jjturvaroescritor
Cuentos desde dentro
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Cuentos breves e íntimos del autor de #Loquesiquisistehacer y de la futura saga #Lahonestarevolucion Sígueme en IG (jjturvaroescritor) y en Twitter (jjturvaroESCRITOR) para no perderte ninguna novedad de mis obras y avances como escritor. Gracias por dejarte caer, y que disfrutes de estas historias ❤️
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jjturvaroescritor · 2 years ago
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Nado lejano
Una, otra, y otra más. Braceaba quien jamás sentía cansarse, quien con movimientos tranquilos no se exigía velocidad, ni tampoco aguante, pero el último estaba asegurado. Solo, avanzaba sin importar adónde y sin dar por necesario tener en algún momento que regresar a la orilla. A la distancia que permanecía de esta, no oía ni atendía cosas bellas que, en cambio, no sentía extrañar. Tampoco todo aquello que muchos otros desearían de sus rutinas extirpar.
El agua era tibia, transparente, él la sentía agradable. No reconfortante, pues ni tan solo en un resquicio de su interior sentía la necesidad imperiosa que, quizás, otros sí pretendían o al menos deseaban de serenamiento. Él solo nadaba, a su ritmo, quien con los ojos entornados apenas percibía la extensión del lago ni los haces de un sol que sobre sí calentaba sus hombros, brazos cuando del agua estos emergían, y su rostro continuamente.
En esa paz, percibió una leve alteración. Uno de los pescadores regresaba de su ardua e insatisfactoria tarea, al menos así las prejuzgaba el nadador. Sin duda, remaba con más tensión de la que él braceaba. Su tostada piel arrugada evidenciaba las largas jornadas de trabajo bajo el sol, así como el cansancio sobrevenido. El sombrero de paja desgastado que ocultaba su aceituno y desgreñado cabello liso le servía para proteger sus ojos de la distante estrella que contemplaba con agotado celo. El nadador se preguntaba cómo podía ser que huyese la vista a algo tan plácido, cuando él, en verdad, apenas recordaba la forma misma de este sol pues tiempo atrás hacía que no lo miraba.
Con esa curiosidad sobrevenida, el nadador siguió el camino del anciano trabajador y emergió hacia la costa. Sintió por un momento la caricia del fulgor solar sobre sus piernas húmedas y, tan pronto como la dicha lo inundó por aquella sensación, la frustración lo sorprendió al tener que apartar la vista y ocultar con sus manos los sensibles ojos.
-¿Quieres uno?
El pescador le ofreció un sombrero idéntico al suyo, él lo rechazó sin responder, ni con voz ni con gesticulación.
-Como veas -habló el aturdido anciano-. ¿Qué te ha sacado del agua?
Al instante de preguntarlo, dejó sobre la blancuzca y finísima arena la sobrante prenda y se puso manos a la obra con diferentes tareas que, sentía, nunca acabarían. El nadador seguía experimentando una emoción que le sorprendía y disgustaba, como de incomodidad. Finos guijarros se quedaban pegados en las falanges de sus pies, y por mucho que los agitase no se desprendían.
-Supongo que la curiosidad -el nadador respondió al fin.
-Yo creo que el aburrimiento -juzgó, sin dejar de pulir la madera de una barca anexa a la suya, tampoco observando los claros ojos de la inesperada compañía.
Acostumbrado a la soledad, el nadador no reponía atención alguna más que en lo que experimentaba con aquel cambio de rutina, expuesto a más estímulos que el braceo sereno al que acostumbraba. Atrapado en sus quehaceres, si acaso solo de reojo el adusto trabajador observaba con extrañeza y recelo a quien, a diferencia suya, parecía libre de los tropecientos deberes que a él le esclavizaban.
-No puedes parar -el nadador juzgó.
-No, no puedo -replicó con involuntario enojo el pescador. Estaba cansado.
-No era una pregunta. Es, sencillamente eso, no parece que puedas detenerte por un instante para, por ejemplo, nadar.
-No es nadar lo que yo querría hacer -suspiró, buscó en su imaginación con presteza alguna actividad que le apeteciera y, como en poco tiempo no la halló, desistió. Había cosas que él sentía que le exigían su atención con más urgencia-. Si has salido aquí a trabajar, a conectar con el mundo real, te aseguro que no lo estás haciendo. Es normal -bufó, con ánimo petulante-, que estés cansado de hacer nada.
El nadador había estado recogiendo arena con su mano, embelesado por cómo caía entre los espacios de sus dedos, semejando la espuma de las cascadas en las que, desembocando en el lago, los ríos morían. Apenas escuchó el discurso del airado pescador, pero encontrándose con sus ojos marrones de escleróticas enrojecidas se apiadó de él. Ese sentimiento de conexión, de piedad, lo turbó. Generalmente, solo se consideraba a sí mismo.
-No, no lo estoy -repuso el muchacho.
Hubo intolerancia en la mirada del anciano. En su alma crecía sin darse cuenta la paz, quizá por la ralentización que ese encuentro demandaba a su cuerpo.
-No necesitas nada -balbuceó con enojo el pescador.
-Tú en cambio parece que sí -replicó el muchacho, jugueteando con una red apartada de las barcas que se hallaba arrojada de mala manera sobre la arena, y entonces la sostenía entre sus ya secos dedos.
-Lo único que necesito es acabar de una maldita vez con mis labores. Un gandul como tú no podría comprenderme.
-¿Tus labores? La barca que limpias ahora no es tuya, y el pescado lo vas a vender, no alimentarte con él, ¿no?
-¡Pues claro! Mira, canijo regordete, no todos podemos entregarnos a la buena vida y olvidarnos de todas nuestras responsabilidades, ¿sabes? Vivimos en una sociedad.
Se rio, el muchacho. Seguía a sus cosas, jugando con los distintos útiles de pesca desordenados por la orilla. De vez en cuando observaba con anhelo las lentas y cortas olas que golpeaban la blanca arena, humedeciéndola, otorgándole un tono pardo. Sentía más estrés del que gustaba experimentar estando tanto tiempo fuera del agua.
-Pero, no lo entiendo -habló el joven, sin apartar la vista del lago en calma-. Hablas de esas necesidades como si fueran las tuyas, pero son las de otros.
-Eso es lo que tiene vivir en sociedad, que…
-Yo también formo parte de esa sociedad -interrumpió, con temple armonioso, la pronta réplica del pescador.
El anciano frunció el ceño más de lo que por naturaleza lo tenía fruncido. Se raspó la perilla canosa mientras observaba con censura el cuerpo desnudo de un muchacho en el que no encontraba ningún rasgo que observara como formidable, mas no podía negar la envidia que de él sentía. Una parte de sí deseaba ocupar la realidad de aquel crío, no por su juventud e innegable buena salud, sino por su, para él, incomprensible actitud. Allí andaba, desvergonzado, con todo el tiempo libre del que quisiera disponer. Y ni tan solo aprovechaba esa libertad para cumplir con las expectativas de la cultura común que a ambos salpicaba. Él, aun en su vejez, se mantenía atléticamente delgado, consecuencia de su rutina física de trabajo, que realizaba sin descanso. Su actividad general consistía en una entrega abnegada, poco reflexiva y efectiva en lograr todo lo que consideraba pudiera ayudar a otros a tener una realidad más armoniosa. Y sufría, sufría viendo a ese joven tranquilo e indiferente nadar a un ritmo placentero en donde él fatigosamente pescaba. Veía en ese muchacho lo que él deseaba para todos, un deseo tan rígido y poco meditado que no por altruismo, sino por una necesidad que él sentía, lo apartaba a él mismo. Y desde dentro, entonces, envidiaba y desaprobaba que el muchacho lograse por sí mismo y para sí mismo lo que él exigía que debía ser regalado y logrado a través del sudor.
Observó el anciano al muchacho trastear un poco más con los diferentes útiles de trabajo que él mismo usaba. Ambos se estremecieron ligeramente cuando el muchacho se cortó con un gancho metálico atado a una cuerda de hebras resistentes. Era una pieza que empleaba para diversas funciones, pero jamás para herir al prójimo. Viéndolo necesitado y sintiéndolo asustado, marchó rápido para atenderle olvidando toda la discusión que habían sostenido hasta el momento, hablada como pensada.
-Creo que poco a poco voy entendiendo vuestro mundo -murmuró el joven, chupándose la herida de su dedo. No era nada grave, pero era la primera vez que veía de su cuerpo manar sangre.
-A mí, sinceramente, me cuesta ponerme en tus zapatos -replicó con dulzura ese hombre mayor, que entonces le cogía la mano y le vendaba la zona del pequeño corte-. Observo en ti una paz que es lo que pretendo para mi familia, mis amigos y, si puedo, para todos los demás. Y admito que me da envidia que esa paz la logres por ti solo.
El muchacho también había estado meditando el tiempo que el pescador lo había hecho. No sentía envidia, sino admiración y miedo. Aquellos objetos y cómo se desenvolvía con ellos el pescador, le provocaban fascinación. No era la primera vez que en su tranquilo estar contemplaba con curiosidad el ejercicio de aquel anciano que, a diferencia de ese día, solía permanecer lejos de donde él braceaba a gusto. Lo que conseguía con el dominio de sus herramientas, el muchacho lo admiraba. Y el desconocimiento de cómo emplear aquellas cosas, lo atemorizaba, obligándole a dirigir la vista a su usual remanso, sintiendo tanta vergüenza como preocupación cuando con coraje sostenía la mirada en los objetos que, por la distancia que de ellos se guardaba, desconocía por completo. Su remanso estaba ahí, un hogar que lo acogería incondicionalmente y por siempre, sin exigirle nada, como tampoco lo hacía aquella sociedad de la que ambos formaban parte. Pero en su aislado lago, nadando lejos, jamás aprendería a pescar, a remar ni a vendar a otros, como tampoco a sí mismo.
-Llevo unos minutos fuera del agua y en tu mundo -dijo aquel muchacho, sintiéndose significar algo más que él solo, comprendiendo por vez primera que sí que formaba parte de algo más grande- y ya me he herido, quemado la vista, y tenido una discusión. En mi nado lejano, nada de esto pasa. Pero si pasara, no sabría cómo asistirme, o curarme -murmuró, contemplando su dedo, con un sentimiento que el pescador creyó como melancolía, cuando realmente era un sereno entusiasmo.
-No solo yo, o la gente del puerto, sabe cosas que otros desconocen -dijo el viejo, con una sonrisa que desconocía de dónde le nacía, que resultaba de una emoción compartida con aquel aparente extranjero, cuando realmente compartían el mismo mundo.
-No tienes miedo -exclamó el muchacho, con tanta seguridad como cuando refirió que el pescador no podía parar.
-Lo disimulamos bien. Tenemos miedo, como tú, de aquellas cosas de las que nos olvidamos. Nosotros también nadamos lejos de las cosas que nos llegan a asustar.
-Como yo, nadáis lejos de las cosas que también os fascinan.
Los ojos de uno y otro eran menos esquivos entre sí.
El nadador trasteó un poco más con los objetos, limpiándolos de arena, volcándolos, aupándolos y observándolos detenidamente. El pescador, con paciencia, lo observaba sin hacer nada, solo interactuó otra vez más con él cuando se clavó una astilla pequeña al sujetar una vasija contenedora hecha de hebras de madera.
Terminó el muchacho regresando a su plácida natación, alejándose y perdiéndose de la vista del adulto, pues una bruma había cubierto el cielo así como el derredor más distante. Un rato permaneció el pescador observando al muchacho, que nada tenía de especial más que su disposición ante la vida, distanciarse de la orilla, cuando cayó en la cuenta de que había pausado por largo tiempo su trabajo. Y le importó, pero menos de lo que en otra ocasión le importaría.
Miró con deseo y algo de miedo la arena humedecida que, a diferencia suya, se atrevía a dejarse mojar por las constantes invitaciones físicas del ondulante lago. Se extrañó de que, aun tenues, hubiera olas en ese lugar, pero le gustó, las sintió como una analogía a su cobardía y al valor de ese crío. La mayor parte de la playa estaba distante de ese envite marino, pero una parte se dejaba envolver en las apacibles aguas, cambiando por su salpicadura.
Fue a retirarse la camisa pensando en imitar la conducta de ese chico, pero lo repensó y decidió continuar con sus tareas. Comprendió lo mismo que a la distancia el chico alegremente había entendido, que lo suyo también era ser valiente e importante. Y que lo otro, aun todavía sentido ajeno, ya no lo percibía tan distante.
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jjturvaroescritor · 2 years ago
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Mirada hacia dentro
Hoy os hablaré de alguien que para algunos puede parecer un absoluto zumbado mientras que, para otros, un héroe digno de seguir su ejemplo.
Su fisionomía no es nada de otro mundo, no es un Hércules, un adonis, como tampoco tiene el rostro ni el cuerpo de Jason Mamoa. Sus principios e ímpetu no lo acercan a organizaciones benéficas sin ánimo de lucro para luchar contra causas tan corrosivas para nuestro mundo y la sana civilización, tales como la contaminación, el hambre y la pobreza, la guerra o la soledad sentida de jóvenes y viejos. Su profesión es decorador de interiores, por ello su labor no es la de un científico que persigue el formidable hallazgo de la vacuna necesaria para extinguir un virus mortal.
Entonces, ¿por qué es un héroe? A su favor juega que, sin ser un entregado a la justicia social, nunca ha procurado un daño irreparable en el ajeno. Solo, y mayormente de forma involuntaria, ha generado ligero incordio a algunas personas y a su padre muchos quebraderos de cabeza, y no son pocas las veces que ha discutido con su madre, sea dicho. Pero su heroicidad deviene de un origen azaroso, similar al de individuos con planes muy distintos a la aceptación de una gran responsabilidad que se ven comprometidos a la defensa de una empresa que no solo les atañe a ellos. Personas que ante injusticias llaman a la policía, otras que salvan a víctimas de una asfixia, profesores que solo querían enseñar a sumar y restar a púberes pero que, viendo el dolor que estos traen de sus casas, deciden inmiscuirse ellos y a los servicios sociales. En general, nuestro hombre forma parte de ese colectivo de gente que toma medidas en aras de irrumpir en esas continuadas injusticias o prontos males de los que súbitamente son testigos, sin haber buscado con anticipación su resolución o sin tener esa alma constantemente preocupada del perjuicio en los demás.
Y lo que más lo hace un héroe, es su equilibrio entre amor propio y humildad. No padece de la soberbia que a unos ata a la necesidad de ser reconocidos y a otros aleja de todos a razón de querer evitar, precisamente, el vacío sentido al no serlo. Mas tampoco es alguien que cree a un nivel profundo e intrincado que nada lo merece ni lo puede. Es, sencillamente y como ya anuncié, un ejemplo de confianza y de vivir y dejar vivir, que nunca le ha hecho un ominoso daño a nadie y que es capaz de tomar resoluciones con rapidez y bravura sin contradecir quien él mismo es.
Y este diseñador de interiores, en los soleados días del estío, tenía por costumbre la misma que todos los demás días en las diferentes estaciones: ser él mismo. Pero en el verano, más trasparencia ganaban los cristales de sus ventanas y más calor en general lo sometía, a él y a todos. Y muchos vecinos tenían por costumbre descansar en una silla próxima a sus abiertos ventanucos y observar lo que fuera ocurría. Y parte del circo de experiencias que ofrecía aquella pantalla hacia el exterior a estos ávidos espectadores, cansados por el clima pero despiertos ante el estímulo cargado de la menor sorpresa, era la vivienda de nuestro protagonista.
Nuestro amigo, aunque tenía aire acondicionado, prefería solo usar ventiladores y, en su preferencia, le disgustaban tanto los estores como las cortinas e idolatraba la llegada de luz natural a la que, con gusto, daba la bienvenida abriendo sus ventanas y elevando las persianas al tope de altura.
Y nuestro hombre varias cosas hacía, nada fuera de lo ordinario, en su pisito alquilado. Estas actividades, como jugar a la Playstation cinco o trabajar desde su ordenador, no rompían con el aturdimiento sobrevenido a causa del calor en los viejos y jóvenes asomados desde el extremo del visillo. Lo que sí conseguía hacer olvidar sus males a quienes, llegado el momento, de él no perdían detalle; era su falta de vergüenza. Con un short sin prenda interior, cuando no iba desnudo, paseaba lo suyo día tras día haciendo las tareas y divertimentos que tocaran en aquel momento. Incluso por la noche, en ocasiones, indistinto e incluso inconsciente del revuelo que podría levantar en ojos indiscretos, se sentaba en su sofá para ver la televisión cuya espalda metálica estaba casi pegada a la ventana principal. Y allí hacía lo que hacemos todos, rascarse, estirarse, tumbarse, cambiarse de lado…
Puede que aún no averigüéis el origen de su heroicidad, pero aguardad. Incluso, puede, que a esta altura ya sospechéis qué le pasará. Porque he aquí el momento en que cierro mi relato descriptivo y os sitúo en el momento en que su primera luz heroica brilló, anegando las bocas más críticas para con él con la voz de su coraje y autoestima.
Contemplad, el valor de la sencillez. Y hacedlo en una tarde de julio en la que cuatro distintos vecinos se reunieron en el descansillo de su portal.
-Mi prima me ha dicho que su descarado comportamiento es diario. Fui a visitarla el otro día, tenía que darle una cosa -procuró improvisar una excusa aquella señora que llevaba viviendo cuarenta y cinco años en el mismo piso, el inmediatamente inferior al de nuestro amigo-. Pues de esto que me pongo a mirar un coche sospechoso que pasaba por nuestra calle y ahí lo veo. ¡Toma! En pelotas.
Mentira lo de que vio un coche sospechoso. Estuvieron apoyadas en el alfeizar fumando cigarrillos y hablando de sus maridos, las pobres eran viudas, esperando a que hiciera acto de presencia el, para ellas, veladamente atractivo muchacho. Se puso el chico a ver una serie con un bol de palomitas que justo ocultaba lo que a las señoras más llamaba la atención.
-Yo no me lo explico -participó el conserje-. El otro día fui a entregarle un paquete que le habían traído y me hizo esperar diez minutos en la puerta. Me abrió sin zapatillas.
Aquel trabajador gustaba del despotricar en compañía, mas lo cierto era que le resultaba placentero cualquier cosa, mientras no lo hiciera solo. Pues en sus dos años sirviendo a la comunidad de residentes no había compartido una causa común que hiciera unirse más a unos vecinos que, hasta unos meses atrás, lo trataban como a un espectro. La demora en abrirle sobrevino, precisamente, de colocarse un pantalón y una camiseta antes de recibirle, y fue de minuto y medio.
-Yo he hablado con él varias veces -dijo el señor de bigote y espalda encorvada, tenía pobladas y canosas cejas, y una calvicie incipiente. Parecía mucho mayor a los cuarenta y tres años que tenía-. Me parece un chaval cortés, educado y atento. Me irrita que sonría tanto, pero la verdad es que me parece un tipo noble. Por eso me extraña tanto que sea tan guarro.
-¡Sí que lo es! -exclamó con pasión la estudiante de derecho-. Tengo una amiga en el bloque de enfrente a la que voy a ver de vez en cuando. Aunque nos esforcemos en no verle, me sé su cuerpo de cabo a rabo.
-Tiene un culo súper pálido -rio la viuda.
Solo el conserje rio con ella.
-Trae a mucha gente, yo creo que amantes -prosiguió la universitaria, encrudeciendo la voz-. Se pone las botas, según mi amiga.
Costaba referirse a aquella chica de la que se estaba enamorando como solo su amiga. Prefería, sin embargo, mantener una apariencia más normativa y decir ante esa audiencia, llegado el caso, que ella era lo más heterosexual sobre la faz terrestre. Y lo más casta, monógama y capaz de estar en soledad, y si para dar esa imagen había de endosarle a otro u otros esas temidas características, aun sin darse cuenta lo haría. En cuanto a su orientación sexual, a ningún vecino le habría incomodado si les hubiera dado la oportunidad de conocerla, quizá extrañado a la viuda pues, aunque no habría cambiado su relación con ella, sería la primera mujer no heterosexual que conocía, o al menos en confianza se lo declaraba.
-Tiene una novia -puntualizó el señor del bigote, las manos cruzadas atrás y a la altura de los lumbares. Su timbre era más plácido y su ritmo menos acelerado que el de la joven-. Desde hace un tiempo, creo que se van a ir a vivir jun…
-¿Tendremos que verle desnuda también a ella? -preguntó la anciana, llevándose la mano enjoyada a la boca-. El colmo ya, por favor. ¡Deberíamos regalarles unas cortinas!
Se rieron todos esa vez, pero el señor envejecido con menos fuerza.
-Es que no se puede tener tamaña falta de consideración -continuó la misma mujer-. Recuerdo que mi marido trabajó en una oficina de una empresa de publicidad un tiempo. Eran de los primeros sitios en contar con ordenadores.
-¿Ah, sí? -interrumpió el conserje, intentando agradar.
-Sí… pero no es el punto. ¿Por dónde iba? A ver, ¿por qué os estaba contando esto? -todos intentaron encontrar la respuesta a algo que solo conocía la propia viejita. Golpeó sus manos y risueña agregó-. Ya me acuerdo. Tenían un cuarto de baño que, como los demás de ese edificio de oficinas era exclusivo para los de su empresa, que había sufrido daños y echaron la pared abajo. Daba a la calle, ¡qué reparo les daba! Pues fue él, mi querido esposo, quien tuvo una idea encomiable. A los propios obreros, que estaban reparando el edificio y que estaban haciendo unas obras en la carretera de enfrente, les pidió amablemente, él siempre era muy gentil, un ejemplo de caballerosidad…
-Yo lo conocí -afirmó, sinceramente orgulloso, el portero.
-Y yo -dijo en bajita voz, sin ánimo de interrumpir, el otro hombre.
-Sí, sí, lo sé amigos. Pues, ¿qué decía?
-Su marido les pidió algo a los de la obra -recordó, un tanto impaciente, la muchacha.
-Cierto. Una chapa de acero que usaban para separar entre ellos instalaciones en la obra, para no incordiarse cuando estuvieran unos poniendo yeso, otros, en fin, lo que sea. Pues mi marido, ay, mi cielo les pidió una que pudieron usar un tiempo. Como les sobraba, se la dieron sin problema. Le hicieron empleado del mes, pero no solo por eso.
-Usted se acordará mejor de sus vivencias de lo que él mismo recordaría.
-No se ría de mí, truhan -replicó la mujer al ceñudo hombre de cejas largas, sin ninguna clase de animadversión.
-Pues aunque creo lo que me dice nuestro vecino, me da que es homosexual -prosiguió el adulto, poniendo en absoluto a la defensiva a la muchacha que decidió sellar sus labios, como si los hubieran atornillado desde el arco de cupido al centro del bermellón, véase las zonas superior e inferior de las comisuras-. Quizá está reprimido, pero eso al final termina saltando por algún lado. Porque no me parece normal en un joven… -calló la reiteración de la palabra normal en esa ocasión-, eso, que se pasee desnudo en su propia casa, con las ventanas abiertas, o que invite a tantos amigos y solo se ponga un descosido pantaloncito, ¿no es así?
-Sí, sí -respondió la mujer más adulta, de pronto sobresaltada por una opinión que creía injusta, pero que no replicaría.
Antes no exageré en que ningún problema directo habría sufrido nuestra vecina más joven en caso de expresar a sus vecinos que disfrutaba al acostarse con relativa frecuencia con otra chica de su edad aproximada, mas no explicité que los aquí presentes estuvieran libres de prejuicios. Y algunos de estos juicios también relacionaban conductas no necesariamente vinculadas, como el naturalismo en el hogar y la orientación sexual. Desfachateces, ¿verdad? Lo son, pero anda, amigos y amigas, cuidado. Que tire la primera piedra quien esté libre del pecado del prejuicio.
-No creo que tengas del todo razón ahí -replicó el conserje, aun con voz timorata, sabiendo que en ese país extranjero su primo y el marido de este, ahí no reconocido sino en España, las pasaban canutas por el machismo que imperaba en el barrio donde residían.
-Yo creo que puedes tener razón -apoyó la universitaria el argumento del que tenía la frente arrugada y cuyas cejas parecían las varas con las que se golpeaba la bola del paintball. Cuando decía que ella creía algo, y empleaba con frecuencia la coletilla, solía dar la pista de que ella proyectaba algo que en sí misma prefería, al menos socialmente, negar-. Incluso con sus supuestas amistades va medio desnudo, y eso me da que pensar. No me trago que sean solo amigos, yo creo que es todo un semental -dijo con aviesa sonrisa-, que se acuesta con todo aquel a quien abre la puerta.
-Sí que mi prima me ha dicho que alguna vez le ha visto dándole al traca, traca, pero con la misma chica siempre, e incluso allí ella misma aparta la mirada. O eso me dice la bribona. Sin embargo -la voz de la anciana ganó solemnidad, como si anunciara algo que más que al anhelo de chismorreo y de crítica perteneciera a la voz de la verdad y la experiencia-, estamos perdiendo el norte. Yo… yo me quejo de su falta de solidaridad para con el vecindario. De que se exponga libremente a los demás, dando la imagen que da de esta comunidad de vecinos harta decente antes de que él nos honrara con sus atrevimientos. Su sexualidad, son cosas de esta etapa que vosotros, los jóvenes, habéis elegido. Y lo respeto, pues recuerdo la censura de mis padres y abuelos cuando yo era joven y sé lo que se siente porque te digan con quién tienes que estar o cómo debes sentirte.
-¿Y no con cómo tienes que comportarte? ¿Eso le da igual?
Una voz juvenil, aparentemente ajena a cualquier posible desdén y crueldad, se coló por el hueco de las escaleras hasta alcanzar a los cuatro vecinos reunidos. Con quien descendía los escalones, pasaron a ser cinco.
-Mire -dijo el recién llegado aproximándose al portero, con un mensaje más crudo que la voz que empleaba, voz que definía su carácter generalmente conciliador y respetuoso-, llevo chanclas. Espero no aturdirle. Os he estado escuchando, y tengo prisa por ir al súper y hacerme la comida, así que os diré solo un par de cositas de nada y un hasta luego.
Solo la anciana sostuvo la mirada a quien les originó una profunda vergüenza a todos ellos.
-Seguro que no sabéis dónde meteros ahora mismo de la humillación que sentís, y esta vez no por mí, sino por cómo habéis decidido tratarme. De pervertido, promiscuo y desvergonzado -sonrió, aquello atrajo las miradas del resto. Su semblante había perdido todo rastro de rabia-. Yo creo que sí lo soy, y no veo nada malo en ello.
-Te paseas continuamente desnudo… -señalizó la mujer mayor.
-Podría replicarles conque los escucho hablar, mejor dicho, discutir por teléfono, o conque sé que la de la música alta eres tú -dijo mirando a la universitaria, quien se sentía traidora para consigo misma-. Pero, ¿de qué serviría? El problema no lo tengo yo por pasear desnudo en mi propia casa -una gravedad apareció por vez primera en lo que todos sintieron que pronunciaba con un timbre afectado por ecos de luchas personales de su pasado-. El problema tampoco lo tienen quienes inocentemente miran desde sus ventanas y me ven. El problema y la auténtica conducta que debería resultar vergonzosa es la de darme más publicidad de la que mismamente pueda darme yo, y la de difundir mi vida privada alegremente e, incluso, inventándosela.
-No estás siendo breve -refunfuñó el adulto de cejas pobladas, poco acostumbrado al conflicto.
-Ni ustedes han sido justos, y cuando les conocí me dieron a entender que lo eran. En lugar de buscar fuera por ventanas que no les son ni propias, deberían echar un vistazo hacia dentro y procurar entender la razón de por qué me han hecho esto.
Hubo un silencio. El vecino que bien sabía combatir el calor de forma natural se sintió mal por ellos, no quería hacerles entender que estaba enfadado, o que eso marcaría un antes y un después en su relación con ellos. Pero sí dejarles muy clarito que él era libre, que había peleado mucho para serlo, y que se comportaría como le diese la gana siempre que eso no vulnerase realmente a nadie. Y quizá en su subjetividad la desnudez resultaba una realidad más inocente de lo que pudiera ser verdad, para empezar libre de la sexualización que gente como aquella anciana y su prima a la misma otorgaban, pues estaba en contra de ocultársela desesperadamente a todo el mundo. Por ejemplo, ¿por qué se censuraba tanto la desnudez a los mismos menores a los que se les compraba videojuegos de guerra o se les toleraba ver películas sangrientas? En otras culturas, familias enteras se bañaban juntos y nadie se llevaba las manos a la boca ni se sonrojaba como sí podrían hacerlo sus vecinos.
Y él tenía claro el mismo precepto que no justificaba al violador y sí a la víctima de su injustificable conducta. No era la minifalda o la guapura de la mujer, sino la egoísta y ruin decisión del asaltante. No era él al ir de la cocina a su habitación para cambiarse de pantalones y ponerse desnudo un segundo, o bien estarlo todo el día, eran aquellas miradas que de discretas pasaban a ser indiscretas al compartir con juicios intolerantes lo que creían ver más allá de lo que realmente veían.
Considerar lo contrario, para nuestro querido vecino, sería tan ridículo como echarle la culpa a la luna por estar nosotros voluntariamente en ella y no poder respirar. Somos los únicos responsables por nuestras acciones, y mientras directamente no perjudiquen a nadie, nadie habría de ser tan inconsciente y temerario como para juzgarlas.
Finalmente, el vecino decidió quedarse un rato más, explicar lo que pensaba de la forma más amable posible. Encontró oyentes interesados, quizá por la reciprocidad en su simpatía aun tras haberlos escuchado hablar como hablaron, o tal vez porque lo que les decía lo encontraban acertado.
Cuando acabó, con su sencillez característica, cumplió su palabra y les dijo hasta luego. Iba contento hacia el supermercado pensando en la tarrina de helado de Haagen Dazs que luego tomaría en casa mientras veía una serie como Dios le trajo al mundo.
Se puede tener “decoro” y persianas como cortinas en una casa, y se puede elegir no pasearse desnudo con las ventanas dispuestas a miradas ajenas. Pero lo que hagáis en vuestras casas, mientras no sea algo que físicamente coarte la libertad de otras personas, deberíais hacerlo libre de remordimientos.
Todos merecemos un hogar donde ser nosotros mismos, y ojalá ese lugar abarcase el mundo entero.
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jjturvaroescritor · 2 years ago
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Gris
En una ciudad se hace absolutamente palpable la afección gris. Si no eres consciente de su extensión, seguramente sea a causa de ser una de sus víctimas. Pero no tienes por qué sentirte culpable, ¿quién no lo es? ¿Quién resiste la perenne y exigente llamada de la belleza vacía, del constante inconstante, del distractor carente de información para nosotros útil, de la red compartida y solitaria?
Hubo un día en que aquel color no propiciaba ni interés ni atención, mas tampoco del primero a día de hoy despierta en demasía como sí nos ata a través del segundo. Hubo una época de transición en que nos reíamos de aquellos que, embobados, olvidaban su inmediato contexto colorido y entregaban sus abiertos ojos a la contemplación de cualquier útil descolorido. Presta se levantó otra era breve en la que se ignoraba, y acertadamente, la crítica hacia la persona, mas en ella olvidando recordar, en una más adecuada y justa corrección, la trascendencia de la gama de tonalidades que entraña el mundo entero.
Hoy lo normal es esta adicción, este mal, esta losa para los sentidos que nos empuja hacia una decisión ya tomada e irreprimible de dirigir todo nuestro espíritu a fundirlo, literalmente fundirlo, en la observancia de lo gris. Lo supuesto inocuo, lo opaco, lo insustancial, lo inmutable, tedioso y repetido. Como una estatua, nos mostramos exánimes en el ceniciento abrazo solo hasta que el estímulo desaparece o bien respondemos a la censurada y odiada crítica, por los que niegan ser víctimas, de nuestra conducta esclava. Buscamos fútil y desasosegadamente una respuesta a una pregunta mal dirigida hacia aquello que, incluso si la poseyera, no obraría para entregárnosla pues no nos ama, no nos profesa nada. Es solo lo gris.
Esta sociedad ha combatido lo que ella acertadamente denomina como enfermedades, derrotando virus, alargando vidas, satisfaciéndose y congratulándose con razón en la mejora de la esperanza de vida, tal vez olvidando qué es lo que da esperanza al vivir. Lo que reporta novedad, serenidad, sentido, cualidad, verdadera individualidad. Hay un tímido rechazo a sostener la cualidad minúscula de resistirse a lo gris debido al temor a ser diferente, cuando velada y desconocidamente reside en lo más profundo de nuestra alma la pretensión de ser único, diferenciándonos en lo esencial, desdeñando la posibilidad de ser como se cree que son todos los demás.
Pero, ¿qué es lo gris si puede saberse? Está en vuestras vidas interconectadas, en vuestra rutina, en cada instante que optáis por la falsa serenidad hallada en la desconexión de lo inmediato, ya sea por evasión del procedimiento o del contacto. En esta ficción se describirán similitudes que el atento, aun perteneciendo a la masa contagiada, podrá comprender.
Pongamos que sois cualquier inquilino de una bonita casa que ha de despertar para ir a trabajar, y en ese trayecto tiene la ventaja de emplear un transporte público que en menos de media hora lo dejará en su destino. Lo gris os permitirá reducir el tiempo en que el microondas tarda en calentar tu taza de leche, pero hará cepillaros peor los dientes. Lo gris te conectará en cierto modo con la gente próxima que transcurre la misma calle que tú y en el que como estímulo está presente y, si acaso reparas en ellos, te olvidarás de los rostros de esas mismas personas. Lo gris conseguirá que tu trayecto de metro transcurra velozmente, y lo vaciará de cualquier color, vida o posibilidad de distinguir a un alma que también esté ausente. Lo gris os servirá como instantes de pausa en vuestro empleo, creando de forma invisible y comunitaria la imperiosa necesidad de multiplicar esas desconexiones.
El color gris, no obstante, no ciega a todos ni a todas. Los hay que se cepillan correctamente los dientes, aunque se sulfuren con la lentitud en que la leche se les caliente. Están aquellos cansados en cierto modo de pasar una y otra vez por las mismas calles de siempre, pero que no pierden detalle de la gente que las habita e incluso se permiten evaluar a los nuevos peatones y hasta enamorarse de alguno, lástima que muchos no manifiesten, sino a lo gris, su interés. El metro es aburrido, especialmente cansado si no te sientas, pero es alucinante la cantidad de conductas que en él transcurren; cantantes, gente solicitando dinero o alimentos, chavales que apenas alcanzan la mayoría de edad en anchos trajes, muchachas delgadas en trajes formales sosteniendo con aparatosa gracia tanto su bolso como su maletín, hijos llamando a sus padres, abuelos que juntos descifran en lo gris algo bello pues en su parcelita de este color pintan con dificultad los gestos de sus nietos. Algunos de estos escudriñados permanecen pendientes de lo gris, pero otros devuelven la mirada y, unos pocos, la sonrisa. Así, también hay quienes viven en su trabajo ajeno a este tenue color, sito en un plano pretendido localizable pero fuera de lo que es más inmediato y ordinario para cada uno de sus testigos. Esa gente, la que trabaja mirando la multitudinaria opción de tono habido en lo cromático, por un lado les pesa más el trabajo y por otro lo entienden y lo disfrutan más.
¿Es entonces un veneno lo gris? ¿Es una absorción que nos extrae de lo real para conducirnos a una fantasía estéril? ¿Deberíamos pintar de cualquier otra tonalidad esta que nos distrae a tantos para eludir por completo su efecto?La respuesta es evidente si permanecéis invulnerable al daño que es aquí reseñado. El gris es otro color, hermoso a su modo, y forma parte de esa naturaleza que los atentos a lo multicolor eligen voluntaria y pacíficamente ver, oler, tocar, oír y saborear.
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jjturvaroescritor · 2 years ago
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Por precaución, sin invitación
El niño se desperezaba tras una corta siesta habiendo empleado el lomo de su tranquila mascota peluda. Como dirigido por la gravedad de su mundo, abrió el portón de la casucha para encontrarse con su meditativa madre. Ella descansaba sobre la superficie lisa de una roca que, remodelada, hacía de banco en el portal de la modesta casa familiar. El padre y los dos hermanos mayores habían salido a trabajar, mientras que la progenitora había tenido el turno de trabajo considerado nocturno y, aun habiendo dormido poco, sentía que era ya la hora de espabilar y abrazar la cómoda vigilia.
Adulta, responsable, con un difícil empleo como era el de diplomática interespecie, había aprendido en la simpleza de los momentos más banales a hallar el mayor consuelo y restauración del ser tras las exhaustas jornadas. Incluso el tierno bebé que se le aproximaba, ya un erudito aún más perspicaz que la media de los de su edad y especie, comprendía el deber con el que su madre cargaba voluntariamente, siendo transcendental que alguien digna, comprometida y capaz fuera la responsable.
-¡Mamá! -reveló su posición el frustrado ninja.
Corrió a los brazos de su amable madre y unos instantes lo zarandeó con delicadeza hasta que, como si de un tierno gesto continuado tratara, posó al pequeño a su vera. Juntos, contemplaron en un silencio irremediable el horizonte que la naturaleza les brindaba.
Silencio irremediable pues desde su luna podía a todas horas distinguirse el infinito que regentaba sobre toda la realidad, imperioso y majestuoso, como si de una obra de puntillismo del mayor maestro pintor humano se tratara. Aquella infinitud de estrellas que conquistaba un espacio, a momentos azabache y a otros espumosamente colorido, resultaba absolutamente perceptible a pesar de las tenues farolas que alumbraban las sencillas sendas que conectaban los similares hogares de aquel lugar habitable. Residencia tranquila con servicios mínimos fundamentales, en otros mundos o satélites tenían sus trabajos y servicios secundarios aquellas familias e individuos que pacíficamente coexistían.
-¿Van a ser nuestros compañeros?
La pregunta del niño la hizo sonreír, pero lo que por dentro sintió fue una mayor conciencia de la pesadumbre que lastraba desde la última votación. La especie humana seguiría sin formar parte de la PAU, véase, la Pacífica Alianza Universal.
-Me temo que aún tendremos que esperar un poco más -contestó con una dulzura paroxística, una paciencia inacabable, a un interés tan vasto como el océano de estrellas sobre ellos, y genuino como el amor también dentro de ellos-. Mucho tiempo llevamos tras sus pasos, pequeño, desde el mismo día que naciste. Son una especie orgullosa y curiosa, muy adaptados a su entorno y de gran agudeza algunos de sus integrantes. Mas de breves vidas y gran fragilidad.
-¿Solo eso?
Su hijo era demasiado agudo. Nunca antes se había dado la espalda o negado el acceso a una raza inteligente por resultados objetivos sobre su mayor pusilanimidad. No por esa pusilanimidad moral falsa que los humanos censuraban en los casos que aquellos críticos egoístas aborrecían o temían la solidaridad o la diversidad, sino la propia esperanza de vida y resistencia a patógenos o accidentes físicos. Su especie, la de nuestra familia protagonista, sería parecida a la que algunos autores humanos, de eras para estos o nosotros algo ya antiguas y para ellos muy recientes, llamarían elfos. Solo que con un ojo más y de cuerpo fosforescente y más alargado. Pero dueños de una posición privilegiada en el estudio de las eras y desarrollos de otras razas.
-No -repuso la progenitora, sin añadir más información.
-¿Qué más? -preguntó el menor, provisto de una cualidad auténtica en toda raza joven e inteligente: la curiosidad.
-Hace tiempo que nos es difícil experimentar de forma descontrolada la emoción más básica y común de los seres vivos, el miedo. Pero con ellos lo sentimos, quizá adelantándonos a lo que podríamos generarles en caso de contactar.
-Pero ellos también tienen perritos, y cada año son más, y pueden viajar al espacio.
El niño protestaba pues sentía de las respuestas de su madre una contradicción a los valores que le había enseñado a sostener. Sentía exclusión y rechazo provenientes de un corazón que firmemente los negaría. De hecho, así era. La coalición intergaláctica estaba compuesta por diferentes especies sensibles e inteligentes, con diferentes pareceres, por supuesto. Pero en estas diferencias primaba como herramientas a su comunicación y entendimiento la amabilidad, la empatía, el interés, la solidaridad y el respeto. Grandes y transparentes líderes de las diferentes casas representaban los intereses de sus mundos y galaxias en un consejo que no tenía luchas de poder, pues este estaba dirigido a ser repartido y tolerar la evolución, en aras de eludir un conflicto que no se temía.
Aquellas razas encontraban otras, a las que estudiaban con pausa y de la forma más justa y objetiva para luego intercambiar pareceres sobre las mismas y, en el mejor de los casos, contactar e invitarlos a ese concilio de armonía y crecimiento. Las pocas diferencias en pareceres radicaban en la cautela a la hora de dar la bienvenida a otros, y estas se dirimían con afabilidad y escucha activa. Se aprendía, se exponía, nadie pisaba a nadie y por eso mismo algo tan difícil de concebir como un poder, uno que crece en lugar de ser atesorado por egoístas o incapaces a la atención bien del prójimo o bien la propia, podía ser un hecho y no solo residir en el mundo de la esperanza e imaginación.
El ser humano no era así. Eso estuvo explicándole la madre a quien ya poseía casi dos mil años, a pesar de ser un infante para esa especie. La progenitora tenía una edad olvidada para ella y para quienes la conocían.
-Pero no es así porque vive en pobreza. Porque no tiene nuestras facilidades, no conoce nuestra tecnología. No llevan los humanos millones de años compartiendo dicha y paz como nosotros.
-Cierto, pequeño. No recuerdo si alguna vez fuimos belicistas -replicó la sorprendida y satisfecha madre-, pero podría ser. Los orígenes de unos y otros, de los belishar, los ürgün, las franjostas y más, es similar, y comparte mucho con el de los humanos. Pero… es pronto. Tienen algo incomprensible, los humanos, y es su imperiosa necesidad de inventar diferencias entre ellos y negar las que sí existen. Y esto lo hacen motivados por la codicia, porque quienes insisten en estas mentiras buscan superponerse por encima de a quienes niegan sus similitudes o bien sus diferencias, o las crean. Es… cruel, egoísta.
-Eso son insultos -puntualizó molesto quien pertenecía a una sociedad poco acostumbrada a escuchar términos viles.
-Son realidades que guian algunas de sus conductas.
-¿Y qué diferencias o igualdades crean o destruyen?
-No sé si destruir es la palabra correcta, mi niño. Diseñan límites territoriales y en torno a ellos refieren portarse de una forma distinta o estar hechos de una naturaleza especial o superior. Niegan la variedad de sentimientos o identidades cuando los poderosos perciben que esto puede menoscabar sus planes y sistemas.
-Pero los planes de los poderosos son justos y nobles.
Por supuesto, el poder de la sociedad que nos ocupa en este espacio es bien distinto al poder como tal lo concebimos en la tierra del siglo veintiuno y de los previos. Y quienes lo sustentan sostienen a su vez, en sus corazones, deseos bien diferentes a los del orden y el manejo de los demás.
-Los poderosos humanos no son, todos al menos, como nuestros representantes. Los hay que sí, pero entiende nuestra cautela, hijo mío. Hay entre ellos quienes no toman las decisiones con la misión de hacer crecer a todos y todas sus integrantes, sino que precisamente empequeñeciéndoles o aprovechándose de ellos generan bienes exclusivamente para sí mismos.
-¿Y por qué crecen tanto? ¿Por qué conforman tantos millones?
-Porque muchas razas compensan su debilidad física con su capacidad reproductiva.
-¿Y por qué es vuestra cautela? ¿Has votado, tú mamá, que no a su inclusión?
En la mirada acuosa y temerosa de su bienquerido hijo había una esperanza que no anhelaba romper. Pero más importante que el respeto a su dicha era la promesa de criarlo en la frustración y ser con él siempre honesta.
-No puedo dar una serena bienvenida a una raza como la humana en nuestra organización. Aprenderían rápido, colaborarían, manifestarían interés y prontitud. Tendrían prisa por entender lo original y nuevo para ellos, además se esforzarían en estudiar y trabajar, precisamente, a causa de sus cortas vidas. Todos compartimos el sueño de ver hecho realidad el progreso. Pero aún persiste en ellos el miedo insuperable, de donde nace toda la oscuridad que nosotros vencimos tiempo otrora.
-¿Cómo que el miedo insuperable?
-No es una maldad intrínseca lo que empuja a las razas a cosas tan olvidadas para nosotros como la violencia, la guerra y el odio. Es el miedo. Pero del miedo surgen muchas otras preocupaciones y hay una confusión que degenera en una fuerza con pretensión a negarlo. Nosotros, por ejemplo, no lo hemos negado, lo abrazamos, lo aceptamos, tememos al miedo, sabemos que no somos perfectos y erramos, pero que por mucho que caigamos podemos restaurarnos, gracias a la solidaridad y la esperanza. Mientras ellos y ellas nieguen esto… por eso consideramos que el ser humano ha de continuar creciendo solo.
-Pero gracias a que votaron por nosotros, a que ellos confiaron y perdonaron, pudimos acoplarnos en el consejo, respirando sus valores, aprendiendo su misión, y desarrollar esta forma de vida, mamá.
-Nos queremos y respetamos, con una sencillez que a muchas razas ajenas a nuestro círculo asusta. Pero cuando presentamos la realidad de que este amor es alcanzable, realizable, abrazan nuestra pasión.
-Pero nosotros no lo creamos… ¿por qué pretendéis que el ser humano lo invente para con él?
-No es tan fácil, hijo mío. Ninguna especie es del todo armoniosa, pero sí menos conflictiva. Estudiamos y votamos su adición, ese es nuestro sistema con todos los seres vivientes. Y el humano, no está listo.
-¿Y vais a ayudarles?
La madre descubrió que el pequeño estaba a un punto tan decepcionado que por sus distintos y preciosos ojos asomaban rocíos. Sus lágrimas eran negras, pero no feas ni densas. Lloraban mucho más de felicidad que de tristeza, y por esta y otras vicisitudes el negro para ellos resultaba un color hermoso y especial.
El desconsuelo se rompió presto cuando la madre fue conciente de ese daño emocional y lo abrazó.
-¡Por supuesto, hijo mío! No hemos abandonado nunca a nadie a su suerte, y el ser humano no es la raza más contradictoria y violenta entre las que hemos evaluado; aunque sea de las que más. Poco a poco, con pequeños e invisibles empujones, serán capaces.
-¿Lo llegaremos a ver? ¿Su adhesión?
El niño cesó su agitada respiración. Tenía fascinación por esas criaturas a cuyo mundo, a escondidas de muchos de sus familiares, había acudido disfrazado. Interactuando con esa especie, descubría con frecuencia unos atributos distintos a los que su madre empleaba para justificar lo que él sentía como su xenofobia. Esperaba desconsolado que su progenitora y los poderosos procurasen una asistencia similar a la suya, basada en el contacto esperanzador, encuentros y tratos que pudieran romper el problema único a su vista por el que tamaña genial especie se la continuaba rechazando. El miedo.
En cambio, no pocos de sus camuflados emisarios habían perecido bajo la mezquina y trémula mano del ser humano. Con pretensiones similares a la del pequeño, menos suerte habían tenido los disimulados embajadores, más centrados en lograr cambios sustanciales, y por ello, así como por desconocimiento del auténtico peligro, viajando a zonas de conflicto, desdén y carencia.
El niño halló flores y celebración. Los enviados muerte y lágrimas. Entusiasmado, el niño experimentó el sexo y el cariño, con diferentes especímenes y géneros, encontrando que cuando él era amable y generoso el prójimo devolvía con creces su favor. Horrorizados, los extraterrestres vieron cómo unos seres humanos, semejantes entre sí, sometían al ostracismo cuando no a la espada a quienes desdeñaban, arguyendo razones abstractas que nada tenían que ver con quienes eran auténticamente. Acudió el menor a mítines y congresos que teorizaban sobre la paz y la humildad entre naciones, sobre la ruptura de fronteras, la equidad entre hombres y mujeres, las ventajas de las religiones y la comunión de estas con las personas no creyentes, sobre la necesidad de esfuerzos colectivos para conseguir un bienestar real para todos y todas. Participaron como silenciosos testigos los adultos a eventos y peroratas de personas que argumentaban la solidez de diferencias entre pueblos, las ventajas de poseer un color de piel sobre otro, la necesidad de aislar poblaciones débiles a causa del supuesto medrar al que sometían a aquellos que en ningún momento querían solidarizarse con los que veían como diferentes; oyeron hablar de posturas políticas y sistemas sociales alternativos a la democracia que traerían de regreso tiempos creídos mejores, de la innegable escisión entre fe y ciencia, escucharon bromas que no entendieron sobre las mujeres, los homosexuales, los musulmanes, los sacerdotes y los discapacitados. Vio pura ilusión en ojos llenos de vida de personas que se cogían de la mano. Contemplaron un visceral odio en los ojos palpitantes de furia y terror de aquellos que tendiendo una mano hacia un cuello restaban toda expresividad en los ojos de otro ser humano.
-Mamá -la llamó, procurando recuperar la atención hacia su pregunta.
-Espero que sí, hijo mío -respondió la política, sincera.
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jjturvaroescritor · 2 years ago
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Fantástico adaptador
Sentía que algo masajeaba la palma de su mano. La suavidad de la caricia le recordaba al tenue desplazamiento de las yemas de una mano dirigida con serena ternura. Cuando despegó sus párpados halló que el causante de su sensación eran finísimos guijarros que componían la arena de un desierto que quedaba a sus espaldas. Porque frente a él se erguía una deforme puerta que parecía que iba a disolverse sobre sí misma por su blanda textura, el marco superior como haciendo una reverencia, presa del calor u otra aflicción que él sobre sí no sentía.
No le resultó perturbador averiguar que, aventurándose tanto a entrar como a salir de aquella ciudad por el desfigurado portal, paseaban impertérritas criaturas que ni la mente más creativa y estrafalaria pudiera haber imaginado. Cuerpos conformados por una amalgama de oscuros hilos trenzados que sostenían, por razón de una gravedad disímil con la que él perfectamente se encontraba y que sentía natural y parecía la que reinara en ese mundo, en su estructura cajones coloridos y, por encima de lo que debía ser un cuello, un ojo absurdamente grande con párpados cubriendo la nuca de esa extrañísima cabeza y pupilas que eran dibujos oscuros de signos que parecían los elementos de la naturaleza. Asimismo, había seres conformados de coloridos juguetes de plástico, caminando a su voluntad, como aquel que con pies de rastrillo dejaba sobre la clara arena, la cual esgrimía sonoras protestas como si aquel caminante la estuviera hiriendo, un rastro discontinuo de cuatro líneas que asemejaban ser arañazos de una fiera como la que salió volando por encima de la puerta que, a momentos, parecía más exhausta aun resultando ser un ser sin vida.
Aquello era raro como pocas cosas, tal vez ninguna, que recordase. Él prosiguió caminando, sabiéndose desnudo y atlético, indiferente a su suerte y condición, así como tampoco sentía una sensación de invasión o discordancia con el contexto desértico e insólito que lo rodeaba.
Traspasó aquella puerta y con ello todo desapareció, encontrándose entonces en un pasillo circular sin paredes o puertas, dorada su superficie. De estrecho corredor, aquella estructura se encontraba mayormente vacía, habiendo dentro de ella un abismo morado e infinito que parecía continuar también elevándose por encima del pasillo, aunque clarificándose en su color, dejando entrever estelas de luces que recordaban las estrellas del manto de una noche temprana. De ese cráter emergieron escalinatas de todas las formas y materiales. Algunas pequeñas, otras enormes, tanto doradas o de marfil como de madera y oxidado metal, también curvas o rectas, con escalones limpios y gruesos o finos y desgastados por el uso o el tiempo. Aquellas escaleras ascendían a una velocidad que iba acelerándose cuanta más altura ganaban, hasta fundirse con el espacioso azul celestial que había sobre sus cabezas.
En efecto, no solo la suya, sino la de varios. Porque sin darse cuenta la sala se llenó de gente variopinta. Un sabueso con patas de gallina, cubría casi su entero cuerpo de casi tres metros por un gabán gris mientras olfateaba, cuando no estaba a dos patas, el pulido suelo. Una lupa con cabeza humana sobre la lente, cabeza fea e inexpresiva que uno imaginaría que sería dueña de un cuerpo fofo y desgastado por llevar existiendo más de diez lustros, se encorvaba dando la impresión de no ser de metal, igualmente buscando alguna clase de vestigio sobre el suelo. Criaturas diferentes y de lo más inusuales imitaban ese comportamiento, o bien se atrevían a dar un salto o sencillamente un paso para alcanzar alguna de las diferentes escaleras. Todos los que hacían esto último se fundían, a determinada altura, con alguna de las luces en forma de cuatro puntas con un centro esférico y de un color brillante que no recordaba haber visto jamás nuestro protagonista.
-Perdone, señor, ¿podría ayudarme?
Un niño, o eso debía ser, habló cogiendo sin permiso la mano de quien contemplaba todo aquello sin maravillarse aun siendo la primera ocasión que asistía a espectáculo tan inverosímil. El muchachito era una especie de periódico recortado, con cejas, ojos y el límite de su contorno dibujado a tinta gruesa y curiosamente flotante sobre aquel papel que sonaba como tal con cada animado gesto que hacía el chiquillo. Retrayéndose y alargándose, planeando para moverse, se dispuso mirando frente a la luz más resplandeciente y grande de todas. Pronto ocupó el espacio de varias de sus hermanas, y las escaleras se convirtieron en la misma fina arena que primeramente él había pisado, desvaneciéndose y precipitando hacia un abismo azul a todos quienes las transcurría.
-Necesito llegar allí -pidió el crío, impasible aun tras ser testigo de la suerte de aquellos que acababan de caer.
Y él también. Con completa disposición, sin explicarse, sin replicar, nuestro hombre transformó su plateado y desnudo cuerpo en una escalera como la que usan los bomberos desde sus camiones, blanca y extensible, y como si consciencia tuviera se abrió hasta que su límite reposó sobre el haz sólido e inferior de aquella estrella. El niño y varios seres se desplazaron, aferrándose a sus piezas o bien volando, usando la escalera; usándole a él. Llegaron a esa luz y cuando el último de ellos la traspasó el protagonista se sintió quebrar por un peso que lo azoró de golpe. Se despedazó, cayó al infinito azul, sintiéndose ahogado, pesado su derredor, creyendo distinguir el característico sonido que emite una cisterna al activarla.
Cuando despertó se vio a sí mismo desde arriba. Estaba en el cráter de una de las muchas lunas que decoraban el espacio que emergió de golpe aun sin sorprenderle. Abrió el portón de madera practicado sobre la roca lunar, tocando una trompeta, un enano revestido en una armadura de caballero y sobresaliendo su inmensa nariz, más grande que el instrumento, del yelmo. Aun en el espacio, sonaba, pero carente de absoluto estilo y belleza musical y recordando más bien el ruido de flatulencias descaradas. El mismo guardián golpeó con la boca de la trompeta el suelo y en lugar de un sonido, emitió un resplandor, uno que se proyectó hasta alcanzar la puerta. De ella apareció una figura, conformada de otras muchas, sobre un transportín que se movía solo. A su lado, comas, como la que separa esta frase, giraban cuan puercos espines y de su estructura negra se averiguaban filamentos que, de una forma graciosa, los transformó en erizos de mar y, como si estuvieran bajo eso mismo: un mar, flotaron hasta perderse a la altura en la que se fueron distribuyendo, convirtiendo su oscuridad en espirales coloreadas o auroras embellecidas.
-No entiendo nada -protestó el último en llegar al cráter-. ¿Y tú?
-No es lo importante entenderlo -replicó, absorta su atención en quienes lo habían dejado allí, solo, frente a aquel individuo del que no sentía que emanase nada positivo.
La cosa frente a él era tan bella como repugnante. Entre los trozos que lo componían había una suerte de pringue que recordaba al petróleo. Dos medias lunas, una de acero la otra de lo que parecía pan demasiado tostado, conformaban la supuesta cabeza de aquel ente. En cada una de ellas había un ojo y eran los dos elementos más separados de ese cuerpo, sujetos al mismo por aquel líquido como si la sangre del mismo fuera. Su boca posiblemente se hallaba antes de que comenzara lo que parecía un tonel previo a volverse un círculo, pero la madera era negra y no parecía de ese material. Los brazos eran basura apilada y cohesionada, desechos, que ganaban una bonita forma como si de una obra de collage viva fueran, y las piernas parecían enterradas en el transportín, el cual semejaba ser el cabezal tumbado de una cama señorial.
La esclerótica del ojo más próximo a la media cara orgánica tornó su color, hasta volverse de uno rojo sangre, y a la vez varias rocas que rodeaban a aquel sujeto levitaron y se juntaron por encima de él, acumulándose hasta convertir su amorfa estructura en la corona más regia que monarca alguno haya llevado jamás.
-No preguntes, no oses discutir mis mandatos. Postraos.
Lo hizo, el humanoide atlético, aunque le doliera todo el cuerpo.
-Sois bueno, muy bueno. Pero yo lo soy más -la voz que emergía de aquel batiburrillo de enseres que se creía rey sonaba tan amable como falsa-. Ayudadme y os devolveré el favor con creces, pues ese es mi poder.
-Si tan poderoso eres, ¿por qué no entiendes lo que pasa? ¿O por qué te preocupa no hacerlo? E importante, si como presumes eres mejor, ¿a razón de qué me necesitas?
La pregunta se formuló desde la humildad y el pavor, actitud y emociones que no asumió el llegado rey, pues por deseo o desconocimiento optaba por invalidarlas hasta en la menor de sus apariciones. El que lo anunció, el trompetista canijo, se convirtió en un tercer ojo, y dando con los otros dos muchas vueltas se unieron hasta quedar solo uno. El color era invertido al normal, iris y pupila blancos y lo demás azabache. Lanzó un haz al firmamento y destruyó un satélite. Viñetas de cómic con boom, y bang, acompañaron los fragmentos pedregosos que a sí mismos se lloraron cuando se volvieron en finas y fulgorosas lágrimas. Él también percibió la pena dispersa, sintiéndose lejos e imposibilitado para asistir a las heridas piedras.
-No lo voy a hacer yo todo, ¿no? Calla y ayuda.
Y así, nuestro amigo y sirviente se enrolló sobre sí mismo, como una de esas comas o erizos que se escaparon de su emperador, y cuando se levantó era una mochila de tela, como la que llevaba cuando de pequeño iba a la escuela de primaria, que de su interior sobresalía un cohete.
Con parsimonioso avance, aquel monarca supuestamente poderoso lo agarró con sus manos, terminaciones de unos brazos que se alargaron como ajenos a la realidad que los sometía, y al tiempo que se acortaban nuestro hombre, siendo su vista realizada desde el tope móvil y abierto de la cremallera de la mochila, contempló como aquel ser se convertía en un apuesto astronauta con traje blanco. A él acudieron dos sirenas con sus cabezas protegidas de la potencial falta de oxígeno, pero sin estar conectadas a ninguna mochila que se lo facilitara, solo envueltas sus bellas caras y pelaje en unos cascos que parecían burbujas de agua y que en ellos escritos había distintas marcas comerciales, ocultando sus sombríos semblantes pero no enmudeciendo la hipócrita risotada. Se agarraron a los fornidos brazos de aquel explorador y, gracias a nuestro fantástico adaptador, volaron al espacio y más allá.
Una humareda lo ocupó todo. Cuando regresó en sí halló a una mujer vestida de bruja sentada en un banco de una calle de estilo victoriano. En el aire se hallaban estancados relojes, una multitud variada de los mismos. Los había modernos que marcaban la hora con números de neón, los había tradicionales con decorados artesanales, e incluso varios de cuco cuyo anunciador permanecía dentro de sus casitas de, seguramente, origen austriaco o alemán.
Todos ellos marcaban una hora distinta e incluso algunos exponían cifras incoherentes para el propósito que habían de compartir, pero todos transmitían, sin embargo, la estresante sensación de que a él le faltaba el tiempo.
Las rocas del pavimento sobre las que iba desplazándose, en aras de acercarse a esa persona que lo llamaba con su mano, se veían afectadas por su atrevimiento. Se arremolinaban y convertían en la arena con la que comenzó su aventura, o bien le quemaban al convertirse en lava cuasi sólida, o hasta le resbalaban al haber bajo su pie de pronto una plataforma de hielo pequeñita, o le hacían sentir torpe y abusador cuando aplastaba un césped inocente con una flemática pisada. En su corazón nacía un miedo provocado por las circundantes casas de estilo londinense, pues aunque sabía de su presencia no las veía, pero algo le decía que tramaban algo contra él, al desplazarse, cosa que solo hacían cuando quedaban ocultas entre la bruma o se disponían a su espalda, sobre las patas de tarántula que constituían sus cimientos.
Oía rumores a la vez que tropezaba o le dolía al avanzar, rumores en susurros proyectados desde esas viviendas que albergaban también seres inhóspitos. Cuan ratones que huyesen de la luz, aquellos insectos gigantes de yeso y arcilla prometían traicionar la propia naturaleza para emerger de entre las sombras y asaltarle.
La mujer removió sobre su sien el sombrero y, del interior, extrajo lo que parecía una escoba de madera robusta. La tendió encima del banco impidiendo, siendo de ello consciente o no, que nuestro amigo pudiera sentarse junto a ella. Lo miró con ojos radiantes y verdosos, desde un rostro cuya visión agitaba las paredes del corazón por la hermosura que tramposamente emanaba, pues su composición era cubista y absolutamente contrahecha en comparación con el de cualquier semblante sin desfigurar. Sus labios, el trazo rosado que lo constituían, se transformaron en teclas de piano que parecían ser golpeadas por el mismo viento que ululaba moviendo las manecillas de los inútiles relojes.
-¿Qué hora es? -sonó música de ese parco y disimulado instrumento femenino.
Sintió alivio, el protagonista, al percibir que el requisito no era un imposible a pesar de la multitud que parecía observarle rezongando y malhumorada desde aquellas tarántulas victorianas. Todos los relojes se aproximaron hacia ellos al tiempo que el aire se fortalecía, conformando el espacio por ellos tolerado el interior de un pilar de contradicciones que impedía observar lo que de sí fuera ocurriera. Daba lo mismo, sentía él, pues no precisaba de esos relojes ni de que cualquier otro pudiera hacer la sencilla labor que él, aun sin deseo, llevó a cabo.
-Son las doce aquí, pero no en todos los lugares -congratuló a la bruja, siendo un despertador tradicional con azulados brazos y llevando relojes iguales en estas flácidas articulaciones.
-¿A mí qué más me da la hora que sea en cualquier otro lugar?
Lo observó indistinta, le hizo sentir que daba lo mismo que le hubiera ayudado. Sacó de su sombrero algo nuevo, una tira recortada de papel de periódico con forma de niños que se daban la mano. Lloraban, gritaban, solicitaban auxilio, las letras en ellos impresas reportaban terribles noticias y, aunque no lo hubiese leído, lo presentía, bastaba con escucharlos directamente y no leer aquella tinta corroída por la tormenta que se avecinó pronta.
Sin percibirlo, el sombrero se desgarró al tiempo que se agrandaba hasta manifestar un toro con anilla en su hocico y de furiosa expresión. Tan azabache era su pelaje como el cielo en el que se perdió junto a una carcajada la bruja volando en su escoba. Resopló la bestia tres veces antes de estornudar y abrir mucho su boca, aspirando los relojes que había en su proximidad. Se fijó el fantástico adaptador que había un botón en su negro cuello como los brillantes de las regletas para saber si están encendidos, y que este emitía un característico fulgor eléctrico y verdoso. También reparó en que solo tragaba los relojes, que nada más, ante lo que tan rápido suspiró aliviado como se acongojó, a razón de que aún continuaba siendo un despertador. Sus muñecas quedaron vacías, procuró agarrarse a una farola negruzca y de metal, cuya bombilla otorgaba la única luz que restaba en aquella calle nocturna.
La farola se contrajo y encorvó, tomando la forma de un peine de cinco púas. En cuanto a la bombilla, decidió volverse una pelota de beisbol que se coló en el espacio habido entre el peine y nuestro adaptador, convertido este sin percibirlo en un cometa colorido que semejaba ser una carpa pez. La bola pequeñita golpeó uno de los dos finos cordones con los que la carpa resistía la aspiración, sujetos a una púa que, para más inri, se despegó del peine. Voló hacia el toro cuya boca se había vuelto un conducto de material flexible en cuyo interior podía verse un apagado tono azul, hasta que sintió cómo chapoteaba él mismo sobre el agua.
Mareado, emergió de un riachuelo de golpe renovado y le gustó lo que hubo frente a sí, todo distribuido en una pradera de césped corto a lo largo de una cuesta poco pronunciada y ascendente. Cruces que simulaban ser tumbas de palos de caramelo con líneas rojas y bien blancas o amarillas, luciérnagas con aguijón que cogían polen de flores que danzaban, suspendidas en el cielo azulísimo y veraniego, al son del animado jazz que aquella banda de hombres y mujeres negros interpretaba próximos al estrecho riachuelo. Les saludó y uno de ellos respondió con cortesía tocando su armónica plateada.
Lo más impactante era la lluvia sosegada de cerezos que emanaban de aquel árbol de su color, que por encima del tronco tenía aquella cabeza blanca de gato cuyo pelaje, azorado por una armoniosa brisa, parecía desprenderse constantemente e iba transformándose en esas hojas que se entremezclaban con las coloridas flores bailongas y las luciérnagas que se creían abejas.
-Qué paz, ¿verdad?
La voz del gato-árbol resonaba como el golpeteo de la corriente de una cascada contra su estanque, mas con una meridiana claridad. Preciosísimos zorros con ojos de azul fuego que parecían llamas y máscaras que ocultaban la zona superior a sus hocicos emergieron de madrigueras que de golpe aparecieron rodeando aquel ser imponente.
-Qué traviesos son, pero qué bonitos e inofensivos. No hago más que regalarte cosas, ¿verdad?
Aquella estática criatura parecía insegura, necesitando recurrir tanto a una coletilla. Asimismo, nuestro hombre no estaba con él de acuerdo. Parecía reinar ahí, por su magnificencia en tamaño y la posición que ocupaba en aquel radiante edén, pero, como tal, él no había ordenado nada. Los músicos tocaban improvisaciones porque parecía nacerles del alma, los zorros escarbaban las madrigueras a la sombra del cerezo gatuno ajenos a cualquier temor o respeto que este pudiera levantar, las luciérnagas participaban de un delirio colectivo que las animadas y joviales flores no censuraban e incluso celebraban.
Fue a replicar cuando, carraspeando en esa melódica y potente voz, el gato cerró sus ojos en expresivo recelo y movió su peluda cabecita. Del tranquilo manto verde surgieron nudosas raíces a gran velocidad, destrozando su superficie e hiriendo a las plantas, asustando a las luciérnagas que brillaron emitiendo un elemento contrario a la luz, como una sombra que supusiera un agujero que tragase para sí misma la sustancia. A punto estuvieron de alcanzarle las gruesas raíces cuando, valiente, adelantó una mano.
-Basta -añadió voz al ademán, con entereza y serenidad.
La irascible expresión del gato pudo que provocase su completa pérdida de pelaje. Un manto de cerezo cayó de golpe rodeando el tronco, y acompañados por los juguetones zorros aparecieron desde la izquierda de nuestro amigo un plátano con uniforme de limpiador y un samur��i que, en lugar del casco, poseía una cabeza de motosierra. Encendió su cabezón y cortó de una tajada que apagó toda luz por un corto instante, quedando entonces la oscuridad de las asustadas luciérnagas reinando junto a un haz platino y curvo. Volvió la rebosante luz veraniega al tiempo que la cabeza peluda y rosada gatuna, tumbada de lado y a la izquierda de su cuerpo amaderado, observaba con inquietud a quien se arrancaba la piel azulada, como si de una serpiente se tratara, para convertirse al fin en sí mismo.
Un tranquilo individuo amante de las series de ciencia ficción y de su trabajo, por muy por saco que le diesen en este.
-Seamos razonables, ¿verdad? -sugirió el gato, sonando esta vez como si proviniese su voz de la putrefacta garganta de un adicto fumador que entonces se encontrara bastante regada de güisque.
El oficinista miró al plátano que recogía las bonitas hojas, evitando con habilidad y preocupación que sus blandas piernas fueran víctimas de las vehementes dentelladas de topos con cabeza de mono que sobresalían de entre las marrones extremidades que había antes creado el árbol-gato.
No entendía nada, no entendía cómo había llegado hasta allí. Solo sabía cómo se había ido sintiendo y cómo se sentía entonces. Harto.
-¿Quieres la verdad? Te diré la mía. Parece que solo valgo cuando me dispongo a partirme, amoldarme, sacrificarme, disponerme a que otros se valgan de mí. Estoy cansado de sentir que ayudo a todo el mundo y de que no puedo pedir ayuda.
-Quizá es que no quieras pedirla, más que no puedas.
Eso lo sugirió un conejo con monturas y casco del mismo color que el de la vespa en la que iba montando, no frenándose a escuchar lo que pudiera contestar nuestro hombre. Sabedor de que no era más que otro monstruo insensible de aquel prometido edén y auténtico infierno, se cruzó de brazos dispuesto a continuar explicándose. Se ajustó la corbata, roja y en ella símbolos verdinegros de uves que le transmitían la sensación de estar haciendo lo correcto.
-¿Cómo puedo pedir algo a quienes solo se dirigen a mí para pedirme algo a su vez? Claro que pido favores, a mucha gente. A muchos que a su vez me los piden, es natural y no pasa nada. Pero hay otros que me drenan toda energía, que son insufribles, y todos estos son algunos de mis compañeros de curro. Es el becario que se ha aprovechado de su falta de experiencia y mi amabilidad para tomarse sus prácticas como unas vacaciones, a mi costa. Es mi jefe prometiendo promocionarme cada vez que termina de regañarme para hacer que el trabajo que solo debería corresponderle a él lo termine haciendo yo, así como reiterarme de que si sigo en este puesto es porque él quiere, chantajeándome para que vaya a por sus cafés y se los pague yo, así como que mismamente le organice la agenda para que pueda citarse con su amante sin que su mujer se entere y luego dárselas de guay y encima ser cariñoso con su esposa, el muy…
-Guau, parece surrealista -opinó uno de los zorros, de golpe más alto y bípedo, trajeado parecidamente a él y mientras imprimía bocetos que parecían haber sido hechos por niños pequeños en una máquina ancha y de la mitad de su tamaño surgida como aquella banda de músicos que aún continuaba tocando y como cualquier otra cosa en ese universo, de golpe y porque sí.
-Surrealista tú, esto lo que es, es injusto.
-Menudo zorro -opinó lo que debía ser una zorra, que iba a patines y llevaba un traje amarillo acabado en una larga falda, y que repartía bombones a todos los presentes lanzándoselos con una escopeta cuya corredera se accionaba sola.
-Sí, sí. Pero no es el único. Luego está la añadida de la empresa que tenemos contratada, que actúa aquí como subdirectora. No pide en especial nada de otro mundo, solo cosas pequeñas y que no me costaría dárselas o hacérselas a nadie, como que me quite de en medio o le diga qué hora es. Lo fastidioso de esa tía es que actúa como si no existieras, que solo trata contigo y de repente no eres transparente cuando le interesa.
-Pues a ella no le gusta precisamente pasar desapercibida -puntualizó un camaleón, también bípedo, cuya cola era arcoíris y que vestía con una túnica y capote parecidos al de un obispo cristiano.
-¿De dónde sale toda esta gente? En fin. Y luego está el director de la compañía, quien no para de jactarse de que esta empresa cumple todos los estándares ya no solo de lucro, sino de ambiente laboral. Me pregunto qué valoraciones realmente hará, o a quien preguntará, ese cretino que se cree que el mundo está en deuda con él para realmente creerse lo que se cree.
-Pues parece que es hora de que des un cambio -habló una voz a su espalda, una que le resultó familiar-. Quizá de que dejes de adaptarte a las necesidades de todo el mundo tan bien, ¿no? Porque, efectivamente, quizá a ellos les haces creer que tú estás conforme. Tal vez el becario piensa que eres un compañero sólido y que él ya hace lo suficiente. Puede que tu jefe considere que, por su puesto y los informes favorables que hace sobre ti, tiene todo el derecho del mundo a encargarte cosas que a él le dan vergüenza. Quizá aquella supuesta pretenciosa no entabla conversación contigo porque es más tímida que presumida; la verdad que los favores que te ha solicitado no son nada de otro mundo. Puede que el director necesite que alguien le recuerde que desde arriba las cosas se distinguen de una manera distinta que a tu misma altura.
-Yo… solo sé cómo te sientes tú.
Efectivamente, quien le había hablado era su parte estoica. La misma persona, que con entereza jamás brindaba al ajeno cosa distinta a una sonrisa y una mano tendida.
-Te necesito, pero prefiero seguir pensando bien de los demás -respondió el aguante personificado.
-Dejémonos de transformar en todo aquello que quieren y a ver si realmente valen tanto la pena. Pero no es mi responsabilidad si fallan, si nos decepcionan y no cambian.
-Es la de los dos cuidarnos.
-Pero no cuidarles.
-Siento que, si no lo hago, yo no lo mereceré.
-No es cuestión de merecer, es cuestión de responsabilidad. Es solo nuestra atendernos a nosotros mismos. Y te aseguro que nace con naturalidad devolver los gestos de cuidado del prójimo. Pero tú no los estás recibiendo, no. Los estás dando a quienes están olvidándose de velar por sí mismos también, de evolucionar. Se están estancando en su egoísmo. Así, al final, te adaptas tú por ellos y eso resulta solo realizable en la fantasía.
-Me cuesta aceptarlo.
-Pues despierta.
Y chasqueando los dedos desperté con una buena lección aprendida y sabiendo que aquel monigote azulado, protagonista de aquel sueño surrealista, era la reencarnación de los consejos de aquellos que, de forma natural, me habían a mí escuchado y ayudado.
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jjturvaroescritor · 2 years ago
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Desavenencias y armonía
Impregnados de su sangre se sostenían los juncos de bambúes apenas sensibles a la brisa que de súbito se había convertido en fuertes ráfagas discontinuas. El rojizo líquido saltaba de unos a otros troncos delgados, así como a la hierba alta, y recorría la pedregosa superficie sin tener un fin fijo mas sí un origen establecido. Suponía el recuerdo perenne para las divinidades de la naturaleza, pero imperceptible para los impasibles propios elementos sobre las que estas reinaban. Aquel combustible vital desperdigado tempranamente sería absorbido por los espectadores a la contienda que había acontecido en sus dominios sin haberla ellos autorizado, tampoco negado, y los días, años, siglos y enteras eras se darían sin que en esas plantas o insectos quedase guardada la impresión que sí compartieron ambos batientes.
Pues este relato recoge la decisión a causa de la desgarradora historia que unió a dos humanos convirtiéndolos en enemigos y haciendo de cualquier gesto de reconciliación y diplomacia un imposible. Pero como si supieran la senda que el caprichoso sino les había a los dos deparado, aun consumidos por un odio y una resolución a matar a su rival, abrazaban gustosos, comprensivos y con sumo respeto ya no solo el evento propiciado, sino la motivación en su enemigo.
Distraeros con los pormenores que a cada uno le condujo a sostener en sus manos la catana de su respectivo clan, sería insultar la propia naturaleza que implícitamente ambos guerreros decidieron que determinaría su duelo. Pero dudar de la trascendencia de esos motivos por un solo instante sería menospreciar la fuerza y la esencia habida en dos espíritus inquebrantables, construidos con distintos peldaños cada cual, empero robustos y firmes todos y cada uno de ellos. Escalones conformados de las enseñanzas de antiguos filósofos y guerreros vivos como muertos; de los relatos de la antología familiar de la que cada cual supo discernir su leyenda y autenticidad; hecho a base de la explotación de relaciones humanas observadas y analizadas a través de múltiples experiencias y contextos que toleró la inclusión en sus corazones de un espectro de personalidades y actitudes diversas. Eran ambos contemplados como potenciales enciclopedias de la acción y el saber, por sus aliados y oponentes, mas distaban de estas en que albergaban en sus caparazones no solo el corazón y el saber de múltiples agentes, sino además el propio.
Poseer una particular alma finalmente propiciaba unos resultados comportamentales distintos a los que un libro en una alacena poseería, y aquel funesto día mostraban con determinación el hecho irrefutable de que, por mucho que ellos mismos u otros interesados no lo desearan, eran más que una suma de conocimientos. Eran también pasión.
Y esa candente vehemencia dominaba entonces sus músculos y la dirección y fabricación de sus hormonas, los hacía sudar y enfocar en su visión la única cosa que pretendían no entonces desestimar. A su rival. Corriendo se aproximaron, e intercambiando unos envites y bloqueos ganaron nuevas posiciones sin más consecuencia que el raspamiento del brazo de una de sus togas y un superficial corte en la mejilla del contrario. En los intensos y veloces intercambios partieron en dos un bambú alejado de sus pares y removieron las caídas hojas de un cerezo que, impasible, era el principal testigo de su encuentro en aquel hermoso jardín.
La negruzca arena movían con las sandalias al avanzar de forma sinuosa lateralmente, ambos pretendiendo confundir a su adversario. Chocaban entonces por unos breves instantes, con completa intención asesina, y los dibujos de aquellas serenas serpientes cambiaban hasta convertirse en rayos sin nubes que aparentaban sostener un anhelo de destrucción compartido con sus dioses creadores.
Cuando atacaba el primero, memoraba rostros risueños de jóvenes que disfrutaron de su compañía y enseñanza a través de los ingeniosos juegos que para ellos diseñaba. Cuando defendía el otro, sentía cómo su progenitora descansaba en el tatami mientras a través de la tensión que ejercía en los hilos de su arpa regalaba a los sentidos de su hijo una melodía que siempre en él permanecería. Cuando este devolvía el acto ofensivo, ambos rememoraban la recogida de desperfectos que aquella severa tormenta propició al castigar los templos y castillos de todos los clanes de la villa. Cuando sentía fallar el primero, memoraba el adusto semblante de su progenitor y sus duras pero bienintencionadas palabras, rogándole con disimulo en su crítica que fuera él el futuro protector de todos los seres queridos que a ellos conectaban la sangre y las vivencias. Cuando la fuerza del primero el segundo sentía que lo doblegaba, memoraba a la hermana de su presente rival y cómo bajo los maderos mal puestos de la cabaña del cazador ambos transgredieron toda norma y temor para perder la virginidad.
Los haces relucientes de ambos filos traían en sus silbidos remembranzas y sentimientos a quienes nunca fueron tan conscientes de haberlos adquirido junto a todo el bagaje de enseñanzas teóricas y procedimentales que siempre, sin bombo, presumieron sí poseer. Y aquello aumentó más su respeto y honor, hacia la vida humana y hacia la vida también de su irresistible oponente. Un respeto en su significado, en su comprensión de motivos e historia, en el potencial futuro que anhelaban cortar de raíz pues chocaba contra el desarrollo sano del propio.
Y entonces lloraron, ambos, impelidos a la ceguera física y a la completa visión emocional por factores que pretendieron dominar, aun siendo tan humanos. Lloraron por el revuelto mar de contradicciones que suponía lo que frente a ellos permanecía erguido y desafiante, mas también lo hacían por el transparente aprendizaje que la violencia les hacía aprehender en sus corazones acelerados. El saber realmente la importancia del vivir. Pues diestros y seguros marcharon a ese combate conociendo los motivos del matar y del morir, pero a lo largo de los envites, fintas, cortes y alaridos de júbilo y dolor comprendieron asimismo qué secreto se oculta tras el velo que a todos cubre y se denomina vida. Y este no resulta algo distinto ni en verdad un secreto, mas solo en su temor a la falta es apreciado sobre todas las cosas. Y es por el peligro que entrañaba esa situación que al respeto y al odio se les sumó involuntariamente el secreto que hacía de la vida meritoria a mantenerla y explotarla.
Se amaron.
Y es que, como si de susurros confidentes se tratara, aquella metálica conversación que sostenían revelaba las experiencias del primero y el valor de estas al segundo, y las esperanzas y vínculos de este a aquel. Y viceversa. E imborrable el infinito desdén por los hechos cometidos, su teórico respeto evolucionaba a uno auténtico que los predisponía aún más a su lesiva meta al tiempo que comprendían el inefable valor que residía en la esencia de toda vida.
Un pecado habría de añadirse al otro, y aquello hacía de aquella confrontación una sin potenciales ganadores. Pues para que proliferase la hermosura que suponía el seguir tejiendo de acontecimientos la vida, había que infligir o bien sufrir un severo corte que escindiera en pedazos toda la magia ya lograda en una de esa unión de cordeles. Y en su frenético duelo las trenzas de uno y otro se habían revuelto hasta el punto de confundirse.
El viento se acrecentó y el firmamento se encapotó, recordándoles que la belleza, para ser ella, no podía extralimitarse en duración. Recordándoles la teoría que les movía, el motivo dilucidado primero por vosotros lectores y otros oyentes de esta tragedia, pero no el más principal. Habían acudido a la mutua llamada bien para matar, bien para morir.
Ni una sola palabra emergió de sus gargantas para poder guiarse incluso en una situación como aquella, y estos duelistas, como supondréis, no las extrañaron. El corazón de uno y otro había crecido en familias diferentes, pero ambos habían sido bendecidos por el mismo dadivoso e inteligente dios. En un susurro quedo se dieron, al otro y a sí mismo, las gracias. Las gracias por el respeto proferido, por la comprensión de sus razones que en ningún momento censuraban, por la pureza de sus emociones que los sostenía en aquella horrible pero preciosa disputa. Emociones completas y auténticas, iguales como diferentes, de odio y amor.
Marcharon apesadumbrados, pero con máxima resolución, hacia su oponente en aras de poner fin a la belleza y reducir a cenizas el bosque de árboles ambivalentes que raspaba y hería sus corazones. La sangre marcó el fin de esa melodía, y si anheláis saber de la vida de quién, os responderé con algo que si habéis podido escarbar en la esencia humana de los batientes comprenderéis. Fuera quien fuera el derrotado, ninguna de las dos historias por completo desapareció. Y si ambos hubiesen perecido en tan loable y pérfida gesta, solo se habría adelantado la consecuencia que supondría la futura muerte del que hubiese resultado victorioso. Y la agonía en la duración del combate quedó medianamente paliada, al entremezclarse con una sensación que ninguno de los dos guerreros precisó que se hiciera sempiterna. La armonía que entraña la sensación de descubrir no el motivo, sino la belleza que existe en el mismo hecho del vivir.
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jjturvaroescritor · 3 years ago
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Un reino entre la fuerza y la justicia
La cegó el sol al emerger del lúgubre pasillo hacia la espléndida azotea. Allí un comité de bienvenida festejó por todo lo alto su simbólica entrada triunfal. Simbólica, pues era ulterior a la realmente trascendente, la que se constituía con la primera pisada sobre las losetas que cubrían casi la entera superficie de la ciudad, la que suponía la derrota del ya anterior gobernador y la adición de la conurbación a sus dominios.
Vítores y canciones de músicos y ciudadanos despreocupados porque revolvía más sus corazones el conflicto violento que el de sillas; todos celebraban como si los tiempos de guerra pertenecieran a una leyenda del pasado difícil de memorar. El vino y los elaborados entremeses ayudaban en esa amnésica tarea.
Sin embargo, no compartían tan serena actitud ni ella ni sus comandantes, así como tampoco los soldados y mercenarios a sus órdenes y que velaban porque el orden se mantuviese tanto en esa íntima velada como en el resto de la sitiada metrópoli. Les resultaba imposible retirar con tamaña facilidad las escenas de violencia fijas en sus retinas, o despojarse de la pestilente fragancia que parecía sólida al permanecer incrustada en sus narinas. Visión y hedor de cuerpos y fluidos desperdigados sin ton ni son por preciosos y variados entorno naturales ya por siempre corrompidos.
Aunque su propósito fuera justo y aplaudido por las gentes, tanto de su pueblo como la de los vencidos, jamás podría perdonarse el número de víctimas. Nunca borraría de su alma la mácula siniestra que provoca sostener las tijeras que desligan tantos hilos de vida. Ni en tres eternidades podría justificarse ante los familiares que, a iniciativa suya y por su empecinamiento, habían perdido lo más amado.
Quizá, más que la falta de cautela y el constante recelo que estar en declarada guerra exige, era eso, aquella oscuridad en su corazón. Deseaba pensar que no, que un periodo de paz supondría la restauración de su moral y la relajación de su atención, mas por el momento le era harto difícil tan solo concebir aquella idea. Para ella, fantasear con la paz resultaba tan inverosímil como a cualquier mortal constituir en su imaginación un color que jamás haya visto.
-Por favor, tomad y bebed.
Quien se acercó a ella presumía de una complexión gruesa que malamente disimulaba bajo atuendos claros y coloridos. En su rechoncho rostro carente de lesiones o arrugas dominaba una sonrisa ligeramente camuflada por una barba mal recortada. Ofrecía con una mano una copa ancha de vino vacío y sostenía, con asombrosa facilidad, en la otra una tinaja de arcilla que parecía rebosar de espumoso líquido ocre.
Un color más apetitoso que el rojizo y oscuro que otros muchos convidados a ese evento tragaban. Lo sintió como una metáfora, una perversa, de la sangre que los bosques y manantiales habían tomado para sí de sus leales hombres y mujeres.
Fue a aceptar cuando su mano derecha, la figurada y referida así con ese título, se aproximó. Falta de un ojo, eso no reducía su formidable percepción sobre su entorno, no dejando nada al azar. Probó primero el vino, sin dar tiempo o espacio para la réplica de su señora.
-Ahora bebed vos -exigió al que debía ser un mercador acaudalado.
Mercaderes, figuras de ley y gobierno, asimismo otros personajes de alta cuna o bien hechos a sí mismo, a base de proezas humanitarias o bien extorsiones sin fin. Ella hubiese preferido una participación más igualitaria y la inclusión de todos los estratos de la ciudad en una reunión con el potencial de determinar la paz. De una forma u otra, había de condescender, pues aun siendo una reina poderosísima, tan temida como idolatrada, no podía desterrar las raíces de años de aviesas costumbres y pésimas legislaciones. Al menos, no de golpe.
Suficiente con haber logrado la presencia de representantes de todos los campos significativos tanto de la urbe como de su amplia nación.
Cuando el mercador concluyó la entera copa, sonrió placentero. Involuntariamente, la regente acompasó su ademán con una réplica exacta del mismo.
-Peores ardides han pretendido contra mí, mi querido señor -habló, con esa majestuosa voz que nadie creería que saldría de una garganta perteneciente a un cuerpo tan joven-. Y si la mitad de mi cabello es pálido como la sal acumulada en sus correspondientes minas, es porque los dioses no vieron oportuno mi fenecimiento cuando intentaron envenenarme por vez primera.
La sonrisa de la reina guerrera esa vez fue individual, pues con el terrible relato y el tono de voz que lo acompasó el comerciante quedó hondamente impresionado e intimidado. Con una reverencia, decidió apartarse, no sin antes lograr la comandante que le rellenase dos amplios vasos de aquel vino para poder degustarlo con su señora. La intuición de la militar pocas veces erraba, y ese individuo le despertó confianza.
La reina se colocó en frente de una mesa apartada, en pie, donde y como sus más leales seguidores la aguardaban con un espíritu congruente al suyo. Ni comida, ni bebidas, tampoco floripondios de ninguna clase permanecían sobre un largo tablón que sostenía sobre él un alargado mapa y varios banderines, la mayoría de estos azules. Desde aquel cenador anexo a la sala principal, se distinguía una vista mejor de la entera capital, permitiendo una mirada hacia su zona norte y el ascenso al magnífico palacio que parecía ocupar un cuarto del lugar y constituirse como cima de aquella montaña repleta de vida. Ella restaría espacio al lugar ocupado por el exalcalde al palacio y procuraría reformarlo con la instalación de zonas residenciales y escuelas. Lo había discutido y asegurado desde el inicio de su campaña, y el fuerte orgullo que sentía la convencía de que podría cumplir su promesa.
Por un momento, sintió que transfiguraba en alguien distinto a sí misma, creyó estar al borde de la demencia y lo achacó al extremo agotamiento. Mas la sensación distaba de ser mórbida, era en verdad paz espiritual, solo que años habían transcurrido antes de experimentarla nuevamente.
Rigidizó nuevamente la espalda y suspiró al tiempo que el sol dejaba de bañar su moreno rostro. Retornó con quienes la observaban con amor y respeto, y detectó en ellos un halo de duda e impaciencia. Pero más que fijarse en los semblantes de sus camaradas observó aquel islote próximo aún territorio del enemigo, tiesa en medio de su dibujo una dichosa vara con su banderita roja. Aquel carismático traidor que no sentía sus palabras como mentiras, viviendo en un engaño constante hacia sí mismo que perjudicaba a todos a los que falsamente prometía vivir en una democracia y no en una tiranía. Esa semi península era el último subterfugio de quien, ciertamente, viéndose más entre la espada y la pared de lo que jamás creyó que iba a llegar a estar, había abogado por la diplomacia. Tal como se lo estaba recordando uno de sus coroneles.
-El innombrable ha enviado un grupo diplomático que ha expresado sin tapujos la intención con la que acuden.
El innombrable. En un ataque de ira, la líder así había solicitado que denominasen a su repugnante rival. Solicitado no, exigido.
-Espero que tuviesen intención de hacer ejercicio cardiovascular, pues nada más que un paseo de ida y vuelta van a realizar.
-Señora, si me permitís, me gustaría poder concluir mi relato, así como haceros llegar una solicitud nuestra.
Quien habló fue el mismo coronel. El más anciano de todos los presentes, era un hombre sabio y respetado, tanto por camaradas como por oponentes, libre más que cualquier otra figura relevante del acoso y de la traición de ambos bandos, abrazado como figura diplomática en cada conflicto de los que en su luenga carrera bélica había tomado parte. Era el individuo más razonable y pacífico de los que ostentaba un cargo como el suyo, en una como en otra armada, mas también era bien conocido por lo estratega y hábil que resultaba para la conquista. Tan valorado por su paciencia y transparencia, como temido por su frivolidad objetiva y destreza marcial.
-Proceded -toleró la reina. Tuvo que hacer un ademán de interrupción dirigido a su comandante, quien compartía su mismo ánimo beligerante.
-Vienen a firmar una rendición cuasi incondicional. Permitirán que les sometamos a un impuesto, aspecto que a mi juicio creo innecesario dadas nuestras vastas tierras y al castigo civil que eso supondría someter a su ciudadanía. Además, prometen que negociarán condiciones que dictaminen la vida de su pueblo de mutuo acuerdo con nosotros, por lo que la zona no dejaría de estar influenciada por nuestro espíritu socialdemócrata.
-Hablas dándolo por sentado -puntualizó la comandante, sujetando inconsciente el pomo de su espada-. Las huestes de quien propone ese vil acuerdo han ensartado a nuestros soldados a lo largo y ancho del continente.
-De vil nada tiene ese acuerdo. Ofrece una victoria sin enfrentamiento.
Muchos de los reunidos asintieron y murmuraron cosas favorables al coronel. La reina se sintió abandonada.
-Esa putrefacta rata se siente arrinconada -opinó la regente, apretando los puños que sostenía sobre el largo tablero-, y es por eso por lo que con vergüenza decide arrodillarse fingiendo simpatía. ¿Os fiarías de mí si de la noche a la mañana fingiese un cambio de actitud supremo? ¿Si de hablar con improperios sobre el esclavismo paso a defenderlo con entusiasmo? Viéndose solo y detestado por hasta el último de sus más indecentes lacayos, ha cedido al pavor.
-Os nubla el cansancio y la ira -habló el coronel con absoluta franqueza sin levantar indignación entre los que se atrevían a ser translúcidos con su reina-. Olvidáis que siendo tan solo un niño cayó en sus manos una responsabilidad como la que supone un completo imperio, uno que poco a poco le habéis arrebatado.
-Mejor fortuna que con nuestra confrontación al baboso no han podido tener los ciudadanos de tan castigadas prisiones mal denominadas pueblos prósperos -repuso la mano derecha de la reina.
-Tener solo doce años cuando lo proclamaron rey y una completa ausencia de educación en humanismo fueron los condicionantes de su gobierno cruel. Él no tuvo la culpa de recibir esa paupérrima enseñanza. Pero la rápida lección que ha debido de aprender por el reto superior a sus capacidades que vos le habéis supuesto le han transformado. Al final, os sostenía en batalla por la mera costumbre, por el orgullo y la inercia habidas en un conflicto que se remonta ya a medio lustro.
-¿Podéis asegurar que su pacífico movimiento es razón de su alma renovada? ¿No puede tener que ver un temor que, naturalmente, a cualquier déspota lo avasallaría viéndose tan mordidos sus dominios? -cuestionó la reina.
Deseaba escuchar con templanza las palabras que edulcoraban una propuesta dirigida hacia ella por parte de un hombre cuya fidelidad era, sencillamente, incuestionable. Porque no respondía su lealtad a los nombres que ocupasen los tronos, sino a los principios con que estos y estas rigieran sobre sus súbditos. Y el coronel no olvidaba la promesa, no tan solo de renovar el palacete, sino de reforma más profunda y social de la que entonces iba a convertirse de reina a emperatriz. Un título más que un cargo definitivo pues las decisiones las tomaría un gobierno que, elegido por la muchedumbre, la representase.
-Os puedo asegurar la preferencia del pueblo por el que os levantasteis. Ellas y ellos anhelan el fin del derramamiento de sangre, de la destrucción de hogares y del desdén que se profieren unas gentes a otras por no más razón que la bandera que ondea sobre las torres de las fortalezas que contienen sus ciudades.
-Por unos meses más podríamos asegurar esa realidad por completo, eliminando al gusano y haciendo que todo el continente fuera nuestro -propuso, mas con voz debilitada, la comandante-. Merecemos el pastel completo por la empresa que hemos liderado.
-Todos desconfiamos de aquel muchacho, pero yo he tenido la oportunidad de estudiarle de cerca. De conocerlo y ver su evolución. No es la misma persona fácil de influir y desatendida de los problemas que acuciaban su reinado, permisiva con los buitres que por entonces eran sus consejeros. Es alguien cambiado, capaz de cumplir con la paz que promete.
-Si no la cumple, no dispondrá de más alternativa que su exterminio -defendió otra oficial al coronel.
-Mi mano derecha está en lo cierto -habló la reina, con furor. Sentía cobardes a sus compañeros-. Podríamos sitiar la isla y eliminar todo fétido rastro de quien este maldito príncipe un día fue. Podríamos liberar a su gente.
-Si cumple con lo que el coronel augura, ya estarían libres y menos gente moriría -argumentó la comandante más fiel, su amiga íntima y, por supuesto, mano derecha.
Todos y todas le habían dado la espalda. Pensó, eso sí, que quizá no a ella y sí a una idea suya.
-Mi reina -llamó, afable, el anciano militar.
Posó la reina su vista en la mano extendida del mismo. Apuntaba hacia todos y todas los reunidos que celebraban la potencial paz.
-Esto es lo que desean, y por primera vez en largo tiempo sienten que el mundo que habitan se lo ofrece sin impedimentos. Nosotros no solo en la batalla hemos de sacrificarnos, sino en la paz. Pues las tinieblas que acuden a nuestro ser doblegándolo en el odio y en el deseo de revancha son incompatibles con los deseos de aquellos por los que luchamos.
Sintió entonces que era ella quien estaba dando la espalda, y que se la mostraba como una generadora de sombra a quienes se debía. Se volteó. Y atendió con plena libertad y consciencia lo que ocurría frente a sus narices. Celebraban la paz, una que ella no había siquiera contemplado hasta que le habían insistido en su posibilidad.
-Sé que os aconsejo pacifismo con quien no solo ha cometido atrocidades con quienes ha gobernado y con quienes estaban libre de su yugo, como vuestros padres. Pero es en este momento de completa superioridad cuando más desafío recae en vos. A vuestro horizonte se expande un reino que habréis de dirigir entre la fuerza y la justicia, y largo tiempo os han guiado estas por igual, mas llega una era que os solicita más el uso de la última para el contento de los aldeanos y aldeanas de todo el continente. Sé bien la decisión que tomaréis, por ello en ningún momento he desertado de vuestro lado.
-Ni yo -habló la oficial que participó antes.
-Ni nosotros -corearon varias veces de personas que confiaban en su, aun castigado y sensible, honorable corazón.
-Tomaré la decisión que tomaré por codearme con hombres y mujeres como vosotros -halagó la reina, quien principalmente buscó y halló la aprobación de su comandante y pareja-. Muy bien. Traed vino, preparaos para bailar y cantar. Pues, aunque nos sea difícil, hemos de participar no solo de la guerra, sino también de la paz.
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jjturvaroescritor · 3 years ago
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Algo que no se entiende...
Ya había pasado el control de seguridad. En otros viajes, aquel trámite le suponía un suplicio emocional, un desgaste innecesario pues en verdad resultaba minúsculo el requisito físico para pasar por el arco detector de metales y responder a la sosegada o mecánica petición del vigilante de turno que te obligara, en caso de tener mala suerte, a un control, ulterior a aquel pase por la caprichosa puerta, en absoluto minucioso.
Pero estaba tan centrada, consumida u obsesionada con las vivencias de su última semana con la que concluía el mes de julio que incluso sobrellevaba sin dificultad las pesadas tareas, como había sido la de arrastrar su maleta de veinticinco kilos y de ruedecillas desgastadas desde la puerta de su lujoso hotel hasta el puesto de facturación y discutir con el trabajador de turno para que le dejase, a pesar del sobrepeso, facturar sin costes adicionales.
¿Y qué había pasado esa semana de verano en la bonita isla de Mykonos que tenía tan absorta a nuestra amiga? Dejad que os lo cuente ella misma.
No diré mi nombre, tampoco el suyo, pues me refiere el narrador que para mantener sus historias al acceso de todos aun naciendo estas desde él, prefiere eludir esa responsabilidad. ¿El nombre de quién además del mío? De quien me azoró el corazón como jamás persona alguna ha hecho.
Todo comenzó el veintitrés de julio, por la noche, un mes más tarde a la celebración que en las playas de España hacemos de San Juan y que algunos, como yo misma, aprovechan para empapar sus pies en la templada orilla y pedir un deseo mirando al firmamento oscuro y, con suerte, estrellado. No me acuerdo de mi deseo de entonces o de si en la noche más larga del año podían apreciarse muchas estrellas; seguramente mi anhelo consistiese en algo de que me fuese bien en la universidad y que la carrera que elegí de periodismo me diese una digna salida laboral. Ese mensaje de ser prácticos con lo que se estudia de cara al futuro, de mi padre el cardiólogo, siempre lo he tenido muy presente. En contraposición con el de mi madre, la escritora, que a momentos pasa por baches y a momentos es medio famosa. Pero, lo siento, no he venido a alabar la profesión que puede tener un periodista ni a hablar sobre mí o mi familia, sino sobre la historia que ha provocado que me sienta como si mi alma fuera algo sólido que hiciese reventar mi cuerpo para salir de esa prisión, una sensación que puede parecer horrenda pero que, sinceramente, no describiría yo como tal.
Me cuesta, me cuesta muchísimo, en especial habiendo transcurrido tan poco tiempo, ordenar mis ideas y expresar para mí el significado y la trascendencia que esta semana ha tenido en mí. Por ello, tras darle vueltas mientras venía en el autobús al aeropuerto, he preferido limitar este relato a lo que me ha pasado, y poco más.
Ya lo cuento, sé que puedo ser pesada, pero es que menuda pasada de semana…
Todo comenzó con esa fiesta, serían las once de la noche, o antes o después. Yo había venido con quien era mi novio y sus amigos, que no los míos. Se suponía que iba a ser un viaje de exploración, de conocer nuevos lugares, de estimular nuestra cultura yendo a museos y visitando grutas y playas protagonistas de los mejores paisajes; pero aquella tarde, desde las cuatro, hora a la que llegamos, mi exnovio supongo y los capullos que le admiran se limitaron a holgazanear en el hotel, explicando que estaban muy cansados, y él en concreto también se las urdió para engañarme, diciéndome con traidoras y dulces palabras que por la noche iríamos a cenar y nos acostaríamos pronto.
Pues de una u otra forma, acabamos en unas de las casas de blanquecino color de la característica zona, esas repartidas a lo largo de las pendientes montañosas aledañas a la bahía. Casa y lugar preciosos, sí, pero yo no podía pensar en nada de eso. Solo en lo estúpida que me sentía por no protestar al ser arrastrada a una fiesta que, prejuzgué, nada positivo podría traerme para las aspiraciones que yo traía para con este viaje. Y quizá acerté, pero subestimé el poder de la casualidad o el destino, pues ella apareció en esa fiesta.
¿Ella? Quien cuyo nombre no conocéis como tampoco lo conozco yo. ¿Apareció ahí? Y tanto, me arrojó aposta su bebida, un mojito, a la espalda de la chaquetilla que yo llevaba porque, joder, hacía ahí humedad, se concentraba la brisa y sentía frío a esas horas. La tipa pidió perdón por activa y pasiva, ignorando los huraños o indiferentes semblantes de mi chico y sus colegas, y sin que yo lo consintiera, me agarró del brazo con la excusa de llevarme a un baño. Fue tan adrede su lanzamiento que recuerdo cómo se me coló en el espacio entre la nuca y la rebeca un trozo mal cortado de hierbabuena.
Sujetó con fuerza mi mano y, por alguna razón, no protesté. Me condujo a través de las curvas y alargadas escaleras de aquellos bonitos edificios circulares. No había luz sobre ellas, solo la que la luna proyectaba en una noche sin oscuras nubes. Me acuerdo también de que íbamos rápidas en esa penumbra y pensé que se debía conocer bien el lugar pues me guiaba por sitios pocos frecuentados. Me surgió a la par miedo como curiosidad. Temor por no saber cómo poder volver por mi cuenta e incluso de que pudiera secuestrarme, e interés al suponer que aquella chica de cabello largo y castaño había de ser una local o conocer muy bien la zona.
Aterrizamos en una azotea repleta de gente, el espacio allí era difícil de respetar. ¿Covid? Yo estaba vacunada y ya lo había pasado, y por esa regla de tres cualquier otro sitio podía asimismo ser peligroso. Lo pienso ahora, porque entonces lo que sentía era una teórica rabia, teórica pues debía enfadarme por el ataque gratuito a mi ropa y la conducción no solicitada hacia ese lugar atestado de personas que no conocía. Pero es que nada de ira sentía, y cada vez el miedo se hacía más pequeñito e invisible. Y es que es falso que más vale malo conocido que bueno por conocer.
Porque la chica, en un español infinitamente mejor a mi inglés y qué decir de mi griego, me dijo que estaría más guapa con una pashmina. Me explicaba, mientras me la colocaba alrededor del cuello con una confianza que pocas amigas mías han tenido o tienen conmigo, que el color de la prenda era el ideal, pues suponía un tono intermedio entre el azul de ese cielo que sobre nosotras reinaba entonces con el del mar que se extendía hasta fundirse con el celeste firmamento matutino. Ahí fue la primera vez que me fijé en sus verdosos ojos, iluminado su rostro como por arte de magia por los haces del satélite que, constituyendo toda luz junto a varios faroles cuya potencia no nos alcanzaba, resplandecía con un blanco regio sobre nosotras. Tenía una ligera cicatriz bajo uno de esos mismos ojos, no recuerdo si el derecho o el izquierdo, unos labios finos pero largos, y una cara delgada, cubriendo sus orejas el mismo cabello que parecía una extensión de su tez morena.
Quise protestar, decirle que me esperaban sin ser verdad, al menos explicar que improvisar de esa forma me hacía sentir sola y vulnerable, pero no me lo permitió. Era una charlatana, lo supe al poco tiempo y lo confirmé con el trato en los siguientes días, y lo que hizo justo tras ajustarme el pañuelo y acariciar mi rubio flequillo fue pedir disculpas. Dijo que lo sentía por haberme tirado el mojito, que enseguida me servía uno.
-Pero, ¿por qué lo has hecho?
-Porque no te veía a gusto.
Esperé que añadiese algo más, pero además de habladora era como una espía, una que estuviese interna en esa alma mía antes presa. Y, en silencio, volvió a sujetar mi mano hasta llevarme con unos amigos suyos. Antes de que acabasen las presentaciones, de una gente mucho más jovial y amable que la compañía de mi ex, yo ya tenía un perfecto mojito casero en mi mano.
Y me dejé llevar.
Bailamos, escuchamos música que a mí me gustaba o esa noche encontré más placentera, reímos, aprendí algo de griego, enseñé algo de español, y se quedó ella todo el tiempo conmigo. Aquella noche un mes después de San Juan, contemplé sobre el cielo una estrella fugaz al tiempo que estábamos apoyadas al borde de la piscina natural de aquella terraza y mientras ella me decía de una forma filosófica la banalidad que suponía tratar de ejercer el control sobre cosas como podía ser el propio tiempo.
No regresé al hotel esa noche, nadie de con quien había viajado me escribió un tan solo whatsapp. Me desperté con el amigo de esta chica y ella misma saltando de alegría, serían poco más de las ocho de la mañana. Me dijeron que habían cotilleado entre mis pertenencias y que valiéndose de mi documentación, sin pedírmelo, habían pagado ellos un viaje para que me volviese unos días más tarde. Lo primero que me salió de forma natural fue cabrearme, pero ante su impasibilidad y los planes que me ofrecieron hacer, aquella rabia fue mutando en algo que ni siquiera contemplé posible cuando acepté aquel viaje con quienes fui en primera instancia. Aquella mañana, al calor de esas playas recónditas, en la furgoneta en la que viajé con cuatro griegos a los que desconocía por completo; sentí felicidad. O eso creo…
Y fue una sensación que, como mi móvil en la mochila o en el bolsillo cuando iba con los vaqueros cortos, me acompañó durante lo que duró la semana. Esa noche fuimos a una cercana playa, también vaciada de gente, y con varios robustos troncos encendieron una hoguera. Parte de mí quiso protestar, decir que posiblemente aquello era ilegal, que podría meterme en algún buen lío. No lo hice. Quedé absolutamente engatusada cuando uno de sus amigos, también el mío, tocó la guitarra y cantó algo que sonaba a divertido pero, extrañamente, también a profundo. Siguió interpretando aquella canción mientras nos disponíamos en círculo frente a ese fuego que nos acentuaba y mostraba los encendidos y anaranjados rostros alegres los unos a los otros. Traía uno una nevera portátil y extrajo de la misma un pescado maloliente que procuró poner en brochetas y calentar, pero que solo él se comió. De lo que sí participamos fue de las cervezas que también transportó.
Dijeron que además de las birras había una botella de ginebra al fondo, y que la iban también a abrir. Supuse que lo harían, pues sin darme cuenta me encontré dando un paseo con la muchacha protagonista conmigo de esta historia, las dos en silencio, escuchando únicamente apagadas carcajadas y el distante cantar de la guitarra junto al más próximo de las olas al romper que, tan traviesas como respetuosas, intentaban cazar nuestros desnudos pies. Recuerdo que llevaba la misma pashmina, aún en el aeropuerto la llevo, pero no era tanto por frío como sí por sentir que aquel objeto estaba vinculado a que me pasasen cosas buenas. También me acuerdo bien de las palabras que aletearon con vergüenza hacia fuera de su garganta.
-Eres increíble.
Añadió que encontrarme fue como un deseo cumplido, que estaba harta de escuchar cómo yo le daba las gracias por ser tan atrevida y acogedora cuando ella, desde el minuto uno, sintió que mi compañía le había hecho exprimir aquellos días de verano como pocas otras lo habían logrado. Todo eso, en un español medio decente. Yo le repliqué en mi idioma y sin preocuparme de si ella entendía mis palabras, pues percibía que ya comprendía mi expresión. Le contesté que no me lo creía, que ella solo se había apiadado de una tonta que no sabía disfrutar hasta que se lo enseñaron, como si de una niña que está aprendiendo a colorear me tratase.
Ella se limitó a mirarme, durante unos segundos que se me hicieron tan eternos como fugaces, y con una sonrisa de bobalicona me dio un abrazo veloz antes de tirarme sobre la arena. Dimos unas volteretas, me abracé yo a ella para, no sé bien la verdad, y cuando se levantó, yo a su lado, vi que no pretendió como yo sacudirse, sino que fue directa al encuentro de quienes nos habían estado persiguiendo para ser ella quien cazase al mar. Y así se desprendió, supuse, de la mayor cantidad de arena.
Antes de que pudiera reaccionar y aun estando a casi medio kilómetro de distancia de nosotras, sus amigos e incluido el guitarrista, se despojaron de toda su ropa y marcharon al encuentro del apacible Neptuno. Yo me quedé quieta, observando más con timidez que interés sus desnudos cuerpos corriendo hacia una meta llamada diversión. A mi lado y sin oírla, apagada su silenciosa aproximación por los gritos de júbilo y los chapuzones que a bastantes metros yo veía como hipnotizada, apareció empapada mi mejor amiga. Con esas palabras me referí a ella en mi cognición, mi mejor amiga, porque había algo en ella o en su trato que me hacía sentir más especial de lo que otra persona había logrado hacerme sentir en mucho tiempo. O quizá nunca.
Me agarró con sus dos manos la muñeca pensando que iba yo a oponerme, y cuando me escabullí sin esfuerzo emitió ella una sonora carcajada al ver cómo me arrojaba yo hacia el principio del mar, más de plancha que de cabeza. Bailamos juntas, nos reímos, gritamos a sus amigos lo que supongo era la palabra guarro en griego, γουρουνάκι, después de que yo misma le pidiese que me tradujese esa palabreja.
En fin, nos lo pasamos genial, bomba, increíble, fantásticamente. Apenas bebimos en los siguientes días. Además, no querían saber nada de drogas, pues dos de los padres de los que conformaban este grupillo eran policías. Nos divertimos de la forma más tradicional y real, siendo nosotros mismos y quizá algo traviesos, tratándonos bien y creyéndonos tener una energía que realmente sí sentimos.
Miré mi whatsapp alguna que otra vez. Mi exnovio, primero, me había escrito preocupado para, más tarde, escribirme chantajeándome y poniéndome de vuelta y media, cuando en general se mostraba hermético y me hacía sentir a mí como una mujer excesivamente sensible y preocupada.
-Tranquilo, cariño, estoy bien. Mucho mejor de lo que estaría contigo -dije por audio antes de darle el móvil a ella para que añadiese lo que se le antojara, pues me daba absolutamente igual aquel de quien descubrí que no me había hecho sentir ni la mitad de importante y buena persona que aquellos completos desconocidos que nada me debían.
Digo yo que algo burlón habría dicho mi amiga, pues todos terminaron riéndose después. Yo incluida, aun no entendiendo nada. Es gracioso sentir que aunque no compartas una lengua sí una experiencia, eso me produjo la sensación de que me comprendían mucho mejor aquellos griegos que muchos madrileños.
Los tres días siguientes, ya este capullo en la capital de España, yo seguía igual. Con planes relajados, no vimos un solo museo, pero creo que vi más costa que en ningún anterior viaje de verano. Normalmente, era coger la furgoneta, comprar unos bocadillos, tostarnos al sol de una playa con unas vistas estupendas y jugar o hablar o, sencillamente, descansar sin decirnos nada.
Los dos últimos días, quizá fueron los más mágicos.
Engañada, como la primera vez que me arrastró a través de esas escaleras prometiéndome que me llevaba a un aseo para limpiarme la rebeca, me dijo que íbamos a cambiar la rutina y marchar todos a un hotel. Solo fuimos ella y yo, y no sé hasta qué punto engañada o accedí a su plan fingiendo estarlo.
Por suerte y en su locura, estimó recoger mi maleta en su momento y el tercer día de viaje, poco antes de que mi expareja se marchase, pasaron nuestros amigos y recogieron mis cosas. Ahora nos encontrábamos frente a un majestuoso hotel, las dos solas, y por alguna razón y aunque mi mente me bombardease a preguntas, yo me dejé llevar. Porque esas bombas caían sobre una coraza que interpuso mi cuerpo ante el corazón, y esa coraza se llamaba y llama bienestar. Supongo que era eso, que estaba pletórica, sintiendo en mi fuero interno una enorme dicha y una confianza plena, pues por supuesto que primeramente recelé de las intenciones de una extraña, pero con el tiempo me había demostrado que ella no debía parecérmelo pues, como entendí por también sentirme así, es como si nos conociéramos de siempre.
Aquel descanso que quise negar a quienes me acompañaron en mi trayecto de ida, lo acepté de buena gana junto a ella. Dormimos en la misma cama, separadas a razón del calor que reinaba ese mes, pero no deseaba de ella la distancia.
A la noche me invitó, todo insistió ella en pagarlo bromeando que cuando viniese a Madrid me tocaría a mí, a cenar en la sala de lujo que aquel hotel tenía para, justo después, ir a una pequeña piscina de noche accesible solo con reserva. Era como una gruta abierta a mitad de altura en la montaña donde se ubicaba aquel hotel y desde la que podía contemplarse la extensión del mar y la estructura de la bahía.
Percibí en mis húmedos pies un cosquilleo que, como otras muchas sensaciones que encumbraron mi cuerpo en aquel viaje, no sabía de dónde nacía. Vi el entorno de su atlético cuerpo oscuro subir, valiéndose de la fuerza de sus brazos, hasta alcanzar una apertura que hacía de tope de la piscina. Se tomó su tiempo acomodándose en ella para permitirme contemplar junto al horizonte su bellísima figura.
Hice lo mismo, me coloqué a su lado y toqué con esos inquietos pies los suyos. No rechazó mi gesto, por su notable sonrisa supe que compartía conmigo la sensación de paz, una que no me hacía huir de la realidad, sino que la amoldaba a aquella experimentación.
Me miró, con sus ojos verdosos, brillando en sus iris el resplandor que los haces de la luna reflejaban en la piscina y que a su vez se proyectaban sobre ella. Abrió los labios y me dijo, cuando quería ser sencilla y mística lo conseguía, solo dos palabras en un perfecto castellano.
-Te quiero.
-Σε αγαπώ.
Y yo respondí, en un griego que ni idea de cómo sonaría pero que a nosotras creo que se entonó con perfección.
Unos segundos siguieron a aquella confesión, y del rubor de sus mejillas y de la inclinación de su cuerpo pude suponer, con acierto, que se estaba acobardando. E iba a hacer más complejo aquel sentimiento que entonces ella hubo de creer egoísta cuando, esta vez yo, la interrumpí. Nos besamos y nadamos con parsimonia en aquel baño restaurador, para luego hacer el amor y dormir abrazadas en nuestra habitación.
El día siguiente fue igual. Desafortunadamente, también fue el último.
Y rememorando toda aquella semana, sin saber siquiera su nombre porque sus amigos la llamaban por un mote o lo que podía ser su apellido, γενναίος, valiente en castellano; yo me encontraba con ojos llorosos en el aeropuerto. Estaba a nada de embarcar en el avión y poner rumbo a Madrid, donde me esperaba gente que me querría abrumar con un mundo y una realidad que entonces sentía ajenos a los míos. Pero no estaba preocupada, ni asustada o triste, supongo que solo agradecida. Agradecida por la oportunidad de vivir esta última fantástica semana.
Cuando fui a enseñar mi documentación, antes de pasar a aquel pasillo previo a subir al avión, me detuve indistinta a parar conmigo a toda la cola que había tras de mí. Una nueva notificación de Instagram, con un mensaje privado de la cuenta que me había solicitado acceso para seguirme.
Era ella.
Y no sé si nos volveremos a ver, como ella me pide en ese mensaje al que le respondo con σας ευχαριστώ, véase gracias en nuestro idioma. No sé tan solo si la quiero realmente, o me dejé llevar, o qué diantres me ha pasado que siento como si yo mismamente me hubiera rebelado contra mí y la identidad que yo pensaba una semana atrás que mejor me definía. Con serenidad, confianza y saboreando aún los estertores de placer que restan en mi cuerpo y recuerdo sensibles, solo sé lo afortunada que me siento por haber vivido algo que no se entiende… pero que es bueno.
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jjturvaroescritor · 3 years ago
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El cepillo de dientes volador
El cepillo de dientes volador
Aquel ejecutivo de cuarenta y tantos… muchos años, iba como de costumbre cruzando la misma y repetitiva esquina de regreso a su oficina cuando sintió cómo sobre su despejada frente y tabique nasal golpeaba un fino objeto ligeramente humedecido, descolocando en su precipitación las lentes amarillas, esas que compró haría como diez años y que llevaba siempre puestas menos para dormir.
Recuperado del que de inmediato juzgó como un susto tonto, descendió su cabeza hasta que padeció la inofensiva y molesta sensación de tener el cuello hundido para observar a su inanimado agresor. Un cepillo de dientes.
Lo primero que sintió fue un asco súbito, que pronto se le olvidó al recordar que probablemente fue la leve llovizna lo que mojó aquel fino útil que, sobre sus hebras, no parecía restar pasta dentífrica alguna. Miró hacia arriba, por primera vez en sus diecisiete años recorriendo la misma ruta, hallando un bloque de pisos sin ninguna gracia en particular y con azoteas todos igual; pequeñas, escondidas y en ellas tendida ropa en sus tenderos colgantes, que se echaría a perder víctima de la constante y serena agua que del firmamento la golpeaba. Nada que hubiera merecido su atención en sus muchas idas y venidas de camino al trabajo o a casa, pensó nuestro amigo que, de pronto, se puso reflexivo.
O, Dios, si se puso reflexivo. Ahora veréis y, lo gracioso, es que él a sí mismo no se vio venir…
Con el ceño fruncido, en lo primero que pensó fue en si se lo habrían tirado a propósito por ser él despreciable, o por tenerle envidia alguno de esos residentes. Él siempre iba como un galán, con traje bien planchado y corbata rígida por su pisador de corbatas. Quién sabía, podría habérselo arrojado alguno de los pobres que viviesen en esas chabolas. Pobres en el sentido económico más que vital, uno nunca había de evaluar por completo, ¡eh!, por completo, la felicidad de alguien en cuanto a la longitud de su número de cantidad contenida en su cuenta corriente, aunque sí pudiera facilitar la dicha, o al menos la tranquilidad, un número más dilatado que otro diminuto en ese sentido.
Aún molesto y con los brazos cruzados, observando todavía aquellas casas que veía grises y aburridas y que, no obstante, escrutaba con interés despierto, se cuestionó la moral del ser humano. ¿Es la gente despreciable y por eso hace esas cosas, o precisamente la baja frecuencia de accidentes de ese calibre refleja la conmiseración de las personas hacia sus semejantes? La última parte de su pregunta le hizo perder el panorama de atención, regresó sus ojos hacia ninguna parte y destensó los hombros, sintiendo más cómoda la americana azul desteñida. Sentía una calma en su corazón que por su cerebro le hizo visualizar una imagen muy gráfica y particular que asociaba a un recuerdo feliz que tenía e involuntariamente le sobrevenía cuando, antes o después a memorarlo, causa o consecuencia o ambas, experimentaba la dicha. Se imaginaba entonces capaz de ser diminuto, e invulnerable a las temperaturas calientes, y observar dentro de un microondas cómo un paquete de palomitas crecía y crecía a la par que sonaba ese discontinuo ruido explosivo indicativo del maíz inflándose hasta que, pum, en un momento cesaba y se deshinchaba aquel paquete y, lo que restaba del mismo era un sabor salado que dejaba en su paladar una sensación muy dulce.
Él se percibió como ese explosivo paquete que, tras un violento proceso, encuentra un reposo, pues tras su rabieta inicial experimentó que debía al cepillo de dientes volador una inesperada alegría que lo acuciaba a seguir con lo que le restaba de jornada. Y por ese motivante sentimiento no pudo eludir la aparición de la cuestión más profunda que en esos segundos, a punto de alcanzar el minuto, llegó a su cabeza acelerada y hecha a las conjeturas; muchas películas, series y libros extraños había devorado este señor. ¿Habrá sido mera casualidad o destino que le haya caído encima? Asimismo se preguntó si aquel objeto que permanecía sobre la sucia baldosa, justo la que comunicaba con la rendija que evitaba caer en las alcantarillas y que contaba con espacios tan anchos que perfectamente hubieran permitido que el cepillito de las narices se hubiera perdido por siempre sin haber revelado su identidad a nuestro meditativo ejecutivo, era un enviado por orden y gracia de algún ente divino, o bien un emisario de confianza al servicio del rey y señor del averno, o hasta un elemento de los muchos que predestinados conforman lo que procuramos desde nuestro limitado intelecto comprender como una mayor naturaleza, o si siendo cualquiera de los casos o hasta todos a la vez estos elementos superiores fueran a su vez empujados por una fuerza que hilvanaba, siguiendo un orden supremo, los acontecimientos que tanto a seres mortales como inmortales, vivientes como inertes, conectaba y sometía.
Se rascó la cabeza considerando que no percibía de aquel palito de color claro un poder tan magnífico ni abrumador. ¿Sería la falta de cuidado de un chaval desordenado quien permitiese dejar algo en su ventana tan mal puesto que podría caerse y atizarle a alguien, o acaso era un plan minucioso para deshacerse de aquel sucio cepillo...? A veces, pensó, el aspecto de los demás es de todo menos revelador. Por supuesto, se acordó de su queridísima hija, por la que gustoso soportaba la rutina que le suponía su labor. Por su niña hacía lo que fuera, porque cuando su cuerpo le susurraba que estaba harto, una sensación de cómodo calor lo reconfortaba, y eso lo experimentaba cuando, como entonces, traía a su hija a la memoria. Aquella niña que perdió a su madre tan temprano… pero que creció y maduró con una curiosidad y una jovialidad envidiables, y un don para barrer de un plumazo todas las consternaciones de su amado padre. Una cría en la que resultaba difícil no pensar en una situación como esa, de aspectos que se pueden prejuzgar desde el error absoluto, porque bajita y delgadísima, su niña era una aspiradora en cuanto se disponía a arrasar con cualquier despensa y su rostro lívido y sus enormes gafas no la alejaban de sus queridísimas amigas de colegio y aulas ni ocasionaban burlas por parte de compañeros que tampoco les nacía ser crueles con cualquier otro muchachín, siendo, su niña y sin embargo, una estudiante modelo de notas altísimas y cumpliendo un poquito con el estereotipo imaginario que vosotros, lectores, podrías tener de una niña de trece a punto de cumplir los catorce años. Una chica como Gretchen de la serie La banda del patio, pero más bajita y de cara algo más rechoncha, además de tener una voz mucho más elevada.
Sintió simpatía por el limpiador de dientes. Se puso en cuclillas, como acercándose a quien sin ser nada animado lo sentía como algo digno de confianza, o al menos merecedor de una amable consideración. Le agradecía en secreto, sin serlo para sí mismo, que le hubiera provocado tales positivas emociones. Es como si en los apenas dos minutos que llevaba estancado en el suelo, habiéndose olvidado por completo de que lloviznaba y de que tenía un horario de trabajo con el que cumplir, aquel instrumento le hubiera acompañado en una ficticia y paralela vida generada a través de sus pensamientos y que, sin embargo, no dejaba de ser la misma que había tenido. Y aquello fue una formidable sensación, una que hizo que sus ojos acompañasen a las nubes en arrojar tímidos rocíos. Porque, quizá en una rutina tan marcada por una constante aceleración y puntuales momentos de gran desdicha, no se había tomado la molestia de regalarse una pausa tan necesaria y mágica como la que estaba otorgándose entonces, experimentando en ella algo que precisamente creía opuesto cuando superficialmente lo consideraba. Sintió que era mentira cuando sentía que su vida no había valido la pena. Por supuesto que había sido meritoria y bonita, sin duda sus frutos había dado. Había cosechado unos amigos que lo respetaban y ayudaban, una rutina laboral que había de admitir que tampoco lo trastocaba, y por supuesto el recuerdo benévolo de una mujer que ya no estaba pero que le había hecho el inmejorable regalo de la vida, una hija común que hacia él profería una admiración y un amor sin parangón.
¿Es acaso el cepillo de dientes volador una analogía a algo más grande, o sencillamente está fantaseando? Entonces, asiéndolo en su trémula mano, consideró si acaso ese simple trozo de plástico solo le había enfadado y él había creado todo ese hilo de pensamiento, parte reflejada a vosotros y parte íntima y que ni yo mismo alcanzo a conocer o definir, con potencial en derivar en toda una teoría psicosocial por sí solo. Recordó la manzana que, como a él, a Newton le cayó sobre la cabeza, y si era una fruta cargada de magia por el diablo o el enemigo de este, o si solamente era una de las tantas otras de sus irrelevantes hermanas que mecida por un viento más fuerte de lo cotidiano cayó de su delgado y frágil soporte amaderado, despidiéndose de su padre árbol, el cual inmóvil y sin poder de decisión había crecido allá donde el mismo aire en el pasado había empujado su simiente hasta encontrar por azar ese suelo que, por supuesto que por suerte también, resultó fértil.
Todavía, raspándose su suelto flequillo, se hizo más preguntas. ¿Que fuera de su color favorito aquel cepillo acaso significaba algo positivo? ¿Que se preguntara cosas como esa última reflejaba que necesitaba algún cambio en su vida o resultaba natural ante un incidente así hacerse este tipo de preguntas? ¿Por qué él mismo asumía que reflexionar cosas distintas al precio de la luz, o a los costes de su seguro a todo riesgo para su vehículo, suponía la necesidad de un cambio vital...?
Y entonces entre sus manos resbaló aquel cepillo transgresor, ¿acaso esa distancia que de sí propiciaba era una clase de respuesta voluntaria, como si aquel objeto sin vida y sin voz las ganase de pronto, pero dirigiéndose a perderlas? Esa pregunta en sí nació tan calmadamente como las restantes, pero igualmente vehemente porque el apreciado útil fue directo a la oscuridad que prometía haber tras esos pliegues separados y descoloridos que conformaban la tapa que separaba su mundo, a veces claro y otras gris, del lúgubre subsuelo. Y él, como si acaso de un amigo que cayese hacia un abismo también inescrutable, hizo una maniobra tan ágil y veloz como no realizaba en lo que él sentía como eras.
Y lo salvó, aprehendiéndolo con más vigor y ambas manos. Sintió que lo rescató, y creyéndose un caballero o héroe romántico de esas películas masculinizadas, fantaseó con encontrarse a una mujer espléndida con cara abochornada pidiendo recuperar ese cepillo y, prontamente aún más avergonzada, pidiendo azorada una disculpa con mucha gesticulación por el posible daño que le podría haber hecho al buen señor al haberlo golpeado por dejar que este se escurriese de la tacita que lo contenía y decidir, libre, volar hacia la calle. Lo siento, diría ella, ¿está usted bien?, qué despistada soy, de verdad, ayúdeme a sentirme mejor, hágame el favor, que no me gusta hacerle daño a nadie. Fíjese usted que el otro día se me coló una araña y, por miedo que me den, no pude hacerle daño. Se fue por sus propias ocho patas ella misma a otra parte, como sabiendo el miedo que le tenía pero también el respeto, la muy lista. Fíjese en que no podría soportar sentir que le he hecho daño sin reparárselo, permítame, anda, buen hombre, invitarle aunque solo sea a un café calentito, ¡no en mi casa, mal pensado!, usted me entiende, perdóneme, hay una cafetería muy buena y con una decoración estupenda por aquí cerca. ¿Que es usted viudo y tiene una niña? Lo único que siento es lástima, se lo aseguro, pero se le ve como a un hombre resistente, háganme caso, esas cosas se perciben, se huelen, yo me entero por su sonrisa…
Todo eso lo vivió como una ensoñación mientras solo observaba el suelo y atenazaba entre sus dedos al causante de todo su interno revuelo, echándose en cara ser tan soñador e iluso. Riéndose de sí mismo, queriéndose por la forma irremediable que le había tocado ser, esbozo su mejor semblante a la señorita que, timorata y con cara de haber hecho una trastada, aguardaba frente a él, pasando su vista rápidamente del cepillo de dientes a sus brillantes ojos avellana cuyo color y brillo no disminuía aun a través de las gafas.
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jjturvaroescritor · 3 years ago
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El valor de un alma pura
Nueve figuras del clero, del alto como del bajo, de aquella o esa otra fe mas todas maestras de valores similares, fueron convocadas en ese pseudo mundo, en un espacio extraño entre lo real y lo imaginario, lugar inalcanzable para el humano de a pie donde solo podían viajar aquellos favorecidos de la gracia de un ser supremo como era el anfitrión que los arrastró desde unos factores tan fáciles de manipular para él como para nosotros imposibles.
Así, quien se anunció como su dios cuando en verdad era precisamente su más vil y poderoso antagonista, deformó el espacio, el tiempo y el estado de vigilia de aquellos ministros religiosos trayendo a esa aberrante pero disimulada creación espacial sus inquietas almas. Tres sacerdotisas y otros seis varones, todos aturdidos, prestaron su completa atención a quien podía controlar todo aquello que aprehendiese el universo menos la voluntad individual de los seres vivientes.
Cada uno de los convidados tenía ante sí a una figura hecha a su más fidedigna recreación de su subjetiva bondad y perfección, pues aun no controlarla, el diablo sí podía leer las almas de sus potenciales víctimas y descubrir dentro de ellas sus mayores secretos y aspiraciones. La propia estancia difería para cada uno de los presentes, siendo, por ejemplo, una laguna en medio de una esplendorosa y soleada selva apacible similar al entorno donde encontró su vocación aquella mujer de principios inquebrantables, mientras que para otro una plataforma de cristal irrompible sostenida por sí misma en un radiante cielo celeste como el que podría reinar en el más bonito día de las vacaciones de verano que en su infancia tuvo aquel religioso.
Aquellos sitios tenían un factor en común, y era la luz y la serenidad que el propio malhechor todopoderoso supo recrear en los mismos. Tan solo precisó imaginar lo opuesto a lo que en sus dominios existía eternamente.
-Sois nueve de los más fieles y abnegados mensajeros que poseo en la tierra. Bienvenidos a la puerta de mi reino.
Se presentó quien debía esforzarse por controlar la ilusión que sentía, ilusión aviesa por el desesperado anhelo que le dominaba ante la posibilidad de corromper aquellas almas y hacerse en exclusiva dueño y señor de la propiedad más privada e incuestionable de aquellos hombres y mujeres que, por los actos en sus vidas, a una considerable distancia que habrían de labrarse en malas obras estaban de entrar por sus propios pies en su fuero de azufre y sufrimiento.
-Por supuesto, soy capaz de leer vuestros corazones y sé bien que estos no os mienten. Quien se postra humilde ante vosotros es a quien lleváis la vida completa sirviendo -continuó el diablo faltando a la verdad-. Y por vuestro incansable ejercicio de entrega hacia mí y hacia vuestros semejantes, hoy os quiero hacer un inusual regalo.
La sonrisa en los semblantes de todos los eclesiásticos era pura dicha para el más perverso entre los seres sensibles que, habilidoso, podía sentir la confianza que despertaba entre sus oyentes. Pero incluso el omnipotente mal peca de pretencioso, y por eso a sí mismo se repetía el señor oscuro que había de proceder con cautela, para que su entusiasmo no le traicionara.
-Sois conocedores de los distintos credos que, finalmente, me imploran a mí, por azarosos encuentros que habéis tenido la fortuna de sostener en vuestras minúsculas vidas. Apenas alcanzáis algunos los cincuenta años, otros no tienen ni cinco lustros. Pero en todos vosotros hay un denominador común y no consiste en dar monólogos tediosos en templos que pretenden dignificarme y no alcanzan a glorificar mis sucias sandalias…
Era tan perfecta para cada uno de los curas la imagen que proyectaba el mal que incluso perdonaban faltas como aquellas, en las que ridiculizaba su ejercicio de profetas y los edificios que con amor y esfuerzo habían edificado para acomodar a los que, como ellos en su respectivo dios, les eran fieles a ellos por sus palabras y obras. Perdonaban, pero no olvidaban.
-Es curioso, no deja de serlo, como sus designios… digo, los míos, os han acercado aun perteneciendo a continentes y naciones que poco o nada entre ellas tienen que ver. Sin embargo, vuestros momentos compartidos os han salvado la vida a todos vosotros. Reconoceréis a vuestro afamado salvador a vuestra derecha, del cuerpo físico porque de vuestra entereza espiritual lo tenéis frente a vosotros, claro.
En efecto. Tan abrumados por la esencia divina que frente a sí notaban, aquellos hombres y mujeres no habían reparado en que a su derecha, en el círculo que disponían, se encontraban las personas que, como el falso dios había relatado, les había salvado a nivel físico. Pues no solo se puede salvar una vida dándole un propósito, sino también ayudándola a escapar de un peligro mortal. Como aquel monje que combatió contra aquel oso de pelaje negro enviado tras ser engañado por el mismo demonio a acabar con la sacerdotisa cuya tez era igual de oscura a la del ser animal al que prometieron que era ella la causante del aciago sino que llevaba años sufriendo su bosque. O aquel señor que entre sus valores estaba la depilación completa de su cuerpo y que fue rescatado del ahogamiento por aquella sacerdotisa experta en natación y buceo y que recordó que encontró a dios en la tierra por primera vez en los satisfechos ojos de aquella mujer cuando contempló en él a su vez que recuperaba la consciencia. También estaba aquel bajito monje que en su peregrinaje por las altas montañas nevadas de su país se perdió en lo que sintió el mayor abandono de su protector celestial, pero que descubrió una de las inescrutables formas de cuidado de su loado señor cuando puso cerca de sí a aquel bruto eclesiástico de gran bigote y que cargó con él hasta su cabaña donde por una semana lo cuidó, calentó y alimentó, por supuesto que sin solicitar nada de él a cambio. Y ese mismo grandullón, semanas antes, perdió la esperanza al fallecer su única hija y de la sombra de melancolía que ajustó con indecible esperanza el diablo sobre él lo rescató quien era mensajera de un dios cuyo hijo se hizo carne en aras de entregar su vida por los demás mortales, así como de una madre que a pesar de su dolor respetó el sacrificio y extendió su mensaje.
Todos habían sido salvados, y salvadores. No solo habían profetizado, enseñado, escuchado y ayudado a seguidores de su misma religión, sino que sin ánimo combativo ni impelidos por la envidia o el temor, a otras figuras de fes distintas a las suyas habían asistido por el anhelo natural de socorrer al prójimo.
Aquella beldad y dirección a la consternación por todo aquello que tuviese percepción y fuera sensible y que, por ello mismo, dentro de sí contuviese alma; repugnaba al señor de las sombras y el dolor. Era el nexo de unión de aquellos mesías con su invencible adversario y rey del amor y la fraternidad. Un vínculo cuya tarea con aquel forzado encuentro era la consecución de su voluntaria destrucción. Sabía cómo timarlos, cómo sibilinamente someterles a una preocupación y que, contrariamente a como su divinidad desearía, obrasen creyendo que lo hacían como un sacrificio para congratularle a él. ¡Cuando en verdad le divertirían y ayudarían muchísimo a él!
Su piadoso y abnegado dios obviamente no les castigaría, él no obraba de esa forma por mucho que algunos engañados por el diablo dijesen en la tierra que sí. Pero los que sí se castigarían y se corromperían a sí mismos serían esas personas que se percibirían como vulnerables y distantes de su amado señor, al traicionarle de la forma tan creativa que el propio regente del averno había diseñado para unas almas como las suyas.
-En vuestra naturaleza se ha mantenido de forma rígida un propósito, y yo no he creado al humano a mi imagen y semejanza como para permitirle ser obtuso -dijo el diablo dándole la espalda a sus convidados, recordando parte de sus recurrentes discusiones con su enemigo, más templadas de lo que a él gustaría. Pero incluso el dios de la paz disponía de tanta fuerza y paciencia que era capaz de transferírsela a él en cierto grado-. Lo he moldeado para hacerlo flexible y variado.
Nadie osó ni deseó interrumpir al mentiroso ser superior que frente a ellos danzaba y hablaba de forma contenida. Señalaba como rigidez su predisposición a la generosidad, porque no sabía cómo gestionar la propia envidia que sentía hacia la entereza de aquellos ministros y de puertas para afuera solo podía criticarla para no manifestar su propia debilidad y limitación.
-Debéis por ello hacer un sacrificio para demostrarme vuestra plena disposición hacia quien soy -se giró, devolviendo a sus espectadores admirados unos ojos que estos escrutaron en ellos unas llamas encendidas que percibieron como frías-. Aquellos a quienes salvasteis, el orgullo que sentís por tamaña obra sobrehumana -invocaba el demonio sensaciones que aquellos sirvientes a dios podían a veces prejuzgar como malévolas, sin serlo-, es la mayor manifestación tangible de vuestra soberbia. De vuestro engrandecimiento, que me hace sombra a mí. Aquello que os ha provocado a fantasear conque estáis a mi altura.
La risa de aquel ser de apariencia perfecta parecía disímil a esa impresión de sosiego que había conquistado el corazón de los presentes. Nacida de reírse de otros, no con otros.
-¿Qué hemos de hacer? -interrumpió la nadadora, ajena a los convencionalismos y rituales respetuosos y más presente entre sus valores los de entrega pura y física por los demás.
-Debéis, en aras de aseguraos una silla en mi reino, y de permanecer abrazados por mi gracia por los siglos de los siglos… rechazar y borrar aquel momento en el que os convertisteis en salvadores.
-Pero, loado señor, ¿no supondría aquello haber concluido nuestras vidas en un tiempo más temprano e interrumpir nuestras ulteriores obras e interacciones? -cuestionó un timorato sacerdote, el más anciano entre los presentes, que había sido salvado de un atragantamiento cuando disfrutaba de una humilde cena, y cuya religión contemplaba con gran celo las consecuencias de todo vínculo forjado con amor o bien su opuesto.
-¿Qué supone una vida como la vuestra en un plan que contempla una obra tan magnífica como la mía? ¡Nada! -mintió con una ira en absoluto disimulada el representante de todo lo incorrecto en aquella misma obra de la que él no había participado en primera instancia-. Permaneced en vuestro desafío a mi autoridad, creyéndoos más válidos e importantes, y os sumergiréis en las mismas entrañas del infierno.
Un revuelo de murmullos proferidos con vergüenza y tristeza nació entre ocho de los nueve misioneros. Uno de ellos, fiel a una religión muy flexible, más metafísica que de principios cuyo, de hecho, exclusivo valor era la anteposición de los demás a uno mismo de un modo que era de esa manera como realmente se encontraba la valía propia; permaneció en silencio y sin participar de la abatida conversación por unos segundos. Sin embargo, pronto alzó la vista y rompió sin quererlo el hechizo de quien no le había engañado, al menos a él, por momento alguno. Los demás, absortos momentáneamente en su preocupación, no contemplaron la ruptura del espejismo que había acontecido por la voluntad incorruptible de aquel humilde sacerdote.
Él se dispuso frente a una muchedumbre embravecida que deseaba ajusticiar a un religioso extranjero. Sufrió la ira de aquella multitud pero consiguió su propósito de protección, y fue salvado entonces no solo por la mujer que a su derecha permanecía, también por el sacerdote de ojos negros que lloró de emoción al percibir el amor y el valor de quien por él se sacrificó entonces y se disponía a hacerlo nuevamente.
Se aproximó a aquel ente supremo desconocedor si frente a sí se hallaba su idolatrado dios y el corazón le jugaba una mala pasada al sentirlo tan opuesto a las enseñanzas sobre cómo había de ser, o si impasible y con una fealdad inefable se sostenía frente a sí el por él temido adversario de aquel. Sin descender su capucha de la túnica harapienta que constituía una de sus pocas posesiones, lo miró a aquellos tenebroso e inamistosos ojos para replicarle con decisión:
-No le temo a una eternidad alejado de ti si con ello logro que alguno de mis hermanos, aunque solo sea uno, pueda salvar su propio cuerpo y alma.
-Idiota, ¿sacrificarías tu propia eternidad para dársela a otro? -se descubría el diablo ante todos sumiéndose en la infelicidad devenida de su propia frustración-. Acaso la lectura de tu gran padre no viene a ser que el sacrificio en la tierra os devendrá en premios en la siguiente vida. Hazme caso y alcanzarás el paraíso que te prometieron.
-Aunque fueras quien has anunciado ser, no cambiaría mi decisión. Porque me debo más a ese inmaculado valor que a la propia figura que nos lo enseñó, una que dudo que se traicionara a sí misma. Y mi obra no está predestinada a cosechar un futuro logro o satisfacción, sino dirigida a obtener una inmediata recompensa. La de ver cómo mis semejantes disfrutan de una vida más plena y aprenden a ayudarse más que a pelearse.
-Efectivamente -corroboró una de las sacerdotisas, la de tez morena-. Nuestra vida no es un ejercicio para la consecución de un futuro tranquilizador en el que no sigamos siendo quienes ya somos. Disfrutamos haciendo lo que parece que tú odias.
-Y estamos más que orgullosos de nuestras vidas -señalizó el que fue salvado y a la vez salvador de la misma persona-. Y no hay nada de avieso en ello.
-Vivimos felices y valientes una vida no solo dedicada a los demás, sino también a nosotros mismos -puntualizó el más anciano de los presentes-. Lo que pasa es que en tu ceguera y egoísmo no eres capaz de atisbar, o de aceptar, el gran producto que tú mismo has deseado destruir.
Todos se miraron entre ellos y compartieron la misma sacra sonrisa devenida de la felicidad que involuntariamente habían creado con aquel círculo de coincidencias, salvaciones y orgullos. Dios, que desde hacía un tiempo los contemplaba desde el secreto, sintió que nuevamente había hecho bien en no interrumpir los planes de su villano hermano y tolerar a las personas para que llegaran a sus propias conclusiones y tomaran las pertinentes decisiones. Él no era exigente y cruel como su ingrato y melancólico hermano, él sencillamente disfrutaba de la obra que con amor creó y aún sostiene.
-Os arrastraré a todos -prometió encolerizado quien había perdido, otra vez-. No os dejaré de acosar hasta que se os borre de vuestros mancillados espíritus todo hálito de esperanza y fe. Haré de vuestras existencias una rutina complicada y agotadora, y apareceré impecable en cada momento de duda que atraveséis en soledad.
-No estamos solos, ni lo estaremos jamás -dijo el grandullón que vivía en los montes nevados-. En cambio, tú, mientras te sostengas en tu odio y envidia, eliges precisamente aislarte de un mundo más satisfactorio.
-Seguiremos enseñando a la gente a rechazar tus mentiras nacidas del rechazo que a su vez profesas hacia nosotros. Si algún día deseas cambiar, podrías hacer un gran…
El diablo chasqueó los dedos en los que terminaban los podridos filamentos que nacían de sus pezuñas, devolviendo a aquellos entregados sirvientes a sus realidades tangibles. Se sintió derrotado, aunque, por una parte, satisfecho. Aquellas almas no habrían valido tanto la pena si no se le hubiesen resistido a una tentación, admitía, tan sencilla. No se rendiría, en su infinita perseverancia oscura, a romper aquel nexo que, sin duda, lo superaba en fuerza a él.
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jjturvaroescritor · 3 years ago
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Bien y mal
Éste es el breve y resumido relato de otra gran historia donde el bien y el mal se las ven de nuevo. En esta ocasión, como en cualquier otra epopeya que se precie, el bien encauza todo su esfuerzo y no cede por muy imposible que parezca la victoria. Pero a pesar de todo el ímpetu del lado de la luz, el mal es poderoso e impredecible.
Así, los héroes comienzan a flaquear, dudar, enlentecerse y observar con ojos anhelantes el pacto que la maliciosa, oportunista, ávida y tenebrosa oscuridad les oferta. Diestra y perversa, la maldad no desaprovecha nada de tiempo y pone en ejecución todos sus egoístas e irracionales planes, convirtiendo en hechos todos sus pensamientos. No juega limpio, no le importa nadie, sólo salirse con la suya e impregnar toda la realidad con su fétido aroma.
El bien, contemplando que su vehemente intención no basta, se sume en la incertidumbre y contempla el siempre brillante firmamento, ahora pleno de nubes azoradas por un viento frío. El mal recuerda al bien su imperfección, su humanidad. Le distancia de su creencia propia divina, le recuerda lo repleto que está también de egoísmo. El mal juega con su oponente eterno, envolviendo y describiendo con sibilina destreza sus características, prestándole poca atención, sometiéndolo al ostracismo. El bien, se percibe débil al no poder despertar interés o suspense en su contrario, al creer que, ciertamente, su intención pueda estar recubierta de la misma podredumbre que la que caracteriza a la del mal. Ese es el juego que emplea, cada vez con más desenvoltura y astucia, el lado malo de las cosas: recordar al bueno que no es perfecto, que no es estable, que peca de muchas maneras, incluso en algunas de un modo todavía peor.
Mientras, el mal se va estableciendo. Prosigue embebiendo todo con su negrura, sumiendo en ella a todos los que participan de esta batalla, envenenándolos, conquistando cada uno de los corazones de quienes pierden las ganas de seguir. Éstos, observando al bien, le exigen con resquicios de esperanza que en su último estertor se levante, y que con gloria muestre su mejor cara. Que no decaiga, como sí han hecho ellos. Sueñan con que vuelva a tomar contacto con la ilusión que en un comienzo le estimuló. Mantienen la fe en que el bien encuentre sentido al modo que tiene el mal de expandirse ganando terreno, y que le ponga freno. Quieren que el bien realmente sea el bien, y no una quimera en la que habían puesto sus expectaciones aparentemente truncadas. Esperan… ¡a que haga algo! Pero nada. Parece el fin.
Sin embargo, en lo más profundo de sí mismo, como en las emocionantes historias que también acontecen en el mundo real, el bien recuerda el motivo por el que empezó su gesta contra el mal. Toma contacto con la importancia que tiene su misión y con su conocimiento sobre el daño que puede ejercer su rival si se le deja a su libre albedrío. Así, recordando y aceptando la relevancia de su altanería y decisión, fundiéndose nuevamente en la esperanza y en la fe, amándose otra vez a sí mismo como al mundo que le recuerda y le reza, es capaz de franquear la magia oscura del mal y realizar su último envite, su decisivo. El definitivo.
En este punto, a veces el bien se da de bruces contra la pared y todo es un nuevo comenzar. El mal sigue emponzoñando todo, mientras que el que es derrotado se contempla como un petimetre sin voluntad. Pero, el mismo, reconoce nuevamente el valor de su meta, resucita de su letargo dramático y oscuro, toma de nuevo su condición de semidiós y actúa, una vez más, contra las fuerzas malignas de la negrura. Y, aun así, vuelve a ser superado por la perspicacia de su enemigo…
Y todo es repetirse, pero no importa. No sé si os habréis dado cuenta, a lo largo de todo el relato, de lo realmente fuerte y honorable que es el bien. De su –casi– impoluta beldad y caridad y, sobre todo: de su empecinamiento. Jamás se rinde, porque es fuerte y racional, no como el mal. Nunca se excusa ni miente, porque conoce el valor de la conexión consigo mismo y del aporte de sentido que le da el vivir con realidad. Atrae y es protagonista, porque es bello y natural -y bueno, por supuesto–; no como el mal, cuya envidia y sumisión le lleva a desear destruir aquello incluso que anhela. Es corajudo y despreocupado, simple; no como el mal, que es intrincado y que ni él mismo se comprende. Es testarudo en su propósito, así que no reniega del mismo y cree en su razón, como también el mal, pero este cree en algo que ni llega a entender y que le sume a sí mismo en la desesperación y en el conflicto, cuando al frente de la luz, si le va tan bien, es a raíz de la coherencia y sensatez de su meta. De su objetivo, y de su propia hazaña. Porque toda acción del bien es empática, cuando todo movimiento del mal es tan egoísta que ni a sí mismo se contempla. El lado positivo actúa pensando tanto en sí mismo –punto que el mal aprovecha para intentar socavarle– como en los demás, y de ahí viene la razón de ser tan perfecta su querencia porque, aun siendo un producto humano, el logro del bien está dirigido hacia todos, en cualidad de máxima dadivosidad. Y es tan veraz, tan increíble, glorioso, precioso, admirable, destacable y caritativo, que siempre termina ocurriendo. Además, a diferencia de las conquistas del mal, las victorias del bien todos la desean, ¡incluso el mal!, porque son… así, especiales. Porque son lo mejor.
Y el mal de este cuento tan real es tu pesar. Tu tristeza razonable, tu melancolía dulce. Este mal tuyo está descontrolado, es astuto pero se halla pleno de insensatez, contagioso, contradictorio, ruinoso, feo y no querido porque es pura maldad. Así es tu mal, y cada vez que resurge lo hace con más fuerza. Parece evolucionar, como los peores y más dañinos virus, en aras de lograr la derrota definitiva de mi bien… pero no. Porque mi bien es hermoso, directo, honesto, puro, deseado, confiado, valiente, rescatador, más terco que nada que conozca, y siempre está presente en mí. Es imperfecto, pero no así su meta y gesta, las cuales son seguidas y valoradas por todos, inclusive por tu mal, escondido cobarde tras una máscara de sabiduría cuando su propósito no resulta en nada más que en crear un producto sin significado, ridículo e hiriente.
Mi bien… siempre vencerá a tu mal. Porque es mi felicidad, mi alegría simple y llana. Es la pasión que profeso hacia todas las cosas, y se comunica a través de mis iluminados ojos y de la plenitud que desbordo. Puede que mi sonrisa no deshaga tu semblante contrito, que el ímpetu del caluroso ánimo que emerge de mi pecho no apague siempre las llamaradas gélidas que nacen de tu pena, o que incluso esta última extinga en parte a mi virtud. Pero ahí sigue, y seguirá, mi bien, conocedor de su razón y de lo que es capaz de conseguir. De hacerte sonreír, de aniquilar tu mal. De lograr que seas feliz.
Y, ¿sabes? Solo hay un panorama de acción mejor que el de sentir cómo mi bien se superpone a tu mal: ver cómo, cuando yo estoy rodeado de tinieblas, aflora todo tu bien en forma de consuelo, abrazos, palabras de ánimo, chistes, sonrisas, esperanza, fe e ilusión, de sueños y promesas, de relativizar lo malo y quitarle su coraza autodestructiva. De restarle importancia a mis tonterías, de darme apoyo y sentido cuando lo preciso, de compartir, de recordarme quién soy y, en definitiva, del bien que poseo y que mantengo, sin duda, gracias a ti.
Y vences, puñetero/a, aunque mi mal se pueda obstinar cada vez más, a pesar de que mi ansia por sentirme importante, neurótico y congojado sea grande. Tú, con tu cándido trato, con tu seguridad y buen corazón, me sacas a la realidad de este mundo, mostrándome todas sus maravillas. Y nadie es tan valiente como tú. Ni siquiera mi bien, tan puro y correcto, puede compararse al tuyo, tan reportador de sentido a mí y a todos los seres humanos que contigo tratan.
Porque no hay buenos y malos, sino males y bondades. Y lo que une a las personas, al fin y al cabo, es la naturaleza más profunda y victoriosa de sus seres: el bien que llevan dentro, su felicidad indomable e invencible. Su amor.
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jjturvaroescritor · 3 years ago
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Privilegio y preferencia
-¡El desfile ha dado comienzo!
Eso anunció una chillona voz con fingida ilusión, prometiendo lo que malamente se podría contemplar como un evento reglado y ordenado. Yo me las apañé para oír el reclamo de la desesperación, pues todo el mundo pareció coger una gran bocanada de aire en el tiempo que el veterano privilegiado hablaba, para justo cuando calló la muchedumbre continuar su expresión con una expulsión simultánea de oxígeno y una caótica retahíla general de aspavientos que manifestaban el meridiano nerviosismo por la intención compartida de procurar destacar.
Nadie se fijaba en nadie, pensé a los pocos segundos, costándome observar con detenimiento a cualquiera que rogase un mínimo de atención, pues por todos lados me rodeaba una multitud anhelante. Me encontraba en esa metálica y oscura sala, no demasiado lejos de las nueve puertas del éxito, sintiéndome lo más solo que jamás me haya sentido.
Pronto descubrí a algunos de los que seguramente traspasarían los blancos y relucientes portones. Musculados adonis de ojos verdes o azules que, semidesnudos, convocaban un coro de envidiosos a su vera. Músicos de gran destreza instrumental o cantantes de potente voz y sonrisa excitante que encandilaban domando los corazones de quienes se permitían por unos instantes relajar el ansia de ser a su vez reconocidos. Actores y actrices en una performance convincente que distraía a quienes traspasaban a segundo plano la prioridad de destacar por sí mismos y que entonces consideraban, a través de una sublimación inconsciente, que el éxito de aquellos que lograban emocionarlos también suponía su éxito. Cuentacuentos y bailarines que representaban historias que, al menos yo, sentía como repetitivas y nada originales. Conferenciantes que se las daban de políticos y procuraban con discursos artificiosos y falsamente novedosos atrapar a gente que solo los escuchaba cuando en sus argumentos había promesas de colaboración y beneficio.
Todos esos agrupaban a su derredor más seguidores que el promedio, algunos conocedores de las más efectivas técnicas de persuasión y otros sencillamente diestros o agraciados en su rasgo. Por sus voces y gesticulaciones alcanzaban a grupos de personas que más pronto que tarde olvidaban la esencia o magia del relato, conducta, atributo o producto artístico para observar los rostros de los bailarines o los nombres de los protagonistas de aquellas ficciones que, sin estar diseñadas para ellos y ellas, coincidían con los suyos y les toleraba enarbolar una fantasía en la que reconvertían y usurpaban aquel relato para sentir que, aun sin escribirlo, les pertenecía.
Luego había chicos y chicas de ojos oscuros y que no parecían personajes de Dragon Ball, y aunque levantasen el mismo deseo o incluso más entre los diferentes reunidos al enseñar carne, pocos eran quienes los rodeaban. También había poetas que con voz más timorata no eran escuchados, aunque sus textos oídos con tiempo y motivación podrían resultar auténticamente encantadores hasta para el corazón más ajeno a las temáticas que trataran. A su vez, había grandes dialogantes que, por su aspecto más enjuto, tierno en edad o informal, no lograban convencer a quienes procuraban permanecer cerca de gente con esa morfología que demandaban los veteranos, una más adulta, supuestamente elegante y aseada. Ocultos y próximos a las esquinas menos luminosas del lugar también podía encontrarse gente que no parecía estar invitada a estas eventualidades, como doctores, misioneros, voluntarios u otros individuos que distraídos en su aparente complicada labor siempre sonreían y con aspecto aparentemente satisfechos, pues como futuramente yo comprendería, su obra jamás iba dirigida a cosechar el prestigio que aquellos que ocupaban el centro de la sala parecían querer solo para ellos, sino que poseían unas motivaciones que nosotros no podíamos siquiera sospechar, mucho menos comprender.
Con todo, era harto paradójico sentir cómo el interés fluía de uno mismo hacia otro en una competición que sosteníamos entre todos. Al final, muchos respondían con gorgojos animados las frases de otros buscando una posterior reciprocidad que, normalmente, no llegaba. Así, el éxito estaba predeterminado en esa rutinaria celebración, reservado para aquellos que se presentaban cumpliendo los requisitos exigidos o bien sabían cómo comportarse en aras de llamar la atención de los veteranos.
A veces hablo del éxito en un modo que recuerda al dogmático tratar sobre el bien y el mal y preguntaréis, si sois curiosos y escépticos como lo es la gente con la que me gusta tratar, ¿qué es para mí el éxito? La pregunta está formulada desde una errónea premisa, pues habría que considerar la percepción que entonces a mí y a todos y todas los que habitábamos esa infesta habitación nos dominaba; bueno, no la de aquellos solitarios ubicados en las esquinas. Para la mayoría central no importaba el logro propio ni la satisfacción con lo que uno mismo era o hacía, solo que un veterano privilegiado recayese en ti y te eligiese por considerarte lo suficientemente meritorio como para unirse a su mundo. Ese era nuestro éxito, y qué engañados estuvimos por largo tiempo.
El cuerpo acicalado en la mujer o el atlético en el hombre se convertían en la única posibilidad meritoria de alabanza y desterraba, como si de un anhelo impuro se tratara, el interés en otras posibilidades. Los relatos hechos a triunfar, el carisma reestudiado que se centraba más en encandilar que en realmente transmitir un mensaje, conseguía más atención que las historias que nacían de corazones más libres y motivadas por lo que entrañaban ellas mismas. Actitudes que promovían el dominio del ajeno y su engaño eran timoratamente censuradas y sí plagiadas por aquellos que en su deseo de llamar la atención preferían convertirse en la única opción de ser escuchados, más que en fomentar una real predisposición hacia la curiosidad.
De todo esto, me costó mucho darme cuenta y, quizá, más aún distanciarme. Yo llevaba un tiempo sin venir a estos conciertos del postureo anárquico porque no me creía digno de éxito. Pero mi novio no estaba de acuerdo conmigo. Él me decía constantemente los dones que sentía que yo le regalaba a él, pero también al mundo. Donde yo encontraba grasa y vergüenza, él hallaba atractivo y orgullo. Donde yo sentía indiferencia y torpeza, él revelaba la admiración que sentía por mi creatividad y empecinamiento. Cuando sentía miedo y pereza, él me perdonaba y animaba repitiéndome lo mucho que él creía en mí.
Yo creía que estaba loco, de amor o completamente, pero su constancia y seguridad en las cosas que decía de mí, que no de él, me llamaba mucho la atención. Me convencía, pero no de esa forma en que los veteranos del privilegio lo hacían con su inflexible perorata con nosotros, sino que con él sentía la voluntad y la verdad unidas. Logré, sin darme cuenta ni apreciarlo, de una persona importante lo que buscamos originar en tantas otras que nos dan igual. Valoración y afecto, pero no por un esfuerzo ajeno a mi esencia con el que pretendía originar un vacío interés, sino por quien yo era. Me amaba con esos adjetivos que los veteranos despreciaban abiertamente, al construir un mundo aparte en el que esas características no cabían, y en el que todos y todas las que las presentasen quedaban excluidos por y para siempre.
Por él, por el ánimo que me infundió, por la insistencia que tenía en decirme que solo por quien yo era ya había alcanzado el éxito, decidí presentarme a los llamados de los detestables veteranos privilegiados, para procurar un sueño del que no podía sentirme ajeno, pues formaba parte de la misma masa social que aún no había despertado. Con sus palabras, su reconocimiento, me creía capaz de ganar de forma genuina el interés de unas personas que por alguna razón desconocida nombramos jueces válidos, creando ellos las reglas de la evaluación de la dignidad de los demás, estableciendo perfiles de privilegiados, resultando estos no necesariamente coincidentes con los conjuntos de atributos que sinceramente preferíamos. Y es que a cada uno le gustaba algo distinto, y no había nada malo o impuro en esa diversidad de estimulantes.
Esa diferencia en preferencias era lo que hacía inviable procurar unos perfiles del privilegio, pues cesaba y obligaba a la vergüenza a aquellos que precisamente postureaban o negaban sus disidencias con esos jueces. ¿Que por qué necesitábamos ese amor, que esas falsas divinidades nos bendijesen con las llaves de esas nueve puertas? Pues por distintas razones, mas una parece nexo en mi opinión, y deviene de la obligación que algún grupo de moralistas estableció perniciosamente en su día y tontamente abrazamos, refiriendo que practicarse un mínimo de amor propio era exactamente lo mismo que padecer el narcicismo más grave e hiriente hacia el ajeno. Pero quizá más motivos nos llevasen a un espectáculo tan deplorable como era este y tan injusto para muchos que son vistos con amor y admiración por tantos otros, mas supuestamente rechazados por el espejo que reparten los veteranos del privilegio y que demasiados de nosotros, necesitados de un poso de seguridad, sosteníamos como propio para juzgar a los demás y evitando, para protegernos de una amenaza fantasma, mirarnos en ellos.
Pero bueno, os estoy mareando con tanta reflexión y aquí os deseo relatar que pasó ese día. Intentaré ser breve, aunque me cueste. Lo que ocurrió fue lo esperable. Con mucha solemnidad cogieron a unos mazados, unos guaperas, unas tías que habían salido en algún videoclip de algún tema de reguetón, un millonario y a algunos más y, solo a ellos, les dieron las llaves de las puertas. Cuando otorgaban la novena llave, desesperado, uno siempre fantaseaba conque iba a ser el décimo, que ante una excepción justa y nunca vista iban a contemplarle como válido quienes desconocían la correcta y sana esencia de ese mismo concepto. Pero, como de costumbre, siguió el silencio. Y ante el silencio tolerante de todos los presentes, los elegidos, muy satisfechos de ellos mismos y prontos al olvido de su anterior condición, cruzaron el umbral tras abrir con armonía cada uno de los accesos a ese restringido y supuestamente paraíso inmaculado del privilegio.
Ahí me llegó una voz. Fue la tuya, en medio de ese silencio condescendiente que nacía de los abatidos espíritus de aquellos que se contemplaban como inferiores por el hecho de tener menos cabello o los ojos menos claros.
Pero ahí resonaba tu idea, segura, notable, amorosa, en medio de esa indeseada ausencia de ruido que se sentía obligada. Pero no era solo tu imaginada voz, sino también mi sonora protesta, porque sin ser consciente yo repetía tus halagos como un atrevido mantra que consistió en el primer desafío hacia el sistema de privilegios. Y la gente me empezó a observar, como quien asustado descubre un monstruo en su habitación en un momento tan sagrado como cuando se está en disposición de despedir el estado de vigilia y bien protegido por sábanas conformadas por espuma de las nubes celestiales. Pero observaban a aquel creído ser del averno con un hálito de fe, con una protesta que nacía en sus gargantas pero moría incrédula en sus labios, al no serles permitido hacer valoraciones opuestas o más detalladas que la que los veteranos hacían por el miedo que a estos les carcomía cuando soñaban con un cambio, uno que pudiese devolverles a una situación pasada en la que ellos dejasen de brillar.
-Estoy enamorado de ti -gruñí, mientras me hacía paso entre aquellos que se apartaban temerosos, pero haciéndome una reverencia-. Eres el niño más guapo del mundo. Me encanta cuando sonríes. Nadie mejor que tú cocina esa tortilla de patatas y berenjena. En tus ojos contemplo mi mundo y en ellos me pierdo placentero buscando mi futuro. No cambies, pues es de quien ya eres por quien pierdo el sentido. Gracias por aceptar mis errores, y aunque a veces se te olviden algunos detalles te quiero por cómo eres.
Apenas habiéndome dado cuenta, frené frente a una de las puertas que, como las otras ocho, ya se encontraban cerradas. Los privilegiados mantenían su estatus quo de una forma práctica, con un ostracismo en absoluto disimulado a todo aquel que no formase parte de ese colectivo creado por ellos mismos. Así, la única barrera que encontré dispuesta por ellos y sus nuevas incorporaciones fue esa preciosísima puerta blanca cerrada a cal y canto que se erguía ante mí como una potente negativa a todo lo que tú me habías asegurado. Y como si del corazón, tras pasar por mis cuerdas vocales, avanzara tu aprecio hacia mi pierna derecha, pateé con una potencia estremecedora la sacra y cuidada puerta que, al primer golpe, se descuajeringó. Astillas y pedazos mal separados de un blanco pintado sobre una madera básica resaltaron, pero no más que el espacio abierto que quedó tras el destrozo que provoqué.
Una legión se dispuso detrás mía, dispuesta a tomar por la fuerza cualquier secreto edén que asomase tras la apertura descubierta. Pero no había nada, al menos nada sorprendente. Una habitación de exactas características albergaba a una población inferior de gente que cumplía con los rasgos privilegiados. No parecía haber allí oradores que tartamudeasen ni cuerpos cuyos ombligos no sobresalieran próximos a una tableta de chocolate. Algunos de los que estaban conmigo me alcanzaron, pero sin empujarme. Junto a mí, ojearon por breves instantes el interior de aquel lugar. Nadie repuso su atención en nosotros, no existíamos entonces, nunca para ellos y ellas lo habíamos hecho. Pero el sentimiento que nos generó no fue el de abandono ni el de ansiosa baja valía. Por las miradas que compartimos y la sonrisa que se dibujó en nuestros semblantes, supimos a todas luces que aquel panorama nos resultó insípido
Ninguno preferimos entrar.
Y hoy pertenezco a una generación que ya no busca el tan condicional afecto hacia unos rasgos, sino que con libertad atendemos nuestras peculiares preferencias y no exigimos a nadie que nos valore, sino que apreciamos esa suerte que yo tuve cuando te encontré, a alguien que su suma preferencia era quien yo era, sin decoro ni falsedades. Nunca busqué impresionarte, porque de una forma natural que me costó entender, ya lo estabas.
Y lo que también me costó, y quizá aún a veces me cuesta, es compartir tu misma admiración y entusiasmo hacia quien soy. Porque, joder, el día que lo haga, ese agraciado día, lograré ese amor que nos negaron en algún momento olvidado de nuestra historia y que tan sano es y que, sin duda, debería ser el primero.
Y tiene aún más gracia, porque quizá no fuiste tú. Quizá el auténtico promotor de esta revolución fui yo. Porque, asimismo, yo caí por completo en tus redes, enamorado de aquel que no era visto como un privilegiado. Pero eso nunca me importó. Te preferí.
A todos y todas los que no cumplen esos cánones que no nos representan, y a quienes cumpliéndolos no los imponen ni solo presumen de ellos.
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jjturvaroescritor · 3 years ago
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La espuma rosa
Aún no era tarde. Como podía y de dónde hubiese, rescataba energía para poder proseguir la estrepitosa huida de aquel vapor que parecía consumirlo todo. Primero comenzó en ese animado pub de la zona más desenfadada de la gran ciudad, para pronto extenderse guiada, aquella colorida niebla, por la fuerza y la anarquía del viento hacia todas direcciones. A quien atrapaba, no lo soltaba, o al menos no alcanzaba a emerger de aquella nube espesa que impedía contemplar lo que en su interior aconteciese.
Todos la temían y la reacción unánime fue escapar tras escuchar el segundo grito proferido. Él formaba parte de aquellos que la habían visto originarse, cobrarse sus primeras víctimas y transformarse, de lo que podría confundirse con la cuasi imperceptible humareda de polvo que alguien al estornudar en un lugar abandonado produjese, a una tormenta de arena sin sólidas partículas y de color chillón.
Estaba sentado en esa solariega terraza tomándose un refrigerio, bueno, a quién pretende engañar, una señora cerveza, de esas pintas generosas pero muy caras, como si la clásica decoración del establecimiento donde se consumiera tuviera que ver con el producto que ofertara; cuando en el animado y más contemporáneo local de enfrente comenzó a salir gente sin orden ni concierto, tomando las calles como si se sumaran a una carrera que interrumpiese cualquier otra circulación y tan acelerados que hacía pensar que se adherían a aquella competición en su recta final bastándoles con un último y desesperado esprint. De pronto alguien arrojó un teléfono móvil desde el interior del establecimiento, rompiendo la luna opaca y dejando entrever en su interior lo que, como ya se mencionó, a nuestro protagonista le pareció unas rayas preparadas para esnifar y que involuntariamente se espolvoreaban.
Pero la gente que salió parecía poseída, como si ya hubiera consumido la sustancia que en su rápida intención de dar significado a lo desconocido prejuzgó como una droga. Y entonces, de una forma tan hilarante como trágica, una señora mayor que vestía una suerte de blusa morada que poco difería en color al de la sustancia vaporosa que a momentos ganaba en volumen, se levantó de la silla que ocultaba del sol la sombrilla que a su derecha permanecía y, como tal vez no habría hecho en muchos años, se puso a correr durante una franja de tiempo que no alcanzaría a constituir los diez segundos. Y no porque se tropezara, la ilustre señora, sino porque sentía que su enorme sombrero iba a despegarse de su sudada frente para salir volando a Dios sabe dónde y, lo que supone este narrador también, y quizá se equivoque, es que un aventón de orgullo la frenó en seco, cuestionándose a sí misma a qué se debía aquella falta de decoro y esa intimidación por lo que parecía algo tan inofensivo como la mezcolanza de las luces estroboscópicas de aquellos antros de la juerga junto a los chorros espumosos que, sobresaliendo de mangueras disimuladas, en los días más calurosos se proyectan hacia la sala principal de las mismas, bien para divertir o bien para higienizar al personal.
Se retiró las gafas de sol, aquella brava y soberbia anciana, y en su acuoso mirar observó nuestro protagonista un atrevimiento que lo dejó meditabundo unos instantes que, en caso de alargarse, pudieran haber sido fatales. La nube se tragó a la noble y, como si ella le hubiese supuesto a esta informe masa gaseosa lo mismo que a usted una aceituna en un aperitivo al que acude cuando el hambre le domina, no cesó su expansión.
Y entonces nuestro hombre, nuestro corredor, nuestro superviviente, nuestro asustado e infatigable caballero decidió imitar los pasos de quienes ya habían empezado a poner pies por polvorosa, o bien comenzó él la carrera sin meta muy fija dando ejemplo al resto de la descolocada muchedumbre; qué más nos da. El caso, y procuremos resumir, pero entiendan ustedes la excelsa impresión que una eventualidad como esta genera en un alma sensible acostumbrada a una rutina y a una paz social bien diferente de lo que aquel mediodía sucedió, es que se negaron dos taxis a llevarle a bordo y, por una razón que lo impelía tanto a no detenerse como tampoco a cansarse, salió disparado hacia la zona más natural de aquel emplazamiento urbanístico, donde se encontraba aquella montaña con sendas en forma de espiral, que parecía un taladro esgrimido por la obra de algún ente sobrenatural.
Llevaba como una hora corriendo, ascendiendo primero por los ladeados caminos pedregosos para más tarde, sin haberlo practicado en sus casi seis lustros que llevaba viviendo en aquel traicionero planeta que unas veces te reportaba placeres tan gratificantes como ese medio litro de cerveza helada en un día caluroso, como otras te obligaba a dejarlo a medias para acometer un ejercicio físico extenuante a esa temperatura endemoniada; aferrarse a distintos alfeizares y huecos de la irregular estructura rocosa y procurar con ello ganar altura y establecer más distancia de su infatigable perseguidor.
Iba con unos mocasines, corrijo, con uno solo pues tiempo atrás se le había caído el otro, raspándose el herido pie constantemente en su patoso pero efectivo escape. No obstante, a esa altura de la montaña donde por suerte sentía menos abrasador el calor, debía perjudicarse más las manos y procurarse severos callos en las mismas al escalar, pues de otra forma no podía eludir lo ineludible.
Inconscientemente se tomó un momento, tras superar un largo alfeizar de piedra al que le costó asirse en aquel monte. Alcanzó una zona llana que podría servirle de subterfugio si su actividad fuera la acampada, y no la escapada. Cuando recuperó ligeramente el sentido, pronto lo dejó de nuevo salir, al ser consciente del alcance de la espuma rosa.
-¡Lo envuelve todo, la jodida!
Gritó sin necesidad, si acaso la necesidad no trasciende en cuanto lo que supone evitar el alcance de esa niebla, pues sí que había una consecuencia positiva en esa protesta y era darse crédito en el ejercicio destinado a su supervivencia hasta entonces realizado, tan arduo como posiblemente inútil. A la altura en la que se hallaba, se concedió un reposo que no alcanzaría el medio minuto, para contemplar el panorama y tomar más oxígeno del que escasamente iba recuperando mientras avanzaba, ya fuera corriendo, gateando o escalando. La cima, invisible por siempre, era su meta, la promesa y el propósito, para huir de aquello que parecía hacerse la norma, pues hasta donde se perdía la vista reinaba con tramposo aspecto inmutable una neblina rosa que, a mayor distancia, parecía clarificarse en color hasta volverse de un blanquecino gris.
Su cuerpo le pedía cesar la empecinada maniobra predestinada al fracaso, arrodillarse y tomar aire de una forma más serena, cerrar los ojos y dejarse abrazar por aquella desconocida y potencialmente aciaga naturaleza que tanto temor le inspiraba. Pero su cabeza le insistía en que aquello era amenazante, que más perdería en caso de rendirse que en caso de proseguir su evitativa empresa, en que no debía cometer un comportamiento tan ridículo como la extraña y soberbia vieja, esa tonta engreída que se plantó frente a la nube para hacer a alguien creer que aceptaba que la atrapasen, en lugar de que carecía de fuerzas como para rehuirla. No, debía ser más astuto, terco, esforzarse más y mejor. Aquella sustancia no podía ocupar todo el espacio conocido y desconocido, en algún momento habría de dejar de expandirse e, incluso, morir. Aún restaba mucha montaña.
Sintió lacerante una idea que tan pronto como llegó a su cognición la expulsó sin miramientos. Todo el mundo debía haber sido ya presa de la espuma rosa, estaba solo. Mejor solo que perdido, se replicó a sí mismo sin entender del todo qué suponían los conceptos soledad y perdición, y puso una mano sobre un fino saliente para empujarse de inmediato hacia arriba. Su restante zapato, travieso y con la ventaja invencible de estar inanimado, decidió rendirse y arrojarse hacia la voraz nube que parecía querer ascender hasta empujar a sus inofensivas hermanas blancas para ocupar su espacio. Nuestro héroe no se rendía y cada vez más harto seguía. Solo en ese dubitativo momento en el que recuperó fuerzas observó a su funesto perseguidor y, siendo consciente de la atractiva y tranquilizante llamada de su cazador, decidió ignorarlo por siempre. Optó por continuar un desafío que solo se solucionaría con el vencimiento de uno sobre el otro, ninguno parecía querer dar su brazo a torcer o esperar y detenerse para entablar una conversación en la que se pudieran entender. Aquella miasma rosada parecía tener un único propósito y ser indiferente a cualquier súplica que se le dirigiese, y él desconocía por completo qué contenía aquella en su interior, si una realidad o bien una representación viva y torturante de esta, o bien solo muerte ficticia, o auténtica, de aquello que iba devorando sin descanso. Temía que contuviese sustancias que alcanzasen su sistema nervioso y lo obligara a ver o pensar las cosas de una forma irreal, impropia, absurda, fantástica u original. Pero no un original positivo, sino uno que resultase malo, aunque él no pudiera bien relatar ejemplo alguno de una originalidad aviesa.
Sentía emociones difusas e ideas inconexas cuando más cerca de sí percibía la espuma aunque, y a su vez, sospechaba que aquellas sensaciones podían ser también fruto del severo agotamiento que lo acuciaba a tirar la toalla. No sabía la razón, pero le era hasta un punto útil aquel malestar para la continuación del exclusivo ejercicio al que se encomendaba, evitar caer en las redes del dichoso y bonito gas.
Casi desnudo, hecha su ropa jirones sucios, con heridas de diferente magnitud, callos, sangre reseca y demás porquería, habiendo ya perdido la cuenta del tiempo que llevaba corriendo y cayéndose, trepando y tropezándose, alcanzó otro saliente que le llevaba a un amplio terreno, un escondido valle preciosísimo en medio de esa delgada y peculiar montaña. A diferencia de la escarpada ruta, no predominaban guijarros ni aburridas chinas grisáceas o pardas, sino una hierba alta batida por una suave brisa que rechazaba a su vez cualquier tipo de oscuridad, de un verde brillante por el baño al que la generosa estrella la sometía. Como si de una pócima en un juego de rol o un punto de guardado en un JRPG se tratara, aquel ecosistema repentino serenó su espíritu y le procuró el olvido de las penurias físicas que había sufrido en aras de conservar su entereza espiritual. Ni la contemplación de la lisa pared que constituía el muro de aquel emplazamiento pudo turbarlo, así como tampoco le generó un ansioso rechazo que la sustancia rosada comenzara a colarse entre la fina hierba, alcanzándole de forma timorata, virando en diferentes raíces como si de varios amables aldeanos que apartasen con ternura aquella capa de puntiagudo césped se tratase.
Nuestro corredor le dio la espalda a la bruma, pero no dispuesto nuevamente a huir por todo medio de la misma, sino para alcanzar el tronco de un árbol que alguien habría cortado, a su vez retirado la hierba más próxima al mismo, que se sostenía impávido allí. Se sentó en este y cruzando sus piernas observó sin pavor aquella niebla que parecía, por vez primera desde su nacimiento, haber aminorado su velocidad.
Hasta que se detuvo.
Nuestro amigo tenía a su espalda una pared perfecta, impracticable en ella la escalada, y ninguna otra ruta de evasión; aunque tampoco se molestó sobremanera en buscarla. Frente a sí, lo que asemejaba ser un difuso demonio se manifestaba momentáneamente como una criatura respetuosa, que parecía bien haberse acabado la extensión de su cable de alcance o bien, como realmente ocurría, haber detenido su avance por propio deseo. Falsamente respetuoso, el ente de humo conocía bien la decisión que restaba a quien ya no disponía de ninguna ruta en aras de fugarse. Solamente permanecer allí, sobre ese tronco en ese bello lugar hasta consumirse, o dejar que la consumición la llevara a efecto ella misma, la espuma malditamente rosa.
Lloró, nuestro protagonista, porque se había esforzado tantísimo que llegó a considerar que cabía alguna posibilidad de que finalmente eludiese la suerte rosa a la que aquella infinita tormenta quería someter a todos. Lloró asimismo por la esencia final de las cosas y la evolución vital, que revierte en algo tan inesperado como decisivo que cambia por completo el rumbo que uno se marca para procurar orientar algo tan incontrolable como es su realidad.
Sus pies decidieron por él, y llorando y llorando por verse saciado como frustrado, penetró aquella espuma, abandonando la montaña.
Y volviendo a su señorial restaurante, habiendo sobre su mesilla una cerveza sin comenzar que parecía recién salida del frigorífico más funcional del planeta para dotar de frescura y sabor cualquier pinta. Con incredibilidad, aproximó el extremo superior de su vaso hacia sus labios y elevó ligeramente el mismo, permitiendo que fluyese el líquido desde su copa hacia su gaznate. Y volvió a llorar, pero esa vez de satisfacción.
La anciana pija tenía recostada la cabeza en quien él había visto por primera vez, un anciano de piel morena y arrugada que sin comprenderlo bien supo que en su día compartió un anhelado y silencioso amor por quien entonces se apoyaba en su pecho. Observó a más individuos que fuera de la niebla corrían pavorosos tratando de alejarse de ella, y en el rato que duró su visión colorada hasta normalizarse comprendió el cambio de actitud ya no solo habido en ellos, sino también en él experimentado.
Y al igual que pudo acceder al pasado y al alma de todas esas gentes, pudo penetrar las capas que de forma involuntaria e imperceptible había colocado sobre su propio ser. Veía ese garito que tanto despreció por el ruido que de él emergía y de la relajada juventud que constituía su público, y comprendió que de sus participantes más que cualquier otra cosa sintió envidia. Envidia por la pasión desmelenada con la que abrazaban la vida, y que a pesar de aquel ímpetu no primaban sobre ellos o ellas consecuencias de descontrol como él sí temía que sobre él reinaran en caso de dejarse llevar igual.
Entonces entendió de dónde nacía la espuma rosa, cuál era su propósito. Y con la cerveza fresquísima y sabrosísima en la mano brindó, brindó con aquellos que aun a distancia y sin copa le correspondieron. Pues aquello no era el infierno, tampoco el cielo, solo un lugar de vinculación empática que los aprehendía a todos y al que, a pesar de que efectivamente daba miedo entrar en él, jamás uno podía sentirse tan natural y en paz si no era bajo el aroma mágico de la espuma rosa que alegre y voluntariamente cada uno y cada una respiraba.
Anímate al cambio, en especial si este te resulta gratificante y acarrea una conexión más real y humana con aquellos y aquellas que bien han estado, están y, o, estarán.
Cede tu resistencia, principalmente si su origen radica en valores que no te representan, no te satisfacen, ni ayudan tanto a que te conviertas en una mejor persona como tampoco a hacer del mundo un lugar más habitable y pacífico.
Por último, obra con flexibilidad. No siempre el cambio es lo correcto, ni la resistencia lo incorrecto… yo solo escribo cuentos.
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jjturvaroescritor · 3 years ago
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Por mucho querer
Traspasó la puerta de cortinillas quien anhelaba encontrar respuesta a su desconsuelo. Aquel sótano de esa tienda excéntrica y vacía de clientes era el lugar de trabajo, quizá también de residencia, de la bruja que podía obrar auténticos milagros.
Por los rumores y chismorreos que tuvo la casualidad o el destino de escuchar, comprendió que aquel lugar sería mucho más oscuro, descolorido y que desprendería una inquietante fragancia ponzoñosa. Pero lo cierto es que solo el establecimiento comercial por el que se estaba obligado a entrar para llegar a su tiendecita era oscuro, y que bajando los primeros escalones a uno le alcanzaba una fragancia a frutos rojos y el comienzo de un fulgor azulado que, cierto era, camuflaba el color de los útiles que decoraban la entrada y el propio establecimiento de la bruja. Decoración que no resultaba ni la mitad de tétrica que los productos del anticuario que acababa de dejar atrás.
-Bienvenido -dijo una voz neutra y femenina, a la vez que hacía un gesto para que el potencial cliente se sentase frente a ella en un sillín que no parecía muy cómodo.
El visitante estudió los rasgos de la adivinadora, quien permanecía en un estrecho punto de la sala libre de esa oscuridad azulada. Regordeta, bella de rostro, con pelo rizado y de un rubio brillante, un lunar próximo a su nariz que contrastaba con su pálida tez. Unos ojos absorbentes, el izquierdo azul y el otro de un púrpura claro. Aquella musa de la extravagancia no alcanzaba ni la suela de los zapatos de su bien querida princesa.
No, no era una princesa. Si eso, una ladrona, de monedas y corazones. Se dedicaba a la danza con castañuelas o panderetas, vestía casi siempre una larga falda blanca con bordes de distintos colores que no restaba la más mínima gracilidad a sus movimientos. Fina, de rostro también delgado, su piel era casi tan oscura como el carbón, pero sus ojos de penetrante mirada rememoraban la hierba de un tranquilo prado entre montañas que, mecida por la suave brisa de un día primaveral, brilla bajo un firmamento claro y despejado regalando una sensación natural de armonía y sencillez a quien contemplase sus órbitas acuosas. Su lacio y azabache cabello parecían las lianas de tela en las que se colgaba en su espectáculo, lo que hacía disfrutona riendo abiertamente, contagiando entre los espectadores su dicha. Era la más hermosa entre las ángeles.
Estaba perdidamente enamorado.
-No hay que ser adivina para suponer qué te trae a mí -ironizó la mujer que entonces tenía frente a sí-, pero sí para saber quién es el autor del hechizo que te han echado. ¿Es mujer, u hombre? ¿O ninguno de los dos?
-¡Mujer! -salió de su abstracción-. Apenas soy capaz de pensar en otra cosa, sino en ella. Y es que, me cuesta comprender que no todo el mundo se sienta así. Y eso, al mismo tiempo, me revuelve por dentro. Ella debe ser mía, no de ningún baboso de los muchos que la contemplan por el mero deleite de verle la piel. Yo… lo mío es mucho más que eso.
Conectó con fuerza y desasosiego quien hallaba un contexto en el plano terrenal donde se le permitía expresar el contenido de su fantasía amorosa. Ella, realmente, no era adivina como sí bruja, mas tampoco era tonta y supuso muy bien a quién se refería ese hombre con la interminable perorata, que no interrumpió, en honor al objeto de su amor. Que fueran amigas, no desestimaría su actual trabajo, ni el futuro, siempre centrado en la ayuda más humana hacia sus clientes. Se puede ser bruja y buena gente, en contra de los que muchos prejuiciosos puedan pensar. Lo que es imposible de encontrar es a una bruja burra.
-¿La amas? -interrumpió la mística.
-Con todo mi ser, mi alma, cuerpo y corazón.
Sudaba aquel hombre de fisionomía completamente común. Ni feo, ni guapo. Ni alto, ni bajo. Ni gordo, ni flaco. Con sendas entradas y joven. Sí poseía unos ojos atrayentes, que desprendían un halo inocente, juzgó la encantadora. También, que era injusto encasillarlo en base a la impresión que ella recibía al contemplarlo. Sería como comprarle su discurso celoso al respecto de que su amiga debía enamorar a todos y a todas. Pues gustaría a quien gustase, y a nadie más. Él, ella misma, igual. Todos. La belleza es subjetiva, y lo divertido y enternecedor del amor real es hallar aquella y dejar encontrar la propia.
Sabía qué hacer.
-Pues estás de suerte -dijo sonriendo y, no sin un suspiro y enmarañarse dos dedos en uno de sus rizos, prosiguió-. Pero he de asegurarme, porque si no podría ser fatal mi ayuda. ¿Estás realmente enamorado de ella?
Antes de que él insistiese con palabras airadas, ella deslizó una carta de una baraja que escondía en la mano que, asimismo, mantenía oculta bajo su mesita. Posó la carta sobre una horquilla discontinua en la que convergían dos de las líneas oscuras que recorrían esa clara madera. Reveló la carta.
-¿Y eso qué significa?
-Significa que puedo ayudarte, pero debo insistir. ¿Seguro que quieres?
-¡Por favor! No puedo vivir sin ella. La quiero más que a nada.
-Entonces sostén mi mano.
La mujer rubia dejó la completa baraja sobre la misma mesita y alargó una mano, apoyándola también, que oscureció el alma de su cliente. En esta predominaba la marca de un pasado cruel, una mácula morada que se extendía desde la muñeca, por todo el dorso, hasta alcanzar los dedos y concluir en donde debían hallarse las últimas falanges de aquellos. Por la palma predominaba el tenue tono de su tez, mas había algunos puntos del mismo mórbido color que impedían olvidar la enfermedad que un día la atenazó.
El hombre se mantuvo dubitativo unos instantes más, pero no necesitó el aliento o la motivación de la bruja para entender que aquel gesto y lo que precisaba para hacerlo era una analogía perfecta al necesario valor que había de echar en aras de cumplir sus sueños. Atrapó con su mano la de la mujer, alzándola. Pero ella entonces tomó la dirección, y con fuerza los colocó como si estuvieran a punto de echar un pulso. Asustado, lívido su rostro, contempló cómo aquel manto de oscuridad se extendía ligeramente en la mano de aquella mujer, hasta casi alcanzar la altura de las uñas.
Mas de pronto el sosiego, una soportable melancolía y el orgullo dominaron el alma del sanamente enamorado.
-Tú no la querías -descubrió la maga su opinión.
-Cierto -confesó el hombre la realidad que al fin entendía.
-Tú estabas obsesionado. Y mi regalo ha sido darte lo que creías tener.
-Amor por ella.
-Exacto -atendió feliz.
-Ahora entiendo que ella no siente lo mismo por mí -habló con la verdad al descubierto y el coste emocional en lágrimas que aceptarla y descubrirla hacia alguien más que para sí acarreaba-. Y es paradójico, supongo, cómo me siento. Por un lado es doloroso, pero acepto su libertad y sin duda la celebro. Es más, estoy feliz. Estoy feliz por sentir que ella es quien es y podrá seguir siéndolo. Me obsesionó su alegría, su celebración constante de la vida y la atracción que provocaba en los demás. Pero eso mismo, era una envidia posesiva que confundí con amor, porque si la hacía mía pensaba que absorbería todos esos atributos y que lograría ser lo que, finalmente, no creo ser.
-Ahora sientes la mordedura real del amor. He absorbido esa mala obsesión -dijo, sosteniendo su dolorida mano con la otra, pero mirando fijamente a los ojos del enamorado-, y ha nacido en tu corazón lo puro que ha restado tras ese negro torbellino que lo ha azorado.
Se miraron. El hombre sonrió con paz, y convencido dio las gracias. Se levantó, dispuesto a marcharse, sintiendo el espíritu renovado.
-¿Quién sabe? -habló de golpe la bruja, sintiendo compasión por su cliente-. Quizá con esta transformación resultes más llamativo, más convincente. Quizá logres que se fije en ti.
-Sí, quién sabe -él murmuró con ambigua melancolía-. Pero eso no es lo importante.
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jjturvaroescritor · 3 years ago
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Diferencias e indiferencia
Era la hora del recreo, otro día más. Los demás niños y niñas salían amontonados, algunos corriendo por el techo del pasillo jugando a esquivar con fintas las lámparas incandescentes o bien atravesándolas deseándolo en ese mismo momento o haciéndose polvo para, enseguida, restaurar su forma natural. Otros se hacían pequeñitos y se subían a los hombros de compañeros que rigidizaban sus cuerpos para evitar que los empujones los desestabilizaran y sus diminutas y sensibles cargas fueran arrojadas al suelo, con el peligro de que las pisotearan; una vez pasó, sin graves consecuencias. Luego estaban los cambia-posiciones, que siempre hacían enfadar a más de uno al intercambiarse por él en esa implícita carrera donde todos se disputaban el orgullo y que, siempre, terminaba ganando esa muchacha que podía teletransportarse a donde quisiera.
Yo me quedaba atrás, esperando. Esperando a que el jaleo monumental se apagara como también lo hacía el ruidoso timbre. El año pasado el profesor que teníamos se quedaba un rato conmigo, me daba conversación, en ocasiones me hacía reír, era muy amable y si tenía un poder nunca lo descubrí. La maestra que nos tocó esa vez se alegraba aún más que mis compañeros de que se acabaran las clases y, tan pronto como podía, abría un portal hacia la sala de profesores. Procuraba encontrar en ella algo de simpatía, pero siempre parecía estar pensando en sus cosas, anhelosa de usar su poder para encargarse de otros asuntos que no se encontraban donde estaba yo o los demás alumnos. Ni se despedía al irse, alguna vez algún compañero no se daba cuenta de que ya no estaba.
Me tomé un minuto en empezar a moverme y pocos segundos en llegar a la puerta de cristal corredera que comunicaba con el festivo patio. Como también otros días, tardé mucho menos porque lo hice solo.
El recreo era un espectáculo. Niños volando y aunque lo prohibían los profesores aterrizando en los techos de los tres edificios, dividiéndose en distintas partes o multiplicándose para hacer trampas jugando al escondite, volviéndose tiernos animales y ya no quedándose desnudos o rompiendo la ropa por la nueva fabricación adaptable para los transformistas. Los había que se volvían humo de colores, para envolver a quienes no dejaban de sorprenderse por esa magia tan rara. Eran graciosos, aunque a mí no me lo parecían tanto, los dos hermanos que podían adoptar la apariencia y voz de otras personas; a veces se intercambiaban entre ellos mismos provocando dolor de cabeza a los profesores. También me solía fijar en una niña tímida y atenta que me caía bien, pues siempre andaba pendiente de si alguien se hacía daño, acudiendo a la velocidad de un rayo para quitarle el dolor o a cicatrizar su herida. Una vez le repuso un dedo cortado a un niño, lo agarró sin ningún asco y se lo colocó de nuevo. Incluso, esa vez, lo hizo con una sonrisa.
¿Que cuál era mi poder? Ninguno, o a tan avanzada edad, aún no lo había desbloqueado. Me sentaba donde antes se sentaban los que no estaban conformes con su don, pero con la inclusiva educación centrada en la diversidad de funciones y utilidades, apenas quedaba nadie ya con ese pesar casi extinto desde un tiempo en el que yo aún balbuceaba. Nadie, prácticamente, menos yo. Mis padres me querían mucho, pero eso no quitaba el hecho de que yo era de lo más raro y normal. Mis capacidades eran similares, a veces ligeramente mayores o menores, que la del resto de chicos y chicas que no las tenían aumentadas. Por ejemplo, no podría competir en mates contra esa niña de mofletes regordetes y pecosos, cuya habilidad especial era saber automáticamente el resultado de cualquier operación numérica.
Pensé en lo básico que yo era, en mi carencia de virtudes, y suspiré escondido en este rincón que se convirtió en mi favorito. Una esquina disimulada detrás de un jardincillo con plantas poco altas pero espesas que, como el espacio más grande del patio, también era cuadrado. Me ocultaba en unos escalones que daban a los cuartos donde los profesores rondaban en su tiempo libre, tiempo que invertían poco en atender las necesidades de sus alumnos, pues con su ejercicio durante las clases ya tenían más que suficiente. Me sentía solo, pero estaba bien, porque era acorde a lo que quería.
Tenía que protegerme. Aquellos chicos con súper fuerza, esos otros que leían la mente, descubrirían lo sencillo y aburrido que soy. Me convertiría en la nueva mofa y, cuando se cansasen de hacerme bromas y reírse de mí, me mirarían desde lejos con extrañeza y desconfianza, con miedo de poder perder lo que les hacía especiales si permanecían alrededor de alguien que no lo era en absoluto.
Agradecía el tiempo raro que predominaba. Ofrecía poca luz, aunque sumamente bonita, pintándolo todo de un oro apagado. Nubes rojizas y densas ocultaban un sol que parecía haberse levantado más perezoso que de costumbre, o tímido, alzándose poco. Sin embargo, la actitud de la estrella provocaba aquella luz entre amarilla y naranja que se interrumpía en numerosos puntos donde reinaba una sombra en la que aún podía verse qué pasaba, pero distinguirse poco los detalles que esta, para sí, se guardaba. Y yo estaba así, detrás de los setos del jardín, al amparo de una de esas sombras. Aunque no pudiese leer el libro que tenía entre manos porque me dañaba la vista leer en oscuridad y no como a ese niño de dos cursos menor que yo que podía ver en la noche sin problemas, estaba protegido de esa interacción que me condenaría.
Cuando lo pensaba con detenimiento, mi corazón se desbocaba. Solo imaginaba insultos, coros de risas despreciativas, vacíos amargos y solitarios y, encima, problemas que yo daría. Sería mi culpa preocupar a mis padres, a los maestros, e incluso molestar a esos niños que no tenían porque contagiarse de mi mala suerte. ¿Por qué molestarlos con quien en carne y hueso representaba una posibilidad que daba miedo? ¿Por qué traer a sus vidas algo inusual, muy infrecuente, que hace tan difícil encajar? ¿Por qué ser tan egoísta e injusto?
Ojalá tuviera el poder como para desaparecer. Al menos, tendría un don.
-Hola.
Desaparecer no, lo contrario. A mi lado apareció de golpe una niña bajita, de ojos saltones y verdosos. No se inmutó por cómo me agité por el susto y, en la misma sombra en la que yo estaba, se sentó. Mientras lo hacía, su castaño cabello se apagó hasta parecer de un gris muy oscuro, así como el color de sus ojos se volvió opaco e indistinguible. Ese era el efecto que yo debía producir, desde mi normalidad, el apagón de virtudes y gracias en los demás.
-Estás triste -habló, con una voz afectada por un resfriado, o por la alergia. Estábamos en primavera-. Mis dos mamás me han dicho que mi poder es la sensibilidad fina. Me doy cuenta de cómo están los demás niños y niñas… y niñes.
-Pues me alegro por ti -le dije a esa enana. Quizá tuviera tres años menos que yo.
-No, no lo haces. Me tienes miedo. A mí y a todes. ¿Por qué?
-Si tanto sabes sobre cómo estoy, ¡dímelo tú!
Me acuerdo que ese día me siguió, y me puse yo a correr casi por todo el patio para evitarla. Al final el recreo se me pasó más rápido y todo. Los siguientes días, puntual como una flecha se ponía en la puerta de mi aula, y eso que la tonta tenía que subir escaleras, cada cambio de clase. Yo me quedaba sentado en mi pupitre fingiendo no darme cuenta de que estaba ahí, esperando, sola, y a ella le daba igual. Tampoco le importaba que yo huyese de ella en el patio, o que le respondiera con rabia pidiéndole que me dejase en paz. En alguna ocasión la insulté, le dije que era una acosadora, que no tenía amigos, que era rara, que como siguiese persiguiéndome le iba a pegar. Pero ella no cejaba, iba detrás de mí día tras día.
Un recreo parecido al día en que me habló por primera vez, con ese cielo anaranjado y oscuro que parecía la obra de algún tipo que pudiera fijar firmamentos como si con pincel los recreara; volvió a sentarse a mi lado. En esa ocasión no corrí, no me levanté con vehemencia y la señalé gritándole rara o estúpida, sino que suspiré y miré a otro lado. No me quedaban fuerzas para evitarla.
-¿Por qué estás triste?
Qué pesada, un incordio con patas. Insistía en la misma pregunta dos semanas y pico después.
-Estoy enfadado, ¿no lo ves?
-Estás triste -insistió la pesadísima-. Pero no triste bien, como algunos niños… niñes -se lamentaba y se frustraba de manera muy divertida cuando se le olvidaba hablar de forma inclusiva-, lo están. Llevas mucho tiempo con mucha pena. ¿Por qué?
-¡Es que no es obvio! No tengo ningún poder.
Respiraba nervioso, escondía la mitad inferior de mi cara en mis brazos cruzados. Ella se acercó y primero posó la mano en mi espalda, después me dio un abrazo y, no sé por qué, empecé a llorar. Me sentía ridículo, egoísta, torpísimo, era evidente que no tenía ninguna peculiaridad, que era burro, inútil…
-Eres especial también, por no tener nada especial. Eso es lo que dice una de mis mamás. Yo les pregunto, y ellas me cuentan mucho. Son muy listas.
La canija dijo el muy de forma exagerada, sin duda apreciaba a su familia. Yo también a la mía pero, a diferencia suya, no me creía lo que me decían. Ella todo lo que le dijesen lo aceptaba, lo creía a pies puntillas. Cuando mis padres me miraban con paciencia y decían que estaban orgullosos y que me admiraban, yo me pregunta que por qué. No había nada extraordinario en mí, eso era lo que sentía. Y cuando el sentimiento se hacía pensamiento ya nada les escuchaba, ni a ellos ni a nadie más.
-Lo que soy es diferente -dije, y fui interrumpido porque la niña limpió mis lágrimas con la manga de su jersey, le quedaba un poco grande-. Al no tener ningún don, estoy seguro de que los demás piensan que soy un bicho raro, que no valgo para nada. Me evitan, ya lo ves, y es mejor así.
La niña oteó el patio, me miró, volvió a girar su cabeza dos veces más.
-Pero si los evitas tú. Mi otra mamá dice que haces algo raro, pero que es algo como creer que los demás son malos, y no lo son.
-Son todos distintos a mí…
-¿Y por eso no te juntas con elles?
-No, elles no se juntan conmigo, más bien -decidí también hablar de forma inclusiva, tras acordarme de un compañero de clase llamado Paolo, un chico que podía estirar las extremidades de su cuerpo-. Elles… me rechazan.
Lloré un poco más, nunca antes lo había hecho, ni estando solo. Pero entonces con la de la sensibilidad fina no podía dejar de hacerlo. Y me fui dando cuenta de que la razón era que era yo quien estaba equivocado, y de que nadie más estaba preocupado de lo que yo lo estaba. Lloré porque sentí que todo ese esfuerzo por estar solo, por pasar desapercibido, por protegerme y cuidar a los demás de quien yo creía ser, fue innecesario.
-No creo, oye. Yo pienso que son como tú. Todos, todes, somos distintos. Pero eso, dicen mis mamás y las dos están de acuerdo, en que es bonito, muy bonito. Que eso no es motivo de tener esa pena y ese poquito de miedo que también tienes, no. Que es razón de estar, de estar…
-Orgullosos -lo entendí.
Era una cría, pero tenía ese don. Y una familia que le ayudaba a desarrollarlo. Yo también tenía apoyo y quizá unas fortalezas que, aun no de fantasía, sí me podían ayudar a destacar, a permitirme ser un poquito especial. No lo sé, me sentí extraño, como que cambiaba muy de golpe y que ya no era yo. Y no era por tener un despertar de esos que se tienen cuando desarrollas un poder, sino porque dejaba atrás una identidad y adoptaba otra. Daba vértigo, esa transformación, pero me llenaba de ilusión. Tenía derecho a arriesgarme a adentrarme entre toda esa gente distinta siendo yo también distinto. Y la idea, que antes me atemorizaba, entonces me atraía como el metal de la nevera a los imanes que compraban mis padres cuando viajaban.
-¿Vienes a jugar? -me preguntó mi amiga, porque eso sentía que era ella para mí, con toda la inocencia del mundo.
-Sí.
Dedicado a quienes trabajan en el campo de la enseñanza. Porque tienen la enorme responsabilidad de crear una sociedad justa y solidaria para con todes sus miembros.
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jjturvaroescritor · 3 years ago
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Desgaste y restauración
Nada podía distinguir más allá de la hoguera que secaba su ropaje y calentaba sus huesos. El improvisado refugio le servía para ahuyentar no solo la oscuridad, sino toda la malicia que se ocultaba en las sombras de la inescrutable negritud. Por largo tiempo ya llevaba ejerciendo su mismo rol, escalando, cazando y descansando en la montaña. Se dedicaba en cuerpo, más que en alma, al bruto y ordinario ejercicio de ser mejor cazador que presa. Aquellos tiempos en los que su labor comenzó, le parecían otro animal de los muchos que de él y de otros seres y peligros se resguardaban al amparo de la lobreguez que nacía en la tormenta de nieve sin fin. Parapetados, invisibles, desconocidos. Tenía el lujo de permitirse recordar qué hacía allí, acaso en lo difícil que le había sido lograrlo, y en poco más meditaba.
Una rutina desesperante, pero sentir los mofletes libres del atenazador frío que experimentaba cuando la nieve se congelaba en su barba le impedía centrarse más en el sufrimiento que en el reposo. Y es que de esa forma a él le valía, y era lo que más le distinguía de otros muchos cazadores que habían pretendido ser tan corajudos, diestros y veteranos como ya lo era él. Su resistencia, su individual e imposible de replicar talante pacífico, sus trucos para almacenar fuerzas y reponerlas. Le había costado tiempo, dolores y sufrimiento encontrar lo que él llamaba las conductas y actitudes propicias a tener en la montaña.
Sabía en qué esquinas parar y en qué momentos en aras de que el más intempestivo vendaval aconteciese ajeno a él. Conocía qué criaturas darían más guerra o podrían tomar represalias si las cazaba y las separaba de aquellas que, más individuales y en comunidades prolíficas, apenas de su disminución alcanzaban a ser conscientes y desestimaban la opción de tomar revancha. Conocía qué muros de piedra, y hasta de hielo, redirigían el vehemente aire para que no le golpease ni a él ni a los troncos secos de los árboles que él conocía se humedecían menos, o de qué pliegues y alféizares naturales colgarse para avanzar con más velocidad de forma vertical o bien valiéndose de secretos atajos.
Era un erudito habitante del monte y, si con él pudieran comunicarse, las mismas bestias que tanto le temían como idolatraban solicitarían su consejo. Pero, con todo ese conocimiento, la crudeza de la montaña y del beligerante cielo que la cubría tampoco dejaba de evolucionar. Lo hacía al renovar su piel pedregosa, al invitar a que lo camparan seres recelosos y agresivos, al engañar con aviesa astucia decolorando las nubes que sugerían climas más insoportables.
Mas con los años se adaptaba a cada incierto cambio, y aceptaba con más dicha y confianza los diferentes desafíos que la cima le proponía, como si esta disfrutara asimismo de la hazaña que resultaba su capacidad de calibración. Y, a pesar de su encomiable aguante, algo resultaba inmutable y bien podría suponer el único recuerdo que albergaba de cuando incluso su cuerpo era distinto y aún observaba con temor y asombro el monte que para entonces quedaba tan lejano de sí, y que a día presente ya habitaba. Era el cansancio. Era el conocimiento de saber que no era perfecto ni invencible. Eran las veces que mentalmente se decía a sí mismo que no podía más, en un tono lastimero y que a él sonaba como egoísta e infantil, en una voz que no sentía familiar a la suya endurecida y ronca. Sin poder explicarlo, jamás decayó ante esa tramposamente pacífica sugerencia, y aun su cuerpo al completo cubierto de escarcha, aun resbalando sin control por una senda en la que la superficie de hielo permanecía escondida por una alta capa de nieve, aun lacerado por mordiscos o arañazos de bestias que a duras penas vencía o de ellas conseguía zafarse; caminando o arrastrándose alcanzaba un punto de, como a él gustaba decir, restauración.
-La vida es dura… -murmuró con los ojos cerrados.
Aun no viéndolo, sintió cómo el vaho no escapaba de su garganta a causa del calor que en su pequeña área reinaba. Sonrió por este lujo que muchos, desde su desconocimiento, no aprecian y a diario disfrutan.
-Y maravillosa -concluyó, sonrisa todavía presente en su recio semblante.
Las llamas de su fogata comenzaban a tambalearse, consecuencia del aire que al cambiar su dirección lograba atravesar el mismo angosto pasillo en penumbra de paredes rocosas que él había cruzado anteriormente. Era la señal de que tocaba volver a la acción, a las tareas en las que continuamente iba mejorando, pero que nunca dejaban de suponerle un reto que en algún grado le desgastaba.
Y el cazador era feliz en ese exigente ciclo que muchos rechazarían sin pensárselo dos veces. Pues era solo él quien, valiente y resuelto, entusiasmado y enamorado, había decidido hacer de la montaña su hogar.
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jjturvaroescritor · 3 years ago
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Otra forma de honrar
Subía la empinada ladera sin esfuerzo. El tiempo que lo acompañaba era extraño, lloviznaba pero reinaba el sol calentando los huesos en aquella tarde de otoño. Un tiempo tan extravagante como él mismo se sentía.
-Decía que había distintas formas de mantenerse vivo…
Retiró el liviano sombrero que ocultaba su enmarañado pelo liso y observó aquel pedregoso identificador que sobresalía del suelo, como tantos otros que se distribuían por esa irregular parcela de tierra herbácea. Lamentó no haber traído alguna flor, sin duda lo hubiera preferido.
-Una, estar caminando por este espacio compartido con los que aún respiran.
Hizo una pausa en sus susurros introspectivos para hacer el gesto de introducir una buena cantidad de aire a través de sus narinas. Imaginó la fragancia que había de reinar en aquel melancólico edén, a tierra crecida y humedecida. Nunca tuvo muy buen olfato.
-Otra, esa.
Él entendía bien a qué se estaba refiriendo, cuando dirigió la vista desde aquella lectura esculpida en la piedra gris al brillante firmamento. Ni una sola nube eclipsó el horizonte cian que ocupaba toda su capacidad de visión. Sentía más el calor de aquella jornada, en su pecho, que el inimaginable goteo que con paciencia proseguía asediando el jardín.
-Y una última, consideraba el autor, que era ser sostenido en los recuerdos y sentidos de aquellos que se han dejado atrás.
Observó un inmenso árbol, en un nivel tan bajo como aquel que daba entrada al cementerio, pero en un lugar aún más distante de donde entonces se encontraba él. Donde la continua alfombra de césped apenas toleraba cosa distinta que las pequeñas lápidas con nombres, fechas y buenos deseos; un drago se alzaba hasta constituir el punto de mayor altura de aquel serio emplazamiento. Sus ramas se estiraban como los brazos de un desvergonzado niño recién levantado, conformando una corona de puntiagudas y apretujadas hojas que parecían inquietos y verdosos dedos. Llenos de vida y de brillante tono, alimentados por el continuo abono que, como las gotas de un suero para un hámster, debería suponer cada nueva incorporación, esperada o inesperada, involuntaria o no, al remanso subterráneo.
-Pero no sé hasta qué punto es del todo correcto lo que explicaba Manrique, porque jamás me he tomado la molestia de leerle. Ahora que tengo tiempo, quizá debiera, así hablaría con criterio.
Colocó de nuevo sus ojos, sin arrugas bajo los párpados, relucientes y marrones, en el texto sencillo que acompañaba al nombre de quien venía a visitar.
-Poco tengo que contar que ya no sepas -se justificó, no sin antes dar un suspiro-. Venía, más que a actualizarte, a reflexionar un rato.
Unas palomas de plumaje enteramente blanco volaron con indiferencia y rapidez próximas a él, ensombrecidas a momentos por causa de las pocas nubes que sí se extendían sobre el manto celestial.
-Debéis sentiros todos tan solos aquí que hasta el paso de unas ratas voladoras como esas os dé la ilusión de simbolizar una visita. Y es que, el problema no es vuestro, ni de los vivos por completo. Es del tiempo, los propósitos sociales, o lo que diantres sea que, efectivamente, tocan vivir hoy. La gente está muy ensimismada consigo misma, se olvidan del detalle que supone reservar un momento en sus ocupadas agendas para mover el culo y venir a veros, y ya no solo un detalle para con los que ya no estáis, con los muertos, sino para con ellos mismos. Se olvidan que su vida la han esculpido efectivamente ellos, pero con las herramientas que abuelos, padres, parejas, incluso hijos, les han otorgado. Y tú, ¿qué eras para los demás, para los que aún caminan?
Un silencio siguió a esa pregunta. Ni tan solo el aire con un tenue silbido se atrevió a pronunciarse. Pero no fue incómodo, ni doloroso, el vacío.
-Moriste siendo joven. Ni padre, ni abuelo. Ni eras muy sociable, la verdad. Tampoco el mundo da muchas oportunidades como para desarrollar vínculos manriqueros, permíteme la expresión. Y quizá mejor, lo que hoy tenemos, ¿o no? No necesitamos tanto, no pedimos. O, tal vez, es que no creemos necesitar lo que no sabemos cómo pedir. Cariño, apoyo, atención, protagonismo. Nos quejamos de sentir que somos presos de una rutina carente de los mismos, cuando somos engranaje de ese mismo mecanismo que no produce esa energía de forma suficiente, ni para uno así como tampoco se la reporta a las demás piezas. Pero es erróneo pensar que ese mecanismo no tiene un sentido, o que está vacío de esos gestos…
La lógica fue venciendo a la extravagancia y el aire cobró la misma fuerza que el cielo un tono ceniciento. La lluvia caía con más vehemencia, pero él, absorto en lo que quería transmitir, ignoró la sobrevenida tempestad por completo.
-Estoy aquí por mí -confesó-. Y a estas alturas no castigo ni a los demás ni a mí mismo por mis actos y la soledad habida en ellos. Jorge Manrique no vivió en nuestra era y quizá pasó algo por alto que, a día de hoy, con mi experiencia, alcanzo a captar. Seguramente, allá donde esté él, también haya perfeccionado su fórmula sobre la vida, porque esta información es innata al transcurso del tiempo, y preciosa. Pacíficamente te disculpa, te perdona. La soledad no se hace pesada, se aprecia como nunca se ha hecho.
Cruzó las manos detrás de la espalda, aún sosteniendo su sombrero, alzó los hombros y sacó pecho. Se sentía orgulloso.
-No creo que estemos más solos, sino despiertos, y a este despertar aún se está acostumbrando nuestro legañoso corazón. Y nuestras almas, más serenas, precisan sin duda de mis experiencias para comprender que el ahínco con el que buscamos aceptación no es del todo necesario. Que es fácil no, sino innato, conformar con el avance vital y las relaciones que en este forjamos, sean parcas, escasas, o incluso su opuesto, profundas y múltiples. Aun de esta última manera, que nadie refiere que hayas sido un animal desconocido en el mundo, estoy seguro de que pocos se tomarían la molestia de venir de visita a esta simbólica construcción que los vivos hacemos, supuestamente, para los muertos y no para nosotros mismos. Y sin embargo, empujados por el egoísmo que supone esta como otras eras, este espacio reservado para el recuerdo es un bello regalo para los que no están. ¿A que sí?
Sonrió, convencidísimo.
-Hubiera tenido un mérito asombroso que Manrique hubiera sospechado esta otra forma de honrar, o de vivir, cuando aún la pudo escribir. La que no supone otra cosa que venir a visitarse a sí mismo.
Él no podía más que fantasear con recordar las sensaciones que podría reportar el envite del viento, el tacto de la lluvia, o la calidez de los haces del sol, mas sí sostenía aún esas sensaciones como vívidas cuando conectaba con su pasado. Tal vez Manrique predijo esa forma de vivir como aquella en la que se uno proseguía sus andanzas en otro plano existencial, pero continuaba considerando imprecisa o vaga esa referencia a mantenerse vivo solo a través de la remembranza y el amor de los demás. Era fundamental, quizá de la misma o mayor trascendencia que ese aprecio ajeno, el que se sostenía a uno mismo. Uno eterno y primero.
-Entiendo ahora lo que muchos cristianos u otros religiosos promulgaban con eso de la dicha en la eternidad que seguía al supuesto fin. Uno comprende una nueva y definitiva sensación, que es conformarse consigo mismo. Estar feliz por el propio afecto que se profesa, uno que no necesita hincharse, pero que tampoco le hace ascos a adornarse, con el de los demás. Y tal vez no sean tan horribles estos tiempos de ensimismamiento, de egocentrismo, sino una llave hacia la puerta del más grande y benefactor amor; el propio. Porque alcanzo a atisbar que el mayor miedo de la era que yo he despedido es el de ser frívolos y acordarnos poco de los demás, pero nada más lejos. Es en nuestros días y desde nuestro camino como también contemplamos los de los demás, con una visión más natural y auténtica. No en balde, siempre es a mí al último a quien visito, y en épocas supuestamente más solidarias esto sería una conducta atípica.
Un haz traspasó la nube que arriba se deformaba, pero no su supuesta fantasmal sonrisa. Brillaba su semblante invisible con el fulgor que esa estrella le regalaba.
-Atípico, estrafalario… sí, así me siento. Pero bien. He ahí lo maravilloso. Hoy no buscamos ajustarnos a los demás, sino a nosotros mismos. Y es siendo así como más justos somos ya no solo con nosotros, sino con los demás.
Se colocó aquel viejo sombrero de nuevo y desapareció. Un conjunto de hojas provenientes de un árbol distante se arremolinó a una altura elevada y, danzando armoniosas en su precipitación, cayeron justo enfrente de donde su cuerpo reposaba.
Dedicado a los que ya no están con nosotros, pero que siempre estarán “ahí”.
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