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Deportes
He visto una buena cantidad de partidos de béisbol, comido hotdogs completos en Kansas City y burritos de carne asada en San Francisco, en los puestos soleados, un día sin niebla. Me he sentado durante horas en un bar para ver baloncesto y béisbol y la Super Bowl, y hasta he chocado la mano y brindado con mi vaso casi vacío con un desconocido porque era agradable vivir algo juntos incluso aunque no hubiéramos vivido nada más que el drama de un partido, de sus jugadores. Si he de ser honesta, lo que amo, lo que me hace amar los sonidos de los deportes incluso cuando no estoy interesada y los oigo de fondo, es lo siguiente: Cuando mi padre y mi padrastro tenían que estar en la misma habitación, o tenían que dejarnos a mi hermano y a mí durante la mudanza semanal de una casa a otra, ellos, durante un breve instante, se quedaban de pie juntos en la puerta o en el camino de entrada y aquello era lo más parecido al terror verdadero, dos hombres tan diferentes que apenas se les pegaban sus sombras de la misma forma, y justo cuando pensaba que no podría aguantar más esa pausa alargarse entre ellos, empezaban a hablar sobre los playoffs o la final, o lo que fuera que un equipo cualquiera estuviera teniendo que hacer esa temporada y a veces incluso se encogían de hombros o hacían un movimiento que mostraba a dos personas que no eran tan opuestas al final. Una vez, sentada en el coche esperando a que uno de ellos me llevara, desde el asiento de atrás juro que parecía que eran del mismo equipo, unidos contra un enemigo común, que habían luchado, todo este tiempo, del mismo lado.
Ada Limón, tomado de The hurting kind (ed. Corsair Poetry, 2022) y traducido en casa.
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Rescate
En la cima del monte Pisgah, en la ladera oeste de los Macayamas, hay un madroño medio quemado por el fuego, medio vivo por el impulso natural de propagarse. Un lado suyo es ceniza negra y en su raíz hay lo que parece una cavidad horadada por la llama. En el otro lado, verdes brotes plateados de anchas hojas ascienden hacia la luz del invierno y su corteza es un cruce de caballos zainos y castaños, roja y aterciopelada como el cuello del animal al que tanto se parece. He estado mirando al árbol un rato largo ya. Me recuerda la integridad que yo tenía antes de la quemadura del tiempo. Echo en falta quien yo era. Echo en falta quienes éramos todos, antes de ser esto: medio vivos al cielo relumbrante, medio muertos ya. Pongo mi mano en la corteza sin cicatriz, fresca e impoluta, y, porque no puedo pedir perdón al árbol, a mí misma me digo que lo siento. Siento haber sido tan irresponsable con tu vida.
Ada Limón, tomado de The hurting kind (ed. Corsair Poetry, 2022) y traducido en casa.
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El final de la poesía
Basta ya de óseo y herrerillo y girasol y de raquetas de nieve, de arce y semilla, de sámara y brote, basta de claroscuro, basta de por lo tanto y profecía y de granjero estoico y de fe y de padres fundadores, basta de pecho y colega, de piel y de dios que no olvida y de cuerpos estelares y pájaros congelados, basta de la voluntad de seguir y de la de no seguir o de cómo cierta luz hace cierta cosa, basta ya de arrodillarse y levantarse y del mirar adentro y el mirar arriba, basta de fusil, de drama, del suicidio de alguien cercano, de la carta largamente perdida en el vestidor, basta de nostalgia y del ego y de la anulación del ego, basta de la madre y la criatura y del padre y la criatura y basta de señalar al mundo, agotado y desesperado, basta de lo brutal y la frontera, basta ya de me ves, me oyes, basta de soy humana, basta de estoy sola y estoy desesperada, basta de animales que me salvan, basta de marea alta, basta de pena, basta ya del aire y de su alivio, te estoy pidiendo que me toques.
Ada Limón, tomado de The hurting kind (ed. Corsair Poetry, 2022) y traducido en casa.
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Aguas abiertas
De nada sirve engañar y esquivar y burlar a los otros fantasmas, sepultar más aquellos enterrados en el limo arenoso o el cieno ribereño. Aún así me vienes, incondicional mía: el sonido de un cuerpo tan persistente en el agua que no puedo saber si es una ola o tú moviéndote entre ellas. Un mes antes de morir escribiste una carta a viejas amigas para decir que nadaste con un grupo de delfines en aguas abiertas, para decir adiós, pero a mí lo que me contaste fue más bien lo del ojo. Aquel enorme ojo pensativo de un pez desconocido que pasó a tu lado en aquella última brazada desafiante. Ya en la orilla, describiste al pez como uno que nunca habías visto antes, un gigante azul grisáceo que lento y perdurable se movía en las profundas abisales aguas de su Pacífico Norte. Esa noche, escuché más de aquel pez y aquel ojo que de ninguna otra cosa. No sé por qué me ha venido esta mañana. Con esta lluvia cálida y tierra adentro, no merezco la imagen. Pero pienso todavía cómo algo te vio, algo que fue testigo de ti ahí fuera en el océano donde no eras la madre de nadie, o la mujer de nadie, sino tú en tu piel original, justo antes de morir: fuiste así contemplada, y hoy, en mi cocina, contigo diez años ya ausente, he sido tan feliz por ti.
Ada Limón, tomado de The hurting kind (ed. Corsair Poetry, 2022) y traducido en casa.
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Custodia compartida
¿Cómo nunca lo vi por lo que era: abundancia? Dos familias, dos mesas de cocina distintas, dos conjuntos de reglas, dos riachuelos, dos autopistas, dos adultos con su acuario de peces o su ocho pistas o humo de tabaco o pericia en la cocina o capacidad lectora. No puedo darle la vuelta al disco rayado que se paraba en aquella pista caótica y original. Pero diré que me llevaban y me traían los domingos y no era fácil pero me amaban en cada sitio. Y así, tengo dos cerebros ahora. Dos cerebros enteramente distintos. El que siempre echa de menos donde no estoy, el que está tan aliviado de estar finalmente en casa.
Ada Limón, tomado de The hurting kind (ed. Corsair Poetry, 2022) y traducido en casa.
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Llamar a las cosas por su nombre
Paso por el comedero y grito «¡Fiesta estornina!» Y, una hora después, grito «¡After torcaz!» (Llamo fiesta al comedero y after a las semillas que quedan en el suelo.) Me estoy volviendo tan buena en la observación que hasta he desempolvado los prismáticos que me regaló un viejo poeta cuando yo era joven y entraba al Cabo con tanto futuro delante de mí que era como mi propio océano. «¡Carbonero garrapinos!», grito, y Lucas se ríe y dice «Eso pensaba». Pero me sigue el rollo, no pensaba eso para nada. Mi padre hace lo mismo. Grita al comedero proclamando los invitados a la fiesta. Lanza un cacahuete entero o dos al arrendajo que visita en una rama baja del roble en la mañana. Y pensar que hubo un tiempo en que pensaba que los pájaros eran aburridos. Pájaro marrón. Pájaro gris. Pájaro negro. Blablabla pájaro. Entonces, empecé a aprender sus nombres junto al mar, y la persona con la que salía me dijo: «Ese es tu problema, Limón, eres todo fauna y cero flora». Y empecé a aprenderme los nombres de los árboles. Me gusta llamar a las cosas por su nombre. Antes, lo único que me interesaba era el amor: como te agarra, como te aterroriza, como te aniquila y te resucita. No sabía entonces que ni siquiera era el amor lo que me interesaba, sino mi propio dolor. Pensé que el sufrimiento hacía que las cosas fueran interesantes. Qué curioso que lo llamara amor y todo el tiempo fuera sufrimiento.
Ada Limón, tomado de The hurting kind (ed. Corsair Poetry, 2022) y traducido en casa.
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Canción de sirena
Un pájaro que imita los sonidos de las sirenas de emergencia ha sido grabado en vídeo… —CNN
Un estornino se ha enseñado a sí mismo a cantar como una ambulancia. Ahora el aire está lleno de emergencias. Niii-no, niii-no, agudo y grave, un camión de bomberos asoma por la boca de un ruiseñor. Los grajos se hacen pasar por coches de policía. Se lanzan en picado sobre el parking de la comisaría, hostigan los retrovisores de sus rivales. La urraca se sabe un ataque aéreo precioso. Ahora trina como un helicóptero, y como una sierra eléctrica, y como un AK-47. La perdiz se para, se lanza y se encoje. A-cu-BIER-to, canturrea. Niii-no, niii-no, agudo y grave. Suenan a verderones los jilgueros. Los colirrojos se roban el compás. Los carboneros, acuartelados, perforan como balas la corteza sangrante de los cedros. Los cuervos recargan desde el tejado.
—Nancy Miller Gómez, en versión casera.
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Las tazas giratorias
Era un día de calor en Paola, Kansas. Las atracciones giraban vacías mientras avanzábamos entre música de carnaval y silbidos. En las tazas giratorias éramos las únicas. Mi hermana mayor eligió nuestro carricoche con cuidado, caminando en torno hasta pararse. El feriante no le quitaba ojo de encima a su largo pelo negro y ojos ambarinos, anillados como el dorado interior de un pino recién talado. Ella no pareció notar que él se demoraba al comprobar la barra de seguridad y mi hermana preguntó en su voz más dulce e inocente (o quizá no tan inocente), «¿puede ser un viaje largo, por favor, señor?» Cuando él se sentó de vuelta en los controles, se recreó al encenderse el cigarrillo y la jaula de su cara se asentó en una sonrisa que algún día yo aprendería a reconocer. He ahí un hombre que sabe que su vida nunca va a mejorar, y aquellas mareantes tazas rojas empezaron a girar, mi hermana y yo aullando divertidas. Olvidamos al hombre, el calor, nuestros muslos pegados al vinilo del asiento, nuestros cuerpos aplastados juntos en un centrifugado borroso de felicidad tras un dosel de metal rojo mientras pillábamos velocidad y empezábamos a reír, nuestras cabezas lanzadas hacia atrás, las bocas abiertas, la tela de la camisa de mi hermana adherida a los globos oscilantes de sus pechos mientras íbamos más y más rápido, aunque para entonces habíamos empezado a gritar «¡Para!» «¡Por favor, para!» Hasta que nuestras voces enronquecieron bajo el estrépito de ejes y clavijas, el aire hasta arriba de diésel y cigarrillos, y el hombre en los controles, esperando a que giráramos hacia él de nuevo, y cada vez amartillaba la mano como si viera una presa tras el cañón de un arma.
—Nancy Miller Gomez, en versión casera.
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Castigo
Usaban los libros como armas. No es una metáfora. Porque no había mantas y tenían frío los hombres del bloque L lanzaban libros con la intención de hacer daño. Llovían de lo alto. Llovían desde las celdas. Los guardas se escudaban con bandejas de aluminio y cubos de fregar Lanzaban bibliotecas enteras. Una furia de libros. Dibujando arcos como balones de futbol, o por arriba como granadas de mano. Libros de tapa dura destrozados contra una mejilla o reventados contra el cogote de alguien. Los de tapa blanda cayendo en espiral, páginas sueltas que aleteaban. Los más finos saltando por los brillantes azulejos como piedras en el agua. Hubo tumulto. Hubo sangre. Las palabras cubrían el suelo. Los guardias corrían por sus vidas. Los hombres se habían pasado años recopilándolos: biografías, misterio, historias, ciencia ficción, incluso libros de poesía, con finos lomos espigados o gruesos de verso libre. Un hombre lanzó la Biblia de cuero de su abuela. Dentro de la cubierta, con trazo elegante, ella había anotado la fecha y hora de su nacimiento. Ahora yacía boca abajo, el lomo roto. Otro hombre arrojó su álbum familiar. Cayó desde el tercer piso, las fotos desparramadas por el impacto. Su mujer, su hijo, su hija sonreían boca arriba desde el caos.
Nancy Miller Gómez, en versión casera.
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La cosa es
amar la vida, amarla incluso cuando no tienes estómago para ella y todo lo que has querido se desmenuza como papel quemado en tus manos, hasta arriba tu garganta de su cieno. Cuando la pena se instala, calor tropical que espesa el aire, pesada como agua más para branquias que pulmones; cuando la pena te lastra como tu propia carne pero mucha más, obesidad de la pena, piensas: ¿Cómo puede un cuerpo soportar esto? Entonces agarras la vida como una cara entre tus manos, una cara lisa, sin sonrisa encantadora, sin ojos violetas, y dices: sí, te tomaré te amaré de nuevo.
—Ellen Bass, de Poetry of Presence: An Anthology of Mindfulness Poems, (Grayson Books, 2017), en versión casera. Tomado de www.poetryfoundation.org.
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Qué tiempos son estos
Hay un lugar entre dos arboledas donde la hierba crece colina arriba y la vieja vía revolucionaria se pierde por las sombras junto a una casa de encuentro abandonada por los perseguidos que desaparecieron entre esas sombras. He paseado allí recogiendo setas en el borde del horror, pero no te engañes: este no es un poema ruso, no está en ningún otro lugar sino aquí, nuestro país acercándose a su propia verdad y horror, su propia forma de hacer que desaparezca gente. No te diré dónde está ese lugar, la oscura malla del bosque rozando la limpia franja de luz: cruces atestados de fantasmas, paraíso de hojas en descomposición: Sé bien quién quiere comprarlo, venderlo, hacerlo desaparecer. Y no te diré dónde es, así que, ¿para qué te cuento nada? Porque todavía escuchas, porque en tiempos como estos para que llegues a escuchar algo es necesario hablarte de árboles.
— Adrienne Rich, del libro Dark Fields of the Republic, tomado de Later Poems (1971-2012) (ed. W.W. Norton & Company, 2015). Versión casera a cuatro manos: Humboldtstrasse, Frankfurt.
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Carta a la persona que grabó sus iniciales en el pino de hoja larga vivo más antiguo de Norteamérica
Dime cómo es vivir sin curiosidad, sin asombro. Navegar en aguas claras, girando los ojos ante los acantilados de algas que oscilan debajo de ti, ignorando los restellos de escamas de sirena entre la niebla, mirando al mundo y sintiendo solo aburrimiento. Erigirse en el precipicio de un valle salvaje, águilas haciendo círculos, una manada de caribús en estampida debajo, y bostezar indiferente. Descubrir algo primordial y sagrado. Que el olor de la tierra te dé la bienvenida al mundo entero. Trincar todo eso, y entonces, echar mano al cuchillo.
Matthew Olzmann, en versión casera.
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POEMA
Demos una vuelta tú y yo a pesar del tiempo si nos llueve fuerte en la punta de los pies pasearemos como caniches y nos escurriremos por un canalón gigante y pintoresco ¡será fascinante! los viajes no son siempre así tan solo juntas las puntas de los pies entonces quizá la sangre adquiera significado y una broma se vuelva leve bajo nuestro cuidado antes de que naveguemos mar abierto es posible… Y el paisaje nos hará un extraño favor cuando nos giremos a mirarnos ansiosamente
—Frank O'Hara, en versión casera. Tomado de Poems from the Tibor de Nagy editions 1952-1966 (ed. Tibor de Nagy, New York, 2006).
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Para la casa nueva
Que esta casa se llene de aromas de fogón y sombras, juguetes y nidos de ratones y rugidos de rabia y cascadas de lágrimas y hondos sexuales silencios y sonidos de orígenes misteriosos siempre inexplicados y tesoros y recuerdos y montones de basura y corrientes como un viento cálido pero más lentas soplando las hojas de árboles y libros y los años-pez de la vida de un niño titilando plateada rápido, rápido en la lenta ráfaga incesante que sopla las cortinas un momento hace todos esos años ya, ahora. Que los umbrales y los quicios den su bendita bendición a cada paso. Que los techos, pero no los cuartos, sepan de la lluvia. Que las ventanas sepan con claridad de la rama y la flor del albercoque. Y que estéis en esta casa como la música está en el instrumento.
Ursula K. LeGuin, de Wild Oats and Fireweed (ed. Harper & Row, 1988), en versión casera para una vieja casa nueva en el pago de la Acecolilla y Pecho Vélez, sobre el río Monachil.
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El hombre que pude haber sido
El hombre que pude haber sido trabaja para una institución vital: es una institución vital. Sin él, los muros se desmoronarán, en algún sitio, la pintura se desconchará. Saca partido. Es campestre y dice Vaya pesadilla y se refiere al tráfico. Es feliz viendo una película y está a punto de vivir en una. El hombre que pude haber sido tiene una camioneta Subaru del color de los tomates cherry. Tiene saldo a favor, no anda en lo oscuro. Su madre está tranquila. Hay mujeres que siguen teniendo su foto de bebé en los portafotos de sus carteras. No se le muere nadie. El hombre que pude haber sido posee pedazos de ropa no desgastada antes por tíos. No necesita medicinas. Camina de Powderhall a Newington en veinte minutos. Toca un poco el piano. Sin él, los paraísos ceden, las camas de los enfermos proliferan. El hombre que pude haber sido vive por aquí cerca. Es calladamente algebraico. Sin él, el granito no brilla. Y cuando ve una crisis, no se sumerge en ella de cabeza. Vota, porque cree en su democracia. El hombre que pude haber sido tiene sentido de la orientación. En el Cluedo, nunca le salió la Srta. Escarlata en la cocina con la daga. Conoce el estado de su tierra y siembra su semilla. Llegará a ser padre. No es un experto ni un entendido. El hombre que pude haber sido tiene un pase de temporada en Tynecastle. Vuelve a casa de noche y pone Lo Mejor de U2. Navega. Echa cosas caras en el agua del baño. No anuda su vida con secretos. El hombre que pude haber sido nació en un pedestal. Conoce la historia de Willow Pattern. Tuvo un sueño anoche que te encantaría escuchar y recuerda las letras de las canciones. Su espalda es una silla en la que han cabalgado amantes. El hombre que pude haber sido tiene dentro un soberano discurso que aún no ha pronunciado. Podría muy bien pelearse con un oso. Es un hombre de mundo. Lleva encima el precio exacto. Sin él, trauma surtido. El hombre que pude haber sido, ese, aprende de mis errores. Nunca pensó que fueras a ser tú. Y nadie dice de él tiene una pinta bastante bíblica. No necesita a Londres y camina por mitad de la calle porque es suya. El hombre que pude haber sido es rápido y limpio. No es un Cristo de pueblo ni un César de aserrín. Sin él, el agua salada te entraría en los pulmones. No oye estos xilófonos interminables. No es él ese que yace ahí.
— Roddy Lumsden, tomado de Mischief Night: New and Selected Poems (Bloodaxe Books, 2004). Original aquí.
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Pides un poema. Te ofrezco una brizna de hierba. Dices que no es suficiente. Pides un poema. Te digo que esta brizna de hierba servirá. Se ha vestido de rocío, es más inmediata que cualquier imagen hecha por mí. Dices que no es un poema. Es una brizna de hierba y la hierba no es para nada suficiente. Te ofrezco una brizna de hierba. Estás indignada. Dices que es muy fácil ofrecer hierba. Es absurdo. Cualquiera puede ofrecer una brizna de hierba. Pides un poema. Así que te escribo un drama sobre cómo una brizna de hierba se va haciendo algo cada vez más y más difícil de ofrecer, y de cómo, mientras te haces mayor, una brizna de hierba se va haciendo algo cada vez más difícil de aceptar.
Brian Patten, en versión casera, tomado de Love Poems (Flamingo - HarperCollins ed., 1990). El original en inglés puede leerse (y ser escuchado en la voz de su autor) aquí.
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Para jóvenes anarquistas
Sea lo que sea que ansiemos gaviotas no somos, para lanzar cosas estrellándolas contra las rocas tirarnos en picado Pensad en cambio en los calculadores ojos del ostrero, su muñeca en torsión la mano que desliza el cuchillo en y desde la bisagra de la concha: astucia pulida durante generaciones para extraer la carne Al cortarla se os puede resbalar entre los dedos Pateada en la arena olvidaos Solo de vez en cuando un buceador emerge de las aguas de acecho elevando esta criatura a la luz del día y quienes le rodean se achican o piensan que quieren un poco Hemos hurgado en esto antes trabados por la furia, el hambre Empieza ahí, sí (solo la furia que conoce el terreno tiene poder de permanencia) Así que en silencio absoluto recordad lo que esta operación exige: ojo, mano, mente No escuchéis la cháchara, pasad de todo grito de azarosa instrucción Y al probarla no os vengáis arriba Habrá arena que tragar O escupir a un lado
---Adrienne Rich, de Later poems (1971--2012).
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