Just a simple human being, wandering around the world, seeking answers to the questions which lies within my heart. Fanfiction.net writer, avid reader and singer during my free time. I plan to be a doctor in the future, and currently I am on the path...
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Long time no see...
OMG, how long has it been since I last came here? Too much nostalgia to handle...
Dunno if I will begin using my Tumblr again, just wanted to say I am alive XD
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4 Chapter 22
.Summary: Cuatro almas rotas por la venganza pugnan por sobrevivir en un mundo lleno de crueldad e infamia. La desdicha los separa y hace creer los únicos supervivientes de la desgracia familiar. En el camino de cada uno en su propia supervivencia ¿Conseguirán reencontrarse o sucumbirán a los obstáculos que les aguardan?
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—CAPÍTULO 22. SENTENCIA—
—Abra.
Una voz de hombre, aséptica y monótona, se escuchó al otro lado de la puerta. Cambió el peso de un pie a otro. Debía pensar en algo, y rápido. Dio una vuelta en redondo hasta que su mirada fue a parar en un punto. Entonces lo vio claro.
Intentando no hacer ruido corrió hacia su cuarto. Atento por si tocaban de nuevo se atavió con la gabardina y las manoplas, no sin antes procurarle otro abrigo a April. Ya estaba de vuelta en el salón mientras se ajustaba la bufanda y el gorro. Sintió un acceso de adrenalina cuando golpearon la entrada una segunda vez.
—April, vamos a salir de aquí .—Le susurró mientras le ponía el abrigo. Aquel arrebato de miedo la había abandonado. En su lugar quedaba el letargo por la fiebre—. Sujétate a mi y no te sueltes. ¿Me has entendido? —La aludida asintió a duras penas—. Bien.
Con delicadeza la cargó sobre su caparazón. En su nuca notaba su respiración cálida y acelerada.
—Kraang sabe que los llamados «Hijos de Kirby O'Neil» se encuentran en el lugar conocido como «aquí» .—Por un instante Donatello quedó desconcertado. ¿Y esas formas de hablar?
Sacudió la cabeza. No debía distraerse. Tras comprobar que tenía a April bien sujeta por las piernas, se dirigió a la ventana que daba a la calle. En cuanto la fue abriendo lentamente, una ráfaga de aire gélido le provocó escalofríos. Se preocupó de cerrarla en cuanto puso los dos pies sobre la escalera de incendios.
La iluminación era bastante mala, por no decir ausente. Sobre todo el barrio parecía haberse extendido un manto de silencio, acentuado con la oscuridad causada por el apagón. Aun así, la suerte le sonreía: aquella noche inusualmente despejada le proporcionaba suficiente visibilidad. De esa manera pudo observar las dos furgonetas blancas detenidas frente a la entrada. Y alrededor de ellas, unas figuras de negro.
Se alejó de la barandilla y, tragando saliva, bajó las escaleras procurando hacer el mínimo ruido posible. Era una suerte que éstas dieran a estrecho callejón entre un bloque y el adyacente. Llegó al último tramo cuando escuchó un estruendo de los pisos superiores.
«Ya han entrado». El hecho de que las figuras de negro se recogieran hacia la puerta despejó toda posible duda. Donatello calculó que tardarían menos de tres minutos en rastrear la casa, quizás algo más si incluía el desván. Por un momento se preocupó por Metalhead. Esa noche lo había apagado para recargar su batería. «No le harán nada», se tranquilizó. Si aquellas personas eran quienes Donatello creía que eran, no tocarían lo que no fueran los dueños de la casa. Sacó su móvil del bolsillo y volvió a comprobar la cobertura, sin éxito. Sin perder un segundo más deslizó la escalera con lentitud y descendió por ella.
Mientras andaba en dirección opuesta a la salida del callejón comenzó a sopesar sus opciones. Por lo que había oteado cuando salió del salón, el apagón se había extendido en un radio bastante amplio. ¿Y ese silencio tan opresivo? ¿Qué había pasado con la gente? Un apagón debería generar un poco de revuelo, ¿no?
«Por lo pronto, debo alejarme de aquí».
Ya casi había llegado a la calle paralela. Justo entonces otra furgoneta idéntica a la anterior apareció en su campo visual, así que se agachó detrás de un cubo de basura. Dejó de respirar cuando escuchó que el vehículo se detenía, pero tras unos segundos siguió avanzando. La tortuga comprendió entonces que no lo iba a tener nada fácil.
Mientras callejeaba, exponiéndose lo menos posible, sintió que viajaba atrás en el tiempo. Cuando mendigaba por las calle en ocasiones se cruzaba con un grupo de matones. Estos, por unas razones u otras, la tomaban con él, comenzando entonces el juego del gato y el ratón. Poniendo su integridad a prueba, día tras día, desarrolló una intuición sobre qué caminos escoger y cuáles no.
Pero esa vez no se trataban de unos simples gamberros.
¿Cuántos eran? No tenía manera de saberlo. Por mucho que avanzaba, a cada salida de callejón encontraba otra furgoneta. Éstas pasaron a detenerse justo delante, forzando a Donatello a tomar un camino alternativo. Aquella tónica comenzó a repetirse con más y más frecuencia.
No valía la pena engañarse por más tiempo. Sabían muy bien que los dos hijos de O´Neil estaban escabulléndose por los rincones. ¿Qué otra opción podrían haber tenido? Aún no los habían encontrado, pero el quelonio sentía que los estaban forzando a tomar una determinada dirección. Y volver atrás era impensable.
Finalmente llegó a un espacio rectangular de mediana amplitud. Reconoció en la penumbra unas líneas blancas características que contrastaban con el suelo. A lo lejos vio una canasta de baloncesto. Donatello no recordaba que hubiera una cancha en el barrio.
¿Cuánto había llegado a andar? ¿Hasta dónde llegaba el apagón?
—Donnie… —Casi pegó un respingo cuando April lo llamó por su nombre. Por el rabillo del ojo veía el vaho de su aliento—. Estoy mejor. Puedes bajarme.
—No lo haré hasta llegar a un lugar seguro .—cortó con sequedad. No había tiempo para charlas. Al final de la pista se abrían dos caminos. ¿Cuál tomar?
—Peso mucho… —Se removió un poco, pero apenas tenía fuerzas.
—En serio. Déja…
Notó una fuerte presión en el costado. La chica gritó, ensordeciéndolo, y sus pies dejaron de tocar el suelo. Para Donatello el mundo se tornó del revés hasta caer estrepitosamente unos metros más adelante. Apretando los dientes por el dolor se incorporó con celeridad y miró a su alrededor. April se encontraba algo alejada a su izquierda. Sintió una pizca de alivio cuando observó que sólo tenía rasguños por la caída y se movía débilmente.
Fue mirar al frente, y sus alarmas se dispararon.
Un hombre alto, de rasgos alargados, los miraba con ojos inexpresivos. Llevaba un traje oscuro. Las cejas gruesas y el pelo negro estaban recortados de una manera milimétricamente recta, como la línea que dibujaban sus finos labios.
Tenía el puño derecho levantado, que fue descendiendo con lentitud. El caparazón de Donatello otorgaba a su cuerpo una robustez mucho mayor que el de un adolescente humano promedio. ¿En serio lo había traspuesto con ese brazo?
Analizó rápidamente la situación. El golpe lo había separado a una distancia bastante conveniente del recién llegado. Por el contrario, April estaba peligrosamente cerca. El desconocido pareció percatarse de ello, ya que dio un paso hacia la chica…
—Ni se te ocurra ponerle una mano encima —amenazó en voz alta y clara, a tiempo que se levantaba.
El hombre trajeado se detuvo al acto, girando hacia él de una manera demasiado ortopédica. Con esa expresión impertérrita era imposible saber lo que se le pasaba por la cabeza.
Permaneció donde estaba. «¿Y ahora qué, genio?».
—Te he visto antes. A ti y a tus…compañeros .—No tenía ni idea de qué hacer. Tan sólo tenía claro que debía alejarlo de April como fuera—. ¿Quiénes sois?
No se movía. Una sensación de inquietud se estaba apoderando de Donatello. Algo no iba nada bien en ese individuo.
—¿Qué es lo que queréis?
Ni un parpadeo...
Como un impulso eléctrico el hombre esprintó hacia él. Justo cuando lo tenía encima levantó el puño, directamente dirigido hacia su cabeza. Donatello sólo tuvo tiempo para dar un salto atrás. Su visión no pudo captar el trayecto de la extremidad del desconocido, que acabó impactando contra el suelo. Éste se resquebrajó superficialmente en un pequeño círculo concéntrico. Su cara no cambio ni un ápice.
No necesitó ver que la piel de los nudillos seguía intacta para confirmar lo que se había negado a ver.
El parpadeo. Un reflejo primitivo presente en los humanos.
Pero claro, quien tenía delante no lo era
—Kraang debe capturar a aquellos a los que se les conoce como «Hijos del Señor O'Neil». La acción conocida como «resistirse» será lo que se conoce como «no útil» .—Salió de él la misma voz estéril que escuchó en el piso. La misma que tendrían él y todos los que los estaban persiguiendo.
«Kraang, ¿eh?».
Volvió a arremeter aún más rápido que antes. Donatello se cubrió el costado, absorbiendo la fuerza del golpe con el antebrazo. De no haber sido por su complexión mutante le habría roto el hueso. Sin descanso, prosiguió con una secuencia de golpes rápidos que poco a poco obligaba al joven a retroceder. Cuando recibió un puñetazo en el estómago comprendió que el tiempo se le estaba agotando.
Tarde o temprano acabaría sucumbiendo bajo ese ritmo, y no podía tomar una actitud ofensiva. Dudaba que sus ataques pudieran hacerle daño. No sólo los puños, todo su cuerpo seguramente sería duro como el metal.
¿Era un androide? ¿Todos ellos? A Donatello no se le ocurría nada más. Pero era imposible. Los últimos avances en robótica no iban más allá de un mero constructo teórico. Su caso con Metalhead iba por delante, pero aun así no llegaba al nivel de sofisticación del robot que tenía delante.
Ya lo tenía arrinconado. Intentó desviarse a un lado, pero el autómata se interpuso. Antes de poder alejarse lo cogió de la muñeca y la aprisionó contra el muro hormigonado. La tortuga forcejeó con la mano libre…en vano. A cada segundo que pasaba la sujeción fue haciéndose más fuerte.
—La acción de rendirse ante Kraang es la única alternativa que Kraang les puede sugerir .—Las pupilas de Donatello se dilataron ante el peligro de esos ojos vacíos.
Kraang lo sobrepasaba con creces, y luchar contra él no llevaba a ninguna parte. Apenas sentía ya los dedos…
¡Claro! ¿Cómo no lo pensó antes? Aquel combate no se resolvía de la manera convencional. Había otra forma de salir airoso de la situación, pero debía ser rápido.
—¿Y eso de allí?
—¿Dónde?
Miró en la misma dirección que la tortuga. Fue suficiente para concentrar toda su fuerza en la parte inferior de la palma de su mano y dirigirla al codo. Como supuso, su extremidad era tan rígida que pudo quebrar la articulación. A tiempo que oyó un crujido desagradable notó cómo la sangre volvía a circular por su mano derecha.
—¿Q…?
Sujetó firmemente el brazo inutilizado y en un giro súbito lo cargó sobre su hombro. Impulsado por el frenesí del momento tiró de él mientras se agachaba. La propia inercia del movimiento levantó al Kraang por los aires para acabar impactando de espaldas contra el suelo, generando un sonido desagradable. La manga del traje estaba chamuscada, echando chispas. Ya no volvería a atacarle con ese brazo.
Lo sospechó desde el mismo instante que comenzó a golpearlo. Sus ataques eran potentes, aunque respondían a patrones identificables. El modo de expresarse, la poca naturalidad de sus movimientos y su hablar tan hermético sugerían que, detrás de esa carcasa, no se escondía una inteligencia muy perspicaz. El robot intentó levantarse, pero antes de hacerlo Donatello le dio la vuelta con un traspié, pisándole la espalda y tomando férreamente su pierna derecha.
—¡Peligro, peligro! —gritó en un tono que pretendía sonar temeroso. No hizo caso y tiró con decisión.
No podía derrotarlo, no sin su bo; pero sí incapacitarlo. En cuanto escuchó un chisporroteo proveniente del muslo lo que tenía en sus manos pasó a ser chatarra muerta. Fue entonces cuando el cuerpo del androide empezó a convulsionarse entre pitidos a diferentes intensidades. Donatello se alejó a unos metros, asustado ante aquella reacción inesperada. El ruido que estaba haciendo debería haber despertado a media manzana.
Y paró. El brazo y la pierna incapacitados cayeron en ángulos extraños. El silencio post-episodio era aún más tenso que el anterior. Transcurrieron los segundos, sin respuesta por parte del Kraang. ¿Realmente estaba…?
Miró a su alrededor, y al ver que no había moros en la costa volvió a acercarse con cautela. Una parte de él le decía que lo más sensato era coger a April y seguir huyendo. Otra, en cambio, tenía especial curiosidad por observar de cerca el robot.
Cuando lo tenía a un metro de distancia estiró el pie. No hubo respuesta cuando tocó con la punta su espalda. Un poco más atrevido se arrodilló y pasó las manos por debajo. Pesaba mucho más de lo que había estimado, pero consiguió darle la vuelta. Al hacerlo se levantó, dispuesto a observarlo más de cerca. Notó que su camiseta se había desabrochado en el forcejeo. Una milésima de segundo más tarde casi se caía de espaldas por el susto.
No tenía abdomen. En su lugar lo ocupaba una masa amorfa rosa. Se asemejaba a un cerebro, del que salían unos tentáculos minúsculos. Éstos acababan en unas pinzas que oscilaban en el aire, como si buscaran algo. Sin embargo, lo que paralizó a Donatello fueron unos ojos grandes verde neón. El quelonio sentía que lo acribillaba con esas pupilas puntiformes.
Con que eso era realmente Kraang. ¿De dónde había salido? ¿Qué era? ¿Un experimento de laboratorio? ¿Un mutante? Sus preguntas se acallaron cuando su boca se fue abriendo. Hasta entonces era una fina línea, que en realidad ocultaba una cavidad llena de dientes afilados y babas verdes. Un siseo extraño salió de esta, y simultáneamente sus tentáculos comenzaron a oscilar al mismo son.
—Oh, no…
Un chillido a una frecuencia dolorosamente alta ensordeció a Donatello, y levantó el brazo antes de que le saltara en toda la cara. Después de zarandear el brazo pudo lanzarlo lejos haciendo un sonido pringoso al estrellarse contra el suelo. Al acto se incorporó con sus múltiples apéndices, lanzándole de nuevo una mirada asesina. El quelonio apretó los puños, dispuesto a aplastarlo en cuanto tuviera oportunidad. Sorpresa fue la suya cuando, en vez de atacar, retrocedió hasta fundirse en la oscuridad de la cancha.
Donatello permaneció expectante, por si se trataba de una maniobra de distracción. Amparado de nuevo en un repentino silencio, sintió que la calma volvía a él poco a poco.
Dejó caer los brazos, soltando todo el aire que había contenido en sus pulmones. Se miró la manga de la gabardina. Allá dónde lo había mordido podía apreciar unos minúsculos agujeros circulares.
Había transcurrido demasiado rápido para asimilarlo. Y era mejor no pararse a pensar en ello hasta llegar a un lugar seguro.
«April».
Se dio la vuelta ipso facto. Su retina procesó inmediatamente la imagen. Una figura encapuchada había llegado sin darse cuenta, flanqueada por otros dos androides idénticos. Tenía apresada a April, y con una pistola desconocida le estaba apuntando a la cabeza.
La noche no había hecho más que empezar.
A veces, sólo a veces, Raphael juraba apreciar el firmamento reflejado en el mar. Justo entonces la imagen se distorsionaba, y el oleaje sacudía de nuevo su estómago, provocándole náuseas. Empleando todo su autocontrol se acomodó en el asiento de la pequeña embarcación. Asió con fuerza su otro antebrazo, donde Ira se ocultaba bajo el anorak, y apretó. El dolor despejó un poco su mente.
—¿Cuánto falta para llegar? —preguntó, intentando sonar calmado.
—Poco más de unos minutos —Ross estaba de pie a su lado. El motor avanzaba a un ritmo tranquilo, con el fin de llamar la menor atención posible. Ello le permitía estirar sus brazos fornidos y disfrutar de la brisa—. Aún estamos en verano, pero ya hace bastante fresco.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Raphael. Aunque ya lo había hecho incontables veces se subió al máximo el pañuelo que cubría su boca y se bajó la capucha, ocultando sus ojos bajo una cortina de sombra.
—¡Hey, mirad!
Laika estaba señalando hacia la Gran Manzana. El quelonio identificó al acto lo que le había llamado la atención:
—¿Un apagón?
—Se ha cebado casi un distrito entero, así de repente. Vaya rallada, tío…
—Algún gamberro la habrá hecho buena .—Ross se rascó la barba, sin tampoco tener mucha idea.
—Ya hemos llegado.
Desde la parte delantera, Steranko los acalló al instante. El movimiento oscilante de la barca finalmente se detuvo. Unos metros más allá de la arena comenzaba la vegetación propia de la isla.
El mutante gruñó por lo bajo mientras pisaba tierra. También echó una mano a Laika, ya que éste portaba el maletín con el dinero que necesitaban. Raphael no podía hablar por los demás, pero él sí que quería terminar el asunto cuanto antes. Hasta estar de vuelta en Moscú no estaría tranquilo. El ruso miró a sus tres acompañantes para asegurarse de que estaban listos, y sin más dilación prosiguió a liderar el camino.
La vegetación fue haciéndose más densa. Los cuatro avanzaron con cuidado, mirando atentamente por si encontraban algo anormal en su proximidad. Raphael tragó saliva, pero ésta le sabía muy espesa. El entorno rural y el cielo estrellado sobre ellos le traía memorias que por ahora era mejor evitar.
El ruso portaba un machete con el que iba cortando las ramas que se interponían delante de ellos. Iba a reunirse con alguien a quien quiso como a su propio hijo. Incluso podía seguir queriéndolo en el fondo. ¿Cómo reaccionaría ante una situación como esa?
«¿Qué harías tú?», se preguntó a sí mismo. La simple cuestión le enfrió el corazón. No, no. Simplemente no. Era una de tantos interrogantes que era mejor no responder. «Están muertos», se dijo. «Están muertos». Mejor así.
Los árboles fueron dispersándose para dar paso a un claro bastante amplio. En el centro de éste se erigía una antigua nave industrial. La escasas ventanas dejaban escapar una tenue luz cálida. Ross desenfundó la porra de su cinturón, pero Steranko extendió el brazo.
—Recuerda, Ebstein. Pase lo que pase, nada a menos que yo lo diga.
El hombre gruñó por lo bajo; aunque volvió a guardarse el arma.
La construcción era aún más grande de lo que aparentaba de lejos. Cuando atravesaron el portón (que cuadruplicaba la altura del mutante), encontraron ante ellos un gran espacio en penumbra. Aun así pudo reconocer cajas de diversos tamaños repartidas por la estancia. No era una buena señal. Ofrecía muchos rincones oscuros bastante peligrosos...
—Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez, querido padre mío.
La luz provenía del fondo. Un foco iluminaba una pequeña caja rectangular. Al lado de ella, un hombre esmirriado y vestido de manera rara se apoyaba en la pared. Raphael intentó captar alguna reacción en Steranko, pero comenzó a andar a paso ligero. Los otros lo siguieron a duras penas.
—Una buena noche para hacer negocios, ¿no crees? —Se incorporó, meneando un poco las caderas. El quelonio comprendió por qué a Raymond le daba escalofríos con sólo pensar en ese personaje. No sabía qué detestaba más, si su sonrisa chulesca o su cresta morada.
El ruso se detuvo a dos metros del ladrón. No respondió nada. Tan solo se limitó a mirar a Anton con expresión pétrea.
—Te queda muy bien el ojo de cristal. Yo lo habría escogido en morado, pero bueno.
Raphael se habría abalanzado sobre él de no ser porque Steranko le oprimió el brazo antes de moverse. Lo hizo con tanta fuerza que se inclinó y apretó los dientes, conteniendo un grito de dolor.
—Uy, estás perdiendo facultades. Ya no tienes muy bien controlados a los pequeños, por lo que veo. ¿Qué tal, Rossito? Veo que sigues fortachón, aunque más…
—Laika, el dinero .—ordenó con tranquilidad, antes de que a Ross le estallara la vena de la sien. El joven, que también tenía una cara de perros, se adelantó y le tendió el maletín al maestro ladrón. En cuanto lo tuvo en sus manos se retiró con celeridad. Raphael lo entendía. De ninguna manera toleraría que un inmundo como él siquiera le rozara.
Zeck se arrodilló y abrió la valija.
—Perfecto, perfecto… —La cerró al poco—. Ya lo contaré después. Siempre has sido muy correcto con las transacciones.
Frunció el ceño. ¿Y esa calma?
—La espada .—El ruso se había tornado más monosilábico que nunca.
—Oh, sí, claro. Está ahí mismo.
—Tú .—Raphael sintió que la sujeción de su brazo era más débil hasta soltarse—. Comprueba que el arma está bien.
El quelonio le dirigió una mirada asesina a Zeck cuando pasó por su lado.
—¿Desconfiáis de mí? ¿En serio? Pero si son simples negocios… —Buscó la mirada de Steranko, pero éste sólo estaba centrado en Raphael y la caja—. Sabía que eras poco hablador, pero la edad te está friendo los sesos...
No lo entendía. Anton no sólo no mostraba ningún respeto, sino que encima no paraba de provocarle. Pese a eso, el ruso actuaba como si nada. De estar el mutante en su lugar…
La tapa era simple. Tiró un poco de ella, y escuchó un clic. Con un poco más de fuerza consiguió levantarla. Sacudió un poco la mano por el polvo que amenazaba por entrar en sus fosas nasales, y observó lo que se hallaba en su interior.
—¿Está ahí?
Efectivamente, la espada Tengu reposaba entre la paja en perfecto estado. La había visto demasiadas veces en los libros de Steranko para reconocer que era verdadera. Se levantó y se volvió hacia el ruso.
—Sí.
—Perfecto entonces .—silbó Zeck, estirando los brazos—. Ahora podemos…
Pasó demasiado rápido. El ladrón sonreía insulsamente una milésima después, le saltaban unos cuantos dientes debido a un potente puñetazo de Steranko. Laika, Ross y Raphael dieron un paso atrás, sorprendidos e incluso un poco asustados.
Zeck gritó y trastrabilló hasta chocar de espaldas contra la pared. Su pecho comenzó a ascender y descender como un animalillo. Sus finas piernas temblaban de tal forma que Raphael pensó que se le podrían quebrar en cualquier momento. Se llevó una mano a la mejilla y escupió un hilillo de sangre.
—¿Qué…c-cómo…? —Se le cayeron las gafas. Sus ojos oscuros estaban abiertos de par en par. A través de ellos, el quelonio pudo ver miedo en estado puro—. ¡¿P-pero qué…?!
Steranko no dijo nada. De repente parecía una bestia, con el foco iluminando sólo una parte de sus cicatrices. Antes de que ninguno se diera cuenta había desenfundado su pistola y apuntaba directamente al pecho de Anton. Su ojo sano llameaba de furia mientras quitaba el seguro.
—¡Pero la espada está bien! —Era un milagro que pudiera articular palabra en tal estado de terror—. Tú no te atreverías a matarme, ¿no? —El ruso apretó los labios. Zeck gimió—. Soy demasiado joven para morir. Por favor, por favor…
Raphael no lo podía creer. Fue tan súbito que incluso esperándolo habría preferido que no lo hubiera hecho. Era la primera vez que no era capaz de reconocer a su maestro.
Volvió a cargar la pistola, y la redirigió hacia Zeck. Después de aquella, no habría una próxima vez.
—No es necesario llegar tan lejos, Steranko —También había pillado de improviso a Ross. Jamás se le había visto tan preocupado. Y asustado—. Vam…
Disparó.
Raphael se olvidó de respirar. Pudo ver cómo Zeck chocaba contra la pared, ahora manchada de rojo, y se deslizaba lentamente por ella. Pálido, bajó la cabeza y pudo observar con sus propios ojos el lo que se había convertido su rodilla. El contrabandista c erró sus ojos llorosos y se mordió el puño, conteniendo en vano un alarido.
No lo había matado.
—Una bala por una bala. Considera tu deuda saldada, Anton Zeck.—Steranko bajó la pistola, con el cañón humeando. Se agachó un momento y recogió el casquillo. Mostró el cargador, y éste estaba vacío. Su semblante seguía siendo grave, mas había abandonado ese aire peligroso—. No se te ocurra volver a acercarte a mi o a ninguno de los míos. La próxima vez que te vea no tendré piedad.
Por un momento quedaron en silencio, interrumpido por los sollozos de Zeck. No era necesario ser un médico para concluir que probablemente no volvería a andar con esa pierna.
—Hasta nunca .—Sin añadir nada más comenzó a dirigirse hacia la salida.
Los sollozos de Anton se extinguieron. El cambio había sido tan brusco que Raphael se detuvo. Sus hombros comenzaron a sacudirse, primero de manera suave para pasar a ser más evidente.
Se estaba riendo.
—Es cierto, Ivan .—El ruso volvió a darse la vuelta. Sus mejillas seguían mojadas en lágrimas; pero sus ojos mostraban enfado, y sonreía de una manera inquietante—. Esta va a ser la última vez que nos veamos.
—¡Laika!
El grito de Ross dirigió su atención hacia el joven, que se había adelantado un poco. Éste seguía de pie, pero estaba pálido y sus ojos castaños de repente habían perdido brillo. Parecía aturdido.
De la mitad de su pecho sobresalía la punta ensangrentada de una espada. Alrededor, su camiseta se iba oscureciendo. Fue entonces cuando Raphael se percató de la inmensa silueta que estaba tras de él. Puso una mano enguantada sobre el hombro de su compañero y empujó. Ya muerto, cayó estrepitosamente al suelo.
No.
Abrió la boca. Quiso gritar, pero la voz lo había abandonado. Quiso correr hacia Laika, pero no podía. Sin apartar la mirada del cuerpo de su compañero se llevó la mano al corazón. Volvía a sentirse como hace cinco años.
No puede estar ocurriendo otra vez.
—Mis más cordiales saludos, Ivan Steranko. Siento mucho haberlo convocado a estas horas intempestivas.
Ante ellos se encontraba un hombre de mediana edad, ataviado con un mono negro. Agitó su espada limpiando los restos de sangre. En un gesto de fingido respeto se inclinó. Sonreía con una violenta tranquilidad.
—…soy Chris Bradford, mano derecha de…
—Ah��rrate las presentaciones, Ёбанное отродие*—habló con ferocidad; pero Raphael notó como suyos todos los sentimientos que albergaba: frustración, odio…y dolor.
De entre las cajas surgió el resto. Ross desenfundó la porra y la golpeó contra la palma de su mano, dispuesto a estamparla contra el cráneo del primero que se acercara.
Pero Raphael no había apartado la vista del líder. En el pecho del traje tenía un logo de color rojo, con una forma peculiar que había reconocido. El mismo que vio en unas alcantarillas, en una noche fría de hacía cinco años. Juró en su fuero interno que jamás lo olvidaría.
No es nada personal, pequeño.
La historia volvía a repetirse.
—Está bien. Iré al grano .—Chris Bradford enarboló la punta de la espada hacia delante—. En nombre del Clan del Pie, te sentencio a morir.
Ёбанное отродие: No sabría dar una traducción exacta (es un insulto propio de Rusia); pero es algo parecido a un «que te jodan» llevado a un extremo muy fuerte. Normalmente se lo dirías a alguien a quien odias a muerte, como es el caso.
Special thanks to my dear @penguinsfan90, who helped me with the Kraang phrases. I have zero experience with Kraang´s way of speech, but I hope to learn from her in the future <3
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4 Chapter 21
Summary: Cuatro almas rotas por la venganza pugnan por sobrevivir en un mundo lleno de crueldad e infamia. La desdicha los separa y hace creer los únicos supervivientes de la desgracia familiar. En el camino de cada uno en su propia supervivencia ¿Conseguirán reencontrarse o sucumbirán a los obstáculos que les aguardan?
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—CAPÍTULO 21. CORRE—
Leonardo Hamato gustaba mucho de reflexionar acerca de sus impulsos. El sentimiento en sí, el por qué y evolución eran cuestiones que avivaban su intriga sobre la naturaleza del yo interior. A veces llegaba a conclusiones medianamente interesantes, como la que sacó al conocer a un personaje tan peculiar como Anton Zeck.
—Yo! —saludó con una inclinación bastante exagerada, cuando llegaron a las coordenadas que le indicó. No encontraba ninguna palabra políticamente correcta para designar sus movimientos…grandilocuentes—. ¡Con dos horas de antelación! Muy bien, muy bien… hay tiempo de sobra para prepararlo todo.
Desde luego, indiferente no podía dejar a nadie. No sabía por dónde empezar: si por la cresta morada chillona, el visor también morado, o bien el mono pseudo-futurista de brillo metálico con líneas… ¿lila? ¿Y qué era aquello que llevaba en la cintura? Intercambió una mirada de extrañeza con Karai, algo que al hombre no se le escapó.
—¡Mini-Pistolas que disparan con movimientos de cadera! Que el ritmo no pare, baby .—Levantó el visor, mostrando unos ojos oscuros, como su piel, y sonrió de manera traviesa—. Mi traje tiene multitud de prestaciones. Podría mostraros todas…
—Deja las gilipolleces para otro momento, Zeck .—Bradford dio un paso adelante. Al lado del otro, escuchimizado y no muy alto, el ninja parecía aún más feroz. Anton se empequeñeció ante su presencia—. Quiero ver la espada.
—Wow, wow, cálmate, fortachón .—replicó con su voz ridículamente aguda—. La espada está dentro de la nave industrial. Si tenéis la bondad de seguirme…
Los números que el maestro ladrón les había facilitado los llevó a la Isla de Davids, una de tantas al este de la costa del Bronx. Por extraño que pudiera sonar, lo único presente en la mediana isla era la exuberante vegetación que había crecido descontrolada. Eso, y una antigua nave industrial, en cuya entrada se encontraban.
Anton había puesto algunos focos dentro del edificio. Incluso apagándolos la iluminación seguiría siendo buena. Era la una de la mañana, y la luna llena se alzaba sobre el firmamento alejado de la urbe. Algunas cajas de diversos tamaños estaban esparcidas por la gran estancia. Ofrecería unas buenas sombras dos horas más tarde, cuando apagaran gran parte de las luces y se escondieran para emboscar al ruso.
—Sospeche de la trampa o no, Steranko vendrá hasta aquí a la hora indicada. Tampoco irá muy acompañado .—Hablaba ligeramente rápido, aunque su andar era bastante distendido—. Será un hueso duro de roer, pero los superaréis en número. Una vez muerto, los otros caerán rápido.
—Tengo ciertas fuentes que sospechan que ha venido con todo su grupo. ¿Podrían ser una amenaza?
Zeck meditó un momento la pregunta de Xever:
—La mayoría son viejos achacosos o jóvenes poco experimentados para tomar las riendas. Todos dependen del santurrón de Steranko. Primero deberían descubrir que tuvisteis algo que ver en esto. Y en caso de que lo averigüen, podréis quitároslos de en medio sin ningún problema —Chasqueó los dedos y señaló una caja al fondo de la nave— ¡Ajá! ¡Allí está!
Aceleró el paso y se arrodilló hacia ella. Leonardo oyó un clic, y Zeck levantó la tapa.
—Como veis, no he mentido. Y la tengo en perfectas condiciones.
Y vaya si lo estaba. Si no supiera de antemano que era antigua le podrían haber dicho que era recién fabricada y lo habría creído.
Su blancura contrastaba con la paja que la protegía de la intemperie. Entre la hoja gris platino y el mango medía más que el brazo de un adulto. La primera era ligeramente curva, con un borde romo y otro afilado. La empuñadura estaba decorada con unos relieves amarillos que la recorrían en hélice. Éstas culminaban en la base, una pequeña cara que poco tenía de humano. Sumado a la guarda con forma de alas, hacía honor al nombre de Espada Tengu.
—Aquí tenéis mi muestra de buena fe. Ayudadme a acabar con Steranko, y la espada será vuestra —prometió con una sonrisa.
Leonardo se había informado acerca de Anton Zeck. De procedencia desconocida, a poco más de cumplir los dieciocho se incorporó a la banda del traficante. Una serie de diferencias los distanció de una manera bastante violenta. A partir de entonces empezó a trabajar como ladrón de guante blanco, y rápidamente se hizo un nombre en aquel mundillo. Había quienes decían que llegó a trabajar para las altas esferas.
Bradford concedió al grupo unos minutos de asueto. Se encontró con la mirada fija de Karai, que con un gesto de cabeza le dijo de salir afuera.
—Es… no encuentro las palabras, joder. ¿Dónde has visto esas pintas? ¿Y por qué se mueve como una reinona? Me da escalofríos —espetó cuando llegaron a la entrada, donde nadie los podía escuchar. Se apoyó en la pared de al lado y dirigió una mirada repulsiva a Zeck. En aquellos momentos hablaba con Xever a lo lejos—. ¿Cómo puede ser un Maestro Ladrón?
—La genialidad no entiende de carácter .—reflexionó, encogiéndose de hombros.
Karai casi se echó a reír.
—Una manera muy tuya de decir que los gilipollas también pueden hacer un buen trabajo.
Los dos quedaron un momento en silencio. La sonrisa que el comentario de su amiga le había arrancado se fue apagando.
—Tampoco me cae bien .—admitió finalmente, y al acto sacudió la cabeza—. Mejor dicho, lo aborrezco. Incluso más que a Bradford.
La kunoichi ladeó la cabeza.
—¿Por qué?
Leonardo meditó su respuesta:
—Podría mostrar algo de más respeto a Steranko, que una vez fue su guía. No entiendo cómo puede tomarse tan a la ligera todo este tema. ¿Ve esto como un juego?
Su amiga resopló:
—A saber.
En realidad, lo que había dicho era solo una parte de la razón que le empujaba a detestar a Anton.
Esa excitabilidad y energía que desprendía le recordaba a alguien. Por mucho que lo evitara, su manera de sonreír reabría cicatrices que hacía tiempo habían sanado. Era distinta, y a la vez la misma que aquella que alegraba sus días en las alcantarillas. Esa sonrisa celeste que le hacía esforzarse por ser mejor líder, mejor amigo. Pero sobre todo mejor hermano.
De esa forma sacó una nueva conclusión sobre sí mismo. Podía robar, extorsionar, o tener la indecencia de maquinar un asesinato. Pero lo que Leonardo no podía aceptar era que alguien así se portara como uno de sus seres que más quería. Si por él fuera, le borraba esa sonrisa de un puñetazo: Era una imagen malvada de Mikey, y no tenía derecho a mancillarlo.
—Oye, ¿en serio no te agobia lo de la cabeza? No hay nadie mirando, puedes quitártelo un rato .—Karai se cruzó de brazos, esperando una respuesta.
—Incluso si me molestara, no quiero asumir riesgos. Además, el material es transpirable. Cuando empiece la movida me olvidaré de que lo llevo.
Hacía tiempo que Leonardo no tenía el uniforme completo. Eso incluía el pasamontañas, idéntico entre todos los soldados del Clan del Pie. Bradford consideró que no era procedente que alguien como Zeck supiera acerca de su condición. Nunca pensó que los dos llegaran a estar de acuerdo en algo.
—Tú sólo preocúpate de salir sin un rasguño esta vez, ¿vale? —continuó en tono más distendido—. Y yo juro que no me convertiré en sopa de tortuga.
La expresión de Karai se endureció, pero al acto le devolvió la sonrisa.
—Más te vale cumplir esa promesa, Leito. —enfatizó como un ligero pinchazo—. Yo soy la única que puede hacerte papilla, ¿lo captas?
Las alarmas de Leonardo saltaron por un instante. Si bien tenue, había una amenaza encubierta entre esas palabras. No parecía haberlo perdonado después de mentirle acerca de la paliza de Bradford. Al menos, no del todo.
Si algo tenía claro es que no quería sacar el tema.
—Preferiría que no te vieras forzada a intentarlo.
El tono tajante no pasó desapercibido para la kunoichi, que se mostró sorprendida:
—¿De qué vas, tío? Sólo decía que…
—Lo sé, y repito, no soy presa fácil. Espero lo mismo de ti .—interrumpió con sequedad. Karai podía meter cizalla en los momentos más inesperados, y durante las misiones no era bueno iniciar una discusión. Mejor cortar por lo sano antes de que fuera demasiado tarde—. Me voy a dar una vuelta. Vuelvo en un rato, ¿de acuerdo?
Abrió la boca y la volvió a cerrar.
—Vale .—Fue lo único que finalmente soltó.
Sin más se dio la vuelta y echó a andar. No pensó en la dirección, cualquiera que llevara al bosque y le permitiera caminar en línea recta. Pese a lo mucho que la quería, Karai no era quien para ponerle los puntos sobre las íes.
La chica vio cómo su amigo se perdió entre los árboles. Fue entonces cuando soltó el largo resoplo que llevaba acumulando desde entonces.
Una ráfaga de viento la acarició. Cerró los ojos y se dejó llevar por dicha sensación. Algunas puntas de su flequillo se posaron en la comisura de sus labios, aunque no le importó. Cuando el aire la abandonó se sintió como en una burbuja, todavía más distante del resto del mundo.
En contra, su voz sonó nítida y clara.
—No sabes nada, Leonardo.
—Te queda muy bien.
Raphael sonrió, complacido por el comentario de su mejor amigo. Se llevó la mano izquierda a la cara posterior del antebrazo, asiendo a Ira por la empuñadura. La hoja dibujó un arco cuando la sacó de su vaina.
—He sido un poco lento, pero pronto aprenderé a sacarla en un abrir y cerrar de ojos .—comentó con sus ojos verdes brillando de ilusión. Se sentó en la cama para seguir admirando el detalle de las correas. Apretó y relajó el puño para comprobar si le causaba alguna molestia. Nada—. Es genial…
—Sabía que te gustaría. —Cruzó los brazos, orgulloso de haber alegrado el día del quelonio.
Fue una sorpresa entrar en su habitación y encontrarse a Raymond con aquel brazalete de cuero en la mano. «Para ti», respondió alegremente, apretándolo contra su plastrón antes de preguntar nada. «¿Y esa cara? ¿Acaso pensabas llevar esa daga en los bolsillos?».
—Es tan fácil quitárselo como ponérselo .—Se sentó a su lado y le giró el brazo. Con cuidado desabrochó las correas—. ¿Ves? El material es lo suficientemente flexible para guardarlo. También, si llevas mangas anchas lo puedes llevar puesto. Nadie se dará cuenta, y atacar por sorpresa te será muy fácil —Movió el brazo con tanta rapidez que Raphael no reaccionó, aunque sólo le dio un golpe suave en el pecho—. Por un momento pensé en el típico cinturón; pero sé cómo eres, y esto pega más con tu estilo personal. —Le devolvió el brazalete y prosiguió en tono sorprendido—. ¿En serio no creías que el gran Ray tendría un detalle contigo? No todos los días recibes tu primera arma personal.
—Se llama Ira.
Raymond asintió mientras se apartaba un mechón de pelo negro. Gran parte lo tenía recogido en una coleta que ya alcanzaba la mitad de la espalda. Algunos cabellos rebeldes bajaban descontrolados por su flequillo. El hombre opinaba lo contrario, pero Raphael creía que le favorecían mucho.
—¿Por qué no me sorprende ese nombre? Bueno… tranquilo, guardaré el secreto —terminó, guiñándole el ojo.
Raphael no había hablado casi nada de la charla con Steranko. Cuando sus colegas le preguntaron respondió con evasivas. La confesión del ruso y su regalo eran demasiado personales. Aun así, no pudo evitar que Raymond la viera de pasada en su habitación. El quelonio vio que sus ojos se posaron más de la cuenta en la daga, mas no preguntó por ella. Siguió charlando animadamente sobre los planes que tenían para el día siguiente.
De alguna manera, Raymond sabía cuándo preguntarle algo y cuándo no. Y eso lo apreciaba profundamente.
Los ojos grises de su amigo se apagaron un poco. Bajó la mirada un momento a tiempo que se tornaba serio.
—Hoy es la noche.
Raphael asintió. Faltaban pocos minutos para la reunión que Steranko había convocado en el gran salón. Allí les explicaría qué era lo que planeaba hacer respecto al asunto de la espada Tengu. Aun sin conocerlo personalmente, el quelonio detestaba a Zeck. Ross ya le había comentado suficientes detalles para saber que su orden de prioridades era él, él, y luego él. Pensaba en personas como Raymond y no se veía capaz de abandonarlo.
El susodicho frunció el ceño. Raphael sintió que se estaba perdiendo en sus pensamientos.
—La espada no es lo único que te preocupa, ¿verdad? ¿Estás bien? —decidió tantear.
En los últimos días lo había encontrado bastante tenso, y no solo era por la espada. Tenía la sensación de que algo le carcomía, mas antes de decir nada saltaba con excusas bastante flojas. Al quelonio no le gustaba inmiscuirse, pero veía la cara de su amigo y sentía que debía hacerlo.
Tomó aire. Tras unos segundos recitó en voz grave:
—Y a Raph le digo: ábrete a la gente. No puedes vivir con tus demonios en la soledad absoluta.
Sus brazos se tensaron.
—¿A qué viene eso?
El hombre suspiró profundamente. Estaba midiendo sus palabras con cuidado quirúrgico. Tras una pausa decidió cómo continuar:
— Raphael… ¿realmente te sientes solo?
Su corazón se olvidó de latir unos instantes. De entre todas las posibles preocupaciones de Raymond jamás habría esperado eso. Fue una suerte que Steranko los interrumpiera allá en Moscú, cuando leyeron la carta de Karla, antes de que el hombre se metiera en un terreno peligroso. Lo vio tan relajado al preguntarle que supuso que no volvería a sacarle el tema. En eso último se había equivocado rotundamente.
Intentó controlar todo ese torrente de pensamientos; y aun así bajó la mirada.
—No es nada.
Lo mismo le dije a Karla.
Raymond resopló.
—Mentir se te da fatal, ¿nunca te lo he dicho?
Se removió nervioso. Consciente o inconscientemente, se alejó un poco de él. Le daba mayor seguridad sostener el brazalete con las dos manos. El cuero crujió un poco bajo la yema de sus dedos.
—Ese día estaba de bajón y Karla me animó. Fin de la historia .—Y ahí no había mentido.
—¿Por qué dice entonces que te abras a la gente?
Eso me gustaría haberle preguntado.
—No es el momento.
—¿Y por qué no? —De repente Raymond estaba de pie frente a él— Tú has preguntado, y yo respondo. Me entero de que alguien que quiero está sufriendo y esperas que me quede de brazos cruzados .—Sacudió la cabeza con decepción—. Qué poco me conoces…
—¡¿De qué vas, tío?! —El quelonio se levantó también. No le gustaba nada hacia dónde iba a la conversación—. ¿Qué parte de «no estoy mal» no entiendes? ¡Es una tontería, nada más!
—¿Desde cuándo se llama «demonios» a una tontería?
Una fina capa de sudor frío cubría sus brazos y su cara. Sin darse cuenta estaba respirando más y más rápido. Para colmo, la extraña y fría calma de Raymond le hacía sentirse acorralado. Si el hombre insistía o intentaba acercarse a él en ese estado, no respondería de sus actos…
—¿Raph? —«Déjame»—.No es para ponerse así… —«No te acerques»—.Hey, tranquilo. Ven aquí.
Se acercó, como tantas otras ocasiones en las que buscaba un abrazo suyo. Llegó a rozarle el hombro.
—¡NO ME TOQUES!
Y le dio un puñetazo.
Cuando una amenaza estaba demasiado cerca actuaba por reflejo. Esa cualidad lo había salvado de aprietos en bastantes ocasiones.
Sólo que no se trataba de una amenaza. Era su mejor amigo.
Raymond dio un par de pasos atrás. Por suerte había podido cubrirse a tiempo; aun así, eso no excluía el moretón que le dejaría en el brazo.
Habría sido muy fácil que respondiera con otro puñetazo. De esa manera, no tendría que haberse parado a pensar en lo que había hecho.
El brillo de los ojos claros de Raymond era distinto. Apretó los dientes por el dolor antes de continuar:
—Ya sí que pegas fuerte, ¿eh? —comentó, frotándose ahí dónde lo había golpeado. La ansiedad fue abandonando a Raphael tal y como vino. En su lugar sólo quedaba un gran vacío—. Yo sólo me lo he buscado. He forzado las tuercas, y he terminado haciéndote daño. Qué patético soy, ¿verdad? —Sonrió, y el gesto le pesó como una pared de ladrillo. «¿Cómo he podido hacerlo?»—. Me adelanto a la reunión .— Se dirigió hacia la puerta y la abrió. Raphael quiso decir algo, lo que fuera. Las palabras no salían de su boca. Antes de irse añadió—. Siento mucho no haber sabido estar ahí.
Una vez sólo, fue al cuarto de baño. Apoyó las manos en el lavabo y abrió el grifo. Metió la cabeza y dejó que el agua la enfriara desde la nuca. Cuando estuvo totalmente seguro de que podría controlar sus impulsos volvió a incorporarse. El reflejo de sí mismo lo observaba huraño al otro lado del espejo.
«Eres fuerte; pero tu corazón lo es más», le dijo Karla aquel día. «Detrás de ese plastrón se esconde alguien extraordinario, Raph. Lo veo y lo siento, igual que otros lo podrán apreciar si te das la oportunidad de mostrarlo. Por eso júrame que jamás volverás a encerrarte en ti mismo».
—Siento mucho no haber cumplido la promesa.
—En dos horas debo estar en las coordenadas indicadas, aquí, en la Isla Davids .—Steranko, ataviado para la ocasión con un uniforme militar, señaló un punto en el extenso mapa. Este ocupaba toda la superficie de la mesa del salón—. A las tres de la mañana se intercambiará el dinero pedido por la espada. Todo será breve, sin distracciones ni interrupciones. Antes de amanecer estaremos camino de vuelta a Moscú. ¿Alguna pregunta?
—¿Qué haremos nosotros mientras tanto? —preguntó Zeff. Pese a su estado delicado, se había negado a tomar asiento. Apoyó la mano en el respaldo de la silla que Raphael había ocupado.
—Vosotros recogeréis todo. Así evitaremos retrasos.
—¿Y si hubiera algún percance en el intercambio? —remarcó Raymond. Éste se había situado lo más alejado posible del quelonio, entre Joyce y Laika. No podía evitar mirarlo de vez en cuando. Actuaba como solía hacerlo en las reuniones, adoptando un tono serio. Sólo él percibía lo afectado que estaba. «Hablaré con él después. No sé cómo, pero lo haré», propuso para sí mismo. El pensamiento calmó un poco sus preocupaciones.
—No podéis venir todos conmigo. Si Anton me ve con un séquito huirá. Por eso he pensado en tres de vosotros para acompañarme. Zeff, serás el responsable del grupo en mi ausencia .—El cocinero asintió—. Ross, tú eres uno.
—Será un placer.
—Recuerda, no intervendrás salvo en caso de necesidad .—Acto seguido su mirada se posó al lado de Raymond—. Laika, eres el más rápido. Si Zeck decide escapar ya sabes qué hacer.
—¡No dude de eso! —aprobó, alegrado porque Steranko lo hubiera tenido en cuenta. Conociéndolo, seguro que estaría restregándoselo por la cara al resto del grupo durante mucho tiempo.
Raphael ya estaba pensando la manera de retomar la conversación con Raymond. «Hey, tío…sobre lo de antes, lo siento». «No volveré a pegarte, Ray». Por más que le ponía empeño, ninguna disculpa le parecía buena.
Pero cuando sus ojos se encontraron con los del ruso, su mente se acalló.
—Tú también vendrás.
¿Por qué no le sorprendió?
El grupo se calló. Notó todas las miradas encima… menos la de su mejor amigo. Éste resopló por lo bajo mientras se pasaba la mano por el cabello. Estaba conteniendo una réplica, lo presentía. Verlo tan derrotado le hizo sentirse asqueado de sí mismo. Habían discutido muchas veces, incluso de malas formas; pero Raymond nunca le había puesto la mano encima. Fue una especie de juramento tácito, una prueba para mostrarle al otro cuán importante era para él.
¿Alguien extraordinario? ¿En serio Karla lo veía de esa manera?
El ruso seguía esperando una respuesta. No debía flaquear después de la confianza y aprecio que Steranko había depositado en él. Acababa de decepcionar a una de las personas que más le habían hecho sentirse querido. Dos era inconcebible.
—Cuenta conmigo.
—Me alegro.
Tres horas. El tiempo que tardarían en ir a la Isla de Davids, recoger la espada y volver a la base. Después de eso buscaría a Raymond y arreglaría las cosas. Si era necesario le pediría que le pegara para retornar el contador a cero. Seguro que luego tomarían una cerveza, como tantas veces habían hecho después de reconciliarse.
Tres horas. Un intervalo de tiempo tan pequeño que no supondría ninguna diferencia.
La barra bo era una extensión de sí mismo. Incluso cerrando los ojos seguía visualizando cómo giraba ostensiblemente entre sus dedos. Como en una escena a cámara lenta lo pasó a su otra mano. Sonrió. Dio un paso adelante y dio una vuelta en redondo. Parecía una danza. El silbido de la madera al cortar el aire perturbaba el silencio como una suave ola.
Estaba satisfecho con su estilo de lucha. Ostentando la defensa como su pilar básico, se valía de la simpleza del palo para desviar los golpes. Físicamente no era fuerte ni rápido, pero sí ágil, y su constitución lo ayudaba a serlo. Podía esquivar arremetidas y movimientos arriesgados, esperando la ocasión en la que el contrincante expusiera su punto débil.
Avanzó con pie firme, imprimiendo tensión a los músculos inferiores. Con decisión enarboló el bo a la izquierda, golpeando el flanco de un enemigo imaginario. Si se cubría, perdería su arma. Si no, unas costillas rotas no se la quitaba nadie. «Un buen golpe». Contento por la sesión, Donatello dio por finalizado el entrenamiento.
Con cuidado apoyó su preciada barra en la pared, y se puso la sudadera que previamente había dejado en la esquina. Aparte de eso, tan sólo llevaba unos pantalones cortos deportivos. Desde que entró en el Instituto rara vez podía liberarse de sus obligatorias cuatro capas de ropa.
Pensar de nuevo en Roosevelt apagó un poco su alegría. Antes de dejarse llevar por la sensación se dispuso a limpiar el sudor que había dejado. También abriría las ventanas. Aunque Kirby nunca puso inconveniente, Donatello sabía que entrenar en la Biblioteca era un capricho. Lo mínimo que podía hacer era dejarla como al principio.
No es que estuviera decepcionado con el Instituto. De hecho, no imaginaba lo afortunado que llegaría a sentirse conforme pasaban los días. Le encantaba responder las preguntas de los profesores, y éstos agradecían el insaciable interés de Donatello. Aun así no se le escapaban las miradas escépticas de sus compañeros. En contra de sus intenciones, aquello acrecentaba las distancias con el grupo.
Bueno, no las de todos.
—Oye…
Donatello levantó la vista del libro de Biología. Estaba adelantando la lectura del tema, aprovechando el cambio de clase. Se trataba del chico de al lado, el que ayudó durante la prueba inicial de Matemáticas.
—¿Sí? —preguntó con cautela. Hasta entonces había actuado como si Donatello no existiera. De hecho, ni lo había escuchado hablar.
—Bueno… —Un rubor encendió sus mejillas hinchadas. Su voz era muy dulce, casi la de un niño. No era precisamente alguien agraciado. Parecería un querubín, con ese pelo rubio y rizado, de no ser por algunos detalles, como la camiseta con el logo de Mutantes y Mazmorras y el colgante con forma de cabeza de pájaro—. Sólo quería decirte que… gracias. —calló, interrumpiendo la mirada. Hasta sus orejas se habían puesto rojas.
—¿Qué?
—En el examen de matemáticas —aclaró al acto—. Yo…me pongo nervioso con facilidad y me asusté. Creía que te estabas metiendo conmigo por ser tonto.
—¿Tonto? No, claro que no.
Volvió a quedarse sin palabras. Donatello analizó su expresión compungida. Realmente estaba haciendo un esfuerzo por dirigirse hacia él.
—Te he visto estos días y… —Su respiración se hizo más fuerte un instante, aunque pudo controlarla—. No creo que seas así. No opino lo que los demás. No veo que te las des de listillo, sólo te gusta experimentar y saber .—Reunió fuerzas para mirarlo de nuevo—. Por eso, perdona si he pensado mal de ti.
Tragó saliva. Donatello no pudo evitar conmoverse.
—No hay problema, esto…
—Martin .—aclaró antes de darle la oportunidad para recordar su nombre—. Martin Milton. No se me dan bien los estudios. Ni los deportes. De hecho, no soy bueno en nada —Sus gruesos labios dibujaron una sonrisa nerviosa—. Eso sí, me gusta dar de comer a los pájaros. También soy fan de los juegos de mesa. Y mira, mi pierna es ortopédica —Se levantó el pantalón. Efectivamente, tenía una prótesis en la pierna derecha, de rodilla para abajo—. ¡Nací sin ella como mi avatar, Sir Malachi! —Donatello estaba sorprendido por el cambio de humor repentino. Martin lo tuvo que notar, ya que volvió a apagarse—. Lo siento, lo siento. Cuando me entusiasmo mucho me dicen que soy muy raro y que me calle…
—No creo que seas raro, Martin .—«El agradecido soy yo. No lo estoy haciendo tan mal si alguien no me considera un fastidio»—. Siempre que tengas dudas en los estudios puedes consultarme.
El joven le dirigió una mirada amistosa antes de centrarse en sus apuntes. Donatello jamás había conocido a alguien con un humor tan lábil.
Como decía, en el Instituto estaba saliendo adelante. Pero había dos asuntos con nombre propio que lo tenían profundamente preocupado.
Cuando terminó de fregar fue a su cuarto y eligió un conjunto medianamente decente. Kirby había propuesto salir a dar una vuelta esa noche. Era fin de semana, y el psicólogo no trabajaba el día siguiente. En la mesa de estudio había dejado su ordenador portátil encendido. Antes de ir a ducharse volvió a revisar su bandeja de entrada. Gruñó por lo bajo al ver que su amiga Weirdo McGee, en realidad Irma Languinstein, no había respondido a sus mensajes.
Donatello aún no estaba seguro de cómo tomarse la conversación que tuvieron en el laboratorio de Biología. Por un instante le pareció que Irma sabía acerca de su condición. Intentó no darle mayor importancia, aunque esa tarde no pudo concentrarse en el ático. Se le había metido la idea de que alguien acabaría irrumpiendo en su casa y se lo llevaría a la fuerza. Probablemente iría a parar a algún laboratorio clandestino. O peor, lo expondrían a los medios de comunicación como el bombazo del siglo. Había visto horrores al respecto con asuntos mucho más triviales…
Pero la tarde y la noche transcurrieron sin ningún incidente. Por la mañana despertó en su cuarto con la alarma. Se levantó, se vistió, y April lo arrastró hacia el baño para maquillarlo. Nadie ni nada le había arrebatado su vida.
Todo iba bien.
No tenía nada que le dijera claramente que la chica lo hubiera descubierto. Seguía siendo posible que todo aquello no fuera más que otra de sus excéntricas conclusiones aleatorias. No obstante, algo sí le había dado en lo que reflexionar.
Una vez conozca la verdad, sabré protegerla.
¿Algún día podría confiar en más personas aparte de Tyler y los O´Neil? ¿Sería Irma una de ellas?
«Solo el tiempo lo dirá».
Cerró el portátil, cogió la ropa y se dirigió al cuarto de baño. Un escalofrío placentero recorrió su médula espinal cuando el agua de la ducha entró en contacto con la piel. En instantes como aquellos la mente se aclaraba, liberada del estrés físico y mental.
En realidad, su preocupación respecto a Irma no giraba exactamente sobre ese tema. Desde el día de la charla, la chica había dejado de asistir a clase.
—Está enferma. Llamaron avisándonos que no vendría por unas semanas .—Fue la contestación de la profesora Campbell—. No te preocupes. Otros años le ha ocurrido lo mismo para incorporarse poco después.
Donatello habría hecho caso de sus palabras de no ser porque no daba señales de vida. Días antes le había pasado el número de móvil, así que probó a llamarla. Nada. Tampoco había comentado en los foros. Esa misma noche le envió un e-mail, preguntando qué había ocurrido. Ni ese ni los que siguieron después tuvieron respuesta.
Una nube de vapor envolvió su cuerpo cuando terminó de ducharse. Con calma, se secó y se arregló. Su propio reflejo le devolvió una amplia sonrisa, decorada como siempre con el diastema. Para salir tendría que ponerse la gabardina, las manoplas, la bufanda, todo lo necesario para exponer el mínimo de piel. Al menos en la intimidad podía constatar que la camisa a medio abotonar y los vaqueros le quedaban muy bien.
Volvió a pensar en el pdf que le envió. La desaparición de los científicos. Los hombres trajeados. «El ataque de los clones».
La ausencia de Irma no tendría nada que ver con eso, ¿verdad?
—¡Estoy de vuelta! —Unos toques enérgicos en la puerta interrumpieron sus pensamientos— ¿Te has arreglado ya? Venga, quiero ver lo que te has puesto.
April lo esperaba en el pasillo. En cuanto salió lo miró de arriba abajo y soltó una exclamación de sorpresa.
—¡Pero qué apuesto estás! A partir de ahora te quiero así vestido en todos mis cumpleaños. Vaya regalo a la vista .—Le guiñó el ojo en tono cómplice—.Lo único que te ha faltado es arreglarte el cuello de la camisa .—Pese a decírselo, lo hizo ella misma. Sonrió satisfecha y le palmeó el hombro—. Muchísimo mejor.
—Tú también estás muy guapa.
Justo después se azoró. La cercanía y el cumplido lo habían pillado con la guardia baja, y acabó pensando en voz alta. Llevaba aquel vestido azul que tanto le gustaba. Su diseño versátil servía tanto para vestir de casual como una velada más elegante. Resaltaba para bien su cintura y su cabello suelto reposaba levemente sobre sus hombros pecosos.
¿Cómo podía callarse ante semejante belleza?
—L-l-lo siento, he sido inadecuado .—Se disculpó a duras penas. Siempre que se ponía nervioso elevaba demasiado su tono de voz—. No quería incomodarte, de verdad. S-sólo lo decía por...—Se detuvo cuando notó la mano de April estrecharse con la suya. Lentamente volvió a establecer contacto visual. La chica sonreía con ternura.
—Tranquilo, Donnie. No has dicho nada malo .—De alguna manera la mirada de la joven se intensificó. En contra de lo que esperaba, sus pulsaciones comenzaron a refrenarse. Una vez comprobó que había dejado de temblar, lo soltó—. Además, tú no cuentas porque me quieres mucho y siempre me ves con buenos ojos. Admítelo, que nos conocemos .—terminó en broma.
«No, no me conoces».
—¿Has vuelto sola? —Lo mejor era evadir el tema antes de que dijera o hiciera algo de lo que pudiera arrepentirse.
—Papá tiene que ir un momento al Hospital. Un recado de última hora, al parecer. Me ha dicho que cuando estemos listos lo llamemos y nos recoge.
Asintió. Su amiga se acarició el cabello con expresión incómoda.
—Voy a retocarme el pelo. Si quieres espérame en el salón, que no tardaré mucho .—Se dirigió a su cuarto, y antes de cerrar la puerta añadió—. Por cierto…. le he sugerido a Casey de estudiar aquí algún día. Dice que se lo va a pensar, aunque de todas formas te pongo sobre aviso.
Todo el buen humor que podía tener se desvaneció al acto.
Casi olvidaba por qué April no había estado con él en el entrenamiento. «En serio quiero entrenar contigo. Pero queda poco para el examen de Matemáticas y a Casey le queda mucho por estudiar. Como tutora debo echarle una mano».
Casey Jones. «Tenorio de pacotilla» para los amigos.
Desde que lo conoció parecía que estaba en todos lados, al menos cuando venía al Instituto. Siempre lo veía por los pasillos, a cada rato con una chica distinta. Sus técnicas de «cortejo» eran tan simples como cumplidos sin venir a cuento o insinuaciones incómodas. Cuando no se dedicaba a comer terreno, procedía a relatar sus conocimientos de hockey, como si pretendiera mostrar lo guay que era. Incluso cuando se veía claramente que la estaba incordiando, Don Tenorio no cesaba en su empeño. Poco tardó en ganarse su merecida fama.
En clase, por el contrario, se pasaba las horas callado en última fila. No era raro verlo con los pies sobre la mesa, mirando al techo o escribiendo, dibujando, a-saber-qué en el único cuaderno que traía consigo. Respondía con indiferencia a las llamadas de atención de Campbell. Un día lo mandó al despacho de director, y Casey ya estaba en el pasillo antes de que pudiera terminar la clase. Si Donatello fuera él, se le estaría cayendo la cara de vergüenza.
Desconsiderado, estúpido y simple. Jones pasaba del mundo, y el mundo pasaba de él.
—No es así .—April era la única persona en la clase que aún le dirigía la palabra—. De todas las veces que hemos quedado para estudiar no ha fallado ni una. Le falta base, pero le pone empeño. Y no, no es un perro baboso conmigo como con las otras chicas.
—Si tan amigos sois ya seguro que me puedes contar por qué se porta de esa manera en cuánto hay alguien más delante.
La chica apretó los labios. Su cara se fue poniendo roja como un tomate.
—No lo sabes, ¿verdad?
—¡No, no lo sé! —Casi gritó—. Pero tengo la corazonada de que debe haber una razón por la que se empeña en mostrar al mundo que no merece la pena.
«Es que no merece la pena», quiso decirle. Sin embargo, sabía bien que continuar la conversación habría sido bastante dañino para él. No quería que April siguiera restregándole por la cara lo que intentaba esconder detrás de sus palabras. Ya lo veía claro en cómo elevaba su tono de voz cada vez que Casey andaba cerca, o en cómo la pillaba dirigiéndole miradas furtivas entre clase y clase.
—Maldita sea… —Cabizbajo, se sentó en el sofá del salón.
A April le gustaba Casey. Negarlo no lo hacía menos evidente. Y lo peor de todo es que la chica parecía no haberse dado cuenta.
«¿Qué demonios ve en él?». El joven no tenía nada que pudiera atraer a April. ¿Tan intensa podía ser la química?
Odiaba saber que sí.
Lo que desconocía (y le atormentaba descubrirlo) era a lo que podía evolucionar con el tiempo. ¿Quedaría como un encaprichamiento pasajero? ¿Llegarían a intimar? ¿En realidad no sería…
…amor?
—Donnie…
Se levantó al acto. April estaba en la entrada del salón. Se había retocado, como había dicho. Sin embargo, no le gustaba nada cómo había hablado. Tenía los ojos entrecerrados, con el hombro apoyado en el marco de la puerta…
La pudo alcanzar antes de derrumbarse por el suelo. Su respiración era rápida y superficial.
—De repente…estaba bien hace nada…
Le puso la mano en la frente. Estaba ardiendo. Sus piernas temblaron una última vez y todo el peso de su cuerpo cayó en él. Sin dudar un instante la tumbó delicadamente en el sofá del salón y fue a la cocina a por un cubito de hielo. Cuando volvió tenía escalofríos.
—No va bien…algo no va bien… —murmuraba a duras penas. Donatello intentaba por todos los medios no sucumbir al pánico. Fue corriendo a por una sábana y se la puso encima.
—Voy a llamar a papá. Te llevaré yo mismo a Urgencias si es necesario.
Sacó su móvil y tecleó el teléfono de Kirby. Después de ocho pitidos la línea seguía sin respuesta. Probó suerte con el de Tyler.
—¿Donatello?
—April se ha puesto muy enferma, y Kirby no responde. Debemos llevarla al hospital.
—¿Hola? ¿Estás ahí?
Donatello miró el móvil extrañado.
—¿Me oyes?
—Debe haber algún problema en la línea. No t…
De repente, el móvil se había quedado sin cobertura. Antes de preguntarse qué podía haber pasado se cortó la luz.
—¿Qué…?
La chica seguía vocalizando cosas ininteligibles. Al parecer no sólo se había cortado la luz en su piso. Fuera, en la calle, también reinaba la oscuridad absoluta. Una extraña sensación de amenaza hizo que su corazón latiera más rápido. «Sólo se ha cortado la luz. Y algo le habrá pasado al móvil…».
April soltó un grito ahogado.
—¡Van a venir! —Tenía los ojos totalmente abiertos mientras se encogía como un ovillo. Donatello se arrodilló frente a ella. No enfocaba la mirada— ¡Van a venir! ¡Van a venir!
—¿Quiénes, April? ¿Quiénes? —El quelonio estaba asustado. La situación comenzaba a sobrepasarlo y nunca había visto a su amiga tan desesperada.
No respondió. Comenzó a sollozar como una niña pequeña mientras cubría la cara con sus brazos.
Su móvil vibró de nuevo. Encendió la pantalla, esperanzado de que hubiera recuperado la cobertura.
Seguía sin tenerla; pero de alguna forma había recibido un nuevo mensaje.
Lo abrió. No era ni de Kirby, ni de Tyler, ni de nadie conocido. El número estaba oculto.
La única palabra que había escrita se encontraba en mayúsculas, sin lugar a malinterpretaciones.
CORRE.
Alguien tocó a la puerta.
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4 Chapter 20 (Part II)
Summary: Cuatro almas rotas por la venganza pugnan por sobrevivir en un mundo lleno de crueldad e infamia. La desdicha los separa y hace creer los únicos supervivientes de la desgracia familiar. En el camino de cada uno en su propia supervivencia ¿Conseguirán reencontrarse o sucumbirán a los obstáculos que les aguardan?
Parte anterior
—¿Qué fue lo que pasó?
Tardó en responder. El quelonio sabía que era difícil, y para encontrar la manera adecuada de empezar necesitaba tiempo.
Finalmente habló:
—Un buen día de caza.
Los pequeños ojos del alce parecían mirarme con profunda tristeza mientras la nieve lo cubría. De cerca, su cornamenta era majestuosa. Era bello, y a la vez terrible.
—Le has dado .—Me sentí un intruso después de romper el silencio del bosque. La muerte abrupta de un animal tan regio rompía sus leyes naturales. El cañón humeante era la prueba inculpatoria.
En realidad seguía vivo. Su abdomen ascendía y descendía en una respiración errática. Poco a poco, la sangre mancillaba la nieve gruesa. Tardaría solo un rato en morir, pero no sería de una manera agradable.
Mi hermano Voltak permaneció quieto, sin desviar la mirada del pobre animal. Se colgó la escopeta en el hombro. Siempre pensé que se parecía a nuestra madre, con ese cuerpo esbelto y los ojos castaños. En primera instancia dudaron que fuera hijo de nuestro padre. Aun así, su cabellera rubia y su porte grave, eran una prueba irrefutable de la sangre rusa que también fluía por sus venas.
Aquello que lo distinguía era el brillo extraño en sus ojos.
Sacó la daga del cinto. Nuestro padre se rio de aquella hoja de diez centímetros que encontró un día de vuelta a casa. «¡Es demasiado corta! ¿Y qué pone en la funda? Bah, no sirve para nada. Ivan y tú sois una auténtica carga. Los dos habéis heredado la misma estupidez de Val…». Era un milagro que consiguiera formular más de una frase sin vomitarse encima. Anuló toda posible continuación con un buen trago de Vodka. Aquello era un ruso de pies a cabeza. Rudo. Gélido. Purasangre. Su alcoholismo se agravó después de la muerte de nuestra madre, cuando tenía tan solo tres años. Si había conseguido sobrevivir hasta entonces fue gracias a mi hermano. La vida de nuestro padre se redujo a la caza y la bebida.
Voltak siguió en sus trece. «Debe tener más de mil años de antigüedad, pero la punta sigue siendo extraordinariamente afilada. Me gusta». Nuestro padre estaba demasiado bebido para prestarle atención. Tampoco la buscaba.
La nieve crujió cuando se acercó a la presa. Se puso de cuclillas, y le acarició el cuello con delicadeza. La cabeza del alce se movió débilmente hacia él.
—Espero que me perdones.
Mi hermano sonrió.
La daga se hundió en el tórax del animal. Sus ojos se apagaron.
El ambiente se sentía inexplicablemente más ligero. Solté el aire que llevaba conteniendo desde entonces.
���¿Por qué le pediste perdón? —susurré con pesar—. Le habías pegado un tiro y ya iba a morir. No era necesario.
Voltak seguía sonriendo. Sus ojos decían otra cosa.
—Los depredadores matan a sus presas para comer, y así sobreviven. La vida se alimenta de la muerte. La muerte da un sentido a la vida. Ambas realidades coexisten de una manera complementaria.
»Pero en esa relación no tiene cabida el sufrimiento. El dolor que precede a la muerte es uno de los mayores miedos que nadie es capaz de concebir. Que los animales carezcan de razón no los libra de sentimientos. Y hablamos de una sensación horrores, Ivan. Una vez lo presencias, no puedes olvidarlo .—Limpió el filo de la daga en sus pantalones y se levantó—. Mi intención no era causarle esa angustia. Lo único que podía hacer era liberarlo de esa carga .—Una ráfaga de viento nos azotó. Voltak se frotó las manos enguantadas—. Empieza a anochecer. Padre debe haber escuchado el tiro, así que nos alcanzará de un momento a otro .—Miró a su alrededor, y señaló unos metros más adelante—. Hay una pequeña cueva. Podemos resguardarnos un rato del frío. Espera aquí un momento. Voy a asegurarme de que no haya nada ahí dentro.
Nuestro padre nunca se habría disculpado con el alce, ni lo habría rematado. Siempre se quedaba charlando animadamente con sus compañeros de caza, esperando a que la presa dejara de respirar.
Mi hermano era diferente a los demás.
—¡Ivan, ven a ver esto! —Desde la gruta se escuchó el eco. Su voz no transmitía peligro, por lo que me arrebujé en el abrigo desgastado de mi padre y entré con él.
Era bastante pequeña. Podía distinguir a Voltak perfectamente en el fondo, inclinado sobre una silueta bastante grande. Mientras andaba noté en los botines viejos cómo se derretían los copos de nieve que habían conseguido meterse.
Y entonces vi al perro y su camada.
En comparación con otros que había conocido, la madre era enorme. Su pelaje debió haber sido suave, aunque estaba mojado. Contemplaba tendida un punto perdido en la pared con los ojos apagados. Con la luz de fuera parecía un fantasma.
—Son Akita inu, originarios de Japón. ¿Cómo han acabado aquí? —Voltak alargó la mano y tocó con cautela al perro—. Está tiesa. Puede ser por el rigor mortis*, el frío o ambos. Es imposible determinar cuándo murieron. Probablemente quedaron atrapados aquí en la tormenta de nieve de hace dos días y poco pudieron hacer.
Los cachorros, acurrucados entre las patas de la madre, habían llegado a abrir los ojos; pero seguían siendo demasiado pequeños. Los imaginé intentando no perder el calor que se les escapaba.
—¿Qué hacemos con ellos?
Voltak quedó pensativo.
—Dejarlos aquí. —concluyó, volviéndose a levantar y dirigiéndose a la salida—. Hemos tenido una buena caza. Mejor que sirvan como alimento para futuras presas.
Iba a seguirle cuando noté un movimiento sospechoso. Me detuve. El movimiento se repitió.
Había uno vivo.
Se encontraba escondido entre los cuerpos de sus hermanos. Unos segundos más tarde tenía un pequeño Akita inu conmigo. La calidez de mis manos lo reanimó, y soltó un gemido muy débil.
—Es algo más gordo que los otros. —Voltak volvió sobre sus pasos— Puede que por eso haya aguantado más tiempo. Pero déjalo, Ivan. Ya es tarde. La muerte por frío es de las más dulces. No te preocupes: no va a sufrir.
—No.
El semblante de mi hermano se agravó.
—¿Cómo dices?
—Puedo cuidarlo.
—No seas tonto. —Intentó tirar de mi brazo, pero me aparté—. Aún no tienes edad para cuidar de una mascota.
—Hoy la caza ha sido buena, ¿no? Podremos mantenerlo por tiempo. —Abrí mi abrigo y lo resguardé. El pequeño gimió algo más fuerte. «Gracias»—. Padre dijo que los perros pueden ser amaestrados. Podría enseñarle para que nos ayude a cazar. No debe ser difícil.
Los ojos de mi hermano centellearon. Apreté al cachorro contra mi pecho. Sabía que si bajaba la mirada no había más que hacer.
Finalmente sacudió la cabeza:
—Como has dicho, ha sido un buen día de caza. Podemos permitírnoslo, pero te lo advierto: un perro es mucho más que un perro. Tú serás el que convenza a Míster Vodka. Y tú serás el único que responda por él. Te preocuparás de darle de comer, de lavarlo y de que su comportamiento sea bueno. Lo mismo digo si enferma o si tiene un accidente. Hasta el día de su muerte. —Hizo una pausa, analizando mi expresión. Por mi parte, ni había parpadeado—. ¿Estás seguro de desear tal responsabilidad?
El pequeño había dejado de moverse, pero su respiración era menos agónica. Sin mirarlo, supe que se había dormido.
—Sí.
—Que así sea.
No hubo más que comentar.
Chantyrya era un pequeño pueblo que colindaba con un extenso bosque de abetos. Nuestra cabaña de madera se localizaba en las afueras, rozando los árboles. Comenzó a ser construida por el padre de mi padre, y este la terminó antes de que naciera yo. De ella sólo recuerdo la pequeña terraza de la entrada que veía desde la ventana de mi dormitorio. Desde ahí podía contemplar el sol saliendo de las montañas nevadas. El silencio era interrumpido por un piar lejano. Frío. Calma. Paz.
Entonces Hachikō se despertaba y me hacía salir de la cama. Correteaba por mis piernas ladrando y empujándome hacia la salida. Todas las mañanas lo mismo.
Pese a estar en plena estepa rusa, Chantyrya se encontraba a solo 51 metros por encima del nivel del mar. Por eso era normal que hubiera muchos lagos.
Los había de muchos tamaños, y yo llegué a conocerlos todos. Cada uno reflejaba una cosa distinta, como si hubiesen muchos cielos.
Adoraba cómo mi corazón se calmaba cuando contactaba con aquel frío que hacía a uno sentirse más vivo. Sus aguas eran tan puras que podía sumergirme y ver la otra orilla. Era un paraje aislado del resto del mundo.
…Y unos ojos pequeños y oscuros me miraban con gracia. Hachikō tardó poco en acompañarme durante mis inmersiones.
Sólo nadábamos frente a frente, tal y como nos arrancaron del cielo. El tiempo era lo único que se congelaba.
La voz de mi hermano, llamándonos, era el fin del trance y el retorno a la vida. Antes de entristecernos sabíamos que no era irreversible. Los cielos nos estarían esperando para sobrevolarlos a la mañana siguiente.
No le di muchas vueltas cuando lo llamé Hachikō. Unos días antes de encontrarlo escuché una historia en la vieja radio del salón. Hablaba de un Akita inu que a finales de los años veinte se hizo conocido en Japón. Tenía el hábito de acompañar y recoger a su dueño, el profesor Ueno, de la estación de Tokyo. Un día, el pobre hombre murió de un ataque al corazón mientras impartía una de sus clases. Pese a ello, su perro siguió esperándolo en la estación. Un día. Y otro. Diez años sin descanso. Los comerciantes de la zona lo alimentaron hasta que murió el ocho de Marzo de 1935, siendo condecorado por su lealtad incondicional. La historia me gustó, y mi perro también era un Akita inu. Fue así de simple.
Tras un par de días de cuidados, Hachikō podía comer ya sin ayuda alguna. Aquella fue una de las razones principales por las que mi padre dejó que me lo quedara, aunque se negaba rotundamente a darle piezas de caza. Creo que mi hermano sí se fijó en las veces que le pasaba la carne debajo de la mesa, pero nunca dijo nada.
Muy pronto supe que comprendía lo que ocurría a su alrededor más de lo que parecía. Para ser un perro era muy inteligente.
—Aun así no debes dormirte en los laureles, Ivan.—espetó Voltak—. Debes enseñarle las órdenes básicas, sentarse y quedarse quieto. Algo que puedes hacer es mantener la comida sobre su cabeza, al mismo tiempo que presionas suavemente las patas traseras. Tan pronto como se siente, dale una golosina.
—¿Qué es una golosina?
—Así se dice al premio que se da para que el perro relacione la conducta como algo bueno. Puede ser una golosina, pero también otras cosas. Forma parte del entrenamiento básico. De todas maneras, recurrir constantemente a esto es propio de entrenadores aficionados. No puedes estar premiándole siempre, y eso es realmente importante .—En aquel momentos apenas entendía a mi hermano.
Aunque dijo que sería el único responsable, Voltak tomó la libertad de levantarme de madrugada.
—¡Hoy vamos al pueblo a comerciar! No hay otro momento para hacer simulacros que antes del amanecer .—Sin miramientos tiró de las sábanas, haciéndome caer.
—Pero tengo sueño… —Con un escalofrío me encogí como una oruga.
Voltak me miró ceñudo. Un momento más tarde se encogió de hombros.
—Está bien. Esto es totalmente voluntario. Pero ya sabes, luego no llores si Don Absenta decide deshacerse del perro por inútil…
—¡Eso nunca! —respondí bruscamente. Comencé a cambiarme con tanta furia que no le di cuentas a la media sonrisa de mi hermano. Hachikō nos miraba a los dos ladeando la cabeza.
Seguía siendo un niño. No fue hasta mucho tiempo después cuando comprendí que Voltak siempre estuvo ahí. Empujándome. Impulsándome. Me arrepiento de pocas cosas. Pero una de ellas es que nunca llegué a darle las gracias.
Hachikō fue creciendo a medida que nuestra amistad se estrechaba. Cuando tuvo un año de edad podía acompañarnos a por presas pequeñas. No hacíamos grandes hazañas, pero para nosotros tenía gran valor aquel trabajo en equipo. Incluso Padre nos alababa. «Al final tu caprichito no ha salido tan mal». Tomó un trago largo, y se frotó la boca con el dorso de la mano. «Dentro de poco podrá participar en la caza mayor. A ver si salimos adelante, que llevamos un tiempo justos de víveres…».
No lo escuché. Mi mejor amigo estaba conmigo y eso era lo único que me importaba. Cuando me acostaba reposaba a mi lado, con la cabeza apoyada en mi pecho. Rascaba su cabeza y cerraba los ojos hasta quedarse profundamente dormido. Yo lo seguía después.
Tenía casi diez años. La vida era maravillosa.
Raphael se quedó mirando a Steranko, que permaneció en silencio. Éste no había desviado la vista de la daga en ningún momento hasta que se levantó.
—Pequeñajo, ¿alguna vez oíste hablar del Demiurgo? —El quelonio permaneció en silencio, así que prosiguió—. Es un término propio de la filosofía platónica y gnóstica que significa imperfección o maldad. Aunque también se refiere a un artista creador. Éste dispone a sus personajes para que vivan su historia en un espacio cerrado. —El ruso rio suavemente, aunque el joven reconoció el enfado que escondía—. Ojalá no exista. De hacerlo, habría estampado su cabeza contra la pared.
»Es cruel pensar que alguien te da unas cosas para luego arrebatarte otras.
Debería haber imaginado el significado de las palabras de mi padre. Pero solo era un niño de diez años.
—Mañana vendrán unos amigos a recogeros a ti y al perro.
Levanté la cabeza de la sopa. En los últimos meses la caza había ido muy mal. Mi padre llevaba un tiempo sin poder comprar alcohol, y eso conllevaba un humor mucho más huraño. La madera de las ventanas crujía bajo el fuerte viento invernal y no era raro el día que la puerta se atascaba por la nieve.
—Está muy bien entrenado. El perro, digo .—añadió con sequedad—. Lo necesitarán un tiempo para cuidar de sus fincas, hasta que consigan otros podencos. Tú estarás allí cuidándolo y echarás una mano con lo que te digan.
Algo en ese tono de no invitaba a hacer preguntas. No vi la necesidad de formularlas. En su lugar me pregunté cómo serían las fincas, y si le gustarían a Hachikō. Camuflé mi sonrisa con otra cucharada. La sopa aguada me supo a dioses.
Iba a un lugar nuevo con nueva gente y nuevas experiencias. Lo mejor es que no tendría a nadie mirándome con desaprobación, siempre despreciándome. No volvería a ver al Señor Ginebra. A mi padre.
Voltak no dijo nada. Se limitó a terminar su plato. No obstante, de vez en cuando miraba a mi padre con el ceño fruncido. Pensé entonces que podía estar celoso ya que yo tendría la oportunidad de salir del pueblo por primera vez.
Un niño idiota. Eso era.
El señor Smirnov parecía un gran oso con ese abrigo de piel. Entre la gorra con orejeras y la barba rubia y densa lo único visible de su cara eran los ojos azules.
—¡Así que tú eres Ivan! —El hombre se inclinó hasta estar a mi altura y me acarició la cabeza—. Un воин en miniatura. Tu padre debe sentirse orgulloso.
Un gruñido interrumpió al hombre. Hachikō no se había separado de mi lado desde que la furgoneta se oyó. Ya había tratado con algunas personas antes, pero hasta ahora siempre se había mostrado sociable.
—Hachi, tranquilo. Es un buen hombre .—Me arrodillé junto a él y le acaricié el cuello. Aquello siempre lo tranquilizaba. Dejó de gruñir, aunque seguía observándolo atentamente.
—Se lo ve… activo .—Smirnov asintió, levantando el pecho.
—Podemos hablar dentro, si te parece. —Mi padre intervino repentinamente. Estaba dentro de casa. Sus palabras iban cargadas de un nerviosismo que nunca había escuchado en él.
—Claro, claro. —respondió, volviéndose a incorporar—. Solo será un momento. —Se excusó con una sonrisa fugaz antes de entrar en la cabaña con mi padre.
Hachikō gimió por lo bajo en cuanto ambos adultos se perdieron de vista. Voltak, que se había quedado algo alejado, se acercó entonces y buscó mis manos.
—Para ti. —explicó antes de que reconociera su preciada daga—. Puede que la necesites más que yo por allí.
—Gracias .—Me sorprendió bastante el gesto. Mi padre no era el único que se portaba de manera extraña.
—Pero me la tienes que devolver, ¿eh?
—Claro. Cuando nos volvamos a ver .—Con cuidado la guardé en el bolsillo del abrigo.
Mis palabras parecieron quitarle un peso de encima.
—Siempre pensé que saldría del pueblo antes que tú. Cuídate, ¿vale? Y cuida también de él. —añadió mirando de soslayo a Hachikō—. Es un perro magnífico. Sigue criándolo así y será tan grande como lo fue su madre .—Éste parecía saber que se referían a él, ya que respondió al comentario con un ladrido.
Unos minutos más tarde la furgoneta arrancaba. Me volví en mi asiento y observé la figura de mi hermano, cada vez más pequeña. Padre no salió de la cabaña.
El viaje fue largo. En el pueblo ya oí de ella, pero al fin pude contemplar la extensa tundra rusa. La tormenta había amainado aquel día. Todo era un gris claroscuro: el cielo nublado, las montañas lejanas, el suelo árido. Lo único que contrastaba con el panorama eran los arbustos verde oscuro.
Smirnov estuvo callado todo el trayecto. A medida que la noche se acercaba su sonrisa se iba apagando. A mi lado, Hachikō se inquietaba cada vez más. Lo abracé fuertemente contra mí. Quería hablar, soltar alguna ocurrencia, preguntar… lo que sea para romper el hielo. Pero una sensación de frialdad se estaba apoderando de mí. La misma frialdad reflejada en los ojos del hombre.
Y llegamos a la finca. Una construcción magnífica con un majestuoso invernadero al lado. Curiosamente no hacía tanto frío en esa zona, quizás por estar entre las montañas. Algunas de las ventanas dejaban ver una habitación encendida. Transmitía calidez
«¿Por qué siento el pecho tan frío entonces?», me pregunté. Cuando paramos fui consciente del silencio tenso. Hachikō soltó un gemido apenas audible.
Smirnov bajó con brusquedad, rodeó la furgoneta y abrió mi puerta.
—Baja.
Bajé. Hachikō me siguió.
—¿Dónde estamos? —cuestioné en tono amable.
—En los márgenes suroccidentales de Siberia .—Me sobresaltó su voz grave. Casi en la noche ya, parecía realmente un oso. ¿Dónde estaba aquel hombre afable de la mañana?—. Dormirás en el granero, y a las cinco te quiero despierto. Tu perro estará con los demás.
¿En el granero? Me pareció extraño, aunque no tenía problemas con eso. Eso sí…
—Hachikō siempre ha dormido conmigo…
—¡No me vengas con estupideces! Esta es mi casa, y estas son mis normas. Y más le vale que a tu chucho le quede claro también .—Otra vez volvía a gruñir. Yo también me había asustado por aquella repentina explosión de furia. Sin disculparse, Smirnov se dio la vuelta—. Seguidme.
Si solo hubiera tenido unos años más habría observado las expresiones de los trabajadores del invernadero. Habría prestado atención a la música proveniente de la mansión. El cantar de los borrachos. Los gemidos. Las copas estrellándose contra el suelo. Una reconstrucción moderna de Sodoma y Gomorra.
Pero hubo algo que no pasé por alto.
Justo en la entrada de la casa había una fila de cubiles blancos. La luz entraba en ellos solamente por un pequeño orificio rectangular superior. De dentro se oían unos ladridos bastante contundentes.
—¡Eh! ¡Parad ya!
Con los puños golpeó una de las celdas. Al acto todos se callaron.
—Chuchos imbéciles… solo servís para matar.
Al otro extremo había un cubil abierto. Estaba vacío.
Ya no iba a estarlo más.
Dos metros cuadrados de piedra oscura. Un comedero, un bebedero, y un montón de paja que olía mal. Muy mal.
«Estará bien aquí».
Las palabras de Smirnov sonaban huecas. No tengas miedo. No tengas miedo. Tranquilo, volveré mañana a verte. Cuando cerró la compuerta, y lo último que vi fueron los ojos de mi amigo, dudé de lo que había dicho
«¿Qué pasa?»
No pasaba nada malo. Era solo un espacio pequeño, algo temporal. Quizá los perros estaban nerviosos por alguna cosa que ocurriera antes.
«¿Estás sordo o qué? ¡Vamos!».
La mano de Smirnov me apretaba el hombro. A duras penas podía seguir su ritmo. Un zumbido ensordecía mis oídos. Me veía desde arriba, y todo transcurría con calma. ¿Por qué tenía el estómago revuelto?
Lo comprendí entonces. Echaba de menos a mi padre.
Bajó la mirada un instante. Apretó y relajó los puños en su regazo. Aquello lo calmó un poco, lo suficiente para tomar aire:
—No era amigo de tu padre.
Raphael no podía contenerlo más tiempo. Desde el primer momento tenía esa sospecha. La misma que tuvo Voltak.
Las cicatrices del Steranko actual se tensaron de una forma no muy agradable.
—Encargar tu hijo a alguien es un acto de suma confianza. Smirnov jamás fue digno de ella. A la mañana siguiente me quitó mis pertenencias. «No las necesitas», respondió. Pregunté por Hachiko. «Está donde debe estar. Si te portas bien lo podrás ver», volvió a responder. Y así me presentó a mis compañeros: el señor cubo y la señora esponja. Me acompañaron junto al ruso a las diversas estancias de la mansión. «Echa una mano con la limpieza, quiero que todo brille antes de la noche. Tu padre me ha dicho que eras un buen niño. Demuéstralo».
»Limpiaba una habitación. Y otra. Y otra. La suciedad parecía haberse extendido como un cáncer. La inmensidad y el silencio me hacían sentirme aún más pequeño. ¿Qué era lo que pasaba ahí?, recordé preguntarme. Esa noche encontré la respuesta.
»Vino gente a la mansión. Hombres trajeados. Mujeres de buen vestir. Música clásica, si mal no recuerdo. Me dio un barreño de agua y prendas algo más elegantes. «Límpiate. Vas a ayudar a los camareros a servir las bebidas».
»Paseaba entre los comensales. Unos canapés por aquí, bebida refinada por allá. Y la melodía seguía sonando. «¡Pero qué niño tan encantador tenemos aquí!», un hombre de bigote poblado me detuvo con una sonrisa. «Anda, toma una copa con nosotros». Sus ojos verdes me escrutaban de arriba abajo. Busqué con la mirada a Smirnov, quien asintió sin decir nada.
»Una copa de Vodka. Ya lo había probado en casa, para mi era como agua. No obstante, cuando aquel ardor descendió por mi garganta comprendí que no debería haber bebido.
»A partir de ahí todo se distorsionó. Me costaba distinguir los sonidos.
»Sí fui consciente de que conocí gente. Sus caras quedaban grabadas en mi retina para difuminarse justo después. Como una imagen borrosa. Pero algo que siempre recordaré con detalle era el tacto. Manos callosas, arrugadas, suaves…. Mi vello se erizaba a cada nuevo roce. De repente no era Ivan Steranko. Era todo piel. Y bajo ella, como raíces, toda una gama de descargas eléctricas.
»Cuando desperté en el granero comprendí que todo había pasado lento y rápido. Un minuto dilatado en la noche eterna. Desde entonces me sentí distinto. La suciedad había germinado en mí también. Smirnov venía entonces y le preguntaba por Hachikō. Respondía que como no me había portado bien anoche, no podría verlo. Me alargaba a cubo y esponja. Y el ciclo se repetía.
Raphael sacudió la cabeza, en parte para no terminar de imaginar lo que verdaderamente le ocurrió a Steranko. Había una cosa que no conseguía comprender y la frustración lo congestionó antes de explotar:
—¡¿Pero cómo pudo hacerte…eso?! —No sabía en qué momento se había levantado. Casi gritaba, aunque tampoco estaba en condiciones de serenarse—. ¡¿Tu padre sabía con quién te estaba dejando?! No lo entiendo, joder, no lo entiendo…
Unas manos grandes lo asieron con firmeza por los hombros. El dolor momentáneo le hizo cerrar los ojos. Poco a poco, la sangre dejó de retumbar sus oídos. Raphael había conocido multitud de injusticias; pero había algunas, solo unas pocas, que simplemente era incapaz de concebir. Le causaban una horrenda sensación de vacío e impotencia. La pregunta que rondaba por su mente era una de ellas:
—¿Tanto te odiaba tu padre?
—Nunca se ha tratado de odio .—Dejó caer los hombros cuando el ruso lo liberó, seguro de que no volvería a estar al borde de un ataque. Se desplazó hacia la mesilla de noche. Oyó que abría un cajón, y justo después estaba de nuevo frente a él, con una botella de agua en la mano—. Bebe. Te vendrá bien.
Cuando tomó el primer trago se percató de que tenía la garganta seca. Sin querer se terminó toda la botella. Se secó un poco de agua que le había bajado hasta la línea de la mandíbula.
—¿Mejor?
Asintió.
—¿Por qué te dejó con ese tipo?
El ruso volvió a sentarse con él. Lo miraba de arriba abajo, como queriendo comprobar que realmente se había tranquilizado del todo:
—Tú mismo conoces la respuesta.
En cuestión de unos segundos, el interior de Raphael se revolvió en una serie de emociones: primero, desconcierto. Segundo, sospecha. Tercero, sorpresa.
Por último, rabia.
Era una noche fría y seca cuando decidí escaparme. No sabía cómo volver a casa. Cualquier dirección mejor que este infierno, pensé. Había aguantado suficientes «sesiones» para saber cuándo los asistentes estaban borrachos. Aparte de la ropa que llevaba puesta, mi único equipaje era la daga de Voltak. La escondí en el granero antes de que Smirnov la descubriera y me la arrebatara.
Tan solo debía recoger a Hachikō. Me desplacé hacia los cubiles sin saber cómo lo sacaría de allí. Tenía miedo, y estaba desesperado. Seguía siendo un niño.
A menos de cien metros oí una voz conocida.
—¿Por qué no me atacas? ��Vamos, sé un perro como dios manda! —Smirnov arrastraba las palabras de una forma peculiar.
La única iluminación provenía de la mansión. No obstante, fue suficiente para reconocer su silueta tambaleante. Llevaba el traje desabrochado y una botella en una mano. En la otra, un látigo. Éste centelleó en la noche, chasqueando dolorosamente contra el cuerpo magullado de Hachikō.
No me importó el peligro. Corrí hacia él y lo abracé cuanto pude, como un escudo. Mi ropa se manchó con su sangre. El brazo de Smirnov detuvo el brazo en alto. Nuestras miradas se cruzaron.
—Cuando mi padre se entere de esto verás .—dije solamente. Hachikō a duras pena podía abrir los ojos.
Por un momento el hombre pareció sorprendido. Paulatinamente dibujó una sonrisa sádica. Cerré los ojos, esperando un latigazo, cuando comenzó a reír socarronamente.
—Niño idiota… ¿no lo sabes?
—¿El qué?
—¡Que eres mío! —escupió— ¡Tu querido padre te vendió a ti y a tu chucho de poca monta por una estupenda cantidad de dinero! Al muy gilipollas le importaba más el alcohol que tú.
Nunca supe bien cómo describir lo que sentí. Algo tiró de mí hacia abajo, succionándome. Tenía ganas de vomitar. Quizás la mejor manera para resumirlo era que el mundo se me había echado encima.
—Hay algo que tampoco te he contado, y hace todo aún más gracioso .—Sus carcajadas hacían que mi corazón latiera más rápido. Me dolía el pecho—. Tu padre me escribió hace unos días. Al parecer, tu querido hermano mayor partió en tu busca cuando lo descubrió. ¿Y sabes qué? ¡¿Sabes qué?! ¡El muy idiota murió de frío! Lo encontraron dos pueblos más al norte, congelado. Vaya desperdicio de hijo. Podría habérmelo vendido también, y no estaríais tan solo.
Era demasiado. Demasiado duro. No tenía fuerzas cuando Smirnov me cogió del brazo y me separó de Hachikō con un empujón.
—¡Y ahora vete! O puedes quedarte y ver cómo castigo a tu perro .—De improviso dio un latigazo. Hachikō se encogió. No podía huir, estaba atado a un poste con la correa—. ¡Vamos, ataca! ¿Por qué no lo haces?
Otro latigazo. Otro. Otro más. Todo estaba ralentizándose.
Smirnov había dejado caer la botella, y esta se había roto. Las múltiples puntas resplandecían con la luz cálida de la mansión.
No me vio venir. Yo tampoco. Mi mente estaba en otra parte.
Actué por inercia. En ese instante descubrí la fragilidad de la carne, lo jugosa que era. Saboreé el rojo por primera vez en mi vida, y no solté la botella hasta que Smirnov cayó a mi lado. Me sorprendió ver que no encontraba arrepentimiento en lo que había hecho. Tan solo una calma fría como la noche.
No volverás a reírte de mi miseria ni la de nadie más.
Un lamento de Hachikō me devolvió las emociones. Cuando le quite la correa descubrí que se encontraba mucho peor de lo que creía. No sólo había perdido mucha sangre. Estaba en carne viva. Me fijé que sus patas tenían una disposición extraña. Lo cogí en mis brazos y corrí.
¿Hacia dónde? Ni idea. De lo que sí estaba seguro era el miedo. Oí voces detrás de mi y tropecé. Me estaban llamando. Corrí más rápido. Delante solo había oscuridad y fuera donde fuera estaba en peligro. Lo único que podía hacer era seguir.
Mis ojos se acostumbraron a la oscuridad. Ya no escuchaba más voces así que paré un momento. Tenía las rodillas desolladas, no sabía por qué.
—No te preocupes, Hachikō. Estamos a salvo .—Mi amigo apoyó su barbilla en mi hombro, moviendo débilmente la cola. Tenía un ojo completamente ensangrentado. Probablemente lo habría perdido de manera irreversible—. Te he echado de menos .—Tomé un momento para estrecharlo contra mí. Quise sonar tranquilo, pero estaba asustado. El bosque era muy oscuro.
Levanté la vista al cielo. Recordé que Voltak me dijo que la luz más brillante era la Estrella Polar, y ésta señalaba el norte. «Si ese es el norte, iré al sur», pensé. Cerré los ojos un momento, y conté hasta diez. Cuando los volví a abrir localicé la estrella y avancé en dirección opuesta.
Los minutos transcurrían con lentitud. Solo oía mis pasos sobre la tierra, sin rumbo. No tenía rumbo. Podríamos encontrarnos con una manada de lobos. Una mordida en el sitio adecuado podría ahorrarnos dolor. También podríamos morir de hambre, sopesé cuando mi estómago comenzó a rugir. O quizá nos iríamos moviendo más lentamente hasta entrar en un letargo, como los osos cuando hibernan. Solo que nunca despertaríamos, como Voltak. Esos y más finales andaban tras nosotros, en una carrera por ver cuál nos alcanzaba primero.
Sin embargo, el destino nos tenía preparada otra cosa. La descubrí cuando el bosque comenzó a clarear, y llegué allí.
—No puede ser…
Perdí la noción del tiempo allá en la finca de Smirnov. Debía ser primavera, pues el lago no estaba helado.
Las mismas montañas en la lejanía y la misma hora. Mi mente viajó atrás en el tiempo. En realidad solo se trataba de unos meses; pero para mi era un milenio. Me acerqué a la orilla y me senté para recuperar el aliento.
—Mira, Hachi .—Lo sacudí suavemente—. El lago. Íbamos a nadar todas las mañanas. ¿Te acuerdas? —Yo mismo me oí extraño. Como si no fuera yo.
Hachikō dirigió la mirada hacia el lado. Quería moverse, pero sus patas no respondían. Gimió tristemente, apoyó la cabeza contra mi hombro y nuestros ojos se cruzaron.
Hay momentos en los que debes poner los pies en la tierra. Las ilusiones son ilusiones. La realidad es lo que tienes delante. Y ya.
Mi realidad estaba hecha pedazos. Sangraba en carne viva. Tenía las alas rotas y jamás volvería a volar. Dentro de muy poco el Hachikō que conocía se habría perdido para siempre. Me pedía ayuda y no sabía qué hacer.
De repente, lo vi claro.
Daba igual que estuviera ensangrentado y sucio. Podía visualizarlo claramente. Hachikō era tan majestuoso como lo fue su madre. Su amistad, su cariño y su lealtad era el mayor regalo que jamás había llegado a recibir. Rodeados de muerte, su corazón latía con mayor fuerza que el mío. Hasta el último momento resistía. Jamás estuve tan orgulloso de él.
Lo abracé fuertemente. ¿Fue un minuto? ¿Una hora? Nunca supe cuánto rato estuvimos así. No me volví a mover hasta sentir que estaba listo:
—Te quiero, Hachikō.
Estaba tan tranquilo, tan feliz en mis brazos que no vio venir la daga. Todo su cuerpo se tensó y abrió mucho los ojos. Cuando exhaló su último aliento comprendí finalmente lo que Voltak me quiso decir aquella noche.
Ya está. No iba a sufrir más.
Había amanecido, y al fin podía llorar.
El quelonio parpadeó repetidamente. Se frotó las fosas nasales, sorbiéndose los mocos. Fue más ruidoso de lo que habría deseado.
—Maldito frío. Creo que me he constipado .—Se disculpó.
Steranko no pareció escucharle. En aquellos momentos inspiraba profundamente. Sus ojos permanecieron cerrados durante uno, dos minutos.
—Tomé el cuerpo de Hachikō .—Su voz sonaba más grave que de costumbre—. Lo llevé a nadar conmigo una última vez. El agua estaba más helada que nunca. Quizás era mejor así .—Extendió los brazos, como si acunara algo—. Cuando estuve lo suficientemente profundo, lo solté. Mientras iba hundiéndose, pensé que había hecho lo mejor. No era un entierro, sino una liberación. Podría surcar los cielos por toda la eternidad.
—¿Y qué hiciste después? —preguntó Raphael. Luchaba con todas sus fuerzas por no parecer compungido.
Una mueca triste cruzó su rostro.
—Anduve perdido.
Mi mente estaba ausente. Instintivamente evitaba las carreteras y los pueblos. No me sentía con ganas de tratar con nadie, mucho menos un ser humano. De repente todos tenían la cara de mi padre. Pensar en él era como tocar el fuego. Al mínimo contacto retiras la mano.
A cada paso que daba el camino se iba formando a mis pies. El hambre y el frío pasaron a un segundo plano. En algún momento la suela de mis zapatos se desprendió. Mis pies quedaron desollados. El dolor también había alcanzado otro plano intrascendente. Mi campo auditivo fue haciéndose más pequeño. Paradójicamente, mis sonidos internos se hacían más nítidos: los débiles latidos, mi respiración superficial. Nada de eso importaba. Sin darme cuenta me había convertido en un autómata. ¿Mi único objetivo? Seguir adelante. Nada más.
Un obstáculo apareció ante mi, incluso dolió un poco. En mis mejillas noté el tacto frío de una verja de hierro que abrí sin hacer mucha fuerza.
Olía a camomila. ¿Estaba perdido en el bosque, en las afueras de un pueblo? Imposible saberlo. Unas formaciones se repetían una y otra vez en filas organizadas. No estaba en condiciones de reconocerlas, pero sí de apreciar las flores que yacían bajo muchas de ellas. Tampoco podía imaginar quién las puso ahí.
Un poco más adelante, sobre una colina, se erigía un pequeño edificio de piedra oscura. Sus escasas ventanas eran inusualmente estrechas. Tampoco era muy alto, a excepción de una torre en la parte anterior. Justo entonces, un sonido vibrante detuvo mis pasos. El sonido volvió a repetirse. A la tercera vez supe que provenía de la torre.
Solo que no era una torre, sino un campanario.
Era la señal que esperaba. El destino acudía en mi busca. Al cuarto toque quedé de rodillas, entre las tumbas del cementerio. Al quinto, en el suelo como un muñeco de trapo. Un calor extraño se extendió desde mi pecho. Sonreí. Haciendo un acopio de últimas fuerzas quedé bocarriba, mirando el firmamento.
—No voy a morir .—susurré, extendiendo el brazo hacia arriba—. Aún es demasiado pronto, Hachikō. Y el cielo está tan lejos de aquí…
Después, las tinieblas.
—¿…oyes?
¿Era un ángel?
—¿Me oyes?
¿Estaba en el cielo?
De golpe, abrí los ojos. Ante mí se presentó un techo oscuro.
—¡Gracias a Dios! —Una cara sonrosada y lampiña apareció en la periferia de mi campo visual. Sus ojos, grandes y oscuros, transmitían alivio— Pensé que no pasarías de esta noche. No, no te levantes, por favor. Estás en los huesos.
Las escasas fuerzas que tenía se agotaron cuando intenté incorporarme. Al lado había una mesita de noche. Sobre ella, dos candelabros iluminaban aquella esquina de la habitación. El hombre sostenía en sus manos suaves un cuenco lleno de un líquido cremoso.
—Te he preparado un caldo .—aclaró en cuanto vio hacia dónde se dirigía mi mirada—. No es gran cosa, pero servirá para que entres en calor.
Probé a apoyarme en el cabecero. Cuando vio lo que quería hacer dejó la sopa en la mesita y me ayudó a sentarme. Lo normal hubiera sido alejarme al contacto. Sin embargo, algo en su hablar sosegado me transmitía confianza. Sí tenía el suficiente vigor para sujetar el tazón. En cuanto mojé los labios todo se volvió mucho más nítido.
—¡Ten cuidado de no atragantarte! —exclamó entre la jovialidad y la preocupación—. No pareces ser extranjero. ¿Vives por aquí cerca?
Me detuve bruscamente. Con lentitud dejé el cuenco en el regazo. Mi acompañante permaneció en silencio, sin insistir. Buscaba con ahínco que las palabras salieran de mi garganta. ¿Cómo podía explicar algo así? Ni yo mismo lo entendía por aquel entonces.
Un largo suspiro rompió mi tensión.
—Comprendo .—Cogió el tazón y lo dejó en la mesita—. Me llamo Samuel. Puedes llamarme Sam, para abreviar. Debiste haber pasado mucho miedo, pero estás a salvo. Nos encontramos en la casa del Señor.
—¿Del Señor?
Sam entrecruzó los dedos.
—Así llamamos a las iglesias. ¿Nunca has estado en una?
Una escena fugaz pasó por mi cabeza. Mi padre entraba en la casa, gruñendo por lo bajo. «Estúpidos predicadores. Que si el señor, que si el cristianismo… todos están locos».
—¿Eres un predicador?
—No exactamente .—respondió afable—. Soy el sacerdote de esta parroquia. Transmito la palabra de Dios para todo aquel que quiera sentirse más cerca de él.
Conceptos como Dios o la religión siempre habían sido muy ajenos a mí. Nunca me había parado a pensar en ellos. Mis orejas se pusieron coloradas.
—Siento haber entrado sin permiso.
—¿Por qué? —preguntó con cierto toque triste—. La casa del Señor está abierta a todas las almas buenas necesitadas. Y puedo ver que has sufrido mucho .—Su mirada se dirigió arriba del cabecero. Me di la vuelta. Una figura de madera representaba a un hombre clavado en una cruz—. Jesús dijo a sus apóstoles, «amad al prójimo como yo os he amado». ¿Qué hay más puro que el altruismo sin condición? ¿Qué hay más cándido que ayudar a los hambrientos y abandonados? Hay quienes nos consideran doctrinales, y algunos lo son. Pero la palabra del Señor es libre, cada cual puede tomarla o abandonarla. No obstante, esa decisión no es trascendente a ojos Dios. Lo importante es ser buena persona y ayudar a los demás.
Quedé un momento en silencio.
—En cuanto esté bien me iré .—dije con sequedad—. Has hecho suficiente.
—¿Tienes algún sitio donde ir?
Me encontré de bruces con los ojos intensos de Samuel. Iba a responder que volvería a Chantyrya. Abrí la boca. La volví a cerrar. ¿En serio me lo había planteado?
—No .—admití—. No me queda nada.
De soslayo vi que el cura se acariciaba la barbilla. Tenía una respuesta en mente, mas parecía estar midiendo sus palabras.
—Hay un camino en la salida principal que lleva a la carretera. Si aligeras un poco el paso, en menos de un día llegas al pueblo más cercano. Puedo darte comida para tres jornadas, si seguir adelante es lo que deseas.
»Aunque…conozco a unos chicos que se encuentran en la misma situación que tú. No tengo espacio para acogerlos a todos, pero sí les procuro comida siempre que puedo. Viven bastante cerca de aquí, en una comunidad muy unida. Podrías hablar con ellos, seguro que te echan una mano para adaptarte. Por cierto, ¿sabes leer? —Sacudí la cabeza. El cura miró arriba—. En la planta superior tenemos una Biblioteca. Es muy grande, y apenas tengo tiempo para limpiar el polvo. Si me ayudaras, podría enseñarte .—Hizo aspavientos—. No me malinterpretes. Es un consejo. Creo que aquí encontrarías lo que necesitas. El mundo es un lugar muy duro para un niño que lo ha perdido todo .—Se levantó y cogió uno de los candelabros—. Es tarde. Te recomiendo seguir durmiendo. Lo único que quiero que sepas es que, decidas lo que decidas, estas puertas siempre te serán abiertas.
Escuchar esas palabras me llenaron de una ilusión que me dejó callado. Iba a abrir la puerta de la habitación cuando recordé algo.
—Ivan .—Samuel se volvió, extrañado—. Me llamo Ivan.
El cura rio.
—Curioso nombre. Representa la misericordia de Dios.
—Me quedé allí bastantes años .—Steranko asintió para sí mismo—. Fue bueno conocer a otros chicos como yo. También ayudé a Samuel en la Biblioteca. Cumplió su promesa y me enseñó a leer, aprendiendo con ello muchas cosas. Antes de seguir mi camino me convertí al cristianismo. Descubrí ahí el sentido de mi vida: defender a los desamparados. Samuel dijo al irme: «La familia no termina en la sangre; pero tampoco empieza ahí». Mi familia estaba fuera, esperándome. Iba a encontrarla, y la protegería de gente como Smirnov.
»Aún así… —Movió la daga entre sus manos—. Nunca volví a ver a mi padre. Estará muerto ya. O no, no lo sé. No he querido volver a Chantyrya porque no he tenido valor de hacerlo. Sin embargo, desde esa frase tuya creo que ya es hora de ir quedando en paz conmigo mismo. Mi historia con esta daga concluyó hace mucho tiempo. Creo que es hora de dejarla en manos de alguien que realmente la merezca.
Raphael tardó un instante en saber a lo que se refería.
—No, no, no .—negó rotundamente—. No puedo aceptarla.
—Por favor .—Se detuvo. ¿Por favor? ¿Le había dicho «por favor»?—. Eres el único en quien confío lo suficiente. Considéralo el regalo de un viejo como yo.
Frunció el ceño.
—No eres viejo.
Steranko rio socarronamente.
—Por eso pienso que sigues siendo un pequeñajo .—Quedó frente a él y cogió su puño. Lo abrió, puso la daga y lo envolvió con sus manos callosas—. Pero también eres como un hijo para mi. Mi hijo predilecto. No existe nadie más digno para recibir este presente.
Contuvo el aire mientras mantenían contacto visual. En actitud solemne, el ruso dio dos pasos atrás. Raphael contempló el arma. Voltak se la dio a Ivan. Ivan se lo daba ahora. Steranko despertaba en él multitud de sentimientos: confianza, fuerza, seguridad…y admiración. Una profunda admiración.
—No tengo palabras. —asintió. La determinación brillaba en sus ojos—. Haré que te sientas orgulloso. Lo juro.
—Sé muy bien que lo harás .—Escuchó al ruso mucho más aliviado. Se cruzó de brazos—. Toda arma importante merece un nombre.
—¿No lo tiene?
—Lo tuvo. En tus manos tiene ahora una nueva identidad.
Se mordió el labio. Podía imaginarse con ella en batalla. Era tan corta que podía considerarla una extensión de sus puños. El brillo resplandeciente de la hoja, al incidir la luz sobre ella, representaba su fuego interno. El sentimiento que lo impulsaba a luchar sin descanso, a gritar hasta extinguirse.
—Se llamará Ira.
—Buena elección .—aprobó con satisfacción—. Seguro que te gustaría Chantyrya. Los lagos donde nadaba con Hachikō eran muy puros .—Una pausa—. Pese a todo, Rusia también es bella.
Raphael imaginó la escena. Una sonrisa dibujó su rostro:
—Nunca será tarde para hacer un viaje.
¡Nueva York de noche es increíble!
Tantas luces, la música, la gente… ¿en qué calle se encontraba? Daba igual. ¡Se lo estaba pasando fenomenal! Una suerte que el dispositivo de ocultación funcionara. A vista de todos era un joven que paseaba felizmente, brincando y tarareando su canción favorita. Bueno, quizá lo de brincar y tararear no fuera muy correcto. «¡¿Pero qué más da?!», pensó mientras rozaba un coche que a punto había estado de atropellarlo, frenando bruscamente. Juró escuchar que una mujer le gritaba mientras se iba corriendo entre carcajadas.
¡Increíble!
Entró en un callejón y paró un momento a recuperar el aliento. Aquello volvió a asentarse en su pecho. Su sonrisa se ensanchó. No debía detenerse. Debía huir de aquello. Desde que llegó a Nueva York le sobrevino. Alegría. Alegría. ¡Sonríe! Siempre ha sido así. ¿Por qué ahora fallaba? ¿Era tristeza? No, no… más bien era dolor. Como si su corazón sangrara. ¿Por qué?
Extendió los brazos, inspiró y cerró los ojos. Las voces, los coches, la lluvia que comenzaba a caer, todo quedó repentinamente distante. Quería encontrarle, comprender lo que le dijo antes de escapar. Sencillamente, no podía creerlo.
Una boca de alcantarilla. Lo que buscaba. Dio una vuelta en redondo. Nadie lo estaba mirando. Con rapidez abrió la tapadera y comenzó a descender por las escaleras. Como en las otras pequeñas incursiones, le extrañó que el olor nauseabundo no se lo pareciera tanto.
¿Un déjà-vu? ¿Se le decía así?
¡No, fuera los pensamientos extraños! Sigue en tu línea. Siempre ha funcionado así.
Sus grandes pies reverberaron al dejarse caer. Configuró su visor en modo térmico. Solo tenía el auricular puesto en un oído, con el otro debía prestar atención por si lo escuchaba en la distancia. Le dio a Play e instantáneamente hizo una mueca. Detestaba la música Polka, y por eso pasó a la siguiente canción. El tema japonés de Butterfly generaba una gama de sonidos mucho más atractiva.
—Solo tengo dos horas .—murmuró para sí. Al menos eso le indicaba el reloj de su mp3. Pilló impulso y comenzó a correr.
¿Aquella vez tendría suerte? ¿Cuántas veces podría escabullirse? Tres estaba muy entretenida con «ciertos asuntos» en el TCRI. A él le habían encargado registrar la rutina del psicólogo y sus hijos para encontrar el momento oportuno de «captarlos». Lo que no sabía es que relegó la tarea a dos de sus kraangs. Ellos los seguirían en su furgoneta blanca, le darían un informe detallado, y recibiría los elogios de Tres. ¡Si es que era un genio!
Con su visor pudo ver que casi chocaba contra una pared. No era momento para distraerse. Butterfly duraba tres minutos, y estaba llegando a su fin. Ahora sólo tenía una hora y cincuenta y siete.
—Daré contigo antes que Tres, Leatherhead. Palabra de Quince.
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Conversation
the beginning of every early 2000s barbie movie
kelly: barbie i cant do this thing
barbie: yes you can here listen to this story about self insert me as a princess
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I was going to say something until I read the tags <3. Nice to see you take me into consideration
great now there are two icons to remind me that nobody ever talks to me here
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Sad fact
London Spy isn´t in Netflix. I can´t Netflix and chill ;(
#Random Stuff#Kryp I know you are there#Tell me whrere I can watch it#Maybe I´ll watch the first ep tonight
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4 Chapter 20 (Part I)
Summary: Cuatro almas rotas por la venganza pugnan por sobrevivir en un mundo lleno de crueldad e infamia. La desdicha los separa y hace creer los únicos supervivientes de la desgracia familiar. En el camino de cada uno en su propia supervivencia ¿Conseguirán reencontrarse o sucumbirán a los obstáculos que les aguardan?
Capítulo anterior
Nota: La segunda parte se publicará en unos días. Normalmente habría sido en días sucesivos, pero he tenido diversos asuntos personales que me han impedido tener el episodio completo.
—CAPÍTULO 20. IRA—
Si Leonardo podía sacar algo en bueno de toda la situación, es que no había perdido el ojo. La contusión fue justo encima, en la ceja. Los nudillos del agresor debían tener alguna arista puntiaguda, y eso podría haber explicado el corte. En realidad no estaba seguro de ello ya que el susodicho había escapado sin oportunidad de atraparlo. «No pienses más por hoy», se reprendió. Todo el cuerpo le dolía, y aún más el brazo izquierdo. Bajo las vendas el arañazo seguía sin cerrarse. Lo sabía por aquel ardor desagradable que ascendía hasta la clavícula. Apenas sentía el tacto de sus dedos…
Hundió la cabeza en sus gruesas manos. Hacía tiempo no experimentaba el verdadero miedo, y eso junto a lo que sucedió después lo había dejado inmensamente agotado. No fue hasta llegar a la sede cuando la adrenalina abandonó su cuerpo y se dio cuenta con horror que la kunoichi estaba empapada en sangre. Su pelo negro resaltaba más de la cuenta con su piel, que paulatinamente iba perdiendo color.
—¿Karai? —La sacudió suavemente. No respondió. Una imagen horrible atravesó su mente como un puño de hielo. La volvió a sacudir más fuerte— ¡Karai! —Sus ojos estaban cerrados, sus labios caídos. El interior de Leonardo se revolvió de manera tormentosa— ¡KARAI!
Todo sucedió demasiado rápido. O quizás él dejó de percibir el tiempo como los demás. Un grito a lo lejos. Pasos. ¿Quién era? ¿Quiénes eran? En todos los casos no importaba. La vida de Karai se estaba haciendo pedazos, y por mucho que Leonardo la estrechaba contra él sabía que no podía unir los trozos. Alguien se la arrebató de las manos. «¡NO!», pensó (¿o grito?). Extendió los brazos hacia ella, pero al acto tiraron de él hacia atrás. Mordió, pataleó, arañó lo que los separaban. «¡No! ¡¿Dónde la lleváis?!». Una voz conocida dijo algo, y justo después notó un fuerte peso en su cabeza. De repente la periferia de su campo visual se volvió más oscura. Sus cinco sentidos quedaron bajo mínimos. El mundo se había vuelto vertical, y su mejilla izquierda estaba fría. ¿Mármol? ¿El suelo?
—… allí .—Bradford. Al fin lo había reconocido. Pero no lo escuchaba bien. A duras penas mantenía los ojos abiertos—. No… encima… me encargaré yo.
Todas las heridas que pudiera haber recibido eran insuficientes. El sufrimiento de su cuerpo era una cruda expiación de su negligencia. Era ahora, cuando veía con sus propios ojos que había sobrevivido, cuando poco a poco sentía que la vida retornaba hacia él. Aun así el mismo feo arañazo de su brazo izquierdo simbolizaba el reflejo de su mísera culpa.
Karai era su salvaguarda. Si ella moría, él lo seguiría después. Ese era el trato que había regido un tercio de su vida. Debía velar por su seguridad si deseaba ver el día de mañana.
Pero nada más lejos de la realidad. Si había llegado a sentir el verdadero miedo no era por él.
El trato pasó hace mucho tiempo a un segundo plano. Veía a Karai como…no, era sangre de su sangre. Esa hermana que siempre quiso y nunca tuvo. Ahora estaba a su lado, dormida en una cama de la enfermería de la sede del Clan del Pie. Algo de color había vuelto a su piel, y sus labios casi dibujaban una sonrisa relajada. Él mismo se habría encargado de darse muerte en el peor de los resultados posibles.
«¿Qué sentido tiene seguir viviendo?», se preguntó allá en la azotea. Ahora lo tenía claro. Leonardo no creía en entidades superiores, pero la vida le había concedido esa nueva oportunidad. No pensaba desaprovecharla.
—Leo .—Un susurro con su nombre lo devolvió a la realidad y levantó la cabeza.
Karai había despertado. No sabía cuánto tiempo estuvo mirándolo con ojos entrecerrados. Ladeó la cabeza y soltó un suspiro relajado. Se la veía adormecida.
Las palabras no salían de su garganta. Se removió nervioso en el taburete, asaltado por una repentina sensación de alivio. La emoción casi le arrancó unas lágrimas, que frotó de sus ojos antes de que la kunoichi se percatara. Quiso haberla reprendido, mostrarse enfadado, decirle que jamás volviera a ponerse en peligro de esa manera; pero no podía. No ahora.
—Estaba preocupado. —Se miró las manos cruzadas en su regazo—. Pensaba que…
—Lo mismo puedo decirte.—interrumpió, haciendo aspavientos—. Ya estaba despierta antes, pero el médico me obligó a tomar unas pastillas rojas .—Levantó las cejas y extendió el brazo que no tenía el arañazo—. Me dijo que las heridas eran menos graves de lo que aparentaban. Puntos no vitales, le oí decir. Pensé que había perdido el ojo en la pelea, pero fue una falsa alarma. En menos de cuatro días estaré como nueva para el asunto de la espada Tengu. No te atreverás a dejarme atrás cuando comience la acción, ¿verdad? .—Terminó con un brillo gracioso en los ojos. Leonardo casi se permitió volver a sonreír cuando la kunoichi frunció el ceño de repente—. Te ves fatal.
—Bueno, a mí también me dieron una buena tunda .—explicó, encogiéndose de hombros. Consiguió obviar el dolor y sonar incluso bromista sobre la observación.
Arrugó la nariz.
—El brazo.
El corazón le dio un vuelco. La mancha carmesí empezaba a empapar las vendas.
—No es nada, en serio .—Levantó las manos en tono conciliador—. ¿Ves? Puedo moverlo sin problemas. Es solo que la herida tarda un poco en cerrarse…
—Tus heridas siempre han sanado rápido.
Leonardo apretó los labios mientras bajaba las manos. Sacudió la cabeza, frustrado, y repitió:
—Todo va bien, Karai. De verdad.
La kunoichi suspiró y centró su atención en el brazo herido. También estaba un poco manchado de sangre, aunque a diferencia del mutante su color era más oscuro, menos intenso.
—Vaya mala suerte, ¿verdad? —Quedó contemplando su mano mientras abría y cerraba el puño. Su voz se tornó más lenta y grave—. Una misma herida, en el mismo brazo y en el mismo sitio. Parece hecho a propósito.
Sin añadir nada más lo miró directamente a los ojos. Conocía ese brillo, revulsivo y a la vez hipnótico, como un tiro en la cabeza que no te mata del todo. Era una mirada especial y poderosa, capaz de hacer temblar a millones. La última vez que se enfrentó a esa hecatombe fue en ojos de otra persona…
Pero el tiempo había pasado, y Leonardo era más fuerte. Atrás quedó el niño que Shredder encontró en el suelo, arrodillado, implorante, intentando ganar tiempo para sus hermanos. Si Karai creía que aquella mirada lo amilanaría estaba rotundamente equivocada.
—Debes descansar. —rompió la tensión con su sonrisa más tranquila—. Voy a buscar al médico para que me revise, si con eso dejas de estar tan preocupada.
Acercó la mano sana hacia ella, pero se alejó. El quelonio dejó caer los hombros mientras su amiga se tumbaba y se cubría con las sábanas hasta la cabeza, dándole la espalda.
—Buenas noches .—Se despidió en un susurro, que tampoco respondió. Procurando no hacer ruido caminó hacia la salida de la enfermería y cerró la puerta con cuidado. Frente a él había una ventana, resaltada sobre el corredor oscuro. Tras un momento de duda decidió abrirla y apoyarse en el alfeizar. La nube amarillenta de polución estancada en Nueva York cubría el cielo nocturno.
Por mucho que se esmeró en ocultarlo lo había descubierto: había mentido, y por ello se sentía traicionada. En aquellos momentos «miserable» era una palabra demasiado corta para describirse a sí mismo. «No puedo decirle la verdad. Ni debo».
—Has hecho lo mejor. —Una silueta apareció entre las sombras hasta situarse a su lado—. Karai estará enfurruñada un par de días, pero en cuanto vea que no te vas a morir se le pasará.
Leonardo suspiró.
—Nunca le había mentido de esta manera. —Se miró la venda del brazo. Por suerte la herida no le dolía tanto como antes—, aunque si supiera la verdad creo que podría haberla tranquilizado.
—No seas ingenuo. —Lo reprendió al acto con voz gélida—. Sabes muy bien que de ninguna manera Karai atendería a razones. ¿Tú te quedarías de brazos cruzados de haber sido al revés?
—Por supuesto que no. —Se sorprendió a sí mismo de lo rápido que respondió.
—Ahí lo tienes. —Por un momento quedó en silencio. Sacó del bolsillo su navaja mariposa y jugueteó un poco con ella—. Karai habría ido a partirle la cara a Bradford ahora mismo. Ojo por ojo, diente por diente. Eso fue lo que te dijo, ¿no?
El cuerpo desnudo de Leonardo se estrelló fuertemente contra uno de los muros de la sala de armas, debido a la fuerza de una patada que le propinó Chris Bradford. Antes de que cayera al suelo notó cómo todo el aire de sus pulmones salió despedido por la fuerza del impacto. Apenas tuvo tiempo de apoyar las manos antes de que el ninja le pisara la cabeza, imprimiendo el dolor justo para no dejarlo inconsciente. Apretó los dientes, notando el sabor de su propia sangre.
—Estás jodido, ¡estás bien jodido! —En la penumbra roja de la habitación la risa de Bradford parecía diabólica. Se detuvo un momento, jadeante. Después de la paliza que le estaba dando incluso un armario como él debía estar agotado—. Dejar que Karai acabara de esa manera, en manos de una panda de delincuentes… lo más probable es que no salga de esta noche, ¡y será sólo por tu culpa!
Dejó de aprisionarle el cráneo y le dio la espalda un momento. Los brazos de Leonardo comenzaron a temblar con el simple pensamiento. Quería hacerlo, pero no iba a sollozar delante de Bradford. Jamás le daría ese placer.
—Oh, hace cuánto quería hacer esto. Mereces ser castigado. —continuó con un toque melodioso demasiado discordante—. No sabes la frustración que experimenté cuando te fuiste con Shredder. —Sin avisar se dio la vuelta y le pisó el antebrazo izquierdo. Leonardo vio las estrellas y contuvo un grito mordiéndose el labio de tal manera que comenzó a sangrar. Fue entonces cuando Bradford levantó las cejas—. Tengo una idea para hacer esto más ameno. —Se desplazó hacia la pared opuesta, prácticamente ocupada por un panel de armas. Paseó la mano por los diversos sai, nunchakus y barras bo que se presentaban ante él—. Apenas estabas herido cuando llegasteis aquí. Karai, en cambio... —Se detuvo ante unas garras parecidas a las de Shredder y las cogió por el mango—. Vuestras vidas están ligadas. Si a uno le pasa algo, el otro lo sigue.
Leonardo se levantó a duras penas, agotado. Los ojos de Bradford se abrieron mientras recorrió la distancia que los separaba en dos zancadas, con la garra en alto. El quelonio sólo tuvo tiempo de levantar el brazo para defenderse.
Fue rápido. Primero oyó cómo algo se desgarraba. Luego una ráfaga fría ascendió por su brazo, que rápidamente fue sucedida de una ola caliente. En un acto reflejo se cubrió el brazo herido. Leonardo no pudo contener el alarido que seguramente se habría escuchado en toda la sede. Cerró los ojos, aunque dejó escapar unas lágrimas silenciosas.
—Ojo por ojo, diente por diente. —Quedó de pie, impasible, mientras la extremidad del quelonio se iba tiñendo de rojo—. Ahora estás a juego con tu querida Karai.
El mutante le dirigió una mirada de odio justo antes de que le propinara un rodillazo en la cara.
—¿Sabes? Creo que falta algo. —Bradford siguió con su pantomima, haciendo caso omiso al comentario—. También tenía una herida en el ojo. Bueno, en realidad en la ceja. Pero creo que en tu caso podemos ser más…precisos. —Hizo un gesto ilustrativo.
Por un momento creyó no haber oído bien. Cuando se percató de lo que quería decir supo que el castigo era una excusa. No se iba a limitar a mimetizar los daños causados en Karai. Solo estaban ellos entre esas cuatro paredes. Si ocurría algo «fuera de lo previsto» no habría manera de comprobarlo. Nadie se preocuparía de lo que Bradford pudiera hacerle a un simple soldado…
No. Nadie no.
Y eso era lo peor de todo.
Leonardo notó cómo le abrían el párpado cuando la puerta de la sala de armas se abrió ruidosamente.
—¡Detén esto de una vez!
—Esto no es de tu incumbencia, Xever. —Bradford se detuvo a medio camino y se volvió rápidamente—. El chico merece ser castigado por su incompetencia.
—Ya te lo dije, Karai se buscó el problema ella sola. Podría haber permanecido con nosotros pero no, quiso hacerse la intrépida yendo a por el grande —Leonardo apenas podía abrir los ojos por el dolor, aunque sí escuchaba bien. Y el brasileño sonaba genuinamente enfadado.
—Este inepto podría haber ido a por ella. —espetó señalándole con la punta del pie. —Sigue siendo culpable.
—Culpable o no, es una estupidez causar bajas innecesarias. El chico ya está en la mierda, si eso es lo que querías.
—¿De qué vas, macarrilla? ¿Estás de su parte?
—Estoy de parte del sentido común. —Se cruzó de brazos—. Te han confiado una de las sedes más importantes del Clan para que desperdicies sus recursos de esta manera. Leonardo es un soldado, y como tal hay que sacarle provecho. Decidiste callarle este percance a Shredder, y vale, dado que Karai está mejor no es necesario decírselo; pero si sigues con esta gilipollez quizás se entere por otras vías menos convencionales. Y sabes bien quién caerá primero.
Por un instante Bradford quedó con la boca abierta.
—No serás capaz.
—Claro que sí. En cambio, tú no te atreverías a contrariarle. Sería una pena que te lo arrebatara todo después de hacerle la pelota todo este tiempo. ¿No es así?
El hombre echaba chispas. Por un momento Leonardo creyó que se abalanzaría sobre el brasileño. Podía ser esbelto y ágil, pero un golpe del ninja podía romperle las costillas.
—Tienes suerte de que Shredder te necesite. Pero créeme, tarde o temprano te devolverá al tugurio del que te sacó. —Con brusquedad tiró de Leonardo y lo empujó hacia Xever—. Llévate a tu novia. Yo ya me he entretenido.
Y ahí estaba, apoyado en la ventana, escuchando el ruido nocturno. El médico lo atendió con una amabilidad inesperada. Xever estuvo un rato apoyado bajo el marco de la puerta, mientras le vendaba el brazo y curaba los rasguños más superficiales. Intentó buscarlo a lo largo del día siguiente, pero hasta la noche, ahora mismo, no había tenido suerte.
Quería hablar con él. Había algo que no entendía de todo aquello.
—¿Por qué? —pensó en voz alta.
El brasileño dejó de jugar con la navaja.
—¿Por qué qué?
—¿Por qué me salvaste? No era asunto tuyo. No tenías que buscarte problemas innecesarios. ¿Por qué?
—Lo mismo podría preguntarte a ti. —respondió de inmediato, encogiéndose de hombros.
—¿Cómo?
Xever resopló.
—A veces pareces tonto, ¿no te lo he dicho ya? —gruñó por lo bajo, como pensando en la manera de continuar—. Estábamos allí, rodeados. Difícilmente dábamos abasto entre tanta chusma, pero tú fuiste lo suficientemente insensato para quedar expuesto con tal de evitar que uno de ellos me apuñalara en la espalda.
Leonardo tardó unos segundos en recordarlo. Sí, Xever lo miró un momento y no vio el vándalo que levantaba el cuchillo hacia él. Estaba en una posición delicada, aunque no dudó en apartarlo e interceptar aquel golpe que habría sido mortal. Ahora recordaba la mirada sorprendida que le lanzó el brasileño, pero todo sucedió tan rápido que no tuvo tiempo de pararse a pensar en nada más.
—Eso no fue nada.
—Me salvaste la vida. —Su atención volvió a perderse en la contaminación lumínica exterior—. Por mucho que me jodiera, estaba en deuda contigo. De no haber intervenido seguramente Bradford te habría hecho rodajas. Tú me salvaste, yo te salvo, así de simple. Estamos en paz.
Leonardo bajó la cabeza, asimilando en silencio aquellas palabras. Ahora entendía un poco más a aquel joven que en esos momentos se estaba liando un cigarrillo
—Ni se te ocurra darme las gracias. Tampoco te estoy agradecido, por si te quedó la duda. —respondió de repente, con la colilla en la boca. Sacó un mechero, lo encendió y echó una calada. Ésta se difuminó en la humareda amarilla—. No soy tu aliado, ni tu colega. Y mucho menos un amigo. Si crees que algo como esto nos ha unido aunque sea un poco eres idiota. —Con un movimiento de dedos tiró el cigarrillo. En su caída dejó una estela de cenizas hasta difuminarse. Se metió las manos en los bolsillos y comenzó a perderse por el pasillo—. Antes me resultabas indiferente, pero ahora te odio.
—¿Por qué? —Aquello le había pillado desprevenido. No lo entendía. ¿Estaban en paz pero lo odiaba?
Xever le lanzó una mirada por encima del hombro, sin detenerse.
—No vuelvas a salvarme.
Raphael cerró la puerta tras él con suavidad. Todas sus inquietudes y preocupaciones quedaron repentinamente al otro lado. Aun sin buscarlo parecía un estado de trance. Un paréntesis en su existencia.
La habitación rectangular, con paredes color crema, estaba amueblada de manera sencilla. La cama simple, de sábanas blancas y finas, pegada a la pared. En la opuesta, un armario empotrado. Frente al quelonio, más adelante, un estudio de dos cajones. Sobre su superficie se desplegaban un sinfín de cartas, informes, listas, así como algunos planos de edificios y derivados. De no ser por esos papeles, Raphael no creería encontrarse en los aposentos del líder de un grupo armamentístico. El mundo en el que se movía desde hacía cinco años era un contraste permanente entre la miseria de muchos y el glamour de pocos. Steranko, por el contrario, rechazaba las riquezas en pos de los demás. Aquella no era sino una de tantas razones por la que todos le profesaban un respeto incondicional.
Por un momento necesitó acostumbrarse al cambio de iluminación. La única fuente de luz provenía de la lamparita de la mesita de noche. Ésta delimitaba la corpulenta silueta del ruso, que si se había dado cuenta de su presencia no mostró signos de hacerlo. Se encontraba arrodillado, con los codos apoyados en la cama, manos entrelazadas y cabeza baja. Susurraba para sí algo que Raphael no llegaba a escuchar del todo bien. Decidió permanecer donde estaba y aguardar pacientemente a que Steranko terminara sus oraciones.
Muchos del grupo, sobre todo los más jóvenes, no entendían ni compartían la creencia de algo más allá de la muerte. A fin de cuentas, Dios no se les presentó cuando habían tocado lo más hondo.
Cuando le preguntaban qué opinaba al respecto permanecía indeciso.
Vivirás mucho tiempo y harás todas las cosas que yo jamás pude hacer.
¿Qué fue todo aquello? ¿Un sueño? ¿O Mikey apareció ante él desde el más allá? Y antes de eso, ¿realmente era Mikey?
El caso es que jamás volvió a presentársele. El quelonio prefería no pensar en aquello. No sabía qué le inquietaba más: si su hermano realmente le había salvado y no tenía manera de contactar con él, o que todo había sido una coincidencia y estaba completamente solo.
Steranko se había incorporado. Tan solo llevaba un pantalón de pijama. Su mente viajó un instante a aquella noche con el saco de boxeo, hace cinco años. Desde que vio esos bíceps no paraba de preguntarse cómo habría sido en sus mejores años.
—¿Cómo estás? —inquirió secamente.
La pregunta tenía respuesta extensa, aunque Raphael nunca había sido muy hablador. Las preocupaciones parecieron volver, y el quelonio no pudo evitar tensar una mueca.
No estaba de buen humor. A medida que se los días se sucedían la tensión era más y más evidente. Tampoco era raro escuchar algún resoplido aquí y allá. Zeff no cocinaba tan bien como de costumbre. Incluso una vez tuvieron que tomarle el relevo por un alarmante dolor en el pecho. Sin embargo, lo que más inquietó a Raphael fue ver a Ross más sobrio que nunca, como si en cualquier momento pudieran estar en peligro y necesitaran su ayuda.
Todos sabían, aun sin hablar del tema, que el asunto de la espada Tengu no era un trámite cualquiera. Desde que llegaron a Nueva York, Steranko solo salía del piso franco cuando era estrictamente necesario. Igualmente había advertido al resto del equipo que fueran discretos y no buscaran problemas. Raymond se lo recordó en una charla particularmente larga después del asunto del callejón. El quelonio decidió omitir algunos detalles cuando preguntó por ellos.
—Dentro de todo lo malo podemos decir que al menos no te han descubierto. —Después de tantas ocasiones en las que se había metido en líos, a Raphael le desconcertó su tono sorprendentemente tranquilo—. Mira, Raph, sé muy bien lo que piensas de que ya eres mayor y todo eso, pero en serio este lugar es peligroso para todos, y más para Steranko. Si no te metes en más líos hasta que salgamos de Nueva York quizás me plantee darte algo de cuartelillo en tus salidas nocturnas. ¿Trato hecho?
Raphael veía detrás de ese talante relajado que el hombre estaba realmente preocupado por él. El brillo triste de los ojos de su mejor amigo quedó incrustado en su cerebro como una prueba de culpabilidad. Prefería que se hubiera enfadado con él. Para el quelonio siempre había sido más fácil así.
Para colmo, las ideas que tenían algunos con el fin aligerar la situación no hacían sino irritarlo todavía más.
—…y estaba ahí delante, haciéndome ojitos. Tenía unas tetas increíbles. Si no fuese porque iba con Zeff me habría quedado para conocerla mejor, ya sabéis. —Los chicos más jóvenes se habían reunido en el salón de la planta baja. En aquellos momentos Laika estaba contando de manera grandilocuente su «encuentro» con una de las empresarias de la distribuidora de alimentos a la que había ido. Raphael puso los ojos en blanco y volvió a centrarse en la revista deportiva que tenía en sus manos. A veces hablaban de eso, pero en los últimos días se habían vuelto ridículamente monotemáticos.
—Joder, no hay ninguna tía buena entre nosotros. Aunque Joyce no está nada mal.
—¿En serio? No sabía que te molaban las mayorcitas, Zack —El chico le dio un codazo amistoso—. ¿Y a ti, Raph? ¿Qué rollo va contigo? ¿Traviesa, tímida, un poco de todo?
Por un momento creyó que no hablaban con él. Bajó la revista y encontró cinco pares de ojos que lo miraban con interés. Intentó no sonar desagradable ni aguar la fiesta cuando respondió:
—El rollo discreto, supongo. Tampoco lo he pensado mucho.
—Venga, vamos, no seas plasta. —Debería haber supuesto que esa respuesta no era suficiente. Posó una mano sobre su hombro y lo zarandeó suavemente—. Suéltate el pelo. Bueno, no literalmente, ya me entiendes.
En realidad sí que había pensado sobre ello, pero siempre cuando estaba solo en su habitación. Pronto llegó a la conclusión de que no valía la pena darle demasiadas vueltas. Dudaba que existiera una persona lo suficientemente… peculiar para mirarlo de esa forma. Tampoco es que fuera fácil ganarse su afecto. En definitiva, la Tierra se sumiría en el caos antes de que él acabara con alguien. La comparación era una manera fácil de ilustrar las «esperanzas» que tenía al respecto.
Pero no era plan de charlar sobre ello con unos adolescentes cuyas mayores inquietudes del día a día no trascendían más allá de dos pechos. Quizás si jugaba un poco en su terreno y les confesaba algún detalle acabarían tranquilizándose.
—Me gusta mucho el pelo negro.
—¡Eso es mucho más de lo que has dicho en años, sí señor! —Laika le guiñó el ojo y volvió a relajarse en su asiento—. Pero te has quedado en la superficie. ¿No hay nada en concreto que te llame la atención?
Estuvo a punto de resoplar. ¿No veían que no estaba de humor para hablar de esas cosas? Se cruzó de brazos y fingió pensar en un intento de camuflar su enfado. «Vamos, piensa en algo. Di lo primero que se te venga a la cabeza…».
—Las caderas estrechas.
—Cualquier cadera es estrecha al lado de la tuya. —Comentó alegremente. El resto de chicos se rieron ante la comparación—. ¿Has visto cómo no era tan difícil? Poco a poco, tortuguita. Poco a poco. Y tú, Ramírez, ¿cuál es tu mayor fantasía?
Raphael los entendía. Era su manera de animarse y evitar pensamientos desagradables. Aun así, lo que él necesitaba era que lo dejaran tranquilo. Dudaba mucho que los otros lo llegaran a comprender.
Podría hablar con Steranko de eso, entre otras cosas. Aun así, como había dicho antes, la palabra no era su fuerte:
—Estoy bien.
El ruso se quedó mirándolo. Pese a todo el tiempo que llevaban conociéndose, Raphael seguía sin manera de imaginar qué se le pasaba exactamente por la cabeza. Si opinaba que en realidad estaba mintiendo no hizo el más mínimo comentario.
—Debes estar preguntándote para qué te he convocado a solas. —Hizo una pausa, por si el quelonio quería comentar algo al respecto. Al ver que no era así continuó—. Desde que llegamos quería hablar contigo. Prefería esperar hasta que te encontraras más tranquilo.
Algo en su voz le descuadraba. Seguía con la misma postura firme de siempre. Y aun así…
—¿Por qué crees que te salvé de la palestra?
Parpadeó.
¿Qué?
—Responde. —instó con voz tranquila, aunque con un ligero toque de autoridad.
De todos los posibles temas de conversación aquel era el que menos esperaba. A su memoria acudió la imagen de la pantera, a punto de cernirse sobre él cuando sus sesos salieron volando. Ese tiro en la cabeza, en manos de Steranko, fue el punto de inflexión de su vida. El hecho de que su corazón latiera ahora mismo era gracias a él. En su momento toda la situación le pareció tan surrealista que concluyó que, simplemente, había ocurrido.
¿Por qué revivirlo entonces? ¿De eso quería hablar? ¿Qué sentido tenía?
Tomó aire. No podía, ni debía flaquear ante él. Tan solo había que recordar…
¿No morir? ¿Eso es lo que más deseas?
—Me negué a morir.
—Como ocurrió con muchos de nosotros. —Le dio la espalda y se dirigió a la mesita de noche—. Es algo de lo que no somos conscientes. Más bien, se ve desde fuera. En nuestras miradas. En cómo hablamos. Una herida que depura nuestras debilidades. —A Raphael le llamó la atención que en todo momento hablara de «nosotros». Del primer cajón sacó una pequeña caja de madera, que dejó al lado de la lámpara—. Es una paradoja. Al borde del abismo nos sentimos más vivos que nunca. En ese instante donde chocan los contrarios se decide si pasamos al otro lado o resurgimos de nuestros pedazos. Y eso deja una huella
—Una cicatriz.
Steranko pareció sonreír.
—Pero esa no fue la principal razón por la que te salvé. —Apretó los puños—. Aborrezco las peleas de animales. Estaba allí de casualidad. Asuntos de negocios. Iba a irme cuando apareciste por esa compuerta.
»Eras muy pequeño. De ninguna manera podías contra esa bestia. Poco ibas a durar. Aun así, algo me empujó a permanecer donde estaba. Al rato te hizo esa marca, tropezaste y todos supimos que la suerte estaba echada.
»Y pese a todo te levantaste, y gritaste con todas tus fuerzas. «No voy a morir». «No voy a morir». —repitió en tono solemne. Su voz se había vuelto inusualmente baja—. Comprendí entonces lo que estaba presenciando. No pensé cuando apunté y apreté el gatillo. En realidad no había nada que razonar. El sentimiento, simplemente, estaba ahí. —Raphael se percató entonces de lo extraño en Steranko. Lo supo antes de que lo mirara de una forma más…personal—. En esa letanía. En el fuego de tus ojos. En ti veía un reflejo de mí mismo. Tu alma era gemela de la mía. Solo Dios sabe por qué nos encontramos, pero el mensaje estaba claro: bajo ningún concepto debía abandonarte.
En algún punto había empezado a contener la respiración. Dejó escapar el aire de sus pulmones poco a poco. La confesión del hombre le había revuelto. Aun sonando igual de grave, en aquellas palabras había impreso un afecto especial. Él lo notaba. Recordó las palabras de Raymond: «Por eso pienso que eres su preferido».
—A lo largo de estos cinco años he visto cómo has crecido. Eres más fuerte y más maduro que el niño que encontré en Brasil. También más rebelde, pero eso es algo imposible de remediar —El joven contuvo unas risas. Steranko sacudió la cabeza, aunque no parecía enfadado—. Espera. Aún te queda mucho camino por recorrer. No obstante, hace unos días me sorprendiste.
Raphael frunció el ceño. ¿Había oído bien?
—¿A qué se refiere?
—No quería que ninguno me acompañara. Lo mejor era que no hubierais venido. Y mucho menos tú. —Cruzó los brazos—. No me mires con esa cara. Te conozco. Sabes muy bien que esta ciudad te afecta. Tus ojos te delatan.
—Ya se lo dije, Ivan —Una milésima después consideró demasiado osado llamarlo por su nombre. No había marcha atrás. Tampoco es que se hubiera contenido—. No me importa.
—Y por eso me sorprendiste. —prosiguió de modo tan brusco que Raphael quedó sin habla—. Dice un proverbio chino: «Si el alumno no supera al maestro, ni es bueno el alumno ni es bueno el maestro». Ahí me superaste, y por ello te felicito.
«Vale, no entiendo nada».
—Espera, espera… —Se rascó la nuca—. Me estoy perdiendo. ¿Por qué me felicitas exactamente?
En vez de responder, Steranko señaló el pequeño cofre de la mesita con la cabeza.
—Ábrelo.
Raphael alternó la mirada entre el arca y el ruso. Al ver que permanecía impasible avanzó hacia la mesa y, con reservas, levantó la tapa. Cuando vio lo que había en su interior quedó con la boca abierta.
Parecía que el tiempo no había pasado para ella. En su mente vislumbró de nuevo la luz que desprendía al reflejar los rayos de sol. Contuvo el deseo de empuñar aquel mango de acero parcialmente oxidado. Volvió a preguntarse qué significaba la palabra (o palabras) escrita sobre el cuero desgastado de la funda.
—Esto es…
—Supuse que la recordarías —Steranko se había puesto a su lado—. Una daga realmente antigua, de diez centímetros. Ya te expliqué que lo normal es que presente una curvatura. —Tomó el arma y la desenfundó. En el movimiento pareció brillar. ¿Un efecto óptico?—. Pero en este caso es distinto. La hoja es recta y plana. —Enarboló la daga en horizontal, y justo al lado la otra mano. Posó la punta sobre la yema del dedo corazón y presionó levemente. Un hilillo de sangre comenzó a descender por su muñeca—. Pero no sirve para cortar.
—¿Para qué entonces?
Steranko posó la mano libre sobre el lado izquierdo del pecho del quelonio.
—Diez centímetros es la longitud justa para perforar el corazón. La muerte es casi instantánea.
Raphael sentía el suyo propio latir contra la palma callosa del ruso, hasta que cogió la funda y se la mostró:
—Cuando me la dieron desconocía el significado de estas inscripciones. No fue hasta diez años después cuando descubrí que se trataba de idioma árabe. Nunca sabré cómo pudo acabar en Chantyrya*.
—¿Chantyrya?
Las cicatrices de Steranko se tensaron en una pausa. Enfundó la daga, pero la llevó consigo hasta la cama. El ruso se sentó en el borde mientras la sostenía en sus manos.
—El lugar en el que nací. Mi hermano la encontró y la utilizó para cazar. Me la prestó la primera vez que salí del pueblo. —Su ojo sano se ensombreció—. Jamás se la pude devolver.
Cuando se unió al grupo, Raphael no tardó en unirse a la creencia colectiva que existía sobre Steranko. Con sus matices, todos lo consideraban recio, fuerte, entregado, un guía y protector. También un padre. En el fondo de sí mismo debía admitir que le había dado aquello que había perdido. En definitiva, y como realmente pensaban algunos, un Dios hecho hombre.
Era difícil pensar ahora que alguien tan imperturbable y definido como él no siempre fue el Steranko que conocían. Que en su momento vino al mundo en un estado totalmente vulnerable, desnudo y ensangrentado. Que lloraba y pataleaba como cualquier bebé. Que aprendió a andar, cayendo una y mil veces. Que una vez fue niño, con esa actitud inocente y virgen con la que contemplan el mundo. Que como Raphael, Raymond y los demás, también tenía un pasado, una razón de ser.
Todas esas escenas se sucedían frenéticas ante el quelonio. ¿Cómo no había pensado en eso antes? De repente le parecía más viejo que nunca, como si su existencia se hubiera dilatado bruscamente en el tiempo. Sintió que se cernía sobre él una oleada de impotencia.
La voz del ruso resonó de nuevo en sus oídos. Se aferró a ella con el fin de evitar enfrentar su propia impresión:
—Hay cosas en la vida de uno que son infranqueables. «Trauma», es la palabra —Raphael supo que estaba hablando con el otro Steranko. El que solo mostraba para sí mismo—. Después de tanto tiempo veo el lugar donde crecí como una espada clavada. Duele, pero si la saco me desangro.
Suspiró y se pasó una mano por la cabellera rubia. Raphael conocía muy bien esa sensación. Probablemente…no, era la primera vez que el hombre hablaba sobre él. No tenía manera de saberlo. Era una intuición. «Pero estoy en lo cierto. Seguro».
—Por eso me sorprendiste. Y me superaste. Nueva York significa lo mismo para ti. Pensaba que no serías capaz de venir. Para nada esperaba esa respuesta. «Lo se. Pero no me importa». Eso es algo que me dejó pensando, pequeñajo. Podría contar con una mano quiénes lo han conseguido y me sobrarían cuatro dedos. —Su atención volvió a centrarse en lo que tenía en su regazo—. Lo único que me queda es esta daga. Mi vieja amiga y mi cadena.
Raphael Hamato jamás había sentido una conexión tan intensa con alguien como ahora con Steranko. Veía con claridad el dolor que llevaba consigo. Inconmensurable. Imponente. Y aun así era capaz de levantarse cada mañana, afrontar la crudeza del mundo, manteniendo unida a una comunidad variopinta de personas que, directamente, le debían la vida. Decía que él lo había superado, mas aquella confesión causó un efecto paradójico: si antes lo admiraba, ahora lo adoraba.
Actuó por instinto. Paso a paso, lentamente, avanzó hacia la cama. Con suavidad se sentó a su lado. Steranko no se movió, ni hizo nada por apartarlo. De esa manera los dos permanecieron en silencio.
El quelonio, otra vez por intuición, preguntó en el momento preciso:
—¿Qué fue lo que pasó?
Tardó en responder. El quelonio sabía que era difícil, y para encontrar la manera adecuada de empezar necesitaba tiempo.
Finalmente habló:
—Un buen día de caza.
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I´ll update tomorrow, so pay attention! :3
P.S: Please, answer my messages even if it´s only an “alright” XD. It´s been some days and I dunno if I said anything wrong
ALSO: I don’t have class today. So I’ll take the opportunity to read and leave reviews to all the fanfics that I have on pending.
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