Tumgik
Text
El dolor de la tinta
El pescado no siempre huele mal. Comprendí esto cuando iba a la pequeña pescadería situada en la calle detrás de la que yo vivía. Un establecimiento de barrio al que daba el sol prácticamente todo el día. Desde la calle podías ver que había dentro a través de las paredes de cristal y la entrada delimitada con cortinas de hilos de plástico rojo y azul. Las paredes eran de baldosas similares a las que se encuentran en los baños o las cocinas. A partir de la mitad se convertían en fotografías en blanco y negro de escenas pesqueras o del mar. Al fondo se encontraba la zona donde se colocaba el pescado fresco. Una masa de hielo picado cubría toda esa barra, pero ya no quedaba nada. El pescadero siempre nos llamaba por la mañana a eso de las ocho para decirnos que había traído aquel día. Si no nos llevásemos bien con el y fuésemos a comprar a las nuevo o diez ya solo quedarían cuatro sardinas y algún calamar. Cada mañana Antonio iba a la lonja a comprar el pescado que se había cogido esa misma noche, por eso los lunes no abría, porque los domingos por la noche no se sale a la mar. Tenía nuestro pedido preparado en una de las neveras. Cuando llegué lo va en la puerta fumando un cigarrillo de liar. Como siempre hablaba conmigo de forma paternal, intentado aleccionarme sobre la vida y el futuro que me esperaba. Entramos a través de las cortinas y siguió fumando. ¿Qué podía decirle yo?, era su pescadería. Cuando fue a coger mi bolsa sacó una cajita metálica que había sido un paquete de puritos y metió el cigarrillo a medias dentro, y se la volvió a guardar en el bolsillo de su bata de pescadero. Miró lo que valía, escrito en un papel en el que envuelve el pescado con un plastidecor color azul. Veintidós y medio, me dijo, va dame veinte. Se lo di. Seguía hablándome a través de frases hechas y proverbios, sabiduría popular. Muchas veces no damos crédito a estas frases que oímos, pero el hecho de que lleven en circulación cientos de años dice algo sobre su veracidad. Ese día me hablaba sobre su mujer y las relaciones en general. Me dijo, no te cases nunca, no te juntes con nadie. Que cada cual tenga su vida. Quedáis echáis un kiki, y cada uno por su lado, pero no cometas el error de quedarte con alguien. Después tendrás hijos y ya sabes lo que dicen, “cría cuervos y te sacarán los ojos. Este era el tipo de enseñanzas que me ofrecía este hombre que llevaba toda su vida tratando con mujeres casadas y mayores y que a mi parecer tenía bastante experiencia en la vida.
Si alguien de esa edad te da ese consejo no lo seguirás, la juventud tiene otra dirección otro impulso, otro destino. Pero el simple hecho de que estas ideas me las transmitiese el pescadero, en forma de sabiduría ancestral, de mensaje al iniciado en la vida, me hicieron replantearme unos segundos mi vida. Rápidamente pensé, este hombre está amargado, tiene cincuenta años y su mujer también, los dos son viejos y feos, sus cuerpos están ya decrépitos y arrugados por el tiempo, el deseo a desaparecido de ellos, al igual que el amor, solo les queda la rutina diaria, el cariño por el tiempo juntos, nada ya de ese fuego que despierta una persona amada en nosotros cuando aún somos jóvenes.
Un día trabajando ella me dijo algo. No sé que era porque como siempre yo estaba absorto en mis pensamientos. No podía estar ahí, no podía coger esa sucia fregona y limpiar todo el suelo de la cocina del restaurante en el que trabajaba conscientemente. Mi única manera de sobrevivir era no estar ahí, no saber quien era, convertirme en un robot, en un esclavo, en mano de obra. Lo único que era libre era mi mente. Pese a esto sabía quien era, al fin y al cabo, trabajábamos juntos. Nunca habíamos hablado. Mejor dicho, nunca habíamos hablado de algo que no fuese estrictamente laboral, pásame estas patatas, que bebida lleva este pedido, etc. etc… Me dijo algo referente a los tatuajes que tengo (no podemos hablar en pasado, por lo general, cuando hablamos de nuestros tatuajes). Yo ya me había fijado en ella, o mejor dicho en sus tatuajes, que al fin y al cabo no dejan de ser su propio cuerpo. Normalmente una chica atractiva siempre me llama la atención, pero si esta, tiene el cuerpo lleno de tatuajes el interés se multiplica. No se porque razón sucede esto. Quizá porque hemos superado ya el neoclasicismo, porque unos cuerpos bellos sin más ya no nos llaman la atención. Cuantos miles de ellos veremos en Instagram, por no hablar ya de las webs porno. Seamos sinceros, el cuerpo ya no es algo secreto, que solo puede ver el espeso, y solo desde la noche de bodas en adelante. El cuerpo ha pasado a ser algo de propiedad compartida, lo queramos o no. Desde el momento en el que compartimos una foto de nosotros eso ya no nos pertenece. Es cierto que forma parte de nuestra identidad, pero si nos ponemos hippies todos tenemos culo, piernas y brazos. Pero no todos tienen tatuajes y quien los tiene por lo general no son iguales que los de nadie. Un cuerpo tatuado ya no es solo un cuerpo, un elemento biológico y animal, es un cuerpo llevado a expresión artística[1]. Ella no tenía el cuerpo recubierto con grandes mandalas ni grandes tatuajes que cubriesen toda su piel, sino que había decorado su cuerpo con diferentes dibujos y escenas que realzan la propia belleza de su forma física. De igual forma la ropa puede embellecer nuestra forma física y nuestra apariencia, los pendientes, la barba incluso. Pero los tatuajes son algo diferente, que cumplen la misma función, por lo general, pero de naturaleza metafísica.
Hablamos un rato sobre los tatuajes, sobre lo que nos gustaba, si nos había dolido o no y demás. En cierto momento me dijo que ella tatuaba. Claramente no se dedicaba a ello, sino no estaríamos trabajando en el mismo restaurante de mierda, pero decía que de vez en cuando hacia algunos a amigos suyos a gente. La desconfianza de este tipo de tatuadores es siempre fundada. Aun así, al decírmelo, no me lo pensé dos veces y le dije que cuando me hacia uno, me dijo cuando tú quieras. Después de esto yo estaba emocionado una chica en la que me había fijado me iba a tatuar, me iba a invitar a su casa e iba a clavarme agujas llenas de tinta en mi piel para formar un dibujo. Es el sueño de toda persona tatuada, que alguien en quien te hayas fijado por sus tatuajes te tatúe finalmente a ti.
Pasaron varios días y semanas, no nos hablábamos en el trabajo ni en ningún lugar. A veces la miraba en el trabajo, observaba sus tatuajes y su cuerpo, pero en el momento en el que ella me iba a mirar, anticipándolo yo miraba hacia otro lugar, escapando de un cruce de miradas que nada implicaría. Pensé que el tema del tatuaje se había olvidado. Ella me había invitado y yo no iba a ser quien se lo recordase. Esta actitud orgullosa nunca es la más adecuada pero así me comporté y no hay más remedio que aceptarlo. Por otro lado, el que no hablásemos, el que ella no me dijese nunca nada, acrecentó el tiempo que empezó a ocupar en mis pensamientos. Cuanto más alejados físicamente estábamos, más dentro de mí la tenía. Esto es lo más normal del mundo. Yo solo sabía su nombre, los tatuajes que tenía (y ni siquiera todos porque no la había visto más que con el uniforme del trabajo) y que a veces tatuaba. En estas situaciones nuestra mente en vez de envalentonarse y obligarnos a dirigirnos a la persona en cuestión, empieza a fabular diferentes detalles sobre su personalidad. Cuando más pensaba en ella era cuando no le hablaba, o cuando no la veía, lejos de ella. Porque en el momento de estar frente a ella, me congelaba, me convertía en una piedra, en un objeto inerte, o en un robot, que responde mecánicamente a todos los estímulos que recibe a través de acciones guardadas en su memoria, siguiendo protocolos inventados. Imaginé tantísimas cosas. Tantísimas historias diferentes. Tantísimas personalidades. Tantísimos gustos musicales. Empecé a sobre analizar todo lo que la rodeaba. A pensar en el significado de sus tatuajes, cosa que siempre he odiado. El arte siempre llega a través de los sentimientos y cualquier tipo de elucubración interpretativa siempre es válida, pero desacertada a la hora de explicar porqué nos afecta de esa forma, determinada expresión. A partir de su ropa deduje diferentes personalidades, e intenté crearme una idea de ella en la mente. Claro esta que esto siempre va a ser equivocado y el día en que alguien acierte puede dejar de comprar lotería porque nunca más le tocará un premio tan gordo. Esto no me importaba, para empezar porque no lo hacia conscientemente. Mi mente deambulaba por su imagen. Quería descifrar que hacía antes de dormir. Como eran sus amigas. Que música escuchaba. Que deporte practicaba. Que películas le gustaban. Sobre todo, le daba vueltas a cómo sería su cuerpo desnudo y tatuado. Porque, aunque se dice que los tatuajes cubren la piel eso no es así. Lo que hacen es convertirse en piel, como un pellejo nuevo, una nueva skin, que en inglés expresa mejor el sentido que quiero dar. Su cuerpo joven, más joven que el mío, estaba en el momento de máxima belleza. Los tatuajes que yo había visto siempre realzaban sus formas[2]. ¿Cómo sería su cuerpo desnudo, y cómo serían los dibujos que lo decoran?
Un día después del trabajo vi que estaba en la terraza y decidí fumarme un cigarro en vez de irme directamente para casa como solía hacer. Dije, qué a ver cuando quedamos para que me tatúes, ella me dijo cuando quieras. ¿Sabes lo que quieres? Me preguntó. Claro, le dije, quiero algo grande y negro en la costilla, con mucho relleno y sin muchos detalles. Ella dijo que tampoco era una experta pero que, si era algo sencillo, aunque grande me lo haría sin problema. Pues perfecto, le dije. Acabamos quedando la semana siguiente. No hablamos más de las cuatro imágenes que le pasé del tatuaje y de donde iría colocado, el tamaño…
Al cabo de poco me presenté en su casa quince minutos antes de la hora que habíamos quedado. Siempre llego antes de tiempo a los sitios. Me gusta fumar un cigarrillo para mentalizarme de lo que va a venir. Y ese día sabía que iba a sufrir, que lo iba a pasar mal. Siempre que me hago un tatuaje lo odio y me digo a mi mismo y a la persona que me esta tatuando que no me voy a hacer más tatuajes que duele mucho. Pero por suerte el dolor es un sentimiento que solo lo sufres en el momento, y que no puedes recordar después. Puede acordarte de lo mal que lo pasaste, pero nunca experimentas el dolor de la misma forma si no es en el momento de sufrirlo. Ella me dijo que estaba loco queriéndome hacer aquello, que me iba a doler mucho, que la iba a odiar. Pero yo la tranquilice le dije que ya sabía lo que era el dolor que, aunque en el momento tuviese ganas de matarla, a ella y a mi mismo, coger la maquina y clavársela en el ojo, ella no tenía la culpa de ese dolor, aunque es quien sostiene el arma del crimen que deja la huella imborrable en la piel. Pero eso no se lo dije. Estuvimos un rato charlando y tomando un café, o mejor dicho, me tomé un café mientras charlábamos y ella preparaba todos los materiales. Si hubiese llegado a la hora ya estaría todo listo para recibir la tortura, pero como siempre llego antes, pude robarle esos diez minutos de conversación, de verla con una ropa que no era la del trabajo, de estar con ella en su casa, de compartir un espacio íntimo, que después no sería tan intimo como en el momento en el que clavó las primeras agujas en mi piel.
¿Empezamos?, me dijo. Si, si, cuando tu quieras. Ahí estaba yo sin camiseta y recostado sobre mi lado derecho para que me tatuase las costillas izquierdas. Al primer contacto sentí dolor, y al segundo, y al tercero y durante las dos horas o tres o cuatro que duro ese suplicio. Por suerte algo que siempre me alivia cuando me tatúan es el calor de los brazos del verdugo. Notas que alguien te esta tocando y ese calor, esa calidez que irradia la piel y que notas cuando las dos están en contacto me hace volver a poner los pies en la tierra. Dejar de estar sumido en una nube oscura y repleta de lluvia, rayos y relámpagos que sientes mientras varias agujas perforan tu piel miles de veces por segundo, ese dolor, deja de prefigurarse como un sentimiento abstracto pero real, para convertirse en algo físico que esta ocurriendo en un espacio determinado y bajo unas manos determinadas. Durante toda la sesión estuvimos hablando y escuchando música. Es extraño como normalmente no nos decíamos nada, pero en ese momento no podíamos parar de hablar o yo no podía parar de hablar. En realidad, no hablamos tanto ya que mientras te tatúan las costillas tienes que mantener la respiración para no moverte. Escuchas un, brrrrr, la maquina pasa de un zumbido descubierto a enmudecerse en el momento en el que las agujas entran en tu piel. Escuchas un cambio de frecuencia continuo como cuando el vecino pone música y abres la ventana o la cierras y todo se enmudece pese a seguir escuchándolo, saber que sigue ahí, y tan ahí porque esta dentro de la piel. Unas cuantas veces paramos para descansar, salía a su balcón me fumaba un cigarrillo sin camiseta y con la herida descubierta y lleno de tinta y ella miraba Instagram durante esos minutos. A veces sacaba una coca cola y se la bebía conmigo mientras me miraba fumar y me decía, que bien está quedando, túmbate otra vez que esto hay que acabarlo. Y yo volvía resignado, pero voluntariamente a tumbarme, sabiendo que iba a sufrir, sabiendo que lo iba a pasar mal, pero también consciente de que tenía razón debíamos acabarlo. No puedes dejar un tatuaje a medias, puedes hacerlo por partes, pero no dejarlo a medias. Al cabo de un rato indeterminado, para mi fue una sesión de tortura de las peores de mi vida, pese a que fuese ella quien había actuado de verdugo, me levanté mareado, como si estuviese enfermo totalmente desubicado y con la tensión por los suelos. No se me ocurrió mejor idea que salir a fumar una vez más. Sin camiseta, pero ahora si envuelto en film como un chóped de carnicería ya abierto, viendo que empezaba a llover. Me preguntó si tenía que hacer algo esa tarde, aun era pronto, y le dije que no. Me dijo si quería quedarme un rato más con ella, hasta que estuviese mejor. Es peligroso que cojas la moto ahora me dijo. Acepté.
Después de comer guarrerías de chocolate varias me dijo si fumaba, le dije sí claro. Dijo que ahora volvía que iba a coger unas cosas de su habitación. Apareció en el balcón con un paquete de Camel industrial y un pequeño botecito donde guardaba el chocolate. También traía bajo sus brazos dos latas de Nestea, como sabrán los fumadores la mejor bebida para acompañar un buen porro. Yo seguía mirando por la ventana, temblando aún por el dolor que había sufrido media hora antes, pero durante mas de dos horas. Estaba como resacoso, enfermo, tenía el cuerpo débil, pero mi estado de ánimo era inmejorable, estaba contento rebosante de alegría, tenia un nuevo tatuaje hecho por ella, y valga la redundancia, estaba muy bien hecho y los dos estábamos muy contentos con el resultado. La tarde se podría decir que fue inmejorable. Si tenemos obviamos el pequeño hecho de que me desgarraron la piel del costillar izquierdo. Por suerte su balcón era amplio y tenía un pequeño sofá de exterior que nos vino de perlas para sentarnos a ver la lluvia mientras fumábamos. Yo ya estaba sentado y ella se puso a mi lado, muy cerca de mí, tanto, que le dije cuidado no te acuerdas que me acabas de torturar. Ella se rio, pero si has sido tu quien ha querido sufrir, me dijo. Es cierto, perdona, siéntate en el otro lado, dije. Ella me hizo caso, qué iba a hacer, en ese momento yo era un herido, me sentía como un soldado tirado en una trinchera temblando mientras los demás pasan corriendo delante de ti pero ni siquiera se giran a mirarte porque te dan ya por muerto, o porque prefieren salvar su vida antes que arriesgarla por la tuya. Encendió el porro.
Las gotas de lluvia se mezclaban con el frio, tocando mis manos a la vez que el humo del hachís envolvía mis dedos. Estuvimos reclinados tranquilamente, sin decirnos nada, fumando, primero uno después otro. Estábamos sentado muy cerca. Notaba como mis muslos tocaban con sus muslos. Por desgracia eché de menos el momento en el que me estaba tatuando, porque, aunque había sufrido muchísimo, al menos, el calor de sus antebrazos me hacía sentirme bien. Ahora estábamos sentados juntos, pero no había ese contacto tan íntimo. Yo estaba muy cómodo y ella también ya que se apoyó sobre mi y nos reclinamos aún más. Cuando acabamos de fumar me dijo, si quieres hacemos otro que este ha sido muy corto. Estaba claro que no había sido muy corto, que llevábamos ahí por lo menos media hora sentados y apoyados el uno contra el otro, pero lo tome como una indirecta para pasar más tiempo conmigo. ¿Qué podía ser sino? De nuevo repitió el ritual. Trajo dos nuevas latas de Nestea y yo aproveché para ir al baño. Me miré en el espejo, seguía sin camiseta, envuelto en papel film como un chóped, pero estaba allí con ella, bastante ciegos los dos, pero muy a gusto, apalancados que se dice. De nuevo se repitió el proceso. Esta vez ella directamente se apoyó en mí, como dando a entender que estaba muy cómoda conmigo, que ahora pertenecía a su propiedad igual que el sofá en el que estábamos medio tumbados medio sentados. Esta vez me preguntó como lo había pasado, si me había hecho mucho daño. Que va, se ha podido soportar. Obviamente que se ha podido soportar, sigo vivo, y no me desmayé, pero vamos daño me hico muchísimo, pero no podía confesárselo. Bien porque no quería que se sintiese mal por tatuar de esa forma, que no era culpa suya, ni por haberme causado ese dolor, bien porque tenía que mantener mi orgullo de nuevo bien alto, sobreponerme a las circunstancias y mantenerme siempre impasible ante la adversidad, una forma intelectualoide de hablar de mi frágil masculinidad. Seguimos otra media hora más fumando. Ya estábamos los dos bastante tocados, y después de acabar, permanecimos por lo menos otra media hora más apoyados el uno en el otro viendo llover.
Ambos sabíamos que eso no era casual, que no llevábamos otras dos horas más juntos por pasar la tarde, sino que realmente había algo allí. El estar sentado junto a alguien mucho rato, sin ni siquiera hablar, pero simplemente sintiendo el calor que se desprende del otro cuerpo es una sensación difícil de explicar, pero que cuando la vives lo comprendes perfectamente. Al cabo de un rato le dije que me tenía que ir. Al contrario de lo que se podía esperar a ella no le importó demasiado. Ni a mi tampoco separarme de ella. Habíamos pasado una tarde fantástica. No habíamos hablado demasiado, porque tampoco había demasiado que decir. Simplemente nos dedicamos a pasar un buen rato en compañía del otro, a parte de por mi parte sufrir una tortura totalmente descabellada, que a día de hoy aún no se si merece la pena.
Después de todo esto seguimos sin hablarnos demasiado en el trabajo. No quedamos más veces A parte de ir comentando el estado del tatuaje y de pasarle varias fotos de como iba curando no teníamos mucha comunicación más. Después de un tiempo yo seguía reflexionando sobre el tiempo que habíamos pasado aquel día. El balcón, el sofá, pero sobre todo el calor que yo sentía cuando sus antebrazos tocaban mi piel mientras por otro lado, y a la vez, las agujas de su máquina me perforaban la piel miles de veces por minuto. El tatuaje siempre lo tendré porque me lo hizo ella, y porque francamente quedo muy bien. Y a lo largo de los años, de seguir viéndome el tatuaje, de ya ni si quiera saber donde esta ella, lo que siempre he recordado y recordaré es que a través del dolor que sufrí bajo sus manos se creó un vínculo entre nosotros por el dolor de la tinta.
[1] Entiéndanme, con esto no me refiero al tipo de gente que se tatúa una palabra en el antebrazo, o su propia fecha de nacimiento. A esto lo podríamos denominar el hippismo del tatuaje.
[2] Por otro lado, siempre he desdeñado un cuerpo vacío. Igual que la mayoría de personas trabaja su cuerpo en el gimnasio y le da forma, los tatuajes también lo hacen. Me parecería totalmente absurdo criticar los tatuajes porque te modifican el cuerpo, y eso que solo lo hacen cromáticamente, mientras que el ejercicio físico lo deforma.
0 notes
Text
La luz dorada
Cogimos el tranvía. El número 28. Yo no pensaba que ese cacharro fuese a funcionar. Por el aspecto que tenía podía ser de los años 60. Eso es lo que decidimos. Resultó que, fuese o no de ese año, nos llevó hasta dónde queríamos. La puerta se cerró. Nos pusimos al fondo porque no quedaba ningún sitio libre. Pensamos que sería una buena idea para poder hacer fotos. La luz del atardecer. Esa luz dorada, sobre la que tanto se ha escrito y hablado, iluminaba las fachadas de los antiguos edificios. Todas las primeras plantas de aquella ciudad estaban vandalizadas, llenas de graffiti por dentro y por fuera, quemadas, destruidas, tapiadas… Poco a poco las piedras de diferentes colores nos vieron subir las empinadas cuestas. Avanzamos lentamente, dando tirones, deteniéndonos bruscamente. Nos quedamos atascados en una estrecha calle que hacía pendiente. Las últimas pasajeras se habían puesto a mi lado. Habían subido tan solo dos paradas antes. Desde la ventana podía ver las grietas de la piedra del edificio de enfrente, ya que no estaba a más de cincuenta centímetros de la ventana del tranvía. Estuvimos ahí parados durante unos diez minutos. Por desgracia, la luz del sol ya no llegaba y lo único que podía mirar eran las dos chicas de mi lado o la empinada cuesta tras de mí. Nos agobiamos. Bajamos en la siguiente parada para seguir caminando por las subidas y bajadas de la ciudad en dirección al castillo.
De camino mi amigo se dio cuenta de que muy cerca nuestro había un famoso mirador. Al inicio de esa plaza dos parejas de unos cincuenta o sesenta años miraban hacia la derecha. Encima de un tejado se encontraba un grupo de obreros negros, que por alguna razón les saludaban riendo. Las terrazas de los restaurantes nos indicaban que nos acercábamos al lugar. Vi un letrero con el icono del baño y me dirigí hacia él. Bajé unas escaleras y al girar a la izquierda vi un túnel que daba a un pequeño balcón en el que se veía gran parte de la ciudad. Dentro de se encontraba el baño. Miré dentro y vi como el camino estaba bloqueado por unas máquinas como las que encontramos en metros o museos. Con una pieza de tres patas que gira para pasar. Subí la escalera de nuevo y me encontré con mi amigo.
Llegamos al mirador y me di cuenta de que ya conocía el lugar. Unas horas antes en el metro había visto imágenes de ese sitio en las pantallas de publicidad dentro de los vagones. Era una especie de balcón hecho de azulejos en los que la misma pared formaba dos asientos que se miraban el uno al otro, paralelos al pasillo. En este momento sí que daba la dorada luz del sol en el pequeño jardín que precedía al balcón. No demasiadas personas se agolpaban para hacerse fotos y rápidamente se movían para dejar el sitio al siguiente, lo que nos permitió mirar más de diez segundos a través de la baranda. Una vez hicimos la correspondiente fotografía nos decidimos a irnos. Teníamos que subir al castillo, llegar a la zona baja de la ciudad, pararnos en un café, escribir nuestras respectivas postales, volver a casa, ducharnos, ir a cenar y finalmente tomar algo en los bares de la zona. Decidí pararme a hacerme un cigarro. Mi amigo dijo que era buena idea, aunque él no fumaba y nos sentamos en la esquina de uno de los bancos que forman la pared interior del pasillo. Al otro lado de nuestro banco había una chica sentada con las piernas estiradas hacia nosotros por encima del murito que conectaba nuestro banco con el suyo. Estaba ahí parada, mirando hacia el sol y no hacia las vistas que todo el mundo fotografiaba. Al otro lado del pasillo había un guitarrista tocando versiones de grandes grupos. Mi amigo y yo empezamos a jugar a ver quién adivinaba antes cada canción. Pero empezamos a contar desde el músico callejero que habíamos escuchado el día anterior. Hablamos de los Beatles, de la música de los sesenta, de bossa-nova y las versiones de cada canción, california y el entumecimiento. El sol acabó desapareciendo. La chica de nuestro lado se levantó y se fue. Estuvo diez minutos a nuestro lado mirando al cielo, a los edificios o al sol directamente y en cuento la luz se apagó, se levantó y se fue. Nosotros reanudamos nuestra marcha hacia el castillo.
Volvimos a casa. Teníamos que prepararnos. Nos duchamos. Estuve largo tiempo en la terraza. Seguí leyendo Réquiem de Tabucchi. Hablaba sobre varios lugares en los habíamos estado ese mismo día y me hacía gracia ver como los describía otra persona años atrás. Hablaba de fantasmas y apariciones. De la memoria y el recuerdo. Algo que nos había acompañado aquella tarde. Mi amigo inició un proceso de búsqueda para encontrar la cariátide del mirador. No dio resultado. Me dijo, sería gracioso que nos la encontráramos esta noche. Es imposible, respondí, la ciudad es grande. Pero los bares son reducidos, dijo mi amigo. Aunque nos la encontremos, ¿qué vamos a hacer? Podrías hablarle, dijo. No voy a hablarle y tú menos. Además, ¿para qué? No lo sé, respondió, has sido tú quien ha hablado de ella. Ya, pero era algo imaginario, fantástico dije, como un cuento de Cortázar. Solo importa lo que ocurre en la imaginación. Y recordé aquella frase de La señora Dalloway «inventada, esta escapada con la muchacha; imaginada, como uno imagina la mejor parte de la vida, pensó, como uno se imagina a sí mismo». Curioso como lo que leemos condiciona cómo pensamos y vemos la vida. O, por otro lado, como la vida o lo que pensamos condiciona la forma en que leemos. El resultado era el mismo. No la íbamos a encontrar. Si por otro lado la encontrásemos tampoco cambiaría nada. Una casualidad más en este mundo caótico.
Decidimos ir a cenar. El plan inicial era ir a algún restaurante cercano a nuestro alojamiento, pero mi amigo dijo, yo si vuelvo a casa después ya no salgo. Por lo tanto, cogimos nuestras cosas, nos dirigimos al metro y acabamos en el centro. Cerca del famoso café había un pequeño bar que hacía esquina en el cual habíamos pensado tomar algo el primer día. Como no lo habíamos hecho decidimos que podríamos cenar ahí. Dois bifanas e dues cervejas, dije al camarero. Me preguntó el tamaño y con un gesto di a entender que la grande Yo esperaba que fuese un tercio de litro, ya que no quería tomar un triste vasito de cerveza. Resultó que el camarero quería decir medio litro, y nos puso dos jarras encima de la mesa. Llegamos a tiempo para ser los últimos que pedían algo de comer, ya que estaban empezando a recoger y limpiar. Aun así, un grupo de chavales entró y pidió unas cervezas. Se las bebieron en la barra o las sacaron a la terraza. Mientras nosotros aún estábamos acabando la gran jarra, la mitad de la gente ya había pedido, consumido y pagado. El camarero fregaba el suelo mientras intentábamos acabar nuestra cerveza. Mi amigo se fijó en una chica que estaba sentada detrás mío. Iba acompañada por tres hombres más. Tendrían todos alrededor de los treinta años. Se fueron y nos quedamos solos. Enfrente mío y detrás de mi amigo había otra pareja hablando en inglés. El chico sería de algún país anglosajón, pero la chica era de la ciudad. Nos reímos porque podíamos entender lo que decían y nos hacía gracia ver cómo la gente empieza a ligar. Lo estúpido que es el ritual. Las conversaciones vacías y tontas, en las que no se dice nada. Probablemente ni él la escuchase ni ella a él. Lo que decían no era importante. Detrás de todas esas estúpidas palabras y frases se escuchaba el deseo. Era más fácil distinguir entre los sonidos las ganas que tenían de acostarse, que intentar entender la frase que salía de los labios de uno o de otro.
Enfilamos las cuestas que llevan a la zona de los bares. La estrategia era pasearse primero por las puertas de los diferentes garitos. Ver el ambiente. Qué bar nos convencía más. Mirar los precios y la gente que frecuentaba cada sitio. Mi amigo pasaba rápido, como si tuviera prisa. Yo lo seguía dos o tres metros atrás, más lento. Decía que no mirase, que no me parase porque si no pensarían que queremos entrar y nosotros estamos de exploración. Tenía razón, siempre había un loco en la puerta de cada lugar que te invitaba a beber garrafón, a pillar la borrachera del siglo, a acabar vomitando en el baño y volver a casa desorientado, desubicado y, sobre todo, a tener al día siguiente una resaca descomunal. Por suerte no nos paramos en ningún sitio. Fuimos tomando nota mental de qué sitios podrían estar bien y cuáles no. También nos dimos cuenta de que en la mayoría de los bares se tenía que pagar en efectivo. Cosa que después acabé comprendiendo, ya que al ir borracho, di sin querer varias veces propina. Realmente no se si esa es la razón específica pero que funcionaba estaba claro. Nos llamó la atención un local que se anunciaba como bar de rock. Dentro solo vimos a dos chicas con aspecto triste. Como esperando a alguien. Pero decidimos pasar. Varias veces anduvimos por delante y después de horas las mismas dos chicas seguían sentadas en una mesa delante de la barra, esperando eternamente a alguien que entrara.
Nos decidimos por el lugar más pijo que encontramos. Bueno mi amigo se decidió. En la fachada se leían nombres en japonés y dentro se escuchaba música tecno, lo que inmediatamente obligó a entrar a mi amigo y a mí a seguirle. Entramos, nos sentamos en una pequeña mesa redonda delante de la barra. El lugar estaba repleto de velas. A día de hoy, no puedo recordar realmente si la luz provenía de las tenues llamas o si además había alguna bombilla encendida. Solo sé que hubo un camarero que aparte de quedarse con un euro de propina sin querer, se pasó toda la noche encendiendo velas. Mi amigo se había sentado mirando hacia mí, de espaldas a la barra. A mi izquierda se encontraban dos chicas que al escuchar su conversación descubrimos que eran coreanas. A la derecha una pareja y un hombre al otro lado de la mesa charlaban en inglés. Detrás mío se encontraba el último cliente del establecimiento, una chica sola que ocupaba una pequeña mesita redonda, que más tarde identificamos como un hombre simplemente por su fisonomía.
En ese lugar aficioné a mi amigo a los gintonics. Había un chico joven haciendo de barman y preparando cócteles toda la noche. Aunque no sé para quién porque no entró nadie más en todo el rato que estuvimos. El otro camarero, el encendedor de velas, fue quien tomó nota y quien los preparó. Nos sirvieron dos grandes copas con hielo, tiras de naranja o alguna fruta cítrica y unas pequeñas bolas que serían algún tipo de fruto silvestre. Más o menos complejo, aquello era un gintonic y nos lo bebimos como tal. Detrás de la barra con el portátil, pinchando la música, se encontraba el que mi amigo identificó como el propietario del local. Un hombre muy alto, de rasgos asiáticos, probablemente japonés o chino, con una larga cabellera blanca formada por las canas que ahora eran todo su pelo. Salió a fumar. Mi amigo me instó a que saliera con él para hablar de cómo había llegado a este país y de cómo había montado el bar. Le dije que no, que eres tu el que ha querido entrar a este bar por tu fetiche asiático, es a ti a quien te interesan las migraciones, yo solo quiero beber y emborracharme, y tiene pinta que en este sitio vamos a recibir la primera clavada de la noche. Nadie salió a hablar con él. El ambiente seguía igual después de más de media hora. Mi amigo disfrutaba su gintonic, y yo había disfrutado ya el mío, pero quería moverme a otro lugar, a otro ambiente. Discutimos porque él se quería quedar ahí. En un garito hipster en el que te cobran los gintonics a ocho o nueve euros, en el que solo hay cinco personas, la música siempre es igual y nada cambia. Quería quedarse en el purgatorio. Conseguí sacarlo con la excusa de ir al cajero a sacar dinero, ya que ni en ese sitio tan chic se podía pagar con tarjeta. Al salir se decepcionó, vio que el club se llamaba Mahjong, y nadie que fuese realmente chino le pondría ese nombre a un bar. Con estos ánimos seguimos subiendo cuestas en busca del siguiente garito en el que pararnos a tomar algo.
Decidimos hacer una primera vuelta de reconocimiento. La habíamos hecho antes pero después del primer gintonic y de la emoción en el cuerpo no podíamos recordarlo. Pero aún más importante, no nos habíamos puesto de acuerdo. Mi amigo quería ir a algún lugar con alma, un sitio en el que se pudiese identificar algo. No un bar genérico. Por mi se podían ir todos los sitios con alma al infierno. Quería entrar en una habitación de unos cuatro por cuatro metros, que tuviera una barra a la izquierda y al fondo una puerta a la derecha que te lleva al baño. Un lugar en el que, a cambio de dar monedas o billetes —recordemos que no te dejan pagar con tarjeta en ningún local— te ofrezcan un vaso de diferentes tamaños, que contiene cualquier tipo de bebida alcohólica, mezclada con refresco y hielo o no. Caminamos por las estrechas calles. Cada casa tendría no más de tres plantas, pero aun así estábamos en el centro de la ciudad. Todo lo indicaba, cada pequeño bar que pasábamos, con alma o no, nos lo decía. Gente de diferentes nacionalidades se agolpaba en las puertas. Varias veces fuimos abordados por algún pakistaní para que entráramos a su bar a beber. Estos locales por lo general no tenían tan mala pinta, si pasamos por alto el hecho de que no albergaban ningún cliente en su interior. 
Decidimos ir a la calle en la que se concentraban todos los garitos. El que más nos llamó la atención fue un pub irlandés. En todas las ciudades y pueblos se pueden encontrar estos lugares que en su mayoría lo único que tienen de irlandés es alguna de las cervezas que sirven y algunas guirnaldas o decoraciones en naranja blanco y verde, además de algún trébol por aquí y por allá. Vimos en una pequeña pizarra que estaba colocada al lado de la puerta de entrada, que aquella noche había karaoke, o lo había habido porque indicaba que era a las nueve y media y ya hacía más de una hora de eso. Aún así, decidimos entrar. El portero,  era un tipo negro y alto, pero no demasiado amenazante, a diferencia de otros porteros que en muchos casos intimidan más que un furgón policia, no pudo comunicarse con nosotros bien. No entendía qué decíamos ni nosotros entendíamos qué nos decía del todo. Por suerte salió una chica a la que preguntamos si podíamos pagar con tarjeta. Ella dijo que sí. Antes de entrar el portero nos preguntó una vez más algo que por fin llegamos a comprender. Que si teníamos un test negativo de las últimas veinticuatro horas. Dijimos que no. No podéis entrar, nos dijo. Tenemos uno de hace dos días, contestamos. Tiene que ser de hace veinticuatro horas o cuarenta y ocho si es una PCR. Vaya putada. En el único sitio en el que podíamos pagar con tarjeta nos negaban la entrada. Enfrente de este pub, había otro local con mesas fuera llenas de gente y una pequeña puerta que te llevaba al interior. Pensamos que si había tanta gente sería por algo. Nos decidimos a entrar. El portero de este bar era diferente al anterior. No era un tipo muy grande ni muy fuerte. Un hombre de unos cuarenta y largos años con gorra de béisbol y un plumas nos pidió el certificado COVID. Pensamos vaya tontería. Mientras los buscábamos en nuestro móvil, él fumaba y nos miraba con su teléfono listo para verificar el código QR. Lo encontramos. Lo escaneó y entramos. Frente a nosotros se abría una habitación que no era más grande que el comedor de alguna vivienda. A nuestra izquierda la barra llena de gente pidiendo. A la derecha gente bailando. Guiris. Lo curioso es que por una vez nosotros también lo éramos. Extranjeros que venían a emborracharse. No queríamos ni bailar, solo poder pedir algo para beber. Lo más importante era que nos estábamos meando, sobre todo yo. En mi experiencia puedo aguantar mucho rato bebiendo sin tener que ir al baño, pero una vez se abren las compuertas parece que mi sistema renal trabaja a plena potencia y tengo que parar en boxes cada veinte minutos sino antes. No es la primera vez que voy a mear. Vuelvo y otra vez tengo que ir porque mi cuerpo ya ha procesado el alcohol que acabo de consumir. Parece que mi problema tiene que ver con el espacio y no con la productividad. Una vez se vacía el tanque, mi cuerpo procesa de forma rapidísima lo que estaba esperando tras las compuertas de mis riñones. Esta hipótesis siempre me ha parecido bastante realista porque da explicación a porque cualquier alcohol que beba me afecta más que a la mayoría. Mi cuerpo procesa todo muy rápido. Nos dirigimos al baño que estaba enfrente nuestro. Solo teníamos que cruzar la sala a empujones con los otros guiris que bailaban ya borrachos, subir tres escalones y entrar a una pequeña salita. Dentro a la izquierda había dos pequeñas picas para lavarse las manos y detrás dos puertas, hombres y mujeres. Meamos. Nos pareció interesante que hubiese música en ese bar. Música en vivo. Un hombre tocaba la guitarra y cantaba grandes hits de los 2000, Britney Spears y demás. Los guiris disfrutaban y bailaban sin saber quienes eran. Una vez hechas nuestras cosas nos dirigimos a la barra, por fin podíamos pedir un vaso de alcohol. Nada más llegar vimos un cartel que decía “ONLY CASH”. Ya nos han jodido. ¿Qué hacemos ahora?, bueno tengo un par de monedas, pedimos dos chupitos de algo y vamos a sacar dinero, dije. No sé qué bebimos al final, pero al menos ya nos habíamos metido un gintonic y un chupito, probablemente de ron de la casa, es decir, lo peor que puedes meterte en el cuerpo. El local nos gustó. Decidimos quedarnos ahí y además mi amigo había visto a la chica que estaba en el bar de las bifanas, el crush del momento, del instante, que ahora se alargaba y nos acompañaba en nuestra noche.
Yo pensé que aunque me cobrasen una pequeña suma por sacar dinero en el cajero de otro país, valía la pena, era una ocasión especial, estábamos en una nueva ciudad. Por suerte él tenía una especie de tarjeta con la que podía hacerlo sin que le cobraran ningún tipo de comisión. Se la había hecho una de las veces que había ido a Japón. Enfilamos la calle principal de los bares. Después de pasar todos los garitos llega un punto en el que la misma calle se convierte en un lugar tranquilo donde duermen los vecinos, ni rastro de la fiesta quinientos metros atrás. Ahí giramos a la izquierda. Daba la casualidad de que era el mismo bar de rock que habíamos visto antes. El que una hora después siguió albergando las dos chicas. Solo hacía falta buscar con la mirada y podías encontrar el camarero que seguía fregando el mismo vaso que dos horas atrás ya estaba limpio.
Volvimos a nuestro local. En la entrada el portero de antes estaba fumando y hablando con la gente. Al entrar un chico joven nos pidió de nuevo el certificado. Como estábamos en otro país dije en español, ¿otra vez?, dirigido a mi amigo, pero al parecer el chico lo entendió y nos dejó pasar directamente. Gracias le dije, me sabía mal haberme quejado en su cara esperando que no me entendiese. Entramos. Nos dirigimos a la barra. Dos camareras atendían a los diferentes clientes. Una era más joven, tendría no más de veinte años y la otra estaría cerca de la treintena. Por fin la más joven nos atendió, como no sabíamos muy bien qué pedir ni cómo pedirlo, nos vio un poco perdidos y nos ofreció la carta. ¿Quién había visto eso?, una carta en un bar de chupitos y cubatas. Miramos, 4€ el cubata mediano con alcohol de la casa y el precio subía dependiendo la marca que eligieras, 5€ el grande. Pedí un cubata de ron de la casa, como he dicho antes, lo peor que puedes pedir. Mi amigo pidió un gintonic de nuevo, le había convencido de que era un buen cóctel no muy cutre y además de Tanqueray. Como nos lo sirvió de plástico pensé vamos a tomárnoslo fuera. Era extraño, en nuestro país no se podía beber en la vía pública, o, mejor dicho, no podías sacar las copas del bar a la calle. Cogimos nuestros vasos con hielo y salimos a la calle. Eso era más bien una terraza, callejón de pueblo antiguo, todo el lugar era nuestro patio. No había divisiones entre acera y carretera como estamos acostumbrados en las ciudades más modernas, todo era calle y todo era carretera. Nos apeamos en una pared y empezamos a hablar. Saqué un cigarrillo, y me lo fumé mientras hablábamos. Mi amigo contaba historias de amor como siempre hace. Me instaba a ir a verle a Japón, a vivir allí una temporada o en algún otro lugar, que me fuese a otro país o ciudad yo solo e intentase vivir fuera de mi pequeño pueblo, de casa de mi madre, de este escritorio del cual nunca he salido. Siempre lo había pensado, pero nunca lo había intentado, el miedo se apoderaba de mí supongo. Si ya vivía en el infierno, cuán diferente sería vivirlo en otro lugar, pero nunca lo había hecho. Volví a entrar a pedir y el crush instantáneo de mi amigo estaba enrollándose con uno de sus acompañantes salvajemente al lado de la barra. Tendrían unos treinta años, pero parecían dos adolescentes de instituto. Recuerdo como me reí por dentro. Salí. Mi amigo seguía con su gintonic, yo ahora había acabado el primer cubata y acababa de pedir un gintonic. Seguimos hablando de amor, bebiendo y yo fumando. Llegó un momento en el que se me acabó el mechero. Cerca de las doce o una de la noche en la capital de un país desconocido. Me dirigí al portero, que solo le faltaban las gafas de sol para ser un reguetonero pureta y le pedí el mechero con la frase que habíamos buscado en el traductor. El tipo se rio de mí, pero de forma amable, sin duda era yo el objeto, pero no con mala intención, sino diciendo pobre tonto. Igualmente, por las señas comprendió mi mensaje, lo que en primer lugar había originado esta risa. Y me lo prestó. Miramos la hora, estábamos muy borrachos, era tarde, el metro estaba a punto de cerrar al igual que los bares, y decidimos marcharnos.
El viaje de vuelta empezó en una larga calle que bajaba hacia el centro. Los coches aparcados a los lados, muy cerca de las fachadas de los edificios, nos rodeaban. Sentimos la urgencia de mear. Después de unos cuantos cubatas, gintonics, cerveza, es algo que no puedes controlar demasiado. No ya porque sea algo físico sino porque la ebriedad te hace perder cualquier tipo de fuerza de voluntad. Nos dividimos para mear. Uno iría primero mientras el otro vigilaba. No me gustaba demasiado, ni me ha gustado nunca mear en medio de una calle peatonal. Al estar en el centro las calles eran de pueblo y no sabíamos ni donde ponernos. El vigía tenía que hacer guardia por si aparecía algún coche de policía, a los que ya habíamos visto varias veces. No queríamos tener que enfrentarnos a la autoridad en el estado en el que íbamos ni tampoco tener que hacernos entender en un idioma que no dominábamos. El vigía también se ocuparía de aguantar los cubatas que nos habíamos llevado. Primero fue él y después yo. Bajamos por una bonita calle céntrica en la que nos imaginábamos que vivirían las personas ricas que tienen un ático en un edificio del siglo XIX en el centro. Después de callejear varias veces volvimos a llegar a una de las calles principales que nos llevaba al metro. Quedarían unos quince minutos antes de que pasase el último tren. Como no controlábamos las distancias e íbamos borrachos empezamos a correr calle abajo con los cubatas en la mano, bebiendo de vez en cuando y mojándonos completamente. Recuerdo el peligro de correr cuesta abajo en una calle con adoquines y lleno de frío, beber del gintonic de litro y que me cállese por el cuello de la velocidad a la que iba. Pensé que así nos subiría más, pero no podía subir mucho más. 
Llegamos al metro con unos dos o tres minutos de antelación. Esperamos. Yo me estaba meando de nuevo, y no había reparado en que el gintonic seguía en mi mano. Esperé que no hubiese ningún revisor o seguridad en las instalaciones. Por suerte todo estaba desierto. Llegó el último metro de la noche y nos subimos. No éramos más de ocho personas en todo el vagón. Nos sentamos al lado de un chico que estaba leyendo. Creo que nosotros no llevábamos ni libro. Empezamos a observar qué leía, y después reflexionamos sobre lo que era. Curiosamente los dos habíamos hecho el mismo proceso mental y no fue hasta que bajamos que nos preguntamos si sabíamos qué estaba leyendo. Si hubiésemos podido identificar algo no habría sucedido esto, pero lo extraño fue que el libro recordaba a una biblia. El mismo papel finísimo, las mismas tapas, que en este caso eran verdes, la letra minúscula… Nunca logramos saber qué libro era, pero pensamos que sería cualquier basura. El día anterior ya habíamos pasado por diferentes librerías y llegamos a la conclusión mutuamente de que las ediciones que se hacían en ese país eran horrendas. No podías diferenciar un best seller con Guerra y Paz. Todos los libros eran gigantescos, con portadas llamativas y comerciales para atraer a todo tipo de lectores. Es un beneficio a la vez que una maldición. Nosotros estábamos acostumbrados a ediciones de bolsillo con un diseño sobrio y claro, alguna pintura romántica de fondo o alguna imagen, pero nada de letras en grande con relieves o portadas brillantes plastificadas. Por esa misma razón no compramos ni un mísero libro en aquella ciudad, incluso los que estaban en español, de editoriales españolas eran mucho más caros que aquí. Aún a día de hoy seguimos prefiriendo ediciones pequeñitas, de bolsillo, con unas letras sobrias y sencillas, claras, en negro o blanco sobre un fondo de color plano o una buena pintura del siglo XVIII o XIX.
Al bajar del metro seguía con mi gintonic en la mano. Ya no quedaba todo el litro, pero había crecido debido al hielo que se fue derritiendo en el viaje de unos veinte minutos en metro. Al bajar en nuestra estación el frío nos saludó de nuevo. Me hice un cigarro, y después recordé que el mechero que tenía no funcionaba. De la estación a nuestra casa no había más de cinco o diez minutos andando. Fuimos por el camino que habíamos descubierto el primer día. Nos alojábamos en una pequeña  casa que se encontraba en un barrio en el que no había edificios altos. Miento, los había, pero nosotros estábamos en un lugar en el que aún parecía que todo fuese un pueblo. De hecho, al llegar, me recordó a las pequeñas aldeas que se construían en el siglo XIX alrededor de una fábrica colocada cerca de un río para aprovechar la fuerza del agua y construir un molino. Esos pequeños poblados formados por una única fila de casas idénticas construidas por la misma empresa para la que trabajaban. Cuando ya nos quedaban tan solo dos minutos para llegar a la plaza en la que se encontraba la entrada a nuestro patio, solos en todo el barrio, y andando por una ancha calle, apareció un coche de policía. No había preocupación más que la que puede surgir si estás en un país ajeno, a la una de la madrugada, totalmente borracho y con un cubata en la mano. Pensé que si me fuesen a decir algo me haría un poco el loco o diría que simplemente estoy llegando a casa, no quiero tirar el cubata porque me lo voy a acabar en dos minutos cuando llegue. A todo esto, yo seguía intentando encender el mechero, el único que había traído al viaje. No resultó, y por suerte la policía tampoco nos hizo ningún tipo de caso. Al llegar a nuestra placita, la que yo llamaba siempre el parque de los porros, porque tenía todas las características para que lo fuese, varios banquitos, basuras, zona alejada y calles peatonales, vi a un grupo de chavales. Mis sospechas se confirmaban era el parque de los porros. Resultó que no, que de ellos solo uno estaba fumando un cigarro y fue al que me dirigí para pedir el mechero. ¿Tienes fuego? le dije haciendo el gesto con la mano. La última vez que había intentado preguntarlo en su idioma se habían reído de mí. Me lo dio sin siquiera mirarme. Como si fuese escoria y únicamente me estuviese haciendo un favor de persona altruista. A mi me sirvió. Bueno, me sirvió para dos caladas, ya que de nuevo se me apagó el cigarro y tuve que levantarme del banco en el que nos habíamos sentado para acabarme el cigarrillo y pedirle mechero de nuevo. Una vez más me lo dio sin mirarme y con aires de superioridad y de perdonarme la vida. Vaya gilipollas pensé y después me metí con ellos desde nuestro banco, desde el que estaba seguro que nos podían escuchar, pero no entender. Fue extraño como después de esta segunda vez cogieron, subieron a dos coches que estaban aparcados al lado y se fueron. Vaya pringados pensé, que hacen un miércoles a la una de la madrugada sentados en un parque al que han venido en coche y ni siquiera están bebiendo. Seguidamente nos levantamos, tiré mi cubata a la basura contigua a nuestro banco y entramos en nuestro patio.
0 notes
Text
Agua
El agua ocupaba toda mi visión. Todo lo que veía o vi, o soñé, o viví era agua. También había casas, o mejor dicho tejados. Algunos viejos amigos, y otros nuevos.
Agua. Lo que más me llamó la atención fue el agua. El pequeño pueblo estaba formado por una veintena de casa. Casas de madera o de piedra no lo sé. Los tejados si que eran de piedra. Eran rocas. Tal vez pizarra, pero no puede ser en esas zonas no existe ese tipo de roca. Simplemente eran piedras. Dispuesta a dos aguas. No necesariamente orientadas hacia ningún punto concreto. Aunque, ahora que lo pienso seguro que hasta los más antiguos arquitectos han pensado en eso. Cómo construir una casa sin pensar por donde entra la luz, o como corre el viento. El hecho es que los tejados de las casas se mezclaban con las calles. No sabías si estabas pisando la acera o el tejado de las casas. Ya que el pueblo hacía bajada hacia el agua. Como un anfibio, un tritón o algo parecido, se inclina en diagonal para meter primero la cabeza y por último la cola, el pueblo dormía sobre una colina, la cual empezaba en el fondo del agua y acababa en el pico de la montaña que abrazaba el pequeño pueblo. Al caminar por las calles, terrazas, tejados, del pueblo veía el cielo color gris. No gris nublado, día polar. 
Entre las rocas que formaban mi camino encontré a un par de antiguos amigos. Jugaban al escondite. Pero no se escondían. Jugaban al pilla-pilla. Uno estaba de espalda a la montaña, el otro de espaldas al mar. Reían. Observé que fumaban. Yo recuerdo que fumaban. Pero ahora se fumaban un porro. No importa siempre pensé que estaban locos. No es eso, es que fumaban porros. Se reían y jugaban al pilla-pilla. Entendí por qué se reían, pero no porque jugaban al pilla-pilla. Cuando nos vimos me invitaron a su casa. Resulta que estaban empezando una nueva banda. Ahora ya no eran un grupo de rock psicodélico con nombre griego, Ἐλευσίς, sino que ahora eran fans de Deleuze. No sé qué los llevó a esto, pero su nuevo grupo ya no era de rock psicodélico. No sé si tocaron algo o no. No sé cuando salí de aquella casa. No sé como llegué a la siguiente. Pero no importa.
Agua. Desde las ventanas de arriba solo se veía agua. Agua del mismo color gris que el cielo. Uno y otro se diferenciaban por el brillo del agua. El cielo es mate, no tiene demasiados matices, demasiados contrastes. El agua, por el contrario, tiene infinidad de brillos, de pequeñas luces que provienen de algún lugar y que a través del aire se transportan hasta nuestros ojos. Es tan rápido esta luz que no podemos llegar a captar la imagen de una pequeña planta que surge de entre el moho y la grieta de una roca. Ni la rama antigua y sabia, escultórica, olvidada de una pequeña terraza de césped verde. El cielo no nos da esto, es simplemente monocromático. Tiene azul, tiene gris, y tiene negro. Una especie de escala de un color, ya que el negro y el blanco dicen que no son colores en realidad. El cielo influye en nosotros falsamente. Día que tienes un buen día, ese no será un día gris, será un día soleado. Di que tienes un mal día, está como el tiempo. Di que no te llevas mal con alguien, son como la noche y el día. El agua por otro lado, sí que influye en nosotros. Piensa en la tranquilidad que nos hace sentir, en el miedo que nos causa, en el sueño que nos transmite. El agua nos transfiere su sentimiento. Nadie puede estar tranquilo frente al agua nerviosa. Nadie puede estar estresado ante el agua tranquila, nadie puede estar despierto frente al agua llana. Esto es lo que veía desde las ventanas de la casa. Esta no formaba parte del conjunto de tejados que formaban el pavimento de la ciudad. Estaba justo delante del agua. Podría decirse incluso que dentro de ella. Recuerdo las piernas blancas de la casa que más adelante formaban las costillas por donde yo veía el agua. Dónde me di cuenta de que estaba rodeado de ella. En la que comprendí que ese lugar no podía ser real.
Recuerdo porqué llegué allí. Ella me llevó. O mejor dicho ella me hizo ir. Era originaria de aquel pequeño pueblo. Algo que relacioné más tarde. Como alguien tan bello como ella, tan perfecto, que emana un aura tan angelical, puede venir de ningún lugar de la tierra. De ninguna ciudad. De aquel pueblo si que podría venir. Las similitudes entre aquel día perpetuo, aquella agua y ella. Su parecido no era realista sino místico. La sensación que te provocaba aquella agua era la misma que te provocaba su mirada. Estar en aquel lugar era lo mismo que estar en su presencia. Recuerdo sus ojos. Recuerdo su pelo, negro y rizado. Su sonrisa. Su piel blanca. Igual de blanca que aquel día. Que aquel cielo. Que aquella agua. Ella me llevó allí.
Lo que recuerdo es el agua junto al cielo. El día perpetuo, la tranquilidad, la llanura del agua. El deseo de volver a ver aquel paisaje. De volverla a ver a ella. De transportarme a aquel sentimiento a aquella sensación. A aquella mirada. A aquella vista.
0 notes
Text
Encuentro clínico
Que Ismael estuviese en el hospital lo sé por Susana, la novia de Adán, quien fue a visitarlo y por la que se inicia esta historia. Todo empieza con el encuentro entre Ismael y Adán en los laberínticos pasillos de un hospital del Vallés Occidental. Un día demasiado caluroso para ser septiembre (aunque todos sabemos que esto es cada vez lo más habitual) fue la antesala de la visita. Adán entró en el hospital, paredes de color amarillento, antiguamente blancas, mesas de madera oscura que habían visto pasar miles y miles de pacientes, visitantes y médicos, sillas ocupadas por los viejos habituales y algún que otro nuevo fichaje. Adán pregunta a una enfermera por Ismael Maimouni, ella le dice "su amigo se encuentra en urgencias. Solo puede visitarle una persona. Está colocado al final del pasillo". Mi amigo se dirige hacia ese conjunto de habitaciones y corredores. Una vez entra allí el sol desaparece, el calor también. Paredes blancas ya grisáceas rodean el camino. Al entrar pregunta a otra enfermera, que le contesta "está al final de todo". Mientras Adán camina empieza a pensar porque ha ido a visitarle. Llevaba en sus manos una investigación histórica que le había encargado Ismael sobre un personaje del que estaba escribiendo una obra teatral. El personaje en cuestión estuvo durante su vida enfermo y encerrado en su casa, rodeado de jardines, fuentes, patios, escribiendo una obra que nunca concluiría. Los pensamientos de Adán creen encontrar una relación entre los dos personajes. Adán piensa que aun así la única información que tiene de nuestro amigo proviene de un mensaje que decía que le trajese su investigación al hospital X en el que estaba ingresado. En ningún momento había dicho que le ocurría ni porqué estaba ingresado, si era grave su enfermedad o si estaba realmente enfermo. Es extraño todo esto porque un mes antes, Ismael nos había anunciado su marcha a Italia, donde se dedicaría al completo de la escritura de dicha obra teatral.  En la investigación sobre el árabe que residió en el siglo X en Córdoba, Adán descubrió que este había estado en Italia y que fue solo a la vuelta cuando enfermó y debió guardar reposo hasta el día de su muerte.
Después de andar durante media hora mi amigo seguía sin poder encontrar a Ismael. Con su investigación sobre el brazo seguía preguntando a los empleados donde se encontraba nuestro amigo y todos le decían “al fondo, al fondo de todo”. Lo que más angustiaba a Adán de su búsqueda es que al andar por ese laberíntico espacio sin ventanas, de fluorescentes amarillentos, paredes grisáceas y pacientes prácticamente paliativos, es que había perdido la sensación de tiempo y espacio. No sabía cuánto rato había andado ni que distancia había recorrido. Seguía con la esperanza de entregarle su investigación a nuestro amigo, pero cada vez le parecía más difícil orientarse y sobretodo, mantener las fuerzas para llegar al lugar en el que estaba Ismael.
Quien haya entrado en estas salas entenderá a que me refiero cuando digo que en esos lugares se respira el olor a muerte. La impresión que da es que cualquier paciente de los que están en una simple camilla en medio del pasillo puede morir en cualquier momento. Es más, tal vez, mientras Adán caminaba, se cruzó con alguno que a la vuelta ya no estaría, o tal vez pasó al lado de una camilla que minutos antes estaba ocupada. Todo esto iba pesando a mi amigo y su búsqueda era cada vez más difícil.
Por fin llegó “al final de todo”. Una sala cuadrada de aproximadamente 80m2 servía como habitación para múltiples pacientes. Lo único que dividía el espacio entre unos y otros eran unas cortinas de color gris, antiguamente blancas. Ismael se encontraba en la esquina derecha, en penumbra porque las cortinas tapaban los cuatro focos que colocados en medio de la habitación tenían que iluminar a todos los pacientes. Igual que en todos los pasillos que había recorrido Adán no había ventanas, solo una pared blanquecina dividida en medio por una raya gris y pintada de un color amarillo sucio por la parte de abajo, en la que se veían ralladuras y marcas de camillas y sillas de ruedas.
Lo primero que dijo Ismael fue “no sé cuándo es de noche o de día, duermo porque se apagan las luces”. Por raro que parezca Adán comprendió perfectamente lo que dijo por el camino que acababa de hacer. Si él había perdido la conciencia del tiempo en tres cuartos de hora imaginemos como debía estar Ismael que llevaba varios días ya ingresado y encarcelado en aquella habitación. Adán entregó su investigación a Ismael, que se mostró alegre al único estimulo que conoció durante sus semanas de ingreso. Ya que le había traído aquella investigación, y que no sabíamos nada de Ismael desde hacía algunas semanas mi amigo le preguntó sobre la obra de la que nos había hablado, pero nunca nos había mostrado nada, más que a Adán el personaje sobre el que necesitaba la investigación. La obra teatral trataba sobre la enfermedad (gracias al trabajo histórico de nuestro amigo ahora podría comprobar que era cierto) de un personaje árabe que había vivido en el siglo X en Córdoba. La enfermedad de la que quiere escribir no tiene tanto que ver con la salud fisiológica como con un proyecto inconstruible y destinado solo a los reyes o a los dioses. El personaje fue Muhammad ibn Masarra, un pensador que intentó construir una gran obra filosófica que explicara totalmente el tiempo y el espacio de manera unitaria. Ismael contó a Adán que tenía escritas ya 60 escenas de su obra pero que son realmente repeticiones, variaciones, modificaciones del tiempo y el lugar en el que el pensador escribe su obra. Después de un rato de comentar estas ideas Ismael echó a Adán de aquel lugar porque ahora que tenía la información necesaria podría ponerse a escribir inmediatamente, sin esperar a recuperarse y sin tener que llegar aún a Italia.
A día de hoy, dos meses después de lo contado, no sabemos nada de Ismael. La última información que tenemos de él es que efectivamente, se fue a Italia a investigar y continuar su obra sobre Muhammad ibn Masarra, y que ya llevaba escritas alrededor de noventa escenas, que no eran más que alternativas de una única escena.
Tumblr media
0 notes
Text
A love poem
Tumblr media
Y la casa guardará los momentos de unión y la soledad compartida.
Y las rocas acumularán nuestros pasos.
Las miradas grabarán en ellas los recuerdos vividos y ya pasados y el sol de las sonrisas dirigidas a los ojos espejo del otro y del interior del que mira
0 notes
Text
Sueño de una mañana de verano
El amarillo inunda los campos frente a mi vista, la paja se extiende como un mar de líneas frente a mi mirada. El naranja de la camisa baila acompañada por el viento y mi cara del mismo color por el sol, llora lágrimas de sal. Rojo ardiente de metal y plástico protegen los sacos de nuestro trabajo y la tela compañera cubre el amarillo del sol.
                                                A mi abuelo manuel
0 notes
Text
And the rain will fall
And the rain blew up our flower. You were sitting still with your eyes in the out, I was looking directly to you while my feet were resting on your legs, my eyes up front and your smile at them.
That was the happiest moment in my life
The music and our hearts were together I kissed you and felt the strangest thing ever. A lightning that teared my soul out and said, ­−Love is like you you are love and love is ours. The wind continued blowing the smoke of your hand and mouth, and in mine the flavour of you remained forever. Like your crack in my heart and like your smile in my soul.
0 notes
Text
La condena
Abandonada y muerta la isla desierta se despierta. Frente a blancas y negras piedras un muro se derrumba.
¡Qué has hecho insulso humano!
El regalo de Dios, al brahmán has traicionado.
Has succionado y extraído el éter de las flores. A sus hijos te has comido.
Te has abandonado y juntos habéis perecido.
Los lobos te rodean, y sus blancos dientes te amenazan, pero no les temes. Tus perros de caza ahora hambrientos, encuentran en ti el sustento de un alma impura y corroída. Óxido y plástico corren por tu venas.
¿Qué has hecho insulso humano?
0 notes
Text
Breathing through her hair
Breathing through her hair Eyes wide open I could see her. Sun rays in her eyes Shining through the Black hole of her soul I could feel her in the air The smell of my dreams My real beach Of the island sun Of yellow, Of space And time Of life and love.
0 notes
Text
Push it on me
Las paredes blancas son los fríos muros que rodean una leve llama. De nuevo me levanté y volví a verlas. Largas superficies planas y lisas, de un blanco impoluto, más claro que la nieve, más liso que el hielo. La luz de la mañana rebotaba por todos lados, sintiéndome inundado por una claridad abrumadora. Tan fuerte era la luz que abrir los ojos me costaba el doble de lo que me habría costado de encontrarme en mi propia cama. Con los ojos doloridos por una luz tan fuerte, la memoria muscular aun hacía que se me cerrasen, volví a ver aquellas hojas que caían elegantemente y que surgían del tronco incrustado en aquella árida mezcla de cortezas de pino y tierra que formaban el contenido del tiesto color naranja. El escritorio de madera clara con diferentes papeles, libretas y libros se me aparecía como un señor mayor que sentado en un banco observa pasar a los caminantes, como un roble centenario que es testigo del paso del tiempo, del paso de diferentes generaciones de paseantes y de quienes se sentaron bajo sus ramas para apaciguar el duro calor del verano. Ese mismo calor entraba por la ventana abierta. No era aún verano por lo que no sudaba, pero los rayos de sol caían sobre mí, y yo sabiendo que eso me produciría dolor de cabeza me gire hacia el otro lado de la cama. La silla frente al escritorio era el maniquí de nuestras ropas. Un montón indefinido de pantalones y camisetas, ropa interior y cinturones que descansaban sobre el respaldo. Probablemente colocados esta mañana por ella, que habrá tenido que recogerlos de uno en uno del antiguo suelo de la habitación.
Me observé a mí mismo. Desnudo, mi pie izquierdo seguía cubierto por las sábanas blancas. La cama era grande, podía hacer como los niños que hacen ángeles en la nieve, y de hecho así me estiraba para empezar a despertar los músculos e intentar reducir al máximo los efectos físicos y mentales de la resaca. De hecho, el dolor de la resaca era el menor de mis problemas. El problema era volver a levantarme en aquella casa, en aquella habitación y en aquella cama.
La fiesta que me llevó a aquello empezó pronto. De hecho, para mí empezó a las 6 de la tarde. Al salir de la uni como muchos jueves algún grupo o asociación de mierda había organizado lo que llaman “cervesada popular” en la que nosotros éramos más proletarios que los organizadores[1]. Mis amigos y yo compramos en el mercadona a cinco minutos de la fiesta los packs de 6 cervezas a 47 céntimos la lata, cuatro packs uno por persona. Y por eso que a las 6:30 ya estábamos la mayoría desaparecidos de nuestro grupo originario. Algunos como siempre se fueron pronto porque tenían que “estudiar”, otros se empezaron a hacer amigos de diferentes desconocidos, gente de ADE, de ciencias políticas, de sanidad… Incluso yo mismo hice esto, es verdad que mis ellos normalmente me abandonan al final, bueno mejor dicho yo les abandono inconscientemente, porque me convierto en una persona social y me hago amigo de quien sea. Desaparece el misántropo para que aparezca el amigo de mi amigo es mi amigo. Al principio de la tarde, cuando borracho ya con un par de latas (sí el alcohol me sube muy rápido y eso que eran 6 para cada uno) empecé a hablar a gente desconocida mis amigos reconocieron mi comportamiento y empezaron a olvidarse de mí. Esto es lo habitual, el problema es que ellos tenían la cerveza. La tarde se convirtió en dar vueltas de un lado a otro. Modificado mi comportamiento por el alcohol, mis capacidades motrices se redujeron considerablemente, creando un espectáculo de gritos, saltos y carreras cada vez que se acababa mi lata, lo que os puedo adelantar, era muy rápido. Conocí a mucha gente, probablemente más de la que recuerde. Pijas de ADE que alucinaban ante un futuro muerto de hambre de humanidades, perroflautas de economía, estudiantes de intercambio que no saben que es la Cup, andorranos hippies, porreros pijos, un verdadero pastiche. Tal vez la mezcla no es tan exagerada, sino que lo loco es mi comportamiento. Realmente es lo más normal considerando que mi cerebro estaba intoxicado por la barata cerveza del mercadona. Al llegar el punto en el que el mundo empieza a aparecerse borroso y todo se te aparece como un continuo movimiento sin origen ni final, cuando te sientes parte de un flujo ininterrumpido de acciones, cuando la gente ya no te preocupa y sabes que estás dando la nota y todo el mundo te mira sabiendo que eres el borracho del momento, es cuando te das cuenta que tienes que coger el metro, aguantar como puedas para no mearte encima e irte a tu casa.
Esta fue solo la primera parte de la historia. Una vez abandonado desde hace rato por mis amigos y borracho como una cuba, emprendí el camino hacia la estación. El mundo se tambaleaba de lado a lado, debía de ser Arquímedes tocando los huevos con su palanquita. Notaba el frio en mis extremidades, pero realmente la temperatura no me afectaba, sabía que si no me abrigaba probablemente me resfriaría, y por lo tanto me abroché hasta arriba, pero tampoco era necesario dada mi condición. La sorpresa surgió a medio camino entre la fiesta y el metro. Sin darme cuenta le había escrito, no sé si había sido yo, alguno de mis amigos, o el resultado de una conversación con algunas de las personas que se habían convertido en mis confidentes durante la tarde. El problema no era el mensaje, porque no lo había, lo que había era una nota de voz, un puto audio. Lógicamente cuando estas borrachos dices tonterías y es por esto que los audios no se deben escuchar nunca nunca después de una borrachera, pero mucho menos durante el momento en el que sigues borracho. Lo jodido es que ella me había respondido con: —hay fiesta en mi piso—. Mi perdición.  En aquel momento pensando más con el pene, o un sucedáneo de la locura, la mente borracha, cambié de ruta y me dirigí hacia su piso. El camino se me hizo cortísimo. Las intenciones con las que me había contestado eran las mismas con las que me dirigí hacia su casa. Aun así, a día de hoy no sé qué le dije en el audio ni lo quiero saber. Por lo tanto, tampoco sé porque me contestó así. La cosa es que a las 9:30 ya me encontraba abriendo la puerta del portal como había hecho tantas veces; a la vez que estiras hacia ti pegas una patada en la esquina izquierda en el mismo lado que la cerradura. Ella sabía que  conocía el truco así que no nos enviamos más mensajes. Al llegar al tercer piso piqué al timbre por los menos 6 veces y con razón, ¿en las fiestas cuanta gente está pendiente de la puerta?  y realmente como coño van a escuchar el timbre si la música está a toda hostia. De pura casualidad alguien me abrió, no recuerdo ni siquiera quien fue, lo único que me viene a la mente es correr hacia el lavabo donde dos se estaban magreando nivel extremo y que al entrar yo en vez de irse pretendían echarme, pero la naturaleza de mi urgencia era mucho más poderosa que sus ganas de follar, por lo que al final conseguí echarlos. Después de mear parecía que incluso me había desintoxicado un poco hasta que justo al abrir la puerta alguien puso otra lata fría en mi mano, y dándome cuenta que estaba allí bebí, bebí como se bebe una vez ya estas borracho, como si fuese agua. Sonaba Eating like a kid de Makeout Videotape (esperamos que el lector se ponga la canión mientras lee para meterse en el ambiente). Humo de Marlboro, parejas que se arriman y magrean en cualquier lugar, vans manchadas con agujero arriba, Levi’s de segunda mano rotos, los típicos porreros en el balcón, ceniceros que ya no son más que esculturas de arte moderno formadas por mil colillas, latas de cerveza vacías y estrujadas encima de la mesa y por el suelo, paquetes de tabaco también arrugado y acabados, el borracho que intenta liarse un cigarro en medio de todo el panorama y yo. Con el mareo del alcohol que ahora se vería aumentado por la cerveza que ya me había acabado, intenté dirigirme a un lugar donde poder sentarme. El sofá estaba ocupado por parejas dándose filete intensamente, un borracho a punto de caramelo para la pali, y a su lado un amigo con aspecto de autista gracias a algún hongo que le han pasado.
Al final la vi, salió de una habitación con un cigarro en la boca, típico de ella, dejarse el maldito Marlboro que se pega a tu labio cuando se te seca y  que después hacia que supiese a cáncer. Llevaba una camiseta de manga larga, cuello alto y apretada que al ser su única ropa hacía que se le marcasen más los pechos y los pezones. La verdad es que estaba buenísima, parecía que la camiseta estuviese hecha a medida para realzar su cuerpo, sus caderas, sus hombros y su cuello. Sus Levi’s 501 blancos favoritos que no faltaban nunca en ninguna de sus fiestas, y que tantas veces había desabrochado y quitado, tal vez los conocía yo mejor que ella. Y como siempre sus vans negras también con suela negra. En una mano una lata de cerveza, la otra servía para quitarse el cigarrillo de la boca y tirar la ceniza al suelo o para apoyar su palma en la cadera. Con esa postura de modelo se presentó frente a mí. No me podía imaginar lo que pasaba por su mente, tal vez me hizo ir para definitivamente mandarme a la mierda gracias al impulso del alcohol y el buen ambiente de la fiesta, a lo mejor quería hacerlo simbólicamente, enrollándose con otro tío delante mío. Como el humo tapaba su cara no podía ver exactamente su mirada, no sabía si me odiaba, si quería gritarme, si quería realmente decirme adiós definitivamente o si quería lanzarse a mí. Como habréis leído al principio fue esta última. Lo que realmente fueron dos segundos se me hizo eterno, no sabía dónde meterme, decirle hola y seguir caminando por la fiesta, hablarle al oído contándole una tontería, hacer como si nada e ir a por otra cerveza, o como realmente deseábamos los dos lanzarme directamente.
Como sabéis por el inicio los dos nos tiramos a la boca del otro. Realmente ninguno de nosotros sabía si eso era lo que queríamos, pero era lo que hacíamos habitualmente. Alguien podría decir que inconscientemente el impulso sexual es el que nos gobierna y más cuando estamos acostumbrados a dejarnos a llevar por él. Pero esto era diferente porque no sabíamos si en nuestro interior queríamos seguir viéndonos, siquiera existiendo el uno para el otro, pero el único tipo de relación que conocíamos era sexual. Los dos creíamos que lo lógico sería que no nos separamos definitivamente, pero mi nota de audio y su mensaje invitándome decían lo contrario. Cualquier persona diría que nuestra relación solo nos hacía daño a los dos y que lo mejor sería separarse, porque seamos realistas, lo único que nos causaba era dolor. Una o dos veces a la semana nos veíamos para follar, cuando había fiestas más. Habíamos intentado iniciar una relación, pero no funcionaba, solo funcionábamos en la cama. Como personas somos opuestos, no porque no tengamos cosas en común, nuestra personalidad es contraria, o tal vez tan igual que no podemos estar juntos. Todas las veces que intentamos que surgiese algo uno de los dos la caga. O yo no soy lo suficientemente atento o ella es demasiado pesada, o uno de los dos se lía con otro, como respuesta a esto y se rompe la confianza… la cosa es que no podíamos compartir una vida. Pero teníamos un problema que como veis aún está presente, no podemos parar de follar. Nuestra relación sentimental se fue debilitando y ahora solo queda el sexo. Por eso digo que todo el mundo pensará que esto se tiene que terminar. Al tener esta especie de relación basada en nuestros cuerpos aún estamos atrapados en una especie de unión extraña. Ella aún tiene una parte de mí en su corazón y yo una parte de ella en el mío. Realmente no es que solo estemos juntos por el sexo, es que no sabemos cómo tratar nuestros sentimientos y la única manera que sabemos de estar juntos es follando. Triste diréis, pero más triste seria que ella se fuese de mi vida, y si esa es la única manera de poder tenerla a mi lado, y la única manera de estar juntos es como seguiré relacionándome con ella.
Empezamos a enrollarnos, ella seguía con el maldito cigarro en la mano y de vez en cuando seguía dándole caladas. Con la borrachera que llevaba todo se me hacía más visceral. La rodeaba con mis brazos, una tocándole el culo, y otra apretándola contra mí. Ella me cogía de la cabeza y no me dejaba marchar. No solo era yo el que tenía ganas de su saliva, ella también. No sé como pero llegamos al sofá. Ahora la pareja que se daba filete éramos nosotros. El de la pali ya no estaba y ahora solo quedamos dos parejas restregándonos y metiéndonos la lengua hasta la garganta. Me encantaba y me sigue encantando la fuerza sexual que tiene. En esos momentos parece que esté poseída y que se lance a matarte, pero es aún mejor que tú contrataques porque eso le pone más. De alguna manera seguía teniendo el maldito cigarro, igual que yo tenía otra lata de cerveza encima de la mesa a la que de vez en cuando le pegaba un trago para refrescar la boca después de toda la saliva. Cada vez que le besaba el cuello aprovechaba para darle una calada. La mezcla de sabores, cerveza, saliva, Marlboro, colonia de su cuello me mareaban y la única solución era seguir bebiendo, seguir liándose, finalmente follar y dormir con ella. Con todo lo que llevábamos encima llegamos a la habitación en la que me he despertado, medio tirados por el suelo, medio dormidos pero muy muy borrachos y aún más salidos. Se quitó la camiseta y por fin pude ver sus tetas, aunque al estar tan calientes eso ya daba igual, lo importante era meterla y que se la metieran. Una vez más mis manos se pelearon con el botón de sus Levi’s favoritos, también hay que decir que el alcohol no ayudaba en eso. Pero ella me paró, no me dejaba quitárselos hasta que ella me quitase a mí también la camiseta. Espero que no suene mal pero tampoco sé que ven las mujeres en nosotros, si mi torso parece una especie de tabla donde se cortan las verduras para hacer el sofrito, mientras que ella parece esculpida por un verdadero dios, con unas líneas y curvas más perfectas que cualquier parte de mi cuerpo. Ahora si conseguí desabrochar el maldito botón y le quité rápidamente los pantalones y de nuevo, antes de que le quitara el tanga de lencería, me tiró de un empujón a la cama y ella sí me quitó los pantalones fácilmente. Antes de seguir desnudándonos, aunque poca ropa llevábamos ya encima, nos paramos para besarnos una vez más. A continuación, nos quitamos lo que quedaba y follamos. Tal vez hicimos el amor, tal vez no solo follamos, a lo mejor sí que de esta manera estamos expresando nuestro amor por el otro. Es cierto que es la manera más triste que existe de decirse te quiero, pero es la única manera en la que nos lo sabemos decir. Y así fue como me desperté una vez más bajo la mirada de esas paredes blancas y en su cama, y como una vez más me arrepentí de haber follado, pero por otro lado me alegré de haber estado más rato a su lado y sobre todo de haber sentido algo por ella realmente y notar que ella también lo sentía por mi.
 [1] Normalmente los grupos que crean este tipo de fiestas son asociaciones que digamos no tienen miedo de mostrar su cara más colorada.
2 notes · View notes
Text
Azotea
José Dosantos y yo subimos a la azotea de aquel bloque de pisos, típico edificio construido en los años 70 para familias inmigrantes de clase trabajadora. Color naranja o amarronado, ladrillos de la estructura vistos por el lado, ventanas con cristal de mala calidad…
Al salir por la puerta lo que encontré no fue un lugar viejo y sucio, ni un suelo rojo, con el típico revestimiento para que no se filtre el agua, sino todo lo contrario. Ante mí se desplegaba un clima de fiesta, mejor dicho, me encontraba en una.
Había una orquesta de Jazz al completo cada musico con su esmoquin de color azul y pajarita negra todos tenían el aspecto de Duke Ellington nos movíamos de arriba a abajo al ritmo de la música el Martini con una cereza por favor las palmeras ondeaban al viento y su verde se mezclaba con la luz naranja de la puesta de sol venga chicos ahora en Fa# menor de repente una trompeta se lanzó al galope mientras José en su esmoquin negro me hablaba de su vida aquí tiene su Martini señorita con cereza como a usted le gusta este puro esta delicioso señor Nogueira yo empecé en esta bar sirviendo martinis me contaba mi acompañante a las ricas mujeres de empresarios americanos Jorge pásame la sordina antes de que el director de la señal hace mucho calor José se secaba la frente con un pañuelo que sacaba de su bolsillo trasero del pantalón de repente apareció Horacio de su triatlón y estaba cansado y tenia la cara roja y parecía que le costaba soportar el calor y que el aliento le faltaba y estaba preocupado aquí tiene su mechero señor venga chicos cambiad a la segunda partitura del segundo libro en el siguiente instante Horacio desapareció la puesta de sol seguía parecía ser infinita las palmeras continuaban danzando al ritmo de la brisa el camarero no había dejado de limpiar vasos  de mojito mientras su compañero atendía a las hermosas rubias de vestido blanco y ceñido por la cintura mientras sus marido echaban grandes bocanadas de humo de habano que se entremezclaban con los sonidos del jazz tropical esta vez quien entro rápidamente fue Tiago el pobre chaval también tenía cara de preocupación pero vestía de manera más elegante que el padre lucia una camisa blanca de lino y unos pantalones verdes del mismo material junto a unos elegantes mocasines por su expresión veíamos que quería decirnos algo pero de nuevo y de igual forma que su predecesor se esfumo al primer golpe de timbal de la nueva canción si es que la canción había cambiado en algún momento José siguió contándome cosas sobre sus negocios andábamos con una copa en la mano mi marido sigue en la reunión podemos tomar otra copa  así es como importo los coches sin tener que pasar por todos los controles el mes que viene tengo una reunión con unos colaboradores de Japón que podrían mejorar la situación mucho nos sentamos en una pequeña mesa entre la orquesta los invitados y la barra donde seguimos conversando y tomando martinis la verdad es que hace calor per al fin y al cabo ahora estoy más animado aquí tienen señores a este tentempié invita la casa el trombón se disparó y las baquetas recorrían la batería como los cocteles las manos de los invitado bajamos a cenar la fiesta seguirá después pues si querida la verdad es que la nueva casa con piscina es maravillosa vamos chicos 2 minutos para beber agua tienes que tirar fuerte de esta puerta siempre está medio atascada. 
0 notes
Text
Escritura automática 1
Diego Rosado arráez que tal
yo bien
pues genial
juguemos al frishbie
no me apetece jugar con un loco
no importa iré a escuchar musica
la naranja es de color naranja
eso no importa porque al ser mecánica todo es de metal
metal y viento
esta claro que malher es un genio
no me parece mas genio que stu mckenzie
yo creo que si sino picasso y picabia no serian sinónimos
no lo son
eso da igual
también es cierto.
0 notes
Text
Viaje a Laos
Después de Bajar del avión, salir del aeropuerto, ir a la ciudad, ir al hotel, ir a comer, ir a dormir (si el jet lag me deja), despertarme (sin dormir). Me paseo por las calles, tiendas, gente que habla, gritos, olores, aroma, y ruido, y movimiento, Ginsberg vete.
Empecemos, cojo un taxi, o una moto, o una mini van, o una bici, no sé, no he estado ahí, es lo que dicen los blogs de viajes. Me dirijo al templo, Pha That Luang, donde está la gran escultura del Buda tumbado, la Estatua del Descanso de Buda, no sé si es eso realmente, es lo que dice Google. Lo siento Thibault. Vaya pedazo de estatua, que calor hacer, malditos judíos, pero es oro de verdad, putos budistas son ricos, como el ISIS, Galaboda Athethe Gnanasara, es broma. Lo siento Thibault. Me he equivocado, voy a Xien Khuan, a ver las esculturas, esto es la puta hostia, la verdad es que viajar solo mola Miguel, da miedo, pero igualmente ¿siempre estamos solos no? Realmente no he ido a ningún sitio Pessoa Mulet Barbott. Las esculturas son el pasado, el presente, el puente, yo soy el puente, yo soy Die Brüke, yo soy el Übermench, yo soy Zoroastro, yo soy la nada, yo soy la existencia de la nada, yo soy la libertad.
Dios que calor hace aquí y en Laos como me dice Google y el blog de viajes. Voy a Vang Vieng. Esto es la hostia, el super río Nam Song. No es el Ganges, pero hay muertos igual, todos los ríos son el Leteo. Me paseo un rato, me baño, ando, duermo y como. Por el camino veo pescadores, y veo pescado, y veo barcos y casa, y niños y animales. Yo busco la paz pero la paz no es algo que esté en Laos, en Nam Song, en Vang Vieng, la paz está en mí, eso es el atmán y eso eres tú. Realmente estos lugares no son los que crearon a Buda, son animista, lo fueron, el gobierno lo niega, Buda no. Per han modificado su tierra, la ha Budeizado, la han transformado y la han recreado, han creado al nirvana. No es el paraíso, el paraíso está en mi como diría otra vez mi amigo Pessoa Mulet Barbott.
Ellos viven en paz, o no. Les hemos fastidiado la vida, yo no, mis jefes, mis patrones, mis creadores, y ahora también a nosotros. Antes teníamos monasterios, Montserrat, ahora tienen scooters y nosotros tenemos Rayanair. Nadie tendría que habitar en sus templos, ni visitantes ni ellos-nosotros. Esos lugares esta habitados por el tiempo, por la memoria, por la historia, por la tradición, ya lo he dicho ellos son Die Brüke, al igual que yo. Son la historia y juntos somos el presente, el ejemplo y la prueba del pasado y el indicio del futuro. En ellos vive la paz, en ellos vive el bien, en ellos vive la vida, y en ellos hay muerte.
Veo varios templos en diferentes zonas del país, veo diferentes personas rezando, haciendo ofrendas a sus Budas, o dioses, o piedras talladas en el siglo XIV, pintadas de oro y vestidas con ropas color azafrán. Los unos dan y los otros no se mueven, los primeros no reciben y los otros sí. Es su atmán quien se lo da, es su cogito, es su sistema inconsciente libre de censura, reciben la nada y con la nada crean, con la nada existen y con ella son.
Finalmente me paseo por Vat Phou, las grandes llanuras verdes son mi vacío, mi vacío per personalizándolo, ¿verdad Nishitani? Lo siento Thibault. Pienso en todo, ¿Qué es todo? En vivir, en morir, en el amor, en el odio, y en la felicidad, y en la depresión, pienso en los niños que cada mañana se ríen al verme pasar cuando desayuno, tú me comprendes Miguel. Realmente todo esto es verdad, ¿Qué es verdad? La verdad es lo que es y no lo que no es, como dirían San Agustín, o Santo Tomás. Ellos saben lo que es y lo que no es. Nosotros no sabemos nada, pero no importa. Me encuentro en la pradera frente al templo, en la naturaleza, en el templo, pero a la vez me siento fuera de él. ¿Cuál es la diferencia?, la roca esta fuera, pero aquí esta ordenada. Fuera también esta ordenada, simplemente con otro orden.
Este ha sido un gran viaje, no lo voy a olvidar, no olvido nada, tampoco recuero nada, lo tengo todo, todo es yo y yo soy todo.
Holy Laos! Holy Buda! Holy Vientian! Holy Pha That Luang! Holy Vang Vieng! HolyXieng Kuan! Holy Vat Phou! Holy Pak Oer! Holy Miguel! Holy Thibault! Holy Pessoa Mulet! Holy Holy! Holy Pluma!
0 notes
Text
Una noche pasada por agua
Es tarde y a la salida del trabajo no nos esperan novias, madres, amigos o perros, solo la lluvia, y el viento, y la humedad. Hace tanto aire que los paraguas fabricados por un por un pobre niño en China se dan la vuelta. Su cigarrillo se apagada y ya solo le quedan dos en su paquete de Marlboro.
Ella ha salido antes que yo del trabajo. La situación es cómica, ella con su paraguas rosa, intentando luchar contra el tiempo que realmente no pasaba porque cada vez que se encendía de nuevo el cigarrillo la lluvia se lo apagaba. Parecía un documental de esos de la 2, el animal solo ante la fuerza de la naturaleza, y como los hijos siempre pierden frente a los padres ella también pierde.
Asqueado del día de mierda me dirijo hacia el coche, pero al trabajar hasta tarde me doy cuenta de que no tengo sueño, tengo el horario totalmente trastornado. Pienso que le puedo llevar a casa, como Noe cuando salva a los animales del castigo divino. Le hago señas desde dentro del coche y al verme tira el cigarrillo al suelo, aunque ya estaba empapado antes. Se sube y me pregunta si puedo fumar, a lo que le respondo que normalmente no pero hoy tampoco es un día normal, así que le dejo, por suerte para mí la lluvia había acabado con su paquete de Marlboro. ―Me cago en todo, puta lluvia, ya no te deja fumar ni el tiempo―. Arranco y poco a poco, ya que no veo una mierda por culpa de lo mismo que no le deja fumar. Sigo sus indicaciones hasta su piso. ―Déjame aquí, o si quieres puedes subir, por culpa de estos horarios de mierda se me ha pasado la hora del sueño así que te puedes quedar a tomar algo y ya te irás cuando te dé la gana―. Aparco dos calles atrás y ella se queda conmigo para que no pique y despierte a sus compañeros de piso. También se queda para que cuando salga me cubra con ese paraguas chino que por lo que ha sufrido antes ya no podrá proteger ni a un ratón.
Llegamos al portal y abre la puerta con cuidado de no hacer mucho ruido ya que el bloque tiene dos plantas. Subimos por la escalera y la única iluminación de los rellanos son esas pequeñas luces naranjas de emergencia. Es el último piso, entramos con cuidado y cierra de la misma manera que ha abierto la portería, y por la misma razón que me ha acompañado a aparcar.
―Siéntate en el sofá ahora vuelvo―. Enciende una pequeña cuerda de luce que sube verticalmente alrededor de una especie de tubo que parece una de esas lamparas chinas de papel, algo alargado. El sitio parece realmente dejado, las paredes blancas de fábrica, con algún poster que de tan caído que está no se reconoce ni de que es. No tienen tele simplemente un pequeño mueble de IKEA de esos formados por diferentes cubos que te llegan a la altura de las caderas. En esos cubículos hay diferentes objetos, pero en general es basura, no sirven para nada, no son ni decoración.
Antes que pasen 30 segundos sale ―toma estas chorreando ponte esto―. Esta vieja camiseta me hace sentir mejor, al menos ya no soy una fregona. Se vuelve a meter en su habitación y en un minuto sale simplemente con una camiseta vieja y grande, total no hace mucho frío y está en su propia casa. Pasa delante de mí sin mirarme y se dirige a un pequeño armario alargado y estrecho que recuerda a ese tipo de muebles “modernos” pero de mala calidad, hecho con conglomerado y chapado con algo que tiene dibujo de madera. De dentro entre diferentes bolsas y cajas saca un cartón de Marlboro y se coge un paquete. Abre la ventana y los dos vemos la lluvia que cae y las farolas amarillas que alumbran esta calle como cualquier otra del pueblo, desiertas a esta hora de la noche y con un tiempo como este. Abre el paquete de tabaco y saca un cigarro, se lo lleva a la boca y con el mechero de cocina, ese que tienen las madres, alargada para los fogones se lo enciende. Su cara se ilumina con el amarillo del fuego y el naranja del cigarro que ya que ha apagado la tira de luces para que nuestra presencia sea menos.
Como si no estuviese se sienta a mi lado y da una calada al cigarro porque se le está acumulando la ceniza en la punta y aún ni ha empezado a fumar. Por fin se gira y se sienta con las piernas cruzadas mirándome directamente. Frente a esto se me congela el corazón, y el cerebro, me convierto en piedra, y para rematarme ― ¿qué? ―. No sé qué contestarle, ha sido su idea invitarme, aunque no niego que al ofrecerme a llevarlo algo esperaba yo también de todo esto. Al ver que no respondo se levanta y va hacia la cocina que está justo a la izquierda y detrás del comedor, justo se entra por el mismo sitio en el que se sitúa la ventana por la que siguen entrando gotas de vez en cuando y en la que se ven aún las luces amarillas de las farolas. Escucho como coge dos vasos y les pone hielo, los apila, abre un armario y coge algo de cristal, miro a la izquierda y trae una botella de Ginebra mala. Nos sirve un par de dedos a cada uno, se va a la cocina, abre la nevera y trae una lata de tónica también mala, nos hace unos gin-tonics malos. Los dos bebemos y mientras hago caras de asco, yo no bebo y menos esa mierda, ella no se inmuta y da otra calada al cigarro. El tiempo para y poco a poco mis sentidos se van atontando, ella parece igual. Apaga la colilla en un cenicero de esos de cristal de los años setenta que parece que tengan mil caras como un diamante, situado encima de una mesita que está en el centro del salón, entre el mueblo de IKEA y el sofá en el que estamos sentados. Se enciende otro cigarro y vuelve a llenar los vasos, ahora ya no queda tónica y el hielo pare un iceberg que flota de lado a lado en un mar transparente. Fuera sigue lloviendo, y la única luz que nos ilumina es la de la farola amarilla de la calle y de vez en cuando el naranja de su cigarrillo cuando le da una calada. La tranquilidad es absoluta, parece que el tiempo se ha detenido y que la lluvia es como un giff en movimiento dentro de una conversación de whatsapp. Pero justo en ese momento ella me besa. Noto el sabor a tabaco, el sabor a ginebra y tónica mala, pero es como un rayo, un parpadeo de un fluorescente de la planta -2 de un parquin. Ahora sí que me quedo de piedra, miro fijamente enfrente, a la farola amarilla y a la lluvia. Ella se levanta y se mete en su habitación.
Después de eso, el alcohol hace su efecto y me quedo dormido en el sofá. Cuando me despierto es de día, la ventana está cerrada y en la mesita del cenicero veo un paquete de Marlboro deformado por la fuerza de su mano. El piso está vacío y mi ropa encima del mueble del IKEA ya casi seca. Su habitación está abierta pero no hay nadie, solo el rastro de su cuerpo entre las sabanas arrugadas de su cama, sus colillas retorcidas encima del escritorio lleno de libros. Me asomo por la ventana del comedor y la calle está ya seca, pero el cielo es gris. Me acabo de acordar ella sí que trabaja hoy.
0 notes