme, sin embargo, no fue la trama como tal, sino la canción desesperanzada que aparecía en los créditos: "Something in the air". Yo ya no era ese "joven aprendiz" de ingeniero. Era un estudiante de sociología que ya no quería ser ingeniero. La historia se repitió y durante varias semanas duré con la canción en mi cabeza.
Al poco tiempo, Bowie volvió a salirse de mi cabeza. Pero no por mucho. Un día estaba perdiendo en YouTube, buscando canciones y dejándome llevar por el azar, picando en un video, picando en otro, cuando me encontré con un Bowie que viajaba en taxi y decía tener miedo. La canción era "I'm Afraid of Americans". El video terminó, seguí buscando y volví a escuchar la que me encontré al final de la película. Y así seguí picando aquí, picando allá, hasta que recordé "Starman" y recordé lo que dice:
"There's a starman waiting in the sky. He'd like to come and meet us, but he thinks he'd blow our minds." Suficiente. Sobre todo por el nombre de su álbum, "The Rise and Fall of Ziggy Stardust and The Spiders from Mars", que por sí solo introduce una historia para escuchar ya. Además, porque ese álbum significó algo más para mí: salir de esa camisa de fuerza que es clasificar y escuchar todo según el género musical. Esas manías de joven que cree que el rock es uno solo. Que es algo inmodificable.
Ya para ese tiempo yo era un sociólogo que no sabía muy bien qué hacer con su carrera, pero que sí sabía que no hay que atarse a lo que supuestamente traza lo que uno estudia. Tan parecido eso a escuchar música.
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Día 30. Esta es una efeméride en la media noche de Halifax. Treinta invitados ya han bafleado sobre Bowie. Todavía nos quedan dos y unas "consideraciones finales". El invitado de hoy es Andrés Ortega (@ortegagomez):
Mi acercamiento a la música de Bowie fue, como para algunos de los que han escrito acá, indirecta. Y se debe a dos canciones particulares. La primera de ellas es la ya clásica versión de "The man who sold the world" realizada por Nirvana en su Unplugged. La versión, que termina con la referencia (“It was a David Bowie’s song”), me llamó la atención por los arreglos musicales, que en la versión original suenan mucho mejor.
La segunda canción que me llevo a este camino musical fue “Heroes” interpretada por The Wallflowers, a la que conocí por musicalizar la versión noventera de Godzilla, película que, creo, vio más de uno de mi generación..
Así pues, mi introducción musical a Bowie fue, como los que me han precedido en el bafleo, particular y provista del descubrimiento de un artista capaz de imaginar mundos y realidades sonoras y de transmitir sentimientos que se podían aplicar a diferentes etapas de la vida.
Pero quiero volver a “Heroes”. Para mí esa canción es inspiradora. Lo es porque creo que aquí Bowie va directo a las personas, les habla a su cotidianidad y hace un llamado a ver las cosas extraordinarias que cualquier persona es capaz de hacer en su camino. Tal vez una acción pequeña, o tal vez, dejar un huella profunda en su ser. Especialmente porque el heroísmo en estos tiempos puede ser no dejarse llevar en la locura y la rapidez de nuestros días.
Pero también, creo, es una canción que llena de esperanza sobre la posibilidad de que un día podamos cambiar algo o a alguien. Tal vez a nosotros mismos. Creo que en “aquellas pequeñas cosas” podemos derrotar miedos o problemas. Ese es el mensaje que me deja esa canción.
Se puede ser un héroe y soportar la adversidad, como de seguro pensó el mismo Bowie en los días en que salió y mantuvo su serenidad aún a sabiendas de lo que sufría. Como muchos salen (o salimos) a la calle sin saber que pasa por la cabeza del otro. Hay algo de empatía que a veces se nos olvida.
Puede esa no fuera la intención de la canción. Pero me gusta pensar sobre lo que expresé aquí: que él sabía que, así fuera por un día, podíamos ser héroes.
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Día 29. Ya fue media noche en Pereira. Y ya van todos estos días de homenaje sin pausa. El invitado de hoy es Sebastián Sánchez (@entrescu):
Vine a Medellín nada más para poder escribir esto porque en Medellín conocí a David Bowie y necesitaba ambientarme. Mentiras, no vine a Medellín a eso, pero exageremos y digamos pues que sí. El caso es que fue acá (¿qué es 'acá'?) que lo conocí. Tuve una época en que mantenía con la consciencia más bien alterada que no alterada. En esa época dormía en un catrecito en la sala del apartamento de un parcero. Salíamos casi a diario por unas cervezas que, por la ley según la cual una cerveza nunca es una cerveza, nos hacían llegar a la casa más bien fuera de nosotros y con gente más bien desconocida a seguir bebiendo t a escuchar musiquita hasta que saliera el sol. Y en ese contexto conocí a Bowie.
Escuchábamos más que todo dos canciones: “Let's Dance” y “Fame”. Yo me podía quedar días enteros haciéndole hermenéutica de hilo fino a los videos de esas dos canciones. No tengo tan poco respeto por los lectores de este blog como para reproducir eso (entre otras cosas porque no quiero acordarme). El caso es que nunca escuché por esa época la versión de álbum de “Fame”, sino una que presenta Cher (¡Cher!) para un programa de televisión en 1975. Es el Bowie más histriónico. Y entonces decía Cher (¡Cher!):
—Señoras y señores, ¡el increíble David Bowie!
Ahí se ve que está doblando, pero eso no es lo que importa. Vamos a la esencia. Todo ese glamour, toda esa elegancia, toda esa sensualidad de su perfil, todos esos movimientos controlados que parece que contuvieran ahí todos los movimientos del mundo, toda esa falsa circunspección en la mirada (“¿por qué tan serio, ome, Deivy?”). Y además está en medio de las estrellas, o de las luces de las discotecas, que para el caso vienen a ser lo mismo, y lo alumbran como aura en movimiento y cuando él no canta suena el riff de Carlos Alomar. Yo veía ese video una y otra vez como si mi vida dependiera de seguirlo viendo. Era maravilloso.
Y la vida era eso, y dependía de eso, o así se sentía. La vida en esa época era un bucle interminable en el que se repetían “Fame” y “Let's Dance” una y otra vez, y yo maravillado viendo eso tan raro.
La versión que veía de “Let's Dance” era la del video original. El video fue grabado en Sucre, corregimiento de Olaya, Antioquia, en 1983. En una cantina de allá se parchaban David Bowie y un mancito con un bajo a cantar más o menos a mediodía con la canícula en su grado más tenaz. Todo eso lo inmortalizaron en el video: cómo gozaban los viejitos; la bomba atómica de 1983; los zapatos rojos que se encontró Alejandra, mi señora, en un tierrero,con los que se puso a bailar; cuando subimos la montaña y vimos Medellín por primera vez; cuando ella, trabajando en la Oriental, y yo, trabajando en la Oriental, por las tardes, nos reconocíamos y nos enamorábamos más; cuando caminábamos Junín viendo zapatos queriendo comprar los rojos; cuando nos rebelamos contra el consumismo y dañamos los zapatos rojos; cuando fuimos libres y empezamos a salir a bailar a las montañas; cuando David Bowie tocó en su guitarrita eléctrica en el tierrero de los llanos... y yo otra vez maravillado viendo todo eso tan raro.
Las lecciones que me quedaron fueron muy sencillas. Que hay que dejar de beber, primero que todo. Pero también que la autenticidad es imposible; que hay que bailar; que hay que tener consciencia de lo cerca que tengo la muerte;que debajo de la máscara no hay nada; que la fiesta no es diversión, y que esto que hacemos, flotar de la más peculiar de las maneras, está entre lo maravilloso, lo absurdo y lo chistoso. Como David Bowie, después de esa época, cambié de look a ver qué pasaba y no pasó nada. Esto (¿qué es 'esto'?) es un permanente cambiar de look sin que pase nada.
Quiero que estos últimos días de los bafleos-homenaje a Bowie los acompañen unas de las canciones que más me gustan de él, las “it's no game”. Son dos canciones con el mismo título. Las dos las canta él mismo. Las dos tienen la misma música de fondo, aunque tú no lo creas. Las dos son muy buenas. Pero las dos son muy distintas.
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Día 28. Es media noche en Puerto Ayacucho. Sigue este homenaje a Bowie hoy con Pamela (@MLPame) como invitada:
Hay quienes dicen que los recuerdos que uno tiene no son culpa de la música. Sin embargo, a veces la música despierta unos dolores tan viejos, pero tan inmortales que lo único que se puede hacer con ella es ponerla en silencio.
Eso es "Space Oddity" para mí. Y eso se ha extendido a casi todo Bowie a lo largo de 20 años. No es que no me guste. Al contrario: mi amor por Bowie es tan grande como mi agradecimiento por su existencia, y casi tan grande como el amor que tengo por uno de los dos seres más importantes de mi vida.
Bowie fue en mi casa, con Vivaldi y Lavoe, educación emocional, musical y estética, porque no solo se escuchaba, a Bowie había que entenderlo en toda su expresión: cada cambio de “persona” implicaba un cambio significativo de sonido que debía ser -sin tecnicismos ni nada- reconocido, apreciado y querido.
No soy muy buena para dejar ir, así que prefiero escapar e ignorar. Pero hay pérdidas que no se pueden olvidar. Bowie era el refugio de mi aturdido padre después de soportar e intentar entender Pantera, Metallica o Guns ‘n’ Roses. Debíamos cantar en mal inglés cualquier cosa de Ziggy o escuchar en silencio "Ashes to Ashes", pero su favorita era "Space Oddity" y era necesario escucharla siempre.
Cuando mi papá enfermó tuve que distanciarme de Bowie. Cada vez que escuchaba "Space Oddity" yo lo veía convertido en el mayor Tom, y fue peor con "Ashes to Ashes". Pasaba mucho tiempo lleno de morfina, lejano, silencioso y dormido. Se hizo adicto para escapar del dolor. ¿Quién podía juzgarlo? Meses antes de morirse ya parecía no escuchar y si abría los ojos, los movía como si siguiera figuras que no estaban ahí.
(No voy a poner fragmentos de las canciones, imagino que el lector puede cantarlas).
Como en oleadas, Bowie va y vuelve. Siempre escuché cualquier cosa nueva que sacara, lo admiraba mucho y volvía a ponerlo donde lo había dejado. Decidió volver e irse en el peor año. No tenía derecho a morirse este año (de hecho tenía que ser el último en pie de la humanidad) y no tengo ganas de despedirme todavía de un gran amor. Me hizo llorar muchos días y fui libre para escuchar esas dos canciones en paz, pero creo que la única forma que tengo de homenajearlo es volverlo a poner en silencio.
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Día 27. Fue media noche hace una hora y media aquí. Sigue este homenaje a Bowie hoy con Pablo Martínez (@pmartinezsilva) como invitado:
Bowie Nights
I
Bucaramanga, 1992. Sábado en la noche. Nos dirigimos a “Barbarie”, el primer rock bar de esta ciudad dominada por el vallenato, la balada pop y el meneíto. Se ubica en un garaje sin uso de lo que intentó ser un centro comercial. Oscuridad cortada por un par de neones, humedad de la transpiración de los asistentes que se aglomeran. Es noche de barra libre, por lo cual me encuentro con una cerveza en la mano, como casi todos los presentes. Suena la introducción inconfundible de “Under Pressure”. El año anterior ha muerto Mercury, por lo cual una oleada de nostalgia invade el lugar, y todos desvían sus pésimas voces a lo lírico. No me atrae Queen, pero allí, en medio de ese canto chillón detecto el fraseo de Bowie. En especial ese hacia el final que dice: “Cause love's such an old fashioned word / and love dares you to care for / the people on the edge of the night / and love dares you to change our way of / caring about ourselves / this is our last dance.”
Ese fraseo es el que eleva la canción a otro nivel y la convierte en algo épico. Contemplo a mis amigos. Ellos han entendido a lo que me refiero. Esa noche me emborracho, no recuerdo cómo llego a la casa. Al día siguiente, en medio de la resaca habitual de fin de semana, entre el dolor de cabeza, se repite el fraseo, una y otra vez. Bowie entra a este playlist que se llama vida.
II
Mitú, 2002. Probablemente jueves. En esta isla en medio del mar infinito de la Amazonía, solo el Hospital cuenta con luz las 24 horas. A través del ruido de la bomba de diesel, se puede acceder al sonido de algunos canales de televisión obtenidos mediante una antena parabólica pirata oxidada. Estoy junto a Jubel, un médico en sus cincuenta años, quien se ha convertido en mi interlocutor de lecturas, música y fútbol. Lo acompaño en su turno de Urgencias, aprovechando la desocupación para discutir estos temas. Él tiene prendido un pequeño televisor que existe en el cuarto de descanso médico, sintonizado en un extraño canal de música de Chile. En medio de un cómodo silencio, inicia el video. Un Bowie impecablemente vestido de verde, entona “Slow Burn”. Estamos absortos. Elegante, inmaculado, sin un pelo mal puesto, acompañado con su voz profunda con un agudo en el coro: “Like a slow burn, leading us on and on and on / Like a slow burn, twirling us round and round and upside down / There's fear overhead, there's fear overground / Slow burn, slow burn.”
Otro fraseo. Al terminar, Jubel y yo seguimos callados. Aún le damos vueltas en la cabeza - se nota - a los cambios de la melodía, a la guitarra distorsionada, al coro pegajoso. Ambos sabemos que es algo importante lo que ha ocurrido. “Bowie es muy bueno”, sentencia Jubel. “Si”, le respondo. Esta canción se quedará conmigo. Lo sé.
III
Bogotá D.C, 2014. Es viernes. Llego de estar trabajando todo el día, cosa que hago estos últimos días para tratar de superar la crisis personal, casi existencial, que tengo hace varios meses. La casa a la cual llego tiene un soporte con un colchón, un sofá, algunos libros y la vieja grabadora. En una caja se encuentra toda la música que he ido acumulando en estás tres décadas. Hay una soledad amarrada al cuerpo y una tristeza tan triste que no hay lagrimas. Un vaso de whisky. Escarbo en la caja y encuentro el CD de Bowie que me ha acompañado los últimos años. No sé que busco, pero sé que ahí está. Pongo play e inicia el inconfundible rasgueo de “Modern Love”.
Me levanto del sofá. Mis pies inician un leve movimiento que va incrementando. Llega su voz que dice “But I try, I try”. Incremento el volumen. Para el solo del saxofón ya me encuentro bailando y gritando la canción. ¿Bailar? Bueno, no creo que baile, precisamente. “But I try, I try.” No hay nada más. Bowie me dedica esas breves frases. “But I try, I try.” Es él hablándome con su enorme sabiduría, repitiendo que hay que intentar e intentar a pesar de que no hay nada digno de creer. “But I try, I try.” Repito una y otra vez la canción. La grito. Sudo. Hay que seguir.
IV
Bogotá D.C, 2016. Es la madrugada de enero. Levanto el teléfono y hay un mensaje de ella por WhatsApp. Es corto y contundente. “Se murió David Bowie”, acompañado de un emoticón. Solo atino a contestar: “Oh”. Salto al computador y confirmo la noticia. “Es verdad”, me digo como en uno más de mis interminables monólogos. Siento un vacío bien adentro. En YouTube repito canción tras canción, incluso las que se conocen de su lanzamiento reciente. Suena “Rebel Rebel”, “Something in the Air”, “Heroes”, “Ashes to Ashes”, “Let´s Dance”, y muchas otras.
Pienso en él. Joder. Me viene a la cabeza lo que siempre viene cuando se siente la cercanía de la pérdida. Hay que vivir, hay que amar, hay que ser feliz. La existencia se nos va, y no logramos convertirla en la obra de arte que debería ser.
Quiero correr a donde ella. Abrazarla. Besarla. Decirle todo lo que Bowie me enseño a través de sus canciones. Rápidamente.
Hasta pronto, David. Gracias por tanto.
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Día 26. Es media noche en el cosmódromo en el que me tengo que ir a dormir ya. Sigue este comprometido homenaje a Bowie (incluso cuando "no hay garantías"). El invitado de hoy es Andrés Ibagón (@ibaguetas):
“I will sit right down, Waiting for the gift of sound and vision And I will sing, waiting for the gift of sound and vision Drifting into my solitude, over my head.”
Antes de todo quisiera dejar claras dos cosas. La primera, agradezco a Paola, no sólo por dejarme ser participe de éste bello ejercicio, sino por amablemente aceptar mi autoinvitación a él. Gracias de verdad. Y la segunda, reconozco que a pesar de que en un principio me planteé este bafleo como un espacio de recuperación de anécdotas valiosas, interesantes, emotivas y sorprendentes (casi de la misma manera maravillosa en que lo hicieron todos los que han aportado a esta noble causa), no logré en ninguno de mis intentos vincularme a esa idea y pido excusas. Sospecho que podría deberse a que cada uno tiene maneras distintas de acercarse al mismo hecho, y en mi caso aún no logro hacerlo de una manera no lacrimógena.
Hechas las aclaraciones, quisiera entonces compartir algunas sensaciones. Es realmente complicado contemplar la idea definitiva y tajante de la muerte, sobre todo si esta ronda en apariencia a lo lejos, pero a la vez se siente tan contigua. Nunca estaremos listos del todo para recibirla de una manera por lo menos tranquila-
Eso sí, está más que claro que a pesar de ser inevitable y mayormente sorpresiva, la muerte está y estará siempre al acecho, incluso para aquellos seres extraños, únicos, heroicos, misteriosos e irrepetibles que algún día elegimos para acompañarnos hasta que llegue nuestra hora. Entre esos, si David Bowie no era el más brillante de todos, haría falta un examen de conciencia colectiva más que juicioso.
Ahora muchos vivimos casi que la sensación de haber perdido algo grande internamente, algo que pensábamos eterno, de esas cosas que no vuelven, y por eso pesan y duelen aún más. Sentimos que incluso buena parte de eso que llaman “futuro” se fue con él, porque casi siempre su nombre lo asociamos con esa idea. Porque eso era él principalmente: futuro.
A él le llegó su día, ese al que todos de ahora en adelante vamos a recordar con tanta fuerza y furia que no sabremos diferenciarlas del todo. Ahora durante los años siguientes nos rondará casi la misma sensación tremenda de aquel día. Será inevitable. La impotencia de saber que no era mentira la nefasta información de aquella madrugada, que justamente ésta vez no era una artimaña de algún mozalbete de la red queriendo un poco de atención.
Tampoco vamos a poder olvidarnos de esa extraña sensación de no lograr levantar del todo la euforia de recordar su natalicio y casi que instantáneamente tener de frente la mirada de la muerte. Es casi una resaca.
Nos queda el consuelo de su infinito brillo y obra, esa que no tuvo reparo en desarrollar casi hasta su último aliento porque, más allá de ser el artista más grande de la tierra -y el miembro mayor de la realeza de Marte-, David Bowie fue también el más generoso de todos. Brindemos por eso, felices o tristes, pero no dejemos de hacerlo.
------------------------------------------------------------------------------------------- “Cualquiera que se interese por la música debería interesarse también por David Bowie”.* -------------------------------------------------------------------------------------------
* Cita del libro que reconstruye, por medio de entrevistas, buena parte de los pensamientos de Gustavo Cerati entre 1982 y 2010. Cerati en Primera Persona de Maitena Aboitiz, Ediciones B, Buenos Aires, Argentina. 2012.
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Día 25. Es media noche en Medellín. El invitado de hoy a baflear en el homenaje a Bowie es Mateo Uribe (@muribec):
Aún sin haber escuchado ninguna de sus canciones elegí participar en este homenaje a Bowie. Al menos eso era lo que yo creía. Inicialmente pensé que era una oportunidad para ponerme al tanto, escuchar a un nuevo artista, descubrir lo que tantos llevan años disfrutando. La idea era darle play en Spotify, abrir un documento en blanco y empezar a escribir lo que fuera pensando. Y en parte eso es lo que estoy haciendo justo ahora. Sin embargo, en el tiempo que transcurrió desde que me ofrecí para escribir el bafleo de “nunca había escuchado detenidamente a Bowie hasta que se murió”, me di cuenta de que había estado mucho más expuesto de lo que creía a su música. Su influencia es tan grande que, incluso sin que lo notara, ya había tenido contacto con su arte.
Imagino que (no he leído ninguno todavía) los demás homenajes de esta “saga” recuerdan momentos personales e historias en las que la música de Bowie fue un elemento principal. Tal vez algunos relatan la forma en la que descubrieron ciertas canciones. Probablemente fue en casetes o discos de vinilo. Regalados o transmitidos por algún familiar o amigo. Paradójicamente, mi descubrimiento de Bowie es más bien perezoso: me enteré por Twitter que había fallecido, eso despertó mi curiosidad y ahora lo escucho en streaming sin haber grabado un casete o salido de mí casa a comprar un disco.
Los tiempos han cambiado mucho y no faltarán los nostálgicos que le atribuyan a la facilidad para acceder a la información efectos nocivos en la motivación e iniciativa de las personas. Un debate similar ronda la industria musical desde que los computadores permitieron extraer pedazos de canciones terminadas y usarlos como ladrillos para componer nuevas canciones. Los populares samples son para algunos un símbolo de lo facilista de la industria. Para otros representan, en cambio, la posibilidad de inspirarse en obras de terceros para crear algo nuevo y al tiempo hacer un homenaje. No creo que algún artista utilice samples de alguna canción que desprecie.
¿Qué tienen en común Vanilla Ice, Puff Daddy y Alesso? Aparentemente no mucho. Pero los tres samplearon canciones de Bowie! Nunca antes (hasta hoy) había escuchado "Heroes", pero Alesso le da créditos a Bowie y a Eno en su éxito del EDM “We could be”. Con seguridad conocía Ice Ice Baby, aunque no tuviera la menor idea de la existencia de "Under Pressure". Me gusta mucho "Been Around the World", la canción de Puff Daddy con Notorius BIG que usa un sample de "Let’s Dance". También Jay Z ("Takeover"), Lady Gaga ("Fancy Pants") y The Chemical Brothers le han rendido homenaje a David Bowie a través de sus canciones. Me enteré después de que como productor, Bowie es el responsable de "Walk on the Wild Side" de Lou Reed.
Así que ya había escuchado a Bowie antes y yo no tenía ni idea. Por lo que he alcanzado a leer, él se caracterizó por adaptarse y reinventarse. Tuvo durante su carrera múltiples facetas que eran, en últimas, expresiones de una gran creatividad y una búsqueda personal a través del arte. El boom del sample ha servido para beber de esa vitalidad y entregar un poco de su magia a desprevenidos como yo que pensaban que nunca lo habían disfrutado.
Addendum 1: Superbowl L. Comercial de Audi. Una canción. No me pregunten cómo pero supe inmediatamente que era de Bowie. No la había escuchado nunca pero la busqué y me pareció bastante buena: "Starman". El comercial es muy bueno en general y la canción es bastante apropiada.
Addendum 2: Ya había escuchado "Space Oddity" interpretada desde el espacio por Chris Hadfield.
Addendum 3: De los álbumes que he recorrido hasta ahora mi favorito es Blackstar. Esto debe ser algún tipo de herejía entre los fanáticos de Bowie “de toda la vida”.
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Día 24. Sí. Ya llevamos todos estos días consecutivos de bafleo. Es media noche en San Juan y hoy el invitado es Rod Ávila (@indierod):
Marcel Proust y James Joyce se conocieron en la madrugada del 19 de mayo de 1922 durante una humilde merienda en el Hotel Majestic de París en honor a Igor Stravisnky que estrenaba su más reciente producción Renada en el Teatro de la ópera, del cual tuvo que salir casi en tanqueta unos años antes por la chichonera de la turba guabalosa de los depauperados vecindarios de St. Germain y el Boulevard Haussmann enchichada por sus controversiales puestas en escena. La pareja británica de esposos Sydney y Violet Schiff se bajaron de unas luquitas para gastar el convite al que también invitaron a Pablo Picasso ya que su modesta aspiración era reunir a los artistas vivos que en su opinión eran los máximos representantes de sus disciplinas. Hoy, viendo en ese espejo retrovisor que es la historia, la sentencia del matrimonio no pudo ser menos precisa.
Sin embargo los resultados del agasajo no fueron afortunados: Joyce guapachosamente se presentó para el café con media docena, quizá dos medias docenas, de guarilaques de ventaja por lo que su amena conversación iba en cursiva y con una gramática tres rayitas mas ingeniosa que la que se sacó de la chistera para “Finnegan´s Wake”. Por su parte, al oriundo de Illiers, y fundador espiritual de Combray le falló el tino con un cepillazo al decir que el cuate Igor era una Beethoven ruso. Después del heroico lambetazo, Joyce, que dormitaba como celador de EPS en turno de noche, se despertó no sin antes tronarles los tímpanos a la muchachada con un ronquido ballenero. De allí en más la noche se fue en pérdidas. Existe media docena de versiones acerca de lo que hablaron Joyce y Proust sin que se sepa realmente de qué parlotearon: en lo que sí coinciden todas las versiones es que no fue ni de madalenas ni de epifanías.
Adelantando el rollo a diciembre de 1971, David Bowie publica en “Hunky Dory” su canción “Song to Bob Dylan”. Dylanistas y Bowielógos todavía debaten si se trató de un hommage o un vainazo:
“Oh hear this Robert Zimmermann
I wrote this song for you
About a young man called Dylan
With a voice like sand and glue
His words of truthful vengeance
They could pin us to the floor
Brought a few more people on
And putt he fear in a whole lot more.”
Tal como en la anécdota de los dos escritores que aparecen en todos los libros de texto pero que nadie lee porque "Z0L0 Game of Thrones L0K!" hay un par de versiones acerca de lo que pasó y de porqué dos de los músicos más "oosooom dud!" de la septuagenaria historia del rock n’ roll parecieron llevarse en la mala. Por el lado del hijo de Duluth no sorprende que se rayara ya que desde sus años juveniles fue sabido que su sociabilidad era inversamente proporcional a su habilidad como compositor, pero por el lado del criado en Brixton sí sorprendía esa visceralidad.
Por un lado es sabido que Bowie tuvo como principal influencia a Dylan y que, siguiendo a su ídolo, bien pudo emularlo de la manera en que Dylan quiso pagar tributo a Woody Guthrie con “Song to Woody”. Claramente lo de Bowie sonaba mas a cantaleta que a deferencia, y es que al parecer Bowie conoció a Dylan en Inglaterra en años previos y quizá lo que esperaba que fuera el comienzo de una bella amistad terminó con bombos destemplados tal como la infame anécdota del encuentro de Marcel Proust y James Joyce que traje a colación al principio de esta gansada.
Un indicio de lo que pudo pasar, no tanto como la verdad sino como la verdad a medias, a medias de aguardiente, es la cacareada entrevista que diera Bowie a la revista Playboy realizada por Cameron Crowe en septiembre de 1976 en la que el entonces reportero - luego director y hoy en día mejor que esté lejos de una cámara porque ah móndrigo que se volvió – le preguntó por su relación con Bob Dylan que fue de dominio público fría, cuando no mala de plana, y del rumor que había partido en un viaje a Europa junto con él. Mr. Jones, que en aquella época disfrutaba más de lo debido de la exportación no tradicional más conocida de nuestro subcontinente, no edulcoró su resquemor y sin muchos ambages espetó: “Vi a Dylan en NY siete, ocho meses antes. No tenemos mucho de qué hablar. No somos grandes amigos. Pienso que me odia, de hecho.”
Bowie, entre muchos atributos de su persona, fue notable por su afabilidad y en especial con colegas: su amistad con Bruce Springsteen, Lou Reed, Iggy Pop, Brian Eno, John Lennon, Mick Jagger, Dave Stewart y así la lista sigue con todo el Sanedrín del pop sin mencionar sus sociedades con Trent Reznor y su patadita de la buena suerte a Placebo, Arcade Fire y TV on the Radio. Sorprende pues la acritud de su trato con el que fuera su propio héroe de adolescencia, pero estas cosas pasan. Al parecer los talentos más elevados son tan susceptibles a la veleidad tal como nosotros los mortales desaboridos.
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Día 23. Hora local en Melbourne: 12:00am. Sigue este feliz homenaje hoy con el ingeniero doctor Juan Ramírez (@egolaxista_) como invitado:
Ser un adolescente es de por sí una actividad llena de drama hiperbólico. Ser adolescente en una ciudad intermedia, con más tendencia a villa que a ciudad, es además un acto histriónico. Desde que se descubre que la respuesta a cada pregunta está en ese objeto del deseo sexual, uno decide qué papel interpretar con miras a lograrlo.
Yo opté por hacerme el poeta. Básicamente porque no tenía ningún talento y principalmente porque era el que menos ropa pesada exigía usar. El uniforme de filósofo consta de una camisilla interior y un jean irrompible que pasa tan desapercibido que se puede repetir incansablemente sin temor al juicio, y eso en Pereira, con su calor iracundo y su humedad de colegiala viendo a Marcelo Cezán, se agradece desde el alma.
Resulté mejor producto que poeta, así que logré crear una recordación en los mentideros literatos de la ciudad. Poco a poco me fui convirtiendo en un ser unidimensional que jugaba deleitar a los sarcásticos de turno con sus textos escolapiamente incorrectos y métricamente satánicos. Escribí el mismo verso desgastasdo de formas diferentes, con juegos semánticos y rimbombancias descrestantes que hacían las delicias de la cohorte pseudointelecutal de una ciudad de traquetos de cine club y matemáticos de fonda.
Y así podría haber estado in saecula saeculorum pues poco es tan fácil como sentirse una estrella en medio de la debacle humana y la lisonjería de la mediocridad.
Una noche cualquiera de esas nefastas y asexuales juergas poéticas, después de un par de cervezas y mucho más Derby del que debía fumar, me entretuve escuchando a quien un par de años atrás había descubierto como David Bowie. Mi “dealer” musical me había prestado el LP homónimo de Bowie y yo estaba pasándolo a uno de esos hermosos TDK de 60 minutos que luego marcaba con horrenda caligrafía pero con hermoso afán de orden y clasificación. El disco en sí me pareció refrescante y revelador, y como el neófito amante del rock progresivo que era entonces, lo escuché de corrido varias veces. Hice un énfasis especial, casi psicótico, en la canción que encontraba más hermosa y significante: "Cygnet Committee".
Esas estrofas disonantes, alargadas y casi forzadas me cautivaron de inmediato. Más que cantar, Bowie parecía confesarse ante sí mismo. La armonía y los cambios eran el tapete perfecto sobre el que descansaba esta prosa flagelante que hacia el final se convertia en un juego de clamores obsesivos. “And I want to believe... And we want to believe... And we want to live... We want to live... I want to live... Live”
Algún tiempo después, con el mismo dramatismo de la adolescencia, decidí terminar con ese personaje peri-patético que había creado, el Vate de la P. Acabé con la rebeldía versolibrista del revolucionario de sofá. Parafraseando a Eco, decidí convertirme en espectador inteligente ya que no podría ser protagonista.
Podría hacerme un Martín Palermo ante River y decir que "Cygnet Committee" fue una epifanía que marcó mi decisión y que justo en ese momento revelador entendí que debía liquidar al poeta para convertirme en mí mismo, pero hace rato terminé también con la grandilocuencia teatral. Cygnet fue más un catalizador que me permitió entender que era el momento de dejar de divertir a otros y empezar a divertirme a mí.
Muchos años después, frente a mi pelotón de fusilamiento, comprendí que "Cygnet Committee" era en parte la forma en que Bowie se rebeló frente a la horda de poses y “revolucionarios” que le rendían culto sólo por ser él. Qué hermoso que esa canción me siga acompañando todavía.
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Día 22. Es media noche en mi no natal Lima. El invitado de hoy es Omar Pereyra (que no tiene Twitter y así vive contento):
Originalmente titulada “He Was Alright (A Song For Marc)”, la canción es un homenaje a Marc Bolan de la banda T. Rex.
Lady Stardust es también otro de los alter egos de David Bowie, pero el alter ego trágico. Es la superestrella en su momento de aparición, cuando la gente lo ve por primera vez, maquillado, disfrazado, y se ríe como diciendo “¿Y este?” (imaginen la cara de la gente cuando estaban apareciendo las bandas Glam). Pero el cantante tiene confianza en su arte, sabe lo que tiene, y al empezar a cantar deja a todos atónitos. A diferencia de Ziggy que es la superestrella consolidada, Lady Stardust está en el camino al ascenso, pero su carrera queda truncada. Lady Stardust de alguna forma es un homenaje a todos los músicos: a los que no brillaron, a los que tuvieron un momento de fama, a los que murieron jóvenes. Todos tienen en común que estaban convencidos de que lo suyo era la música y de que su lugar era el escenario.
Bowie es la gran estrella que hizo todo el recorrido. Bowie fue Lady Stardust, fue Ziggy, fue el Duque Blanco, fue Major Tom, fue Aladdin Sane, fue Jareth el Rey Goblin, fue Poncio Pilatos y muchos otros (ahora sabemos que es también la Estrella Negra). Fue mimo, cantante, escritor, productor, actor, pintor y varias cosas más. Lo que hizo mejor fue hacer música. Lo hizo por varias décadas, y cada cierto tiempo daba la pista para empezar un género nuevo. Bowie como compositor-cantante es de una dimensión e influencia comparables a las de Bob Dylan, Elvis Presley, Lou Reed, Serge Gainsburg, Johnny Cash o Bob Marley. Pero de estos, ninguno es o fue tan camaleónico y abrió tantos caminos como lo hizo David Bowie.
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Día 21. Es media noche en Brisbane. El invitado de hoy al homenaje a Bowie es Federico Arteaga (@MantisMatsuri):
Bowie, tú y yo
A los que nacimos cortos de imaginación se nos da muy bien citar de memoria a los que les sobra creatividad. Por eso recuerdo ahora a David Foster Wallace en su inmortal discurso “This Is Water” cuando dijo que "en mi experiencia, todo hecho y todo acontecimiento ratifica mi creencia irreducible de que yo soy el centro absoluto del universo". Piénsenlo, ¿Qué historia podemos referir con propiedad en la que no seamos los protagonistas? Por eso este escrito, con la ocasión de aglutinante de David Bowie, tiene que ver más conmigo y menos con lo poco que conozco del mundo.
Soy el hermano menor de una camada de tres, y tuve la fortuna de que los gustos musicales de las adolescencias de mis hermanos chorrearon sobre mí como agua bautismal. Cuando mi hermano y yo vimos a David Bowie en televisión, él me dijo que el artista había tomado su apellido de un tipo de cuchillo de caza, que realmente se llamaba Jones. Ese dato se quedó conmigo los muchos años de niñez y pre-adolescencia en que no podía nombrar ninguna de sus canciones.
Lo que recuerdo hoy, pasados ya los años de la rigidez en mis gustos musicales y en los que la selección aleatoria de mi iPod pasa de Iggy Pop a Lisandro Meza sin dársele nada, es el asunto del nombre sacado de un cuchillo de caza.
Me siento muy identificado con el asunto de decidir que mi nombre es aburrido y lo voy a cambiar. Yo no soy Jones, soy Bowie; el que vence a Goliat está cansado de la honda y se va cuchillo entre dientes a despellejar al gigante para ponerse su piel y poder cruzar el frío del Cáucaso sin morir de frío.
Yo también he cambiado de nombre –aunque sin alcanzar la fama-. El que uso en Twitter viene de mucho antes que las redes sociales. Mantis Matsuri es el protagonista de una serie de doce cuentos en los que me deshago de otro nombre de mi adolescencia para poder crecer. Es una historia de un intimismo insufrible, pero dudo que alguna persona que escriba, por placer o por profesión, disfrute todos los textos que ha producido hasta el momento y asegure que todos tienen un valor relevante en cualquier instante.
Cuando pienso en las transformaciones de David Bowie pienso en las mías, a las que he dado sus alas más anchas en cuentos y poemas. Pienso en The Thin White Duke y pienso en Asmodeus Cama, una versión que tuve que desarrollar para vencer el miedo a vivir. Pienso en Ziggy Stardust y veo a Ishmail Sundarban, uno que en otra época solo buscaba expandir su conciencia por todo el universo solo para poder acercarme a quien estuviera a mi lado. Pienso en Aladdin Sane y veo en el espejo retrovisor a Virginia Sandstorm, la mujer que salió de mi piel con la voz de un ruiseñor dormido y me enseñó a escapar del hambre y la soberbia.
Puedo hacer estas comparaciones sin orgullo ni humildad gracias a una lección que nos dejó el mismo David Bowie, el hombre que vino de las estrellas. Somos millones los que hemos lamentado su muerte mientras que cuando ocurra la mía, apenas si saltará la aguja de algún tocadiscos y la música continuará llenando el espacio. El consuelo y/o el desamparo que nos hace hermanos es que él y tú y yo estamos hechos de los mismos 8 elementos químicos que dan forma a las galaxias, al mar, a la nieve, al centro del sol. Su nacimiento, el tuyo, y el mío así como su muerte, la tuya, y la mía son tratadas por el cosmos entero con la misma indiferencia benévola.
Las escalas de tiempo para Bowie, para ti, para mí, y para el universo son tan relativas que es casi una broma llevar la cuenta. Puede ser la misma hora en tu asiento y en el mío, pero tú y yo nunca estaremos viviendo el mismo momento a no ser que nos besemos con los ojos cerrados. Lo que sí es definitivo es que el tiempo, aunque relativo, es innegablemente limitado. Las múltiples transformaciones de Bowie, las tuyas, y las mías nos demuestran a cada momento que una habilidad de supervivencia que debemos cultivar y atesorar es la capacidad de tener cualquier idea. Si bien no las llevaremos todas a cabo por barreras morales, logísticas, o de otra índole, ser capaz de pensar en lo que sea es una herramienta salvadora.
Nunca he tenido un álbum de David Bowie en formato físico ni conozco el orden de su discografía, pero cada vez que lo escucho siento que su música no sale solo de los parlantes, sino que también viene de mi interior.
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Día 20. Es media noche hace tres días. El invitado de hoy al bafleo en homenaje a Bowie es Daniel Jiménez (@danieljq):
Antes de la música estuvo el silencio y antes del silencio estuvo esa mirada. La dureza de los ojos y todas las sutilezas alrededor: el color de la piel, el contraste de tonos, esa seducción fría, la marea de sus manos en la portada de Heroes fueron mi primer convencimiento místico. A los 8 o 9 años la vi por primera vez en una postal en el Teatro Matacandelas y, sin recordar cómo se llamaba ni quién era, durante años quise imitar ese movimiento. Esa imagen se calcó en mi cabeza y ahí se quedó incubándose hasta que un día la volví a ver en la televisión. Ahí supe que la fotografía en blanco y negro que tanto me había gustado tenía como protagonista a un señor llamado Bowie. Y supe por primera vez de sus canciones para entender que esas manos apuntaban a una dirección de ritmo y melodía. Y me obsesioné. Quería escucharlo, saber más de él, pero en el principio más lejano no sabía dónde encontrarlo. Y así pasaron años de sospecha y otros descubrimientos, hasta olvidarlo.
Un corte a negro y tiempo después, un día del 2007 comencé a trabajar en la radio de mi universidad en Armenia. Llegué para reemplazar a un amigo que se había enfermado para no volver. Me regalaron un curso rápido para saber jugar con los mandos de control, los micrófonos y los computadores que hacían que todo funcionara. Nunca antes había puesto a rodar un LP y no sabía poner ni quitar una aguja sin creer que todo iba a terminar en un desastre. Pero me echaron al agua y aprendí. Me encargaron una misión simple: la programación del domingo al final del día.
Durante cuatro meses me la pasé ahí de 8 de la noche a 2 de la mañana. Cada semana, con puntualidad peregrina y voz sobreactuada, anunciaba dos o tres cosas de interés para la universidad y daba la bienvenida a quien sea que estuviera escuchando esa radio que cubría todo el Eje Cafetero, el sur de Antioquia, Chocó y el norte del Valle. Con la única excepción de un programa de zarzuelas, era un horario en el que no había programación fija, en el que nadie llamaba a pedir nada y en el que, en resumen, podía poner a sonar lo que quisiera siempre y cuando no me saliera de la colección musical que poseía la universidad. Lo más común por aquel entonces era que, quienes estaban detrás de los mandos, se desconectaran de toda responsabilidad seria y pusieran una lista horrible de enlatados de ambient de ascensor y supermercado. Al desmadre, podían sonar de veinte a cuarenta canciones seguidas de Ray Conniff, Enya o Clayderman y, mientras tanto, el que estuviera detrás de ese infierno se dedicaba a chatear o a fumar para matar el tiempo de ese horario infame. La depresión común del domingo ganaría cualquier guerra con esos aliados.
Aterrado, me negué a seguir la corriente y comencé a programar en contravía. Al principio hice lo fácil, busqué en la colección de mp3 en los computadores del estudio de emisión y compartí mis enamoramientos repentinos con Radiohead y los Talking Heads. Acumulaba victorias mínimas: un día logré hacer una transición exitosa entre “Biko”, de Peter Gabriel, y una “Vienna Calling”, de Falco, para cerrar con uno de esos popurrís satánicos de Yma Sumac y un espasmo de Isoleé. Con una audiencia principalmente sobre los 50 años, según las estadísticas de la época, siempre me preguntaba por la reacción del que estuviera escuchando esa lista de canciones, un domingo bien entrada la noche después de misa, y cómo podía sumarle al espanto y el desconcierto con mezclas tan insolentes para la programación habitual.
Y así exprimí la por entonces tímida colección digital de la emisora hasta que, una noche de septiembre, tuve que recurrir, para evitar repetirme y aburrirme, a la olvidada colección de LPs que nadie revisaba por pura pereza, por evitar el polvo y por desconocimiento. En una habitación se acumulaban alrededor de 400 discos que nunca habían sido catalogados. Un primer vistazo dejaba ver una insólita colección de flamenco y un derroche de música andina. Eso espantaba a cualquier cabeza inquieta por clásicos de culto. Sin embargo, los ya viejos directores de la emisora (respetables estatuas mayores de 70 y aficionados al canto lírico) le daban la espalda a una parte de la colección a la que rodeaba un mito que entusiasmaría a cualquiera, menos a ellos: se decía, por esos días, que una esquina de esa bodega tenía un muro de cajas que había llegado varios años atrás como una donación secreta de la familia de Carlos Lehder, el tristemente célebre mafioso que hizo parte del Cartel de Medellín. Ese Lehder era conocido por sus excentricidades e intensa personalidad. Y había algo que lo ponía fuera de la órbita del mafioso más tradicional: su tremenda obsesión por el rock. Había rumores descocados y verdades sabidas alrededor de él y esa pasión. Como el de aquella vez que secuestró a Ringo Starr para encerrarlo durante una semana larga en su isla en el Caribe. O la vez en la que contrató a una banda archiconocida (¿Rolling Stones?, ¿AC/DC?, ¿Aerosmith?, el mito siempre mutará según la cantidad de tragos que tenga encima quien lo cuente) para un concierto privado en La Posada Alemana, su hacienda a las afueras de Circasia, el pueblo más triste del Quindío. Se creía, entonces, que algunos de los LPs de su colección personal habían ido a parar a la emisora de la universidad después de pasar de mano en mano y por la nerviosa vocación de una familia que quería deshacerse de cualquier legado del narco más alternativo. Lo más seguro era que todo fuera un chisme redondo, de los más torpes, y lo más probable es que esos disco llegaran ahí como herencia de alguien, de un cualquiera menos comprometido con la épica que se había dedicado a regalar cualquier equipaje de sobra en su vida.
Entonces, esa noche de septiembre, después de dejar una lista de canciones aprendidas y programadas, decidido a ponerle cara al polvo de ese Himalaya de discos, entré a esa bodega a abrir cajas para ver qué se guardaban los jefes de la emisora. Y ahí, muriéndose de silencio, toqué un pequeño tesoro: la discografía completa del mejor Pink Floyd, todos los 60s y 70s de los Rolling Stones, el London Calling, el Transformer, The Stooges, Joy Division, Brian Eno y Harmonia. Y claro: Bowie, diez veces las muchas caras de Bowie. Y entonces, enmarcado en esa fotografía de Masayoshi Sukita, el disco que tanto me había buscado y que se me había perdido en la imaginación. Lo tenía en mis manos y podía pesarlo. Pude doblarlo y rasgarlo y emocionarme como pocas veces me había emocionado. En una reacción inmediata, corrí hacia el estudio de emisión, abrí el LP, limpié las agujas y paré cualquier otra cosa que estuviera en reproducción para ponerlo a sonar, quién sabe después de cuántos años de estar aislado en cajas. De principio a fin.
Esos días se van a quedar en mi cabeza como los días más confusos de la vida que he vivido hasta ahora. Estaba descosido: mi primer novio había muerto unos meses atrás en un accidente de carro. No me entendía en las calles de esa ciudad y los pocos amigos comenzaban a huir a otros lugares. Estaba terminando la universidad y me angustiaba el tiempo libre en el que solo planeaba mudanzas imaginarias a cualquier esquina del mundo. No sabía qué quería hacer con mi vida. Tenía un huracán de ruido blanco en mi cabeza y ese álbum se convirtió en mi escampadero ritual todos los domingos, en mi amuleto y burbuja de descubrimientos y muchos silencios para pensar y aprender sobre mí mismo, una brújula para mi ruido interior, una oscuridad incendiada.
Durante los siguientes tres fines de semana que me quedaron en esa emisora, comenzando siempre a las doce de la noche y hasta llegar al respiro de la última canción al filo de la una de la mañana, el Heroes de David Bowie se convirtió en un guiño salvavidas. “Beauty and The Beast” era un empujón para despertarse y sacudir los parlantes de esa radio adormilada. La bocanada de la canción que da título al álbum, con esas capas de ruido inventas por Brian Eno y esa voz dulce que cabalga hasta hacerse un grito desesperado, era una confirmación de la urgencia de estar vivos. “V-2 Schneider” y “The Secret Life of Arabia” eran las enigmáticas batidas de ritmo que seducían por su potencia, una cátedra de sonido. Pero de las diez canciones del álbum, siempre había una sola que me inmovilizaba y me obligaba a mirar con serenidad esa mirada extraviada de Bowie en la portada: “Sons of Silent Age”.
"Don't walk... they just glide in and out of life. They never die... they just go to sleep one day."
Esa canción se transformó en la marca de esos días. Cantaba acerca del desconcierto y de la especie de la que me sentía parte. Y creía entenderlo. En los tres minutos largos de esa canción estaba el catálogo de las distintas voces del Bowie que más aprendí a querer: el que lee ideas, el que grita, también el crooner. Esa canción fue el enamoramiento con el que aprendí de él, el que me llevó a convencerme de que podía conocerlo más. Y ahí, después de todos esos años, pude conectar todo lo que decía en mi memoria aquel primer encuentro con esa primera mirada que le conocí, lo que me había cautivado: la persistencia sutil del silencio, la elocuencia de lo que se puede decir solo con la dimensión de una mirada y el cuerpo. La música congelada, más allá.
Al día de hoy, después de aprender de toda su discografía y después de volverlo una de las orillas más importantes de mi imaginación, recuerdo mi relación singular con esa canción y cómo me vi retratado desde el molde anímico de su letra. Su música estuvo ahí para imponerme al ruido y esa canción fue la primera invitación a avanzar. Y mirar con esos ojos. Y abrazar con satisfacción el riesgo de convertirme en silencio.
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