"Hablemos para evitar el Karma" es un espacio que promueve la libre comunicación sobre temas de la cotidianidad.
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¡Qué triste Herman!
Mi hermana tiene 23 años y le ha tocado vivir uno de los momentos más difíciles de nuestro país. A su edad, yo me había graduado, tenía un trabajo en una trasnacional, un carro que con “más o menos” esfuerzo me habían regalado mis papás. Vivía alquilada y me mantenía “casi” sola.
Salía todos los fines de semana (y algunos días de semana también) Me costeaba la bebida, las fiestas y los viajes a la playa. Pero lo mejor de toda esa época, fueron mis amigos.
Tuve la suerte de hacer amigos incondicionales en la universidad. Esos amigos que aunque curses otra especialización diferente a la de ellos, aunque te gradúes, aunque trabajes, aunque tengas novio o te cases, siempre están allí porque son una verdadera amistad. Juntos hemos crecido, seguido nuestros pasos y nos hemos acompañado en las distintas facetas de nuestras vidas: casados, solteros, divorciados, padres, amantes, concubinos, etc.
A diferencia de mí, mi hermana despide un amigo cada 15 días. Yo en cambio, inventaba cualquier excusa para celebrar. No habían motivos, simplemente pasar el tiempo juntos.
A diferencia de mí, mi hermana celebra pocos cumpleaños y muchos son a distancia: Whatsapp, Skype, Facetime. Yo en cambio, podía ir a 3 fiestas la misma noche. Mi mayor preocupación era poder cumplir con todos, la de mi hermana es regresar a casa sin ningún contratiempo.
A diferencia de mí, mi hermana toma ron de baja categoría porque es lo que puede costear entre sus amigos. Yo en cambio, me di lujos como mezclar whisky con chinotto porque no me gustaba su sabor, o tomar Guiness que es mi cerveza favorita o ir a un local nocturno y tomarme el coctel de la noche sin que me preocupara su costo ( y mi sueldo era de pasante)
A diferencia de mí, mi hermana no conoce Cata, ni Catica, ni Chirimena, ni Chichiriviche, ni Cuyagua. Nunca ha acampado en la playa y mucho menos ha amanecido allí luego de una fiesta. Yo en cambio llegué a parar a Choroní muchas veces, luego de rumbear toda Las Mercedes. Sin traje de baño, ni toalla, ni cholas. Pero sí con una cava llena de polarcita.
A diferencia de mí, mi hermana no conoce la calle del hambre de La Trinidad. Con mucho esfuerzo puede comerse una arepa de queso luego de una fiesta, porque eso implica que no pueda salir un par de fines de semana por su costo. Yo en cambio, probé todas las “bombas”, “triple bombas”, “cochibombas” de La Trinidad, Las Mercedes y Plaza Venezuela.
A diferencia de mí, mi hermana nunca ha caminado por Sabana Grande o Plaza Venezuela de noche, luego de visitar algún antro de la zona. Tampoco ha tomado el metro luego de las 7 pm y mucho menos a las 5 am. Yo en cambio, no solo visité y caminé esos lugares, sino que también acompañé en varias oportunidades a los vigilantes del metro a cerrar las santamarías porque abordé el tren de las 11pm.
Yo ya perdí la cuenta de a cuantas despedidas ha ido mi hermana. Seguramente ella mantiene actualizada la lista. “¡Qué triste Heman!” me dijo esta mañana luego de una reunión de partida a la que fue ayer. Hasta ahora no me había comentado nada. Asumía cada despedida como una obligación en este país; sin embargo, ahora creo que ella tiene conciencia de cada partida.
Yo también he despedido amigos, pero la diferencia con mi hermana es que yo tuve una vida con ellos y unos recuerdos que siempre me acompañarán tras más de 10 años de amistad. Mi hermana no ha tenido oportunidad de crear recuerdos, sus amistades no superan los 5 años porque se van antes.
Entre mi hermana y yo sólo hay 13 años de distancia, pero mucha diferencia entre lo que fue mi país y lo que es el suyo. De las cosas que agradezco en la vida es de tenerla cerca, pero en este momento me gustaría que la próxima despedida a la que fuera, fuese la suya. Una despedida a una oportunidad de vivir lo que yo viví a su edad. Una partida a más oportunidades, a más amigos, a más centros nocturnos, a más seguridad, a menos angustias, a una vida más acorde a su edad.
¡Sí, qué triste Heman!
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#SoyMujerYQué
Aunque me prometí no entrar en polémicas un día como hoy, me resulta irresponsable no abordar este tema en el Día Internacional de la Mujer.
La gráfica que acompaña este texto, que tomé prestado de un contacto en LinkedIn, da justo en el clavo sobre lo que pienso acerca de la igualdad de género. Y de aquí en adelante, hablaré por mí:
Apoyo la igualdad de condiciones sociales entre el hombre y la mujer. Que aún en el siglo XXI, donde el concepto de globalización ya no se aborda porque lo hemos trascendido; donde hablamos con más apertura (aunque nos falta un largo camino) sobre la diversidad de géneros y preferencias sexuales; donde nos tomamos mucho de nuestro tiempo para entender a los millenials y los nativos digitales; en una sociedad donde somos más activos en conceptos abstractos de la sociología y la psicológica, que aún las mujeres sigamos lidiando por el reconocimiento profesional y académico, por la igualdad de condiciones salariales y oportunidades de trabajo, por el derecho a la vida y al libre albedrío, se hace incomprensible.
Pero todo esto se hace aún más absurdo cuando se acusa al movimiento feminista (en todas su vertientes) de luchar por querer ser como los hombres. No somos hombres. Somos distintos y quien lo dude, que se desnude frente a una mujer. Y más allá de eso, debajo de la piel, hombre y mujeres somos diferentes.
El reconocimiento de la igualdad debe venir desde un orden social y admitir las diferencias humanas con sus implicaciones: Sí a las mujeres nos viene la menstruación y duele y molesta y nos pone la vida al revés, para luego darnos la oportunidad de florecer y hacernos sentir invencibles ante cualquier condición del entorno. Sí tenemos el privilegio de tener bebés, pero también eso nos da el derecho de decidir cuándo queremos tener hijos, cómo y con quién. Sí queremos ser mamás, pero también queremos ser profesionales y disfrutar de hacer lo que nos apasiona en cualquier campo académico, laboral, personal. Y así puedo seguir sumando espacios donde queremos ser reconocidas, con la libertad que eso implica sin que nadie nos diga que no merecemos estar allí, o nos condicionen o simplemente nos silencien.
Yo celebro el día de la mujer porque hemos dado pasos para llegar hasta aquí, pero aún nos faltan muchos más. Mi aporte será por casa, con los tres hombres que “he escogido” para que me acompañen: mi esposo y mis hijos Mateo y Joaquín. Al primero le enseño que somos iguales. Que ser mamá no me discrimina de trabajar y ganar terreno en lo profesional y que las labores del hogar son un trabajo en equipo. A los segundos, los crío sin barreras, prejuicios ni discriminaciones y con la libre convicción de que toda relación se basa en el respeto y la aceptación del otro como individuo. Más allá de los géneros.
Así mismo trabajo en mí, en aceptarme como soy, en silenciar las voces de los estigmas, en liberarme de la educación y valores machistas que recibí y que a su vez mi mamá aprendió, en sustituir la expresión “me lo merezco” por “yo lo decido”, en criar desde el amor y el apego y no desde la culpa. Y sigo sumando.
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Hay que reconocerlo
Hay que reconocerlo sin miedo o temor a ser señalada. Sin pena a sentir el asombro de la gente. Sin vergüenza a que te tomen por "mala gente" Sin que te importe lo que opine el entorno. Seamos sinceras y también sinceros, en algún punto de este viaje alguien lo ha pensado antes. Es más, me atrevo a decir que en varios puntos, lo han pensado varias veces. Es como el que corre una media maratón por primera vez. Luego de los 10 km piensas que no lo lograrás. Te cuestionas el estar allí. Comienzas a sentir ganas de llorar, de parar, de desistir, incluso de abandonar la carrera. Miras alrededor y todos parecen estar disfrutando algo que tu dejaste de disfrutar hace unos minutos o un par de kilómetros atrás. Nada te entusiasma. Ni el paisaje, ni el camino, ni llegar a la meta. Solo deseas que todo termine de una vez por todas. Y todo esto ocurre, mientras tus pensamientos te van llevando a la meta sin desistir, parar o abandonar. Finalmente la avizoras. Ves la línea que indica el fin. La banda que ya ha sido cortada por otro, pero tu la ves entera, lista para que la rompas. Es tu meta, el logro que nadie puede quitarte. Ni siquiera los que ya pasaron por ahí hace unos minutos o unos cuantos kilómetros.
Al pasar esa línea imaginaria que tu mente ha reconstruido solo para ti, brincas de felicidad con el poco de fuerzas que te quedan y disfrutas del reconocimiento de los que también han pasado por ese camino. Ha valido la pena. Ha sido una gran experiencia. Sabes que lo volverías a repetir y una vez que recuperas el aliento, piensas en llegar a casa a buscar la próxima carrera que "vencerás"
Así mismo es la maternidad. Reconozcámoslo sin miedo, ni vergüenza. A ratos (a veces muy a menudos) la maternidad nos sobrepasa y nos abruma. Y tal como al corredor que esta cansado y que cree que el resto disfruta el camino porque nadie tiene el coraje de admitir los sentimientos, así mismo nos pasa en este trayecto que, al cruzar la meta, todo lo cura, todo lo olvida, todo ha valido la pena.
Mientras llego a la meta de hoy pienso: estoy agotada, quiero desistir, estoy abrumada, siento ganas de llorar, deseo que me den espacio, necesito respirar... Y así, llega la noche, los niños duermen. Les miro dormir tiernamente, agradecidos del día que han tenido y que yo también agradezco, mientras pienso: Ha valido la pena ¿Cuál maratón correré mañana?
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