"La galaxia a mediodía" es un espacio coral dedicado a la publicación de estudios, análisis, críticas y reseñas literarios.
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Vivir de ver. A propósito de “Cuaderno de Cabo Verde”de Melchor López, Ediciones del Pampalino, Tenerife, 2021.
Por FRANCISCO LEÓN
El cuaderno poético compuesto bajo el signo del viaje no es práctica novedosa en la ya bastante extensa obra lírica de Melchor López (Tenerife, Canarias, 1965).
En 2018 la editorial asturiana Trea puso en las manos del lector interesado una recopilación de todos sus ―así llamados por el propio autor― «cuadernos de viaje», desde el más antiguo, Cuadernos marroquí (1993), hasta el entonces último de ellos, Cuaderno de Azores (2015). Entre uno y otro, fueron surgiendo Cuaderno inglés (1996), Cuaderno de la isla de La Gomera (1997), Cuaderno de la isla de El Hierro (1997), Cuaderno portugués (2007), Cuaderno de Granada (2010) y Cuaderno de Lisboa (2013). Está de más decirlo: no son sus únicos poemarios publicados. Pero estos forman, a decir verdad, una suerte de ciclo lírico macaronésico o atlántico.
Por desgracia, el poema modelado a partir de la arcilla densa de los viajes no tiene buena prensa entre entre los lectores españoles, o menos entre los lectores españoles ―para ser más exactos―, que entre los poetas de nuestro país. Por ejemplo: «Los libros de poemas basados en viajes no suelen tener demasiado interés, y sólo una mano poética firme y capaz de atrapar lo esencial en la anécdota puede salvarlos.» (Vicente Luis Mora, Diario de lecturas, domingo, 28 de julio de 2019).
Los libros de poemas basados en viajes sí que suelen tener interés. A menudo se percibe este tipo de libros, erróneamente, como surgidos de una práctica ancilar de la verdadera composición poética, como una suma de apuntes descoloridos, como una escritura de naturaleza inferior entregada al anecdotario. No es el caso de Poeta en Nueva York, sin ir más lejos, o de La prose du Transsibérien et de la petite Jehanne de France de Blaise Cendrars o de Sendas de Oku, de Matsuo Basho, por poner aquí unos pocos, poquísimos casos incontestables.
A decir verdad, lejos de ser una anomalía, el poeta-viajero ―y su consecuencia: el poemario de viajes― ocupa un lugar central en la literatura de todos los tiempos. También en la poesía moderna: el poeta que convierte las potencias de su escritura en el símbolo de un verdadero viaje, físico e imaginario al mismo tiempo, hacia la otredad se halla, con «Le voyage» de Baudelaire o con «Viaje a Ítaca» de Kavafis, por ejemplo, en la base de nuestra profunda tradición lírica reciente.
El viaje ―«un libro de viaje donde el viaje sea el libro», como dice en Galaxias Haroldo de Campos― depara al poeta verdaderos tesoros, tesoros para la vista y tesoros para la mente. En primer lugar, el viaje a tierras extrañas suele arrancar al poeta de sus hábitos y automatismos compositivos. Lo obliga, en cierto modo, a despertar a una nueva existencia y a un nuevo modo de observarla. Aparece ante él una realidad que lo empuja establecer un nuevo trato con su lenguaje, con su expresión, pero también con la realidad de llegada. Si acaso la tiene, la imaginación creadora del poeta se ve impelida dar un salto hacia lo desconocido, hacia la otredad, sí, pero sobre todo hacia los misterios de la otredad. Así pues, pocas experiencias tan enriquecedoras para la poesía como la de la experiencia de la poesía a lo largo del viaje.
Precisamente con una cita de la emperatriz de la poesía portuguesa, Sophia de Mello Breyner Andressen ―otra poeta-viajera brillantísima, por cierto―, acerca del otro, daba comienzo Según la luz de López: E outro nasceu de tudo quanto viu. El propio López se refiere a ello en una entrevista publicada en 2018:
En la cita de Sophia de Mello que abre el libro [...] aparece la idea del otro que nace en el viaje, del otro que se revela en todo viaje; con palabras más conocidas, otro poeta portugués, Pessoa (ele-mesmo), escribió: ′Viajar! Perder países!, / ser outro constantemente’. Lo que me interesa, en primer lugar, de esa experiencia del viaje, es la conversión del yo en otro; esa es la dádiva que nos espera cuando «vivimos de ver» espacios desconocidos.
Tampoco se debe despreciar, por cierto, el efecto crítico, de extrañamiento, que causa en el lector lugareño, en el otro, la visión novedosa de la tierra visitada que ofrece el poeta-viajero a través de su obra. En mi antología sobre este asunto, El sueño de las islas, en que compilo medio centenar de poemas de tema canario pertenecientes a autores no canarios, aparece el Teide visto por Haroldo de Campos o por Emily Dickinson. El maestro brasileño visitó Canarias en 1996, pero la poeta norteamericana jamá viajó a Tenerife, por su puesto, pero igualmente, empujada por la tradición simbólica del poeta-viajero, ofrece al insular una visión inédita y potente, una visión deslumbrante, del gastado icono volcánico de las Canarias.
La «conversión del yo en otro» a que se refiere Melchor López en esa entrevista, concedida hace algo más de tres años, se concreta en Cuaderno de Cabo Verde. En el poema «Vida retirada» dice:
Sou agora um homen velho
en una de mis vidas imposibles
―o tal vez no―.
Amalgamado por completo con el lugar adonde ha viajado, el poeta se imagina como un viejo «retirado / cerca de Tarrafal», un anciano caboverdiano. También imagina su nueva voz, su nuevo idioma.
En «Los rebelados de nuestro Señor Jesucristo, circa 1960», de nuevo transformado en otro, habla por boca de uno de los rebeldes, integrantes de la comunidad religiosa de isla de Santiago:
Porque somos los rebelados les pedimos solamente que nos dejen vivir en paz. Le pedimos que nos dejen vivir apartados, en la sierra más agreste, con nuestras costumbres y nuestra fe...
«Autoproclamación en la ciudad de Praia», poema con que se abre este Cuaderno de Cabo Verde, Melchor López, con nombre y apellidos, alzado también en rebeldía, como los rebelados coboverdianos, proclama su autoexilio:
Yo, Melchor López,
descendiente de un Mendes portugués,
natural de Los Silos, Tenerife,
[...]
me autoproclamo aquí
[...]
en voluntario exilio...
Se declara también en este poema: «vil traidor de su patria chica / y de su miserable parnasillo que mengua / bajo las mustias flores del almendro». Curiosa, comprometida y no sé si contradictoria decisión tomada por un poeta que, por otra parte, ha afirmado recientemente, en otra entrevista, que la poesía canaria, con respecto de la poesía española continental, ha iniciado un viaje definitivo:
Sobre mi deseo de pertenencia a otras constelaciones literarias, más allá de este circo de rocas abismadas en el que he ido creciendo hasta mi inminente inexistencia, le confieso que me siento extraño dentro de la actual poesía española. Ya he manifestado que, de alguna forma, por todos esos antecedentes a los que me he referido a lo largo de esta respuesta, yo me encuentro dentro del Gran Desvío que se produce en la literatura canaria en las últimas décadas, acentuado sobre todo a partir del ejemplo resistente de Syntaxis y el repudio de la poesía de la experiencia, una corriente desustanciadora que ha ocupado casi de manera asfixiante (con valiosas excepciones) el panorama peninsular.
Lejos, por tanto, de entender el poema de viaje o el libro de viaje como un anecdotario, como una sucesión de fotografías comunes y sabidas, López demuestra en Cuaderno de Cabo Verde que, pese a que todo poema es de circunstancias, como afirmaba Goethe, la ocasión del viaje constituye no obstante algo más que un escenario pintoresco en el que naufraga la escritura de la poesía. Todo lo contrario, para el López, inserto en la tradición del poeta-viajero, el viaje ―el viaje de traslaciones macaronésicas, hay que repertirlo― ilumina en su ojo vigilante la oportunidad un misterioso renacimiento.
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Presentación del libro “Nada de lo que puedo ofrecer me pertenece” de María José Alemán. (2018)
Por SERGIO BARRETO
Este libro es una cebolla. Nuestra autora lo ofrece como un fruto recién sacado de la tierra, pero no se trata de mercadeo ni de llamadas de atención para que su género se imponga. María José, yo la llamo Pepa, es consciente de que ni tierra ni fruto le pertenecen, por lo que su ofrecimiento, su intención de alimentarnos no busca retribución, sólo entrega. Difícil entender este título aforístico dentro del panorama ético contemporáneo en el que la pertenencia y la acumulación de beneficio forman parte del corazón de nuestro mundo. Quizás Pepa nos ha querido transmitir un convencimiento íntimo, una conclusión de su trato con lo que tiene y lo que da para que pensemos, antes de la inmersión en su universo, en lo que implica ser humilde.
Su estirpe aforística le obliga a afrontar un discurso estoico que se filtra, atendiendo a las palabras de Jacques Derrida sobre el sentido de la escritura del poeta Edmond Jabès: «Entre la carne demasiado viva del acontecimiento literal y la piel fría del concepto». Esto genera un tensor provechoso para la reflexión, ya que al renegar de deslumbramientos o descripciones pormenorizadas, el concepto que ingresa en nosotros mediante la palabra se abre al tiempo, y el tiempo es perspectiva. Se logra así un fenómeno semejante a dejar la mente en blanco durante el proceso meditativo, cuando los pensamientos se detienen y el silencio aflora. Es ese silencio el que parece buscar la autora en los espacios blancos; el silencio, copado de enseñanzas, que separa los versículos sagrados de la Torá.
Pero no nos engañemos, aquí no hay lecciones de autoayuda ni piruetas posmodernas que quieren ser poesía porque alguien se ha empeñado en autoproclamarse poeta. Aquí encontraremos lo que Paul Valéry consideraba el motor de su escritura: la construcción de una mente.
Esta cartografía de instantes requiere de un conocimiento actualizado sobre un género que da pie a muchas definiciones. Me refiero a esa grieta entre el poema en prosa y el aforismo, la revelación y el apunte memorístico que muestra múltiples caras de un sujeto que se contempla ajeno a sí mismo y, por ello, es capaz de deducir realidades sin caer en el manierismo del yo, pericia que se agradece en este tipo de escritura. Desde mi punto de vista, el recurso del yo, si no es empleado con cautela, puede generar una solución demasiado simplista a una problemática apasionante que no se ha contemplado desde suficientes ángulos. Pepa ha viajado por esta reflexión y, con honestidad de persona que se preocupa por la forma, ha sabido crear una estructura, un sistema propio en el que investiga mientras la alumbran otras voces. Pepa no se conforma con ser ella misma y eso es enriquecedor para la creación e impide que el estilo se estanque en autoengaños. En lugar de empeñarse en fabricar versos blancos o columnas afónicas, ella genera fragmentos que hila mediante el discurso estoico antes mencionado. Cuando esos fragmentos se cohesionan forman una red que, posteriormente, dispuestos en un orden de superficie a núcleo o de núcleo a superficie, comienzan a pensar como un ser orgánico. Este libro piensa y, por ello, permite tantas interpretaciones como formas de lectura. Empecemos desde el final, desde una apertura azarosa o siguiendo el orden clásico y descubriremos mensajes diferentes. Nos encontramos ante una red neuronal y dependiendo de la progresión que llevemos a cabo en sus páginas la obra responderá de un modo diferente cada vez.
«No es una cualidad rara», escribe Harold Bloom en su canon a propósito de Emily Dickinson, «en los grandes poetas poseer tal fuerza cognitiva que cuando los leemos nos vemos enfrentados a auténticas dificultades intelectuales». Estas palabras del catedrático de Yale son demoledoras, ya que muchos autores que hoy definen como grandes poetas deberían ser examinados por la crítica a la luz de lo difícil que entrañan, no de lo sencillo, emocionantes o directos que resultan. Los parámetros establecidos por cierta poesía sentimental y populista, obsesionada con hacerse entender, al descartar de sus posibilidades creativas cualquier concesión a lo profundo, lo hermético y, en definitiva, lo difícil, menoscaban el centro mismo de lo poético y ridiculizan el oficio. Este libro, por fortuna, no busca ser entendido porque, como ya se advirtió antes, en él todo es ofrecimiento sin esperas. Su exposición no es pornográfica, aunque la presencia del cuerpo sea recurrente. La aparición que el cuerpo hace en estas páginas evidencia una noción apegada a lo espiritual, como si el cuerpo que usa la poeta fuera más un fantasma que un corpúsculo.
En la sección que lleva por título 1, y que es la última parte de la obra, leemos: «La piel de la cebolla es el manto del ser». Este aforismo de raíz existencialista ubica muy bien la forma a la que nos enfrentamos, ya que se trata de un objeto hecho de capas que revisten un núcleo. Sin lugar a dudas existe complicación en el acto de pelar una cebolla. Su efluvio parece repeler la rotura de su forma y las capas que la constituyen resbalan, unas sobre otras, cuando el cuchillo las presiona, pero las cebollas, como aquellas que alimentaron al niño de Miguel Hernández, son frutos humildes y su tratamiento genera un sabor atractivo repleto de matices. El orden que Pepa concede a las palabras posee la complicación que conlleva pelar una cebolla. Es difícil saber dónde empieza una capa y dónde otra, los términos resbalan unos sobre otros y el efluvio estoico impregna cada oración y homogeniza a este libro con forma de esfera.
Imponer complejidad mediante términos sencillos es una labor titánica de la mente y requiere de un orden sintáctico rotundo, de lo contrario el acoplamiento entre lo pensado y lo expresado puede quedar cojo o tambalearse. Esto se obtiene mediante práctica y repetición, una actitud, a fin de cuentas, que exige transparencia lingüística y una forma de ver las cosas que encaja con el siguiente texto, también aforístico, de Wittgenstein: «Cuando me doy la vuelta, desaparece la estufa. Las cosas no existen en los intervalos de la percepción». Es esta percepción, consciente de la discontinuidad de lo real, la que se muestra en Nada de lo que puedo ofrecer…
En cuanto a la simbología; el mirlo, el perro, el cuerpo y la casa se transforman en símbolos por efecto de repetición, como si al invocarlos desde diferentes perspectivas la autora los sacralizara, aunque no les compone melodiosas odas o parafernalias surrealistas, sencillamente los fija en la acuarela del poema. Piensa detenidamente lo cotidiano, lo vincula a su moral y percepción y así lo expresa: «Fue casual que, mientras leía un poema de Emily Dickinson, se colara distraída una abeja en el salón. Que terminara muerta dentro de la lámpara estaba escrito en el poema». Esta interiorización de lo cotidiano recuerda al poema de fragmentos en prosa de Adam Zagajewski, Antenas en la lluvia, cuyo ensamblaje, inevitablemente, entronca con la estructura de conceptos entrelazados planteada en Nada de lo que puedo ofrecer… Si Zagajewski parece recoger las palabras que fluyen a su alrededor, Pepa, por el contrario, somete las palabras a su rigor filosófico, no en busca de lucidez racionalista, sino de ese fenómeno de ruptura que las tradiciones antiguas denominaron iluminación.
Desentrañar los mecanismos que conducen a una persona a la escritura requiere de un concienzudo ejercicio de interpretación. Gran parte de la valía de un libro se encuentra ahí, en la materia que puede extraerse durante tal ejercicio, es decir; en aquello que oculta y que nos obliga a preguntarnos: ¿por qué escribió esto? No obstante, evitemos la puerilidad de referirnos a un libro en términos de valía o gusto, pesado o ligero, complicado o directo. Flaco favor hacen tales consideraciones a Szymborska («Leemos las cartas de los difuntos como impotentes dioses, / pero dioses a fin de cuentas / porque conocemos las fechas posteriores), Eliot (Porque no espero conocer jamás / La endeble gloria de la hora positiva, / Porque pienso que no / Porque conozco que no he de conocer / El único real de los poderes transitorios) o Wallace Stevens (El padre está sentado en el espacio, / Dondequiera que sea, con aspecto no amable, / Como alguien que es fuerte en los arbustos de sus ojos»). En estos tres animales endémicos de la poesía, las cotas de extrañamiento entre el objeto y lo representado, alcanzadas mediante la conquista, cada cual, de su estilo, son fieles a la tesis de Víktor Shklovski en El arte como procedimiento: «La finalidad del arte es proporcionarnos una sensación del objeto, una sensación que debe ser visión y no sólo reconocimiento. Para conseguir este resultado el arte se sirve del extrañamiento de los objetos y la complicación de la forma. El proceso de percepción en el arte es un fin en sí mismo y debe ser prolongado». Cabe señalar que la escritura que desfila en Nada de lo que puedo ofrecer… plantea con solvencia extrañamiento y complicación formal, por lo que se trata, en rigor, de una obra de arte.
Alejandro Cioranescu, en un artículo publicado en la entrega 8/9 de la revista Syntaxis, define un concepto de la literatura, extraído del abate del siglo XVIII Charles Batteux, que es clarificador para componernos una idea sólida del compromiso moral que la autora posee con la creación. Escribe Cioranescu: «La literatura habla al individuo de su vida y su destino, bien para aumentarlo, perfeccionarlo, asegurar su conservación, o para disminuirlo, debilitarlo o hacerle peligrar». Quedémonos, pues, con esta cita y, especialmente, con los términos aumentar, perfeccionar y conservar como claves para la lectura.
El aliento poético que habita en las criaturas que vuelan, en las habitaciones cargadas de recuerdos o en el cuerpo herido se manifiesta para hacernos entender el inmenso misterio que supone la realidad cotidiana cuando sobre ella se deposita una percepción profunda. Lo que aquí se desvela es el paisaje interior de una poeta que se ve a sí misma desde una lejanía suficiente como para fundirse con el mundo, aunque sin renegar al dolor, al peso de la nostalgia y al cansancio del cuerpo. Sobrio y delicado, todo lo que se ofrece aquí tiene un por qué del que deberemos hacernos cargo una vez pasemos por sus páginas. Considerar que estos poemas nos pertenecen, que han sido escritos para iluminarnos, será inevitable, una consecuencia lógica para la mirada que esté atenta a la profundidad espiritual de la luz, a la belleza irrepetible de una mañana cualquiera, al ciclo de lo que nace del yo, avanza hasta las alturas del pensamiento alegórico y finaliza, gracias a la alquimia poética, convertido en mirlo, perro, cebolla.
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Manuel González Sosa y «A pesar de los vientos»
Por SERGIO BARRETO
Definir con una sola palabra la experiencia poética desarrollada por un hombre a lo largo de toda su vida puede parecer un reduccionismo excesivo; aun así, me atrevo a decir que la palabra que resume la obra, y tal vez la vida, de Manuel González Sosa es discreción. El libro que reúne esa obra, A pesar de los vientos, es un ejemplo fiel de esa discreción elevada a rango ascético. Y es que sin ese concepto, separando a González Sosa de esa discreción, sería difícil entender su peculiaridad más honda, porque sólo aplicando a su corpus creativo dicha actitud vital puede vislumbrarse, a nuestro juicio, el motivo por el que prefirió mantenerse al margen de todas las tendencias líricas, convirtiéndose en un poeta de creación silenciosa y de difusión limitada. Esto revaloriza, hoy por hoy, su autenticidad. Pero además, en su momento, esa actitud le permitió a nuestro poeta desarrollar una obra personalísima y de una hondura que sólo puede provenir del verdadero contacto con el hombre, el lenguaje y sus problemas.
Porque en González Sosa no tienen lugar, en efecto, mímesis epigonistas o acomodamientos estéticos. Su poesía emerge de una actitud de rigor y coherencia constantes, de exploración minuciosa de la mirada y con la mirada, de un acto de riesgo del lenguaje para captar o atrapar el sentido de un mundo por el que desfila la belleza, entendiendo la belleza al modo de Keats (a cuya memoria, por cierto, dedica el hermoso poema que cierra este libro), es decir, como verdad que se abre en el límite del decir hasta dejarnos mudos, atrapados en los versos finales de su «Oda a una urna griega», donde un silogismo aparentemente obvio se convierte en sentencia elevadísima.
Lo bello, en Manuel González Sosa, no es lo sublime, sino, tal y como lo consideraba Mircea Eliade, lo sagrado. Debido a esto, poemas como «Manto de Paracas» o «Regreso» plantean entramados conceptuales y fónicos que, al encontrarse a merced del símbolo, adquieren una complejidad inusual en la que experiencia, conocimiento y comunicación se imbrican medularmente, desactivando ese dualismo roñoso que ha carcomido, en los últimos decenios, a la poesía española. La duda en torno a la idea de poesía como conocimiento o como comunicación no tiene lugar en Manuel González Sosa, sencillamente porque carece de relevancia. Lo importante para nuestro autor era escarbar en el idioma del mundo (el otro lenguaje con el que se escribe el poema) para retener su forma entre las manos y perpetuarla en la página. Y esto mediante un discurso poético donde aquello que acontece está más allá de paisajes y descripciones preciosistas, concretamente en los instantes sagrados que forman el tejido de lo real y que necesitan del pensar para ser y del lenguaje para expresar lo que son y, claro está, permanecer. El poema «Hallazgo del chopo», perteneciente a la serie «Entrevisiones» (del cuaderno Paréntesis), expresa bien este particular:
Para uno el chopo era un árbol fabuloso, no real. Un árbol lírico que sólo crecía y medraba en los versos del poema o en sus cercanías. Y esta mañana he visto un chopo. Estremecido, disparado, sagital, junto a unas piedras románicas de Pancorvo. Empapado de lumbre matinal, me pareció, en la instantánea visión de la ventanilla del tren, más bello aún de cómo me lo ofrecieron las lecturas de Azorín, de Antonio Machado, de Unamuno.
Fieles reflejos de este peculiar idealismo son sus sonetos. La exigente estructura métrica, así como el pulso expositivo-reflexivo de los catorce versos, parecen adaptarse al riguroso laboratorio lingüístico que González Sosa desplegaba a la hora de encaminar los versos hacia el poema. Quizá por eso durante toda su trayectoria cultivó con fruición esta modalidad poética y, precisamente por ello mismo, logró entregarnos una forma de soneto peculiar, personal, con respecto a la tradición sonetista practicada en nuestro idioma y que, si en su caso hereda de Unamuno el tono existencial y la cadencia áspera, escapa pronto del sonetismo clásico y efectista, casi vacío, que dominó en España en los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo. «Llama en la puna», de Cuaderno americano, es claro ejemplo de esa elevada exigencia:
La costumbre del gueto y la miseria
hincó la mansedad en estos seres
que avanzan por el tiempo y los senderos
como sombras, furtivos y sonámbulos.
Con leves tumbos la ternura agita
alguna vez sus almas: solo entonces
las aguas muertas de los ojos tiemblan.
Pero ningún relámpago sombrío
incuba en las afueras de sus frentes
una brasa o un rescoldo vendimiados
en escondida hoguera de coraje.
Solo esa bestia, inmóvil contra un fondo
de nevados y abismos, procazmente
asume el ademán de los picachos.
Y es que la estimulante dificultad, el rigor, la penetración metafísica, al plantearse como elementos que conforman el campo de batalla verbal, conducen al poeta a desmarcarse de garcilasismos y retoricismos, para así acoplar su voz a esa cadencia que González Sosa consideraba absolutamente lograda en un poema como «Noche y muerte», de José María Blanco-White, del cual realizó dos versiones al español.
En los textos que componen «Paisajes con sombras» (de Cuaderno americano), la presencia del César Vallejo de raigambre moralista parece planear sobre todo el cuaderno, aunque, en el caso de nuestro autor, esta moral parece más vinculada a la visión del lenguaje como herramienta de búsqueda humanista que a la visión desencantada y sufrida del hombre que nos legó Vallejo. «Ruinas de Chan Chan», el impresionante poema que abre dicho cuaderno, es un ejemplo claro de este compromiso moral con el lenguaje. Veamos un fragmento:
[…] Molida
como todas las tierras por los dientes
del tiempo y la intemperie. Igual que otras
―melada, gris, sedeña, áspera, parda,
blanca de sucia cal de viejos huesos―,
y entreverada como todas ellas
de recónditas sales. Pero ungida
con saliva de Dios por un destino
impar aunque caduco. […]
Continuando con este aspecto de la dimensión moral del lenguaje que preocupó a González Sosa, me gustaría destacar que uno de los creadores que vinieron a mi cabeza mientras leía las cinco partes que componen A pesar de los vientos fue Charles Tomlinson, considerado por muchos como el poeta de la mirada. Algunos textos del autor inglés, como «Santiago de Compostela» o «Xochimilco: palabras», parecen hacer fuerza común con el autor canario, refrendando aquello que dijo Borges sobre el poema continuo, único, escrito desde los albores de la humanidad hasta nuestros días. Y es que el genuino talento de González Sosa parece encontrarse en la mirada ―en el grado de resolución óptica de la mirada―, una mirada hiperlúcida, atravesada por la perspectiva moral y nutrida gracias a los contrastes que sólo una mente en perpetuo movimiento puede revelar.
Otro aspecto que cabría mencionar aquí, y que ratifica esa actitud vital que constituye el eje de su creación, radica en su dominio del poema breve, entendiendo poema breve como pieza lírica no superior a treinta versos. Son precisamente esas aguas las que, a nuestro entender, Manuel González Sosa navega con eficacia, guiado por la brújula de su espíritu lírico y tratando siempre de alumbrar con algo de sentido un mundo extraño. Su inconformismo existencialista (unamuniano) nos zarandea, para decir que la sombra es más densa que lo que la suscita y, por lo tanto, debe ser aprehendida, interpretada y fijada mediante el discurso poético. Buen ejemplo de ello es el poema titulado «César Vallejo»:
Puedo buscarte, y te hallaría.
Tú no estás muerto, ni lejano.
Nunca saliste de tu pueblo.
De la vigilia no te fuiste.
Ni de la infancia. En ellas sigues,
niño medroso. El cuerpo envuelto
en un sudario ya podrido,
acurrucado entre los pliegues
tibios del halda de tu madre,
tu pulso huyendo hacia las yemas
de las raíces que aún se asoman
fuera del vientre devastado.
Mientras oscuras voces, pasos
de nadie, sombras, de tus ojos
el sueño espantan. Nunca, nunca
tú soñarás que ya creciste
hasta la altura de tus años
―cima ofrecida a cualquier viento.
Continuamente, con sus filos
de hierro o pétalo, las horas
habrán de herirte, y desde dentro
cada tañido de tu sangre.
Arada a punta de ascua insomne,
no en las pupilas, en dos úlceras,
seguirá en vela tu mirada,
doliente siempre y pavorida.
Tocaré acaso el sobresalto
que me posee, si te encuentro
y como un bálsamo abandono
mi compasión sobre esa llaga.
Poeta, Manuel González Sosa —para decirlo en un rápido recuento—, discreto, voluntariamente al margen de las estéticas imperantes, abierto a lo sagrado y al instante, existencial e idealista a un tiempo, comprometido con el lenguaje, de honda mirada metafísica y maestro del poema breve.
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Sanar el paisaje. Entrevista con Eberhard Bosslet
Por FRANCISCO LEÓN y ALEJANDRO KRAWIETZ
Eberhard Bosslet acaba de emerger, con su exposición en TEA inaugurada el pasado mes de mayo, como una página necesaria en el espacio de la creación artística hecha en Canarias. Lo que se puede ver estos días en Haevy Duty son más de treinta años de trabajo casi secreto sobre la superficie de las Islas: nuevos modos de leer un territorio, el del sur del archipiélago, en el que Bosslet ha ido construyendo, para nosotros, una poética moderna de la ruina y el desecho. Nos recibió en su casa de Tajao, pocos días después de la inauguración, y cuando quisimos darnos cuenta, la conversación ya había comenzado. La grabación comienza, así, in media res.
Alejandro Krawietz: Pero tenemos en las islas la idea de que, siguiendo un conocido aforismo de Pierre Mabille, las Canarias, como otras islas atlánticas, deben cumplir para la cultura moderna con el mismo papel que correspondió a las islas mediterráneas en la antigüedad clásica, es decir, con ser el lugar del imaginario, de lo mítico, de lo simbólico. Escenarios nuevos para una nueva cultura, pero al cabo, con esa raíz griega, con esa idea de que la isla es el escenario verdadero. Por eso, acudir a las islas griegas es como ir a buscar al pasado, porque hay que sembrar las islas con mitos, crear una nueva mitología, para sembrar las islas de alusiones nuevas. De los mitos y de los símbolos de lo contemporáneo (el turismo, la ruina, el territorio nuevo…)
Eberhard Bosslet: Pero con la diferencia de que allá, en Grecia, las islas están siempre muy cerca del continente, están muy presentes. Mientras que aquí el continente está alejado, invisible, una abstracción. Están separadas.
Francisco León: Hasta los años 20 las islas griegas, las Cícladas en concreto, formaban parte de la Edad Media. Para la cultura literaria de la época esas islas representaban el atraso cultural. Y por esa misma razón no aparecían como referencia en la creación de la cultura: eran lo viejo, lo antiguo, lo no-desarrollado. Un mundo antiguo, sin valor. Sin embargo esto cambia con la llegada de la vanguardia a Grecia, con la llegada de la generación de Ta Nea Grammata, la revista de 1935 que inaugura otro modo de ver las cosas. Una generación que se llamó del 45 aunque llevaban haciendo cosas en la cultura desde los años 20. Antes de ellos había una visión elitista de la cultura, se había olvidado la presencia de la antigüedad clásica en las islas, o bien se tenía la visión romántica de esa insularidad, anclada en elementos culturalistas, más que en elementos simbólicos (como se puede ver en Kavafis, por ejemplo). Pero llega esta generación nueva, especialmente Seferis, Sikelianos, Elyttis que es la que decide revistar las Islas. Lo explica muy bien Elyttis en el ensayo que se titula “La avenida Singru”. Es la avenida que va desde el centro de Atenas, en el cementerio Keraneikos, hasta el Pireo. Es una avenida construida en los años 20, y se convirtió en símbolo de la modernidad de la Atenas de esa época. Cuando Elyttis llega a Atenas y ve por primera vez esa gran avenida moderna que va hacia el mar, y, justo detrás del Pireo , en el mar, adivina las Islas, dice que tuvo una revelación: esta es la avenida griega, la avenida de la cultura moderna griega, que se abre hacia la imaginación de las Islas. Las Islas fueron rescatadas a partir de ese momento, fueron reinterpretadas.
EB: Pero también de ese movimiento es de donde viene igualmente una conquista vulgar o comercial, que deriva en la conquista hippy, en el turismo de masas, o en la actualidad de espacios como Santorini.
FL: Los poetas griegos olvidan el continente y comienzan a viajar por las Islas. Seferis acudía a Santorini, y pasaba allí larguísimas temporadas. Elytis también tenía residencia en las islas. Y Ritsos, alardeaba de conocer todas las islas griegas, y de conocerlas bien. De manera que se crea toda una nueva mitología de las islas, una mitología moderna.
EB: Durante el régimen militar también son las islas un lugar de escape para los refugiados.
FL: Las islas son, así pues, representación de lo moderno, mientras que lo continental queda anclado en una visión más antigua. La cultura oficial está en el continente, y a cultura de vanguardia se va a las islas.
AK: Hemos trabajado en una reflexión sobre la insularidad, a la búsqueda de una definición sobre el espacio insular no al margen del continente, sino en relación con el continente. En relación, por lo tanto, con la cultura occidental a la que las Islas pertenecen. Sólo que pertenecen, quizá, de una manera particular (y esa particularidad es la que nos define). No es por lo tanto una búsqueda utópica, no se trata de generar una utopía, ni de construir un mundo mejor al margen del continente, sino de ver las peculiaridades del espacio. El territorio insular atlántico es, todavía hoy, desde la perspectiva del arte, de la cultura, un territorio en proceso de descubrimiento. Es decir, se trata de un territorio que se construye desde un lenguaje naciente, de un lenguaje de origen, que siente que aún puede y debe construir mitos e imágenes, símbolos y relatos. Un lenguaje, una construcción creativa, que no conoce ninguna decadencia. No hay la sensación de que ya está todo dicho, sino la sensación de que está todo por decir. Creo que esa es la peculiaridad, que compartimos con el mundo americano, con el otro lado el Atlántico: aquí no hubo griegos, ni hubo romanos, ni fenicios. Pero ni siquiera, porque al otro lado del mar sí que había otras culturas, otro pasado. Aquí, ni eso: somos islas. Y esa es la diferencia: todo nuestro lenguaje está por construir. Y podemos beber, para hacerlo, de todas las copas, de todas las fuentes. Esa es la hipótesis de trabajo. Tiempo todavía abierto a una posibilidad mítica. Frente al continente, que tiene un enorme coeficiente de pasado, una gran régimen de historia.
EB: Pero el negocio, la construcción, el turismo, lo tapa todo: es otra forma de conquista e impide que esas ideas puedan enunciarse correctamente. Además, lo que dices es una visión idealista, romántica.
AK: Y ya sé que no te gusta, pero el principio de la modernidad está ahí, en ciertas ideas románticas. El romanticismo fue una especie de nuevo adanismo: después del racionalismo el hombre se redescubre a sí mismo, pero ahora desde la conciencia que ha propiciado ese paso por la ilustración. Y descubre a un animal, un animal, es importante esto, un animal muy complejo, mucho más complejo de lo que era antes. El romanticismo señala que hay un abismo ante el hombre y un abismo en el hombre, dentro del hombre, que es preciso desentrañar, a través del pensamiento, a través de una nueva espiritualidad, a través de una nueva forma de trascendencia. En las islas todo el proceso de la cultura está presente: ahora no es que vayamos a construir mitos a la manera de Homero: vamos a construir imágenes contemporáneas, símbolos contemporáneos, que tienen que ver con todo el proceso cultural de la actualidad. De ahí, por ejemplo, que hayan aparecido mitos modernos, ajenos a la cultura anterior, como el motivo del hotel abandonado, del despoblamiento, de los espacios fantasmales. El motivo del artista visitante, del extranjero lúcido que viene para decir el territorio. El motivo del pecio, del barco hundido. El motivo de la magnificencia del desierto, de la belleza floral y enjuta de la aulaga. El motivo del mirlado y el motivo del fuego: de la piedra que arde. El motivo del dragón prelancelótico y el motivo del viento, de la transparencia en fuga. Son todo símbolos de la tradición insular moderna. ¿Son románticos? Sí. En la medida en que son adánicos. En que están forzados a ser adánicos.
Por eso siempre me ha interesado tu mirada. Porque tú eras la corporización de uno de esos mitos contemporáneos creados por los poetas y los narradores, la versión real del artista extranjero que llega para decir: tú que vienes a las Islas y construyes en ellas tu propia mirada, nos acabas ofreciendo eso que se buscaba: otra manera de ver y de pensar el espacio insular. Tú llegabas y me decías: “Esto que te enseño, estas ruinas, estas cicatrices que aquí ves, que yo hago visibles, no pienses que son una denuncia: son nada más y nada menos que una manera de mirar. Una forma de la mirada.” “No es una denuncia, sino una escultura.”
EB: Vale, yo decía eso. Pero aunque yo lo dijera, la idea de la denuncia está ahí, no puede abstraerse tan completamente. El hecho de fotografiar coches en ruina tiene, aunque no se quiera, una denuncia explícita (y otras implícitas). Esta es la diferencia de mi experiencia en Lanzarote y en Tenerife. En Lanzarote, en ese momento, el año 1981 o 1982, tenía la sensación de estar en un paisaje a salvo. No había nada, ni un hueco. Quizá el negocio, el puerto, en Arrecife. Pero se trataba de un territorio limpio, sin interrupciones. No los encontré, sin embargo, en Tenerife. Aquí vi un continente, un territorio completo y fraccionado, con partes bonitas y partes feas. Ya en el molino de nuestro mundo comercial, en ese mundo Europeo, en la economía mundial, con todos los anuncios, las tentaciones: gana mucho dinero, gasta tu tiempo al sol, con palmeras. Y en ese contexto el territorio se convierte en una pieza mercantil, en un objeto de compra y venta, de enriquecimiento. Hoy lo veo también en Lanzarote. Toda la idea inicial se ha convertido en una marca, en un sistema de atracción. Y la idea de César Manrique también. Yo no sé qué idea tenía él al comienzo, pero el resultado final ha sido la construcción de una marca. Aunque aún así quizá Lanzarote está mejor que las islas mayores gracias a eso. Ahora le ha llegado, por lo que he visto, el turno a El Hierro, que quiere su marca también. Me parece que esa marca podría funcionar mejor. Es un pensamiento más adecuado, que querría dar fuerza a todos, ponerlo por debajo de los recursos. ¿Funcionaría? ¿Funcionará? No lo sé.
AK: Pero siendo eso cierto, y dándose como se da un deterioro del territorio, tu obra me ofrece una nueva lectura que no necesita, para cobrar sentido, de la denuncia: no es una reflexión hacia el futuro –que también—sino una mirada hacia el presente, a lo que ya hay, a lo que ya está. No es sólo una imagen positiva, sino una mirada creativa. Me das nuevas claves de lectura. Generas una nueva construcción de la mirada.
EB: La mirada que pude desarrollar aquí era posible para mí por estar aquí. En Alemania, aun existiendo también ruinas y deshechos, no había lugar para mí, ni para esa mirada. No había espacio. Aquí había esa posibilidad porque todo estaba en ebullición y casi nada estaba regulado, así que veía cosas que no podía ver en otros lugares.
FL: Eberhard, ¿Sabes lo que es una tirita?
EB: ¿Tirita?
FL: Sí, verás, cuando conocí tus obras en Canarias, cuando pensaba en ellas, cuando estando en mi casa, antes de dormir, pensaba en ellas, se me aparecían como tiritas, como vendajes en el territorio. Para mí estabas curando al paisaje, proporcionando a paisaje otro bienestar. Hay, por ejemplo, un coche viejo y abandonado junto al mar, una imagen terrible, porque es una chatarra, un resto del mundo industrial que viene y contamina el mundo natural (no sólo internamente, con sus fluidos y materiales, sino también externamente, con sus formas, con su presencia). Pero tu llegas, lo pintas, y le otorgas una alegría. Es verdad que también lo señalas, que obligas a mirarlo, pero a la vez lo sanas, le das un sentido.
EB: Sí, es cierto. Creo que es eso. Le he dado un valor fuera del mundo de los negocios Le he ofrecido un arquetipo, le he dado cariño. Pero debajo del vendaje esta aún la llaga. El vendaje, o la tirita, no curan. Detrás está la cicatriz. Es, por lo tanto, una mirada redentora.
FL: Melchor López llamaría a esto una elegía moderna o posmoderna, como quieras.
AK: Porque una elegía es el canto para algo que desaparece o ha desaparecido ya. Pero una elegía moderna es un canto para algo que se rejuvenece con ese canto. Por eso es moderna, por eso no tiene una estirpe romántica.
EB: Sí, para algo que se rejuvenece. Estoy de acuerdo, pero de nuevo tengo que decirte algo sobre mi “tirita” el efecto último de mi obra es que la quitaron. Y esto no es desdeñable en absoluto. El efecto final es la desaparición. Quiero decir, el coche ha estado ahí oxidándose durante años, el muro ha estado ahí desmoronándose, la casa ha perdido el techo, las ventanas, se han aprovechado sus materiales para otra construcción. Y eso, durante años. Durante años fueron invisibles. Y ahí estaban. Bastó con que yo me acercara, con que yo pusiera mis líneas sobre ellas, que llamara la atención, y entonces, en unos pocos meses, los coches fueron a la chatarra, las casas fueron demolidas, los muros fueron repintados y utilizados, como el que estaba a la entrada de Tajao, para hacer publicidad de conciertos y fiestas. Y la obra, la tirita, el vendaje, desapareció con su propio objeto. Con el objeto que era su soporte. Por lo que deduzco que hay en mis obras un nivel muy incómodo.
FL: Sí, está caro que nadie quiere ver la tirita en el paisaje.
AK: La ruina es geografía, pero la obra es historia, y puede verse. Sin embargo ese espacio de comodidad, de acomodo, que tu obra ofrece a la ruina, es casi siempre positivo, permite construir. Cuando llegas de Alemania, tu ya traes en tu maleta el convencimiento de que hay otros modos de hacer “obra”, tanto con el proceso y la documentación del proceso, como con la obra misma, que, y esto me parece también muy importante aunque puede pasar inadvertido, está hecha que ha sido construida y trabajada. Que no es un proyecto, sino que también tiene su parte de oficio, de hacer, de “fábrica”. Tu vienes de Alemania huyendo del dominio de la Transvanguardia alemana, una pintura, a tu juicio, un poco frívola, una pintura de la noche, de lo posmoderno, de lo cotidiano. Intervenir en el paisaje supone una salida: es tan importante la obra, el resultado final, como el proceso, el procedimiento que lleva hasta ella (muchas veces un procedimiento mecánico, que fluye con el soporte). Así que hay un modo de hacer que va desde la selección del lugar sobre el que se va a intervenir, hasta el trabajo que ha de realizarse, la propia obra y la documentación del proceso. Todo ese conjunto de acciones es lo que debemos llamar la “obra”, y no sólo un aspecto.
EB: Y además me interesa destacar que en ese momento no tengo tampoco ningún cuestionamiento, ninguna “pregunta” artística. En ese momento no me pregunto por cómo lo hago, por el diseño, por la composición. Todo eso está fuera de mi pensamiento. Fuera de mi pensamiento. Todo lo que constituye la manera más tradicional de hacer arte no estaba ya en mi. Yo sólo tenía un pequeño concepto y ya, a partir de ahí, venía todo lo demás. Todo viene dado por la forma del coche, por la forma de la ruina, por las líneas del objeto. Yo no cuestiono esas formas, sólo trabajo con ellas.
FL: Me gustaría hacerte algunas preguntas. ¿Por qué eliges Canarias?
EB: En el texto que escribí para el libro sobre los trabajos en España se dice todo esto. Propiamente, yo no lo elegí. Fue casual. Tenía amigos que habían sido invitados por un profesor aleán a pasar una temporada en Gran Canaria. Y cuando volvieron a Berlín, todos quemados, todos morenos, les pregunté dónde habían estado. E inmediatamente me dije que a mí me gustaría ir también a algún lugar donde no existe el invierno. No sé por qué elegí Tenerife y no Gran Canaria en un principio. No lo sé. Casualidad. En Alemania había mucha gente que iba a La Gomera, con las mochilas, a caminar. Era una isla más conocida que Tenerife en Alemania. Así que yo sabía que no iba a ir a La Gomera, a la isla de Neckermann, a la isla de los turoperadores, a la isla de los jubilados y pensionistas. En Tenerife encontré una Isla más alejada, más diferente. En Valle de Gran Rey hubiera encontrado una colonia de mochileros alemanes, casi no hubiera tenido que enfrentarme a un cambio de lengua, ya que viven ahí mis compatriotas. Tenerife, lo vi casi enseguida, es como un continente, es una isla con sus propias dimensiones, con una capital interesante, con esos territorios tan extraños, tan secos en el sur y tan verdes en el norte. Y encontré lo que me interesaba.
FL: Muy bien. Entonces tú llegas a Tenerife, a la Isla, por casualidad. Tú llegas aquí y ya eres artista. No es que te hicieras artista aquí, sino que llegas con una serie de estudios ya hechos, con un bagaje que es el tuyo. Pero una vez que llegas, ¿cómo eliges los motivos con los que trabajas? ¿Qué te lleva a seleccionarlos? En la obra en España hay una serie de motivos que se repiten, y casi todos están relacionados con el sur, con el desierto, con lo árido. Además, la casa abandonada, el escombro, etc.
EB: En el inicio era el viaje. La idea principal en el comienzo era esa: el viaje. El viaje es moverse, ir de un lado a otro, pero un viaje es también quedarse. Hay que quedarse. Hay que pasar la noche. ¿Dónde? Esa pregunta no siempre es fácil. Puede ser un hostal, quizá la playa, quizá una cueva. Puede ser muchas cosas. Mi idea al comprar un vehículo con el que moverme, una moto Vespa, en la primera semana de estancia, respondía a la idea de moverme. Ya en la primera semana de octubre 81, en la primera semana aquí, tenía la Vespa. Y comencé entonces a vivir de un modo muy grave la idea de moverme y, después de moverme, de acostarme. Porque aquí en Tenerife se construía tanto, infraestructuras por un lado (calles, carreteras) y casas. Esto son infraestructuras muy grandes que pertenecen a los hombres, y pronto todo mi pensamiento esta relacionado con la idea de moverse/quedarse.
FL: ¿Cómo se te ocurre, por primera vez, la idea de pintar una casa abandonada en el desierto? ¿Cómo se te ocurrió eso la primera vez?
EB: Vengo de una familia de arquitectos. Así que siempre he visto y siempre he sabido que antes de construir una casa se hace el dibujo de la casa, el dibujo de la obra, el plano. Sin embargo, al llegar a Tenerife he visto muchas casas que no tenían ese plano, que habían sido construidas espontáneamente por sus habitantes. Especialmente las construcciones cerca de las obras tienen ese origen espontáneo. Y las ruinas están en una situación muy incierta, sin definición. Da lo mismo una piedra de más o una piedra de menos. Sin embargo, si se pone una línea en paralelo a su borde, a sus elementos constructivos, se le añade un corsé, lo defino de nuevo como una forma, lo dejo cerrado. Y además, el dibujo de obra, el plano, se hace al final del proceso, queda construido después.
AK: ¿Cómo recuerdas tu primera impresión de desierto? ¿Cómo lo recuerdas, tiene un peso como experiencia la sensación de trabajar en el desierto? En ese momento había mucho territorio entre un pueblo y otro. ¿Esa experiencia te marca?
EB: Los primeros meses los pasé en el norte de la Isla. Claro, en un principio, en tanto que viajero, el verde parecía que me atraía mucho más. Así que ya en la primera semana fui por Garachico y encontré una casa abandonada en El Tanque, cerca de un canal con agua fresca. Era una casa tradicional que estaba abierta. No está mal, me dije, aquí me puedo quedar. Es que no había ni pensión, ni hotel ni habitaciones en Garachico, en El tanque tampoco, ni en Icod. Así que allí me quedé. Un poco más abajo había un grupo de españoles que estaban haciendo baratijas para vender, pulseras, collares, etc. Ellos vivían en un barranco en Los Silos, y tuve la oportunidad de conocerlos. Después de una semana viviendo en esa casa el dueño apareció y me echo fuera, así que me fui con aquellos españoles a su campamento en la finca (nunca supe si era de ellos o la habían ocupado). No sabía ni una palabra en español. En diciembre tuve una cita con algunos amigos en La Gomera, amigos de la facultad. Ellos sabían que yo iba acudir y yo sabía en qué temporada y dónde iban a estar ellos. Así que en esos días en La Gomera comenzamos a hacer algo de arte. Antes no. Antes, mientras estuve solo en Tenerife no hice nada. No tenía ninguna presión. No quería hacer nada. Quería parar el arte y ver cómo estaba, qué quería hacer. En enero, fui a recoger a mi padre al aeropuerto del sur, que venía a hacerme una vista. Y en el mismo avión venía un conocido de Berlín, que llegaba a Tenerife para hacer windsurf. Y me dijo que fuera a visitarlo en El Médano, en el hotel Los Valos, que era donde se iba a hospedar. Así que hice una primera vista y desde ese momento El Médano me gustó muchísimo. Había pensión, La Pilarica, una casa además muy especial, con un encanto auténtico, un lugar verdadero entre los lugares más o menos artificiales que comenzaban a proliferar en el sur. Y luego estaba también todo el viento, y la arena, y el sol. Era un lugar a la vez duro y amable. Me parecía veradero. La atmósfera, aunque nunca he estado en África, me parecía más africana, más dura que en el norte, más cercana a ese continente.
FL: Después de ese contacto con el sur, vas incorporando el desierto a tu obra. ¿Qué significa el desierto en tu obra?
EB: Muchos años después, veinte años después, me di cuenta de que un terreno con pocas plantas está relacionado con la palabra “escultura”. Mientras que un territorio con muchas plantas está relacionado con la palabra “plástica”. La diferencia está clara: en la escultura tu tomas algo de la realidad y lo transformas, de manera que nunca será más como antes. Y esta relación entre un objeto duro situado sobre un territorio duro se convierte en una relación de mucha pureza, muy esencial. Donde hay plantas, donde hay lluvia, donde hay tierra sucede siempre como un embeleso, algo muy suave. A mí me gustó esa dureza, esa confrontación dura con los objetos y con la dureza del lugar en cada una de las intervenciones que hacía. Por lo demás había también una interacción con lo social, con la sociedad. Porque me relacionaba con las construcciones sociales, los invernaderos, los muros, las urbanizaciones gigantescas que se paraban, las casas. Este tránsito. Ese tránsito de muchas cosas que estaban siempre en movimiento.
AK: ¿Había algún deseo de aislamiento en tu vida aquí y en tu manera de hacer? ¿No quería srelacionarte con las cosas que se estaban haciendo, que estaban sucediendo en materia artística en el archipiélago en el momento en que tu llegas aquí? No hablo sólo de la actividad de los artistas locales que están trabajando en ese momento, sino también de artistas internacionales que trasladan su residencia a Canarias. Por ejemplo llegas a la vez que Otto Muehl funda El Cabrito en La Gomera, a la misma vez.
EB: No. No era algo buscado. Simplemente no tenía información. No había órganos de expresión que estuvieran a mi alcance. ¿Dónde podría haber buscado para saber lo que estaba pasando en La Gomera? La información no circulaba tanto.
AK: Y, ¿del otro lado? ¿Cómo era la relación con los canarios, con los ciudadanos, con la gente que te encontrabas cuando realizabas una intervención, cuando pintabas la Vespa delante de sus casas? ¿Hay quién viene a preguntarte por lo que estás haciendo? ¿Son encuentros positivos o negativos?
EB: La relación era muy positiva y yo trataba en todo momento de evitar decir que estaba haciendo algo artístico. Por ejemplo, con la Vespa, yo la aparcaba delante de un casa cuyos colores me gustaban y me ponía a copiar esa gama en diferentes partes de la moto. La gente venía y preguntaba y yo simplemente les decía que me gustaba pintar la moto con esos colores, que me gustaba cómo habían pintado la casa. Para empezar: los canarios siempre mantienen una distancia positiva. Te ven trabajando, miran, pero siguen su camino, no quieren saber, no tienen esa sospecha, esa voluntad o ese miedo. Miran, preguntan algo si te quedas un poco más de tiempo. Pero nunca hubo agresividad ni nada parecido. Una curiosidad positiva.
AK: ¿Cómo relacionas el trabajo que haces aquí, en las Islas, con tus trabajos continentales, las instalaciones de obra para museos y tus trabajos de fuera?
EB: Si miras en el libro que acabamos de publicar, verás que al final he hecho un resumen de mi trayectoria hasta ahora y he puesto una genealogía de todas las obras que tienen relación o un punto e contacto con las Islas. Y son muchas. Digamos que sin estas experiencias de vez en cuando aquí, en Canarias no sé por dónde hubiera ido mi obra. Todo o casi todo tiene su impulso en mis estancias en Canarias, en el modo que me enseñó a mirar. Creo que sé ve muy bien en este libro. Son obras para museo, para salas de exposiciones, pero tiene mucho que ver con estas experiencias.
AK: Y tu obra, la hecha aquí, la que aquí puede documentarse, cuándo las has mostrado fuera ¿cómo se interpretan? ¿Cómo se ven desde el ámbito europeo?
EB: En detalle no sé. Lo que sé es que mis trabajos me permitieron ganar, en los inicios, algunas becas en Alemania que fueron muy importantes para mí, para poder continuar con el desarrollo de mi obra. Claro está que el público alemán, por ejemplo, sabe apreciar mis trabajos sobre las ruinas por comparación con el gusto romántico por las ruinas en el norte de Europa. Y aunque en mi obra yo he creído ver una ruptura con esa idea romántica, una nueva forma de hacer ruinas, soy capaz, por supuesto, de ver esa relación y de comprenderla y asumirla. Para mí es una exploración. Fue una forma de explorar. También en un sentido literal, y eso que entonces no sabía que adentrarse en la ruinas para explorarlas se iba convirtiendo poco a poco en una tendencia que ahora está muy en boga. Mis amigos artistas en Alemania se encontraban en esos momentos buscando nuevos territorios y nuevas formas para el arte, tratando de zafarse de la forma en que se estaba trabajando en Alemania. Nuevas formas y nuevos territorios. Estuvimos en Berlín, indagamos en las ruinas, que había muchas. Las ruinas industriales también. Y todo estaba a priori abierto y posible para una intervención. Esto era una búsqueda que empieza en la década de 1980 como contrafuerza a la Transvanguardia. Los conocíamos, pero no había amistad artística. Queríamos separarnos de ellos. Estuvimos buscando nuestro propio camino, nuestro propio espacio, para recuperar temas nuevos. Porque la transvanguardia volvía temáticamente sobre los años 20, el alcohol, la noche, la frivolidad, la fiestas. No habían temas nuevos, sólo la manera en que se tratan los temas son nuevos. De resto es casi lo mismo.
AK: Sin embargo en el texto que escribe Celestino Celso en el catálogo que acabas de publicar con tu trabajo en España, que es un texto muy cercano a la óptica de la historia del arte, por indagar en lo que pasaba mientras tu hacías tu obra, y claro, menciona la llegada a Canarias de la Transvanguardia italiana, que vienen del sur, de las islas, de Sicilia, y aunque tienen una mirada clásica, hacen una lectura del paisaje de Canarias nada exótica, muy cercana al paisaje real.
EB: Fui a ver la exposición de Tatafiore en Leyendecker. Fui a verla. Me gustó. Para mí fue una sorpresa positiva que un galerista en Tenerife, un galerista como Ángel Luis y como Lele, tuvieran una idea tan cercana de la actualidad del arte. Sobre todo porque no hablaban nada de alemán. De hecho recuerdo que me pidió si podía llamar a Alemania, a algunos pintores que le interesaban.
AK: Te hacía esa pregunta sobre la valoración externa de tu obra porque siempre me pareció, desde que empecé a frecuentarla, que no tenía nada exótico, sino que el territorio está asumido no como un espacio exótico y ajeno, sino como un espacio integral y plenamente asumido.
EB: No estoy de acuerdo. Yo creo que la serie de la Vespa sí que tiene muchos elementos exóticos.
AK: Pero quizá exótico por ignorancia, por desconocimiento de la tradición insular, porque estoy seguro que de haber conocido la obra de José Jorge Oramas o de Santiago Santana y toda la escuela Luján Pérez, hubieras sabido que estabas aportando nuevas miradas a la tradición insular que guarda en esto una relación muy aguda con las Vespas o las Concomitancias. Cuando yo veo a una Vespa, veo una tradición, cuando veo las casas a las que añades ventanas, veo la obra de muchos pintores canarios de los años 20. Cuando tu hablas de Malievich para explicar las influencias de esas obras, yo veo también, a parte del suprematismo, a la vanguardia de las Islas.
FL: Lo que pasa es que ellos lo pintan, no lo fotografían, pero se acercan a esos motivos. Los pintores de esa época son los que descubren apara el arte en Canarias el paisaje del sur. Antes de ellos ese territorio no existía en la iconografía de la pintura de las Islas. En cambio sí existía el paisaje del norte: la abundancia de la naturaleza, el balcón canario, la tierra fértil. Pero el sur no existía como tema. Un poco después sí.
EB: Este descubrimiento del sur en Europa está relacionado con los viajes de Klee a Túnez hay un movimiento de la vanguardia hacia el sur. Yo también he hecho un viaje hacia el sur, casi definitivo.
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Oramas, en su luz
Por ISIDRO HERNÁNDEZ
* Andrés Sánchez Robayna, Jorge Oramas o El tiempo suspendido, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2018.
La editorial Galaxia Gutenberg ha publicado recientemente Jorge Oramas o El tiempo suspendido, un largo ensayo dedicado a un pintor breve como lo fue Jorge Oramas (1911-1935); o no tan breve, como viene a demostrar el escritor Andrés Sánchez Robayna a lo largo de los veintitrés capítulos que van desgranando, paso a paso, distintos aspectos de la obra del pintor grancanario. Secciones o estancias críticas que abren una ventana hacia el carácter enigmático de una pintura que, aun considerando el corto espacio de tiempo con el que contó —desde el ingreso del artista en la Escuela Luján Pérez en 1929, hasta su prematura muerte en 1935—, no ha dejado de sorprendernos por la fascinante intensidad de sus misteriosas imágenes y su luminosidad de inquietante sosiego.
El libro que nos brinda Sánchez Robayna está escrito desde la meditación continuada sobre aquella pintura. Su autor nos advierte desde las páginas iniciales de algo que, inmediatamente, constatará el lector. No se trata de una monografía al uso, ni siquiera de un manual sobre pintura; menos aún de una aproximación a la obra de Jorge Oramas desde la historia del arte o la historiografía. Lo que las páginas de este libro proponen es una interpretación abierta y sagaz, formulada desde la experiencia poética y (en parte) la filosofía de la imaginación material, en el propósito de llevar al territorio verbal la esencia de las imágenes pictóricas. En efecto, los paisajes y retratos que traslada al pincel Jorge Oramas se nutren del lugar y del tiempo que le tocara vivir, si bien en su mirada llegan a convertirse en lo que al autor del libro denomina “escenas primordiales”, imágenes arquetípicas del paisaje insular que, como tales, abandonan su condición de obras apreciadas solo por unos pocos para tomar el lugar que les corresponde dentro del imaginario cultural y colectivo, es decir, dentro de los “universales” de la sensibilidad y del espíritu. La pintura de Jorge Oramas —el pintor niño, el autodidacta, el aprendiz de barbero, el alumno de la Escuela Luján— traspasa el ámbito de su secreta orfandad para devenir pintura que nos concierne y nos habla desde su eterno presente continuo. Es, como apunta Ramón Feria en su ensayo de interpretación crítica Signos de arte y literatura (1936), “la más fina objetivación del paisaje insular”. Un poco antes (1993), el escritor Agustín Espinosa había señalado que “Oramas tiene como nadie ha tenido en Canarias el sentido de la luz y del color de nuestra naturaleza atlántica”.
Jorge Oramas o El tiempo suspendido es, desde todos los puntos de vista posibles, el resultado de una prologada reflexión —“una lenta sedimentación de sus imágenes”— sobre una pintura de la que el autor confiesa haber tenido noticia desde muy joven y que ha sido un referente ineludible en su aventura creadora y crítica. Conviene señalar, en este punto, el hecho de que el pensamiento crítico sobre poesía y pintura ha sido una constante en la obra ensayística de Sánchez Robayna, quien en su amplia trayectoria, además de dar a la luz varios títulos sobre el Siglo de Oro español, como su conocida monografía sobre la poetisa Sor Juana Inés de la Cruz (Para leer ‘Primero sueño’, FCE, México, 1991) o sus estudios sobre la significación y el alcance de la poesía barroca en Silva gongorina (Cátedra, Madrid, 1993) o el reciente Nuevas cuestiones gongorinas (Biblioteca Nueva, Madrid, 2018), entre otros muchos trabajos, el autor se ha preocupado, con una notable sagacidad interpretativa, por el estudio de los signos de la cultura contemporánea. Tan solo le bastará al lector asomarse a las páginas de libros suyos como La luz negra (Júcar, Madrid, 1985) —allí encontramos textos sobre las obras de Paul Klee, Antonio Saura, Ernesto Tatafiore o J. G. Dokoupil—; o bien a la recopilación de ensayos La sombra del mundo (Pre-Textos, Valencia, 1999), donde junto a los textos sobre algunas de las voces poéticas más significativas de la historia de la literatura, encontramos ensayos que interpretan la obra de indiscutibles protagonistas en la construcción de la cultura moderna; a saber, los artistas Joan Brossa, José Manuel Broto, Joan Hernández Pijuán, Vicente Rojo, Salvo o el mismo Jorge Oramas.
Sin duda, hoy por hoy, es un hecho innegable que la obra de Jorge Oramas ocupa un lugar de excepción en la historia de la pintura española de vanguardia del siglo XX, aun a pesar de su tibia recepción crítica y su escasa presencia en las grandes colecciones públicas de arte español del siglo XX. Claro que la exposición producida por el MNCARS y CAAM en 2003, comisariada por Juan Manuel Bonet bajo el título de José Jorge Oramas, metafísico solar, vino a paliar, en parte, aquella deuda histórica, aquel inexplicable olvido. Indagaciones en la obra oramasiana que venían a sumarse a los trabajos aportados por Josefa Alicia Jiménez Doreste o los escritos sobre pintura canaria de Fernando Castro, quien denomina a Oramas, refiriéndose la pureza de su estilo, “el más raro de los pintores que las Islas han dado”. Por supuesto, a estos esfuerzos de aproximación a la obra de un pintor fundamental en la tradición de la pintura canaria debe sumarse la propuesta de contextualización dentro del marco de la pintura española realizados por otras voces críticas, entre las que citaremos, entre otros, a Orlando Franco, comisario de la exposición Irradiaciones de Oramas, muestra producida La Caja de Canarias en 2008.
Se ha señalado el hecho de que la obra de Jorge Oramas forma parte de un modo peculiar de ver y de entender el mundo, dotando a la pintura española de una dimensión metafísica y de una sobreiluminación cromática sin precedentes. Este nuevo ensayo de interpretación sobre el alcance de la obra del pintor grancanario, Jorge Oramas o El tiempo suspendido, plantea interrogantes sobre cuestiones cruciales en el ámbito de una pintura que se resiste a ser definida dentro del mero género de la pintura de paisaje o del retrato al uso, pues abre nuevas escalas en lo real en virtud de su aspiración constructiva, su extraño esquematismo y su calidad iluminante en beneficio de un imaginario pictórico que parece conducirnos hacia lo que el autor del libro denomina “el ámbito de las imágenes primitivas e inconscientes”. Con todo, las sucesivas secciones de esta monografía han sido compuestas de la misma manera a como se articula un texto poético; esto es, no aportando conclusiones o soluciones definitivas, sino interrogantes sobre algunas de las incógnitas que la obra del pintor suscita. Entre ellas, la ausencia de evolución en una obra que pareciera obedecer a un mosaico de fragmentos de una única gran pintura sin referencias ni fechas, a la manera de variaciones musicales; la lectura simbólica del estatismo o la presencia de formas pétreas en la construcción de las escenas oramasianas; el sentido de lo “diurno” en una pintura alentada por la ilusión de un mediodía perpetuo; la peculiaridad de la limpieza expresiva de una pintura esencialmente cromática; el peculiar uso de la sombra —una sombra que ilumina— en su pintura; o la ausencia de espacios interiores en su pintura en armonía con la plenitud que proporciona el espacio abierto. El autor del libro aborda, asimismo, la peculiaridad de la noción de paisaje en el caso de la pintura de Oramas, alimentada por un acentuado esquematismo —“abreviatura visual” lo denomina el autor—, o las formas ascensionales, verticales, como ocurre en sus composiciones de rocas y pitas, riscos, montañas, palmeras y otras composiciones que se nutren de un singularísimo uso del lenguaje pictórico moderno, y que tanto nos recuerda a las cuentas y reflexiones de un joven Andrés de Lorenzo-Cáceres —protagonista, al igual que Espinosa y que el propio pintor, de la generación de la vanguardia canaria— al referirse al “paisaje espiritualizado” y “verticalmente lírico”, como uno de los signos característicos propios de la pintura —y de la poesía— de los creadores insulares de principios de los años veinte y treinta del pasado siglo.
Sin duda, una de las cuestiones centrales del libro tiene que ver con las distintas variantes y expresiones de la luz en la pintura de Jorge Oramas; esto es, la alianza entre la luz y la geometría en pinturas bien conocidas como lo son las dedicadas al Barrio de San Nicolás o a las escenas de Marzagán; también en Aguadoras —quizás uno de los cuadros más reproducidos y citados—, perteneciente a las colecciones del CAAM de Las Palmas de Gran Canaria. Es en este mismo sentido en el que el Sánchez Robayna subraya hasta qué punto en la pintura de Oramas “todo está en un interminable mediodía del ojo”, pues en su obra —subraya— “la luz no ciega: talla. Al hacerlo, esta realidad iluminada parece reenviar esa luz a otro lugar, mediante un sutil proceso de selección y reducción de datos, una estructuración de rara economía y equilibrio. Esa luz nos parece iluminante porque, a través de la operación pictórica, las imágenes no se limitan a recibir la luz, sino que al mismo tiempo la conducen hasta otro tiempo, un tiempo suspendido. El instante se eterniza. El acto de seleccionar, reducir, equilibrar, ordenar —esencial en esta pintura—, constituye en sí mismo un acto creador, una operación iluminadora, dadora de luz”. Se trata, en efecto, de una indagación de la luz y de la sombra aplicada sobre la materia del mundo; el movimiento de sístole y diástole de una pintura en la que la luz aporta volumen, define y hasta talla las figuras evocadas en la construcción del espacio visible, y que, en opinión de Sánchez Robayna, pareciera hablarnos del enigma que se esconde tras la propia realidad física; es decir, de la extrañeza de la propia existencia vivida como una exaltación de un presente que, en el escenario cromático de sus escenas rurales o urbanas, se vuelve eterno.
Jorge Oramas llega muy lejos en la composición de sus retratos. La práctica de este género abre otra de las secciones del libro, especialmente sus autorretratos (se conocen tres hasta el momento), en el llamativo diálogo entre figura, espacio, cuerpo y entorno que plantean estas piezas. No en vano, fue Sánchez Robayna quien diera a conocer la única fotografía personal de Oramas conocida hasta hoy, concretamente en un artículo publicado el 24 de octubre de 1981 —hace casi cuarenta años— en las páginas de Jornada Literaria con motivo del setenta aniversario del nacimiento del pintor. De autor desconocido, esta fotografía destaca, curiosamente, por su aire constructivista o casi neoplasticista, muy acorde con la estética de la vanguardia del momento. En este mismo sentido, nos resultan de especial interés los capítulos dedicados a lo que el autor del libro denomina la “relación oblicua o indirecta” que la obra de Oramas establece tanto con la llamada “pintura metafísica” como con los supuestos de la Nueva Objetividad alemana o el rappel à l’ordre del arte europeo de entreguerras. En efecto, realiza un análisis minucioso de los principios de estos movimientos artísticos de vanguardia en los que, con cierta facilidad, suele insertarse la obra del pintor grancanario, y establece los puntos de encuentro con estas tendencias, pero cuestionando, asimismo, los puntos de fuga y el distanciamiento que hacen de la depuración plástica oramasiana y su materialidad lumínica un capítulo de excepción: onirismo metafísico frente a presencia y corporeidad de las figuras en Oramas; realidad crepuscular frente a la plenitud de un mediodía casi hiriente para la visión; perspectivas fantasmales, frente a esquematismo y limpieza compositivas; ausencia de la figura humana frente a la corporeidad del hombre y la mujer insulares; intemporalidad enigmática frente a la afirmación del instante; misteriosa oscuridad frente a la consagración de la luz como materia pictórica... Así pues, la tesis de este ensayo afirma la singularidad del pintor grancanario dentro de los movimientos de las vanguardias artísticas del siglo XX.
Por último, conviene señalar que este nuevo libro publicado por Galaxia Gutenberg aporta una selección de medio centenar de imágenes a color de entre las pinturas que, hoy por hoy, conocemos de Oramas, a las que se suman no solo las láminas de algunas piezas hasta la fecha desconocidas, sino también las reproducciones de varias obras de pintores contemporáneos de distintas procedencias estéticas con las que la obra de Oramas establece vasos comunicantes, correspondencias y analogías constructivas, como lo son Giorgio Morandi, Theo van Doesburg, EtelAdnan, Milton Avery, Salvo (Salvatore Mangione), Roger Mühl o Luis Palmero.
En la suma de todos los aspectos analizados, el autor del libro es consciente de que el tema crucial de la pintura de Oramas no es otro que el del propio espacio pintórico; o sea, no la mera reproducción de elementos y signos del paisaje, sino la invención de su propio espacio autónomo, la recreación de una realidad distinta, abierta a un intenso cromatismo como una de las formas más potentes de la manifestación de la luz que deviene expresión del tiempo detenido, un “mediodía perpetuo”, un instante incesante y pleno; esto es, el “tiempo suspendido” en la pintura de Oramas.
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El libro de Fabio Montes
Por ALEJANDRO RODRÍGUEZ REFOJO
Aunque todas las evidencias apunten en esa dirección —la vieja argucia literaria de hacer pasar unos poemas propios como ajenos—, El Libro de Fabio Montes no es la obra de un heterónimo de Bruno Mesa, sino una serie de poemas y notas escritos por un discípulo aventajado de Alberto Caeiro. En efecto, los 25 poemas y los pocos apuntes que componen la segunda sección de este libro («Diario sin fechas») se hallan bajo la clara ascendencia del poeta que Fernando Pessoa consideró su maestro. Me atrevería a decir que tanto Pessoa como Montes sintieron, nada más leer los poemas del «guardador de rebaños», el simple e irrenunciable magisterio de este. El uso de estilemas propios de Caeiro («ser feliz es no tener que pensar en la felicidad»), así como el empleo de la paradoja y la contradicción como modos que expresan una concreta forma de mirar y de estar en el mundo, demuestran esa filiación, ese casi hermanamiento.
Quisiera, no obstante, salirme un poco del juego heteronímico para decir que El libro de Fabio Montes supone en la trayectoria de Bruno Mesa, después del Laboratorio (2000) y de Nadie (2002), la realización plena de una poética y una forma de ver la realidad que ya estaban presentes en estos dos libros bajo una capa de tanteos expresivos no siempre logrados, sobre todo en lo que respecta a su primera muestra poética. En el libro que nos ocupa, tales tanteos se han convertido en una palabra plena y de sorprendente sencillez, que se acerca a las cosas con humildad, no vuelta ya hacia sí mismo ni envuelta en los juegos de una inteligencia poética brillante pero quizá especular. En ese camino de realización se me antoja que la constancia en torno a una serie de obsesiones ha constituido para Bruno Mesa un motor importante de transformación poética.
Me interesa aclarar que los poemas y las notas de Fabio Montes giran alrededor de dos ideas-fuerza muy presentes en su maestro, pero igualmente presentes en la tradición literaria a la que aquel pertenece. Antes que eso, quizá convenga señalar que Montes fue, a la luz de su libro, una especie de flâneur que vagó por la Ciudad de los Adelantados intentado «estar en las cosas» y ser con los otros «pero sin los otros», a su manera contradictoria. Su vagar es el vagar de las palabras o la mente: cada paso es un paso sin finalidad que desanda el camino para encontrarse a sí mismo y perderse en el mismo instante en que se alcanza. La sombra de este Fabio Montes que fatiga, sin rehuir a los amigos y los desconocidos, el silencio o el tráfago de la pequeña ciudad, se ilumina sólo cuando bebe la sangre de la contradicción, y en ese momento toma cuerpo para hablar. Y es precisamente ese vivir en medio de lo paradójico lo que le permite dar el salto, salir de sí mismo y ser en los otros y en lo otro, un salto que el pensamiento discursivo por sí solo no puede dar.
La mención de la figura del flâneur no es gratuita. Responde a la realidad de la palabra poética de Montes en un sentido que intentaré explicar. En uno de sus “Pequeños poemas en prosa”, el que lleva por título «Las multitudes», Baudelaire afirma algo que ya Keats había sostenido en una de sus cartas más citadas. Según el romántico inglés «el poeta no tiene personalidad propia, siempre está lleno de alguna cosa, dándole su ser, gracias a una especial capacidad negativa. […] Por último, el poeta es lo menos poético de cuanto existe, porque carece de identidad». El autor de Las flores del mal dice algo parecido: el poeta, cuando se halla en medio de una atareada muchedumbre, «goza del incomparable privilegio de poder ser, a su guisa, él mismo y otro. Como las almas que vagan buscando un cuerpo, entra, cuando quiere, en el personaje de cada uno. Sólo para él, todo está vacío».
Esta es la primera idea-fuerza de El libro de Fabio Montes que quisiera comentar: la capacidad de este poeta para ser otro; no sólo otra persona, sino incluso una cosa, un objeto, aquello que entra en su mirada y lo posee gracias a un estado de pasividad o negatividad del que han hablado escritores, místicos y filósofos. Es posible identificar aquí un motivo central de la tradición poética moderna. Me refiero al cuestionamiento de una concepción unívoca de la relaciones autor-obra, y a una de las formas básicas que reviste tal cuestionamiento: la heteronimia, cuyo correlato social es la crisis de la identidad del sujeto moderno. (La heteronimia es, en este sentido, una estrategia de expresión de los distintos yoesque habitan en nosotros y que no siempre encuentran un lugar en la escritura.)
La «capacidad negativa» de Keats se considera hoy, en efecto, una idea fundamental de la línea de pensamiento que impulsó una revisión crítico-creadora de las ideas tradicionales de autor, de identidad y de personalidad poéticas. Esa línea parte de Rimbaud, pasa por el monólogo dramático de Browning y llega hasta Machado y Pessoa. El «drama en gente» de este último puede verse, desde esta óptica, como un grado extremo y radical de esa capacidad que el autor deEndymion atribuía al poeta. Toda heteronimia que sea tal, y no un uso o moda literarios, lleva implícita por tanto una crítica de la poesía como confesión y supone siempre una subversión de la noción de identidad. Esto es así en el caso de Montes, quien reformula de modo memorable algunos de los tópicos de esa tradición. Parafraseando algunos de sus versos, podemos decir que el poeta no es quien es (es otro), pero también es aquel que es (nadie):
He sido un perro, un cuchillo, una rama quebrada, un reflejo de luz en el cristal anónimo; he sido el otro, el que me ignora o busca al pasar por la calle que nos lleva. He sido, como todos, esa piedra inútil y todo el tiempo que esa piedra guarda. Soy incluso aquel que dicen que soy.
De la misma manera, la realidad no es la que es, y es al mismo tiempo la que es. Aquí es posible detectar otra idea-fuerza vertebradora de la poética de Montes, e igualmente central en la tradición poética moderna. Este elemento, presente de muy diversas formas en poetas tan distintos como Whitman, Paz o Borges, supone la quiebra del principio de no-contradicción en que se apoyan las leyes que rigen lo verdadero y lo falso en el terreno de la lógica tradicional. Como su maestro, Fabio Montes se vale constantemente de la paradoja y la contradicción para decirnos de muchas maneras lo mismo: A=B≠A. El uso de estos recursos retóricos no tiene en absoluto una función decorativa; insisto, es la paradoja la sustancia viva de la escritura de Montes, un modo de ver y estar que le hace decir: «hay una verdad en la gente cuando calla».
La quiebra de la ley de no-contradicción presupone, a mi juicio, una visión o construcción de lo real como exceso, como monstruo incomprensible para la razón, totalidad vacía de la que sólo puede hablarse negando, como dolor vacío también. Esta visión se asemeja a la de la divinidad tal como fue pensada y vivida por la tradición espiritual de occidente a partir de Dionisio Areopagita, visión que tiene en Heráclito el oscuro a uno de sus máximos representantes. Pero ese exceso es vivenciado como absoluta simplicidad en el caso de Montes, hasta el punto de hacernos olvidar el dolor de la existencia, de hacernos pensar si el monstruo existe realmente o es un producto de nuestra razón soñadora. El valor de sus poemas reside en gran medida en esto, en la voz de niño-poeta-sabio que habla a través de ellos:
Soy feliz porque me conviene serlo, porque en el dolor soy yo y en la felicidad soy nadie.
No se trata de un más allá de las cosas, sino un más acá de la discursividad de la mente en torno a las cosas y los hechos. «Miro, y las cosas y existen. / Pienso, y solo existo yo.» (Caeiro). También para Fabio Montes es más importante ver que pensar y respirar más importante que ser; más aún, en sus poemas ver y pensar, respirar y ser son ya la misma cosa: «ya no distingo lo que soy de lo que veo.» La conciencia o sobreconciencia no tienen aquí un lugar, como tampoco lo tiene el «diálogo sombrío» de un alma convertida «en su propio espejo» (Baudelaire). Montes —o los poetas que hablan por él: Mesa, Caeiro, Whitman— se acerca al mundo a través de una visión poética que no lleva aparejada ninguna pérdida, sino todo lo contrario, la ganancia de existir.
Esta ganancia, que es también la nuestra, es la que me hace dudar y salir totalmente del juego heteronímico para preguntarme: ¿hasta qué punto la repetición de un lenguaje y un pensamiento poéticos validan una propuesta creativa como la de Fabio Montes? ¿No existe una cercanía muy grande con su maestro, patente en el uso de estilemas y paradojas de cuño caeiroano? Más allá de tales dudas me parece necesario valorar el riesgo asumido por Bruno Mesa, y dejar claro que, desde mi punto de vista, la experiencia de la lectura de El libro de Fabio Montes compensa con creces los prejuicios que acaso subyazgan en mis preguntas finales. Por eso quiero terminar con el poema «Recién nacido», que copio entero como una invitación a abrir las páginas de este libro:
Recién nacido está todo, predispuesto en tu tacto para ser pronunciado. Alcánzalo, mira que todo aguarda un instante, que nada permanece si tú no lo muerdes. Recién nacido está todo esperando a que llegues.
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“Niño”, de Melchor López: poesía e iniciación
Por SERGIO BARRETO
*Niño, Madrid, Ediciones Franz, 2020. [72 págs.]
Entre los poetas españoles que comenzaron a publicar a finales de la década de 1980 y principios de la década siguiente, pocos con una trayectoria más atrayente y sólida que la de Melchor López (Tenerife, 1965). Se trata de una trayectoria guiada por el rigor estético y ajena a los cauces promocionales de los autores de su generación, tan entregados al gregarismo y casi siempre ahogados en él. No es el caso de Melchor López. Libros como Altos del sol (1995), El estilita (1997), Oriental (2003), Fama del día seguido de Escrito en Arrieta (2006), De la tiniebla (2013, en colaboración con el artista Stipo Pranyko), Dos danzas (2014), Según la luz (2019) y De vuelo (2019) son el resultado de un preciso modo de entender el fenómeno poético: la poesía como forja de un mundo intelectual y espiritual y como peculiar método de conocimiento.
Ahora, con la publicación de su último y nuevo libro, López da un giro (en cierto modo previsible, pues su obra ha sido orientándose sobre todo a la explicitación de su propia experiencia existencial) hacia una escritura claramente autobiográfica. Niño está compuesto por un conjunto de treinta prosas a modo de breves “escenas” líricas, divididas en dos secciones —simétricas como alas— que plasman, igual que leves parpadeos, el tiempo originario de una infancia dolorosa e iniciática. Los ejes temáticos de las diferentes composiciones son la propia infancia (marco temporal), la madre, la muerte y la palabra poética. En cada escena, el poeta se dirige unas veces al niño que fue, otras a su madre y, a veces, a sí mismo; escenas con atmósferas que conforman un mundo nebuloso y en el que la naturaleza, los miedos infantiles y las figuras protectoras cobran una visible relevancia simbólica.
De algún modo, en el niño quedó la idea de que madre e isla compartían un vínculo ctónico. La madre tiene el poder de escuchar los murmullos de la isla: “Soy el hijo de aquella que percibía en la isla los más leves terremotos”. Tal vez (reflexiona el poeta) el niño haya heredado de su madre el poder de oír o de entender los mensajes de la naturaleza o de la isla. Esta pregunta obtendrá respuesta más adelante, cuando el niño comience a hablar el lenguaje de la poesía. Entretanto, la naturaleza o el mundo insular descrito de fondo como entidad enigmática y sorpresiva adquiere importancia fundamental. El niño pasa del adanismo del edén doméstico (“Aún no sabe, no comprende, de dónde viene el vilano ni adónde va”) a la experiencia tempranísima de la muerte de la madre.
A propósito de este carácter sorpresivo y enigmático, asistimos por ejemplo a la sencilla contemplación de la lluvia, una contemplación en la que madre e hijo comparten el milagro de un tiempo detenido. En otro momento, lo innombrable hace su aparición y el fatum cumple sus designios. La voz del poeta se aproxima a su niño interior para describir la experiencia más dolorosa y extraña que habrá de sufrir. La intimidad es apabullante: “No, no llegará nadie a tiempo de protegerte: ni los manes de la casa en sus hornacinas ni los lares consagrados del mar”. Esta búsqueda en la médula de la orfandad obliga a nuestro autor a hablar consigo mismo, con el niño y con la “malhadada madre” en un trance solemne, consciente de lo que supone, desde la madurez de un hombre, la rememoración de lo lejano y traumático: “De aquel tiempo oscuro ―pese a los cuidados de la tía―, de aquellos dos años alejado del pueblo, te salvaron en buena parte las largas horas de recreo que pasabas en la finca del tío Juan”. Al tratarse de un niño, la experiencia del duelo es impracticable racionalmente. La escritura es la resolución dada por el poeta a ese conflicto no zanjado.
En el libro subyace una densidad onírica dominada por el miedo a la oscuridad y por la sensación de desvalimiento. En este sentido, el fragmento doce ―tres asesinos entran en la casa, visión grotesca de los Reyes Magos― es significativo. El tono oscuro, desconsolado, que presenta al huérfano tomando conciencia de su condición se impone, a pesar de que por las páginas desfilan figuras protectoras como el abuelo. La noción de pérdida salpica la segunda parte. La madre ya no está. La realidad es inhóspita: “el niño tuvo que vadear un río adverso y vencer a embozadas sombras”. No obstante, al vencer y vadear, durante un proceso febril descrito en otro fragmento, esos obstáculos espectrales, comienza a emerger en el núcleo del abismo una luz mental, los señuelos hacia una sensibilidad que habrá de convertir al niño, mucho tiempo después, en poeta. La altura lírica que impera a partir de ese momento, una vez tiene lugar la catarsis (“es hora de que las lágrimas se muestren como señal visible”), nos recuerda el compromiso manifiesto del poeta por buscar lo que él mismo ha llamado el «trato casi amoroso con la materia, con la harina de las palabras».
Alumbrado con un estilo nítido, y al margen de su disposición fragmentaria, Niño posee una estructura narrativa definida. Abordable como un viaje iniciático dispuesto en “cuadros” sucesivos, el armazón de estos se vuelve patente, los personajes se suceden en las diferentes escenas, el protagonista y el elemento antagonista son explícitos. Asimismo, la presentación del mundo establecido, el conflicto y la revelación vocacional encajan en el marco narrativo clásico, lo que hace de Niño una hibridación de géneros que va desde el poema seriado hasta el relato autobiográfico, pasando por las historias de iniciación.
El fragmento o “cuadro” en la que el yo poético y su hermano, en el cuarto de una azotea, recitan poemas hasta que aparecen los versos del conde Arnaldos y se clavan en la psique del niño (“Yo no digo mi canción / sino a quien conmigo va”) resulta una de las muestras más hermosas del nacimiento de una vocación que puede hallarse en la literatura española actual. Niño es, por todo ello, una rara manifestación de límpida, personal, alumbradora poesía.
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La red de lecturas
Por FRANCISCO LEÓN
* Las formas disconformes. Lecturas de poesía hispánica, Jordi Doce, Libros de la Resistencia, Madrid, 2013.
¿Qué correspondencias pueden establecerse entre Rafael Alberti y José Ángel Valente, o entre el poeta cubano Orlando González Esteva y la poeta madrileña Julieta Valero? ¿Cuáles son los caminos transitados por el poeta, traductor y ensayista Jordi Doce (Gijón, 1967) para involucrar en un mismo territorio de pensamiento estético a dos pintores tan diversos, casi opuestos, como Ráfols-Casamada y Eduardo Arroyo?
La coincidencia de estos autores y artistas, y de otros muchos, en un mismo libro se llama precisamente Las formas disconformes, volumen de artículos –el último, publicado hace sólo dos años, se titulaba La ciudad consciente. Ensayos sobre T.S. Eliot y W. H. Auden– en el que su autor reúne algunos de las lecturas de poesía hispánica a las que se ha entregado a lo largo de los últimos años. El arco temporal de estudio que abarca la totalidad de estos trabajos va desde las Generación del 27 hasta la plena actualidad y su marco, como indica el subtítulo, lo constituye el gran océano de la poesía en lengua española. El lector hallará en este delicioso cuadro de intereses textos tan fugaces –apenas cuatro páginas brillantes– como el dedicado al nunca suficientemente reivindicado Vicente Aleixandre, junto a otros extensos y pausados, como aquellos en los que revisa la obra de José Ángel Valente, cuyas casi sesenta páginas sin duda hubieran merecido ser editados como estudio autónomo.
Pero dejando al margen sus características físicas, el rasgo más representativo de Las formas disconformes, y que más llamará la atención del lector, reside en la amena variedad de la procedencia estética de los autores y pintores que se dan cita en estas páginas. Tal variedad responde al hecho declarado por el autor de que este libro lo constituye una compilación de reseñas, prólogos, artículos y textos de presentaciones publicados y escritos entre 2000 y 2012. Se trata, por lo general, de páginas redactadas al calor del encargo, si bien, como señala Doce, tales compromisos sólo fueron asumidos en el caso de que vinieran precedidos por una lectura gustosa de la obra tratada, cuestión esta que se percibe por el ritmo entusiasta y la perspectiva audaz con que se han redactado la mayoría de los artículos. Y aunque, obviamente, el resultado no es un estudio de carácter sistemático ni mucho menos monográfico, no significa en cambio que estemos necesariamente ante una compilación caprichosa o desordenada.
Si es cierto que a primera vista –por la mera lectura del índice, por ejemplo– el itinerario crítico planteado por el autor podría parecernos un tanto errático, no lo es menos que un escrutinio más cuidadoso, es decir, una lectura atenta y completa, de este aporte crítico nos mostrará un tapiz estético tejido con fina inteligencia y en absoluto arbitrario. Las variadas referencias, las reflexiones heterogéneas, las libres opiniones que aquí se exponen más allá de los consabidos vasallajes familiares forman finalmente, como decimos, una red tan luminosa como lógica. La imagen final de Las formas disconformes representa a una familia lírica cuyos miembros comparten un origen muy similar: la literatura de base moderna, influida hondamente por el simbolismo, las vanguardias y los vectores experimentales de la poesía que se desarrolla a lo largo de la segunda mitad del siglo XX.
Jordi Doce es sin duda uno de los poetas españoles actuales que más ha leído no sólo a sus estrictos contemporáneos –y no únicamente en su propia lengua–, sino gran parte de la herencia lírica y artística (el libro se cierra con dos estudios sobre Albert Rafols-Casamada y Eduardo Arroyo) que llega hasta el borde de su tiempo actual. Sin embargo, lo verdaderamente interesante de la lectura llevada a cabo en Las formas disconformes no es tanto su amplitud, repetimos, cuanto la variedad de estéticas en las que ahonda el autor. O lo que es lo mismo: su enfoque abierto, desprejuiciado, atento a escritores aparentemente distantes entre sí o a detalles a menudo velados por la crítica. Es esta dispersión concentrada, precisamente, lo que nos sitúa en el centro mismo de este libro.
Ello nos permite reencontrarnos con Rafael Alberti, cuya obra, a pesar de que el viento de la nueva poesía no haya soplado precisamente a su favor –escribe Doce–, «toda superficie de siluetas y colores, se nos aparece como un monumento de gracia poética, de creación en estado puro que apenas tiene igual en nuestra lengua». La misma posición de curiosidad y despreocupadamente revisionista nos ofrece la lectura del primer y postergado libro de Vicente Alixandre. Ámbito pertenece a esa familia olvidada de primeros libros que, «sin expresar plenamente el mundo y el lenguaje de su autor», al contrario de obras como Don de la ebriedad, A modo de esperanza o Cántico, «delimitan con claridad su perímetro». En Ámbito, libro que tan a regañadientes ha sido estudiado por la crítica, Jordi Doce ve potencialidades y aciertos deslumbrantes: «Pese a los rígidos bloques estróficos de tantos poemas», la escritura que da forma a esta opera prima «es una escritura en ebullición, tensa de inminencias y amenazas, signada por un anhelo trágico de totalidad que no tarda en dominar su escritura posterior».
Obviamente no podemos detenernos, ni este es el lugar indicado para hacerlo, en todos los capítulos de Las formas disconformes. Esta pluralidad sin prejuicios a que hemos hecho referencia ha imantado a lo largo del tiempo tal cantidad de autores adscritos a procedencias estéticas tan diversas que un simple repaso por todos sus nombres desbordaría los límites de la mera reseña. Sin embargo, a título informativo, conviene ofrecer al lector la lista completa de los autores que han sido atendidos al menos en este volumen. Desde los ya citados Vicente Aleixandre o Rafael Alberti, pasando por el Octavio Paz traductor, el casi hermético Josep Palau i Fabre o el mexicano Julio Torri, hasta llegar a autores claramente centrales en la trayectoria creativa de Jordi Doce, como Ángel Crespo, José Ángel Valente, Antonio Gamoneda o José Miguel Ullán.
Pero la lista no queda ahí, y desfilan por las páginas figuras de primerísimo orden como los canarios Luis Feria y Andrés Sánchez Robayna, el peruano José Watanabe, la uruguaya Circe Maia, la argentina Mercedes Roffé y el cubano Orlando González Esteva. La lista continúa: Juan Antonio Masoliver Ródenas, Olvido García Valdés, Juan Malpartida, Álvaro Valverde, Juan Carlos Mestre, Eduardo Escala, Pedro Casariego Córdoba y una tríada final de poetas pertenecientes a la misma promoción que el autor: Marta Agudo, Esther Ramón y Julieta Valero. Precisamente en esta tríada de autoras me detendré un instante.
No es tan frecuente como parece que un escritor actual, un poeta de obra ya consolidada, dedique parte de sus trabajos reflexivos a compañeros contemporáneos suyos. Normalmente estas labores se dejan en manos de antólogos o reseñistas que disfrutan de mayor perspectiva temporal. Sin embargo, la inclusión de estas tres poetas en el tramo final de Las formas disconformes también constituye, en cierto modo, una declaración de principios estéticos en el hoy complejo espacio literario inmediatamente contemporáneo.
Si parece por completo casual que sean tres mujeres madrileñas las que cierran este libro, no lo es tanto que se trate de tres poetas para quienes el lenguaje resulta siempre una herramienta problemática en relación a la parte del mundo en la cual insertan sus reflexiones, una herramienta cuya naturaleza es replanteada a cada paso, a cada poema. Tanto es así que, de una y otra manera, las obra de Agudo, Ramón y Valero poseen un claro carácter experimental. «Fragmento –primer libro de Marta Agudo (Madrid, 1971)– se inscribe no sin tensiones en la estética minimalista que han cultivado, entre sus contemporáneos, Ada Salas o Marcos Canteli», otros dos nombres para añadir a una posible lista de poetas contemporáneos. Palabras similares dedica Doce a Esther Ramón (Madrid, 1970): «Esa capacidad negativa, esa precisión estratégica con que la escritura cambia de forma, de ritmo y hasta de lugar de origen para acechar el fragmento de mundo […]». En el caso de Julieta Valero (Madrid, 1971) más emparentada con una experimentación formal sobre los elementos discursivos del lenguaje, Doce apunta, como poética en la que la autora fragua su poesía, a una paradójica y creciente fragmentación del discurso: «Por un lado el poema en prosa de largos versículos o versículos separados por abundantes líneas en blanco, y al que un uso peculiar de la elipsis y la aposición sintáctica otorga hechura y trabazón. Por otro lado, el poema en verso libre, muy libre en sus transiciones y movimientos argumentativos, lleno de insolencia y de frescura, y en el que sin embargo, como claros del bosque, respiran las pausas y los silencios del versículo».
Mientras que el mundo lírico de Agudo se centra, sobre todo, en un análisis del ser propio como reacción moral de la intimidad ante los avatares del mundo, en Ramón el poema –o mejor dicho, el libro todo– crece como proyecto de exploración o sondeo en lo misterioso, a modo de investigación de campo, existente en un espacio muy determinado del mundo exterior. «La angustia existencial –apunta Doce respecto de Marta Agudo– que recorre las páginas de Fragmento sortea una y otra vez las trampas del exhibicionismo confesional y se nos muestra en frío, prendida a una materia verbal tan densa como reticente». Obviamente, Doce coloca la poética de Agudo frente a otras, muy modales y en las que apenas existe una reflexión previa o simultánea a la escritura sobre el lenguaje mismo, poética ampliamente divulgadas en nuestro país y en las que por tal motivo toda reflexión existencial del ser deviene burda y obscena.
La misma frialdad como elemento ideológico, o lo que es lo mismo, la planificación previa del poema o del conjunto de poemas, resulta evidente en los modos de trabajo de Esther Ramón. Anota Doce en este sentido: «Más que una escritora de poemas, es una escritora de libros, de sistemas, de conjuntos textuales que incursionan de manera activa en lo real, enjambres de palabras que acotan un fragmento del mundo y proceden a horadarlo a fin de crear, en lo inhóspito, en lo que suele estar vedado a nuestro paso, un espacio habitable para la reflexión».
El instrumento principal de Valero, aparte de la referida fragmentación sintáctica de su discurso cotidiano, lo constituye, según Jordi Doce, uno de los vectores modernos por antonomasia: la ironía. La ironía, no hace falta indicarlo, como contrapartida del adanismo lírico que suele abundar en ciertas poéticas experienciales: «Pero, más allá o más acá de esta postura, de esta actitud moral, digamos, me atrae la singular ambivalencia con la que la voz poética da cuenta de su viaje. Una ambivalencia en la que actúan no sólo los escrúpulos, el celo vigilante con se mide cada paso, sino también las dudas, la incertidumbre sobre el rumbo a seguir».
En fin, tres interesantes análisis finales que distinguen a un escritor, Jordi Doce, no sólo por la calidad de su propio trabajo poético, sino además por su fina capacidad para hallar entre el mare magnum de autores actuales, y sin perjuicio de figuras consolidadas o históricas, a tres poetas actuales cuya poesía merece la pena ser leída y tenida en cuenta, dejando así en el lector el aliciente de un libro futuro que amplíe, precisamente, el campo de sus lecturas más inmediatamente contemporáneas.
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Los milagros de la edición
Por FRANCISCO LEÓN
*Niño, de Melchor López; El más extraño mediodía, de Luis Lenz y Las estribaciones occidentales de Cydonia, de Sergio Barreto, Franz Ediciones, Madrid, 2020.
La reciente publicación de Las estribaciones occidentales de Cydonia, de El más extraño mediodía y de Niño, de los canarios Sergio Barreto, Luis Lenz y Melchor López, respectivamente, viene a confirmar dos extremos promisorios: uno, la extraordinaria sintonía establecida entre la mejor literatura de Canarias y la firma madrileña Franz Ediciones (milagro del que se ha hablado poco y que comenzó a fraguarse con la publicación en 2018 del por lo menos raro libro Neptura de atarjeas, del poeta del norte de Tenerife Manuel Martins). El otro extremo: la riqueza y anchura (renovadas) de las corrientes syntácticas, aguas fecundas, mal que pese a nuestros paisanos, de las que surge la mayoría de los títulos canarios repertoriados por la inteligente editora de Franz Ediciones Christel Penella de Silva. Franz Ediciones abre así una puerta continental a las mejores voces de unas islas culturalmente (literariamente) cada vez más sordas a sus propias singularidades.
1. Como una lámpara maravillosa, Niño custodia en su interior el temblor doloroso y sereno de un libro de despedida del mundo (como de hecho ha sugerido su propio autor en los últimos tiempos), un libro casi testamentario contado frente al espejo del tiempo. Con una ya respetable, e incontestable, trayectoria poética a sus espaldas y algún que otro poemario inédito aún, Melchor López parece haber decidido poner punto final a sus trabajos con la musa. (No es nuestro deseo contrariar al poeta, pero esperamos que se equivoque rotundamente en sus previsiones. Falta mucho por hacer: por ejemplo un volumen de compilación de sus primeros libros, hoy inencontrables.)
Dibujado con prosas de extremo rigor compositivo, Niño constituye una «suerte de memorias líricas escritas a caballo entre la prosa poética y el poema en prosa», ha escrito Régulo Hernández. Memorias o autobiografía lírica, ciertamente, en que «se muestra el encuentro o el descubrimiento, el prodigio, la tragedia, del niño huérfano con los enigmas de la muerte, el mundo y la poesía».
Desde su primer y sorprendente trabajo, Altos del sol (1993), López no volvía con tanta decisión a los poemas en prosa. Ambos libros liminares, en verdad, se tocan ahora, como alfa y omega, iluminándose mutuamente: aquél como la evocación inicial de un territorio físico, completado ahora con esta iluminación iniciática: honda experiencia anímica que tiene lugar en el antecomienzo del tiempo. En realidad, Niño es un libro dedicado a la remota figura de la madre y a la irrupción de la poesía en la vida del muchacho. Irrupción paliativa o lenitiva. La muerte temprana de la madre determinará, desde el principio, la necesaria relación mágica (curativa) del huérfano con el mundo y de su poesía con el velo de las sombras.
2. Hasta donde sabemos, El más extraño mediodía es el primer libro de poemas del secreto o cifrado poeta Luis Lenz (La Laguna, 1972). En su ADN lírico, Lenz lleva inscrita con meridiana claridad la insignia de la poesía metafísica y de las corrientes syntácticas. Su primer libro resulta deslumbrante y prístino.
Aunque se ha aplicado a las obras mayores de ciertos pintores insulares (como Luis Palmero), la expresión «metafísica solar» o «metafísica de la luz», surge en realidad, como fenómeno estético, en los interiores de la poesía de Canarias. Y se trata, sí, de un rasgo distintivo de la lírica pensada en estas latitudes. Por ejemplo en la poesía de Alonso Quesada, de Manuel Padorno o Andrés Sánchez Robayna. La metafísica solar no es otra cosa que la representación poética de un modo de percepción física del mundo insular bajo una luminosidad salvaje (una luz perpendicular y plena) que suspende el tiempo. Y el mediodía es su momento fundamental, su hora absoluta.
El más extraño mediodía nos lleva, por tanto, directamente a ese momento meridiano que parece interminable y, al mismo tiempo, inaprensible. El tiempo se detiene, las cosas están solas, el mundo reaparece como una revelación inalterable, la escritura se expande meditativa, diamantina, callada, y el resultado es una penetración iluminativa en un espacio metafísico de honda experiencia existencial. Pocos libros como este, de tanta hondura, se han escrito en España en los últimos tiempos.
3. El joven narrador y poeta Sergio Barreto (Premio Benito Pérez Armas con la impactante novela Versus) nos entrega en Las estribaciones occidentales de Cydonia siete relatos de escritura poderosa y estricta en que lo extraordinario, incluso lo fantástico, gravita con maestría sobre las realidades de un correlato existencial bien trabado y eficiente. Personajes al borde de la fantasmagoría, o que salen y entran de las sombras inconclusas; historias que no se doblegan a su propio argumento y que a veces dan saltos laterales chisporroteantes e irreverentes. El dominado ritmo de los relatos revela que las manos narrativas que vuelan sobre el teclado de Sergio Barreto son también las de un poeta joven y centrado sobre la materialidad de la escritura. Sin duda uno de los mejores desembarcos de la prosa canaria en las costas de la edición y la lectura.
Pensados en conjunto, los tres títulos demuestran el inmejorable estado de salud de la buena poesía y prosa canarias, digo, más allá de de narraciones y poemas escritos y diseñados muchas veces, o siempre, con la única intención de amoldarse a un género u otro, o de convertirse de inmediato en productos de venta y aceptación masiva. La escritura de estos tres autores, al contrario, se piensa a sí misma y se interna en un campo de creación que no concede al lector sino verdad y voluntad de exploración y renovación.
Francisco León
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Por el «Gran Desvío». Una entrevista con Melchor López.
Por FRANCISCO LEÓN
Puesta en el confuso mapa de la poesía española actual, la obra de Melchor López (Tenerife,1965) constituye por sí sola un oasis excepcional, un oasis donde la belleza es precisión, el canto alcanza las alturas de la reflexión y la mirada penetra, por los poderes de la imaginación, hasta los bordes donde comienza lo invisible.
No hay en la poesía de Melchor López un solo verso entregado a la frivolidad o la evidencia. La contención emocional que rezuman sus textos tiene su fundamento en la visión del trabajo poético como un procedimiento constructivo. No por casualidad, López (a través de la revista Syntaxis) ha sido un lector privilegiado de la experiencia de los poetas concretos brasileños (Haroldo de Campos, en especial) y de sus padres, entre ellos, João Cabral de Melo Neto.
Todo en ello constituye el carácter sustancial y radical de su dicción, de modo que el mundo insular de sus visiones (su paisaje físico, cultural y simbólico) no se agota en sí mismo. Todo lo contrario: el poeta se alza sobre la roca y apunta con fuerza hacia lo que simplemente es sustancia alada del mundo y otredad desconocida.
López publicó sus primeros poemas en la revista Syntaxis (nº 22, 1990). En 1994 fue seleccionado en la antología Paradiso: siete poetas, editada por Andrés Sánchez Robayna. Su primer libro, Altos del sol (un conjunto de poemas en prosa, de jaikús y de tankas) fue publicado en la colección Paradiso en 1995. En 1997 publica El estilita (Ediciones La Palma), un largo poema unitario. En 1998, López se traslada a la isla de Fuerteventura y, seis años después, a Lanzarote, donde reside en la actualidad. Son los años de escritura (de 1998 a 2005) de dos libros: Oriental (2003) y Fama del día seguido de Escrito en Arrieta (2006). Poemas suyos fueron recogidos, a lo largo de esos años orientales, en tres antologías: La otra joven poesía española (2003), Antología del poema en prosa en España (2005) y Poesía canaria actual. A partir de 1980 (2010). En 2013, en colaboración con el artista bosnio Stipo Pranyko, publica De la tiniebla, y al año siguiente el cuaderno Dos danzas. Sus dos últimos libros de poemas (publicados en 2018) son Según la luz (Ediciones Trea), recopilación de sus conocidos cuadernos de viaje y De vuelo, en Mercurio.
Ahora, con la publicación de Niño (Franz Ediciones, Madrid), libro de poemas en prosa de marcado carácter autobiográfico, el escritor anuncia, a sus cincuenta y cinco años de edad (y a falta de publicar aún dos libros, Cuaderno de Cabo Verde y Para llegar a Samarín), la deliberada conclusión su trayectoria poética.
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FL: Melchor, tu último libro, Niño, tiene el aire de una etapa que finaliza, parece un libro testamentario, y tú mismo has insinuado, acaso no de forma pública, pero si contundente, la idea de que vas a dejar o ha dejado ya de escribir poesía. ¿Se trata de una cuestión ontológica, una reacción a la situación de la poesía actual o cansancio simplemente?
ML: Niño pone punto final a mi obrita poética para nadie, una obrita no dirigida a una inmensa minoría o mayoría, sino a «nadie»; un nadie también odiseico, y un nadie también de «Nadie Parecía», el pequeño grupo o trío poético al que, naturalmente, pertenezco; a veces la escritura de poemas puede ser el modo más profundo y misterioso de conversar con los amigos. De todas formas, aún quedan por publicar dos de mis libros más significativos, de redacción anterior a Niño: Para llegar a Samarín y el Cuaderno de Cabo Verde.
Hay muchas razones que me llevan a dejar la creación. Confesaré dos. La primera, y puede que la más decisiva para tomar esa determinación, es que el yo literario (ese otro lírico) bajo el que ha escrito Melchor López, no se corresponde con mi entera identidad (si eso existe). Hay rasgos del carácter o del ser de Melchor López de los que no puede ser portavoz ese yo literario sin que se produzca una estridente disonancia; por eso hago enmudecer esa voz para reaparecer, acaso, con otra, con otros tonos: la del Viejo José Mosegue, autor que poco a poco ha ido creciendo en mi interior hasta arrinconar al otro yo poético, agotado o insuficiente. No es la convivencia de un ortónimo con un heterónimo, sino el relevo de un yo poético por otro distinto que también anhela manifestarse a través de la palabra.
La segunda razón es que yo soy decididamente (en caso de ser poeta, cosa que jamás me he atrevido a decir) un poeta menor. Siempre he sentido un peso enorme sobre mis hombros, superior a mis fuerzas, como una encomienda que cuesta aceptar como le ocurre al Jonás bíblico (al que he dedicado uno de mis poemas hagiográficos), rebasado por la misión que le encarga Yaveh. Y un poeta menor no debe pecar de pesado (algo que no soportan, creo, y yo con ellos, mis paisanos) produciendo en cadena de montaje soviético una obra de gran extensión. No quiero perpetuarme en la decadencia de mi próxima edad provecta frente al último mar, balbuciendo versos hasta que, en un club de pueblo, una pequeña secta de enajenados me homenajee.
Espero no traicionar esa decisión, salvo que me vea obligado a recobrar mi voz para escribir la elegía de algún amigo poeta acribillado por la espalda por otro avieso poeta insular disfrazado de arlequín carnavalesco; ya saben cómo se las gastan por estas insulitas cuasi áridas esta familia de mega átridas.
FL: La respuesta a esta primera pregunta me suscita varias cuestiones, varias vías, por las que no había pensado ir. Pero se me impone una interrogación sobre las demás. Una de las tesis de la modernidad (de las que tú has participado) indica que la poesía es una forma de conocimiento, y también, o sobre todo, de autoconocimiento. Me sorprende que, en su caso, el camino cognoscitivo por el que le ha llevado la poesía sea, precisamente, el desconocimiento o alejamiento de ti mismo. El poeta que en ti cantaba, se ha alejado, al final, del ser que lo albergaba. ¿Cómo, por qué?
ML: Por una razón o por otra, mi yo poético se ha ido decantado por manifestar unos rasgos determinados del prisma que compone mi personalidad, dejando a un lado otras facetas de la misma. Mi ser se ha ocultado, para revelarse así (ya sabemos que el ser, como la Naturaleza, gusta de ocultarse), tras sucesivas máscaras o personae. Mi voz se ha encarnado en la de un severo estilita o en la de un sufriente momificado guanche… Hay quien ha llegado incluso a identificar al autor con su representación: «Melchor el Estilita», han dicho; menos mal (que yo sepa) que no han llegado a identificarme con la momia de arpillera. Las sucesivas máscaras deforman el rostro. Mi incompleta ortonimia no representa la totalidad de las voces de la «casa de mi ser». No hay pues un abandono de mi ser albergado, sino un afán de ampliación, de completud; es eso lo que creo que me está ocurriendo. Aunque yo preferiría sufrir una verdadera transmigración empedoclesiana: «He sido mancebo, doncella, arbusto, pájaro y mudo pez que surge del mar». Yo ya dije todo lo que poéticamente tenía que decir como Melchor López. No hay que levantar ningún catafalco funerario o conmemorativo en la orilla negra porque ese enmudecimiento no supone ningún triste hito; sigue pasando de una ampolleta a otra la arena indistinta de las horas, como pasarán pronto mis cenizas definitivas.
FL: Niño es un poema en prosa sobre la (en su caso) honda interrelación entre la infancia, la madre y la poesía. A parte de la muerte temprana de tu madre (considerada en este nuevo libro raíz de tu visión poética del mundo), ¿cuál ha sido por el momento el acontecimiento espiritual y literario, fundamental en tu trayectoria y tu formación?
ML: Considero que mi formación literaria está signada por tres encuentros decisivos: el encuentro con el maestro y el encuentro con mis pares espirituales, esos a los que reconocemos con un estremecimiento, esos que llevan grabada y escondida la misma señal que los identifica ante espíritus semejantes. El maestro fue (lo sigue siendo) Andrés Sánchez Robayna, del que fui alumno en la universidad de La Laguna. Haber contado con un maestro de ese fuste (¡qué columna tebana!) no tiene precio. No digo que yo no hubiera tenido (perdón por la expresión) una carrera poética, sino que con toda seguridad sus resultados hubieran sido distintos y, sobre todo, mucho peores de no haber contado con el magisterio del poeta de la luz negra. Recuerdo al escritor y crítico venezolano Gustavo Guerrero señalándonos, con envidia, la fortuna que habíamos tenido al contar con ese faro, ese guía. No fuimos unos huérfanos desorientados, perdidos en la selva de la Cultura. Alguien había desbrozado formidablemente el camino. ¿Tendré que repetir aquí que la figura de Sánchez Robayna me parece la más importante que ha dado la cultura de las islas en su historia literaria, que su aventura poética, ensayística, traductora, académica…, supone una siembra fertilísima, prodigiosa, de la que podrán alimentarse generaciones futuras?
Fue el mismo Andrés Sánchez Robayna quien, años después, propició otro encuentro crucial: él les habló de mí a los jóvenes de la revista Paradiso, un grupo compuesto por poetas excepcionales (como no se ha vuelto a ver por estos lares remotos), que me acogieron entre sus ilusionantes filas como a uno de los suyos. Ellos me insuflaron su entusiasmo coral. Y yo me reconocí en ellos; ya no estaba solo. Por entonces, mis amigos del grupo «Nadie parecía», Juan Fuentes y Régulo Hernández (mis compañeros más queridos en el ámbito de la poesía), aún no habían mostrado sus frutos en el mundo de la creación. Mi coincidencia, años atrás, con ambos en las aulas universitarias de la húmeda Lacustre había supuesto el otro encuentro decisivo. Haber sido discípulos de Sánchez Robayna confiere unos mismos rasgos distintivos a todos ellos, más allá de los inevitables epigonismos de la primera hora y de los necesarios idiolectos posteriores, pues han sido educados a la manera syntaxiana, verdadero Curso Délfico. Y todos pasarán sus días y sus noches buscando, a su modo, en sueño y vigilia, (lo quieran o no) el vaso sagrado.
FL: Por edad, pertenecerías a la llamada (no sé si con exactitud) generación canaria de los 80, es decir, la que García Ysábal reunió en su antología Nueva poesía canaria. En cambio, fuiste antologado por Andrés Sánchez Robayna junto a los ya en absoluto jóvenes poetas que hicieron la revista Paradiso, y luego Piedra y Cielo. ¿Cuáles fueron los motivos que te llevaron por esos caminos?
ML: De alguna forma ya he respondido a una parte de esta pregunta en mi anterior respuesta. Diré algo más: esos caminos de los que usted habla, a los que yo me he referido en algún momento (con expresión que ha tenido algo de fortuna) como «corrientes syntácticas» (aquellas que brotan de la roca milagrosa de la revista Syntaxis), fueron los que elegí, en una encrucijada, por parecerme que eran los que se dirigían hasta el centro mismo de la poesía. No creo haberme equivocado. Los poetas que más me interesan son los que han recorrido esas mismas sendas en la selva, esos que se mantienen en estado de resistencia permanente contra la banalización que cerca las palabras sustanciales.
A mí me gusta mucho una idea (que creo que pertenece a Jean Cocteau) que dice que una generación estaría formada por todos aquellos que, aun no compartiendo edad, coinciden en una misma época. A partir de esa fórmula diacrónica, a mí me gusta considerarme dentro de una constelación generacional que formarían actualmente en Canarias nombres como los de Ángel Sánchez, Eugenio Padorno, Lázaro Santana, Miguel Pérez Corrales, Miguel Martinón, Andrés Sánchez Robayna, John Noyes Kuehn, mis amigos de «Nadie Parecía», los poetas de Paradiso, o los más jóvenes Isidro Hernández, Bruno Mesa e Iván Cabrera Cartaya, hasta llegar a Sergio Barreto, delfín estelar. No sé si en otro momento de la cultura de las islas se ha reunido una constelación de poetas con una irradiación semejante.
FL: Has expresado que desearías sentirse inscrito en esa precisa «constelación generacional», y ha dado nombres. ¿Cuáles son, a su entender, los rasgos poéticos (rasgos de filosofía compositiva, casi, pero también estéticos generales) fundamentales y comunes de esa constelación? Y ya para terminar. ¿No hay una «constelación extrainsular», acaso peninsular (o incluso extranacional) a la que usted desearía pertenecer o en la que su poesía haya deseado verse reflejada?
ML: Lo que creo que comparten todos estos autores (más allá de sus diferencias, de sus distintos «oficios») es la misma tensión poética necesaria para practicar, hasta las últimas consecuencias, el Gran Juego. Una «tensión poética» que hunde sus raíces en lo mejor de la tradición de nuestra modernidad literaria: los rasgos melopeicos de la poesía de Tomás Morales, los logopeicos de Alonso Quesada o los fanopeicos de Agustín Espinosa o Gutiérrez Albelo. Poetas de orilla y de horizonte; atentos a la tradición insular y expectantes (a la manera de Cairasco) a las novedades de la poesía internacional: doblemente fertilizados.
No hace mucho hablaba con Antonio Martín Medina (alguien que posee una envidiable visión panóptica de la poesía mundial) y llegábamos a la conclusión (provisional) de que la poesía canaria se había librado de la barbarie castiza de la poesía de la experiencia y pseudorrealista por dos razones fundamentales: por la prestigiosa latencia de modernistas y vanguardistas (que han seguido filtrando su influencia durante décadas en nuestro acuífero de basaltos) y por la resistencia intelectualmente heroica que maestros como Sánchez Robayna o Eugenio Padorno (a riesgo de ser ninguneados «allá arriba») han mantenido frente a esa penetración . No claudicaron en el estrecho espartano: esa victoria y esa gloria les corresponde.
Creo que a partir del hito que supone la revista Syntaxis (y quizá con la excepción de Bruno Mesa), todos los poetas que han escrito a continuación (los poetas que a mí me interesan) están marcados, en mayor o menor medida, por el signo de esa revista ejemplar, por sus radiaciones. No sé si vale la pena insistir (como ya he hecho, inútilmente, en otros lugares) en explicar que la poética de la revista no mostró nunca un perfil dogmático, sino una actitud abierta a las distintas voces que en el panorama de las letras y las artes internacionales, nacionales e insulares mostraban una misma actitud crítica ante el fenómeno artístico, un espíritu que se insertaba dentro de la genealogía crítica del pensamiento moderno: bajo ese arco tenían cabida tanto un realista como Cabral de Melo como un metafísico como Bonnefoy, un figurativo como Kitaj y una abstracto como Tàpies, un barroco como Góngora, prendado por los brillos facetados de la materia, y un místico como San Juan de la Cruz, sumido en los extravíos del espíritu. Haber contado con Syntaxis como referente (como sucede con el irrepetible Taller de Traducción Literaria de la Universidad de La Laguna, que ahora cumple veinticinco años de trabajo) ha supuesto nuestra única ventaja (junto a las dos apuntadas anteriormente) frente a los escritores peninsulares.
Sobre mi deseo de pertenencia a otras constelaciones literarias, más allá de este circo de rocas abismadas en el que he ido creciendo hasta mi inminente inexistencia, le confieso que me siento extraño dentro de la actual poesía española. Ya he manifestado que, de alguna forma, por todos esos antecedentes a los que me he referido a lo largo de esta respuesta, yo me encuentro dentro del Gran Desvío que se produce en la literatura canaria en las últimas décadas, acentuado sobre todo a partir del ejemplo resistente de Syntaxis y el repudio de la poesía de la experiencia, una corriente desustanciadora que ha ocupado casi de manera asfixiante (con valiosas excepciones) el panorama peninsular. Y para acabar ya esta entrevista, insuflando aires internacionales mientras el flautista hace sonar su instrumento en el pozo, diré que admiro, sin pretender pertenecer a su constelación, a Philippe Jaccottet y a Charles Simic con igual intensidad.
Rasco ahora con la uña en la pared hasta hacer un pequeño hueco para, a la manera lezamiana, evaporarme a través de un mínimo pabellón. Gracias. Me interno en el Vacío. ¿Volveremos a encontrarnos?
Santa Cruz de Tenerife - Arrieta (Lanzarote), noviembre de 2020
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Permanencia de Andrés Sánchez Robayna
Por FRANCISCO LEÓN
*El espejo de tinta (Antología 1970-2010), Edición de José Francisco Ruiz Casanova, Cátedra, Letras Hispánicas, Madrid, 2012
Desde un particular enfoque crítico canario, por así decir, no debería ser tomado como dato intrascendente el hecho de que sea esta la primera vez en su historia que la colección de Letras Hispánicas de Cátedra dedica uno de sus estudios a un autor canario vivo: nos referimos a El espejo de tinta (Antología 1970-2010) de Andrés Sánchez Robayna (Gran Canaria, 1952). Con anterioridad fueron incluidos en dicha colección Manuel Padorno ―por desgracia casi una década después de su muerte, acaecía en 2002― y el modernista Tomás Morales ���casi un siglo más tarde. Son los ejemplos más cercanos de que disponemos, si no queremos remontarnos a Benito Pérez Galdós o Ángel Guerra. Y no nos parece dato insustancial, decimos, ―antes bien todo lo contrario―, en un momento en el que, al parecer y únicamente en el espacio crítico literario de nuestras Islas, la talla intelectual del poeta a que aludimos y la hondura estética de su obra se vuelven con frecuencia el objetivo de ataques más dirigidos ad hominem, por cierto, que al tejido ideológico y estético que plantea su obra. Nada de particular si se tiene en cuenta, como se ha dicho, que el espacio crítico de las Islas, reducido como es, y salvando, naturalmente, las escasas excepciones de crítica seria, tiende a autorregularse más por fricciones anímicas que por el lógico uso de las plataformas y las herramientas críticas.
Sin embargo, la publicación el pasado mes de El espejo de tinta (Antología 1970-2010) en una colección tan conocida, valorada y difundida en los ámbitos académicos de medio mundo como Letras Hispánicas, no sólo nos parece un definitivo y merecido reconocimiento internacional a la obra del poeta canario, que, como ya se ha dicho, ha gozado siempre de una excelente salud editorial ―y prueba de ello son títulos como Poemas 1970-1999, o En el cuerpo del mundo, o Deseo, imagen, lugar de la palabra, publicados por Galaxia Gutenberg, o Ideas de existencia. Antología poética 1970-2002, publicado en Aldus en México, o Para leer «Primero sueño» de Sor Juana Inés de la Cruz y sus dos diarios La inminencia y Días y mitos, títulos publicados por Fondo de Cultura Económica, por citar sólo unos pocos ejemplos de ediciones en español―, sino que viene a corroborar la hipótesis de que la poesía de Sánchez Robayna, señalada en otros tiempos, y a veces de manera especial en nuestro territorios insulares, de inatacable, ha dejado de ser vista como obra difícil escrita sólo para especialistas, técnicos o lectores-poetas ―acaso porque no lo fuera sino en el espacio de las reseñas periodísticas y su etiquetario reductor―, según dictaban los marbetes contra los que la obra de Sánchez Robayna ha tenido que vérselas ya desde la temprana fecha de publicación de Clima (1978) o Tinta (1981), y en especial desde mediados de la década de 1980, cuando, en medio del reinado hegemónico (y a veces desintegrador) de las mal llamadas corrientes realistas de aquella época, la lírica del poeta canario exploraba, e iba más allá todavía, los complejos senderos estéticos de las postvanguardias: «Son años ―escribe certeramente José Francisco Ruíz Casanova en el análisis preliminar de El espejo de tinta― de profundización en el estudio de la tradición literaria, años de formación como docente e investigador, y años, a su vez, de búsqueda de la nuevas vías de expresión de las post-vanguardias que asumieron la herencia estética de la vanguardia histórica y que se apartaron, voluntariamente, de la estética coyuntural (que algunos llamaron pop) de los años 70.»
Esta fase heroica de la experiencia exploratoria y experimental de la poesía robayniana se inicia y toma cuerpo durante la larga y fructífera estancia del poeta en Barcelona ―desde 1972 a 1980―, época que le dio la oportunidad de conocer y entablar lazos de amistad y fórmulas de cooperación con los principales artífices de la más avanzada cultura literaria y artística española radicada en Cataluña, y que a la postre se convertiría, como es sabido, en uno de los focos de irradiación estética más radicales y modernos de la cultura europea.
Tras ocho años de indagaciones estéticas en el marco de una poesía comprometida con la invención literaria de signo experimental ―ejemplo de ello es la revista Literradura, fundada y dirigida por Sánchez Robayna en esa época―, el poeta retorna a Canarias con un bagaje estético que fue, en primera instancia, escasamente comprendido y compartido por los creadores instalados en los espacios literarios de las Islas. La nomenclatura usada en el específico ruedo insular para calificar los primeros libros Sánchez Robayna, libros como Clima o La Roca ―poemario con el que el autor se convirtió en el primer y único poeta canario hasta ahora en recibir el Premio de la Crítica, en 1984, en su modalidad de poesía en castellano1―, revestida de un claro sentido estigmatizador, y cuyo calificativos iban desde «metapoesía», «poesía del silencio», «poesía minimalista», hasta «poesía metafísica», etc., únicamente reflejaba ―y la reflejaba hasta no hace mucho tiempo―, una clara incapacidad o imposibilidad o negativa crítica para revisar y asumir en Canarias el legado histórico de nuestra vanguardia, y por ende todo lo que en ella había de germinal, por un lado, y por otro, incapacidad o imposibilidad, o mera negativa crítica, insistimos, para incorporar a la naturaleza de nuestra tradición literaria ―micro-tradición, usando la expresión robayniana― los lenguajes que estaban siendo acrisolados en España ―y no sólo en España, sino en Europa y América― más allá de las modas esteticistas del novismo pop y regresivas del neonaturalismo nacionales.
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Vivir de ver. A propósito de Cuaderno de Cabo Verde
Por FRANCISCO LEÓN
* Cuaderno de Cabo Verde, Melchor López, Ediciones del Pampalino, Tenerife, 2021.
El cuaderno poético compuesto bajo el signo del viaje no es práctica novedosa en la ya bastante extensa obra lírica de Melchor López (Tenerife, Canarias, 1965).
En 2018 la editorial asturiana Trea puso en las manos del lector interesado una recopilación de todos sus ―así llamados por el propio autor― «cuadernos de viaje», desde el más antiguo, Cuadernos marroquí (1993), hasta el entonces último de ellos, Cuaderno de Azores (2015). Entre uno y otro, fueron surgiendo Cuaderno inglés (1996), Cuaderno de la isla de La Gomera (1997), Cuaderno de la isla de El Hierro (1997), Cuaderno portugués (2007), Cuaderno de Granada (2010) y Cuaderno de Lisboa (2013).
Por desgracia, el poema arrancado de las vicisitudes de los viajes no tiene buena entre entre los lectores españoles, o menos entre los lectores españoles, para ser más exactos, que entre los poetas de nuestro país. Por ejemplo: «Los libros de poemas basados en viajes no suelen tener demasiado interés, y sólo una mano poética firme y capaz de atrapar lo esencial en la anécdota puede salvarlos.» (Vicente Luis Mora, Diario de lecturas, domingo, 28 de julio de 2019).
Suelen percibirse este tipo de libros, erróneamente, como surgidos de una práctica ancilar de la verdadera composición poética, como una escritura de naturaleza inferior y entregada al anecdotario. No es el caso de Poeta en Nueva York, sin ir más lejos, o de La prose du Transsibérien et de la petite Jehanne de France de Blaise Cendrars o de Sendas de Oku, de Matsuo Basho, por poner aquí unos pocos casos incontestables.
A decir verdad, lejos de ser una anomalía, el poeta-viajero ocupa un lugar central en la literatura de todos los tiempos. También en la poesía moderna: el poeta que convierte las potencias de su escritura en el símbolo de un verdadero viaje imaginario a la otredad se halla, con «Le voyage» de Baudelaire o con «Viaje a Ítaca» de Kavafis, por ejemplo, en la base de nuestra profunda tradición lírica reciente.
El viaje depara al poeta verdaderos tesoros, tesoros para la vista y tesoros para la mente. En primer lugar, el viaje a tierras más o menos lejanas suele arrancar al poeta de sus hábitos y automatismos compositivos. Lo obliga, en cierto modo, a despertar. Aparece ante él una realidad que lo empuja establecer un nuevo trato con su lenguaje, con su expresión. La imaginación creadora se ve impelida dar un salto hacia lo desconocido, hacia la otredad. Precisamente con una cita de la emperatriz de la poesía portuguesa, Sophia de Mello Breyner Andressen ―otra poeta-viajera brillantísima―, acerca del otro, daba comienzo Según la luz de Lopez: E outro nasceu de tudo quanto viu. El propio López se refiere a ello en una entrevista publicada en 2018:
En la cita de Sophia de Mello que abre el libro [...] aparece la idea del otro que nace en el viaje, del otro que se revela en todo viaje; con palabras más conocidas, otro poeta portugués, Pessoa (ele-mesmo), escribió: Viajar! Perder países!, / ser outro constantemente. Lo que me interesa, en primer lugar, de esa experiencia del viaje, es la conversión del yo en otro; esa es la dádiva que nos espera cuando «vivimos de ver» espacios desconocidos.
Tampoco se debe despreciar, por cierto, el efecto crítico, de extrañamiento, que causa en el lector lugareño, en el otro, la visión novedosa de la tierra visitada que ofrece el poeta-viajero en su obra. En mi antología sobre este asunto, El sueño de las islas, en que compilo media decena de poemas de tema canario pertenecientes a no canarios, aparece el Teide visto por Haroldo de Campos o por Emily Dickinson. La poeta norteamericana jamá viajó a Tenerife, por su puesto ―al contrario que Horoldo de Campos―, pero igualmente, empujada por la tradición simbólica del poeta-viajero, ofrece al insular una visión inédita y potente del gastado icono volcánico de Canarias.
La «conversión del yo en otro» a que se refiere Melchor López en esta entrevista concedida hace algo más de tres años, se concreta en Cuaderno de Cabo Verde en más de un pasaje. En el poema «Vida retirada» dice:
Sou agora um homen velho
en una de mis vidas imposibles
―o tal vez no―.
El poeta, amalgamado por completo con el lugar adonde ha viajado, se imagina como un viejo «retirado / cerca de Tarrafal», un anciano caboverdiano.
En «Los rebelados de nuestro Señor Jesucristo, circa 1960», el poeta, de nuevo transformado en otro, habla por boca de uno de los rebeldes, integrantes de la comunidad religiosa de isla de Santiago:
Porque somos los rebelados les pedimos solamente que nos dejen vivir en paz. Le pedimos que nos dejen vivir apartados, en la sierra más agreste, con nuestras costumbres y nuestra fe...
Y en otro, definitivamente, decide transmutar el autor en el poema de apertura de este libro singularísimo, «Autoproclamación en la ciudad de Praia». Aquí Melchor López, con nombre y apellidos, alzado también en rebeldía, proclama su autoexilio:
Yo, Melchor López,
descendiente de un Mendes portugués,
natural de Los Silos, Tenerife,
[...]
me autoproclamo aquí
[...]
en voluntario exilio
Lejos, por tanto, de entender el poema o el libro de viaje como un anecdotario, López demuestra en Cuaderno de Cabo Verde que, pese a que todo poema es de circunstancias, como afirmaba Goethe, la ocasión del viaje constituye no obstante algo más que un escenario pintoresco en el que naufraga la escritura de la poesía. Todo lo contrario, para el poeta inserto en la tradición del poeta-viajero, el viaje suele ofrecer a su ojo vigilante la oportunidad un misterioso renacimiento.
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LUIS PALMERO EN TEA
Por FRANCISCO LEÓN.
Hay artistas cuyas obras, para alcanzar los bordes de la consagración, precisan ser expuestas aquí o allá. El filtro crítico del espacio expositivo (público o privado) las corona, por así decir. Y hay lo contrario: obras y autores que por sí solos prestigian y, muchas veces, hasta dotan de sentido (sentido político, cultural y crítico) al espacio físico e ideológico de la institución de turno.
Pensábamos que la obra y la ocasión de la exposición Luis Palmero: Escalas (1980-2020) en TEA iban a ser claro ejemplo de lo segundo. Pero lo cierto es que la institución tinerfeña y el comisariado de esta exposición, en una suerte de ejercicio de fagocitación ideológica, parecen haber fatigado todos los subterfugios imaginables con los que achatar y empequeñecer la trayectoria creativa de uno de los pintores axiales de la plástica española contemporánea.
Conviene insistir en esto último, la centralidad de la obra de Palmero: somos, desde hace mucho tiempo, seguidores consanguíneos de sus visiones. Celebramos igualmente que TEA —cuya dirección actual (ignoramos debido a qué penetrantes silogismos) ha pretendido alguna vez erradicar de su función crítica y representativa la articulación en su sede de las llamadas exposiciones de autor— se haya dado al final la oportunidad de aplazar por un instante sus exposiciones de tesis (de planteamientos y realizaciones un tanto pueriles, dicho sea de paso) para, a cambio, revisar por fin la trayectoria de Luis Palmero.
La entidad estética de la obra de Palmero es indiscutible. Parece que todos estamos de acuerdo en esto. Su prestigio fuera y dentro de Canarias salta a la vista. El favorable consenso que ha despertado siempre su propuesta creativa (especialmente entre críticos y escritores) resulta abrumador. Merecidamente. No hace mucho, en una entrevista para El País, le preguntaban al prestigioso crítico y exdirector de los museos IVAM o Reina Sofía, Juan Manuel Bonet, qué había quedado de la pintura española de los ochenta. Con claridad meridiana, Bonet citaba a Luis Palmero entre la excelencia de los pintores solitarios del panorama actual: “Campano, Sicilia, Pérez Villalta, Juan Navarro Baldeweg, el polifacético Dis Berlin, Luis Palmero o Miquel Barceló”.
“Hacernos ver” (ha dicho Alejandro Rodriguez-Refojo) es lo que ha conseguido la pintura de Palmero: “Ver significaría, en obras de esa altura, no sólo re-conocer, es decir, no sólo un caer en la cuenta del sueño de lo real, sino, además, un volver a ver de la mirada que nos transporta, en su mágica vibración, al aquí y al ahora”. Volver a ver el aquí y el ahora, es decir: obtener por la obra una experiencia transtemporal y profunda. Esto es lo que la pintura de Palmero ha entregado a Canarias y a la pintura contemporánea, algo que muy pocas obras de creación son capaces de irradiar de un modo tan potente y lúcido: un trésor collectif (como diría André Breton) de profundidad ontológica, una proyección imaginaria compartida en un fondo metafísico misterioso. Es decir, nos ha entregado una forma de pensarnos, o de volver a pensarnos.
No se entiende, por tanto (o se entiende sólo por las erráticas derivas y el particular sentido de la generosidad de esta institución), el retraso con que TEA analiza (o intenta analizar, para ser exactos) una propuesta de creación tan profunda, metódica y central entre nosotros como la de Palmero; como tampoco se entiende la mezquindad con que se ha negociado el espacio físico ofrecido finalmente a su obra. Y como aún mucho menos se entiende el modo cicatero en que el comisariado ha diseñado esta exposición retrospectiva, o que al menos ha sido presentada como tal.
La obra plástica de Palmero resulta visualmente sencilla, de una sencillez arrebatadora y magnética. Desde el comienzo, sus realizaciones plásticas han bordeado siempre los lenguajes elusivos de la espiritualidad, incluso de la espiritualidad oriental. En uno de sus bellos aforismos, dice: “Cuando se va a pintar un cuadro, hay que tomas oxígeno por la nariz, retenerlo, pintar calmado. Una vez que se ha acabado, se suelta el aire por la boca”. El silencio, el vacío, la sustancialidad más estricta. No solo lo acreditan sus cuadros, sino también sus reflexiones: “La pintura revela el vacío”, ha escrito el propio pintor. La aparente sencillez de sus obras, sin embargo, se halla cimentada en un pensamiento estético complejo, excéntrico y en constante proceso de revisión crítica. No se trata de un pintor meramente intuitivo, tampoco de un minimalista más, y menos todavía de un geométrico impasible, como podría pensarse, sino de un creador fuertemente reflexivo, constructivo, consciente y sensible. Y como en todo verdadero artista, su pensamiento creativo se halla incardinado en una serie de experiencias vitales y culturales (es decir, de conocimiento) que a su vez poseen sus contextos colectivos. En definitiva, la pintura de Palmero no es creatio ex nihilo, sino que surge y se alimenta de la participación cultural y, por tanto, no sería la que es sin los contextos críticos, estéticos, históricos y espaciales en que se fraguó, que en el caso de Palmero, por cierto, son muy precisos.
Sin embargo, en un ejercicio que cuando menos cabría calificar de avieso, el comisario de la exposición ha preferido eludir, y aun negar, la prolífica relación de aprendizaje y magisterio de este pintor con dichos contextos, desnaturalizando por completo su obra.
Todo el mundo sabe que el nombre de Luis Palmero se halla íntimamente ligado al grupo de escritores, pintores y críticos reunidos en torno a la revista Syntaxis, de la que fue colaborador y cercano asesor junto a Nilo Palenzuela, Miguel Martinón, Julián Ríos, Fernando Castro, Eduardo Milán, Jacques Roubaud, Andrés Sánchez Robayna, Ferdinand Arnold, Haroldo de Campos, José Herrera o Pedro Tayó, entre otros. Abundan en las páginas de Syntaxis dibujos y textos aforísticos suyos (Palmero ha sido siempre un autor con una más que evidente capacidad para la escritura creativa). Una cubierta de la revista es obra suya y también fueron publicados en ella media docena de escritos en torno a su pintura.
Creemos (y creemos que el propio pintor lo cree) que este dato es crucial para comprender la naturaleza del imaginario estético de Palmero. La revista Syntaxis (y el campo de aprendizaje que se generó a su alrededor) constituye sin duda uno de los fenómenos culturales más valiosos, excepcionales y perdurables que han tenido lugar en Canarias y en el espacio cultural español en los últimos sesenta años. También en la actividad creativa de Palmero, por supuesto. Haberse formado en ese entorno ideológico y estético, en sus páginas, no parece cuestión que pueda ser olvidada tan fácilmente en una exposición retrospectiva, más aún cuando el propio comisario de la exposición, Nilo Palenzuela, como ya se ha señalado, también gestó su arranque de carrera y su pensamiento influido por cuanto sucedía en esta revista.
Tampoco debe olvidarse que la trayectoria de Palmero ha marchado siempre ligada a la mejor creación y edición poéticas de Canarias, y también del exterior. Me parece ineludible este hecho. Su colaboración con la mítica colección de poesía Llibres del Mall, creada en Cataluña a principios de los setenta, junto a pintores como Antoni Tàpies, Antonio Saura, Albert Ràfols Casamada, Joan Pere Viladecans o los canarios José Luis Medina Mesa y José Herrera, es sólo un ejemplo, y no un dato menor en su trayectoria.
Sin embargo, en una exposición que pretende, según se anuncia, reunir “toda la trayectoria de este artista”, no aparece una sola referencia a estas experiencias tan relevantes. No se trata de olvidos; es imposible. Por olvidar premeditadamente, se olvida la arquitectura popular canaria, se olvida el grupo La Cámara (al que Palmero perteneció con Adrián Alemán, José Herrera y Carlos Matallana), se olvidan las importantes incursiones del artista en la escultura, la cerámica y la poética de las instalaciones (en la significativa exposición Test of Time, de 2005), entre otras muchas cosas, empezando por la experiencia seminal del suplemento Jornada Literaria, en el colaboró muy activamente. Estamos ante un caso de obliteración consciente. Pero la pregunta es: ¿efectuada sobre la base de qué motivos?
Lo que sabemos, lo que se ve, es que a juzgar por el montaje y el espíritu de la exposición, la obra pictórica de Palmero parece surgir de la nada y encaminarse hacia la nada. Como si de una obra sin origen ni futuro se tratara, surgida de un capricho o de una ocurrencia. Según el diseño del comisariado, el pensamiento creador de este artista no pertenece a ámbito histórico alguno ni se relaciona con ningún territorio concreto, que es tanto como decir que Luis Palmero pensó y realizó su pintura de espaldas a su espacio físico inmediato, a lo insular, o haciendo oídos sordos a la red de referencias críticas que se formaban con gran potencia a su alrededor, o que estamos ante un pintor para quien lo histórico, la tradición y la crítica de la tradición carecen de valor.
En definitiva, la exposición parece haber sido diseñada para que la obra de Palmero aparezca violentamente desraizada, desconectada del contexto cultural insular y universal y, al mismo tiempo, vaciada de los valores creativos modernos. Se ha evitado toda referencia a los maestros de Palmero (desde Jorge Oramas hasta Imi Knoebel, por ejemplo, pasando por Blinky Palermo o Etel Adnan), a sus compañeros de aventura creativa (pintores y poetas) y también a los pintores eficazmente influidos por él, desde Ángel Padrón hasta cierto Santiago Palenzuela, o a otros con los que ha expuesto en solidaridad estética, como José María Báez o Miguel Galano. Ha sido despojada la trayectoria de Palmero de toda referencia a su exploración metafísica, a su geometrismo orgánico y espiritual, a su voluntad de conectar con una pintura de la gnosis. En cambio, en Luis Palmero: Escalas (1980-2020) se nos ofrece una obra cercana al puro divertimento, desproblematizada y reduciendo la operación intelectual y crítica del artista a una mera y azarosa improvisación jazzística, tal como se desprende de los comentarios del comisario: “Quien haga el recorrido por esta exposición podrá ver que no hay un discurso cerrado, dogmático”, “Es una exposición muy abierta que le permite a cualquier persona disfrutar de las imágenes, de la experiencia que se da entre alguien que traza planos y colores y que genera espacios”, “Luis Palmero está muy próximo al jazz, de manera que eso también tiene que ver con expresiones que tienen que ver con la libertad musical”. El procedimiento desustanciador, casi infantilizador, llevado a cabo en esta exposición no es nuevo (más bien comienza ya a ser viejo e irritante) y tiene relación directa no sólo con los cainismos vesánicos de un espacio cultural hiperconcentrado como el insular; también lo tiene con modas de “lectura” posmodernas que pretenden que la interpretación crítica de las obras es siempre malintencionada y reduce o limita las resonancias de las obras mismas, como si el ojo humano apareciera ante las obras libre de toda carga subjetiva. ¿Por qué habría que percibir o pensar la obra de Palmero como un pasaje hacia una visión metafísica de lo insular? Cabría responder: porque eso es precisamente lo que la obra misma, en primer lugar, propone, según los propios escritos del pintor y según han explorado en diversos sentidos sus mejores críticos hasta hoy. ¿Acaso esta interpretación cancela definitivamente las venideras, pulveriza la obra, encasilla al creador? Obviamente no, si es que crítica y creador merecen esos nombres. Se trata más bien, como ya hemos visto en otras ocasiones, de un procedimiento de una ingenuidad inaceptable y, a la larga, reductor. ¿Nuevas interpretaciones? Véase la muy reciente del profesor Castro Flórez, que por cierto se apoya en las lecturas de la obra de Palmero realizadas, entre otros, por Andrés Sánchez Robayna y Juan Manuel Bonet.
Nosotros pensamos que la interpretación en los planos más diversos nunca limita la obra, sino que la expande, la enriquece y la recarga, porque interpretar consiste en una articulación compleja de desciframiento y reciframiento. En definitiva: los procesos críticos creativos no anulan la obra, sino que recargan su “aura”. En definitiva: la convierten en un sueño existencial a través del cual nosotros mismos somos soñados.
La crítica más solvente ha hablado en relación a la pintura de Palmero en términos de “milagro” y “unidad”: “El milagro, se diría (el milagro plástico), reside, en estas pinturas, en que estamos ante una unidad de pensamiento y visión, de intelección y sentimiento”. En este sentido, es decir, en lo que respecta a la mostración del desciframiento-reciframiento crítico de esta unidad milagrosa en que se amalgama la pintura de Palmero, la exposición comisariada por Nilo Palenzuela resulta verdaderamente pobre, a todas luces insuficiente y desafortunada, muy desafortunada, hasta el punto de que se trata de una exposición que hace un flaco favor a la obra de este pintor central que es Luis Palmero.
NOTA: Como complemento a mi reseña del pasado fin de semana sobre la exposición de Luis Palmero en TEA, adjunto el vínculo del vídeo de presentación del libro de Fernando Castro Flórez titulado “Luis Palmero”, editado por el Gobierno de Canarias: https://www.youtube.com/watch?v=UFXWKdNpvBs
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Francisco León ha escrito La función de la magia en el mundo con la conciencia extrema de asistir al final de una era, o de un mundo, de toda una Cultura, de ahí el profundo melos melancólico que signa su poesía. El mito, en sus versiones más irracionales, más enigmáticas, parece aflorar entonces en sus palabras atravesadas por el rayo de las más poderosas visiones como respuesta particular a ese sentimiento de inevitable raíz elegíaca. La naturaleza de ese mito establece sus correspondencias con la serpiente emblemática que desenvuelve sus anillos hasta el interior de la tierra, una tierra que es tanto la de sus geórgicos lares natales, la de sus raíces, poblados por viñas y volcanes, como la de la Hélade de Dioniso donde otro dios despelleja al más virtuoso de los músicos. Francisco León es un monstruo lleno de ojos: mira, lo ve todo, lo imagina con los ojos encendidos en lo oscuro (una cueva musgosa o un laberinto tallado), lo transmuta todo entonces en palabra creadora, tiene fiebre y escribe.
MELCHOR LÓPEZ
Desde Terraria (2006) y, sobre todo, Heracles loco y otros poemas (2012), la poesía de Francisco León es un canto entusiasta de las maravillas del mundo, un himno febril que celebra la fuerza magmática de la creación. El entusiasmo de nuestro poeta es el de los antiguos griegos, para quienes esta palabra significaba «tener un dios dentro de sí». Así la magia de la fuerza imaginativa. Y así esta escritura: recorrida por la admiración, admirable ella misma, capaz de moldear el mundo a su imagen y semejanza y celebrarlo con palabras que nos interpelan y nos iluminan. Como el álamo de Juan Ramón Jiménez, uno de sus maestros, cada poema de Francisco León «termina bien en sí mismo».
JORDI DOCE
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Acaba de aparecer en EDICIONES FRANZ mi nuevo libro. Puedes adquirirlo en esta dirección: https://www.edicionesfranz.com/?portfolio=oculto-oficio
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Ya se puede adquirir mi nuevo libro de relatos en https://www.edicionesfranz.com/?portfolio=reptil-con-piel-de-jade
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Un libro de Manuel Martins
Hace tiempo, el poeta Manuel Martins me habló, sin demasiada pasión, de un cuaderno de poemas que mantenía inédito. Quedamos en que me lo enviaría. Transcurrió casi un año y un día recibí un fajo de fotocopias en mi buzón. Era, in nuce, Neptura de atarjeas. El tono del libro y su ideario constructivo me devolvieron la fe en la poesía. Martins me pidió el favor de revisarlo y ordenarlo. Hoy tengo el placer de anunciarles que el libro, editado bellamente por Franz Ediciones, ya se puede adquirir en la siguiente dirección: https://www.edicionesfranz.com/?portfolio=neptura-de-atarjeas
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