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A Eusebio Ruvalcaba
Querido Eusebio:
Te escribo tarde, a poco más de seis años de tu muerte. Ese día conocí el invierno. Ese día vi por la ventana y vi mi primera nevada mientras trabajaba en un restaurante y en mi mente se reproducía Oh mio babbino caro, pero no cualquier versión, sino la que llevara a la fama a la entonces niña Amira Willighagen. O quizá no fue así. Quizá esos recuerdos, el de saber de tu deceso, el de conocer el invierno, el de mi primera nevada, la música de ópera, quizá todo se mezcla caprichosamente en mi recuerdo porque quiero creer que así fue. Y me doy cuenta de que así es. No importa cómo haya sido.
Desde entonces quise escribirte, pero me sentí extraviado al no saber a quién dirigir esta hipotética carta o, más bien, si era preciso, acaso prudente, que alguien de tus cercanos la recibiera. Me prometí leerte, todos tus libros, antes de que me atreviera a escribirte, pero en todo este tiempo se me han seguido quedando en México los que tengo; aunque me haya descargado más de una vez —soy un desmemoriado— los libros tuyos que se consiguen en la red, sigo sin leerlos y los sigo descargando como promesa, a mí mismo, de hablar contigo en voz baja. Antes de empezar esta carta lo vuelvo a hacer y me vuelvo a encontrar con tu blog, Nadie se baña dos veces en el mismo Eusebio, y me golpea de inmediato que el 15 de noviembre de 2016, pocos meses antes de tu partida, 84 días antes de tu muerte, escribías “Epitafio”: «Demasiado tarde». Recuerdo haberlo leído cuando moriste y que tuve que olvidarlo porque me hablaba demasiado al oído. Apenas dos palabras que eran suficientes para que el mundo me pesara como si toda la gravedad se me acumulase.
(Hoy que vuelvo a esta carta, a casi siete años de tu muerte, veo que el sentido de esa frase atraviesa toda mi correspondencia, el miedo de no llegar a enviar estas cartas antes de que la muerte me quite esa posibilidad. Y precisamente ahora que las retomo me entero, y quiero que sea un performance de mal gusto, de la muerte de uno de los destinatarios. Me entero el día que la estoy transcribiendo y noto mi resistencia a saber que llegué demasiado tarde. Igualmente la envío, esperando que él la reciba o que, si ha dejado este mundo en verdad, algún familiar la acoja.)
Vuelvo a leer tu última entrada, dedicada a los Caprichos, “El alma de Paganini”. Así que mientras te escribo dejo que se reproduzcan esas piezas desde el video que tú mismo postearas y me interrumpen más de una vez porque me duelen. En tu entrada, tus 24 caprichos literarios a los XXIV Caprichos, leo el séptimo y me parte un poco: «un Capricho sirve de epitafio. Para que aquel escucha no descanse en paz». Y me pregunto si ya en esas fechas, el 16 de diciembre de 2016, ya intuías que estabas por dejarnos en este mundo. Hubiera sido proverbial que te murieras 24 días después, pero faltaban todavía 53 días para tu muerte. Leo que te internaron un 8 de enero de 2017, 30 días antes de morir, pero me pregunto si te habría gustado que alguien dijera que te internaron el 14 de enero, para que tuvieras todavía 24 días, uno por cada Capricho, para escucharlos cabal y rotundamente, como tú oías la música, y cumplir tus últimos 24 caprichos antes de dejarnos, para que se te desparramara la inmensidad sonora.
En tu última entrada cuentas que Paganini estrenaba un violín cada vez que tocaba la serie completa de sus Caprichos. Un violín que tenía 200 años. Pero que bajo sus dedos avistaba la eternidad. En tu capricho literario 23 hablas de cómo un violinista puede perder el alma por estos XXIV Caprichos o que en realidad está armando su ataúd y rematas con tu capricho literario 24 diciendo «Cada Capricho contiene la bomba de tiempo del que viene enseguida. Aun el XXIV. Que el siguiente está dentro del que oye».
Habría sido proverbial que terminara de hablar de tu blog y los Caprichos con el final del último, pero en realidad apenas voy adentrándome en el décimo y ya me ha parecido una rabieta, un berrinche, un coraje, repetir tantas veces la misma palabra. Cuando cuente cómo fue que escribí esta carta diré que la terminé en el momento en que la última nota del último dejó de sonar. Total, si en los periódicos pueden publicar igualmente que moriste un 7 de enero o un 7 de febrero, con 66 o 65 años, ¿por qué no puedo faltar yo a la “realidad”, por qué no concederme ese capricho?
Me pregunto si evocabas al final de tu vida con insistencia a Paganini porque presentías que te acercabas al encuentro con tu padre Higinio Ruvalcaba, el violinista, o si el poema que escribieras, “Madre-hijo/Hijo-madre”, el 23 de septiembre de 2016, fuera una intuición de tu regreso a lo inorgánico, al encuentro también con tu madre, la pianista Carmen Castillo Betauncourt. Y luego se me revela la verdad: en esos Caprichos los encontrabas, en la transcripción que tu padre hiciera de los Caprichos para violín y piano —me pierdo un momento en la red para ver si encuentro música de Higinio y Carmen tocando juntos, pero rápido desisto y me resigno pensando «demasiado tarde». Porque viniste al mundo a escuchar música. A hablar de música. A escribir de música. Porque tus padres fueron un violinista y una pianista y al escucharla es como si volvieras a la placenta. No sé, como todos, qué pasa luego de la muerte. Pero sí deseo que en la placenta en la que te encuentres te lleguen las notas de Paganini. Estoy oyendo el Capricho XVIII y ya se me está acabando el tiempo para escribirte.
Y me doy cuenta de que todavía no te digo nada, querido Eusebio, todavía no logro agradecerte que leyeras y trabajaras conmigo mi último libro, mi primer libro de algún modo, porque nunca llegue a darte un ejemplar y nunca leíste que entre los agradecimientos figura tu nombre y te digo que sin ti habría perdido el rumbo. Nunca imaginé que tu muerte me sorprendiera fuera de México, que la última vez que nos vimos sería el adiós definitivo. Que ni siquiera podría ir a llorar tu muerte porque quizá ni tú mismo supiste lo vital que fuiste en mi vida, porque nunca te lo pude decir. Una vez fui a tu casa y nos recibiste a mi mujer y a mí, con tu habitual generosidad, y yo quise decir alguna frase que me hiciera sonar inteligente y cite a José Emilio Pacheco —que le había oído a Vicente Quirarte, quizá una indirecta para mi prolífico escribir, tantas veces sin llegar al blanco, como en el poema de Pacheco—: «es mejor escribir mucho y publicar poco», y lo cite como quien siente que revela una verdad. Y tú me dijiste sin rodeos: «No es cierto. Que se chinguen. Un escritor necesita sentir en las manos el fruto de su trabajo». Me sentí avergonzado por repetir una frase que creía verdad en la que realmente no había reflexionado. Cuando Coral, tu mujer, te preguntó ¿cuántos libros habías publicado? Y dijiste que más de cuarenta, vi cómo en su expresión de orgullo te sentías orgulloso tú mismo por poder provocar esa cara en ella.
Nos conocimos en la tutoría de la f,l,m, alguna de las veces que nuestro querido doctor Quirarte no pudo asistir. Alguno de mis compañeros, René Rueda, se había asomado al Salón del espejo y había dicho, como quien no cree lo que ven sus ojos, «ese es Eusebio Ruvalcaba». Y en su admiración y su incredulidad supe que para él eras como un Rockstar. Yo tuve pena de decir que no te conocía ni te había leído. Había llegado demasiado tarde, como a todo, a la literatura.
En nuestros encuentros en la f,l,m, siempre me sorprendió tu enorme generosidad para con nuestros textos, el hecho de que le mandaras notas al doctor Quirarte sobre los textos que habíamos leído y comentado juntos. Recuerdo que dedicabas tiempo a leer a autores jóvenes con entusiasmo y siempre sospeché que esa vocación se podía palpar en tu taller literario, del que nunca pude participar porque llegué tarde a tu vida. En cambio, nos encontramos en tu guarida cerca del Metrobús Fuentes Brotantes, en ese estudio en el que no sé cuántas personas tuvieron el privilegio de escucharte hablar, de leer textos contigo, de oírte hablar de música. En ese lugar en el que me invitaste a participar en la antología de los 43, cuando supiste que siendo enemigo acérrimo de las multitudes no podrías no hacer nada y te pusiste a hacer lo que sabías, que era escribir. De ti heredé el reconocimiento de que no supone ninguna jerarquía saber poner una coma en relación con quien sabe levantar una barda derechita. Y agradezco infinitamente que en tu vida y tu escritura esta fuera una verdad inapelable.
(A casi un año de haber iniciado el borrador de esta carta me doy cuenta de que haberte conocido fue otra de las cosas que cambió mi vida junto con mi llegada a la f,l,m, y que fue todo gracias a la generosidad de Vicente Quirarte que acaso en su momento no supe apreciar porque uno no logra ver las cosas cuando las mira demasiado cerca: la generosidad de hacernos encontrar con otras guías, con otros modos de la tutoría. Y supongo que esta carta es un agradecimiento lateral también a él, que seguramente estuvo en tu velorio.)
Tengo que hacer una pausa, de Paganini y de la carta, porque comienzo a sentir el vértigo. Me detengo a comer algo mientras escucho de nuevo a Amira Willighagen y vuelvo a romper en llanto porque el comentario de uno de los jueces es que es un alma vieja. Una niña de 9 años que hace 9 años iluminara con su voz un concurso de talentos, una niña sin ninguna instrucción formal para la música, una que no podría haber hecho otra cosa —o sí— que dejar que ese talento y esa luz fluyeran por sus pulmones. Y quizá por eso ligo a esta joven cantante contigo, por tu inclinación natural a la música. Una que comparto de un modo lateral, porque mi padre amaba también la música —aunque no fuera músico él mismo, aunque no escuchara nunca, que yo supiera, a Paganini o a Vivaldi, dos de los compositores que me llegan hasta la médula, por quienes descubrí qué significa en mi vida un instrumento de cuerdas como el violín. Y es en ese círculo misterioso de coincidencias, o de hechos que quiero leer como hitos de una misma constelación, en el que nos encontramos. Recuerdo alguna vez que fuimos a beber a una cantina, cerca de San Ángel, y cómo te conmovías al hablar de una película, The Butler, por el modo en que la madre regaña a su hijo y reconoce el trabajo de su padre. Y fue el día que supe, quizás, que ese vínculo vivo, más allá de la muerte, nos unía. No recuerdo si ya había iniciado el libro en el que intento explorar mi relación con él a través de la música, las bandas sonoras y el cine, y no sé si alguna vez te hablé de él —y cómo tu libro El silencio me despertó se trenzó con aquella escritura, abandonada desde hace más 9 años. Pero en él me doy cuenta de que me acerco a ti como quien se acerca a un padre. Por eso una canción como Oh mio babbino caro sonó en mí cuando supe que habías dejado este mundo.
(Y seguramente por eso ahora que estoy en la recta final de este proyecto, el de escribir 38 cartas a mis 38 años, concluyo con esta misiva hacia ti y otra a mi padre. Quizá por eso no he vuelto al libro que comencé y llevé a la tutoría todo el último año de la fundación, porque necesitaba atravesar esta escritura antes de ello, situar mi deuda o tu huella en mi existencia. Quizá por eso y porque me impuse terminar esta correspondencia este año en que, cuando culmine, se cumplirá la mitad de mi vida sin mi padre. Quizá el año venturo, en el que seré padre yo mismo, cuando supere la frontera de esta mitad de mi vida, pueda volver a aquel libro y abandonar el diálogo que le dio origen, el diálogo contigo, que sostengo a destiempo, demasiado tarde, en esta carta, para darle paso a lo que me sugerían mis compañeras en la tutoría: que me desprendiera del origen para permitir que el texto fuera lo que tenía que ser. Por eso y porque, sólo con los años me he dado cuenta, necesito del silencio entre la fiebre que se me impone, la obsesión que tú nombrabas al escribir un libro, y su revisión como fuera de mí. Nueve años entre un borrador y su lectura, con el riesgo de que jamás vuelva a él.)
Vuelvo a los caprichos, entro en el XXIII, y me preparo para terminar esta carta. ¿Qué decirte, Eusebio querido? ¿Cómo agradecer lo mucho que relumbró tu vida en la mía? ¿Cómo restituirle al mundo tu generosidad? ¿Cómo escribirte lo mucho que te extraño y que me duele aún tu ausencia? Me hago una promesa hacia el inicio del final de esta escritura. Reconozco los primeros acordes del Capricho XXIV y me apresuro a terminar —aunque me detenga en estas notas. Quiero expresar ese agradecimiento leyéndote y escuchando música. Quiero agradecerte abriendo un espacio para otros escritores jóvenes —ya no entro en esa categoría—, para devolverles un poco de todo lo que tú les diste a tantos que, como a mí, tocaste con tu generosidad.
¿Sobra decir que me arrepiento de no haberte oído jamás en vivo hablar de música, que uno de los pesares que me traje al dejar México fue saber que no participaría en tus talleres de apreciación musical? Llegué demasiado tarde a tu vida. Pero no quería que siguiera pasando tiempo, aunque sea tarde, sin escribirte esta carta. Suena el último acorde del último Capricho y siento la inmensidad sonora, siento el XXV dentro de mí, gracias a ti que lo has puesto en palabras antes de que lo pudiera decir. Gracias por tu voz en la música, Eusebio. Hasta siempre.
gl, Torino, 26/03/2023
PD. Los paréntesis los agregué el 21/12/2023, poco antes de que se cumpliera el plazo que me impuse para escribir 38 cartas en 38 años, y descubriendo que te llevo hasta en la firma de estas misivas, porque así firmabas tus correos: e.
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Hospitalidad recobrada
tres
a Julieta, compañía y palabra, inquebrantable cada vez
(Del lat. hospitalĭtas, -ātis).
3. f. Estancia de los enfermos en el hospital.
Despertar en la madrugada, temblando. Levantarse a buscar una pastilla, todas ellas, para aligerar la piel convulsa. Dudar frente a la prescripción indicada pero también sobre qué hacer. Regresar, tras el fracaso, a la cama. Palpar la permanencia del temblor desde los pies hasta los dientes. Pensar en la última salida: ir al hospital.
*
No tuve seguro social durante un tiempo. Implicaba vivir en la incertidumbre frente a la posibilidad de que el cuerpo sucumbiera a la enfermedad o al accidente. Pero ahora que estoy asegurado, sé que esto implica una paradoja: no estar seguro de que, en caso de enfermar, se pueda tener atención. La primera vez que caí en una sala de urgencias conocí el eufemismo del lenguaje frente al apremio; no importa si es por una bala o un agujero en el estómago, una fractura o una luxación de hueso, un parto o un intento de suicidio, siempre hay filas en qué formarse, gente esperando camas o doctores o el alivio de la muerte. La burocracia que se permea en las instituciones hospitalarias fractura el amparo que se espera de un médico.
Es imposible saber esto la primera vez. Fantaseaba con llegar a la sala de urgencias y que estuviera habitada, repleta, por doctores —éticos y profesionales— listos para recibir cualquier enfermedad; que el cuerpo humano ha sido traducido desde sus síntomas, que no hay dudas frente al diagnóstico o el tratamiento; que llamamos doctores a los médicos porque apelamos a ese halo metafísico que los exime del error. Pero no es así; creemos demasiado en los simulacros cinematográficos o, durante la enfermedad, la fe aflora. O el imaginario colectivo se desborda en la figura del médico e imaginamos que ellos dejan de ser humanos, susceptibles de error, por el hecho mismo de que se deposita, ciegamente, la vida en su tacto.
*
Salir durante la madrugada con rumbo al hospital. No saber a dónde ir. Intentar un pensamiento rápido, lúcido. Fracasar. Depender, enteramente, de la pareja. Confiar en que frente al peligro de muerte —fantasma implícito del dolor súbito— ella sabrá qué hacer. Llegar entonces a la sala de urgencias luego del trayecto incómodo, tortuoso, de un lapso que parece inagotable.
*
Lo primero que me impactó en la sala de espera al llegar con una urgencia fue mirar a la gente que se acumula y se instala: pacientes todos, de la enfermedad o de la espera. Lo segundo que me sacudió fue olvidar al mundo y pensar, exclusivamente, en mí. Como si en ese momento no me interesaran los males ajenos, sólo saber cuánto tiempo pasaría entre el dolor y la cura —porque asumía, otra vez víctima de la mentira o la fe, que ésta llegaría en ese lugar.
Al inicio pensaba con cierta ira, aunque fuera por instantes, que nadie merecía atención antes de mí; deseaba, con la misma rabia efímera, que ninguno estorbara el camino. En ese lapso miraba de soslayo a la gente aglomerada en el mismo cuarto e imaginaba inverosímil que todos tuvieran emergencias al mismo tiempo. Después, al ver la fila en la que habría que ser paciente, llegó un cierto alivio —aunque ahora sé que fue producto del azar—: apenas una persona más iba a urgencias aunque había muchos enfermos en la sala. Luego arribó la espera.
*
Aguardar. Ver las caras y los cuerpos rápidamente, como en fuga: apenas pasar la vista por los otros como una caricia involuntaria. Ensayar historias detrás de algún paciente. Abandonarlas, de inmediato, por el dolor que, por un momento, se olvida; como si llegar al hospital implicara por añadidura el alivio. Ver con más detalle quien va delante en la fila. Imaginar qué le ocurre haciendo un collage con los comentarios de los familiares, las imágenes de sus rostros, las facciones del paciente y la fantasía propia. Diagnosticar con premura y juzgar: no es más grave que lo propio. Luego saber la realidad y resignarse. El otro llegó primero.
*
En los gestos de los pacientes adivinaba su estado. Si en los ojos anidaba el desasosiego era un familiar. Era un enfermo, en cambio, si la boca o el rostro se deformaban con el malestar del cuerpo o de la carne viva o de los órganos pudriéndose. Luego intentaba hacer un conteo, diez, treinta, cincuenta personas. Quería saber qué hacían ahí los enfermos que no tenían una urgencia. Pero el dolor que descompone el pensamiento hizo que las preguntas quedaran irresueltas y las abandoné. Frente al padecer propio, la vez prima en que se encarna la urgencia, parece imposible compadecer.
Los minutos se agolpaban, implacables, con el sufrimiento. Cada segundo agrandaba el malestar que antes había sido atenuado frente al oasis de la posible mejoría. Un solo paciente antes y, de cualquier modo, esperar. La demora en la atención en la sala de urgencias es la más larga. Luego de estar estático por un tiempo la inquietud se desborda; fue posible pasar al médico, al fin, pero en esa ocasión, la ironía derrumbó la fe.
El médico residente me revisaba de acuerdo al manual; pasante en toda forma, casi médico de estancia pasajera en ese hospital. Hacía las preguntas que se deben hacer según los síntomas referidos —o a los que sí prestó atención. Cuando el residente no encontró la respuesta que buscaba, llegó la verdadera ironía, plagada de angustia: el médico no sabía qué hacer. Entonces no quedó sino atender la improvisación del pasante: las preguntas necias, los callejones, las pruebas de gabinete o lo que ordene el médico —aun si la orden sólo sirve para que el residente ensaye: como en los partos en que una incisión es innecesaria pero se foguea, una y otra vez, hasta que la navaja hiende la carne, pues el interno necesita aprender a usar el escalpelo en un paciente vivo.
*
Recordar de pronto la toma de un medicamento nuevo —un antiparasitario, por ejemplo. Pensar en los efectos secundarios. No. Eso no es. Hay algo mal. Sentir un dolor tan preciso que abarca el cuerpo todo; aunque se focaliza en un órgano particular, migra por todos los sistemas, infectando al organismo. Provoca el temblor.
*
Le dije al médico cuál podría ser la causa desde el ínfimo saber que todos albergamos —ese que llamamos intuición—: le comenté del medicamento y el dolor insistente debajo de las costillas, pero algunos doctores cuentan con párpados al interior del oído y los pueden cerrar a voluntad —sea por el juicio experto que acalla al profano, sea por la presión o el cansancio—; como si no hubiesen escuchado nunca aquel adagio que dicta “lo doctor no quita lo pendejo” o como si, presas del terror que provoca el equívoco en materias salubres, se negaran a escuchar sus propios errores.
Obedecí las indicaciones porque no tenía otra opción: estaba en un edificio de Salubridad, sin seguro médico o manera de pagar atención privada; sólo quedaba aguardar o tener confianza en que el médico hallara la respuesta; por eso no me importó en ese momento que la solución fuera someterme a un electrocardiograma cuando el dolor provenía del hígado; aunque claro, no era posible saber en ese instante que me dolía ese órgano porque el conjunto de los síntomas no parecían abrazar esa idea; el médico no había escuchado que sentía un dolor agudo debajo de las costillas, del lado derecho; o sí lo escuchó pero no pudo estructurar alguna hipótesis que le permitiera formular el diagnóstico.
Entonces sentí la resignación hasta el órgano del cuerpo en que palpitaba la agonía —porque con los fantasmas desbordados tenía la idea, fugaz pero terca, de que podía morir.
*
Tomar el cuerpo propio junto a la orden del doctor arrastrando el paso. Acudir a otro departamento del hospital sólo para ver que el técnico no está. Enfrentarse, otra vez, a la espera. Desear desde el suplicio no ser más paciente, sea porque de pronto la enfermedad se agote, se canse o termine de surgir, o porque ya no se tenga que permanecer —en el hospital o en la vida. Mirar, desde la “atención” médica, cómo transcurren residentes con el tempo raudo; personas que parecen hacer su servicio o prácticas profesionales con el cronómetro en los pasos. Imaginar, desde la impaciencia, que sólo buscan liberarse del asunto de servir con la acumulación de horas.
*
Le pregunté a cada hombre o mujer uniformada por el técnico que debería estar en cardiología, pero fue igual, o menos productivo, que contar las líneas en el suelo —esto al menos sirvió como distracción. Cada enfermera o residente o especialista o médico parecía tener algo mejor qué hacer que buscar a un técnico; fuera que estaban por comer o tomar algo —iban con sus meriendas o cafés en mano, sin voltear a ver—, fuera porque estaban por terminar su turno o, incluso, porque verdaderamente estaban atendiendo a otro paciente que, para este punto, parecía la excepción más que la norma. El resultado era el mismo. Se yaga al decir “señorita”, “disculpe”, “perdón que lo interrumpa”, “¿podría ayudarme?” y otras fórmulas que buscan llamar, ya sin fe, un milagro: recibir atención dentro del hospital. Se llaga al escuchar “ahora no”, “estoy ocupado” o el silencio, sin mirada o gesto alguno, cuando el personal hospitalario pasa de largo. A veces la espera hace más daño que la enfermedad misma.
Luego de minutos que pesan como horas, cuando llegó el encargado, noté que era un practicante más —aunque a todas horas los residentes reciben su instrucción novel en la práctica médica, recibe la novatada quien fantasea que en cualquier momento del día una eminencia curará el malestar: los doctores también necesitan aprender. Luego me sometí a las indicaciones frías como la plancha de metal en que me tendí. “Quítese la camisa. Quítese objetos metálicos, sí, también la cadena y el anillo”. Donde cada orden se sentía como si el muchacho dijera “me interrumpe, quiero regresar a lo que estaba”. Fue un ejercicio de conformidad; guardé silencio mientras el técnico puso, desde su celular, algún video de música a todo volumen; dimití de la palabra y acaté el modo en que la realidad se me imponía, a puñetazos.
*
Desear, con las pocas fuerzas que se acopian, que el mal migre hacia el personal hospitalario; la primera vez que se enfrenta la manera en que la burocracia muta e infecta cualquier edificio gubernamental, la rabia invade el cuerpo, lo afecta más que la enfermedad. Querer entonces que cualquiera encarne el malestar propio, el médico profano, los residentes o los técnicos sordos, y que luego, a fuer de la ingesta del tiempo, el personal deje su bata blanca y regrese al estado de la enfermedad; que pruebe la espera desde el otro espectro de la burocracia.
*
Luego del silencio, retorné a la sala en donde la multitud aguardaba, mientras el médico residente, ahora desaparecido, volvía a su consultorio. Cuando estuve ahí, una sensación trasmitida desde el ambiente se filtró por mi nariz: olía a enfermedad. Luego de que la madrugada se hizo más oscura con el giro de las saetas del reloj, el dolor se hizo tolerable, no porque disminuyera sino porque se fue convirtiendo en norma. Con la costumbre del mal en el cuerpo es posible ignorar, por ratos, su opresiva estancia en el organismo. Entonces pude volver la vista a los pacientes e intenté, como al principio, descifrar su motivo de consulta.
La respuesta llegó con el arribo de un nuevo enfermo, sitiado en una camilla. Los camilleros hablaban encima suyo creyendo que la enfermedad lo hacía olvidar el español. “Tiene el estómago perforado” dijo uno como si fuese cotidiano lidiar con un agujero en las vísceras o como si, con ese gesto, pudiera convencer a alguien —¿a quién, por cierto?— de que el enfermo fuera atendido pronto; “no viene con familiares”, remató, con un cierto pesar, acaso porque debía acompañarlo mientras lo archivaban o quizá porque era nuevo, como yo, y no sabía qué hacer frente al asunto. “No hay cama disponible; hay otro enfermo con la misma situación que llegó primero”, contestó el otro, monótono, conforme con el sistema hospitalario, acostumbrado. Entonces la revelación me golpeó desde la mirada enferma de quien agonizaba frente a mí, solitario, desde la angarilla: los otros pacientes no tenían una emergencia, simplemente no tenían otra opción más que permanecer: estaban ahí, cómo el recién llegado, aguardando que una cama se desocupara —por la salvación o la muerte—, presos de la inmovilidad. A veces, la enfermedad misma es más tolerable que la espera.
Pero otras veces, también, la espera misma puede curar. Tras el martirio de la (des)atención hospitalaria llegó un hombre claramente malherido —el del vientre horadado— con el malestar colgando de la voz, y éste parecía mirar el padecer de otro ser humano. ¿Cómo podía compadecerse de alguien más cuando él mismo estaba agonizando? No dijo nada con los labios pero su mirada parecía transmitir el mensaje: él ya había estado ahí antes, otras veces; sabía lo que enfrentaba al llegar a un hospital de gobierno; por eso podía, o así lo imagino, compadecer a quien sufría más que él, acaso un anciano con la cadera rota o una mujer con una fuente sanguínea brotando de sus sienes. Entonces, casi de improviso, salí del trance de la enfermedad, ese que revuelve los deseos propios hasta la desesperación. Regresó de golpe la compañía que siempre estuvo ahí; no porque se hubiera ido, sino porque había dejado de notarla por estar sumido en la incomprensión del sistema. Volví a notarla a ella, quien también preguntó a los doctores, que buscó por sí misma al técnico o que sostuvo mi mano, consuelo máximo en la enfermedad, cuando el temblor no cesaba. De pronto entendí que si no apalabré nada sobre el dolor o la queja, no fue porque haya sido estoico o mudo, sino por el latido que palpitaba cerca, ese que procuró que su voz fuera mi grito o un reclamo. Ella fue quien verdaderamente supo que en el infierno de la espera, enfermos y familiares se vuelven una hermandad.
dos
2. f. Buena acogida y recibimiento que se hace a los extranjeros o visitantes.
Estar en cualquier sitio y enfrentar la pequeñez humana. Tener un accidente. Volcarse hacia el suelo y adoptar la posición más protegida pero, también, más vulnerable. Imitar al feto y retraerse sobre sí. Ahí, en lo mínimo del gesto, se pide ayuda con el cuerpo o con el grito. Algo no está en su lugar.
*
No importa que nunca haya sucedido antes, cuando un hueso deshabita su órbita común o se parte en dos dejando astillas: el cuerpo sabe que algo no está en su sitio. Pero para quien, como H., ya conoce el dolor de un hueso dislocado, en cuanto rompe su estancia habitual, se tiene el diagnóstico en el acto. H. piensa que es una paradoja saber qué pasa, qué debería hacerse y, sin embargo, no poder resolver nada por sí mismo, depender de los demás. Porque para H., con el hueso luxado, mover un brazo o una pierna, rito casi involuntario de la costumbre al caminar, se vuelve una duda. Como si tuviera la consciencia de que el cerebro ha enviado una orden y que, por un tránsito lento en las terminaciones nerviosas, la instrucción no llegara a la extremidad correspondiente o ésta optara por desobedecer. Entonces H. prueba con otras partes del cuerpo: manos, ojos, labios, dedos; todo funciona normal. El problema está, desde el dolor hasta la quietud de los músculos, donde la extremidad no responde. Luego viene la incertidumbre, acaso el miedo. H. se sabe a la deriva, a merced del trato de otros.
Más tarde, tras algunos segundos de incomodidad en el suelo, H. siente el abandono en la concurrencia. La gente se aproxima y luego vuelve a lo suyo. Prefieren hacerse a un lado mientras él piensa en la miseria que implica ignorar al otro. Luego el dolor le genera actos involuntarios. Un grito desnudo, franco, se escucha por los demás en aquel sitio, luego del accidente. La pareja de H. llegó inmediatamente, sí, pero la soledad aplasta en el percance; las esquirlas óseas sajan los músculos por dentro, como las saetasque, cuando avanzan implacables su camino por las horas también se encajan en la carne, como saetas que se disparan y perforan los músculos.
*
Ver en torno, círculos concéntricos, luego el mareo. Intentar levantarse y fracasar, como si el resto de las extremidades se rebelaran frente a las órdenes de incorporación. Eso. El cuerpo fragmentado, respondiendo por sí mismo ante cada estímulo, a su modo, escindido de la consciencia. Volver la mirada sin saber qué hacer o cómo reaccionar. Recordar el seguro médico. Evocar los procesos anteriores y suponer que todo será rápido. Acudir a una clínica de salud.
*
H. se transporta con un miembro dislocado y el trayecto multiplica el peso de su brazo. Las vibraciones del camino se incrementan, dolorosas, en el interior; como si cada bache o irregularidad del asfalto emitiera ondas que, dentro de su cuerpo, hicieran crecer el malestar. El chofer del taxi, con toda la empatía que puede sostener, acelera. Piensa, o eso parece, que la mejor manera de ayudar es hacerse a un lado: llegar rápido al destino y dejar al pasaje para que otros, médicos o enfermeros, lo auxilien. Entonces H. piensa que no estorbar también es una manera de prestar ayuda; ceder el paso o aumentar la velocidad, aunque no le parece suficiente: en el dolor no se mesura el peso que tiene un grano de sal. Cuando llega a la clínica, al fin, su cuerpo reconoce la posibilidad de la descarga y parece exigirla con mayor prontitud; entonces el malestar crece hasta el punto en que piensa, pero se equivoca, que no puede ser mayor.
La sala de espera de una clínica no es muy diferente a la de un hospital. Gente agolpada en los asientos aguardando atención. Pero sí existe una disparidad grave. En aquellas salas, las de hospital, alternan los enfermos entre los que acuden a urgencias y los que perseveran en busca de una cama; en una clínica, toda persona necesita atención de urgencia. Esto le impone a H. una realidad que le desploma el ánimo: parece no importar la seriedad del asunto, cada uno será atendido según haya llegado. Pero de inmediato se sobrepone o quiere evadir el estado en que se encuentra; evoca que, la primera vez que se luxó, en provincia, la atención fue pronta; como si un halo de importancia lo hubiera envuelto y con él, sin entender cómo, saltar la fila y a la gente; recuerda aquella vez que lo atendieron en primer sitio y asume, otra vez equivocado, que esta vez será similar.
*
Desplomarse sobre el asiento. Escuchar, luego de unos segundos, el nombre propio. Usar las fuerzas todas para incorporarse y llegar hasta donde nace el llamado. Caminar un poco pensando en que serán los últimos instantes de dolor; suponer que en escasos minutos todo estará bien. Llegar hasta la ventanilla para recoger el carnet y escuchar “tome asiento”. Volver, asombrado por la apatía burocrática pero también por el aumento del pesar.
*
Entonces una mujer escucha el alegato con las secretarias, el diagnóstico autoimpuesto, y la respuesta monótona de la recepcionista, equitativa para todo paciente. Esa mujer, de la que no sabrá H. su nombre, mira el padecer ajeno y recibe a los extraños. Lo recibe. No le dice bienvenido o le ofrece algo para calmar la angustia; en cambio le indica que permanecer en ese sitio será una pérdida de tiempo, que no hay ortopedistas en una clínica familiar y que, luego de que el médico en turno haga una revisión de rutina, canalizará el problema, burocratización de la paciencia, a otro lugar.
La primera reacción que tiene H. es incredulidad. No cree posible que ignoren, totalmente, el padecer humano; que puedan indicar la permanencia aunque el enfermo, en ese lapso, prolongue el dolor innecesariamente. Pero sí. El tratamiento indicado para la urgencia es la espera. Aunque luego de ver los rostros enfermos, desfigurados por el dolor, H. entiende que, frente al mal cotidiano de otros, la costumbre impera, como una capa protectora, y exime a la gente de sentir empatía y compadecer: el personal hospitalario necesita persistir frío para garantizar la atención más justa —la que el manual indica— a todo enfermo y cada situación. Entonces H. supone que puede estar encima del sistema, que podrá ser atendido, como antaño, inmediatamente; si no es en el seguro social, que sea en atención privada. Llama por teléfono a su médico particular y, equivocado por tercera vez, piensa que la cesación del mal vendrá porque puede pagar por ello. Pero tampoco el doctor particular puede hacer nada o no está dispuesto, porque es tarde o porque no quiere correr algún riesgo profesional. Sugiere que H. se ponga en las manos del radiólogo y, luego, del ortopedista. El entorno reduce el ego: H. se reconoce en la sencillez del padecer propio. Sólo entonces puede agradecer que otra persona pueda, y quiera, dar lo que tiene: ceder, el paso o la información, aumentar la velocidad, brindar compañía; porque no le parece suficiente pero se da cuenta de que es bastante; que aquella mujer bien podría, sencillamente, olvidar su presencia y centrarse en el propio padecimiento como H. lo ha hecho desde que llegó a la clínica. Pero H. no puede sentir ese bálsamo que reconforta antes de la atención médica sino en retrospectiva. Porque ese gesto mínimo no fue sosiego inmediato pero logró sortear, al menos por tres horas de diferencia, la extensión innecesaria del padecimiento.
Entonces H. mira que frente al desafecto del sistema de atención hospitalaria, recibir al huésped no está sólo en manos del personal, sino en la gente que arriba, extraños todos reducidos a la cualidad del extranjero, por la enfermedad o el accidente. En el terreno en que los forasteros se encuentran pueden permanecer ajenos o convertirse comunidad en el exilio.
Cuando canalizan a H. y llega, de nuevo, a un sitio donde habrá que aguardar, la sala del hospital —esa que imaginaba no sería necesaria visitar— evoca aquella primera vez en que tuvo un accidente: el trato pronto, saltarse las filas. H. descubre un lado oculto de la burocracia: cuando estaba en provincia lo pasaron primero, no por tratarse de una urgencia mayor al resto de las personas, lo trataron pronto por ser de la ciudad. Se da cuenta de que los huecos por los cuales se filtra una atención que ignora el temple de la hilera, un trato diferenciado por estratos económicos o juicios políticos, tampoco es lo que brinda confort. Entonces le dice a su pareja que, si llega algún enfermo más grave, cedan su turno; o bien, que aquel enfermo que está sólo, aguardando el diagnóstico o el tratamiento, reciba su compañía, lo que pueden dar: ceder el paso o entregar unas palabras en la espera, aligerar el tratamiento mientras llega la atención médica. Cualquiera que recibe al foráneo aligera la impotencia, la rabia o el apremio: acoger rehabilita.
uno
a papá Enrique, por encarnar la hospitalidad
1. f. Virtud que se ejercita con peregrinos, menesterosos y desvalidos, recogiéndolos y prestándoles la debida asistencia en sus necesidades.
Despertar, en el asfalto, con la testa a punto de romperse. Sentir, desde el cobijo de la calle, la desesperación, la sed que ahoga. La garganta partida en dos emite sólo onomatopeyas de la ciudad o de la bestia interna; chirriar como el óxido o emitir un bramido. Palpar la crudeza del sol a mediodía. Ver la sombra, oasis del ardor, a unos cuantos metros. Percibir que el cuerpo no logra incorporarse. Intentar la memoria, recordar cómo se llegó hasta allí. Pero la cabeza a reventar, el sol y la sed bloquean las imágenes. Sumirse en la impotencia.
*
¿Qué pasa cuando se llega a casa y hay un hombre tirado, dormido o intentando el bálsamo del sueño, frente al pórtico de la casa propia?, ¿se mide la suerte propia al comparar?, o ¿llega el franco desprecio y, con él, la manera de nombrar a un hombre borracho que padece resaca? Un indigente. A partir de los conceptos se hace una categoría. Al nombrarlo se puede, casi forma involuntaria, ensayar escenarios de cómo llegó ahí:
El abuso del alcohol y la falta de trabajo que hizo que su familia, luego de soportar robos y maltratos, lo echara, al fin, a la calle. Verlo convertido en maleante, pandillero o miembro de una banda, asesino a sueldo que, en una mala jugada, terminó en prisión y luego, tras no hallar cómo levantarse, terminó en la calle. Puede ser de otra forma:
La decisión amotinada, inentendible para el mundo. La resistencia última a toda atadura social y llevarla hasta el extremo: la vida sin horarios o reglas que acatar. Pudo ser diferente:
La pérdida de empleo, la búsqueda frenética, la soledad; luego el robo, la cárcel, el ciclo que se repite. Esa misma historia puede tener variaciones:
El desempleo, sí, pero luego el hambre; los intentos por deambular por medios propios, subir al transporte con dulces o discos, bajar con la misma mercancía y menos voz; luego el desalojo de la vivienda; la calle, al final, luego de la angustia y el extravío en los callejones; la posible locura. Revolver las variantes:
No hay desempleo ni familia; sólo un hombre libre que se instala en la calle, que no necesita nada salvo el hambre y lo que sea que llene el estómago. Tiene todo lo que necesita en su costal para sortear al mundo: un par de mudas, acaso un cuaderno y una botella de licor; trotamundos o viajero del camino.
Pero luego una especie de reflejo, narciso torcido en los desechos, nos hace ensayar, otra vez:
Sólo un accidente. Una mañana o una tarde sale de casa y un autobús rompe los esquemas y los huesos; luego el hospital, mientras la consciencia regresa; la amnesia, el desalojo hospitalario, la calle; después el rumbo extraviado, la pérdida del lenguaje, de todo contacto con el mundo. Entonces ese indigente se vuelve espejo de una realidad que nos provoca horror: podría ser uno mismo.
Pero fantasear en pasarlo a casa, darle alimento, acaso ofrecerle baño o cama, implica sucumbir a los demonios del miedo. La fantasía del ladrón o el asesino o el monstruo rompe cuando se intenta sortear el bulto del suelo para llegar hasta el portón del edificio. Bien, se piensa, puede que no merezca la calle pero tampoco es menester ayudarlo; quizá se pueda entrar sin ser notado para que cada uno siga en lo propio. Pero es imposible pasar desapercibido porque el cuerpo en el piso bloquea el paso completo y, al brincarlo, por el ruido o la presencia propia, el bulto despertará.
*
Sudar el miedo. Sentir la presencia de otro, luego del día completo de las sombras que pasan y regresan. Evocar el dolor en las costillas, quizá rotas o molidas, pero la visión nublada del recuerdo que empaña la certeza; no saber si los moretones vienen de una caída, un encuentro a golpes o la punta del pie de alguien que arremetió contra la carne trémula. Provocar, con el miedo, el espasmo. Temblar, como si la única defensa del cuerpo fuera moverse, aun en el mismo sitio. Murmurar un rezo. Pedir, a la nada, piedad.
*
Se entra a casa, solo, pero con la imagen prendida de las sienes. No es posible desprenderse, rápidamente, del cuerpo que habita el terreno que ya no es propio: la frontera que divide la posibilidad de un hogar o un refugio de la calle. Se siente la intranquilidad cuando uno se desviste, sin pudor, en el cobijo que el cemento procura frente al desamparo; es angustia que vive debajo de la piel, que no admite confort externo, que habita la consciencia. Se usa el baño para vaciar el cuerpo sólo para encontrar alivio y a la vez incomodidad; la imagen del bulto en la entrada, envuelto en el hedor de sus propios desechos, acaso mojado todavía de orina, llega hasta las fosas nasales. Precipitarse, entonces, en la regadera; se tiene la sensación, incluso el asco, de que algo de aquel bulto se pegó, aunque sea el olor. Entonces el agua caliente, el jabón y los productos para el cabello no funcionan porque, aunque el aroma se va por completo, hay algo que se metió debajo del humor y sigue palpitando con la niebla que levita de la piel humeante, incluso cuando el vaho de los espejos se ha secado. El disgusto regresa con la cena porque los alimentos llevan, escondidos, el reclamo por un estómago vacío, de días o semanas, y no se sacian con el hambre efímera, apetito “clasemediero”. Luego vienen las arcadas, secas; el regusto de la comida, las agruras por el exceso, un malestar que ya no se puede disimular.
Entonces se fantasea que el malestar es culpa del miserable en la puerta. Se piensa que, aunque éste pueda parecer pacífico, podría traer una horda violenta a su barrio. ¿Qué pasaría si llega otro, otros, con el mismo sino y se instalan, ¡a vivir!, en la entrada del edifico? Se podrían echar —¿es lícito correr a alguien de la calle?—, pero ¿con qué argumento si no han hecho nada, si ni siquiera han llegado? El problema es sólo uno, quien habita en el pórtico, pero ¿y si trae consigo, no una comuna indigente, sino un problema sanitario, chinches o liendres? Es una posibilidad. Uno se quiere convencer o formular argumentos para que seguir huyendo del malestar, que viene desde adentro. ¿Se debería hacer algo para quitarlo de ese lugar de la calle —¡si es tan amplia porque habría de instalarse justo allí!—? ¿Cómo se recobra la tranquilidad que se ha vulnerado?
*
Notar el frío, a quemarropa, que saja la piel. Comenzar el bruxismo hasta sentir en la mandíbula castañas, hasta que los dientes se parten y se astillan: castañear. Saberse, de pronto, semidesnudo; sentir la inutilidad del pudor. Luego el sufrimiento, irrefrenable, del estómago; la disentería que obliga a los sólidos a volverse agua; ceder al impulso del esfínter, indomable, y derramarse sobre sí mismo. Sentir un alivio mínimo con el calor de la orina que, antes de que el ambiente enfríe, genera la tibieza que se parece al confort. Intentar levantarse, buscar cualquier cosa para limpiar el desastre; rendirse ante la imposibilidad de estar en pie. Luego el mareo, el hambre que roe las vísceras. Entonces las arcadas, secas; el regusto del mezcal. La resaca que es más que la resaca, una abstinencia tal que puede matar de sed etílica.
*
Es imposible seguir con el simulacro. Hay un resabio de malestar inentendible, una suerte de culpa —¿de causa u omisión?— y provoca insomnio. Como si el único modo de pagar —¿qué, por cierto?— fuera la permanencia en vela, cuidando, desde la fantasía, el malestar del indigente. Luego sobreviene un gesto de rabia, de incomprensión. ¿Pero qué se ha hecho? No hay manera de saber qué ocurrió antes de que llegara a la calle ni cómo llegó hasta ahí; sólo se sabe que uno no tuvo nada que ver; además, no es posible ayudar a todo el mundo — se intenta el consuelo en un lugar común. Luego un desfile imaginario de manos vacías regresan al recuerdo; todas las que han quedado extendidas en espera de caridad y que, por una razón u otra, han permanecido esperando luego de que se transcurre, con la vista oblicua o el paso rápido o la sentencia corta: ahora no. Pero no es cosa de uno que exista la pobreza, que el mundo tenga esas vallas infranqueables; entonces ¿por qué la intranquilidad? Podría ser cualquiera. Vuelve el fantasma. Se siente en la carne el azar incomprensible que nos ha colocado de este lado del muro y nos mantiene ahí.
Entonces una suerte de empatía: se recuerdan aquellas estancias en las clínicas u hospitales, en esas veces en que se tuvo que estirar la mano para pedir clemencia y, enfrascarse dentro de la justicia hospitalaria: trato igual para todos sin importar la circunstancia o el padecer. La fragilidad del accidente o la llegada inevitable de la enfermedad, esos instantes que arrastran hasta la sencillez del suelo, hasta los límites de lo humano. Volverse, de un momento a otro, pacientes —categoría similar del miserable pero dentro de un hospital. Descubrirse a merced del mundo o convertirse en menesteroso. No gozar de simpatía ninguna o favores que impidan el suplicio; entregarse a la vulnerabilidad que implica dejarse abrir por el escalpelo o permitir que otro acomode un hueso roto. O verse en una sala desierta, esperando una radiografía y mirar cómo el mundo pasa, sin inmutarse, frente al dolor de uno: espejismo del bulto frente a la entrada de casa. Está mal hecho el mundo. Desde ningún flanco de la muralla se ha edificado la civilidad debajo de la civilización.
*
Rogar porque cese el hambre o los temblores o el dolor. Sentir otra presencia, el daño de su tacto. Sumar escalofrío al pánico. Resistirse al contacto, querer soltarse. Y luego la voz que invita, que intenta ayudar. La desconfianza repta hasta los dientes y el reflejo de morder regresa: castañear. La insistencia de la voz o la mano que ya no lastima. Dejar de resistirse, ceder ante la posibilidad de una muerte pronta o el confort de la ayuda extranjera. En cualquier caso el alivio. Imaginar qué clase de persona levanta a otra en la calle, en pleno siglo xxi. Acaso quien practica la medicina o la enfermería; alguien de ayuda humanitaria o quien busca desalojar las calles para dar albergue a la fuerza; un policía que traslada los cuerpos. Descartar las opciones de ayuda. Seguir, no queda otra, los pasos que arrastran hasta alguna puerta, seguramente el último lugar acompañado —porque entre los solitarios la compañía no existe. Disfrutar de todos modos del tacto suave o de la voz que da sosiego. Llegar a un sitio iluminado y perder los ojos, por segundos, frente al bruñido blanco de la luz artificial. Descubrir que es una casa, ni hospital ni albergue ni estación delegación; que no es un médico o auxiliar humanitario o policía quien asiste, sino una persona cualquiera. O no cualquiera.
*
Las dudas y las reflexiones se interrumpen, porque se escucha que, en otro sitio, alguien, desde otra manera de ver el mismo evento, enfrenta el escenario de otro modo. Este es el espectro más insistente, el que quita la calma y llena de preguntas el ambiente: el que habita la contingencia de otra realidad. Porque hace saber que sí se podría hacer algo; quizá minúsculo, sí, pero bastante: dar lo que se tiene, enfrentar la pequeñez desde la que uno mismo puede amparar a un extraño.
*
Otro ve lo mismo pero no lo mira igual: él contempla a un hombre en la calle, no bulto o indigente o miserable, con el estertor de la resaca; luego intuye el sol, implacable, que aplastó toda sombra durante el día; por fin adivina la sed, el hambre, el dolor de cabeza, porque no es difícil, en realidad, notar el panorama que ha vivido aquel día ese hombre en el suelo —el resto son fantasmas inútiles o desasosiego.
Ese otro le pide a su mujer que prepare algún alimento; el rostro femenino desaprueba el gesto humanitario pero luego es cómplice en la cocina y prepara algo para calmar el hambre mientras el otro dispone el fármaco para la abstinencia alcohólica. El hombre sucio que espera en la estancia mientras el otro, que ya lo ha pasado a su casa, prepara un café con brandy, bien cargado, mientras la mujer sirve los platos. Alimento y trago o maná para el apetito. El hombre que ofrece aquellas viandas sabe en el fondo sabe que, encima de todos los males, el único que puede paliar es el de la cruda. El hombre que era sed, hambre y resaca se vuelve asombro, un pasmo que se ahoga por la avidez al comer y el alivio que proporciona el calor del brandy.
Cobijó al extranjero, debajo de los fantasmas del robo o el asesinato, y reveló a alguien que sufre y, como cualquiera que padece, agradece el alivio. Aquel hombre, quien ofreció lo que podía, dejó que el otro saliera de su casa, satisfecho, conmovido. Ese otro no aspira a la imagen del héroe, esa que implica emancipar del asfalto al “indigente” y volverlo un hombre “de provecho”. El hecho mismo de alterar por un día el padecer de otro es bastante, aunque nos parezca insuficiente y no calme la pobreza o la desigualdad o el hambre, de una nación, un pueblo o un barrio.
El hombre de la historia lo sabe: se conforma con ver cómo, por una noche, llegó hasta el límite de sí mismo y una mano vacía se colmó, también por una noche.
*este texto se publicó originalmente en la revista Tierra Adentro, en una versión más breve, actualmente no disponible.
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(La foto es de Michael Willöfer)
El agua puede conectarlo todo. Los mantos acuíferos corren, violentos y calmos, debajo de las autopistas. Como corre esa otra agua en nuestras venas, ese bermellón que llamamos sangre y que decimos que corre, como el agua o los autos, como nosotros corremos en el tiempo. Es curioso que usemos un verbo tan ligado a la tierra —no decimos, por ejemplo, que el agua del mar corre, solo la del río, la que se mueve en su cauce—, en lugar de otros como fluir o manar. Decimos, también, circular: para la sangre, para los ríos, para los coches, para las personas. Pero no para el mar. El mar no circula. El mar está en movimiento perpetuo, pero, en su marco de oleaje, parece también quietud. Y aunque tiene corrientes no las vemos. Como nuestra sangre que circula en los cauces que no percibimos. Solo cuando se mueven las aguas o hierve la sangre percibimos el movimiento. Sentimos la conexión con lo que fluye. Incluso con la muerte. La detención de todo movimiento.
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luces del terremoto vi
En el 2017, el 19 de septiembre, año en el que se conmemoraba el aniversario 32 del terremoto del 85, exactamente el mismo día más de treinta años después, sucedería otro temblor que haría recordar las viejas heridas en México. Ese día, durante la catástrofe, fueron vistas en el cielo una serie de luces, resplandores desconcertantes, que relampaguearon la noche oscura. Algunos días después leí algunos artículos que hablaban de la triboluminiscencia: la luz que acompaña la tragedia.
*
En 2020, una pandemia azotaría el planeta desde China hasta Italia y luego al mundo entero. Pero antes de que el toque de queda fuera global, antes de que la epidemia obligara al encierro general y al cese de casi toda actividad, antes de que descubriéramos cuánto nuestra vida es gracias a los otros, la primera reacción que tuvimos no fue la compasión o la solidaridad, sino el cierre general de las fronteras, y justificamos, como siempre desde el miedo y la ignorancia, el rechazo al extranjero; y no quisimos ir a restaurantes chinos o italianos, ni quisimos estar cerca de ciertos colores o nacionalidades, y creímos, estúpidamente, que era su culpa porque era más fácil tener un rostro a quien rechazar y al cual temer que asumir la realidad a la que nos enfrentaba; que estamos todo el tiempo navegando con el fantasma de la muerte anticipada, con la posibilidad de ahogarnos en cualquier estero, porque es una presencia inasible que nos acompaña, pero a veces la llamamos con nombres diferentes, virus, guerra, accidente, bala perdida, apocalipsis, porque todavía nos cuesta asimilar que es la muerte una parte de la vida.
*
Lo que provocó el temblor en 2017 en México fue muy similar al contraste que nació en el 85. Las imágenes de las personas en las ruinas removiendo escombros porque sabían que debajo había una voz que se apagaba y ese silencio de duda, ese lapso interminable de incertidumbre cuando se deja de excavar porque se piensa que se ha encontrado un cuerpo, ese momento de indecisión al no saber si es un organismo que aún respira o un cadáver que se sumará a los cientos de muertos por la tragedia. Y luego el estallido de alegría al escuchar que no era un cuerpo sino una persona, el no poderse contener y abrazar a los extraños que en ese momento no tenían profesión o clase social, porque los hermanaba la catástrofe. Cómo olvidar —joven desconocida, muchacho anónimo, / anciano jubilado, madre de todos, héroes sin nombre— / que ustedes fueron desde el primer minuto de espanto / a detener la muerte con la sangre / de sus manos y de sus lágrimas; / con la conciencia / de que el otro soy yo, yo soy el otro, / y tu dolor, mi prójimo lejano, / es mi más hondo sufrimiento.
Junto a estas imágenes, no fue posible no reconocer que los edificios colapsaron porque sus cimientos estaban podridos; fue una sorpresa vergonzosa descubrir de repente que lo más firme se quiebra, / se vuelve movedizo el concreto armado, / como hoja de papel se rasga el asfalto, porque de pronto fue transparente, otra vez, como en el 85, que La ciudad ya estaba herida de muerte, y que El terremoto vino a consumar / cuatro siglos de lentas destrucciones. Porque no fue el temblor lo que devastó lo que habíamos construido, sino los cimientos mal hechos, los materiales remplazados, las columnas simuladas, las paredes huecas, el haber dejado, como siempre, que importara más el beneficio propio antes que el provecho común; como también lo expresaron las otras figuras al lado de los rescatistas anónimos: el ladrón, / el saqueador, el indiferente, el despótico, / el que se preocupó de su oro y no de su gente, / el que cobró por rescatar los cuerpos, / el que reunió fortunas de quince mil millones de escombros, donde resonarán por siempre los gritos / de quince mil millones de muertos.
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La pandemia no trajo solo el recordatorio constante de la muerte. Dejó imágenes que deseamos hacer permanecer para cuando creamos enfrentar, de nuevo, la extinción. No sé si es verdad que nunca olvidaremos la imagen del convoy de camiones militares llevando ataúdes que no cabían más en Bérgamo, en medio del silencio de las calles, el silencio fúnebre, en la soledad más despoblada, en el miedo colectivo; no sé si esa fotografía que le dio la vuelta al mundo nos hará recordar para siempre cómo está siempre a punto de cambiar de un modo en que jamás imaginamos, porque en el fondo sí que lo sabemos siempre por los anales de la historia que decidimos ignorar para vivir sin angustia. Sólo sé cómo me conmovió la fragilidad de esta otra imagen, acaso capturada, pero que no llegó a todo el mundo, que vieron unos cuantos vecinos de San Salvario, en Turín, cuando el Día de la Liberación del fascismo un hombre salió a hondear una bandera roja caminando solo en medio de una calle, con los vecinos asomados en sus balcones, aplaudiendo y cantando bella ciao; o cómo luego él y una desconocida se abrazaron en plena calle, durante la prohibición de los abrazos y cómo se dieron un beso fraterno luego de que amarraran la bandera en un dehor. Estoy seguro de que fue el impulso de aquel hombre, y cómo lo recibió la gente, el que hizo que ella misma saliera luego a quemar su voz, a invitar a los vecinos a jugar una tómbola colectiva para recordar la resistencia del fascismo, a subrayar que lo importante era estar juntos.
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Tanto en 2017 como en 2020, volvimos a conocer la fragilidad de lo que construimos, tanto hacia afuera, en la obra, como hacia adentro, en los lazos; volvimos a entender que la materia no se destruye, / que la forma que le damos se pulveriza, / que nuestras obras se hacen añicos. Tanto en 2017 como en 2020 fuimos testigos de qué somos capaces. Vimos a los doctores y enfermeros y a todo el personal médico no arredrar frente al peligro, enfrentar desde la primera línea la muerte para intentar detener la desgracia, para salvar cada vida, los vimos enfrentar turnos sobrehumanos porque la situación así lo demandaba; pero fuimos testigos, también, de que éramos capaces de prenderle fuego a un hospital porque en ese momento el símbolo médico representaba una amenaza, y por eso mismo fuimos capaces de agredir al personal que trabajaba en el sector salud en ese momento, de aventarle cloro o exigir que se fueran de sus casas; porque cuando la amenaza dejó de tener nacionalidad, comenzó a tener oficio; porque la xenofobia y el fascismo van mucho más allá de las nacionalidades.
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Hace treinta y cinco años, hace tres, ayer, hoy mismo, necesitamos recordar que Somos naturaleza y materia y sueño / y por tanto / somos lo que desciende siempre: / polvo en el aire. Porque recordar que somos tan efímeros nos puede hacer resplandecer ante la ruina. Pienso que amar el polvo nos puede hacer menos violentos con los otros, porque abrazar la finitud es, quizá, dejar de temerle. Pero no sé qué tanto una cosa depende de la otra, porque no sé si sería posible conocer las luces sin el terremoto.
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El poema del que abrevo es de José Emilio Pacheco, “Las ruinas de México”, escrito para recordar el terremoto del 85.
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Marguerite Humeau - Florine Bonaventure
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«Naturaleza muerta con globo», Wisława Szymborska.
En lugar de que vuelvan los recuerdos en el instante de la muerte solicito el regreso de las cosas perdidas.
Por las puertas y ventanas: los paraguas, la maleta, los guantes, el abrigo, para poder decir: qué me importa todo eso.
Alfileres, este peine, aquél, la rosa de papel, la cuerda, el cuchillo, para poder decir; nada de eso echo de menos.
Dondequiera que estés, llave, trata de llegar a tiempo, para poder decir; la herrumbre, querida, la herrumbre.
Descenderá una nube de constancias, de pases, de expedientes, para poder decir: el sol se pone.
Reloj, fluye desde el río, deja que te tome en mi mano, para poder decir: finges la hora.
Aparecerá también el globo secuestrado por el viento, para poder decir: aquí no hay niños.
Vuela por la ventana abierta, vuela por el amplio mundo, que alguien exclame: Ay! para poder llorar. Autor: Wisława Szymborska.
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La doble enfermedad del contagiado
Un ciudadano es aquel individuo susceptible de gozar de los derechos de una sociedad y es aquel que también se rige bajo sus leyes. Es 2020 y parece que sin demasiado asombro a través de la pandemia estamos presenciando que no todos somos ciudadanos y cómo es que en la ausencia de este estatus lo que se pierde es el derecho a la vida.
Si bien desde el postulado de lo qué es el ciudadano dentro de la polis hubo opresión en el acto mismo de la repartición de los derechos, por ejemplo a las mujeres dejándonos fuera de cualquier beneficio social pero perpetuando los deberes dentro del núcleo social, es decir legitimando nuestra explotación hasta el día de hoy, es en este momento de la historia tan fértil tecnológicamente, tan seguro de sus conocimientos, tan convencido de su orden (a pesar de que vive en eterna convulsión) cuando se está cuestionando profundamente el impacto de su conquista.
Para el ciudadano neoliberal, el Estado no alcanza a cubrir la demanda de sus derechos, es entonces que se ve arrojado a su destino en el Mercado, a ese afuera donde no hay más que la traducción de su fuerza de trabajo y en la medida del valor que otros le asignen ver para qué le alcanza. Es decir, entrega el cuerpo y todas sus fuerzas a cambio de los insumos necesarios para mantener la vida de ese cuerpo. Una vida que no importa cómo esté provista mientras el cuerpo tenga las fuerzas suficientes para seguir produciendo. El resultado de esta lógica es la muerte, la vida se convirtió entonces en una enfermedad crónica.
En estos días, el mundo que ya estaba absolutamente delimitado por las fuerzas del capital, se ha dividido súbitamente en dos “clases”: los sanos (o los que pueden cuidarse y pagar por conservar/recuperar la salud) y los enfermos (que aunque todavía no estén contagiados ya son un foco de infección social), porque de un momento a otro se contagiarán por no tener comida o agua o techo para resguardarse del virus. En este país hay muchísimos lugares donde no hay acceso al agua, hay miles de personas que no tienen un lugar digno para dormir. (Basta pensar en los damnificados del sismo de 2017 que aún duermen en las banquetas bajo carpas de plástico, muchos de ellos adultos mayores)
Los potenciales contagiados son los trabajadores empobrecidos de siempre y paradójicamente son los que continúan sosteniendo la vida de los demás, el suministro de lo que ellos mismos carecen: repartidores, campesinos, comerciantes, transportistas, etc.
El otro síntoma evidente de esta enfermedad llamada capitalismo es lo que ocurre con las mentes, la imaginación, los discursos y no sólo de los más poderosos—también varios filósofos vivos se han contagiado—sino aquello que sucede con la visión del ciudadano común nublada por una especie de meritocracia en la que aspira a ser un ciudadano ejemplar a través de una moral punitiva y merecedora de la salud. Desde los supuestos de que ciertas cualidades protegen del contagio hasta la exigencia militar para castigar a los “desobedientes”, los trabajadores son juzgados por cierta clase media igualmente explotada pero que busca la legitimación simbólica dentro de la voracidad del sistema.
***
En las ecuaciones de las medidas de prevención no están contempladas aquellas actividades que naturalmente requieren del contacto físico en un país como México, donde el grito es esencial en la cotidianidad: “el viene-viene”, el gritón del microbús, el afilador, el merolico, los cantantes, los marchantes y una larga lista de oficios que literalmente dependen de la saliva de las personas.
Esto en un ejemplo de cómo el cuerpo ha estado excluido sistemáticamente de los discursos, como si no fuera él, el medio de producción, como si el individuo que produce no portara un cuerpo que goza, sufre, enferma.
El ciudadano neoliberal es un sujeto separado incluso de su propio cuerpo, un ser solitario que es parte de un engranaje de producción, pero aislado del organismo social y del entorno natural, separado de su territorio, su lengua, su origen ritual: un trueque perverso de identidad a cambio de derechos. Su existencia se encuentra entonces anclada a los medios de producción que poseen quienes le explotan, una marca, una “familia empresarial” que cómo se demuestra ahora no se interesará en su bienestar sino en pos de la medida de su producción.
Este sujeto despojado, desnombrado, desnudo también en búsqueda de trascendencia, cuando es finalmente despojado del trabajo se encuentra en medio del vacío y de la incertidumbre. Incertidumbre no sólo por su salud y la de sus amados, no sólo por la ruina económica, sino por la desnudez de sentido a la que se expone ahora que la producción ha parado.
En medio de estas reflexiones parece que lo único claro es lo que siempre ha sido claro, antes de la producción, antes de la riqueza, antes de los derechos que son para los menos, está la interconexión de los seres, debajo de los regímenes económicos existimos, y queremos vivir.
La celebración de la vida hoy se nos presenta como algo más vasto que esa paradoja del capital donde para sobrevivir se debe aniquilar al otro.
La resistencia ante la enfermedad será el contagio de la vida, el contagio masivo de ideas donde la crueldad por la acumulación de la riqueza sea realmente una distopía y no esta realidad que hoy nos rebasa.
La salud no será bajo ninguna circunstancia una moneda de cambio.
La enfermedad es una oportunidad de reiniciar el sistema de un organismo.
Hagamos del Covid19 un vehículo de la utopía.
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treinta y cinco en treinta y cinco
Hace unos días cumplí treinta y cinco años y, desde hace meses, luego de recibir una misiva de mi querido amigo Manolo Mugica, tengo la intención de redactar esta carta cero. Pertenece a una apuesta que intento emprender desde que no vivo en México y que, por desmesurada, no había logrado iniciar realmente. Me había propuesto iniciar correspondencia con algunas personas (respondiendo al impulso natural de escribir a la manera en que seguramente Montaigne se inventó el género ensayístico: al volver de la escritura un paseo, un recordatorio del cuerpo, una manera del desenfado, una forma de conversar y poder usar las voces de los otros ahí donde más nos acompañan, que es en la intimidad compartida). Más bien empecé espontáneamente y, frente a la novedad, quise darle forma a lo que estaba pasando sin éxito: me había propuesto escribir cartas a toda mi gente, todo el tiempo, enviar provocaciones para iniciar correspondencias, para esperar otra cosa del correo que no fuera publicidad o boletas por pagar.
Creí que me habían detenido impedimentos técnicos al haberme propuesto escribir con mi máquina Olivietti que tengo en México, pero lo cierto es que me detuvo la desproporción: quiero a mucha gente y, al no tener límites, la intención se me desbordaba antes de empezar. Luego me llegó la carta de Manolo y me di cuenta de que una cosa que me faltaba era un borde claro, arbitrario, que me permitiera empezar: no papeles infinitos, sino treinta y cinco.
Las razones por las que inicio este proyecto, con esta primera carta, las encuentro en la propia misiva cero que Mugica publicó en su Proyecto 33:
Escribir misivas es un profundo acto de amor o, cuando menos, de interés. Por ello requiere de tiempo (eso que cada vez se tiene menos para obsequiarle a los demás). En esta época de las tendencias y la urgencia por lo inmediato, sentarse a escribir cartas parecerá anticuado o una verdadera transgresión. Para mí es un acto de resistencia, de extensión de la intimidad, el intelecto y el corazón.
Hace unos meses, el año pasado, viajé a México sin Julieta y nos propusimos suspender la inmediatez de la comunicación para verdaderamente dedicarnos tiempo en la distancia. En esas dos semanas descubrí lo que había estado buscando al querer iniciar correspondencias. Sólo en el ejercicio del carteo me di cuenta de que la correspondencia no es una conversación en papel. Escribir al otro nace de la necesidad de volcarse a la escritura para el prójimo; y ésta nace independientemente de la respuesta. Sólo cuando me descubrí esperando una carta de vuelta para poder escribir de nuevo me di cuenta de que no necesitaba la contestación para acatar la necesidad de dedicarle tiempo a ella.
Todavía no trazo una lista de las personas a quienes escribiré. Sé, de antemano, que tendré que modificarla de acuerdo con el pulso al que me entregue en esta escritura. También sé que, muy probablemente, este proyecto me lleve a seguir con la escritura a mano, a continuar redactando mensajes en sobres cuyo destino nunca podré predecir, pero “la imposibilidad de la comunicación [...] me estimula sobremanera, pues ello me invita no a cuidarme de las palabras sino a descuidarme de ellas casi por completo (sólo así es posible escribir sinceramente)”. Y es verdad: la escritura que no apuesta por la comunicación sino por el mensaje permite, o puede permitir, una transparencia, un descarnamiento, que a veces se extravía al escribir con alguna intención literaria: “es una manera más de acortar distancias y de entregarme”. En ese sentido siento que las cartas comparten con los diarios ese desenfado, esa honestidad, de la que pueden o no nutrirse otras producciones de escritura.
Con esta primera carta (la única, espero, digital de este proyecto) comienzo la escritura de mis treinta y cinco en treinta y cinco. Sé de antemano que querré incluir a más de estas personas entre las misivas; muy probablemente así ocurrirá eventualmente. Pero estas primeras treinta y cinco significan un archipiélago, una constelación de personas que han escrito con su luz imágenes que me han hecho recordar, sobre todo a la distancia, que la vida se construye con los otros.
La carta cero de Mugica termina con un exhorto; me apropio de sus palabras (y las intervengo) para acabar esta misiva cero con el espíritu que tiene: mostrar cómo las voces de los otros nos atraviesan, nos constituyen.
exhorto a quien lea esto a escribir cartas a sus seres queridos, a sus amigos y enemigos. La emoción que genera recibir una carta [...] es próxima al ansia de besar a alguien por primera vez; escribir cartas exige cuidado y dedicación: ¡exige!, y ello es suficiente quehacer en la sociedad laxa en la que nos encontramos. Considero que exigir a lo que en nosotros tenemos de emocional y racional no ha de hacernos daño: lo único que dañan las cartas [...] es la estructura de la monotonía.
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Nuestra vida está habitada por nuestra muerte. El tiempo transcurre hacia ambos lados de la herida que es el cuerpo, que es la sabia: la espina vertebral entre el pasado y el porvenir, la sangre que recorre cada célula del cuerpo mientras se reproduce y se resta, mientras somos resurrección y ceniza. La piel muerta se transforma en el polvo cotidiano de nuestras repisas, mientras las células siguen respirando de su propia muerte. Hasta que un día la respiración se acaba, el proceso de sumas y restas llega a cero y sólo queda la ceniza.
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Todo puede ser apariencia, un reflejo oscuro de lo que fuimos, una silueta apenas. Las luces en la noche tienen un brillo distinto, el que hace que las ciudades se vuelvan otras ciudades. Por eso hay distintos modos de conocer Venecia: de día o de noche —como también por agua o por tierra. Desde los canales, como desde la oscuridad, Venecia es otra: las tiendas cerradas se vuelven escaparates en los que uno puede mirarse, el vaivén de las góndolas permiten ver de otro modo los mismo caminos, los mismos puentes. Las máscaras revelan que también uno mismo es la apariencia de algo apenas esbozado, el reflejo del agua nos recuerda que Narciso murió ahogado en su propio reflejo.
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luces del terremoto v
Un hombre reparte flores en el metro. Un gesto improbable debajo de la tierra, en el frenético camino de la gente. Probablemente sea un vendedor, acaso intente conseguir alguna moneda.
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El nombre de Ingrid Escamilla será recordado, un tiempo, mientras otros nombres no la sepulten, mientras otras tragedias no se vuelvan tierra sobre su tumba. Será recordado, decía. Pero la mayoría quienes pronunciaremos su nombre no diremos nada de su historia porque solo supimos de ella por su muerte. Por un tiempo difícilmente olvidaremos las escenas, vistas o escuchadas, de cómo perdió la vida, de cómo perdió el cuerpo. Durante noches no podremos dejar de hablar de la tensión en su última pelea de pareja, del momento fatal en el que Ingrid tomó un cuchillo sin saber que sería el filo que cegaría su vida; no se nos quitará de la memoria, por un tiempo, el instante en que Eric Francisco “N”, luego de haber degollado con ese mismo filo a quien fuera su pareja, la madre de su hijo, dudara por instantes qué hacer hasta que, con la sangre aun tibia de la tragedia, le arrancara algunos órganos, los tirara al retrete, la hiciera pedazos para deshacerse del cuerpo; no olvidaremos cómo frente a ese vástago autista intentaría anular la humanidad de Ingrid al transformar su cuerpo en carne. Con más facilidad perderemos de vista cómo después llamó a su exmujer para decirle lo que había hecho, su vista errática mientras lo grababan y le pedían que contara los hechos, el preciso instante en el que pierde toda emotividad para contar mecánicamente lo ocurrido, cómo pasa de la furia de la pelea y la amenaza a contar, perdido de sí y de todo, cómo le arrancó la piel.
Pronunciaremos su nombre para contar el horror, pero no para contar su vida. Diremos que todos somos Ingrid para recordar que en esta tierra cualquiera puede ser el último día, como en cualquier parte del mundo, sólo que aquí podemos perder más que la vida: podemos perder el cuerpo.
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Las flores son frescas pese al bochorno y la transpiración de los cuerpos. Se mantienen lozanas, como si no acabaran de florecer, como si no hubieran sido cortadas y continuaran bebiendo del agua de la tierra. Como si de algún modo bebieran de cada gota de sudor, como si no tuvieran problema en probar la sal, como si sus pétalos no se hirieran por lo mineral del ambiente.
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No sé cómo nombrar la rabia. Quizá nunca lo he sabido. Hace no mucho Margo Glanz se preguntaba en voz alta, porque a eso se reduce en general la escritura de las redes sociales, si en verdad servía un minuto de silencio. No supe bien cómo, en ciento cuarenta caracteres, contestar que frente a la estampida de palabras, frente al sinsentido de querer hablar frente a todo y para todo, porque sí y porque no, frente a todos los discursos que no dejan ni un respiro, ni un segundo de paz para los deudos, no supe decir, digo, que más que nunca necesitamos del silencio.
Y no lo supe decir por la misma razón que no sé, ahora mismo, cómo hacer para que esto que escribo no se vuelva un no dejar en paz a quienes traen el duelo en la garganta, a quienes sienten el fuego de la herida, la rabia seca, la impotencia.
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Las rosas son recibidas por mujeres. Cada una piensa una cosa diferente, hay quien saca una moneda, quien ignora la flor en el regazo, quien espera impacientemente a que regrese el hombre para devolverle la rosa, quien de plano rechaza la flor.
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El nombre de Fátima no nos hará fantasear si a esta niña la habrían nombrado así después de un familiar o si su nombre fue un gesto devocional o si acaso en su familia existe cualquier influencia árabe o musulmana. Pensaremos que Fátima, esta niña de siete años, encontrada en una bolsa, despojada de toda inocencia, de luz, de aire, despojada de su condición de niña, de la promesa de ser mujer, arrebatada de su familia y de su propia humanidad, abandonada en una bolsa de basura, pensaremos con horror que debiera ser la única que pudiera sufrir algo así nunca, haremos en silencio una plegaria para imaginar que sea un caso aislado. Pero ese significado de su nombre, el de “única”, traiciona de inmediato la condición de su muerte y quiebra nuestra fe, porque sabemos que no es una niña sola la que muere luego de haber sido violada; porque sabemos que, carajo, ni siquiera es una sola Fátima. Fátima Cecilia Aldrighett Antón tenía siete años cuando una tarde como otra, excepto que sería su última tarde, salió de su escuela por última vez y se quedó esperando. Fátima Quintana tenía doce años en 2015 —cinco años antes en el tiempo, cinco años más en la edad—, también habría ido a la escuela como siempre, sólo que esta vez no habría vuelto nunca; su familia la encontraría luego, debajo de una llanta, enterrada entre ramas y tierra, luego de que Fátima hubiera conocido el lado más fiero de los hombres, luego de que, porque sí y porque no, la hubieran violentado y cortado y torturado hasta que tres piedras de treinta centímetros en manos de tres hombres convirtieran el aliento apenas tibio de su vida en su última exhalación.
El nombre de Fátima nos duele porque nos hace recordar que ya habíamos enterrado debajo de otras llantas y otras ramas y otras tierras el nombre de otra Fátima, porque nos hace ver que su tragedia no fue ser la única. ¿Cuántas Fátimas hemos olvidado, cuántos nombres no recordamos más?
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Cuando el hombre termina de entregar sus flores, finalmente dice que es un regalo, una manera de agradecer a la vida el que haya encontrado a su hija en medio de la tempestad, en medio y contra toda estadística, porque se la habían llevado de su comunidad y la encontró de nuevo en la metrópoli.
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Como ese gesto hermosamente inútil, como esa ofrenda, como una retribución, habría que guardar silencio. Habría que decir todo el dolor con un solo movimiento callado.
Este es mi modo de callar: escribo un texto que no se sumará a la estampida de aullidos, que permanecerá invisto —lo publico con la consciencia de que este cuaderno está en línea, pero que nadie lee—, pero que quedará como memoria para cuando no recordemos más a Ingrid o Fátima. Para cuando se nos olvide lo profundo que puede volverse regalar una flor.
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La luz puede volverse oro. Acaso sea el preciso instante en que la planta bebe de las ondas o partículas para volverlas su alimento y transformarlas en savia y devolverle al mundo esa otra luz que es el oxígeno. Acaso la alquimia sí existe.
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cometer
cometer
para mi querido carnal, Manolo Mugica
Hay verbos que llevan tanta carga semántica que los hace difíciles de ser aceptados en otros contextos. Cuando se dice cometer casi siempre se piensa en un crimen o un error. No es común saber que es una manera de usar una figura gramatical o que una persona le ceda sus funciones a otra; que ha sido una forma de entregarse a alguien, de fiarse de él. Que puede volverse embestida o intento si le precede una “a” (aunque cometer y acometer figuren tan distantes etimológicamente): acometer; que ha sido una forma de exponerse o arriesgarse.
La idea de cometer suele llevar implícito el error. Pero también se puede cometer (usar) retórica, cometer el puesto propio (ceder un cargo), acometer un muro (embestir), acometer (emprender) la huida, cometer (arriesgar) la vida y dejarla expuesta, cometerse a alguien (como signo de la entrega y la confianza).[1]
Simpatizo más con los sentidos anticuados —arriesgar o entregarse— porque los siento hermanados.[2] Uno se arriesga o se expone frente a alguien —una manera de entregarse. Uno se entrega o se fía de otro —y queda expuesto. En cometerse está implicado el otro a quien uno se comete.[3] AMBAS PALABRAS SE TRENZAN EN LAS RELACIONES HUMANAS; CUANDO UNO SE ENTREGA A ALGUIEN SE EXPONE, SE ARRIESGA, CON LA CONSCIENCIA DE QUE EL OTRO PUEDE EQUIVOCARSE Y, AUN SIN QUERERLO, VULNERAR LA CONFIANZA, LASTIMAR. ASÍ SE CONSTRUYEN LOS LAZOS MÁS IMPORTANTES: AL ENTREGAR EL PODER DE SER DAÑADOS CON LA ESPERANZA DE QUE NO SE USE.
Me gusta el verbo cometer cuando se le suma el prefijo “a”; ASÍ SE ENMARCA LA RENOVACIÓNDESPEDIDA[4] IMPLÍCITA EN LA MANERA EN QUE DOS SE DEJAN IR, EN QUE DOS VUELVEN A INICIAR SU VIDA EN OTRA LATITUD; ASÍ EL AMOR DE PAREJA SE ACOMETE: UN intento como embestida o embestir como intento.
Me parece que si el verbo cometer fuese empleado en sus últimas acepciones podría transformarse la relación con el error.[5] Arriesgarse en el yerro o entregarse a él, embestir con la equivocación o intentar equivocarse. Cometerse en el equívoco. PARTIR Y RESTAURAR.[6]
[1] Se agregaron todos los paréntesis de este párrafo.
[2] Había una frase que refería el escaso uso que antes le daba al verbo cometer y cómo, luego de abrir su sentido, he intentado incorporarlo a mi discurso.
[3] Se eliminó una oración que hablaba del modo en que una palabra se injerta en las prácticas sociales.
[4] Véase: renovación (del au. per. reanudar), y despedida (del lat. expetĕre).
[5] También creo que si se recordara lo que decía Anatole Broyard, que la gente es leal a sus errores, se podría revalorar el acto mismo de cometer un error, de comprometerse en ese gesto.
[6] A diferencia de la mayoría de los objetos, cuando esta copa se quebró ninguna palabra quedó atravesada por la fractura. Sin embargo, la forma en que se rompió, justo dividiendo en dos a un solo enunciado, me hizo reparar el texto, desde la propia historia del objeto: la de un matrimonio roto. Cuando dividí el enunciado en ambas partes, en la base y en la copa, no lo hice con consciencia de que estaba partiendo justo por la mitad la oración; además, suponía que sería la base o la copa, o ambas, las que se romperían. No imaginé que fuera el tallo lo que quedaría fracturado pero, al recordar la historia del objeto, pensé que era lo más representativo de ésta; no es sólo uno mismo el que se parte cuando se deja una relación con la que se hizo una familia sino el vínculo entre ambos lo que se quiebra, el tallo entre la base y la flor.
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DESPEDIDA (DEL LAT. EXPETĔRE)
puede ser el momento en que dos personas puntúan una relación; hay despedidas que son como comas, otras como puntos y aparte, otras tantas marcan el punto final; a veces uno acompaña hasta la salida, de la ciudad o de la casa, como un ritual para despedir; el acto siempre implica soltar o desprenderse; saber que luego de puntuar no hay forma de hacer que la frase siga como se esperaba, que en toda despedida se esconde el peligro del punto final.
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inmovilidad
inmovilidad
para Nati, otra vez, por su generosidad
Me parece que existe un miedo generalizado a equivocarse.[1] Un temor tal que inmoviliza. Se teme perder estabilidad y se permanece en el mismo trabajo —aun a costa de la felicidad. Se teme errar el rumbo y no se emprende el viaje —a pesar de que la vida se asuma como trotamundos. Se teme fracasar en las empresas y se hacen a un lado los proyectos —incluso si éstos son parte de los sueños o el sentido de vida.
El temor es tan grande que cristaliza la vida y por temer a la inestabilidad económica se gana inestabilidad emocional, por temer perderse no se llega a ningún sitio más que al mismo lugar, por temer al fracaso no se gana nada —que es una manera de perderlo todo.
Se exhorta al intento “aun cuando se fracase” como si no estuviese implícita la falla en el intento, como si RENUNCIARARENOVARSE,[2] ES DECIR, ABRAZAR EL FRACASO, NO FUERA UNA OPCIÓN, PORQUE[3] equivocarse fuese indeseable; como si el hecho de acertar no implicara la historia de sus errores y pérdidas.
Creo que existe la contraparte del miedo a errar pero se asume, casi, como una enfermedad o tara mental. El miedo al éxito se antoja sin sentido, ilógico, anormal. Temer que un día sí se cumplan los anhelos y entonces ya no se encuentre un motivo para seguir, un estancamiento. Como el boxeador que aspira al campeonato de su peso pero teme, sin darse cuenta, llegar a ganar la insignia que lo corone campeón por no saber qué seguiría en su carrera de peleador.[4] Se tiene miedo de ganar por lo que se pelea por suponer que entonces se dejaría de luchar. Este temor me parece igualmente genuino y, además, imagino que no está propiamente desprendido del miedo al fracaso: uno y otro se contienen o se implican.
¿Qué pasa con el anhelo del no-triunfo? ¿Es posible desear el fracaso? Si se desea fracasar y se consigue ¿es una manera en negativo del éxito, como lo son los rollos sin revelar de las fotografías? ¿Cómo sería la vida si se espera, genuinamente, no llegar nunca a triunfar? Quizá dar un paso en esta dirección sólo suponga ilustrar lo absurdo de dicha empresa; pero al enunciar lo absurdo de lo uno puede mirarse lo ilógico de lo otro: intentar tener éxito siempre. Quizá no se trate de invertir la lógica sino de invertir el camino.[5]
[1] Quizá este miedo provenga de la idea ingenua que refiere Isaac Asimov en La relatividad del error. Asimov apela a que cada equivocación tiene matices y que no es lo mismo pensar, por ejemplo, que la Tierra es plana hoy día que cuando se postuló científicamente que esto era así. De esto se desprende que las equivocaciones son relativas al tiempo en que suceden, pero también que hay errores “mejores” que otros; como si errar por la convicción científica de un tiempo fuese menos grave que errar por ignorancia o por una idea “no fundamentada”. Ambos tipos de errores tienen su luz propia si se les sabe mirar.
[2] Véase: renovación (del au. per. reanudar), y renuncia (de renunciar, del lat. renuntiāre).
[3] De un tazón grande, de porcelana, con una línea ya trazada sobre la cual podría volver a fracturarse, ¿qué tan probable era que de un texto que sólo lo atravesó como un lazo, por dentro y por fuera, sólo se quebrara una palabra? Que esa palabra fuese, precisamente, una que imaginaba clave de este ensayo, me hizo percatarme de que, en verdad, no hay nada que no sea reparable, que no pueda volverse a pegar; me hizo ver que hasta lo que uno piensa vital puede perderse y se tiene que aprender a caminar sin eso.
[4] El ejemplo del boxeador se agregó.
[5] Se añadió este párrafo luego de transformar en pregunta la primera afirmación del párrafo. De ahí se desprendieron las demás preguntas.
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RENUNCIA (DE RENUNCIAR, DEL LAT. RENUNTIĀRE)
es hacer una dejación voluntaria tanto como desistir de algún proyecto, prescindir de alguien o de algo, dimitir un ideal; pero también puede significar liberarse de alguna ideología o trabajo, no insistir más; por ejemplo, dejar un país o una comunidad puede ser un modo para dimitir la pertenencia al tiempo que se asume la extranjería; cuando se abandona se gana el abrigo de algo más.
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perder
perder
para Hilaria
¿Perder es una forma de errar? Aunque no figuran como sinónimos en el diccionario pero de alguna manera se corresponden. Como si al perder algún objeto o una relación con otra persona se errara en el cuidado, o perder una competencia fuese equivocado.
Ambas maneras de perder generan reacciones diferentes. Por ejemplo, ante las pérdidas se elaboran duelos mientras que las derrotas se procesan con insistencia. En las competencias se llega a exhortar a no enfocarse en ganar sino en competir o en participar; el enfoque en “no-ganar” denuncia lo que regularmente se aspira cuando se compite: ganar. Se intenta realzar el trayecto, la participación, la competencia, como algo independiente de triunfar. Pero podría aspirarse también a perder para que cobre sentido la participación; entrar a una competencia, prepararse arduamente, con la intención de perder.
Cuando se elaboran los duelos persiste un aroma de despedida definitiva, de resignación. Se dice que un duelo es “patológico” cuando una persona no termina de soltar su pérdida, por un exceso de extrañar a quien se ha ido. ¿No sería posible resignificar el extrañamiento a partir de admitir que se ha perdido el cuerpo del otro, su entidad física, pero hacer que, precisamente por esa pérdida, permanezca la añoranza en la memoria? No asimilar lo perdido sino mantener la herida abierta, reconocer cada vez en el gesto de extrañar que algo de nosotros también se ha perdido.
Perder puede volverse entrañable porque implica gastar todo el esfuerzo para soltar, para dejar ir.[1] Habría que recordar que se pierden cosas todo el tiempo y todo el tiempo la pasamos perdiendo: perder un objeto o una relación, extraviar tanto como estar en duelo. Si se hiciera el resumen de la vida de un hombre a partir de la narratividad de sus pérdidas SE TENDRÍA EL REGRESOAÑORADO[2] de sus derrotas EN ESA HISTORIA, UN RELATO ESCRITO CON EL DESEO DE VOLVER A VIVIR LOS ERRORES PORQUE SE MIRE QUE EN ELLOS SE CUENTA LO MÁS HUMANO.[3]
Si se nos recordara sólo por aquello en lo que erramos, quizá se apreciaría mucho más todo lo que se entrega al perder.[4]
[1] Al pensar en las formas de perder también supongo que el engaño entra en este rubro pues se pierde la confianza; pero el engaño puede ser un arte si se practica en la magia. También hay muchos momentos en que perder se transforma y se hace positivo: como perder el miedo o perder el insomnio. De esas maneras el error adquiere otro cariz, como cuando Erik Alonso dice que “Sólo hay amor en la imposibilidad; el amor correspondido es, también, un error, una equivocación”.
[2] Véase: añoranza (del au. per. recordar [volver a pasar por el corazón]), y regresar (del lat. regresus).
[3] Un plato que se donó como una manera de elaborar una pérdida, como un gesto de soltar. Al escoger las palabras no pensaba en la historia del plato pero al notar cuáles usé para reparar el texto, me di cuenta de que parte de ese mismo relato ya habitaba en mi organismo, sin que me percatara, pues determinó mi elección. Quizá hay relatos que viven dentro de uno mismo, movilizando varias decisiones, contados por una voz anónima que no alcanzamos a escuchar.
[4] Este párrafo final estaba después del primero pero, además, fue sustancialmente modificado: se aumentó desde adentro.
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