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Mate con sabor a Tequila
“¿De dónde eres?” Me habían preguntado el primer día de colegio en Argentina.
Me habían arrancado de la cama de mi infancia, a los diez años, para ponerme en mi adolescencia en otro país con costumbres totalmente diferentes que, en aquel momento, no sabía que me pertenecían.
Aquel día fui el centro de atención de treinta niños que, curiosos, me envolvieron en cariño y preguntas: “¿De dónde sos?, ¿cómo hablan allá?, ¿de qué equipo sos?, ¿viniste solo?, ¿extrañás?” En aquel momento, no sabía lo que significaba extrañar, pero rápidamente me integré y me quisieron por mi particularidad. La similitud de idiomas ayudó mucho y fue así que me bautizaron “El Mexi”…
Mi adolescencia se desenvolvió como la de cualquiera. Durante un tiempo me amoldé a mi nuevo hogar e hice amigos, cambié las “piscinas” por “piletas”, el “aguacate” por “palta”, el “maíz” por “trigo” y el “que pedo güey…” por el “che boludo…”
Cuando necesité forjar mi identidad, me aferré a mis diferencias y me enorgullecí por ser méxicano. Ame a mi tierra a la distancia y siempre me pregunté qué hubiera sido de mi vida si hubiera crecido donde nací. En mi alma una batalla de pertenencia se enfrentaba cada año, entre integrarme y mantenerme fiel a mi sangre. Atravesé la etapa donde las diferencias se convierten en motivo de burla y busqué entonces camuflarme más entre los futboleros y los mates. Acomodé mi acento al ritmo y cadencia del porteño y cada vez más fui pasando desapercibido. Pero siempre algún buen oído encontraba que en mis palabras se me escapaba un “cielito lindo”. Entonces rápidamente surgía el tema y yo respondía con orgullo: “Soy mexicano”. Después de esto, surgía una conversación de preguntas y respuestas que yo ya tenía estudiada y memorizada. Tenía un repertorio de respuestas que, dependiendo del interlocutor, elegía de acuerdo a si quería tener una conversación profunda o solamente salir del paso.
El tiempo me puso a México delante y me dí cuenta que mis recuerdos habían crecido y no había sido testigo de ello. Ya no me pertenecían y los dejé ir. Trabajé y disfruté pero siempre me sentí un méxicano en Argentina, aunque ya no podía diferenciar qué parte de mí pertenecía a cada cultura.
La madurez me trajo la pregunta: ¿Dónde quiero vivir? Pero también me trajo un amor. Fue así que cambié nuevamente el rumbo y esta vez fui yo quien salió, por decisión propia, de mi cama en Buenos Aires para atravesar todo el Atlántico y comenzar mi tercera vida en la ciudad de las paellas y las artes. Hice una maleta pequeña, iluso de que podía dejar todo atrás y que extrañar no estaba permitido.
El comienzo en Valencia me envolvió en trámites y anhelos que se enfrentaron ante un ritmo de realidad distinta a la deseada. La quietud me invadió y pronto, como el agua que emerge del pozo y después de unos años, una pelota de sentimientos se hizo notar en mi pecho. El desapego se había transformado en añoranza y recordar estaba permitido.
Hoy cuando me veo rodeado de un grupo de personas, no escondo mi acento y hablo con el ritmo y cadencia que las palabras vienen a mi boca y enseguida me preguntan: “¿Tú, de dónde eres?”. “¿Yo?, argentino, aunque el día de muertos también lo celebro”
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