Un cuaderno de notas de cosas oídas y vistas por ahí, principalmente en Maracaibo. Margarita Arribas
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Segundo apagón nacional
I
Lunes 25 de marzo, tres de la tarde, siete horas antes del apagón nacional. Centro Comercial Costa Verde. Allí, como en muchos otros sectores de Maracaibo, no hay electricidad. Los empleados de los comercios están en corrillos, conversando en las afueras de los pocos negocios que todavía operan, con las puertas abiertas para huir del calor. Paso por delante de una tienda que vende sillas. Frente al establecimiento, tres mujeres y un hombre están sentados en cuatro distintas: una silla alta con respaldo, como para bar; una silla metálica, como de jardín; una silla multiuso, de plástico; una silla de oficina. Hay una suave brisa. Dan la impresión de estar conversando en el frente de sus casas.
Yo: (Al pasar frente a ellos, que me miran de reojo). Están maluquitos, pues…
Hombre sentado: (Despatarrado, con el codo apoyado en el brazo de la silla metálica para poder sostenerse la cara ladeada con la mano). Aquí estamos. En resistencia.
II
Lunes 25 de marzo, tres de la tarde, siete horas antes del apagón nacional. Centro Comercial Costa Verde. A pocos metros de la tienda de sillas, en unos banquitos donde también sopla algo de viento, dos mujeres y un hombre hablan a gritos con un cuarto tertuliante, de pie frente a ellos. Todos son mayores. Probablemente están aguardando a ver si regresa la electricidad para cobrar la pensión en el Banco Bicentenario. El que está de pie lleva un morral tricolor a su espalda y no deja de apuntar a los otros con su dedo enhiesto.
Hombre sentado: (Vociferando y tratando de dar por zanjada la discusión, que debe llevar ya un buen rato). ¡El chavismo es la peor plaga, la peor desgracia que le ha pasado a este país en toda su historia!
Hombre de pie: (Apuntando al contertulio con el dedo). Ve, ve: a los gringos lo que les gusta son los cobres.
Mujer 1: (Desplegando su mano desde su corazón hacia el hombre de pie, como si declamara) ¡A mí también! ¿Cuál es el rollo, pues?
La mujer 2 se limita a echarse un poco para atrás en el banquito, apoyarse en el asiento con la mano que no sostiene el bolso en el regazo, mirar hacia el cielo y menear la cabeza, con hartazgo.
III
Lunes 25 de marzo, nueve y cincuenta de la noche, hora cero del apagón. En mi sector, donde a esta hora usualmente rugen los aires acondicionados, se escucha el peor de los silencios. Tras una seguidilla de bajones, han callado los aparatos que se desactivan por los reguladores de voltaje; pero ahora se han apagado también las luces, y la oscuridad es rasgada apenas por unos focos de emergencia lejanos, al final de la calle. La unanimidad de la oscurana permite deducir que el apagón es total en la ciudad. ¿Será nacional?
IV
Martes 26 de marzo, siete de la mañana, diez horas en apagón. Un vecino mira la soledad de la calle desde su ventana.
Vecino: (Cantando con potente voz y repitiendo una y otra vez el estribillo). Yo tenía una luz / que a mí me alumbraba / y venía Maduro y ¡juas! / y me la apagaba…
V
Martes 26 de marzo, once de la mañana, catorce horas en apagón. Apenas sabemos lo que sucede en nuestra cuadra. Oigo a alguien gritar mi nombre desde la calle. Reconozco de inmediato la voz. Me asomo. Le hago señas a mi amiga de que ya bajo. Nos encontramos en el estacionamiento. Nos abrazamos. El abrazo cobra una rara intensidad. Siento un leve espasmo: un solitario sollozo que se le escapa.
Ella: (Sosteniéndose en el abrazo, susurrándome al oído). No sé nada de mi gente en Barquisimeto desde anoche. Lo último que supe es que se estaban llevando a mi mamá al hospital.
VI
Martes 26 de marzo, seis de la tarde, veinte horas en apagón. Vuelvo a oír mi nombre desde la calle. Respiro. Me asomo. Por entre el humo que viene del estacionamiento frontal y la acera de mi edificio, donde los bebedores de la licorería de planta baja están haciendo alegremente una parrilla —cerca de una montaña de basura acumulada por días—, veo de nuevo a mi amiga y le hago señas de que meta el carro. No hemos podido hablar de nuevo desde que vino esta mañana. Los teléfonos son trastos inútiles.
Ella: (Gritando por encima de los parrilleros). ¡No, no, no puedo! ¡Se me está apagando!
Con los dedos me indica el número seis. Entiendo. La pasaré buscando mañana a las seis para llevarla al terminal.
VII
Miércoles 27 de marzo, seis de la mañana, treinta y dos horas en apagón. Las calles son túneles. Los faros del carro descubren de vez en cuando gente que camina por el asfalto, nunca por la acera, en la negrura espesa. No se puede ir tan rápido como para dejar el tren delantero en los cientos de huecos que vamos sorteando ni tan lento como para que alguien trate de detenernos y atracarnos. Llegamos a buscar a nuestra amiga. Un vecino la ha acompañado a esperarnos. Nos vamos al terminal de pasajeros. En su estacionamiento delantero hay una pequeña pero vivaz actividad.
Hombre con gorra y un koala terciado en el pecho: (Sin dejarnos aún bajar del carro) ¡Maicao, Maicao! ¡Quedan dos puestos y se van ya!
Estamos aturdidos. Mi amiga ya sabe cuánto cuesta el pasaje, porque lo averiguó ayer. Más de un dólar de la suerte completa el monto en manos de otro hombre que está esperando el último pasajero para partir a Barquisimeto. Todo en el estacionamiento delantero. Pensamos que el terminal está cerrado. Alguien nos dice que no. Y entonces entendemos que aquella cueva de un negro sólido es la puerta y está abierta.
Mi amiga se sube al carro. Anoto como puedo la placa, para sentir que la protejo. La anoto en mi mano, con un bolígrafo. Ahí permanecerá todo el día.
VIII
Miércoles 27 de marzo, siete de la mañana, treinta y tres horas en apagón. Al llegar de nuevo a mi edificio, noto que del grifo que está en las jardineras está saliendo agua, que llena un balde. Eso quiere decir que está entrando agua al tanque del edificio, pero como no hay electricidad, no habrá agua en los apartamentos. Pronto estaremos abajo varios vecinos con tobos, botellones, cuñetes, garrafas, todos haciendo recuento de nuestras dolencias por llevar días subiendo los baldes por las escaleras…
Vecina 1: (Tratando de mantener cierta jovialidad). Buenos días, ¿quién es el último? ¿Nadie me vende el puesto?
Vecino 2: (Dejando su tobo bajo el chorro, mientras le dice al vecino que vive en el octavo). Dale, que te doy la cola hasta el dos (refiriéndose a que lo ayudará a subir algún balde hasta el segundo piso).
Vecino 3: (Esperando con sus garrafas). ¿Quién entiende? ¿No dizque no había agua porque fallaba la luz? ¿Y entonces? ¡Ahora no hay luz, pero sí entra agua! Cuerda de mentirosos…
Vecina 4: (Con cara de pésima noche y rabia apenas contenida). Yo lo que digo es que se vayan. Que se vayan de una vez. Ya. Ya está bueno. Ya tienen todo lo que quieren. Váyanse. Déjennos en paz. Váyanse con los reales, pero váyanse. Dejen que por lo menos podamos empezar a arreglar esto.
IX
Miércoles 27 de marzo, once de la mañana, treinta y siete horas en apagón. Ya se ha ido el agua. Bajo al estacionamiento a bajar basura. Ya de regreso, una vecinita de la segunda torre me ve y empieza a correr hacia mí. Tendrá unos cuatro o cinco años, nos hemos visto muchas veces, pero nunca hemos hablado. Deja a su madre sentada frente a su edificio, sosteniendo la bicicleta rosada con rueditas de entrenamiento.
Niña: (Sin saber muy bien qué decirme una vez que me ha alcanzado). Hola.
Yo: (Agachándome para estar a su altura). Hola.
Niña: No hay luz.
Yo: No, no hay.
Niña: ¿Quieres ver las princesas de mi casco? (Sin esperar respuesta, se quita el casco de ciclista rosado, a juego con coderas y rodilleras). Mira, tengo la amarilla, la verde, la morada, la azul.
Yo: ¡Guau! ¿Y ya aprendiste a montar bicicleta?
Niña: Sí, sé ir pa’lante.
X
Jueves 28 de marzo, seis y media de la mañana, cincuenta y seis horas y media en apagón. Mi hermano baja con una bolsa de basura para dejarla en la acera junto a las demás que esperan ser recogidas desde hace unos diez días y forman ya un reguero putrefacto de plástico y cajas rotas por quienes hurgan entre los desperdicios. El zumbido de las moscas se oye desde el portón. Un hombre, vestido con una braga como las que usan los bomberos, viene caminando en la oscurana por el medio de la calle. Observo desde la ventana.
Hombre: (Caminando sin prisa pero con norte, improvisando una canción a voz en cuello). Me gusta la carnita / me gustan los espaguetis / me gustan el platanito con quesito… (Al ver a mi hermano salir a tirar la basura). Epa, ¿qué lleváis ahí?
Mi hermano: (Un poco azorado) Basura.
Hombre: ¿No será un arrozazo con un pollazo? Ya voy a ver.
Mi hermano deja la bolsa y se retira. El hombre se acerca con prisas y se vuelca sobre el basural.
XI
Jueves 28 de marzo, ocho y media de la mañana, cincuenta y ocho horas y media en apagón. Se oyen unos bocinazos a media distancia. Son cornetazos de camión. Escuchamos un ruido que nos hace poner alertas: es el camión de la basura. Viene a contramano y va tocando la corneta frente a cada casa o edificio en que se detiene. Después de caracolear de acera de la derecha a acera de la izquierda, termina deteniéndose frente a la montaña informe de basura que se acumula en mi acera. La recogen. Con pala. Con escoba. Y tocan la bocina una y otra vez.
Hombre del aseo urbano: (Asomándose por el portón). ¡Conserje! ¡Conseeeeeerjeeeee!
Insisten aún unos minutos. Varios vecinos tratamos de ubicar al conserje, sin éxito. El camión termina por irse.
Conserje: (Un rato después, explicándole a una vecina). No, es que lo que querían era arroz y harina, y no me habían dejado nada para darles.
XII
Jueves 28 de marzo, nueve y cuarto de la mañana, cincuenta y nueve horas y cuarto en apagón, media hora antes de que reconecten la electricidad en mi circuito. Un niño del edificio de al lado se instala en la terraza a cacerolear. Está solo. No debe pasar de los ocho años. Cacerolea con saña. Nos asomamos a verlo, sin entender muy bien su arranque.
Niño: (Pausando solo para hablar y escuchar las respuestas). ¿Ya les llegó a luz?
Yo: No, no ha llegado.
Niño: Donde está comprando mi mamá ya llegó. A ustedes les llega antes que a nosotros, ¿no se acuerdan de la otra vez? Hay que darle. Hay que darle.
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Papel
Lunes, Vereda del Lago, cerca de las siete de la mañana. Un hombre que aparenta unos setenta años está parado al lado de una de las cestas metálicas para la basura dispuestas en el parque. Viste una franela a rayas horizontales y un pantalón vaquero que debe de haber sido azul cuando nuevo y que debe de haberle quedado menos holgado también. Lleva una gorra. Está concentrado haciendo algo con sus manos sobre la boca de la cesta y grita de vez en cuando, hablando solo, algo que en la distancia no se entiende bien. A medida que me acerco, la escena se hace más clara. El hombre está rompiendo en pedazos una paca de billetes de diez bolívares, esos que no suelen aceptar ni negocios ni vendedores ambulantes.
Hombre: (Levantando la cabeza para mirar alrededor cada vez que grita.) ¡Díganle al gobernador que me limpio el culo con sus billetes! ¡Díganle, pues!
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El pan
Mañana de sábado, en un supermercado. Un hombre delgado, perfumado y canoso está parado a mi lado frente a frutas y verduras. Sostiene su celular con la mano izquierda, pero lo apoya en la oreja derecha. Habla a un volumen más bien bajo.
Hombre: …Ajá, ¿pero busco pan?... (Escucha al tiempo que con la mano libre tantea aguacates.) Yo sé, yo sé, pero que si te busco pan… ajá… ajá… Yo sé, ya me lo habéis dicho mil veces, pero que si te busco también pan. (Subiendo un poco la voz.) Que si te busco pan… pan… PAN… (Suelta el aguacate que había seleccionado, se pasa el celular a la mano derecha y se lo pone frente a la boca como si fuera un micrófono. Ya habla a gritos.) QUE-SI-TE-BUS-CO-PAN. (Se lleva el aparato a la oreja, mira hacia arriba y resopla.) ¿Pedrusco? ¿PEDRUSCO? ¡Qué pedrusco ‘el coño, chica?… (Vuelve a poner el móvil como micrófono.) ¡TE-BUS-CO! ¡TE! ¡TE! ¡TE, con te de té, de beberse un té! ¡Que si te busco pan, chica! (Vuelve a ponerse el teléfono en la oreja, escucha un momento y murmura mientras niega con la cabeza, mirando el piso.) Cristo aparecido… (A gritos de nuevo.) ¿Qué té, chica? Té no, pan: lo que te estoy preguntando es que si también te busco pan, te llevo pan… No no no no… lo del té te lo dije por la letra, porque vos estabas diciendo ique «pedrusco»… (Escucha y se tapa la cara con la mano.) ¿Con te de qué? ¿Con te de qué? ¡Con te de TRANCÁ ESA VERGA!
El hombre corta la llamada, entrecierra los ojos hasta convertirlos en una rendija y queda negando con la cabeza.
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Viernes
I
Vereda del Lago, temprano en la mañana. La perra nos ve venir. Se embala hacia nosotros. Es el doble de grande que mi perra y casi la revuelca por no frenar a tiempo. Sus tetas siguen hinchadas. De los seis que parió, aún le quedan tres cachorros. Cumplimos el ritual: Turra se sube a un banco y yo le pongo perrarina, que devora con alegría y desorden. Nosotros la llamamos Turra, pero quienes la bautizaron —los barrenderos de la alcaldía que la cuidan y que tienen una caseta donde duerme desde pequeña— le pusieron en realidad Tu Raja.
II
Media mañana, en un banco. Hay mucha gente. Estoy esperando mi turno. Cuando finalmente sale mi número, me acerco a la taquilla, de donde el cliente anterior, un hombre mayor, aún no se retira y está hecho un demonio con el cajero, un muchacho muy joven de pelo engominado.
Cliente: (Encorvado y ladeado, tratando de hacerse escuchar por la ranura por donde el cajero suele deslizar los billetes y las libretas de ahorro.) O sea, que según tú, yo tengo que saber que en esta vaina nada más tienen billetes de diez y que me van a pagar con veinte kilos de billetes, ¿no? O sea, según tú, esto es mi culpa... (Ante la impasibilidad del muchacho, se voltea hacia los clientes y se retira manoteando.) No hombre, chico. ¿Cómo me voy a llevar eso?
Cajero: (Haciendo señas de que me acerque, y refiriéndose al cliente que se acaba de retirar.) Va pues, este sí es loco. ¡Que dizque nosotros le tenemos que dar una bolsa para los billetes! Lo que está es loco... Todo el mundo sabe que tiene que venir preparado.
III
Un rato después, en una farmacia. Estoy en la cola para pagar el único medicamento disponible de los cuatro que estoy buscando. Delante de mí, una mujer en sus treinta está pagando y descubre detrás de la cajera, en unas repisas de exhibición, leche condensada en venta.
Cliente: (Señalando las cajitas de leche condensada.) ¿Cuántas leches condensadas me puedo llevar?
Cajera: Dos por persona.
La mujer se voltea y busca entre los compradores algún rostro conocido. Finalmente, posa su mirada en mí.
Cliente: Perdone, ¿usted va a llevar leche condensada?
Yo: No.
Cliente: Ay, señora, ¿usted podría comprarme dos? Es que de verdad ya me había resignado, pero aquí veo que hay... Yo le doy el efectivo completico.
Yo: No hay problema.
Termina de pagar y se queda a mi lado para salir conmigo de la farmacia, pues en la puerta hay que mostrar las bolsas con la compra y las facturas. Saca su monedero y cuenta sobre el mostrador los quince billetes de cien que me va a entregar, mientras yo preparo mi tarjeta de crédito. Detrás de nosotras en la cola, hay un señor que no ha perdido detalle de nuestra operación.
Hombre: ¿Billetes de cien? Eso vale más que las latas de leche condensada. (Dirigiéndose a la cliente que me pidió el favor.) Señora, ¿no quiere que yo le compre otras dos laticas?
IV
En otra farmacia, la misma mañana. Estoy en otra cola, esperando a ver si hay suerte con mi lista de medicamentos. Delante de mí, una muchacha está a punto de pagar cuando de pronto da un gritico al fijarse en una vitrina a su lado, pero detrás de un mostrador.
Muchacha: (Señalando la vitrina.) ¿Eso es un desodorante?
Dependiente: (Con voz impostada y ademanes de presentador de infomercial, bromeando.) ¡Tenemos de todo! Te tengo champú, tintes, desodorante, jabón de olor, cútex, ¡Va-po-rub!... Eso sí, si te digo los precios, te desmayas, porque todo eso es de Colombia, a precio de dólar.
V
Me detengo en una tienda que vende exclusivamente pollo. Bajo del carro y me acerco a la puerta, que está abierta. Apoyado en el quicio, de brazos cruzados, está un muchacho con una franela que tiene el logo de la tienda bordado. No se mueve al ver que me acerco. Se limita a mirarme.
Muchacho: (Con inmenso fastidio.) Señora, no hay nada nadita. Y tampoco hay luz.
VI
Salida peatonal del centro comercial Costa Verde hacia Bella Vista. Nada más atravesar la puerta de vidrio, se me encima un muchacho que no debe llegar a los dieciocho años. Lleva en su mano una lata grande con una ranura, a modo de hucha, y la agita con bríos. La lata está forrada con un papel que dice «Tercer potazo profondos...» y no alcanzo a leer nada más. Veo que hay otros dos muchachos en lo mismo, abordando a otros peatones.
Muchacho: (Animoso y hablando muy rápido, camina a mi lado.) Buenos días, señora. Me gusta su estilo. ¿No puede colaborar con nosotros para un viaje de estudios?... (No digo nada, mientras sigo caminando con él y su pote al lado.) Tenemos punto... Aceptamos transferencias... Aceptamos dólares... Aceptamos pollo... Señora bonita, los piropos son gratis, pero los viajes no... Aceptamos Visa y Mastercard... Nos conformamos con veinte bolos... (Ya vencido, deteniéndose mientras yo prosigo, pero sin perder el humor.) Está bien, pero después no se quejen si caigo en las drogas.
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Versión libre
Vereda del Lago, sábado, siete de la mañana. Se oyen a media distancia los cánticos religiosos de un grupo reunido en las gradas principales. Delante de mí caminan hacia allá dos muchachas, una mujer joven y un niño. El niño ―que no debe llegar a los cuatro años― lleva una camisa blanca de manga larga, pantalones largos y zapatos. Sus acompañantes visten también camisa blanca y cada una trae un libro en la mano. De pronto, se apartan del camino para tomar un atajo por una pequeña loma de tierra y monte. El niño duda ante el desafío de la cuesta y se detiene.
Mujer: (Agachándose un poco para hablar con el niño.) ¿Qué le dijo Noé a los israelitas?
El niño la mira y las otras dos muchachas lo animan a responder.
Mujer: (Adoptando el tono e inflexión de los animadores de fiestas infantiles.) ¿Qué le dijo Noé a los israelitas?
El niño balbucea algo inaudible. Las muchachas celebran su respuesta con griticos y aplausos.
Mujer: «¡No teman!», ¡Muy bien!
Las dos muchachas flanquean al niño, lo toman de la mano y lo ayudan a subir la cuesta.
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En la guerra
Mañana de lunes. El salón es amplio. El escritorio de dos plazas y las doce sillas dispuestas para la espera son un mobiliario ridículo para aquella inmensidad. Detrás del escritorio, una muchacha me atiende. Es muy joven, tanto que da un poco de ternura verla allí trabajando. Conversa por el celular con quien parece ser su jefe y le avisa que su compañera no ha ido a trabajar hoy. A su lado hay una silla vacía. Mientras habla con el teléfono prensado entre el hombro y la quijada, va recibiendo los papeles que le entrego. Termina de hablar. Cuando recibe la fotocopia de la cédula, veo que toma el papel con sus pequeñas manos y lo dobla al filo de uno de los bordes de la cédula. Muy concentrada, repasa con la uña del pulgar el doblez. Repite la operación varias veces. A mis espaldas oigo el rumor de la impaciencia entre quienes esperan en las sillas. La muchacha rasga entonces el papel para ir recortando la fotocopia.
Yo: (Entre apenada e impaciente.) ¿Había que traer la fotocopia de la cédula recortada? No lo sabía.
Muchacha: (Empezando a doblar el papel para recortar otro de los lados de la cédula.) No, no. Lo que pasa es que tenemos que meter todos estos papeles en el acordeón, y es un acordeón pequeño. Es para que no se haga un bojote.
Sigue doblando meticulosamente para poder rasgar después. Es lenta. La impaciencia de quienes esperan es cada vez más notoria.
Muchacha: (Apartando un momento la vista de lo que hace para pasearla por la superficie del escritorio, donde solo hay una engrapadora, su bolígrafo, unas circulares amontonadas, unas carpetas y el acordeón para archivar.) Claro, si tuviera unas tijeras, todo sería más rápido. Pero no tengo tijeras. No hay tijeras. No hay nada. (Vuelve a fijar la vista en el papel que ha ido troceando.) Pero también es verdad que en la guerra no había tijeras. (Más enfática.) En la guerra no había tijeras. Entonces, ¿cómo se hacía? Con las manos. Así.
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El papel
Lunes, poco más de las ocho de la mañana. Estoy en la cocina cuando suena el intercomunicador. Es inusual. Me asomo por la ventana ―el intercomunicador sirve apenas como un timbre aparatoso― y veo al conserje saliendo a la calle casi al trote. Lo llamo y alcanzo a escucharlo en medio de los ladridos de mi perra, disparados por el timbre.
Conserje: (Dedicándome apenas un segundo antes de cerrar la reja tras de sí.) ¡Llegó papel!
De todas las casas y edificios de los alrededores salen también vecinos con paso rápido y en una sola dirección: la panadería-minimercado de la esquina. Es un río variopinto en el que no faltan chancletas, bermudas, batas y franelones. Busco otra ventana desde la que se aprecia mejor la esquina y veo carros que se estacionan de cualquier forma, gente que se apea con prisas y el camión del que descargan mercancía. No ha pasado un minuto y ya hay una cola respetable y un ejército de merodeantes. Mi perra me ha seguido, ladrando con insistencia.
Yo: ¡Cállate!
El grito la desconcierta y deja de ladrar. Se sienta. Me observa. Ladea la cabeza e intenta un gemido casi inaudible. Vuelvo a asomarme y veo que la cola es más y más larga. Sé que ya no vale la pena ni intentarlo. Acaricio la cabeza de mi perra y ella entrecierra los ojos. Me doy cuenta de que tengo aún una cuchara en la mano. Vuelvo a la cocina y la perra viene detrás de mí, pero se queda en la sala, a distancia.
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Estampas electorales
Domingo 6 de diciembre, en la cola para votar en las afueras de un colegio. Los votantes estamos en la calle, repartidos en filas correspondientes a las mesas del centro de votación.
Estampa 1:
A mi alrededor acaba de cesar una amena conversación en la que nadie ocultó sus simpatías electorales. Se hace un breve silencio que rompe una voz de mujer.
Voz de mujer: (Como quien suspira.) Y todas las marramucias que vamos a descubrir cuando estos sinvergüenzas finalmente se vayan del poder...
Hombre que me precede en la fila: (Volteándose hacia la procedencia de la voz.) Habrá que abrir Mierdilandia para meter allí a todos esos coños...
Estampa 2:
Luego de casi tres horas de cola sin que haya entrado nadie a votar, los electores empiezan a aplaudir rítmicamente y gritan.
Voces: ¡Queremos votar! ¡Queremos votar! ¡Queremos votar!
La consigna se va extinguiendo hasta que desaparece. Se hace un silencio de apenas unos segundos y entonces se oye una voz masculina.
Hombre: ¡Y de paso también queremos que saquen a Chita Sanvicente!
Estampa 3:
Estamos impacientes. El sol ha ido tomando la calle y ya no es posible evitarlo. Hace ya rato que no hacen pasar a gente de la cola al centro electoral. Entre la cabeza de las filas y la puerta de entrada al colegio, un hombre canoso, pequeño, francamente mayor y vestido de soldado con un uniforme apropiado para alguien de dos tallas más es quien parece estar a cargo de resguardar el orden, pero casi nadie le hace caso y él se limita a ir de aquí para allá sin propósito discernible. A mi lado en la fila, un hombre con la piel ya muy enrojecida por el sol y las manos entrelazadas a su espalda, como un cura, observa al miliciano desde hace rato.
Hombre: (Cruza los brazos en el pecho, señala con los labios al miliciano y habla para que escuchemos todos a su alrededor.) ¿Ustedes se han percatado del peluche ahí? Vergación de uniforme... (Tocándole el brazo al muchacho que lo antecede en la cola.) No te perdáis el chaleco antibalas. Ese poco 'e cuerdas mal amarradas en la espalda... ¿Esa verga es un corsé o un chaleco? A ese chaleco como que lo metieron en una lavadora y le hicieron chacachaca. ¿No será un salvavidas y el carajo se confundió? (Después de unos segundos de silencio, pone sus manos en bocina y grita hacia el miliciano, que está lejos.) ¡Ey, peluche! Si te amarráis en el pecho una olleta 'e peltre te protege más, ¿oíste?
Estampa 4:
Acaban de anunciar que van a dejar pasar a toda la cola de la tercera edad, que es muy larga. Gente de otras filas aplaude con resignación, pero reconociendo la necesidad de la medida. El hombre que me antecede en la cola ―cuarentón, franela y gorra de las Águilas del Zulia― se empina para ver bien la fila de la tercera edad. Al cabo de unos segundos, se inclina hacia otro hombre en gesto confidente, pero habla fuerte para que escuchemos todos.
Aguilucho: Hermano, nos equivocamos de cola. Yo lo que veo allí es una paca 'e mujeres que están buenísimas. Cará, qué bien les sienta la tercera edad. Están como para hacerles un reportaje, una vaina... Allí hay varias que estudiaron conmigo, ¡qué riñones!
Estampa 5:
Una muchacha que acaba de votar se acerca a la cabeza de una fila vecina para hacer una advertencia.
Muchacha: Ey, pilas los de la mesa cinco, que allí están depravados coleándose. ¿Se acuerdan del señor que estaba aquí sentado en un taburete, con la franela que decía Venezuela en la espalda, el que sacamos de aquí por pasao? Bueno, allá está votando. Pilas, pues.
Hombre de la cola: Bueno, mija, deje estar que... (Señala con el índice el cielo y luego hace el gesto de escribir con la derecha sobre la palma izquierda. "Dios está tomando nota", parece decir.)
Aguilucho: No, no, no, no... ¿Qué fue? Nada de Dios: unos drones que vean desde arriba y lo filmen todo, pa' que aquí no se salve ningún malayo.
Estampa 6:
Un muchacho sale del centro de votación. Se acerca a los que estamos en fila enseñando su dedo meñique, teñido de violeta casi completo. Sonríe. Pronto descubro que se enfila hacia alguien que está cerca de mí. Es una mujer que podría estar en la cola de la tercera edad. Ella se adelanta hasta el muchacho y lo abraza con fuerza, mientras lo cubre de besos. Él hunde la cabeza en el hombro de ella.
Muchacho: Bendición, tía.
Mujer: Dios me lo bendiga mucho, mucho, mucho, mijo. (Le toma la cara entre sus manos.) ¿A qué hora sale el vuelo?
Muchacho: A las dos. Recojo las maletas y me voy.
Se abrazan de nuevo. Ella lo vuelve a bendecir. Él se retira y ella se queda mirándolo mientras se va. Luego vuelve a su puesto en la fila. Se cala los lentes oscuros.
Mujer: (Consciente de que varios hemos seguido la escena.) Mi único sobrino. Hoy se va del país.
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Material POP
Viernes en la mañana, en un supermercado. Voy pasando cerca de las frutas cuando veo un pequeño tumulto alrededor de dos empleados. Me acerco. Tienen en un carrito un montón de botellas de leche descremada de larga duración a las cuales les deslizan la etiqueta del producto por el cuello, como si las estuvieran vistiendo, justo antes de que se las arrebaten de las manos los ansiosos clientes. Los empleados están de buen humor, pese a la creciente rebatiña.
Empleado 1: (Hablando sin mirar a nadie, sino a las botellas que trata de etiquetar antes de entregarlas.) Tranquilos, tranquilos…
Voz de hombre: ¿Qué están dando aquí?
Empleado 2: Te tenemos estampitas de Diosdado…
Empleado 1: …y piticos de Maduro. ¡Solo dos por persona, no empujen!
Voz de mujer: (Manoteando para ponerse en sus dos botellas.) Versia, sí, ¡estarían abollaos!
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Blindados
Martes en la tarde, en las afueras de una farmacia. Me acerco a la puerta. Me detiene la voz de un muchacho parado cerca de mí.
Muchacho: (Sin levantar la vista del celular.) Hay que esperar. Están los blindados. (Señala con la mano libre una furgoneta de transporte de valores en la que yo no había reparado.)
Vuelvo sobre mis pasos para esperar. Agradezco la brisa —caliente, pero brisa— y el techo que nos salva de un sol que irrita los ojos y convierte el paisaje en una foto sobrexpuesta. Pasan los minutos. Acerco la cara a la vidriera y trato de ver hacia adentro. Ahueco mis manos en torno a los ojos para evitar los reflejos. No hay clientes. Dos empleadas —viandas vacías en mano y cartera al hombro— aguardan hastiadas a que las dejen salir. Han terminado su turno. Al fondo se ve a uno de los blindados, con su uniforme gris y su chaleco antibalas. Supongo que aguarda a algún compañero que está fuera de mi vista. Mientras espera, conversa con la cajera. Él relata algo. Ella lo escucha. Él gesticula. Balancea los brazos a sus costados como quien camina, pero sin moverse del lugar. De pronto, detiene el gesto, pone cara de sorpresa y deja las manos abiertas y a la altura del pecho. Sigue su historia. Poco a poco va subiendo las manos, hasta rendirse. Mira con intensidad a la cajera. Luego de unos segundos manos arriba, estrella con violencia su puño derecho contra la palma izquierda abierta. «Pum», leo en sus labios. Ahora simula correr, con las manos convertidas en puños que maraquea a la altura del pecho. En medio de la estática carrera, el puño derecho baja hasta la cadera y finge desenfundar un arma con un cañón formado por los dedos índice y medio. La cajera se yergue, expectante. Él sostiene la mano derecha con la izquierda, los brazos muy estirados, la cara convertida en mueca, un guiño para apuntar. Y luego dobla los codos con un latigazo. «Pum», leo en sus labios. Las empleadas que aguardan para salir llevan rato pendientes del relato del blindado. Él tuerce levemente el torso hacia ellas y señala su propio costillar. Luego se recompone y durante unos instantes asiente con la cabeza. La cajera y las otras empleadas mueven las suyas negando, lamentando. La cajera entonces le muestra al hombre el meñique, el anular y el dedo del medio, como quien despliega un abanico. Tres. Tres veces, supongo. Y es el turno de su relato.
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Martes en la mañana. Estoy en un cubículo con una radióloga que se dispone a hacerme una mamografía. El aparato es mucho más alto que yo. Blanco. Impoluto. Frío, como el ambiente. Estoy parada frente a él. Trato de seguir las instrucciones de la radióloga, pero ella, con cierta impaciencia, opta por descubrir uno de mis senos con sus propias manos, retirando la bata de abertura frontal que apenas lo tapa y que mi pudor me había hecho cerrar con un lazo que ahora luce ridículo. Fuerza con su rodilla la posición de mis piernas, como un policía. Mueve mis articulaciones como si yo fuera una muñeca flexible, buscando la postura que necesita para el examen. Mi seno se convierte en un objeto maleable. Ella hace todo con autoridad, pero no es brusca. Para la segunda toma, cuando estoy con el seno prensado y sin escapatoria, un brazo por encima de la cabeza y asido a una agarradera del aparato y la cara aplastada contra un cristal y virada por fuerza hacia la pared, veo un letrero impreso en una hoja de papel bond, fijado con cinta plástica: «Favor no contestar el celular cuando se está haciendo la mamografía. Gracias».
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Listos
Una oficina de la Universidad del Zulia. Un empleado está concentrado en la pantalla de su computador. Tiene a su lado, sentado al borde de la silla de visitantes, a un hombre canoso también pendiente de la pantalla, con la espalda muy erguida, el brazo derecho encima del escritorio y el puño izquierdo incrustado en la cintura. El empleado está llenando en línea un formulario con los datos del hombre.
Empleado: (Murmurando una especie de conversación con la pantalla a medida que avanza de casilla en casilla y teclea.) Años de servicio... treinta y cuatro, dijimos. País de residencia: lo que queda de Venezuela... Estado: los restos del Zulia... Ciudad: donde solía quedar Maracaibo. (Se voltea hacia el hombre que atiende un segundo después de hacer clic en el botón de guardar.) Estamos listos.
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El chip en siete actos
Estacionamiento del muelle de Pequivén, lunes, nueve de la mañana, tras tres horas de cola para la instalación en el carro del llamado chip de la gasolina, un sistema para racionar la cantidad permitida de combustible semanalmente. Hay tres playas de estacionamiento visibles y llenas de carros aparcados en varias filas. Dos de las playas están demarcadas por una isla, pero interconectadas por la calzada; la tercera está separada de las otras por una cerca de ciclón desvencijada, y para acceder a las demás desde allí hay que dar un rodeo. Las únicas sombras de los primeros playones las proporcionan dos cujíes pegados a la cerca. El sol empieza a herir. Estoy en la última de las playas, sentada en el suelo, en posición de loto, bajo un estrecho tejado —la única sombra del lote donde me encuentro a esta hora—, leyendo un libro: Maneras de irse, de Ricardo Ramírez Requena. Se acerca una pareja de jóvenes que ha venido también a resguardarse del sol. Terminan sentándose en el suelo, cerca de mí.
Él: (Aprovechando que he levantado la cabeza y señalando el libro.) ¿Eso qué es? ¿Un manual?... Nosotros nos vamos en diciembre.
***
Estacionamiento del muelle de Pequivén, once de la mañana, tras cinco horas de espera. Un carro destartalado se enfila hacia la salida, con el chip ya instalado. Aún tiene el número 32 pintado con Griffin blanco en el parabrisas. Al pasar cerca de un grupo de los que están aguardando su turno, el conductor desacelera y, apoyando su brazo derecho sobre el asiento del copiloto, habla a través de la ventana de ese lado, bajando un poco la cabeza.
Conductor: (Mirando por encima de sus lentes.) Y después del chip, ¿que vendrá?
***
Estacionamiento del muelle de Pequivén, once y media de la mañana, tras cinco horas y media de cola. El sol pica incluso a través de la ropa. Una funcionaria joven y retaca es la encargada de indicar el paso de los carros al área de instalación del chip. Va y viene por entre las filas de carros, gritando instrucciones, manoteando, dando órdenes, impidiendo. Camina con pasos cortos y apurados. Se pierde por largos ratos de nuestra vista, pero reaparece con sus nerviosos paseos y su curiosa indumentaria: un grueso chaquetón largo y rojo que da agobio nada más verlo. Un hombre sesentón, enjuto, con unos antebrazos tan velludos que lucen acolchados, ha permanecido en silencio a mi lado durante todo el rato en que el resto de los que aguardamos turno intercambiamos opiniones y lamentos, arremolinados bajo un cují. Finalmente, rompe su silencio.
Hombre: (Primero estirando su brazo derecho en dirección a la funcionaria y luego usando sus manos como bocina, a gritos.) ¡Mija, por Cristo aparecido, quitate esa chaqueta, que te va a dar una vaina! ¡Me tenéis sufriendo, mija!
***
Estacionamiento del muelle de Pequivén, mediodía, tras seis horas y media de cola. Hemos recibido la noticia de que los funcionarios encargados de las computadoras van a almorzar. Tardarán una hora en recomenzar, dicen. De los ciento treinta carros que conforman la cola, solo han pasado algo más de cuarenta. Se agrupan corrillos bajo los cujíes. Un hombre joven, musculoso y que no cesa de sonar las llaves del carro entre sus dedos ha pasado varios minutos detallando todo alrededor, en silencio. De pronto, interrumpe la conversación.
Hombre: (Sin mirar a nadie en particular.) Chico, ¿y dónde están los cepillaeros? Por ahí vino uno en la mañana, pero más nada. Ey, aquí el negocio es venirse como a esta hora con un filtro lleno de bastante hielo y un poco de Nestea.
Un muchacho: (Asintiendo.) Pa que sepáis…
Hombre: (Ya mirando al muchacho.) ¿No es así? Te venís como a esta hora, paráis el carro aquí (Señala el último de los estacionamientos, del otro lado de la cerca ciclón, ya sin carros en cola y de libre tránsito a esa hora.), sacáis el filtro, lo revolvéis para que suene bien rico ese hielito… ¡Ay, papá!.. Y un solo tamaño, nada de que si grande, que si mediano, que si pequeño: precio único, cincuenta bolos. Me traigo a la señora de servicio y que riegue el Nestea por ahí… pa ayudarla y que me ayude, vos sabéis.
***
Estacionamiento del muelle de Pequivén, una y media de la tarde, tras siete horas y media de cola. Estoy bajo un cují. El grupo se ha disuelto momentáneamente y solo me acompaña una señora con la que he conversado a lo largo del día. Permanecemos en silencio, con los brazos cruzados en el pecho. De pronto, una pareja de búhos se posa en las ramas del cují. Se quedan allí, mirándonos.
Señora: (Tras unos instantes de contemplación silenciosa.) Ellos lo miran a uno como si supieran algo.
***
Estacionamiento del muelle de Pequivén, tres de la tarde. Finalmente, la funcionaria del chaquetón rojo da la orden de que pasemos al cuarto y último estacionamiento, luego de algunas escaramuzas verbales y protestas airadas al descubrir varios del grupo que la dilatada espera se debe a la cantidad de gente que, sin hacer cola, ha pasado con la anuencia de los funcionarios, gracias a una entrada alterna al estacionamiento. Los primeros carros arrancan, pero pronto la fila se detiene. El carro con el número 94 está vacío. Su conductor no está. La funcionaria del chaquetón se desgañita.
Funcionaria: (Con malas pulgas y gritos destemplados.) ¡NOVENTA Y CUATRO!... ¡NOVENTA Y CUATRO!... ¡¿Dónde está el noventa y cuatro?!
Muchos repiten el reclamo, sin éxito.
Funcionaria: ¡NOVENTA Y CUATRO!
Voz impostada de mujer: (Aludiendo al número de otro carro cuyo chofer tampoco está presente.) ¡Se fue a almorzar con el ciento veintidós!
Grandes risotadas.
Funcionaria: (Iracunda.) ¡Pues si no aparece el noventa y cuatro aquí no pasa nadie más, hasta aquí llegamos!
Voz de hombre: ¡Verga sí, porque ustedes son tan estrictos que no se les ha colado ni uno, ve!
Se abren las puertas de todos los carros, los conductores se apean y comienzan a dirigirse hacia la funcionaria y esta va hasta donde había puesto un cono para impedir el paso y lo retira.
***
Interior del tráiler que preside el cuarto estacionamiento de los muelles de Pequivén. Estamos en el penúltimo paso del proceso tras nueve horas y media de espera. El tráiler vibra, se bambolea, tiembla. En su interior, apenas se puede caminar. Hay siete sillas de plástico para aguardar sentado a que se desocupe uno de los funcionarios que pedirá, por tercera vez en el día, la documentación personal y del carro. Luego hay que pasar ante otro funcionario para que escanee los documentos e imprima la calcomanía con el código de barras (el chip). Nuestra ropa huele a sol. Los rostros lucen requemados. Los cabellos revueltos. Estamos sentados con las rodillas muy juntas y los brazos pegados al cuerpo. No hay espacio para más. Hay indignación después de varias griterías para impedir nuevos abusos. A nuestro lado, junto a la puerta, una funcionaria hace de cancerbera con pretendido rigor. Su característica más notoria es su prominente barriga al aire, gracias a la corta blusa que lleva puesta. Un hombre que yo no había visto en todo el día es uno de los que están sentados esperando. A su lado, se abanica una señora que llegó a las 5.45 de la mañana.
Hombre: (Dirigiéndose a los que estamos a la espera con él.) No, es que de verdad se pasaron… Porque, digo yo, está bien que pasen a su gente, ¿no?, porque vamos a estar claros, eso es así, todos hacemos lo mismo, porque siempre llama este o el otro: “Epa, acordate de mí…”. Eso es normal. Pero se pasaron. Yo digo: pasen a uno de acá y a otro de los de la cola, y así todo el mundo contento…
Señora: (Reaccionando de inmediato.) “Todos contentos” suena a Poliedro. Dígame una cosa: ¿usted quién es? Porque a estas alturas, todos los que estábamos en la cola nos conocemos de memoria.
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Compartimientos
Cubículo de una estética. La iluminación es lúgubre. La camilla donde yazgo boca abajo está cubierta por una sábana rosada de algodón basto. La masajista trabaja sobre los doloridos músculos de mi cuello y hombros. El hilo musical ofrece una versión instrumental de los éxitos de ABBA. Está terminando Dancing Queen. A través de la tabiquería, empieza a colarse un murmullo. Poco a poco, el murmullo cobra un patrón, una cadencia y se va revelando como lo que es: un quejido, un llanto opaco. No digo nada. La masajista tampoco. Empieza Mamma Mia! El llanto va tornándose cada vez más cavernoso y se hace imposible de ignorar. Sin embargo, la masajista no deja de amasar mis hombros. El hilo musical sigue festivo. La mujer que llora sola en el cubículo contiguo —porque es una mujer y solo a ella se le escucha— apenas interrumpe el quejido cuando jadea y deja escapar su tembloroso aliento. En una de esas interrupciones dice dos palabras ininteligibles con un susurro. La masajista detiene un instante su tarea. Tiene entre sus dedos dos pellizcos de piel y aprieta más de la cuenta. Levanto levemente la cabeza para liberar la oreja derecha. Desaparece el llanto. Mama Mia! es todo lo que se escucha. Recuesto la cabeza de nuevo. La masajista prosigue. Terminará el masaje en silencio con The Winner Takes It All. Sus manos huelen a menta.
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Sospecha
Miércoles, 9 de la mañana. Un hombre saca unas bolsas del maletero de un carro estacionado frente a una oficina. Está tan absorto que no me ve venir caminando por la acera, cargada también con mi abultada bolsa de compra llena de frutas y verduras. Cuando se percata de mi presencia, ya estoy cerca. De un golpe cierra la maleta, se guarda las llaves en el pantalón y me clava los ojos mientras sigo avanzando. Algo ve en mí que lo tranquiliza; vuelve a abrir la maleta para continuar descargando su compra. Cuando ya estoy muy cerca de él, siento una moto a mis espaldas. Pego un respingo, cruzo mi bolsa de compras sobre el pecho y me volteo. Dos muchachos estacionan justo al lado de nosotros y, conversando entre ellos mientras se quitan los cascos, se apean de la moto y entran a la oficina. El hombre ha dejado de sacar cosas del carro y me está mirando de nuevo.
Hombre: (Negando con la cabeza.) Esta vez no fue.
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Escapismos
Martes a media mañana en la sala de espera de un consultorio odontológico. Los nueve asientos disponibles están ocupados y hay incluso un par de pacientes que aguardan de pie. Estoy sentada, leyendo, cuando veo que un hombre de unos cuarenta años, desgarbado y desaliñado, releva a la mujer que hasta hace un segundo ocupaba la silla a mi derecha. Nada más sentarse, pone sus pies en punta y agita sus piernas con tal fuerza que me cuesta fijar el renglón que estoy leyendo. Pronto siento su cabeza acercarse a la mía. Trata de ver mi libro.
Hombre: (Con suave acento cachaco.) ¡Qué buena idea traerse un libro para cuando a uno le toca esperar! ¿Qué está leyendo?
Yo: (Poniéndome los lentes de cintillo y marcando con mi pulgar la página antes de cerrar el libro para mostrarle la portada.) Las mujeres de Houdini, se llama.
Hombre: (Deteniendo en seco el tembleque de sus piernas.) Las mujeres de Houdini… Ese era el mago, el que se escapaba de donde lo metieran, ¿no?
Yo: Sí, ese mismo.
Hombre: Y es así como una biografía, ¿no?
Yo: No, no, es una novela… No se trata de Houdini, sino de la historia de las mujeres de una familia, pero la autora va comparando episodios de sus protagonistas con los trucos de Houdini…
Hombre: Ah… Pero sí cuenta la vida de Houdini, entonces. Ese hombre era un verraco. Debe ser interesante.
Yo: (Sin atreverme aún a volver a la lectura para no ser descortés.) Sí, es interesante, pero la novela no va de la vida de Houdini.
Hombre: ¿Ese no fue el que se metía en unas cajas con agua y lo llenaban de cadenas, lo amarraran y le echaban candado?
Yo: (Resignada, dejando ya el libro en mi regazo.) Sí, ese era Houdini.
Hombre: Un tipo verraco ese Houdini…
Se hace un silencio que dejo rodar por varios segundos hasta que resuelvo volver a la lectura.
Hombre: (Inclinando el torso sobre sus muslos, con los codos apoyados en las rodillas, las manos entrelazadas en el centro, y mirando al frente sin interlocutor definido.) A mí lo que me gusta leer es Howard Fast.
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Metáfora
Martes, 3.30 de la tarde. Estoy empujando el carro quedado de una amiga que va al volante y se baja cuando puede para ayudar. El sol pica y escuece en los ojos. A mi lado está otro amigo a quien no veía hace un tiempo y al que apenas he podido saludar antes de entrar en acción. Va vestido con más tino que yo para la ocasión –pantalones cortos, franela, zapatos de goma--, y resopla y bufa, con el rostro granate por el esfuerzo. Los tres somos profesores universitarios. Estamos tratando de remontar una cuesta. Para evitar que el metal de la carrocería nos abrase, compartimos un paño de cocina degradado a trapo de maletero, sobre el cual aplastamos las palmas de las manos. La calle es muy transitada, de doble vía, y los carros que no nos pitan nos adelantan con temeridad.
Amigo: (Con la voz entrecortada.) ¿Y qué fue… no estás yendo ya a la Vereda?
Yo: (Con el cuerpo ya casi paralelo a la carretera.) Supieras… que no estamos… yendo… por… los… mosquitos…
Amigo: Coño… sí… el chikungunya… (Dirigiéndose de pronto a un hombre que acaba de ver caminando por la acera de enfrente.) ¡Hermano!... ¿Nos puede dar una manito aquí… un momentico?
El transeúnte se tercia el bolso que trae al hombro, cruza la calle y de inmediato comienza a empujar. Mi amigo y yo estamos apenas balbuceando las gracias cuando un segundo transeúnte, este espontáneo, se suma a la tarea a mi lado. El carro ahora rueda ligero.
Espontáneo: (Sin ninguna ceremonia.) Este el tercer carro que empujo hoy… Dejame un cachito del pañito ahí, que esta vaina quema.
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