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El guerrero olvidado
A Paulo Valentím
y a todos los ídolos que probaron
el elixir de la gloria y la amargura del olvido.
 A todos mis amigos de Boca.
             Corría el año 1983. Un sábado de invierno por la mañana, había acompañado a mi papá a buscar un libro a una librería de Tribunales y, como estaba de paso, me llevó a tomar un chocolate con churros a uno de esos cafés que suelen estar abarrotados de abogados y leguleyos durante la semana. Estábamos esperando que llegara el pedido, cuando mi papá me señaló a un señor que tomaba un café en una mesa que estaba sobre una ventana que daba a la plaza Lavalle.
           –Mirá, ¿te acordás de la foto esa del futbolista que tengo en el despacho de mi escritorio en el Juzgado? –empezó a decir papá.
           –¿El de Boca? –pregunté yo haciendo memoria. El escritorio de papá, que era fanático gallina, estaba lleno de fotos mías, de mi mamá y de mis hermanos, pero en un costado, había una de un jugador de fútbol. Y era de Boca.
           –Sí, esa. Bueno, es ése que está ahí…
           Yo le presté más atención. Era un morocho flaco y de bigotes finitos que miraba hacia la calle con aire tristón. Se notaba que era grandote, aunque medio encorvado y, si bien no era un anciano ni mucho menos, estaba como avejentado.
           –¿En serio? –dije medio extrañado. Me acordaba que el jugador de la foto estaba atándose los botines en un banco de un vestuario. Aproveché y le reclamé– ¿Por qué tenés la foto de un bostero en el escritorio?
           –Se llama Paulo Valentim y era la Bestia Negra de Amadeo Carrizo –aseguró el mozo, que justo había llegado con un cortado para papá y el chocolate y los churros para mí–. Le hacía goles siempre. Y eso que la defensa lo fajaba sin piedad. Pero no había caso: era indomable.
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           Papá le dio un golpecito a la mesa.
           –Exactamente. Ése turro que ves ahí, sentadito, tranquilo, nos hizo más de diez goles. Más de diez… No es joda, eh.
           –¿Y por qué tenés su foto? –insistí.
           –Yo lo conocí. Sería por 1960 o algo así. Tu abuelo era amigo de un amigo de Valentim, que hacía poco que había llegado a Boca y nos invitó a comer con él. Yo tendría unos doce años, un poquito más que vos. El tipo era un señor, eh. Un señor. Me acuerdo que era Semana Santa y fuimos hasta su casa en Once, donde el Presidente de Boca, Alberto J. Armando, tenía unos departamentos para los jugadores. Y ahí estaba el tipo, elegante y sonriente. Muy simpático. Estaba chocho con la invitación. Aunque puso una condición: él no comía carne en Semana Santa, así que la idea de un flor de asado que tenía el abuelo, tuvo que quedar para otra vez… –comentó papá antes de lanzar una carcajada.
           –¿Y era bueno? –pregunté.
           –Un fenómeno. Ya te lo dijo el mozo. Nos hacía goles siempre. Uno o más por partido. Un goleador serial. Y Carrizo, que era un arquerazo, no podía evitar que le hiciera los goles. Le sacaba miles de pelotas, pero siempre alguna se le colaba. Tremendo.
           –¿En serio? –expresé en cuanto tragué la mitad de un churro que se me había atorado.
           –Sí, claro. Y no sabés. El tipo salió con traje y corbata y unos zapatos de aquellos. Tenía una estampa que no pasaba desapercibido nunca. Y era muy culto. En el departamento tenía una biblioteca llena de libros y hasta nos habló de pintura. Nos tomamos un café en su casa y, después, fuimos a un boliche que había por ahí cerca, donde vendían pastas y las empanadas de Cuaresma, que son de atún, para Valentim. Hablaba medio en español, medio en portugués, pero con una tranquilidad, una seriedad… Un fenómeno. En la cancha, era un tanque. Sobre todo contra nosotros. Y era muy sensible, también. Me acuerdo que nos dijo que, a pesar de que le estaba yendo muy bien, extrañaba a su familia y a sus amigos en Brasil. En esa época, Boca se había armado bien. Armando estaba renovando a Boca y lo trajo a Valentim de Brasil, que la estaba rompiendo en Botafogo y ya estaba en la selección con Pelé.
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           –¿No quieren ir a saludarlo? –se metió el mozo, que había venido a llevarse la taza de mi papá y el plato vacío de los churros– Es un tipo muy sencillo. Viene cada tanto por acá. No es que lo reconozcan muy a menudo. Le va a gustar, además, si va un pibe como vos…
           Miré a papá. Después de todo el cuento, ya Valentim me resultaba un tipo querible. Me agarró de la mano y nos acercamos a su mesa.
           –Perdón, don Valentim –nos presentó el mozo–. Estos clientes querían conocerlo y saludarlo.
           Valentim miró, primero extrañado, y luego sonrió bondadosamente y se levantó con algo de dificultad. Le tendió la mano a papá, que la estrechó firme.
           –¿Cómo le va, don Valentim? –le preguntó papá– Este es mi hijo, Juancito. Usted no se va a acordar de mí, pero yo lo conocí cuando tenía la edad de mi hijo.
           Papá le resumió el encuentro que habían tenido veinte años antes. Valentim se emociónó y nos pidió que nos sentáramos un rato con él.
           –Estoy esperando a un amigo. Va a llegar en cualquier momento. ¿De qué cuadro me dijiste que eran? –dijo en un español todavía con acento portugués.
           –De River –contesté sonriendo.
           Valentim se rió.
–Cuántos recuerdos lindos… Entrar a la cancha y sentir a esa marea de gente, en la Bombonera colmada, corear tu nombre –hizo un instante de silencio, rememorando los años de gloria. Luego continuó, moviendo las manos marcando el ritmo, al tiempo que entonaba– “Tim, Tim, Tim, gol de Valentim”, se me llenaba el pecho de orgullo y alegría.
–Me imagino –replicó papá–. ¿Cuántos campeonatos jugó para Boca, don Valentim?
El brasileño me miró sonriente y contestó hablando pausado:
–Cuatro. Y gané dos: en el 62 y en el 64.
–¿Y después qué pasó?
–Bueno, después cambió el entrenador y empecé a jugar poco. Contrataron a Sanfilippo y apareció Rojitas. No había lugar para mí. Me volví a Brasil en 1965 para jugar en el San Pablo y, después, a México. Al final, me retiré en Argentino de Quilmes. Pero ya nada fue igual –Valentim pareció quebrarse por la emoción–. Después empezó la mala racha, las cosas no me fueron bien. Ahora la gente se acuerda poco, pero yo hice mucho por esta camiseta.
Papá aprovechó para interrumpirlo.
–No diga eso, don Valentim, mucha gente se acuerda de usted. Los hinchas de Boca lo quieren mucho y los de River, también nos acordamos mucho de usted… aunque con menos cariño…
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Paulo sonrió.
–Gracias amigo. El fútbol es cruel. Yo no le echo la culpa a Boca. Boca es más grande que sus jugadores y mi tiempo ya pasó. Los hinchas van con el día a día. Cuando se gana un campeonato, se festeja, pero en seguida se empieza a pensar en el próximo. Así es el fútbol. Son las reglas. Soy un afortunado de haber podido disfrutar de tanto cariño y gloria.
–Bueno, don Valentim, pero Boca a usted le debe mucho. Además de los goles que nos metía siempre, le debe el campeonato del 62…
Valentim pareció volver a vivir.
–Ese fue mi mejor año. Veníamos mano a mano con River y nos tocaba jugar en la anteúltima fecha del 62. Estábamos empatados en la tabla, y el ganador del clásico, prácticamente se quedaba con el campeonato porque quedaba una sola fecha.
Mi viejo hizo una mueca.
–Las cosas que decía mi papá ese día… Irrepetibles… Y ahí, le reconozco, se comete una gran injusticia. Todo el mundo se acuerda más del penal que Roma le atajó a Delem, que del gol que usted nos hizo a nosotros.
–Las cosas son así. Es cierto que se festeja más el penal de Roma… Pero bueno, ése se transformó en el momento más álgido del partido. Piense que, si Delem lo metía y empatábamos, el campeonato se definía en la fecha siguiente. O en un partido en cancha neutral. Teníamos que aprovechar que estábamos uno arriba y en la Bombonera. River se nos había venido encima y nosotros hacíamos lo que podíamos para evitar los ataques. No era joda. Delem y Artime tenían arriba… No estábamos para reírnos, ¿eh? Por suerte, Roma lo atajó y se transformó en el héroe de la tarde. Es lógico que la gente se acuerde más de ese momento –después agregó, cargando a mi papá–. Además, ustedes todavía discuten que se adelantó…
-Igual, creo que es injusto. Debería haber más reconocimiento con usted. Si Roma atajaba el penal pero usted no hacía el gol antes, era un empate y nada más. ¿Cómo fue ese momento?
El brasileño sonrió y se le iluminaron los ojos. Después, con el índice de su mano derecha, remarcó el contorno de la mesita como si fuera el área grande de River. Puso su café en el medio, simulando que era el arquero millonario y, con un sobrecito de azúcar, marcó su posición:
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–Apenas empezado el primer tiempo, me escapé de la marca de Etchegaray por la derecha, me metí al área grande y Carrizo se me tiró a los pies. Me llevó puesto y el árbitro marcó penal. No podía creerlo. ¡Imaginate, pibe, tener el penal que puede marcar el campeonato, después de tantos años y justo contra River! –yo lo miré receloso pero Valentim continuó, totalmente abstraído– Miré las tribunas de la cancha de Boca, llena a reventar. Hacía 8 años que no salíamos campeones. Agarré la pelota y no dejé que ninguno de mis compañeros me la sacara. El penal me lo habían hecho a mí… En el arco, Carrizo parecía el perro guardián del infierno. Enorme y de mirada asesina. Pero con todo ese apoyo de la gente, no podía fallar... Tomé carrera y lo fusilé a la izquierda, mientras Carrizo se tiraba a la derecha. Lo grité de frente a la tribuna con alma y vida. El partido terminó 1-0 y salimos campeones en la fecha siguiente.
En ese momento, apareció un tipo muy alto y canoso. Sonreía amistosamente. Yo pensé que sería algún hincha de Boca que venía a saludarlo pero me equivoqué. Papá estaba pálido.
–Espero no interrumpir –dijo con un vozarrón.
–Amadeo –tartamudeó mi papá.
–Mucho gusto, señor –contestó Carrizo estrechando la mano de papá antes de abrazarse con Valentim. Después preguntó, mientras me saludaba–. ¿Amigos tuyos, Paulo?
–Viejas amistades –respondió el brasileño mientras me guiñaba un ojo.
–No me imaginé que ustedes fueran se llevaran bien –les comentó papá.
–¿Cómo no voy a ser amigo de Amadeo si me hice famoso gracias a él? –lo chicaneó Valentim.
–No te agrandés –le contestó Carrizo–. Te amargué más de una vez. ¿O ya te olvidaste?
El brasileño lanzó una carcajada.
–Ya nos vamos –dijo papá–. Valentim, fue un gusto verlo de nuevo. Le deseo lo mejor. Gracias por contarnos tantas cosas. Mi hijo se va a acordar siempre de usted. Un gustazo, don Amadeo. Usted es uno de mis ídolos de la juventud.
El implacable goleador me abrazó y nos despedimos. Después, fuimos hasta la barra del café a pagar la cuenta. Apareció de nuevo el mozo.
–La gente piensa que, como eran rivales acérrimos y tenían unos duelos a muerte, se llevaban para el carajo. Nada que ver. Se juntan bastante seguido a charlar acá –comentó el mozo, muy seguro de lo que decía. Después bajó el tono–… Y les cuento una infidencia que sé de buena fuente… Carrizo lo ayuda bastante. El brasileño anda con muchos líos de guita. Parece que se gastó todo lo que ganó y no anda bien de salud. Una historia complicada. Triste y complicada.
–Que lástima –dijo papá, mientras pagaba. Después me miró– ¿Sabés qué me hizo el guacho éste aquel día que fuimos a comer? Cuando ya nos despedíamos, me preguntó de qué cuadro era. Cuando le dije que era gallina, se rio y me dijo: “Bueno, mirá, en un par de semanas, jugamos contra River. Te voy a dedicar el gol que le haga a Carrizo”.
           –¿Y qué pasó? –pregunté ansioso.
           –Como siempre, nos metió un gol. Pero eso no fue lo peor. Cuando terminó el partido y aparecieron los periodistas para entrevistarlo, se despidió con un “No me quiero olvidar de dedicarle el gol a mi amigo Panchito, que es fanático de River”. Me quería matar. Pero en el fondo, estaba chocho. Imaginate que el tipo tendría mil pedidos para que le dedicara los goles… Y estoy seguro que lo hizo con buena onda. ¿Viste que tipo sencillo y buenazo? Unos días más tarde, me la hizo llegar la foto que tengo en el escritorio a través del abuelo. Ningún otro jugador me dedicó un gol.
           Salimos del café y doblamos hacia la ventana donde Paulo y Amadeo se reían y charlaban amigablemente de fútbol, de mujeres y de la vida. Tal vez, aún discutían si Roma se había adelantado o no en aquel partido de 1962...
Algunos años después, fui a la cancha de Boca para ver un superclásico. Estuve en la popular visitante, justo frente al arco en el que el artillero brasileño había marcado aquel gol en 1962. Al terminar el partido, dejé que todo el mundo se fuera y me quedé solo en un costado, reflexionando, con la vista clavada en el público local que aún poblaba las tribunas de la Bombonera. Cerré los ojos e intenté imaginar aquel momento supremo, en el que Valentim apoyaba la pelota en el punto penal y tomaba fuerza para romperle el arco a Carrizo. Sonreí, totalmente abstraído de la pasión del superclásico e inmerso en la pasión por el fútbol.
Cuando dejaba la tribuna, mientras comenzaba a bajar por las escaleras, me pareció que, a lo lejos, todavía se podía escuchar aquel cantito desde las gradas de la Boca: “¡Tim, Tim, Tim, gol de Valentim! ¡Tim, Tim, Tim, gol de Valentim…!”.[1]
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[1] Paulo Valentim le marcó diez goles en siete cotejos de manera oficial con la camiseta de Boca jrs. a River Plate, jugando desde 1960 hasta el ’65. Pudo anotar nueve más, en encuentros amistosos ante el combinado de Núñez y aún hoy lidera la tabla de artilleros boquenses a River, más de 50 años después de su último partido. Salió campeón con Boca en 1962 y 1964. Luego de su retiro sufrió una fuerte depresión que lo llevó al alcohol y a la miseria y, para vivir, recibió la ayuda de antiguos amigos y colegas, entre ellos, Amadeo Carrizo. Falleció a los cincuenta años, en Argentina, el 9 de julio de 1984.
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Un dia de junio
           Todavía me río cuando la gente nos pregunta por qué nos dedicamos a la decoración y al diseño de interiores. Razón no les falta. Más cuando ven, colgados en una pared lateral, los diplomas de "Abogado" y de "Ingeniero" de la Universidad de Buenos Aires que dan cuenta de nuestros estudios terminados y nos habilitan para ejercer nuestra profesión original, si se quiere. Y hablo en plural porque me refiero a mi mejor amigo Miguel, ex leguleyo y nieto de un juez de la Corte Suprema de la Provincia de Buenos Aires, y yo mismo, Pedro, medalla de oro de la facultad de Ingeniería.
Lo cierto es que nadie que nos hubiera conocido de jóvenes hubiera dicho que íbamos a terminar dedicándonos a esta profesión. Pero si ustedes hubieran sufrido lo que nosotros sufrimos aquel mediodía soleado y caluroso de junio, probablemente hubieran hecho lo mismo. Y no estoy hablando del resultado, que fue sorprendente para todos, sino lo que esto significó para nosotros. Porque desde chiquitos, mientras jugábamos al fútbol o cambiábamos figuritas o lo que fuera, siempre supo Miguel que sería juez (la idea de lo justo y de impartir justicia le nublaba la visión) y yo supe que sería ingeniero (para mí, los números y la lógica dominaban -y así debía ser- la vida entera). Pero les voy a contar.
           Miguel y yo habíamos terminado la facultad y, para festejar, decidimos recorrer Italia durante el verano europeo. Como buenos futboleros, además de las iglesias, los museos y los monumentos, también hicimos nuestra peregrinación por distintos estadios de fútbol. Fue así que conseguimos (milagrosamente) un par de entradas a precio de millones de liras para ver un importante partido en el Stadio Delle Alpi, en Turín. No voy a decirles por ahora cuál, porque, en realidad, quienes eran los rivales es irrelevante para la historia. Lo que importa es lo que significó para la justicia y la lógica.
El sol golpeaba duro y el calor aplastaba a los miles de espectadores que habían asistido al encuentro, de gran trascendencia, es justo (y exacto) decirlo. El colorido de las tribunas y los cantos de ambos cuadros eran impactantes. Nuestro equipo estaba en clara minoría en las gradas y la otra hinchada nos lo hacía sentir con cantos y una feroz y amenazante batucada...
           -Impresionante -dijo Miguel, sentándose en una de las plateas que acabábamos de comprar-. Esto sólo, hace que el precio exagerado que pagamos por las entradas, parezca justo.
           -Lo único que te digo -le contesté yo- es que las pagamos el triple de lo que valían si la sacabas con anticipación. Así que no empecés a joder con lo de la justicia...
           Yo abrí la mochila que había llevado a la cancha y saqué del fondo, un anotador y una birome. Miguel me miró raro.
           -¿Qué vas a hacer con eso? ¿Tomar apuntes? Ya terminamos la facultad, ¿te acordas? -se rió.
           -Callate, boludo. Voy a anotar algunas cosas. Ya sabés que me gustan las estadísticas. Tiros al arco, córners, posesión de la pelota y otras cosas...
           -Ah, mirá vos. ¿Y cómo vas a hacer para saber lo de la posesión? -preguntó Miguel, entre irónico e interesado.
           -Porque voy a usar dos relojes. El mío y el tuyo, que me vas a pasar ahora, y voy a cronometrar cuánto tiempo tiene cada uno la pelota...
           -¿Vos me estás jodiendo? Ni en pedo te doy mi reloj.
           -Dale, dámelo. Si vos vas a ver el partido. Cuando quieras saber la hora, me preguntás.
           Al rato entraron los dos equipos a la cancha y las tribunas parecieron explotar en pedazos. La clásica, histórica rivalidad entre los dos cuadros, sin embargo, no obstaba para que las parcialidades de ambos equipos compartieran las gradas.
           -El estadio se construyó nada más que en dos años y lo inauguraron hace un par de meses... Además de la Juve, también el Torino juega de local acá.
           -¿La podés terminar? Mirá lo que son las tribunas... -recomendó Miguel.
           -En eso estaba. Está lleno. Según esto -mostré un folleto que repartían en la entrada- debe haber más de sesenta mil espectadores.
           -Como la cancha de River -apuntó mi amigo-... Hasta tiene una pista de atletismo y todo.
           -Sí, igualita -le contesté con ironía-. Pero un poco más moderna, ¿no? La cancha tiene 105 metros de largo por 68 de ancho.
           -Que grande... Hay que correrla, eh -apuntó Miguel mientras se paraba para revolear la camiseta.
           Cinco minutos después, empezó el partido y lo que pareció ser la fiesta para nuestros rivales, ya que tuvieron la primera, de muchas situaciones claras de gol a los cuatro minutos del primer tiempo...
           -A la puta -dijo Miguel agarrándose la cabeza cuando la pelota se perdió afuera, por arriba del travesaño-. Parece que la cosa va a estar jodida. Si seguimos así, yo, que siempre pido justicia, al final del partido, estaré pidiendo clemencia…
           -No pensé que iba a inaugurar el casillero de llegadas de gol tan rápido... -contesté yo, mientras anotaba un palito en el casillero correspondiente.
           Y eso fue sólo el comienzo. Dos minutos después, nuestro arquero sacó la pelota al córner después de un mano a mano. A los veinte minutos de juego, según mis anotaciones, habíamos sufrido cinco o seis llegadas clarísimas de gol. Para colmo, en una de ellas, la pelota reventó el palo, haciendo sentir el "uuuuuh", que hizo temblar el suelo.
           -Che, me parece que estamos en la tribuna equivocada -dije, levantando la cabeza y mirando a mi alrededor.
           -No, Pedrito. Lo que pasa es que están por todos lados... -lamentó mi amigo.
           Mientras tanto, el partido siguió, y nuestros rivales continuaron manejando los tiempos y el ritmo del partido. Un ritmo, cada vez más frenético… Los volantes parecían bailar con la pelota, enloqueciendo a los defensores. Y si por alguna razón la perdían, ésta era rápidamente recuperada por sus defensores en la mitad de la cancha. Los centros llovieron sobre nuestra área y las situaciones de gol se sucedieron ininterrumpidamente. El ahogo sistemático quedó en evidencia al finalizar el primer tiempo cuando, después de moverme a un lado para que dejar el paso a una muy bien provista mulatona, repasé los relojes y después de hacer una rápida cuenta en el cuaderno, anuncié:
           -Ellos tuvieron la pelota el 70% del tiempo y nos pasaron, literalmente, por arriba: ocho jugadas claritas de gol, incluyendo definiciones frente al arquero, pelotas que se fueron al lado del palo y el cabezazo en el poste...
           -Para decir que nos están pintando la cara, no necesito anotar nada, ¿eh? -se burló Miguel.
           -...contra una sola llegada cerca de nosotros. Además, seis córners tuvieron ellos y solamente uno nosotros. Es una injusticia si no nos ganan hoy... -le dije para picarlo.
           -No, ya es una injusticia que no estemos perdiendo -sentenció mi amigo abogado.
           En el segundo tiempo, nuestro equipo cruzó la mitad de la cancha unas seis veces (el doble que en el primer tiempo) aprovechando que nuestros rivales se habían cansado después del degaste de la primera etapa. Igualmente, el partido no varió y para la media hora, ellos habían tenido otras cinco jugadas claras para marcar el primer gol. Sin embargo, los rebotes, el palo (dos veces en la misma jugada) y la doble (o triple) línea defensiva de nuestro equipo, impidieron que el cero se rompiera como una copa de cristal.
           -Esto es una vergüenza -reflexionó Miguel, golpeando una de sus rodillas con el puño-. No se puede plantear un partido así... ¿Qué estamos esperando? ¿Un milagro?
           -Los números hablan por sí solos -comenté yo también, mientras me sacaba los anteojos-. No hay posibilidad de ganar si no atacás nunca. Yo cuento tres llegadas de los nuestros cerca del área y solamente una con peligro de veras. Todas en el primer tiempo y nada en el segundo. Ya está, nos jodimos. Nunca ví nada igual. Los números no dan, boludo, no dan. Para aprobar un parcial, alguna cuenta tenés que meter… Si no atacamos, nunca vamos a hacer el gol. En contra no se lo van a hacer. Y menos cuando jugás a 70 metros de su área. Es una vergüenza… Yo ya estoy agradecido de no perder por goleada. ¿Cómo nos volvemos a Buenos Aires? ¿Con qué cara?
           Miguel se agarraba la cabeza.
           -Es tan injusto que no nos estén ganando... Y por varios goles. Yo quisiera ganar pero la verdad es que se tiene que hacer justicia. Imaginate -se ufanó, Miguelito- si de pedo hacemos un gol y ganamos nosotros. Yo no podría gritar el gol. No podría. Sería aplaudir una injusticia, alegrarse por una inmoralidad, festejar un atropello. Mis principios me lo prohíben. Te lo digo en serio. La verdad -siguió diciendo-, es que no entiendo cómo no nos hicieron un gol todavía. Quiero que llegue de una vez ese momento, porque cuanto más tarda, más fuerte y terrible va a ser el festejo de estos guachos. ¿Cuánto falta?
           -Diez minutos -contesté cerrando los ojos porque nos atacaban de nuevo.
           Y entonces ocurrió. Aristóteles definió a la Justicia como la acción de dar a cada uno lo suyo. Por su parte, Pitágoras sostuvo que el mundo físico se puede entender a través de las matemáticas… Ahora bien, ¿me puede alguien explicar a dónde fueron a parar estos conceptos? ¿O todos y cada uno de esos números y estadísticas pelotudas que yo estaba contabilizando cuando la pelota le cayó a Maradona cerca de la mitad de la cancha, que giró para encarar a Alemão y, a pesar de tener el tobillo izquierdo hinchado como un pomelo, lo dejó atrás con un maravilloso dribling? Y eso no fue todo, porque siguió avanzando con el balón dominado a pesar de que -sin éxito- Dunga intentó partirlo como a un leño, antes de quedar enterrado en el césped del Stadio Delle Alpi por la fuerza de su propia fallida patada. Y Diego, a pesar de su metro sesenta de altura, pareció transformarse en un oso, al que Ricardo Rocha y otros tres zagueros rodearon y se le colgaron como cuatro ovejeros alemanes para morderle el tobillo, la rodilla y hasta el cuello para terminar con él de una vez. Finalmente, el Diez, antes de caer herido de muerte, tocó la pelota en diagonal para Caniggia que, con pelota dominada, voló como una flecha a enfrentar al arquero brasileño con frialdad cruel.
¿Y qué sucedió con la justicia y las matemáticas, cuando, con el corazón en la boca, presenciamos cuando el Pájaro enganchó hacia afuera para esquivar Taffarel y definió con el arco vacío? Cuando el balón cruzó volando la línea de cal y se envolvió en la red, Miguel y yo nos abrazamos y nos pelamos la garganta gritando aquel milagroso (no cabe otro adjetivo) gol de Caniggia. Lágrimas de emoción y de desahogo cayeron de nuestras rojas pupilas, mientras intentábamos recuperar el aire para seguir gritando. En medio del silencio mortuorio de la tribuna vestida de amarillo y verde, las estadísticas y mi cuaderno volaron hacia el cielo, junto con el reloj de Miguel, y cayeron en algún lugar del césped del Stadio Delle Alpi, donde se perdieron para siempre...
           Algunos días después volvimos a la Argentina. Nada volvió a ser igual después de aquel 24 de junio de 1990. El golpe fue demasiado fuerte. Para Miguel, el haber festejado la victoria de la injusticia y para mí, el fracaso de la lógica científica, fue demasiado para nuestra juventud idealista. Acabábamos de terminar de estudiar 6 años de materias basadas en arena movediza. Todo pasó a ser relativo. Todo. Absolutamente todo…
Miguel perdió definitivamente la confianza en la Justicia, y yo la creencia en que las cosas tienen un orden lógico, predecible y exacto. El fútbol destruyó todo eso y acabó con nosotros. Nunca volvimos a una cancha. La desazón y la desilusión fueron lo suficientemente fuertes como para no querer correr el riesgo de repetirlas. Jamás.
           A partir de allí, decidimos que nos dedicaríamos a algo que no tuviera nada que ver con leyes ni con ecuaciones matemáticas. Ni con el fútbol...
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Un verano italiano
Innsbruck estaba vestida de fiesta. Donde quiera que se mirara, las casas y árboles estaban adornados con flores y guirnaldas. Al colorido paisaje alpino del Tirol, se sumaba la población que  había aprovechado la semana de franco -decidida por el gobierno municipal- para vestirse con trajes típicos para la ocasión. Cientos de personas colapsaban los hoteles, restaurants y bares de la ciudad, y en las callecitas se escuchaba más el chino, el inglés y el francés que el alemán. Esa semana del 20 al 27 de julio del año 2042, la FIFA había organizado el sorteo para el Mundial de Fútbol del año siguiente (se habían comenzado a realizar cada tres años desde el 2034) para homenajear al héroe futbolístico local, Matthias Sindelar a los 105 años de su último partido oficial en la selección austríaca.
En uno de los muchos stands de la FIFA, se había organizado una charla con Markus Kaufmann, una gloria del periodismo deportivo, que había cubierto todos los mundiales desde el de España 1982. Con ochenta años a cuestas, el anciano Markus, aún en actividad, subió trabajosamente al escenario con la ayuda de un bastón pero con mucha dignidad y erguido porte. A pesar del calor, se negó a quitarse el saco y sólo había aceptado un vaso de agua con hielo, ya que el aire acondicionado no alcanzaba a enfriar lo suficiente.
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El periodista comentó brevemente el contenido de un libro que acababa de editar, titulado “Relato de mi vida: ochenta años de fútbol”, en el que recorría la historia de los mundiales que había cubierto para la revista alemana “11 Freunde” y varios medios de alrededor del mundo, entre ellos, “Marca”, “Onze” y, hasta “El Gráfico”. Markus hacía un recuento detallado de sus vivencias en los mundiales, el colorido marco de las sedes de los mundiales, el entusiasmo generado por las selecciones nacionales, la excitación y festejos de los vencedores, y la desazón y tristeza inconsolable de los derrotados.
El veterano periodista mantuvo la compostura durante toda la presentación y el interrogatorio, y ni siguiera el emotivo video con música e imágenes de los mundiales que proyectaron, logró que el viejo lobo austríaco abandonara su pose serena e imperturbable. Sólo se quebró una vez. Ocurrió con la última pregunta del día, formulada por Fritz Löw, un conocido periodista de la televisión alemana.
-Herr Kaufmann, yo tenía 12 años cuando leí sus notas sobre el mundial de Brasil 2014. Me emocionaron tanto sus comentarios y artículos sobre el mundial, que decidí coleccionar y leer todas y cada una de las notas y artículos que usted publicara. Fue gracias a usted que decidí dedicarme al periodismo deportivo. Sus crónicas son tan geniales, que es casi como estar a su lado…
Markus sonrió y agradeció con una inclinación de cabeza.
-Por favor, querido amigo, ¿qué quiere saber? -lo interrumpió, avergonzado.
-Teniendo en cuenta que usted ha vivido, y de forma profunda, todos los mundiales desde 1982 hasta la fecha… ¿Cuál es su favorito?
Kaufmann se quedó reflexionando la cuestión en silencio por unos instantes.
-¿Cuál sería el suyo?
El alemán sonrió.
-Aunque yo aún no había nacido, el mundial de Italia, en 1990 -contestó el alemán-. Porque siempre fui un admirador de Jürgen Klinsmann y también porque significó mucho para la reunificación de Alemania...
-Claro, claro. Bueno, yo voy a coincidir con usted, si me lo permite. Y tengo varias razones para hacerlo. Fue el mundial en el que se convirtieron menos goles, el juego fue más aburrido y tuvo más definiciones por penales que ninguno. Pero, para mí, fue el más emotivo. Además, fue el último mundial que jugó mi querida selección, capitaneada por el gran Toni Polster. En 1990 yo estaba viviendo en Buenos Aires.
                                                         ***
Mientras escribía para El Gráfico, también lo hacía vía telex en una revista alemana y hacía el trabajo inverso: escribía y la mantenía informada Maradona y la selección campeona del mundo de 1986. El mundial de 1990 fue fantástico. Empezando por la canción, “Un’estate Italiana”, tan emotiva y movilizadora, la mejor canción de la historia de los mundiales, sin ninguna duda, Herr Löw. Aún hoy, la gente la escucha y lagrimea. La pelota, la “Etrusco”: bella. La última bella, al estilo “Tango” o “Jalisco”. Todo fue increíble. Estar en Italia en aquel verano, con los italianos, tan expresivos, sintiendo que eran los campeones antes de jugarlo… Hasta habían loteado y vendido en cuadraditos como souvenir, el césped del Estadio Olímpico de Roma donde se iba a jugar la final. Y créame que no era una actitud de soberbia: era algo que se respiraba en las piazzas, en los mercados, las oficinas, en todos lados. Espectacular.
Y los argentinos venían, no les voy a decir golpeados, pero trastabillando. Aquel equipo era lo que quedaba de los campeones de México, mezclados con algunos jugadores que parecían no dar la talla... Pero ellos sabían que igual, eran candidatos. Lo eran porque eran una nación deportiva y futbolera de alma. Lo eran porque habían ganado dos de los tres mundiales anteriores. Lo eran porque eran un equipo experimentado en mil batallas. Lo eran porque tenían a Maradona y su magia inacabable. Por todo eso, confiaban en que podían quedarse con ese mundial. Estaba hecho para ellos. No se olviden que son mitad italianos y razonaban de la misma manera. Aquel 8 de junio de 1990, cuando Argentina fue derrotada por Camerún, fue un baldazo de agua helada para todo el país. Así como les digo que los argentinos estaban confiadísimos, no sólo de llegar a la final, sino también de ganarla, también les cuento que nadie (nadie) pensaba que podían perder contra Camerún. ¿Unión Soviética? Sí. ¿Rumania? Podía pasar. Pero… ¿Camerún? Lo cierto es que mientras la Argentina hizo poco y nada, Camerún hizo un planteo inteligente, abusando del juego brusco, es cierto, pero muy ajustado a su realidad y ganó bien ese partido, sorprendiendo a los campeones del mundo. Yo, que había viajado a Italia con la selección, estaba casi tan devastado como los argentinos. Es que yo sabía que Polster y sus muchachos no tenían muchas chances de clasificarse a octavos de final con Italia y Checoslovaquia en el grupo. Los más optimistas apuntaban a hacerlo como mejores terceros, pero perdimos dos de tres partidos, y no lo logramos. Yo tenía 28 años y ya estaba medio argentinizado, por lo cual también me había contagiado de esas ganas, de esas ilusiones de llegar al final y ser campeón. El golpe anímico de aquella derrota fue brutal, a tal punto que el director técnico amenazó con tirar el avión de regreso a la Argentina a la mitad del océano Atlántico…
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Luego vino el partido con Rusia. La fuerte mezcla del carácter español e italiano se mostró nuevamente en el cambio radical del pueblo argentino. Si en el primer partido todo era soberbia, alegría, confianza y los jueguitos de Diego Maradona en el Giuseppe Meazza, el encuentro contra la Unión Soviética fue todo lo contrario. El temor, la falta de convicción y los nervios abundaron desde el primer minuto. Para colmo de males, en el primer tiempo un jugador argentino cayó sobre su propio arquero y le quebró la tibia y el peroné. La tristeza por el compañero herido, se sumaron al pesimismo por la clasificación. Pero los milagros ocurren. Y ese sería el mundial de los milagros. Dos minutos después de esa jugada, Kusnetsov cabeceó un centro en el área chica y Maradona la detuvo con un golpe de su mano derecha, antes del despeje de la defensa. Esa mano flagrante pero no sancionada por el árbitro, la “segunda mano de dios”, fue festejada por todos los argentinos como un gol. De repente, la adrenalina volvió y los temores desaparecieron. Argentina hizo dos goles para derrotar al equipo soviético y mantener vivas las chances de clasificar a octavos de final. Mientras tanto, Italia, Brasil y Alemania, habían ganado sus partidos y se encaminaban, muy tranquilos, a los octavos de final. Ah, sí, y Austria perdía sus dos partidos con Italia y Checoslovaquia y quedaba prácticamente eliminada…
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Luego de un aburridísimo empate con Rumania, Argentina se aseguró estar entre los mejores terceros y clasificar a los octavos de final, donde los esperaba Brasil,con Alemao, Branco, Ricardo Rocha, Dunga, Careca y hasta Bebeto y Romario en el banco. Era, el mejor partido de la fase de octavos, junto con el de Alemania y Holanda. El partido se jugó en Turín, con más calor que en el infierno, y fue lo que se esperaba: un Brasil arrollador, que quería marcar el segundo gol antes que el primero, que acorraló a la Argentina desde el primer minuto de juego y lo atosigó a pelotazos y jugadas de gol. La pelota pasaba a centímetros de los palos del arco argentino, o cruzaba rasante por el área chica, mientras el equipo albiceleste se acurrucaba cerca de su arquero Goycoechea, que daba permanentes rebotes y calculaba mal los centros de los atacantes brasileños. Lo único que salvó a la Argentina de una goleada en el primer tiempo, fue la mala puntería de los verde-amarelos y el poste del arco argentino, que parecía crecer un centímetro por minuto de juego. Argentina nunca hizo pie. Era como un boxeador que está grogui por los golpes, y no acierta a pararse o a apoyarse en las cuerdas del ring. La caída parecía inminente. La presión de Brasil en el segundo tiempo fue aún más asfixiante y dos o tres veces más, el palo salvó a la Argentina. Pero los argentinos son ángeles y demonios, y ocurrieron dos cosas que fueron nuevamente desequilibrantes. En primer lugar, el diablo metió la cola y el cuerpo técnico argentino le dio aquella botella, el “bidón” de agua contaminada a Branco, ese tremendo lateral brasileño, y lo dejó como un zombi. Y después, en medio de la batucada brasileña, en medio de ese ritmo enloquecedor que los brasileños le habían impuesto al partido, se produjo un nuevo milagro. Maradona recibió una pelota en la mitad de la cancha, con los jugadores brasileños volcados al ataque, y encabezó un contraataque tan veloz como letal: corrió unos metros, juntó y desparramó defensores y, cuando estaba ya cercado y sin posibilidades de sostenerse en pié, le dio un pase cruzado a Canniggia que enfrentó en vertiginosa corrida al arquero Taffarel, lo dejó tirado en el suelo y definió al arco vacío. Locura de un lado. Estupor del otro. Lágrimas de los dos. El partido había casi concluido y ya no hubo tiempo para más. En medio de la desazón y la sorpresa brasileña (y mundial), los argentinos celebraban y rendían culto al dios del fútbol y su magia eterna.
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Era el momento de pensar en Yugoslavia. Argentina llegaba con el ánimo alto pero con el juego vacío. No se podía ocultar que la celebrada victoria sobre el clásico rival le había dado un envión emocional renovador, pero el desarrollo del partido había mostrado que el equipo no tenía circulación, que el mediocampo era tierra de nadie, que su arquero no escondía sus muchas dudas y que dependía mucho de Maradona y Caniggia. Argentina tenía mucho que mejorar si quería continuar en el mundial. Yugoslavia, en cambio, había ganado dos partidos de su grupo y terminado segunda detrás de Alemania, y había derrotado a España en octavos. Durante el partido, Yugoslavia aprovechó su juego rápido y fue superior, aunque Argentina marcó un gol que fue mal anulado. La definición, a penales. Primer penal para Yugoslavia, pateó Stojkovic y la pelota dio en el travesaño. Los argentinos ya se veían en semifinales. Se convirtieron los cuatro penales que siguieron y le tocó el turno a Diego Maradona, el mago, el genio, el Miguel Ángel del fútbol. Pero, increíblemente, su pincelada fue retenida por el arquero yugoslavo. Para peor, el siguiente penal de Yugoslavia fue gol y los argentinos volvieron a errar. Y aquí, nuevamente, se produce el milagro. Esta vez, el Señor eligió demostrar su grandeza a través del punto con más dudas y desconfianza, el talón de Aquiles del equipo argentino, su arquero Goycoechea. Cuando la eliminación parecía inevitable y la angustia ganaba los corazones de aquella nación sudamericana, el arquero atajó dos penales seguidos y consiguió la resurrección. Gloria absoluta al nuevo héroe de los penales. Goycoechea pasó de villano a héroe en doce pasos. Argentina otra vez en semifinales. Por tercera vez en cuatro mundiales. Igual que Alemania. Con el agravante de que ahora tocaba el turno de la Loba Romana, el equipo local, que ya se estaba relamiendo.
Como usted sabrá, Herr Löw, Italia llegaba más que entonada. Después de algún comienzo dubitativo, Schilaci, que había empezado en el banco de suplentes, se había convertido en el goleador de un mundial en el que el gol era un bien escaso. El siciliano había demostrado garra y oportunismo para desbancar al Carnevale, la revelación del Calcio y, gracias a sus goles, Italia había avanzado a paso seguro, ganando todos sus partidos hasta semifinales, sin siquiera recibir goles. Argentina, en cambio, llegaba como una bestia herida: con sólo cuatro goles convertidos en el torneo, luego de pasar de instancia por penales, jugando pobremente y con Diego Maradona con el tobillo izquierdo deformado por los golpes. Sin embargo, sobraba confianza. El partido se jugó de noche en el Giuseppe Meazza de Nápoles, donde Diego era (es) Dios. Sin embargo, mientras los napolitanos no se decidían si gritar a favor de Italia o Maradona, la gran mayoría de los presentes eran italianos del norte e hicieron blanco con sus insultos en Diego y el equipo albiceleste como nunca antes. Italia salió decidida a no cometer los mismos errores de Brasil, por lo que presionó sin descuidar el fondo y buscando a Toto Schilaci, que marcó el 1-0 a los quince minutos del primer tiempo. Parecía que Italia se venía con todo pero, en realidad, fue el detonante de la reacción criolla. El gol del siciliano, convertido en posición adelantada, hizo que Maradona y su legión fortalecieran la defensa y el mediocampo, y comenzaran a nivelar la balanza a favor de los visitantes. En las gradas, los temperamentales tifosi de la azzurra se fueron apagando e, incluso, comenzaron a insultar las fallas de su propio equipo. El temor comenzó a crecer, porque sabían que un sólo gol, no era diferencia contra los irrespetuosos y poco confiables argentinos. El final del primer tiempo trajo alivio y preocupación a los locales, que invocaban a todos los dioses pidiendo que se mantenga la diferencia, ya que el arquero italiano no era ninguna garantía. En efecto, Zenga a pesar de tener la valla invicta, era bastante inseguro con los centros y su arco estaba cerrado gracias a Baressi, Bergomi, Maldini, y De Agostini, todos ellos expertos en el catenaccio más agudo. Sin embargo, el segundo tiempo empezó como había finalizado el primero, y la Argentina comenzó a afianzarse cada vez más en terreno italiano.
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El partido se jugó con fiereza y corazón por ambos lados. Fue un espectáculo digno del Circo Romano, en el que hubo mucha intensidad y no faltó la pierna fuerte. Y nuevamente, se produjo la intervención divina: Olarticoechea, apareció por la izquierda y metió un centro con la derecha para la embestida de Caniggia, que peinó el balón a la red ante la mala salida de Zenga. Silencio angustiante. Uno a uno. El primer gol contra el arco italiano, no podía haber llegado en peor momento. Los argentinos reían y lloraban en medio de un vacío existencial. Era como si a los italianos les hubieran arrancado el alma y se hubieran quedado ahí, petrificados, huecos, ahogados en las gradas. Pero faltaban aun 23 minutos de partido. Los italianos redoblaron la apuesta e hicieron ingresar al gran Roberto Baggio, que estaba reservado porque no estaba en la mejor forma física, y a Aldo Serena para reforzar el ataque. Baggio le dio un nuevo aire al equipo azzurri y un tiro libre suyo fue salvado del ángulo milagrosamente por el vasco Goycoechea. Pero cada ataque italiano chocaba con la doble línea defensiva argentina y, cuando lograban cruzar esa tierra de nadie, se encontraban con un arquero que ganaba en confianza con cada minuto. Los alargues fueron una pesadilla para Argentina, con Italia lanzada, y los albicelestes acurrucados en el área. Más aún luego de la expulsión de Giusti y una absurda extensión de 8 minutos al primer tiempo del alargue,  que parecieron 8 años para los argentinos.
Nuevamente a penales. Otra vez al Calvario. Duelo de arqueros, entre el héroe de Yugoslavia contra el menos vencido del torneo. Como si fuera una película del oeste, los dos duelistas ni se miraban. No se hablaban tampoco. La concentración y la gravedad de la situación impedían un intercambio de palabras, al contrario de lo que sucedía con el resto de los jugadores de campo. Ambos sabían que son ELLOS serían los héroes y villanos de este partido aparte que estaba por comenzar. Ninguno de los dos deseaba crear una falsa empatía, tan inútil como innecesaria. Goycoechea fue al arco y Zenga se colocó a un costado, y empezó el desfile de pistoleros. Baresi, primero, fue implacable. Serrizuela, no tuvo piedad. El genial Baggio, firme. Burruchaga, majestuoso. De Agostini, inmisericorde. Olarticoechea, inflexible. Y llegó Donadoni, un excelente volante que llegó al punto del penal hecho un manojo de nervios. Su derechazo suave salió a media altura, a la izquierda de Goycoechea que planeó hacia ese costado como Superman para desviar el balón y dejar a Donadoni, caído y de rodillas en el área. El rey de los penales se había cobrado otra víctima. La final estaba cerca. Y le tocaba a Diego. El hijo adoptivo de Nápoles, el que había logrado la redención del Napoli en la Serie A, el que había humillado a los italianos del norte. Pero la azurri es la azurri y, mientras el pueblo napolitano se debatía en su apoyo, todo el resto de Italia descargaba su ira en el muchacho de Villa Fiorito. Maradona masticaba bronca y también se debatía. Amor infinito a Nápoles. Devoción eterna a la celeste y blanca. Larga carrera, como para agotar el aire de los miles de italianos que lo insultaban desde las tribunas. La profunda cuchillada de su pierna izquierda fue inapelable, para dejar a Italia al borde de la eliminación. Lágrimas de miedo y frustración comenzaron a asomar en los rostros de los tifosi que miraban la escena sin reacción. Fue el turno de Serena, que llegaba arrastrando los pies. El arquero argentino lo presentía. Los periodistas lo adivinaban. Un país entero lo sabía. El tiro de Serena rebotó bajo el cuerpo del arquero, que volvió a volar hacia su izquierda y giró en el aire como un felino, intentando manotear una pelota que parecía no estar segura de si seguir su camino al gol, o quedarse y llevarse la gloria. Y así fue. Los argentinos se reunieron en torno a su arquero, confirmado como nuevo dios del panteón criollo.
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Era el turno de Alemania. Nadie dudaba que los teutones eran los mejores de todos. Eso estaba claro. Yugoslavia, Emiratos Árabes, Holanda y Checoslovaquia habían caído bajo su yugo y sólo Colombia (en el Grupo D) e Inglaterra (batida por penales en semifinales), le habían arrancado un empate. Su juego se basaba en la velocidad y la potencia física de sus volantes, con Lothar Matthäus y Jürgen Klinsmann como figuras estelares. Era el equipo más goleador del mundial y llegaba a la final como claro favorito. Y, después de lo que había sucedido con Italia en la serie con Argentina, también llegaba como local. Pero, a pesar de llegar herida por las suspensiones de Caniggia y Olarticoechea (dos baluartes del sistema de Bilardo) Argentina era un rival de temer. Jugando mal y marcando pocos goles (solo había ganado tres de sus seis partidos en el tiempo reglamentario), acostumbrada al sufrimiento, confiaba en Maradona y Goycoechea. Y en los milagros. Fundamentalmente, en los milagros…
El partido fue intenso. Alemania fue superior, pero Argentina logró contenerla como ningún otro equipo lo había hecho antes. Los volantes y delanteros alemanes, acostumbrados a ser profundos y lastimar en cada ataque, chocaban con una jauría de dogos hambrientos que no los dejaba avanzar sin morderlos en cada jugada. A pesar de esto, llegaron con posibilidades de marcar, Klinsmann, Vöeller y Buchwald. Los argentinos lo hicieron poco y sin suerte. Mientras tanto, el tiempo pasaba y lo que se había transformado en un ticket de triunfo para los sudamericanos (los penales) se presentaba como una posibilidad cada vez mas cierta. Hasta que en la mitad del segundo tiempo, Pedro Monzón levantó por el aire a Jürgen Klinsmann para entrar en la historia como el primer expulsado en una final del mundo. Sin embargo, Herr Löw, fíjese lo que son las cosas. Mientras los alemanes vieron en esto renovadas esperanzas de tener éxito en sus ataques, los argentinos también se alegraron en parte, convencidos de que se trataba de un signo más de que la historia heroica se repetiría. No se trataba más que de una hermosa historia de sufrimiento, de agonía y triunfo a manos de Diego o Goycoechea.
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Esta fe ciega tambaleó un poco cuando el árbitro cobro un penal sospechoso ante una entrada y zambullida de Rudi Vöeller. Andreas Brehme, el zaguero alemán ambidiestro de origen zurdo, acomodó el balón en el punto penal, mientras el argentino se agigantaba en la línea del arco. Duelo de ases. Brehme se paró muy recto frente al balón. Demasiado derecho. Goycoechea se quedó firme, fulminando con la mirada a su ejecutor. Seis, siete minutos habían pasado desde la supuesta infracción hasta la orden del árbitro, debido a las protestas del equipo argentino, que descargaba sus nervios y se los transmitía al jugador número tres de Alemania. Sonó el pitido y el tiempo se detuvo. El público enmudeció. Los jugadores en el campo se congelaron. Y Brehme avanzó. Seguro, firme, implacable, le pegó cruzado con la derecha. Goycoechea adivinó el palo y se arrojó con toda su fuerza. Fue en vano. El disparo fue perfecto y el balón se hundió junto al palo derecho del argentino que no llegó a tocarla por centímetros. Mientras los alemanes festejaban alocados y descargaban su emoción, Maradona pedía la pelota y arengaba a sus compañeros. “Todavía se puede”. Aunque sabía que era muy difícil. Quedaban sólo cinco minutos de juego. Demasiado poco para darlo vuelta con un jugador menos. Demasiado poco para empatarlo. Demasiado poco para cualquier cosa… El silbato del árbitro terminó con las ilusiones argentinas. Diego no saludó al Presidente de la FIFA, y recibió su medalla llorando de dolor físico por las patadas, y moral por el resultado y la injusticia arbitral. Sus compañeros también estaban destrozados.
Al día siguiente, los argentinos abandonaron Italia, y yo con ellos. Había compartido las alegrías, las emociones, el dolor y la angustia de una historia increíble que había durado un mes y siete partidos. Sin embargo, al regresar a Buenos Aires, una multitud los esperaba en el aeropuerto. No podían moverse por la masa de gente presente, que se había acercado a reconocer a sus guerreros, sus gladiadores, sus campeones. El micro tardó horas en llegar al centro de la capital y llegaron a la Plaza de Mayo ahogados por la emoción. Miles y miles de personas se habían congregado espontáneamente a saludar a sus jugadores. Luego de unas palabras a solas con el Presidente de la Nación, todo el cuerpo técnico y los jugadores salieron al balcón de la Casa de Gobierno a saludar a la interminable muchedumbre, que los vitoreaba al grito de “dale campeón, dale campeón”. Maravilloso. Conmovedor. Un espectáculo reservado solo para los héroes. Un equipo de campeones. Una jornada inolvidable. Un mundial emocionante.
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 -Soy un agradecido al Cielo por haber podido presenciar y ser partícipe de semejante tributo a la llegada de los campeones… -Markus terminó su relato con lágrimas en los ojos, mientras la concurrencia se miraba sorprendida, atribuyendo silenciosamente el error a los achaques de la vejez.
Pero el periodista alemán se paró en medio de la sala y pidió la palabra nuevamente.
-Disculpe, Herr Kaufmann, pero creo que usted ha caído en un error. Seguramente recordará que el mundial de Italia lo ganó Alemania…
El austríaco se enjugó las lágrimas, sonrió dulce y comprensivamente a su interlocutor, como disculpándolo por lo que había dicho, y le contestó:
-Mire, mi amigo, no se ofenda. Es posible que usted tenga razón y que los alemanes hayan ganado ese partido. Pero una historia como la del equipo argentino, cargada de emociones, drama, suspenso, tragedia y alegría, no merece terminar en un segundo puesto, con todo lo destacable de ello. Piense en Alemania. Ganó casi todos los partidos sin transpirar. Caminando. Sufrió un poquito con Inglaterra. Pero los argentinos perdieron con Camerún. Se desgarraron con la fractura de Pumpido. Revivieron la “mano de Dios”. Fueron maltratados por Brasil hasta que Diego hizo su magia. Sufrieron los penales con Yugoslavia. Caminaron por la cornisa con Italia y se enamoraron de Goycoechea en el patíbulo. Finalmente, recibieron la cuchillada alemana luego de la injusticia arbitral. Eso, sin contar con los festejos, la algarabía, los acordes de ese mundial, que a uno lo transportan a las corridas de Caniggia, a las ganas de Goyco y a la magia de Diego; no a un medido festejo teutón en la mitad de la cancha. No. Puede que la final la haya ganado Alemania, pero el mundial lo ganó Argentina. Además, ¿No vio usted los festejos en Buenos Aires? ¿La Plaza de Mayo colapsada? ¿El obelisco repleto de personas? ¿Usted cree que el mundial lo ganó Alemania? ¡¡Hágaselo entender a los argentinos!!
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La casa de Vega
A Luis Orquera [1]y los canallas de la “D”
 Buscando una nota fuera de lo común para la revista "Tiro Libre", fui a ver a César Vega, legendario líbero del ascenso argentino. Más conocido como "La Sierra" Vega, el mítico número dos había jugado durante 30 años en la última categoría del fútbol argentino y una temporada en la “C”, y registraba un récord de 115 tarjetas amarillas, 47 rojas y ningún gol en 524 partidos oficiales, siempre jugando para el Club Social y Deportivo Estudiantes de Las Heras. Ese año se cumplían veinte años de su retiro y me pareció que, más allá de las diferencias por categoría y finanzas, en una época en la que los jugadores no duraban más de tres o cuatro años (o meses) en un mismo club, ésto era algo para destacar.
Llegué al kiosco de Vega, a pocos metros de la esquina de las calles San Martín y Centenario, en la localidad de Las Heras, un sábado de octubre a las cinco de la tarde. Se trataba de una humilde construcción pintada de blanco que incluía el boliche en la parte de adelante y la casita del histórico defensor en la parte de atrás. A un costado, se alzaba una enorme fábrica. Allí tomamos unos mates con Vega que, ya entrado en sus sesenta años, sufría artritis en ambas rodillas por sendas operaciones, producto de lesiones sufridas y provocadas a los rivales. Para finalizar la nota, me guardé la pregunta nostálgica.
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-César, para terminar, cuénteme cuál fue el partido más lindo que jugó.
Vega se quedó en silencio un ratito. Se sirvió un mate y me miró fijamente.
-El partido más importante fue la final que ganamos para ascender de categoría pero me parece que el más lindo fue un partido del que nadie se acuerda.
-¿Cómo es eso? -pregunté intrigado.
Vega me dio un mate y se echó atrás en su silla de plástico, riéndose.
-A mediados de 1988 se jugaban las últimas fechas del campeonato de la “D”. Nosotros estábamos lejos de la punta y jugábamos contra Defensores de Mercedes, que tampoco tenía posibilidades de acercarse a los primeros puestos -Vega se pasó una mano por la cara-, pero un clásico es un clásico, ¿no?
Los partidos entre Estudiantes de Las Heras y Defensores de Mercedes movilizaban a la población de ambas ciudades y se jugaban a matar o morir. De hecho, los disturbios eran habituales entre los jugadores y también entre las hinchadas y la policía. La falta de fútbol era suplida por una exagerada dosis de fervor que, generalmente, degeneraba en violencia…
-¿En esa época todavía jugaba "Pupa" o ya se había retirado?
Juan "el Pupa" Romero, histórico delantero de Defensores, tenía un récord de 110 goles en casi diez años de carrera en el club azul y blanco. 11 de esos 110 goles se los había marcado a Estudiantes y había quedado a un gol de convertirse en el máximo artillero del clásico.
-Ahí está el punto -me aclaró Vega, divertido-. El tipo estaba por colgar los botines y jugaba su último clásico. Si nos hacía un gol, ya está, se transformaba en el máximo goleador histórico y eso era algo que no podíamos permitir.
-Bueno, tampoco es para tanto, ¿no?
Vega se puso serio.
-En la "D" estas cosas importan. Además, yo soy hincha del club. ¿Con qué cara salía después a la calle? Pero había al más. ¿Vos sabés con quién comparte el título de goleador del clásico?
-No tengo idea. Tiene que ser alguno de la época cuando Estudiantes se llamaba Reconquista, supongo -dije como avergonzado.
Vega se rió y puso un chorrito de agua caliente en el mate.
-No te culpo. ¿Te suena Jorge Vega?
Ahí se me iluminó la mente.
-No me digas que "El Mosquito" es tu viejo...
Vega levantó las cejas y el dedo gordo de la mano derecha en señal de aprobación. El "Mosquito" Jorge Vega, había sido un recordado delantero de la década del sesenta, cuando Estudiantes de Las Heras aún se llamaba Club Reconquista, nombre con el cual se había fundado en los años treinta. Vega le había marcado a Estudiantes en las dos épocas y había encabezado la lista con 11 goles hasta que el Pupa lo había alcanzado en los noventa.
-Por eso no podía dejar que ese cretino de Pupa nos hiciera un gol.
-Además de tu propia historia con el nueve -me reí.
-Él y yo nos nunca nos llevamos bien -admitió-. Y los últimos partidos nos habíamos dado con todo.
-Me acuerdo que en un partido los expulsaron a los dos por trompearse.
-Lo que no salió en los diarios es cómo nos fajamos después, a la salida del vestuario. La policía tuvo que separarnos. Desde ahí, todo mal. Así que yo tenía bastantes razones para que el Pupa no marcara: el clásico, el récord de mi viejo y las ganas que tenía de joderle la vida -comentó Vega con bronca, poniéndose de pie-... El tipo, encima, venía de racha y había hecho como cuatro goles en los partidos anteriores.
-Es que era bueno. Es todavía el máximo goleador de la categoría...
-Era alto, rápido y fuerte. Yo no dije que fuera malo -corrigió-, lo que dije fue que lo quería cagar a piñas.
Ahora fui yo el que se rió. Me paré y busqué unos bizcochos de una estantería. Dejé un billete arriba de la caja y abrí la bolsita.
-Dale, seguí. Jugaban contra Defensores, ¿y entonces?
-Era un día horrible y llovió durante todo el partido. La canchita que teníamos en esa época, no sé si te acordás, estaba en declive y una de las áreas se inundaba siempre. Ese día estaba peor que nunca y el área era un lago. Igual, viste cómo son las cosas en el ascenso: el partido se jugó lo mismo. Antes de empezar, el Pupa dijo, picante:
-Lástima que no me vine con el traje de hombre rana…
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El partido fue una batalla campal. Yo les dije a los laterales y al seis que me encargaba de Pupa, y que se preocuparan por el resto. En realidad, no me importaba tanto perder como que Romero no hiciera goles.
-¿A los cuantos minutos te ganaste la roja? -pregunté divertido.
-La verdad es que lo cague a patadas pero Romero no era ningún santo. Jugaba con alfileres, como Bilardo, y me los clavó durante todo el partido. Me acuerdo que el médico me tuvo que vendar toda la semana porque los pinchazos que me había hecho eran tan profundos que tenía los brazos y las piernas negras de los moretones. Cada pelota en el área parecía una pelea de box pero árbitro sabía que si me expulsaba, no salía vivo de Las Heras.
-¿Y entonces qué pasó?
-A unos diez minutos del final, con el partido cero a cero, le cayó una pelota al diez de Defensores. El tipo se metió en el área y se fue por un costado, haciendo un amague para dejar en el camino al arquero antes de tirar un centro atrás que hizo que la pelota le cayera al Pupa con el arco vacío...
-Pensé que no se te había escapado nunca...
-No se me escapó. Lo acomodé contra el palo derecho de un planchazo tan fuerte que casi le disloqué el hombro -dijo, orgulloso.
-¿Penal?
-Penalazo -confirmó “la Sierra”-. Todo quedaba entre el Pupa y nuestro arquero, el Coco Mendizábal. El Coco era experto en penales y Pupa era un gran delantero pero era cagón desde los doce pasos. De hecho no era él el encargado de patear en Defensores pero como era su último clásico, lo dejaron. El área era un pantano y la pelota flotaba sobre el punto penal. Pupa tomó carrera y cuando le iba a meter el derechazo, el pie de apoyo pisó un pozo, que no se veía por el agua, se dobló el tobillo y tiró la pelota a la miércoles. El tipo no sólo erró el penal y se quedó sin récor sino que, además, tuvo una esquince grave de tobillo y ya no volvió a jugar.
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-Casi que vos lo "retiraste", entonces -dije impresionado-. No conocía esa historia.
-Y, sí. El flaco me quería matar y lo entiendo. Pero lo que hizo después no tiene justificación. Mientras lo sacaban a rastras de la cancha, me gritó que se iba a vengar y que a la cancha la iba a demoler, qué se yo. Yo le contesté que el área era mi casa y que no se animara a volver -dijo Vega con un tono socarrón.
Yo me quedé pensando, mientras anotaba en mi libretita.
-Ese partido se jugó en la vieja cancha de Estudiantes, ¿no? ¿Qué pasó después con la cancha?
-La cancha la perdimos en el ‘94, después de ganarle el ascenso a San Martín de Burzaco. La AFA nos obligó a hacer reformas para adecuarnos a la nueva categoría y tuvimos que empezar a alquilar estadio. Cuando quisimos volver, a la cancha la habían loteado y le habían construido casas encima.
-Eso no lo sabía, tampoco. ¿Cómo pasó?
-Nadie sabe muy bien, aunque se dicen muchas cosas. Lo cierto es que vino un empresario que estaba acomodado con la municipalidad y vendieron todo. ¿Sabés quién? -negué con la cabeza, mientras adivinaba la respuesta- Un tal Juan Romero…
-¿En serio?
-Para qué te voy a mentir. El tipo me había amenazado y cumplió. Habían pasado varios años pero cuando me enteré, me imaginé que había sido él. Nos odiaba...
-Que lástima, Vega. La Asociación no debería haber permitido eso. Esa cancha había que remodelarla, no venderla -lamenté.
-La AFA no debería hacer tantas cosas... -dijo Vega resignado.
Seguimos hablando de otros temas y al rato, me levanté para irme. Le agradecí a Vega por todo y, cuando estaba saliendo, el viejo líbero me tomó del brazo.
-Vos sos un buen tipo y creo que puedo confiar en vos. ¿Es así?
-Sí, claro -dije yo-. ¿Qué pasa?
-¿Tenés idea de dónde estaba nuestra vieja cancha? -preguntó Vega apoyado en el marco de la puerta del kiosco. Yo contesté que no. Entonces señaló una intersección de calles a cien metros- La entrada estaba en aquella esquina: Buzzi y Centenario.
A Vega le agarró un ataque de risa cuando vio mi cara de asombro. Me hizo entrar nuevamente al kiosco.
-Cuando me enteré de lo que estaba por pasar, lo del loteo y de que estaban a punto de vender todo, agarré mis ahorros y los invertí. Yo estaba buscando un terreno para construir una casita pero no había tenido tiempo de ver dónde. Tenía poca guita pero, te das cuenta que estos terrenos no son la Recoleta. Así que elegí mi lote y lo compré. Con el tiempo empecé a levantar las paredes con la ayuda de mi viejo y armamos esto.
-Qué bárbaro -me impresioné yo-. ¿Entonces estamos parados arriba de la vieja canchita?
Vega, serio, asintió. Después, me hizo entrar nuevamente y me señaló una tapa de madera en el suelo del kiosco, que yo no había advertido.
-Yo sabía que ese turro de Pupa iba a esperar agazapado para cumplir su amenaza pero no iba a dejar que cumpliera su venganza.
           Vega se arrodilló con esfuerzo sobre la tapa y la levantó lentamente. El piso de la casa estaba apoyado sobre unos pilotes por sobre la superficie del suelo. Me asomé y no pude contener la sorpresa al ver aún pintado con cal vieja, un punto sobre la tierra despareja y sin césped.
-Le dije a ese ladrón que el área era mi casa -comentó Vega con cara de revancha, antes de agregar-. Todavía se inunda un poco el punto del penal los días de lluvia, pero qué importa, ¿no?
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[1] Luis Orquera con 820 partidos en 26 años, tiene el récord de más partidos en el fútbol de la AFA (superando a Hugo Gatti, con 817 encuentros jugados).  Retirado en 2014 (a los 43 años), jugó toda su carrera en Central Ballester en la Primera D, con excepción de la temporada 96-97, en que se desempeñó en la Primera C.
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Nicolas
Nicolas, de unos doce años, sonrió cuando la luz del sol atravesó las ramas de los altos árboles y le dio en la cara. Él junto a otros diez chicos de la misma edad, bajaron de la destartalada camioneta y corrieron a un pequeño descampado al que solían ir cuando tenían un rato libre. Su camiseta azul del Chelsea FC, con el nombre de Drogba en la espalda estaba rotosa, al igual que las de los demás, pero a ninguno parecía importarles. Alguien sacó una pelota y Nicolas la pateó al centro de la improvisada canchita. Los chicos dejaron sus cosas apoyadas en un árbol cercano, a la sombra pero a mano por si tenían que salir apurados.
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A partir de ese momento, todo fue alegría: se dividieron en dos grupos, y armaron dos arcos con ramas que encontraron entre la maleza. Después de empujarse y gritarse un poco para ponerle pica al partido, alguien apoyó la pelota en medio del claro y arrancó el partido.
El balón pasó por arriba de Nicolas y tumbó una de las ramas que hacía las veces de palo del arco. Los chicos discutieron sobre si había sido gol, córner, saque de meta o qué, lo que llevó a nuevos empujones y cargadas que se resolvieron cuando el más grande, de unos 14 años, sentenció que la pelota había pegado en el palo y se había ido afuera. Nicolas resurgió de la maleza con la pelota y una blanca sonrisa que contrastaba con su piel morena. 
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El partido siguió durante un rato, hasta que apareció un muchacho con una cámara de fotos. Los chicos se inquietaron un poco pero enseguida se acercaron a él, que rápidamente tomó algunas fotografías y luego los hizo formarse para posar con la pelota y la camioneta de fondo, ante la atenta y desconfiada mirada de su chofer, de unos veintitantos años, que fumaba en silencio a un costado. El fotógrafo repartió unos chicles y se sentó sobre un tronco a descansar del calor y la caminata, y a tomar un poco de agua, mientras el juego se reanudaba.
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Segundos después, se escuchó un inconfundible silbido.
-¡Vamos, vamos! -llegó a gritar el muchacho de la camioneta, mientras los chicos corrían a toda velocidad hacia ella.
Una hora más tarde, miembros de la Misión de Paz de Naciones Unidas, con su inconfundible boina celeste, aparecieron en el claro, para examinar las consecuencias del último bombardeo de las fuerzas armadas gubernamentales. Allí, cerca del árbol donde estaba el cuerpo sin vida del fotógrafo de Associated Press y una pelota de fútbol agujereada por una esquirla, encontraron el cadáver de Nicolas Empole, niño soldado del Ejército de Resistencia del Señor, junto a su rifle de asalto AK-47 y los restos de otros chicos que tampoco volverían a jugar a la pelota. Nunca más. [1]
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  [1] De acuerdo con un Informe de UNICEF del año 2007, se calculaba que había unos 250.000 niños que estaban siendo utilizados en conflictos armados de distinto tipo alrededor del mundo. La doctrina internacional en el tema, coincide en redondear la cifra en 300.000 niños que forman parte de fuerzas armadas regulares e irregulares, solamente en África, algunos de ellos, de menos de 9 años (República Centroafricana, Chad, República Democrática del Congo, Somalia y Sudán, entre muchos otros). Chicos menores de 18 años son secuestrados a diario por grupos armados como el Ejército de Resistencia del Señor para, luego de separarlos de su familia y alejarlos del lugar de abducción, someterlos a lavado de cerebro, drogarlos y enseñarles a usar armas y a matar sin misericordia, dejando atrás para siempre sus nombres, su infancia, su vida. Naciones Unidas estima que el 40% de estos menores son niñas (Informe sobre “Niños y Conflictos Armados” de Naciones Unidas A/72/361–S/2017/821 del 24 de agosto de 2017 y https://africacheck.org/factsheets/factsheet-how-many-child-soldiers-are-there-in-africa/)
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Locura Inexplicable
           -No. De ninguna manera -negó con la cabeza Sebastián, mientras jugaba distraídamente con un posa vasos de cartón y la mirada clavada en la mesa de madera.
           Adrián, su interlocutor, se acomodó los lentes con el índice de su mano izquierda mientras tamborileaba los dedos de la derecha en silencio. Miraba a Sebastián con una mueca irónica. Tenía unos sesenta y cinco años y vivía en Nueva York desde los quince.
           -¿Se puede saber por qué? -preguntó con una sonrisa irónica.        
           -Ya te lo expliqué -contestó Sebastián-. Hace mucho que te fuiste. Vos no estás acostumbrado. Te va a hacer mal. Allá, las cosas se viven de otra manera...
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           -¿Vos sos medio tarado? Por eso mismo, necesito comprobarlo. ¿Cómo voy a explicarlo si no lo experimento?
           -Vos no sabés lo que decís -Sebastián dejó de hablar cuando un colectivo de la línea 152 pasó por la calle haciendo un ruido espantoso-, ni en lo que te metés. Ya estás viejo. No lo vas a soportar.
           Adrián encendió un cigarrillo y aspiró el humo despacio.
           -Tenés miedo...
           -Claro que tengo miedo, pelotudo. Sos un viejo choto. No tenés idea de lo que te estás metiendo. Vos, deberías tener miedo también. ¿Sabés la cantidad de tipos que tuvieron un bobazo en la cancha?
           -¿Todo por un partido de fútbol?
           -¿Un partido de fútbol? Vos no sabés lo que es esto. Esa hora y media de partido define el calvario o la paz de miles de personas para el resto de la semana. Es una guerra, la locura, la fiebre. La gente grita, sufre, llora, patalea, putea, se descarga y se amarga. Se alegra y enloquece. Se deprime, pierde la noción del tiempo y el espacio. Es como volver al circo romano -Sebastián había perdido el aliento-... No hay explicación racional.
           -Mirá que decís boludeces -dijo Adrián restándole importancia.
           -No son boludeces -contestó oscuramente Sebastián-. No entendés. Yo estuve allá, en Estados Unidos. Fui a todos lados. Las cosas son muy distintas. Fui a ver básquet, me tragué un eterno partido de béisbol, hasta me fumé uno de fútbol americano. Los tipos allá parece que fueran a ver un concierto. Lo ven como si estuvieran acostados en un sillón y lo vieran por la tele en su casa. Por eso tienen que regalar camisetas, pasar música a todo trapo, hacer juegos de luces...
           Adrián se rió.
           -Eso es para darle más ánimo a la gente.
           -¡Noooo! -se desesperó su amigo- ¡Eso es porque la gente allá está muerta, entendés! ¡Son robots! No tienen alma. Todos esos efectos, la música, las minitas bailando, toda esa farsa es porque la gente no responde, flaco. Los gringos no tienen sangre en las venas. ¡Se quedaron sin pasión! ¡Hay que tapar de alguna manera tanta amargura!
           -Sos un exagerado. Disfrutan un partido como se debe.
           -¿Cómo se debe? A mí no me la contó nadie. Yo los vi, todos sentaditos en un pub, agarraditos de las manos y de las pelotas, mientras jugaban los dos equipos rivales de Nueva York... ¿Cómo se llaman esas momias? Los Yankees y los Mets. Un papelón, querido. Uno al lado de otro, riéndose y tomando esa cerveza de mierda, que parece agua con saborizante o, peor, con esas gaseosas descafeinadas con tres kilos de hielo y esas porquerías que comen ellos. ¡Mientras, supuestamente, se juegan la vida! ¡El derby! ¿Me lo podés explicar? -Sebastián había levantado la voz y se descargaba recordando las visitas a su amigo en Estados Unidos.
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           Adrián se rió.
           -¿Y qué querés que hagan?
           -Que se desprecien, que se odien, que se maten... ¿Qué es eso de mirar un partidito con el del otro equipo? ¿Qué son, novios? Todos los fines de semana sueño que Racing pierde. Mi máximo sueño es que desaparezca de la faz de la tierra. Mucho más tarde está el hecho de que Independiente gane, ¿entendés? -Sebastián había dado un puñetazo en la mesa- Y a mí, el espectáculo me importa un carajo. Yo no voy a ver el espectáculo, voy a darlo. Todo de rojo, a gritar y cantar por mi equipo. Para que ganemos. Para que la mufa se muera... Es... Inentendible -en ese momento, el mozo apareció con otra ronda de cervezas-... Escuchá. Mozo, usted es de Santa Fé, ¿no?
           -Sí, señor.
           -¿Le gusta el fútbol? -El mozo se rió, como si le preguntaran una obviedad- ¿Hincha de Unión?
           El muchacho se puso serio.
           -Disculpemé, señor. Le dije que me gusta el fútbol. Eso sería una contradicción. Soy sabalero a muerte.
           -¿Y cómo va eso?
           -Feliz. Colón ganó. Tres a uno a Olimpo. Pero más importante -el mozo bajó la voz-, Unión perdió con Belgrano. Hermoso.
           -Gracias -después Sebastián se dirigió a Adrián-. ¿No ves?
           -Precisamente. Quiero escribir ese artículo para la revista médica de New York, acerca de las pasiones inentendibles y de cómo a veces pierden la lógica y racionalidad del individuo. Freud no lo hubiera podido entender -finalizó Adrián con una sonrisa.
           -¿Freud? -Sebastián se rió estrepitosamente- ¡Freud era austríaco! Por supuesto que no lo entendería. Son cuadrados. Fríos. Reptiles. Un austríaco… Mirá que se te ocurren boludeces...
           Adrián se adelantó y miró fijamente a su amigo
           -La gente allá a veces me pregunta. Porque aparecen algunas noticias cuando juegan River y Boca, por ejemplo. Hablan del color, el espectáculo de la tribuna y también de esa pasión que no se explica. Lo que vos decís. La gente que se vuelve loca y a veces todo termina en un despelote generalizado. Me acuerdo que papá me contaba de esos primeros partidos de la Libertadores. O de cuando iba a la cancha a ver el clásico entre Atlanta y Chacarita. Yo era chico cuando nos fuimos y nunca los fui a ver, pero debe ser algo así como los partidos de hockey sobre hielo, que los jugadores se agarran a las piñas, ¿no?
           -¿Sabés qué? Me hiciste calentar. Dentro de dos semanas jugamos con Boca en la Bombonera. Te voy a llevar. Probablemente nos comamos cuatro goles pero te llevo igual para que aprendas lo que es el fútbol en este país de inadaptados. “Hockey sobre hielo”… Por Dios…
              Quince días después, Adrián y Sebastián hacían cola custodiados por la policía para entrar a la cancha de Boca. Rato antes, entremezclados con la hinchada del rojo, se habían puteado y cruzado amenazas con la barra de Boca, en un momento de tensión que no pasó a mayores porque doscientos policías, varios de ellos a caballo, separaron a ambas parcialidades. Adrián se había quedado calladito y pálido, mientras Sebastián lo empujaba con el centenar de hinchas de Independiente rumbo a la entrada del estadio sin frenarse ni quedarse atrás.
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           Una vez dentro, desde la tribuna popular alta del lado del Riachuelo, Adrián admiró fascinado el espectáculo de miles de personas cantando al unísono, vestidas de amarillo y azul, con excepción de su sector que estaba de rojo y blanco.
           -Menos mal que te dije de encontrarnos en casa antes -comentó Sebastián-. Sólo a vos se te ocurre venir vestido de saco, camisa, pantalón de vestir y zapatos.
           Adrián se tocó la camiseta de Independiente que su amigo le había prestado y los jeans y zapatillas del hermano de Sebastián.
           -Y yo que sabía. Cuando voy a ver a los Knicks...
           -Por eso, flaco. Tenemos que recuperarte. Si venías así, te afanaban. Los de ellos o los nuestros. Pero te afanaban seguro.
           Cuando faltaban quince minutos para empezar, el estadio entero se paró para chiflar a los árbitros del partido. Luego, al entrar Independiente, tres cuartas partes del público repitió el cálido recibimiento arbitral, junto con cánticos alusivos. Al salir Boca, la cancha pareció explotar. Adrián vivía la experiencia como un chico de seis años que iba a la cancha por primera vez.
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           El partido empezó con un lio de rebotes, pelotas revoleadas al aire y un balón que cayó en el área, luego de una pifia de Farías. Patricio Vidal remató y puso el uno a cero y un golpe a la ilusión de la hinchada de Boca que, tras un instante de silencio, comenzó a alentar a su equipo. Adrián fue abrazado por un desconocido y sudoroso hincha de Independiente que tenía a su lado. Cuando logró escapar a sus amorosos brazos, sus lentes estaban empañados y él mismo, había sido "ungido" por un fuerte olor a marihuana que lo impregnó por el resto del partido.
           -Bien, Adri, nos trajiste suerte. Yo pensé que ni siquiera íbamos a hacer un gol. Cuarenta segundos y estamos arriba! -comentó Sebastián sonriendo. Después agregó- Veo que hiciste nuevos amigos...
           -Ni me digas. Para mí que hace dos semanas que no se baña.
           -Tenés suerte. Algunos nunca se bañaron...
           El partido siguió, con Boca tratando de sobreponerse al tempranero gol, pero antes de que pudiera reaccionar, el "Malevo" Ferreyra pateó un milimétrico tiro libre al palo del arquero y puso el segundo gol a los seis minutos del partido. Nuevamente la parcialidad de Independiente estalló y Adrián fue nuevamente absorbido por la masa fofa del caluroso gordo. El grito de la hinchada mezclaba incredulidad con alegría. Sebastián disfrutaba con la incomodidad de su amigo casi tanto como por la victoria parcial.
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           -¿Y? ¿Qué me contás? ¿Viste que acogedora puede ser la tribuna?
           -Esta gente no respeta el espacio mínimo que debe haber entre dos personas -se quejó Adrián, acomodándose los lentes, que habían caído a la butaca.
           -Eso del "espacio" es para los gringos. Acá no vas a tener ni dos centímetros entre uno y otro.
           En medio del griterío, cuando los hinchas de Independiente ya se imaginaban una goleada, apareció Roncaglia de Boca para estampar el 1-2 y darle vida a su equipo.
           -Ya me parecía -se resignó Sebastián-... Ahora nos lo van a dar vuelta.
           -Pará, che -dijo Adrián, separándose un poco del gordo, que seguía gritando por Independiente como si el gol lo hubiera hecho su escuadra-. Todavía falta un montón.
           -Por eso. Estos son los campeones, ¿entendés? Además hace no se cuánto que no pierden y nosotros andamos mal. Hay que aguantar.
           Quince minutos más tarde, nuevo tiro libre de Ferreyra, cabezazo de Farías y el rojo se volvió aponer arriba en el marcador. Pero un minuto antes del final del primer tiempo, Riquelme estableció el 2-3 para ir al descanso. Con tantas idas y venidas en el marcador, todo el mundo había enloquecido. La llegada del entretiempo encontró a Adrián sentado, con la mirada perdida en el vacío y expresión de lunático. Esto había sido demasiado para él. Demasiadas emociones. Demasiada irracionalidad. Su esquemático cerebro intentaba inútilmente procesar la información y la experiencia que estaba absorbiendo.
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           El segundo tiempo fue aún peor. A los seis minutos, Riquelme mandó un centro al área, Silva cabeceó y la pelota, luego de pegar en el palo derecho del arquero le quedó servida a Roncaglia para que le rompiera el arco a Rodríguez. Empate y depresión. Eso no fue lo peor, ya que Adrián, siguiendo el sentimiento común de la tribuna del rojo, comenzó a palpitar la cierta posibilidad de que Boca hiciera un gol más y se quedó sentado en silencio al lado de Sebastián, como rezando para que los dioses del fútbol evitaran lo inevitable. Y eso fue lo que ocurrió a los 30 minutos del segundo tiempo, la presión de Boca logró romper el cerco de Independiente alrededor de su propia área. Riquelme puso un pase de otro planeta para la corrida de Sánchez Miño, que metió el centro y Ledesma, de un esquinado testazo, venció de nuevo el arco de Independiente. Boca había pasado de perder el partido por 1-3 a ganarlo, merecidamente, por 4-3. La cancha estalló cuando miles de almas gritaron el gol con rabia y desahogo. Boca ponía las cosas como mandaba el trámite del partido y hacía valer su condición de local, de invicto y de campeón. La depresión de la tribuna roja era incalculable, en tanto que la de Boca era un carnaval. Adrián, sin saber muy bien por qué, tenía ganas de llorar.
           El fútbol, sin embargo, es un deporte único donde todo puede pasar. Independiente estaba muerto. Muerto y enterrado. Boca controlaba la pelota y el partido ante un rival quebrado anímicamente. Sin embargo, en medio de la confusión y la fiesta boquense, a Independiente le cobraron un tiro libre cerca de la mitad de la cancha. Pateó Ferreyra, cabeceó Tuzzio y Farías volvió a meterla de cabeza. Iban 44 minutos del segundo tiempo, cuando se estampó el 4-4. Milagro. Cuando Sebastián recuperó el aliento, perdido luego de gritar el empate, descubrió a su amigo Adrián cantando con la barra del rojo, colgado de un paravalanchas y sin sus lentes. Estaba abrazado al gordo, que fumaba un caño grande como un zapato, en medio de una verde humareda. Adrián estaba desconocido. Se había sacado la camiseta, que ahora agitaba sobre su cabeza, y parecía que había nacido con los colores en la piel.
           La tribuna de Boca, a pesar de todo, aumentó el volumen de su aliento. Los gigantes venden cara su piel y reclamaron a su equipo un gol más para los cuatro minutos adicionados por el árbitro. Boca no se conformó, fue para adelante y se equivocó. Con los jugadores de ambos equipos extenuados, pasado el cuarto minuto del tiempo suplementario, Sánchez Miño envió un pase largo a Riquelme que no pudo retener ante la marca de un zaguero en tres cuartos de cancha. El defensor rojo, al límite de sus fuerzas, hizo un despeje que se transformó en un larguísimo pase a Farías. El nueve, que había picado desde la mitad del campo, dejando atrás a la defensa de Boca, se encontró disputando la pelota frente a Schiavi, último bastión boquense. Pero el delantero llegó antes y punteó la pelota antes del cruce del defensor. Corrió a toda velocidad los quince metros que lo separaban del área grande, mientras el desesperado arquero de Boca intentaba alcanzar el balón antes que Farías definiera.
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           Lo que siguió, pareció sucederse en cámara lenta. Adrián, como todos los demás en la tribuna, inconscientemente se estiró rumbo al campo de juego, como absorbido por lo que estaba sucediendo allí debajo. Farías llegó antes que Orión a la pelota y la picó por sobre su cabeza. El estadio enmudeció mientras el balón volaba en dirección al arco vacío, picaba en la raya e inflaba suavemente la red. El sector de la tribuna de Independiente estalló ante el silencio mortuorio de la Bombonera. Sebastián buscó a su amigo para abrazarlo y emocionarse y lo encontró sentado al lado del gordo (que estaba tirado sin conocimiento a un costado), nuevamente con la mirada perdida, mientras dos surcos de lágrimas bajaban de sus ojos.
                                                            ***
            Adrián sufrió un pico de estrés y estuvo casi veinte días internado en una clínica psiquiátrica, alejado de todo contacto con las noticias y, en particular, del fútbol. Cuando se recuperó, regresó a Estados Unidos y cerró su consultorio. Nunca pudo escribir el artículo que tenía pensado y no volvió a dedicarse a la psicología. Al contrario, se mudó a Villa Gessell y vivió de sus rentas, dedicándose al origami y al yoga por el resto de sus días. Todos lo compadecieron y, con excepción de Sebastián, nadie comprendió lo que había sucedido: su esquemática mente americanizada había chocado con algo para lo que ningún profesor, ningún libro, ninguna crisis de diván lo había preparado: la tribuna.
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Ese enano maldito
Doctor John Stewart
Benthlem Royal Hospital
South London.
                                                                                               22 de junio de 1990
 Estimado doctor,
             Le escribo porque, tal vez en el último momento lúcido de mi vida, he decidido someterme voluntariamente a sus cuidados confiando en que podrá curarme de esta enfermedad que me ataca desde hace cuatro años. Le juro y le perjuro, doctor, que yo era una persona normal pero desde aquel día fatal vivo en el infierno, acorralada en un dilema que viene como un fantasma cada día a buscarme y a enloquecerme. ¿Sabe qué es lo peor, doctor? Creo que todo el país debe estar sufriendo lo mismo que yo. Si ese es el caso, usted tiene una gran responsabilidad porque la solución que usted me dé, puede ser la de todos. Y su fracaso, nuestra perdición.
             Lo que voy a contarle está íntimamente relacionado con el fútbol pero va mucho más allá. Creo que el problema principal es que estamos acostumbrados a esta flema que nos obliga a esconder nuestras emociones bajo un manto de inmutabilidad, como si todo diera lo mismo, como si nada importara. Estar siempre a la altura de las circunstancias, portándose con la clase que se espera de nuestro pueblo, requiere mantener siempre la compostura. Cuando recibimos una alegría, no nos permitimos más que una mueca de felicidad. Si sufrimos un revés, el ceño se frunce apenas lo suficiente para ser casi imperceptible. La cuestión es pasar desapercibido. A costa de mi incipiente locura, me he dado cuenta de que las cosas no son así. Que esto no está bien. Luego de lo sucedido, los italianos hubieran llorado amargamente y, después de una semana de depresión, habrían vuelto a sonreír. Los españoles, hubieran destrozado a golpes sus televisores, pero poco después, el hecho habría quedado en el anecdotario. Pero no. Nos tocó a nosotros. Y nosotros somos ingleses.
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           Aquel 22 de junio de 1986 se enfrentaron en México (como bien recordará usted), nuestra selección de fútbol contra la Argentina. Habíamos llegado a ese Mundial con un gran plantel. Es cierto que el rendimiento había ido de menor a mayor pero teníamos un grupo unido, con un funcionamiento aceitado, un arquero experimentado y seguro y un goleador letal. Para muchos, ese equipo era aún mejor que aquel conjunto con el que ganamos el Mundial de 1966. Sin embargo, el equipo argentino, con un juego estéticamente pobre, que pensaba más en que no perder que en convertir goles y que practicaba más una barrera que una pared, nos dejó con las manos vacías. Espero que no se haya sorprendido por mis conocimientos del tema. No soy una amante del fútbol pero una persona en mi posición debe saber un poco de todo.
             Recuerdo que el partido fue parejo y muy aburrido. Nosotros manejábamos la pelota y ellos esperaban para embocarnos de contra. Entonces apareció “El”, el Enano Maldito, a los 6 minutos del segundo tiempo, para correr una pelota perdida. No hubiera sido más que un despeje imperfecto de Steve Hodge que salió alto y para atrás, al medio del área, para que Peter Shilton la bajara tranquilamente. Pero no. El morochito ése, en un movimiento que vimos todos con excepción del juez de línea y el referee, levantó su puño izquierdo y empujó la pelota al arco vacío antes que llegara el arquero. Increíblemente, injustamente, absurdamente, el árbitro tunecino convalidó el gol.
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           Por supuesto, la flema que nos caracteriza se impuso por sobre el impulso humano y comprensible de lanzarnos sobre el juez para ahorcarlo. ¿Pero qué somos? ¿Irlandeses? ¿Sudamericanos? No. Un pueblo civilizado, que sirve de ejemplo a la barbarie, comprende que se trata de una competencia, de un juego, de una justa deportiva. Por esa razón, nosotros, sus creadores y caballeros por excelencia, en lugar de reaccionar como un Neanderthal, ensayamos una protesta y, después de hacerle saber que no estábamos de acuerdo con su punto de vista, disculpamos al árbitro por no haber visto la mano.
             Sin embargo, eso no fue todo ya que, cuatro minutos más tarde, cuando aún estábamos tratando de digerir la estafa de ese gol, el diabólico gnomo tomó la pelota con sus pies en la mitad de la cancha y, como si estuviera bailando un tango, dibujó un firulete y dejó parados a Reid y Beardsley. Luego corrió veinte metros, encaró a Butcher, y lo hizo pasar de largo, amagando abrirse por la derecha. Inmediatamente, le salió al cruce Fenwick pero, con un pique corto, lo dejó atrás como si estuviera parado. Escurridizo como un ratón, no tardó más de cinco segundos en atravesar el cerrojo que había armado Robson. Cuando Shilton salió a achicarle el ángulo, el hombrecillo volvió a quebrar la cintura hacia afuera, para desparramarlo por el área chica y definir, antes de que Butcher lo derribara.
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           Aquí empieza el problema. Porque la cosa no se resuelve diciendo, simplemente, "nos robaron". Es cierto: lo hicieron. Pero no es tan sencillo, porque nuevamente la flema, sumada a la caballerosidad que nos obliga a ser buenos perdedores y reconocer las virtudes del rival, no podía obviar el detalle de que justo a nosotros, justo ese rival, justo en ese partido, nos hizo el gol más maravilloso, irrepetible e imposible de la historia de los mundiales. En ese momento, me quedé hipnotizada. No supe si insultar o aplaudir. Porque se juntaron el pillaje más obvio, con la obra maestra más perfecta, el juego sucio con la excelencia, el barro con el ballet. Si por un lado, tenía esa horrible sensación de impotencia y rabia de quien ha sufrido un robo, por otro lado, el golazo de ese genio del fútbol me había puesto de rodillas. No podía evitar que se mezclaran la amargura de la injusticia con las dulces lágrimas de la emoción. Sin darme cuenta, estaba aplaudiendo frente al televisor y, a mí alrededor, todo el gabinete hacía lo mismo en la salita del despacho en la que nos habíamos reunido a ver el partido. Luego de terminado el juego, no fue necesario decir nada, para saber que nadie diría ni una palabra de lo sucedido. Jamás.
             Sólo había dos maneras de que la victoria se nos escapara: por medio de alguna tramposa maniobra o por medio de un milagro divino. El traicionero destino hizo que ambas se juntaran en un mismo partido. ¿Cómo hacer para compatibilizar la denuncia por la flagrantemente delictual maniobra del primer gol con la magnífica jugada y definición del segundo? Para peor, el responsable de ambos hechos era la misma persona.
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           Aún no sé si la causa principal de mis males se debe a nuestra costumbre de ahogar las emociones o a ese mágico pigmeo. Porque estoy segura de que Él lo hizo a propósito. ¿Cómo hacer para no sospechar que fue Su intención desde el primer minuto hurtarnos como Robin Hood y bailarnos como Baryshnikov? Odio pensar que Él es el culpable. No quiero darle más entidad de la que le corresponde a ese irreverente roedor, pero tengo que rendirme ante lo evidente. Mejor vengarse un poquito que no vengarse nada, decía un amigo mío. Él hizo precisamente eso y en la Argentina lo vivieron como una revancha por todo lo que había pasado en el '82. Yo sé que es ridículo comparar y que debería ver el asunto con desdén y casi curiosidad científica por ese festejo desmedido y absurdo. Pero lo cierto es que, de todas formas, me molesta. Y mucho. Porque no puedo dejar de reconocer que ese minúsculo geniecillo ése día se hizo grande y nos humilló. No puedo negarlo.
                       Doctor, hace cuatro años que sueño con Él y ese partido. No puedo aceptar que ese monstruo de un metro sesenta, en sólo cinco minutos, nos haya robado y convertido el gol más espectacular de la historia. Cuando a uno se le ha enseñado a ignorar las emociones: ¿cómo se hace para odiar y admirar al mismo tiempo? ¿Para acumular tanto rencor y fascinación, sin enloquecer? No necesito decirle, doctor, que este asunto de mi tratamiento es de vital importancia y amerita la más estricta reserva. Tal vez usted pueda ayudarme. Quiero volver a dormir en paz. Quiero quitarme esta maldición de encima. Quiero olvidar a Diego Armando Maradona.
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                                                                                         Margaret Thacher
                                                                                         Primer Ministro
                                                                                        10 Downing St,
                                                                                        Londres, Reino Unido
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Al primer amor
Recuerdo bien cuando te conocí. Fue durante una fiesta de mis viejos, en una fría noche de otoño en mi casa en el sur. Un poco para que no molestara, supongo, y otro poco para que me hiciera grande, papá me puso frente a vos y me dijo: “tenés que conocerla”. Porque la verdad es que yo ya te había visto antes pero no te había dado mucha bolilla. Por eso él, que se había avivado, me insistió, dale que te dale, para que te conociera. “Ya estás en edad”, me dijo. Me acerqué de a poco, tímidamente, sabiendo que él me observaba desde el otro rincón, y me quedé observándote. De suaves curvas, toda de negro y con algunos detalles en blanco y rojo, cuanto más me acercaba, más atractiva me empezaste a parecer. Sin decir nada, te tomé osadamente con mi mano derecha y te llevé a un cuarto, donde nos quedamos solos. Allí me sorprendiste. Sonó una de esas baladas ochentosas de lo más tontas, “You make me love you” de Roger Hodgson, o una de esas y su melodía me llegó al alma. Instantáneamente, me enamoré. Bailamos toda la noche.
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Al día siguiente, después de almorzar, papá me buscó y hablamos de cómo me había ido. Le conté todo, sin guardarme ni exagerar ningún detalle, mientras el viejo me miraba orgulloso, con sus ojos brillosos, como recordando a su primer amor. Me dijo que no dejara de escucharte y me aseguró que, si te cuidaba bien, vos me acompañarías siempre. No sólo al momento de divertirse, sino también cuando más adelante me pusiera a estudiar y a trabajar o, simplemente, mantenerme despierto mientras manejaba en medio de una ruta o pasar un buen rato en silencio.
Desde aquel día (o noche) fuimos inseparables. Yo estaba como poseído: no podía dejar de pensar en vos. Mi vieja, claro, me retaba porque yo me la pasaba con cara de idiota, los ojos perdidos en el horizonte, sin prestar atención a la tarea del cole o lo que fuera. Pasamos tardes y noches enteras juntos, escuchando tanto los temas “lentos” y románticos, como los rocks más movidos o el pop de moda en aquella época. Aunque no todo fue color de rosa y también tuvimos nuestras épocas conflictivas, ¿no? Recuerdo que, una vez, nos distanciamos y estuve a punto de dejarte. La secundaria se había puesto brava y, entre el estudio y el deporte, casi no tenía ratos para pasar juntos. Un poco más durante los fines de semana, pero ahí jugaba River y con eso no se negociaba. Necesitaba de mi tiempo para sufrir, angustiarme y festejar o amargarme por el resto de la semana. Papá se dio cuenta y casi me mata. Me miró serio y me dijo “¿Vos estás loco? ¿No se te ocurrió que podés compartir con ella un partido y lo vas a pasar mucho mejor?”. Así fue que descubrí que también eras fanática del fútbol. No sólo te gustaba, sino que estabas pendiente de todos los partidos de la fecha. No tenía descanso ni cuando jugaba la selección. Cómo disfrutamos esa época. ¡Cuántos goles gritamos juntos! ¡Campeonatos también! Además, ya eras una especie de cábala y los partidos los tenía que escuchar, si o si, con vos. Si hasta ese momento me gustabas, desde allí creí que podía estar con vos para siempre.
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A los pocos años, me fui a estudiar a Buenos Aires y vos viniste conmigo. Fue en esa época cuando me mandé la cagada. No sé si fueron las luces de la gran ciudad, como se suele decir, o qué. Pero me la mandé…
A ella también la conocía de antes y, como vos sabés, había tenido algún coqueteo esporádico, aunque nunca nada serio: a vos no te cambiaba por nada. Pero de repente, en algún momento en medio del Mundial de 1994, las cosas empezaron a cambiar. No quiero que suene a justificación, pero varias cosas influyeron. El estudio me sacaba mucho más tiempo que antes, empecé a salir más seguido con mis nuevos amigos… Y siempre me la encontraba a ella, sin importar dónde fuera: boliches, bares, cualquier lugar. Además, no me vas a negar que es muy fachera, llamativa, sexy o como quieras llamarlo: está buenísima. La mirás y te quedás embobado. A todos les pasa, no soy el único. Sí, ya sé: también es bastante tonta. Muy tonta, si querés. No es como vos, que hacés observaciones inteligentes y acordes al tema que sea. Música, historia, teatro, política, deporte…A veces no estamos de acuerdo, pero siempre sabes qué decir y la gente te escucha con atención y se queda pensando. Con la otra, en general, no se puede hablar de cosas serias. Como mucho, te dice algo de cine y está más o menos al día con las cosas que pasan a diario, pero no le pidas mucho detalle.
Ah, otra cosa que me rompió la cabeza fue que a ella también le encanta el fútbol. Con ella aprendí a disfrutar del espectáculo de color y sonido de las tribunas. Si con vos me sentía como sobrevolando la cancha, con ella era como si estuviera en medio de las gradas. Bueno, bueno, a lo mejor eran detalles irrelevantes para el partido, aspectos visuales, y es verdad que sus comentarios eran intrascendentes, pero qué querés… Me dejé envolver por sus encantos y permanentes novedades. Por sus pavadas divertidas y su glamour hedonista.
Un día no me acordé de buscarte para el partido. Te dejé y me fui con ella. Por un tiempo, varios años, estuve con ella, completamente seducido por sus encantos, en un romance estúpido y vacío que duró más de lo debido. Hasta que un día me di cuenta que estaba harto de sus comentarios superficiales, de sus banalidades y de su monotonía infernal. La dejé también, como quien abandona esos cassettes de música pegadiza pero intrascendente y pasajera, cansado de su colorido, pero monótono ritmo saturador.
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Coincidió esto con el hecho de que me fui a vivir a Nueva York. Gente nueva, trabajo desconocido, idioma diferente, costumbres distintas… La otra había quedado atrás pero tampoco me acordé de vos. Tenía demasiadas cosas en la cabeza. Pasaron los meses y, de repente, casi por error, volví a encontrarte y escuchar tu voz. Fue volviendo de una recepción, en otra noche de frío, pero muchos años y otoños después de aquella “primera vez”. Estaba distraído, mirando a través de la ventanilla de un taxi las veredas vacías y los coquetos negocios de la avenida Madison cuando, mágicamente, llegaron a mis oídos los compases de “Por una Cabeza” de Gardel y Le Pera. El tango, melancólico y sublime, me penetró como un puñal y me llegó hasta el alma. Y me acordé de papá, y de vos, y de aquella noche mágica. Llegué a casa lagrimeando y te busqué con la computadora en internet, única forma de dar con vos a la distancia. Sintonicé un programa de fútbol de Buenos Aires y, antes de ir a las noticias, pasaron la repetición del mágico gol de Maradona a los ingleses. Entraron a mi cabeza mil recuerdos futboleros, ilustrados por esos relatos vivos que superan por mucho las escuetas descripciones que, por falta de espontaneidad o incapacidad, los relatores televisivos nunca podrán igualar porque pintan con colores opacos y repeticiones vacuas. Me di cuenta entonces de lo mucho que necesitaba de tu compañía, de tus reflexiones, de tu música y comprendí la razón por la cual papá también se había enamorado de vos. Es que la otra, la caja boba, por más gracia y “cholulismo” que muestre, nunca podrá igualarte ni comprender la verdadera dimensión del compañerismo que le brindas a los que te escuchan sin por eso transformarlos en autómatas. Porque la otra es como esas sirenas de la Odisea, que encantaban a los viajeros y los hipnotizaban con sus encantos para llevarlos al fondo del mar. Vos, en cambio, sos como Palas Atenea, que estaba junto a los héroes griegos para aconsejarlos y acompañarlos.
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Como si fuera una señal de tu perdón, en el aire sonó la voz grave y cálida del locutor para anunciar un tema de Frank Sinatra, “All the way”. A las pocas semanas, regresé por unos días a Buenos Aires. En cuanto llegué al departamento de papá, corrí al placard donde todavía estaban algunas de mis viejas cosas. Allí, algo polvorienta, pero en perfectas condiciones, estabas vos, mi querida radio. Recorrí una vez más con mis dedos, tu figura negra y salpicada de blanco y rojo. Te enchufé con algo de temor, pero escuché, con un poco de estática, la cortina musical y el informativo de Radio Nacional. Me abracé a vos y te llevé nuevamente conmigo para no separarnos nunca más.
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Las Alas de la Libertad
A Juan Gifford Stower[1]
 El hombre descendió con cuidado en la última estación del tranvía 38 en las barrancas de Belgrano. Había llegado hasta allí, siguiendo unas anotaciones de un papel amarillento y arrugado que le habían hecho en la Casa del Voluntario Sudamericano, cerca de la estación londinense de Paddington, y una carta que llevaba en el bolsillo interno de su chaqueta. Después de parar en un kiosco de revistas de la avenida Juramento a comprar el Buenos Aires Herald y fósforos, se acercó a una bonita casa de estilo español sobre la calle Zapata, cerca de las vías del tren. Ante la ausencia de respuesta a sus llamados, preguntó en su precario español, por sus habitantes a una mujer que barría la vereda. La señora contestó que la dueña de casa solía ir con su hijo a una plaza ubicada frente a la iglesia de la Redonda. El hombre, que iba vestido con blazer y pantalón azul oscuro, camisa celeste y zapatos y corbata negros, cruzó la adoquinada calle y se dirigió hacia el lugar, ubicado detrás del caserón de la que había sido casa de Faustino Sarmiento.
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El mes de febrero de 1945 era caluroso pero al hombre (un muchacho de unos 25 años, en realidad) parecía no molestarle. Buscó un banco desde donde podía ver los juegos para niños y desplegó el diario, donde las noticias que ocuparon su atención fueron las referentes a la Conferencia de Yalta y el bombardeo aliado sobre Dresden. Bajó el periódico y encendió su pipa, dispuesto a esperar lo que fuera necesario. A los curiosos les llamó la atención la gorra de oficial piloto de la Real Fuerza Aérea que había dejado a su lado junto a una chaqueta azul que llevaba bordada la insignia “Argentina” sobre ambos hombros.
                                                              ***
 Héctor Mac Donald, a bordo de un Hawker Hurricane del escuadrón 164 de la Royal Air Force (RAF) había cumplido su misión de bombardear exitosamente un depósito y estación de trenes en las afueras de Rotterdam y emprendía su marcha al norte, de vuelta hacia su base en Manston, al sur de Inglaterra. El escuadrón 164 era el llamado “argentino-británico” y en él volaban algunos de los más de 600 voluntarios argentinos que se habían presentado espontáneamente al comenzar la segunda guerra mundial a luchar contra los alemanes. Héctor, nacido en Banfield, provincia de Buenos Aires, era uno de ellos. El día era soleado y caluroso y la visibilidad casi perfecta, como lo había sido toda esa semana de agosto de 1943. El argentino soñaba ya con el mate que prepararía luego de aterrizar en su base cuando escuchó la alerta de Peter Mansell, uno de sus dos compañeros:
           -Líder Azul, líder Azul -llamó una voz agitada y entrecortada por la estática-. Tenemos compañía. A las dos en punto, arriba.
           Héctor levantó automáticamente su vista hacia la dirección indicada y alcanzó a ver cuatro o cinco puntos sombras. Los rayos del sol directamente sobre ellos no permitían distinguir exactamente la cantidad.
           -Atento, Azul 2. Están sobre nosotros. Pueden ser Messerschmitts -respondió Héctor con ansiedad.
           Sus palabras fueron interrumpidas por una ráfaga de ametralladoras que pasó demasiado a su izquierda.
           -¡Sepárense! -gritó el argentino, haciendo una maniobra evasiva hacia la derecha.
           Los tres cazas se separaron y comenzaron a ser perseguidos por uno o dos aviones alemanes. Héctor sintió una explosión y pudo ver al avión de James Roberts, su otro compañero, que descendía de forma vertical y descontrolada, envuelto en llamas. Pero no tuvo tiempo de lamentarlo, ya que sintió un sacudón en la carrocería de su avión y una nueva ráfaga de balas trazadoras pasó cerca del blindex de su cabina. Vio una sombra que pasaba por delante de él y, automáticamente, abrió fuego sobre el piloto alemán que había calculado mal las distancias y se había pasado. Héctor pudo ver una explosión naranja y cómo el Messerschmitt se alejaba seguido de una columna de denso humo blanco. En ese momento sintió otra vez varios sacudones a su derecha y pudo ver que un caza alemán estaba detrás de él. Hizo una maniobra evasiva, seguida de otra hacia arriba, luego hacia abajo y, finalmente hacia derecha e izquierda. Logró que su enemigo se equivocara en un giro y fuera en otra dirección. Ya no tenía aviones detrás pero no alcanzaba a ver ni a Peter ni al resto de los cazas alemanes. Suspiró aliviado, aunque notó con preocupación que su propio Hurricane perdía altitud y se inclinaba peligrosamente hacia su derecha. Entonces vio que esa ala estaba bastante agujereada por las balas del último ataque. Intentó estabilizar su avión, tirando de su timón hacia sí y a la izquierda, pero la presión que ejercía el avión a la derecha le indicaban que corría serios riesgos. Sin dejar de putear en español, abrió la cabina con sus manos, intentando mantener estable el aparato con la palanca entre las rodillas y comprobó que aún tenía posibilidades de arrojarse en paracaídas sin peligro. Rápidamente se paró sobre su asiento, puso su pie derecho sobre el borde de la cabina y saltó al vacío. Alcanzó a ver cómo a su aparato, segundos después de arrojarse, se le quebraba el ala averiada y caía girando sobre sí mismo, a tierra.
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  Por la noche de ese mismo día, el piloto Mac Donald fue llevado a los calabozos de una base de la Luftwaffe en las afueras de Utrecht y, por la mañana del día siguiente, enviado al Dulag Luft, campo de prisioneros provisional de la Luftwaffe en el pueblo de Oberursel, cerca de Frankfurt. Por la tarde, el piloto argentino fue conducido por dos guardias de la policía militar de la Luftwaffe al despacho del Comandante Gustav Von Brehmentritt, jefe del Dulag Luft. A una seña de éste, ambos se retiraron, dejando a un exhausto Héctor Mac Donald sentado en una silla, delante de una mesa cargada de comida, en la que el oficial alemán acababa de cenar. El argentino era de estatura mediana, tenía el cabello castaño claro y ojos azules muy oscuros. Llevaba su uniforme azul de piloto, manchado de humo y algo chamuscado. Su aspecto contrastaba con el de Von Brehmentritt, vestido con un impecable uniforme azul grisáseo. El oficial alemán, de unos sesenta años, tenía una expresión seria pero amable. Llevaba lentes con cristales redondos y hablaba con serenidad. Von Brehmentritt sirvió una copa de vino y se la acercó a Mac Donald.
-Sírvase -le dijo amablemente y en un perfecto inglés. Mac Donald tomó la copa y también un pedazo de pan que sacó de una bandeja cercana. El Comandante del Campo de Prisioneros, comenzó a dar vueltas alrededor del hambriento piloto. Luego, se detuvo y señaló el distintivo con la palabra “Argentina” inscripta en el hombro izquierdo del piloto-. Me dicen que usted es argentino…
-Es correcto -respondió Héctor, mientras se servía una salchicha-. Sólo puedo agregar que volaba un Hawker Hurricane y que pertenezco al escuadrón 164 de la Real Fuerza Aérea con base en el sur de Inglaterra.
El alemán lo miró con curiosidad.
-¿Y qué hace un argentino volando en la RAF? -preguntó.
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-Mis padres son escoceses. Me presenté como voluntario al empezar la guerra. Cosas de familia, entenderá usted -contestó Héctor-. Mis padres fueron a trabajar a la Argentina luego de la primera guerra mundial y ya no volvimos.
-Ahora entiendo ese extraño acento al hablar -observó el comandante del Campo, levantando una de sus canosas cejas-. Lo he hecho citar aquí para conocerlo. Como todos los pilotos derribados en la zona, estará un tiempo con nosotros pero luego de ser identificado y de que la burocracia nazi se ocupe de usted, será transferido a otro campo en forma definitiva. Probablemente el Stalag Luft III. Pero suelo invitar a mis “huéspedes” primero para conocerlos. Ahora lo conducirán a las barracas con el resto de los prisioneros, donde se presentará ante el Capitán Lovell, que es quien está al mando del campo. Ya le explicará él todo lo referente a la estadía y a las reglas de comportamiento.
Mac Donald asintió, mientras devoraba un poco de chucrut y se servía nuevamente vino blanco.
-Todos los recién llegados tienen la idea de intentar escapar. Ni lo piense. Estamos en el centro de Alemania y hay un largo camino hacia Suiza. Compórtese como un buen invitado y no tendremos incidentes desagradables -Von Brehmentritt hizo una pausa-… Voy a contarle una curiosidad: estuve destinado como agregado militar en Buenos Aires en 1935 y 1936. Teníamos nuestra embajada en el centro pero la residencia del embajador estaba en Vicente López, provincia de Buenos Aires. Por allí había una zona con una gran inmigración inglesa…
El piloto argentino asintió en silencio.
-Es cierto. Cerca de San Isidro, bastante más al norte. Banfield, donde yo nací, se encuentra en la zona sur, donde también hay ingleses vinculados al ferrocarril: Temperley, Banfield, Hurlingham, Lomas de Zamora… Empecé a estudiar ingeniería pero hice el curso de piloto e ingresé a trabajar en Aeroposta Argentina hasta el comienzo de la guerra. Allí fue cuando me presenté como voluntario en la Embajada Británica.
-Pero usted no es escocés sino argentino -dijo Von Brehmentritt.
El piloto se encogió de hombros.
-No lo tome a mal pero estaba convencido de que, si ustedes triunfaban en Europa, luego vendrían a Sudamérica. Mejor pelear aquí que en Argentina. Y como mi gobierno se niega a declarar la guerra…
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Von Brehmentritt caminó por la vacía habitación y los tacos de sus largas botas resonaban como disparos.
-Pasé buenos momentos en su país. Bailando tango, disfrutando del hipódromo, de sus campos y del fútbol. Y claro, las mujeres y el vino -agregó con una sonrisa-. ¿Tiene familia?
En ese momento se escuchó el ruido de las piedras del patio aplastadas por los neumáticos de un automóvil que estacionaba en la entrada. El alemán se asomó nuevamente a la ventana y luego se acercó al argentino.
-Estoy casado y tengo un hijo, Pedro, de cinco años.
Von Brehmentritt lo interrumpió, tomándolo por los hombros.
-Discúlpeme pero vamos a tener que seguir nuestra conversación más tarde. El auto que llegó recién es del jefe de la Gestapo para este distrito. No sé qué hace aquí pero su presencia nunca es bienvenida. Y mejor que no se lo cruce a usted tampoco. Me cae bien. Si quiere, escriba una carta y yo intentaré hacerla llegar a la Argentina a través de la Cruz Roja.
A una orden del Comandante, un guardia retiró al piloto, que fue llevado a las barracas con el resto de los prisioneros para pasar la noche. Al salir, se cruzó con un oficial vestido con uniforme e impermeable negro, con el pelo rubio muy corto y ojos de azul intenso. Pasó a su lado sin fijarse en él pero Mac Donald pudo notar la expresión fría y traicionera de su mirada. También quedó grabada en su retina la inquietante calavera plateada en la gorra del alemán…
  Rato después, Mac Donald fue llevado por sus compañeros de barraca ante Walter Lovell. A pesar de que el piloto argentino esperaba encontrarse con un hombre más mayor, Lovell tenía pocos años más que él. Lo esperaba con dos de sus colaboradores. Tenía una camisa azul de mangas cortas en la que tenía bordada la insignia de la RAF y el rango de líder de escuadrón. Tenía un fino bigote y fumaba un cigarrillo. La habitación estaba iluminada por una lámpara eléctrica que habían conectado clandestinamente a un cable alemán. Las ventanas del lugar estaban cerradas por dentro para evitar las miradas de los guardias después del toque de queda y que algún haz de luz se filtrara al exterior. Debido al calor, Lovell llevaba los dos botones de la camisa abiertos y la gorra estaba echada hacia atrás y a un costado.
Mac Donald hizo la venia al entrar, pero Lovell se incorporó de su silla y estrechó la mano derecha del argentino.
-Bienvenido. Sé que ya conoció al Comandante Von Brehmentritt. Es un hombre razonable -aseguró-. Es voluntario, por lo que veo.
-Sí, señor. Teniente de Vuelo Héctor Mac Donald, escuadrón 164 de Su Majestad. Nuestra base está en Manston y estamos equipados con Hurricanes. Me derribaron cerca de Utrech, en Holanda ayer, después de una misión de bombardeo de depósitos y trenes. Soy argentino.
-Siempre preferí volar con voluntarios que con pilotos enrolados por la leva -dijo Lovell con una sonrisa-. Soy Walter Lovell, australiano de Canberra y también voluntario. Jefe de escuadrón, volaba con el 88 hasta que un Messerchsmitt me sorprendió a pocos kilómetros de aquí.
A continuación, Mac Donald explicó con mayor detalle cómo fue el encuentro con los alemanes hasta que lo derribaron.
-Bueno, al menos logró eliminar a uno de sus perseguidores -reflexionó Lovell-. El que me derribó a mí, vino tan rápido que ni siquiera me di cuenta y tuve que saltar ridículamente con mi Spitfire en llamas. Como un novatito…
-El Comandante me dijo que estaré unos días aquí, hasta que llegue la orden de que me trasladen a otro campo en forma definitiva -comentó Mac Donald inquieto.
-Lamentablemente, lo tendremos poco por aquí. Pero así es con todos o casi todos. Yo soy la excepción, al igual que alguno más -sonrió Lovell-. Aprovecho para comentarle que también soy el “presidente” del Comité de Fugas. Comité que, en la práctica, se encarga únicamente, de hacer algunas maldades a los alemanes para que no la pasen de vacaciones con nosotros. Pero, en materia de escapes, debo reconocerlo, estamos en falta… Como este es un campamento provisorio, no hay tiempo para preparar grandes fugas: la gente sencillamente es trasladada antes de poder hacer cualquier movimiento.
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Mac Donald se levantó para despedirse. Después de saludar a todos, se colocó su gorra de oficial y al llegar a la puerta, giró sobre sus talones:
-Acabo de recordar algo. Cuando salía, Von Brehmentritt me dijo que me retirara porque estaba llegando el jefe regional, o algo así, de la Gestapo.
Se hizo un silencio sepulcral en el lugar.
-¿Sabe quién era? -preguntó Lovell.
Mac Donald movió la cabeza de un lado al otro.
-No. Pero me lo crucé. Era algo más bajo que yo, rubio y de lentes y ojos azules. Mucha cara de hijo de puta…
Los presentes se miraron entre ellos, incómodos.
-Seguramente es Karl Foch… Cada tanto aparece por acá. Nunca es por nada bueno. Espero que no tenga nada que ver con su llegada -reflexionó Lovell-. Vaya a descansar. Mañana hablaremos. Y empiece a ponerse en forma para ganar ese partido contra los hunos.
  Al día siguiente, mientras Mac Donald trabajaba con otros prisioneros en la carpintería del campamento, se presentaron dos guardias con la orden de llevar al argentino ante Von Brehmentritt de forma urgente. El piloto fue conducido a través del campo hasta la cabina que hacía las veces de oficina privada del Comandante del Dalag Luft, separada del resto de las construcciones. Frente a la pequeña casilla, en un espacio abierto, los guardias jugaban al fútbol, como si la guerra no existiera. De repente, la pelota fue despejada por un defensor. El balón salió despedido hacia arriba varios metros y su trayectoria indicaba que caería justo en el lugar donde estaban por pasar el piloto y sus guardias. Antes de que eso ocurriera, Mac Donald levantó la vista, se movió un paso atrás y detuvo la pelota, amortiguando el golpe con el pecho. Luego, ante la sorpresa de sus dos cancerberos, dejó que picara una vez y la devolvió de un pelotazo hacia el punto desde el cual venía. Von Brehmentritt, impresionado, observó toda la escena desde su ventana.
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El piloto argentino entró a la oficina del Comandante y los guardias se retiraron. Se sentó sobre una silla y esperó en silencio a que Von Brehmentritt, que continuaba mirando hacia afuera por la ventana, le dirigiera la palabra.
-El jefe de la Gestapo estuvo aquí anoche -comenzó a explicar el alemán mientras abría su cigarrera y se aprestaba a fumar-. Alguien les ha avisado que recibimos un prisionero argentino y quieren interrogarlo en su cuartel. ¿Quiere uno?
-No fumo, gracias. Pero lo escucho -dijo el argentino, que había empezado a empalidecer.
-Normalmente -intervino Von Brehmentritt- los prisioneros son sometidos a un interrogatorio por miembros de la Gestapo en una barraca que está dentro del campo. Cosas más bien de rutina. No suele ser común que pidan que entreguemos a un prisionero y nosotros solemos negarnos a este tipo de solicitudes. Aunque a la mayoría de nosotros nos caiga mal la Gestapo, ellos tienen un control político sobre nosotros y, en la mayoría de los casos, logran su objetivo. En este caso, para peor, el pedido parece ser más razonable debido a que usted no es inglés y no suelen aparecer compatriotas suyos...
El alemán caminó hasta una tetera y sirvió dos tazas.
-Hemos discutido el asunto, incluso más allá de los límites. Ya le dije que estuve en Argentina y usted me cayó bien. No quisiera verlo en las garras de estos patanes. La cosa se decidirá en Berlín, ya que Foch ha prometido que acudirá a sus contactos y, lamento decirle, tiene amigos cercanos a Himmler. Sin embargo, tal vez, yo podría hacer algo por usted. Nada me gustaría más que dejar con las ganas a estos bastardos. -reflexionó en voz alta Von Brehmentritt, mientras le acercaba una taza de té a Mac Donald-… Por cierto, capitán, ¿a usted le gusta el fútbol?
El argentino se sorprendió.
-Solía jugar mucho en mi barrio cuando era niño, al costado de las vías, armando los arcos con viejos durmientes -explicó-. Después, dejé de jugarlo, aunque me gustaba ir a la cancha de Banfield y alguna vez he ido a ver a Racing, que tiene los mismos colores que la selección argentina. No lo tome a mal pero, aunque disfruto de la charla, estoy algo preocupado por lo de la Gestapo y mi futuro próximo… Que no veo que tenga nada que ver con el fútbol, lamentablemente.
Von Brehmentritt sonrió.
-Aunque no lo crea, puede que sí tenga que ver.
  Media hora más tarde, Mac Donald regresó al sector de los prisioneros y fue directo a hablar con Lovell. Éste estaba reunido, hablando alemán y tomando cerveza con un piloto de la Luftwaffe de perfecto uniforme y totalmente desarmado.
-Ah, Mac Donald, pase. Déjeme presentarle a un amigo mío… Y también suyo, si me lo permite -el alemán se incorporó y extendió su mano derecha, que el argentino estrechó algo dubitativo-. Este es Johachim Kinsmann, Comandante de ala de la Luftwaffe,  y piloto de Messerschmitt. Uno de los ases alemanes más populares de Alemania con… ¿cuarenta y cuatro victorias?
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El alemán sonrió.
-Cuarenta y cinco, si contamos la de ayer -explicó en un inglés algo forzado.
Lovell se rió estrepitosamente.
-Claro. Bueno, cazador y presa, tengo el gusto de presentarlos -volvió a reír el australiano. Al notar la cara de desconcierto del argentino, agregó-. Usted, Mac Donald, es el número cuarenta y cinco.
-Encantado de conocerlo -dijo Kinsmann-. Me alegró ver que, al menos, lograba lanzarse en paracaídas.
Mac Donald sonrió, aunque continuaba algo incómodo. Observó el uniforme de verano del alemán, adornado por varias medallas y una cruz de hierro en el cuello.
-No se ponga mal, Héctor -le dijo Lovell palmeándolo en la espalda-, a mí también me derribó este mismo sujeto.
-Cuarenta y cinco victorias, ¿eh? Yo apenas llegué a ocho… -reflexionó el argentino.
-Es que nosotros empezamos la guerra antes -dijo el alemán, como justificándose-, sin contar con que estuve dos años en el frente ruso. Allí los aviones no son tan buenos como los nuestros y la mayoría de los pilotos carecen de un entrenamiento más… profesional.
Luego terminó su cerveza de un trago.
-Ha sido un placer, oficial Mac Donald. Espero que no me guarde rencor. Los veré en otro momento, tengo que volver a la base.
A continuación, hizo una reverencia mientras hacía sonar los tacos de sus botas, y salió.
-No me lo crea, pero me he hecho amigo de Kinsmann. Incluso me llevó al aeródromo para enseñarme a volar en su Messerschmitt. Parece estúpido pero ellos son así: consideran que la guerra terminó para nosotros y que no haremos ningún intento de volver a ella. La pena es que no me dejó probarlo -dijo, guiñando un ojo-. ¿Cómo le fue con Von Brehmenttrit?
Mac Donald se sirvió lo que quedaba de la cerveza.
-Mal. Según parece, ese tal Foch de la Gestapo se ha enterado de mi presencia aquí y considera que puedo ser un espía.
-¿Un espía?
-Nunca habían escuchado de la existencia de voluntarios argentinos en la RAF o entre las fuerzas aliadas y, como nosotros no hemos declarado la guerra a Alemania, sostienen que es una cortina para ocultar mis actividades de espionaje… De cualquier manera, ha dicho que quieren llevarme a su cuartel para interrogarme -explicó Mac Donald.
-La cosa pinta mal. Tenemos que ver la manera de sacarlo de aquí. ¿Qué ha dicho Von Brehmentritt?
-Que yo soy piloto de la RAF y que estoy dentro de su jurisdicción y que debo ser enviado al Stalag Luft III, o como sea que se pronuncie -dijo desanimado el argentino-… No sé si creerle…
-Si así se lo dijo, es porque así lo ha hecho. La Gestapo y las SS no son queridas en el ejército. Al menos, no en la Luftwaffe. Sin embargo, no sé realmente cuánto podrá hacer él para evitar que Foch se salga con la suya. Pediré hablar con Von Brehmentritt. Debemos evitar que a usted se lo lleven…
-Según me dijo el Comandante, si llega la orden de Berlín, solicitará a Foch que espere hasta que se juegue un partido de fútbol entre los prisioneros y los guardias. Aparentemente, el jefe de la Gestapo es un adicto a las apuestas y no ha resistido la tentación de pujar a favor nuestro y contra la Luftwaffe.
Lovell se rió al ver la cara de desconcierto de Mac Donald.
-Jugamos una o dos veces por mes un partido de fútbol contra los guardias. Como ya le dije -explicó el australiano-, Von Brehmentritt es un tipo razonable. Y hace dos o tres meses que no nos ganan, a pesar de que solíamos ser los derrotados. Solemos apostar cigarrillos o bebidas. Por eso tenemos cerveza hoy.
Mac Donald se encogió de hombros.
-Según le ha dicho, yo he sido incorporado al equipo y, en virtud de mis supuestas condiciones como delantero, ustedes habrían pedido que el traslado se haga luego del partido…
-No es mala la idea del viejo. De esa manera, ganamos tiempo y hasta podríamos intentar algún escape. Evidentemente, le ha caído en gracia al alemán. De lo contrario, nunca hubiera propuesto algo así… Debemos pensar en algo antes del partido de la semana que viene.
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  Tres días más tarde, luego de la cena y del toque de queda, Lovell y Mac Donald se reunieron a solas en la barraca de oficiales. El australiano metió una mano en su bolsillo interno de la camisa y sacó una pequeña botella de kirsch.
-Mac Donald, Von Brehmentritt le manda esto. Lamento comunicarle que una vez finalizado el partido, lo asesinarán.
El piloto argentino levantó sus cejas y tomó un trago del aguardiente, sin decir nada.
-Foch tiene espías en todos lados, incluyendo el secretario de Von Brehmentritt, que es agente del partido. Según me ha dicho el Comandante, la orden de traspaso a la Gestapo llegó ayer pero Von Brehmentritt la escondió. Seguramente su secretario revisó su oficina y encontró el telegrama enviado desde Berlín. Para evitar que escape, miembros de la Gestapo lo arrestarán al finalizar el partido en el vestuario y se lo llevarán. Lo más probable es que nunca llegue a ningún lado y usted sea fusilado en algún descampado sin mucho más miramiento, supuestamente, mientras intentaba escapar…
Mac Donald se pasó un brazo por la frente para secarse la transpiración.
-Sin embargo, lo hemos discutido con Von Brehmentritt y puede que tengamos la forma de lidiar con esta “contrariedad” -dijo el australiano-. Hay un suizo que se encarga de traer contrabando regularmente desde su país para abastecer a ciertos comerciantes importantes de la zona e, incluso, a las bases de la Luftwaffe y el ejército. Él lo podría llevar hasta la frontera con Suiza, a unos 300 kilómetros de aquí en su camión y cruzarlo a Basilea. Desde allí, usted deberá ingeniárselas por sí solo.
-¿Podemos confiar en este hombre? -preguntó Mac Donald.
-Imposible saberlo. Es un comerciante conocido por todos en la zona y todos están acostumbrados a ver su carga y mirar para otro lado. Lo sé por Von Brehmentritt pero también por Kinsmann. Hasta nosotros hemos pedido ciertas cosas alguna vez. No hay razones para que esta vez no suceda lo mismo. Además -Lovell suspiró-… Además, no tenemos otra opción. El lugar estará muy vigilado para evitar que usted escape. Usted irá escondido en la cajuela.
-¿Cree que funcionará?
-No estoy seguro. Pero, por si acaso, deberíamos desconfiar en el  plan de Von Brehmentritt…
-¿Cree usted que nos traicionará?
-No. Si fuera así, lo entregaría sencillamente a la Gestapo. Pero sé de buena fuente que Von Brehmentritt está sospechado de haber participado en un reciente atentado fallido contra Hitler. Seguramente por eso Foch lo está vigilando de cerca -relató Lovell pensativo-. Y por esa misma razón, debemos desconfiar y presumir que la Gestapo se enterará de su plan. Tengo otra idea. El día anterior al partido, le traeré un uniforme de piloto alemán y papeles que lo identificarán como tal. El plan consiste en infiltrarse en la base de la Luftwaffe y robarse un Messerschmitt...
-¿Consiguieron un uniforme de piloto? -se sorprendió Mac Donald.
Lovell sonrió.
-Con gorra y todo. Le sorprendería la cantidad de cosas que logramos robar o comprar a los guardias a cambio de los cigarrillos o chocolates que nos manda la Cruz Roja…
-¿Pero cómo podré manejar el Messerschmitt?
-Tranquilo, Mac. Yo le daré las anotaciones correspondientes y las repasaremos día a día hasta que llegue el momento. No se olvide que soy amigo de Kinsmann y él me enseñó a volarlo. Pero no diga nada a nadie. Tampoco a Von Brehmentritt. Tengamos este plan como alternativa.
  La noche anterior al partido, nuevamente Lovell se reunió con Mac Donald a escondidas, luego del toque de queda. El argentino no había vuelto a hablar ni con Von Brehmentritt ni con Lovell en ningún momento.
-Está todo listo, Mac Donald. El camión del suizo lo buscará mañana. Von Brehmentritt ya ha dado la orden de que dejen entrar su camión al campo y que los guardias desaparezcan entre las cuatro y las cuatro y media de la mañana para que usted suba. Viajará escondido entre la carga y, le advierto, será un viaje largo, ya que el Sr. Braun irá a la base de la Luftwaffe primero, y luego hará paradas en Baden-Baden y alguna otra antes de cruzar el límite rumbo a Basilea.
Mac Donald asintió. Lovell abrió una bolsa de lona.
-Vea usted lo que prefiere hacer. Aquí tiene un uniforme de piloto de la Luftwaffe de su medida para el caso que crea conveniente cambiar de planes e intentar robar un avión, como lo habíamos hablado. Y también tiene usted esto -el australiano le entregó un papel doblado en cuatro-: sus documentos que lo acreditan como Gerhard Vöeller, nacido en Colonia en 1915. Le dejo un mapa de la zona. Revíselo. Le hemos marcado el lugar donde estamos nosotros y también la base de la Luftwaffe. Y, finalmente, otro papel con consejos e indicaciones sobre el Messerschmitt. Notará usted que es más rápido que el Hurricane pero menos maniobrable…
-Olvídese, Lovell -lo interrumpió Mac Donald-, usted viene conmigo o no me voy a ningún lado.
Lovell lo miró con cara de incomprensión.
-Me escuchó. Lo espero a las cuatro aquí para subir al camión del suizo.
Lovell intentó protestar.
-¿Está loco? No podemos cambiar ahora. Ya está todo listo para que…
-¿Para qué? -se rió Mac Donald- ¿Para que nos maten? Mire, usted mismo me lo ha dicho. Hace ya un año que está preso aquí. ¿No quiere volver a su hogar? ¿Dejar esta jaula de ratones? Por otro lado, yo no se hablar alemán y usted sí. No podría contestar ni la más sencilla de las preguntas. Yo lo puedo acompañar en silencio pero no desaparecer de Alemania sin saber el idioma. Cualquier niño de escuela me podría descubrir, no importa qué tan perfecto sea el disfraz. Además, si llegamos a intentar lo del avión, sólo usted sabe volarlo. Sabe tan bien cómo yo que una cosa es conocer cómo se maneja un aparato en la teoría y otra distinta es volarlo. Si bien usted no lo ha manejado en el aire, se ha sentado en su cabina y estuvo con uno de los ases de Alemania, que le enseñó a utilizarlo. Yo me estrellaría en veinte minutos. Y, finalmente, serviría para cubrir las espaldas de Von Brehmentritt que nos ayudará a huir. Le debemos eso, al menos. Si escapo yo, las miradas se dirigirán de inmediato a él. Si somos dos, al menos se podría interpretar como una fuga más, sin que los cañones apunten directamente a nuestro amigo germano.
Lovell intentó resistirse pero la lógica de Mac Donald lo dejó sin palabras. Todo lo que decía era cierto. Por otro lado, el australiano sabía que cuanto más variaran el plan acordado, más sorprenderían a la Gestapo y más oportunidades de éxito habría. Y, en efecto, tenía un traje que podría utilizar, así como papeles que él mismo tenía preparados para el caso de que se presentara la oportunidad de huir. Mac Donald tenía razón. La tentación de escapar era demasiado grande…
-Hay algo que no dijo pero que yo agregaré: si las cosas salen mal, siempre es mejor morir acompañado que hacerlo sólo -accedió Lovell-. Nos veremos aquí a las cuatro.
  A la hora señalada, antes del amanecer, Lovell y Mac Donald se encontraron en la entrada de la barraca de oficiales. Cada uno de ellos llevaba ropa de civil y una bolsa de tela con sus mudas de ropa. En silencio, caminaron en dirección a la calle de la entrada, donde estaba estacionado un camión Opel. El campamento parecía abandonado y no se veía a ningún guardia en las cercanías. Caminaron hacia el vehículo y, al pasar cerca de la casilla del Comandante, a Mac Donald le pareció ver al Comandante Von Brehmentritt mirando por la ventana a través de las cortinas. Al llegar hasta el asiento delantero, Lovell tocó el vidrio y el conductor bajó la ventanilla.
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-¿Hoepner? -preguntó el australiano en alemán- Somos dos.
El suizo, visiblemente nervioso, miró sorprendido pero señaló la cajuela del camión. Lovell y Mac Donald, luego de correr la capota, subieron por detrás y se acomodaron entre las cajas y barriles de mercadería que llevaba el contrabandista a Basilea, segundos antes de que el camión iniciara su camino hacia el sur y la frontera con Suiza. Mac Donald y Lovell sonrieron y, luego de pasados unos minutos, el argentino desplegó el mapa de la zona, mientras su compañero encendía un fósforo, para estudiarlo y pensar los pasos a seguir. A continuación, Lovell buscó en su bolsa el uniforme de piloto y comenzó a desvestirse. Mac Donald comenzó a imitarlo cuando el camión giró de pronto y él cayó hacia un costado. Al hacerlo, un librito de bolsillo salió volando y aterrizó a los pies del australiano, que lo levantó lentamente.
-Es una Biblia -explicó Mac Donald.
-No sabía que era religioso -observó Lovell, hojeando el libro. Mientras lo hacía, dió con una foto blanco y negro de una chica de unos 20 años y un chico de 5.
-Mi esposa y mi hijo. Viven en Buenos Aires. Si escapo de esta, viajaré allá aunque sea de polizón -se rió el argentino, tomando el libro de las manos de Lovell y guardando la foto entre sus páginas-... Quiero que los conozca.
-Se lo prometo, amigo mío. Si salimos de ésta...
Luego, observó con curiosidad que Mac Donald sacaba de su bolso una camiseta gastada blanca con franjas celestes.
-Es una remera con la que juego al fútbol. Mi camiseta de la suerte. Tiene los colores de la bandera de mi país -explicó.
-Bueno, no le trajo tanta suerte la última vez que la usó... -dijo el australiano encogiéndose de hombros.
Mac Donald lo miró extrañado.
-Al contrario -se defendió-. Si no hubiera sido por esa suerte, me habría estrellado en mi avión sobre Holanda.
-¿Tiene los documentos? -preguntó el australiano.
Mac Donald asintió, tocándo el bolsillo interno de su camisa.
-Estamos preparados -dijo, acomodándose la gorra de piloto sobre la cabeza.
Los cautivos hicieron un bollo con las ropas de civil y las escondieron detrás de algunas cajas. Finalmente, Mac Donald tomó su chaqueta de la RAF y asomó cuidadosamente su cabeza por fuera de la lona que cubría la caja del camión. Empezó a reconocer los lugares que marcaba el mapa de la zona que tenía en su poder. Sabía que la base de la Luftwaffe estaba cerca y podría ver las luces en la oscuridad.
-Nos estamos acercando a nuestra primera parada -informó volviendo al fondo del camión.
Lovell asintió en silencio, sabiendo que cualquier paso en falso podía llevarlo de vuelta a la prisión y, tal vez, también al paredón. Ambos se sacudieron cuando el camión disminuyó su velocidad y se sacudió al cruzar un pequeño badén que se encontraba en la entrada a la base y pista de la Luftwaffe.  Aún no habían decidido si seguir con Hoepner hasta el final de su recorrido o intentar robar un avión para regresar a Inglaterra...
  Cerca de las once de la mañana, Von Brehmentritt y Foch estaban sentados uno junto al otro en el palco del pequeño estadio Frankfurter Volksbank, hogar del FSV Frankfurt, inaugurado en 1931. Al estar ubicado a unos 20 minutos de Oberursel y el Dalag Luft, el lugar era usualmente prestado a la Luftwaffe para prácticas o partidos. Ambos oficiales seguían con vivo interés el encuentro que la Luftwaffe ganaba por 3 a 2 a los prisioneros. Cuando ya se estaba por terminar el primer tiempo, un jugador de los cautivos comenzó a hacer movimientos de precalentamiento. El jefe de la Gestapo señaló al jugador, que estaba a punto de entrar a jugar.
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-¿Dígame, Comandante, no será aquel nuestro común amigo argentino? Tengo entendido que, a pesar de la solicitud de sus prisioneros, aún no ha ingresado a jugar
Von Brehmentritt le devolvió la mirada con otro interrogante.
-¿Mac Donald, el piloto argentino? Pensé que le había comentado. Finalmente, se levantó algo enfermo, por lo que no jugará el partido…
Foch empalideció y lo fulminó con la mirada.
-Comandante, aunque le confieso que sabía que esto iba a suceder siento vergüenza por su traición al Führer y al régimen -luego hizo una seña a un costado y dos hombres cubiertos por abrigos negros a pesar del cálido clima, se acercaron y tomaron a Von Brehmentritt por ambos brazos-. Queda usted arrestado por traición y por colaborar con el enemigo. Tiene suerte de que no lo haga colgar en este mismo momento.
Von Brehmentritt se sacudió y soltó de los guardias.
-No sé de qué habla, herr Obersturmbannführer.
-Sabemos de su plan para facilitarle la huida a Mac Donald. No tiene escapatoria. No debió interferir con una investigación de la Gestapo -dijo Foch con un tono amenazante similar a un siseo. Luego se dirigió a sus colaboradores-. Sin embargo, estamos al tanto de su plan. Encuentren ese camión y destrúyanlo…
  A las doce y media del mediodía, el Opel de Hoepner recorría a toda velocidad la autopista que llevaba a la frontera. Ya se podían distinguir los contornos de los picos de los alpes. El suizo estaba más tranquilo, sabiendo que en menos de media hora, habría recorrido los 20 kilómetros que restaban para cruzar el límite con Suiza y entrar a Basilea. Sin embargo, el sonido aplastante de un Messerschmitt BF 109 en vuelo rasante lo hizo agachar instintivamente la cabeza casi por debajo del volante. Cuando levantó la mirada, vio como el avión, semejante a una flecha, pasaba por encima de su camión y continuaba volando hasta perderse en el horizonte. Pero en lugar de desaparecer, hizo un giro y regresó a la carga. Por un momento, Hoepner pensó que el avión lo iba a ametrallar, sin embargo, el Messerschmitt volvió a sobrevolarlo y a perderse por detrás. Fue en ese momento cuando los vió: un Kübelwagen armado con una gran ametralladora y varios soldados de uniforme negro se acercaba a toda velocidad por detrás, haciéndole señas para que se detuviera. Hoepner, temeroso, se hizo a un costado y el Küberwagen se detuvo frente a él. De allí surgieron un oficial con mirada amenazante y cuatro soldados armados con subfusiles livianos MP40. El oficial se acercó al asiento del conductor y miró hacia adentro de la cabina con curiosidad y sonrisa sospechosa. Sus ojos azules fríos y pequeños estudiaban detalladamente cada objeto que estaba dentro de la cabina del conductor. Luego, de repente, dijo casi en un susurro:
-Guten morgen. ¿Papiers, bitte?
Hoepner se apresuró a buscar dentro de la guantera los documentos del auto y luego revisó en sus bolsillos hasta que encontró su pasaporte suizo.
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-Klaus Hoepner, ¿eh? ¿Algo que declarar?
-Entre los papeles que le di, tengo el manifiesto de la carga que llevo a Basilea. Soy un comerciante de la zona. Puede preguntar a cualquiera de los pobladores de Friburgo hasta Frankfurt y seguro saben de mí…
La fría mirada del oficial bastó para que Hoepner se callara. El alemán hizo una seña y dos de los soldados caminaron con precaución hacia la parte de atrás del camión.
  Mac Donald y Lovell esperaban agazapados detrás de unos pesados barriles que parecían ser de combustible. Aunque no alcanzaban a verlo, momentos antes había vuelto a escuchar que un Messerschmitt sobrevolaba por sobre sus cabezas. El corazón de los pilotos comenzó a acelerarse cuando sintieron pisadas y voces hablando en alemán que se acercaban. Ambos vestidos con uniforme alemán, intentaron hacerse aún más pequeños detrás de los barriles.
  Los soldados bajaron la tapa de la caja del camión y uno de ellos se asomó pero el camión estaba repleto de mercaderías, cajas y barriles. Después de husmear un poco, sin lograr avanzar por la cantidad de cosas, hizo una seña a su compañero y bajó. Ambos regresaron a la parte de adelante para informar a su comandante.
  Mac Donald respiró aliviado al notar que los alemanes parecían alejarse. Incluso, se permitió el lujo de estirarse un poco porque la inmovilidad y la mala posición estaban haciendo que se acalambre. El avión volvió a pasar y Lovell le hizo señas de que no hiciera ruidos.
  -Hay demasiadas cosas, no se puede acceder -explicó el guardia que había subido a la caja del Opel.
Hoepner disimuló un suspiro. El oficial de la SS, sin embargo, no se inmutó. Sin dirigirle la palabra a su subordinado, estudió nuevamente los papeles y se los devolvió al suizo.
-Danke -dijo simplemente.
Luego dio unos pasos atrás y los soldados abrieron fuego indiscriminadamente contra el suizo y su camión. El estruendo de los subfusiles, tapado momentáneamente por el rugido del motor del avión que los sobrevolaba, sólo terminó cuando los soldados hubieron acabado sus cartuchos. El oficial sacó de su cartuchera una pistola Lugger y se dirigió a la agujereada cabina, donde yacía el cuerpo de Hoepner. A pesar de que ya no respiraba, el alemán lo remató con un disparo a la cabeza. Luego hizo una seña y se dirigió al auto. Uno de los soldados se dirigió a la caja del Opel y arrojó dos granadas de mano. Instantes después, el camión y su carga volaban por los aires, incendiándose y levantando una alta columna de humo negro visible a varios cientos de metros. Luego, los soldados comenzaron a apargar el fuego, para luego revisar los restos.
  Mac Donald y Lovell dejaron pasar algunos minutos, después de que las voces de los mecánicos alemanes se perdieran en el silencio, antes de salir de su escondite al fondo de uno de los hangares de la base de la Luftwaffe, en las afueras de Oberusel. Habían descendido a escondidas del camión de Hoepner cuando éste entró a la base poco antes de las cinco de la mañana. Los técnicos habían dejado el lugar y había poco movimiento en la base, probablemente debido a que había poco riesgo de que los Aliados atacaran Frankfurt y también debido al popular partido de fútbol contra los prisioneros del Dalag Luft, en el que jugaban varios pilotos.
Lovell se asomó fuera del hangar y vio su presa: un Messerschmitt estacionado a un costado de la pista. Mac Donald se impresionó por el caza, al que siempre había observado desde el aire. Si bien sus líneas eran algo más cuadradas y menos armónicas que las del Spitfire o el Hurricane, parecía ser más estilizado que el avión inglés. Llevaba un camuflaje en dos tonos distintos de gris y tenía la trompa y la hélice pintadas de amarillo. No había prácticamente nadie a la vista por lo que ambos pilotos caminaron orgullosa pero aceleradamente rumbo al avión, confiando en que nadie los vería y que, si eso sucedía, los uniformes de la Lufwaffe los despistaría. Mac Donald llevaba bajo el brazo la campera de la Real Fuerza Aerea. Sin ser molestados, llegaron hasta el caza. Lovell trepó ágilmente al ala izquierda del aparato, abrió la cabina y se introdujo en ella. Mac Donald se fijó que no hubiera miradas curiosas y también subió al aparato, sentándose sobre el piloto australiano, aprovechando que tenían más espacio en el diminuto receptáculo gracias a que no llevaban ni paracaídas ni salvavidas.
Rápidamente, Lovell revisó los controles y chequeó el tanque de combustible, que el personal de tierra había dejado lleno para que el avión estuviera preparado para su uso en cuanto fuera necesario. Colocó sus pies en los pedales, ubicó el botón de encendido y arrancó. Mac Donald, a pesar del poco espacio, logró colocarse la campera de la RAF y quitarse el abrigo de la Luftwaffe, que dejó caer desde la cabina, justo cuando, luego de toser unas pocas veces, la hélice del avión aceleró y el caza comenzó a moverse. Lovell sabía que no tenía tiempo que perder. Giró para ubicarse frente al viento y aceleró al máximo. Segundos después, el Messerschmitt trepaba a toda velocidad, ganando altura, antes de poner rumbo a Inglaterra y perderse entre las nubes.
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  En el estadio Frankfurter Volksbank, el equipo de la Luftwaffe acababa de anotar un gol para pasar a ganar nuevamente el partido contra los prisioneros. Johachim Kinsmann, as alemán y héroe de mil batallas, insaciable delantero del aire, había anotado su tercer gol del partido. Mientras festejaba con sus compañeros, un Messerschmitt pasó sobre ellos a poca altitura, haciendo que todos se arrojaran al piso. Kinsmann levantó la vista y dijo:
-Creo que ése es mi avión…
Mientras intentaba buscar marcas para reconocer si era su avión el que estaba volando y quién lo estaba haciendo, el Messerschmitt movió ligeramente sus alas de arriba abajo a modo de saludo. El alemán comprendió y dijo con una sonrisa.
-Por supuesto que es mi avión, bastardo… Buena suerte.
  El teléfono sonó en la oficina del Obersturmbannführer Foch, en el cuartel de la Gestapo en Frankfurt. El Comandante Von Brehmentritt estaba sentado en una silla frente un escritorio mientras el jefe jurisdiccional de la Gestapo sonreía maliciosamente.
-Ah, debe ser el llamado que esperábamos -comentó antes de levantar el tubo-. ¿Hola? Sí. Sí -luego su sonrisa se desvaneció abruptamente-. ¡¿Qué?! ¡Encuéntrenlos o los haré fusilar a todos!
Foch colgó estrepitosamente el teléfono.
-Tal vez se alegre -dijo con tono maligno y señalando con el dedo a Von Brehmentritt-. Parece que, de alguna manera, su amigo argentino ha logrado escapar. Dígame dónde está y haré lo posible por salvarle la vida…
-Obersturmbannführer, déjeme corregirlo -contestó Von Brehmentritt, que había recuperado la vitalidad-. Ese hombre no es amigo mío. Es un prisionero de guerra y usted y sus hombres lo han dejado escapar. Si no recuerdo mal, la orden de Berlín decía que usted y la Gestapo son responsables por él desde el día de ayer. Nos hizo el favor de darle el permiso para jugar el día de hoy, pero es su prisionero, no mío.
-No se salvará, traidor. Se lo aseguro -y añadió-. Si no es por esta causa, será por intentar asesinar al Führer.
Von Brehmentritt, aunque sabía que estaba perdido, no pudo evitar una carcajada.
-Usted y sus cómplices traicionaron a Alemania. Tarde o temprano, lo pagarán, aunque yo ya no esté aquí para verlo -y agregó-. Hasta que tenga pruebas de lo que dice, soy un hombre libre. No sé si será su caso, cuando en Berlín se enteren de que dejó escapar a un prisionero por una estúpida apuesta…
  El Messerschmitt con los dos pilotos voló a toda velocidad y a baja altura para evitar ser detectado por los radares y logró dejar atrás las defensas antiaéreas alemanas de la costa y cruzar el Canal de la Mancha y el Mar del Norte sin ser detectado por ninguna escuadrilla. A las casi dos horas de vuelo, el argentino alcanzó a divisar los acantilados de Dover en el horizonte. Los pilotos sabían que allí los esperarían las defensas inglesas y que sería cuestión de minutos para que alguna escuadrilla de la RAF saliera a interceptarlos. Carente de paracaídas y de salvavidas, no había mucho para reflexionar.
Luego de elevarse lo suficiente para pasar por encima de los acantilados y, mientras buscaban un lugar plano para aterrizar, Mac Donald descubrió a tres Hawker Hurricanes que se lanzaban al ataque. Entretanto, Lovell encontró un descampado, justo cuando las primeras balas trazadoras pasaban por sobre su ala derecha. Luego de realizar maniobras evasivas y para no dar la impresión de que su intención era entrar en combate, Lovell disminuyó la velocidad y sacó el tren de aterrizaje, haciendo que el primer caza, sorprendido por la maniobra, pasara de largo. El segundo Hurricane, lanzado desde la izquierda hizo fuego sobre él y el Meschermitt se sacudió con los impactos de las balas de las ametralladoras Browning de siete milímetros. El vidrio de la cabina del caza alemán estalló. Lovell, a más velocidad de la recomendable, tocó tierra en el sembradío de una granja, justo cuando el tercer Hurricane pasaba sobre ellos. Debido a la velocidad y a los pozos, el tren de aterrizaje se quebró y el avión alemán patinó sobre el suelo de tierra, girando sobre sí mismo. Cuando se detuvo, Lovell descubrió que le sangraba la frente y que el avión comenzaba a prenderse fuego. Mac Donald no se movía. Temiendo lo peor, Lovell comenzó a sacudir violentamente a su amigo, que, finalmente, pareció despertar. Con gran esfuerzo y un grito desgarrador, el argentino se levantó y Lovell pudo pasar por un costado y ayudar a bajar a Mac Donald, que casi no podía moverse. Una vez en el suelo, el argentino hizo un intento para incorporarse pero cayó al suelo. Tenía el rostro ensangrentado, al igual que su hombro izquierdo y el pecho. A pesar de que Mac Donald pesaba casi noventa kilos, el olor del peligro hizo que Lovell lograra arrastrar a su compañero hasta ponerse a salvo de la posible explosión del avión alemán detrás de un árbol cercano. Lovell, también ensangrentado pero con heridas leves, descubrió que el argentino tenía una herida importante en la espalda, cerca del hombro, provocada por alguna de las balas de Hurricane que los había atacado en segundo término y había destrozado la cabina. La bala había entrado por detrás y había salido por el pecho y Mac Donald temblaba y estaba blanco como un papel. Lovell lo acostó boca arriba, sobrepasado por los nervios, y salió a buscar a alguien que lo ayude. Mac Donald, con la boca seca, mucho frío y débil, sintió la explosión del avión a pocos metros y sonrió aliviado de saber que había logrado escapar. Entonces, Lovell volvió a él
-¡No te duermas!. ¡Nos salvamos! -gritaba para darle animos al argentino.
Mac Donald, sin embargo, haciendo un esfuerzo, metió su mano derecha en un bolsillo de la chaqueta de la RAF y sacó la Biblia.
-No, no, no… -empezó a negar Lovell.
Mac Donald lo agarró del cuello con sus pocas fuerzas y, con su dedo índice derecho ensangrentado, señaló a su esposa en la foto.
Lovell, resignado a lo inevitable, asintió con la cabeza.
-Te lo prometo que le llevaré esto a tu esposa -le aseguró. Y después agregó abrazándolo con los ojos llenos de lágrimas-… No te agradecí por haberme obligado a escapar…
                                                             ***
 Una pelota de cuero salió despedida hacia un costado y Lovell, haciendo un esfuerzo, logró detener su trayectoria hacia la calle y los tranvías. Un chico rubio, de unos seis años, se acercó corriendo.
-Gracias -dijo con acento porteño.
Lovell, mientras le devolvía la pelota con un pase corto, le preguntó:
-Pedró, ¿no es cierto? ¿Dónde está tu mamá?
El chico, sorprendido, giró y señaló a una mujer joven, pelirroja, que tejía en uno de los bancos de la plaza. Lovell le puso cariñosamente una mano en la cabeza al chico y se dirigió al lugar donde estaba la mujer. El piloto australiano se acercó lentamente pero con decisión.
-¿Señora Mac Donald?
La mujer se detuvo como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Sus ojos verdes denotaban un cansancio exagerado para su edad. Lovell se quitó su gorra.
-Mi nombre es Walter Lovell, oficial de la Real Fuérza Aérea. Estoy aquí hoy gracias a su marido.
-¡Héctor! -gritó la chica, dejando caer al suelo el pullover que estaba tejiendo- Usted es el piloto que me escribió.
Sin esperar la respuesta, la mujer se incorporó, lo abrazó y se largó a llorar desconsoladamente. El chico, miraba la situación desde lejos y, con la pelota bajo el brazo izquierdo, comenzó a caminar en su dirección.
Lovell dejó que la chica se descargara antes de volver a hablar.
-Hubiera querido venir antes pero con la guerra, no pude hacerlo. Estuve con Mac... Héctor -se corrigió-, hasta el final. Fue un hombre muy valiente y le debo la vida.
La mujer asintió nerviosa, mientras sus ojos se llenaban nuevamente de lágrimas. El piloto australiano le contó entonces todos los sucesos que finalizaron en el regreso a Inglaterra y la muerte de Mac Donald en sus brazos.
-¿Por qué llorás, mamá?  -interrumpió el chico, que había aparecido mientras Lovell hablaba.
Ella quiso hablar pero no pudo. Después abrazó a su hijo y le susurró algo al oído dulcemente. El chico, clavando la mirada en Lovell, se alejó nuevamente, pateando la pelota.
-Mac me salvó la vida. Le prometí que vendría a conocerlos y por eso también estoy aquí.
Finalmente, Lovell puso sus manos sobre las de la mujer.
-Tengo algo para usted -el piloto metió la mano dentro de su blazer azul y sacó el anillo de casamiento y la Biblia del argentino-. Me la dió Mac antes de morir. Sus últimos pensamientos fueron para ustedes.
La mujer pasó las hojas y encontró la foto. Lovell tomó la chaqueta que tenía en las hombreras la palabra "Argentina" y se la entregó a la esposa de Mac Donald.
-Esto también era suyo -dijo el australiano-. Supuse que lo querría guardar.
La mujer lo rechazó con una mano.
-No. Seguramente él hubiera querido que usted se quedara con eso.
-¿Está segura? -preguntó Lovell. La chica asintió-. Gracias. Dentro de la Biblia dejé mis datos del lugar en el que estoy parando y los de mi casa en Australia. Avíseme si puedo hacer algo por ustedes. Cuando digan, lo que digan. A Mac le debo todo.
Lovell se incorporó del asiento con la chaqueta de Mac Donald bajo el brazo.
-Realmente, el chico se parece a su padre. Cuídelo.
Se alejó hacia la estación de tranvía rumbo al centro de la ciudad, pero antes pasó por donde el hijo de Mac Donald jugaba al fútbol.
-Nunca me olvidaré de ustedes -le aseguró. Luego sacó de un bolsito, una remera gastada blanca con rayas verticales celestes-. Era de tu papá...
El chico la miró y pasó los dedos de su mano derecha por los dos agujeros en el pecho y la espalda cercanos al hombro izquierdo, que habían sido remendados torpemente por Lovell. El chico los señaló, así como a unas manchas borrosas marrones que estaban alrededor de las costuras.
-¿Y estas manchas? -preguntó.
A Lovell se le hizo un nudo en la garganta y tardó unos segundo en contestar.
-Son de su último partido... -dijo antes de perderse barranca abajo por la empedrada avenida Juramento.
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  [1] Juan Gifford Stower (15/09/1916 – 31/03/1944) nació en Jujuy y murió en Zagan (Polonia). Luego de empezada la segunda guerra mundial, se enlistó como piloto voluntario en la Embajada del Reino Unido de Buenos Aires. Voló con el escuadrón 142 y piloteaba un bombardero pesado Stirling al momento de ser derribado sobre Alemania. Fue tomado prisionero y derivado al Stalag Luft III (campo de prisioneros alemán de la Luftwaffe) para pilotos aliados. Gifford Stower fue uno de los 76 cautivos que escapó durante la noche del 24 al 25 de marzo de 1944. Atrapado por la Gestapo en Alemania algunos días más tarde, Juan Gifford fue asesinado como ejemplo, al igual que otros 49 escapados, por órdenes directas de Hitler. Su nombre está inscripto, junto con el de los demás ejecutados, en el Memorial “A los Cincuenta”, en el camino a Zagan. La historia del verídico escape ha sido relatada en libros como “El Gran Escape” de Paul Brickhill (entre otros) y una película de ese mismo nombre (1963), dirigida por John Sturges y con Steve McQuinn, James Garner y Charles Bronson, entre otros, como sus protagonistas.
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La Revolución en el Congo. El capítulo perdido.
 A Hiroo Onoda[1]
 En el año 2005, un grupo de cascos azules de Naciones Unidas que patrullaba el Parque Nacional Garamba, en la República Democrática del Congo, encontró la pista de un mitológico personaje del África Central: “el Bwana Ermitaño”, un anciano blanco que vivía en la región desde hacía décadas y alrededor del cual se habían tejido numerosas leyendas. Las fuerzas de Naciones Unidas siguieron el rastro del misterioso anciano a través de las montañas, los valles y la selva hasta una cueva en la cadena montañosa de Rwenzori, cerca de Uganda. Al verse rodeado, el ermitaño se asomó a la entrada de la caverna. 
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El intérprete de Naciones Unidas comenzó a hablarle en distintos idiomas sin obtener respuesta hasta que uno de los cascos azules se le acercó. Había notado que, por debajo de la túnica que el extraño llevaba puesta, asomaban lo que parecían ser los jirones del escudo de Newell’s Old Boys.
-Es argentino -le dijo al intérprete. Luego, gritó en criollo- ¡Somos de Naciones Unidas! ¡Venimos en paz!
Ante la sorpresa de todos, los ojos del Bwana se abrieron desmesuradamente, antes de dejar caer el fusil que colgaba de su hombro. Mientras tanto, el soldado se acercó lentamente a su lado.
-Yo también soy de Rosario -murmuró el casco azul emocionado.
El ermitaño intentó hablar pero ningún sonido salió de su boca.
-¡Este año salimos campeones otra vez! -le dijo el argentino.
-¿”Otra vez”? -alcanzó a preguntar el ermitaño, incrédulo y con la voz cortada, mientras una lágrima bajaba de uno de sus ojos cansados a través de su piel seca y quemada por el sol.
                                                            ***
 ¡Slap! El golpe de la palma izquierda del Che para aplastar un mosquito en su cuello, se perdió entre los múltiples sonidos de la selva congoleña. Horas antes, el Comandante Guevara y un grupo de más de dos docenas de subordinados, habían cruzado el lago Tanganika hasta la costa del Congo con el apoyo de Tanzania y Angola, viejos enemigos de aquel país. Al anochecer, llegaron al pueblo de Kibamba, en la zona sudoriental del país, donde los esperaba uno de los lugartenientes de Laurent Kabila, que había sublevado a la tribu de los Simbas[2] contra el gobierno de Leopoldville.
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En 1960, el Congo se había independizado de Bélgica, generando un problema internacional con su anterior metrópolis (que se rehusaba a deshacerse de su colonia) y un conflicto interno, ya que la provincia más rica de su territorio, Katanga, había decidido (a su vez) independizarse por las suyas. En plena guerra fría, esto motivó que Naciones Unidas enviara cascos azules para sofocar la rebelión de Katanga y que Estados Unidos y la Unión Soviética apoyaran a diferentes facciones del gobierno del Congo, que comenzó a desintegrarse por dentro. Así, mientras la secesión de Katanga fue aplacada en 1964 y los aliados de los Estados Unidos se hicieron del poder (liderados por Mobutu, Jefe del ejército), el Primer Ministro Lumumba (partidario de la Unión Soviética) fue asesinado en circunstancias poco claras. Ante esta situación, Fidel Castro decidió enviar a Guevara a preparar la revolución en el Congo. Aunque podría parecer una tarea fácil por el odio a los europeos y el clima social general, la multiplicidad de grupos armados que pululaba anárquicamente por la selva hacía que la misión fuera bastante complicada. Consciente de esto, el Che decidió buscar la ayuda de Tanzania y Angola y -a través de ellos- se contactó con Laurent Kabila, cabecilla del grupo rebelde “Simba”, en la provincia de Katanga.
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El grupo de Guevara estaba formado por unos 120 cubanos y 2 rosarinos dispuestos a todo: los hermanos Gustavo y Rocco Micó, nombres que serían luego eliminados de los libros de historia (incluso del “Diario del Congo” de Guevara). Luego de la “marcha a Santiago” y la campaña para expulsar a Batista de Cuba, los hermanos Micó se habían distanciado un poco por lo que ellos interpretaron como una falta de reconocimiento del Che a su papel en la revolución, pero cuando surgió lo del Congo, decidieron dejarlo todo y acompañarlo nuevamente hasta el fin del mundo. Luego de los acontecimientos que se produjeron en África, Guevara los hundió en el olvido...
Durante mayo de 1965 y los meses siguientes, el Che organizó a los “Leones” de Kabila (que dirigía a sus fuerzas desde el exilio) y los preparó para hacer frente a la Gendarmería congoleña y sus aliados imperialistas. Sin embargo, los resultados no fueron los esperados: los guerrilleros africanos -a pesar de ser muy aguerridos y valientes- resultaron ser extremadamente supersticiosos, muy poco disciplinados y escasamente convencidos de los ideales revolucionarios. El Che hizo todo lo posible por sumarlos a la causa de las maneras más diversas, pero todo fue en vano. Finalmente, una noche de julio, el Che se reunió con los Mico en su tienda.
-Esto no está funcionando -comentó con desazón-. Estos negros son vagos y están más preocupados en robar en los pueblos que en hacer la revolución. Hoy mandé un pelotón de Simbas al mando de Enrique Luis a atacar un campamento de la Gendarmería. Los despedazaron, a pesar de tener mejores armas y el factor sorpresa de su lado.
-¿Y Enrique Luis? -preguntó Rocco intuyendo la respuesta. Enrique Luis era uno de los lugartenientes cubanos del Che desde los primeros tiempos. Como toda respuesta, Guevara se sirvió un mate y ordenó:
-Quiero que ustedes dos organicen un equipo de fútbol -al ver las caras de sorpresa de los rosarinos, el Che continuó con mucha seriedad-. A este país hay que llegarle por algún lado. Este gobierno está en el poder por la fuerza imperialista, no porque el pueblo lo respalde y Mobutu va a transformarlo en una dictadura opresiva con el apoyo de los yanquis. ¡No! El pueblo está dormido. Tenemos que despertarlo.
El Comandante encendió un cigarrillo y aspiró profundamente el humo, mientras los hermanos aplaudían y gritaban vivas al Che y la revolución.
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-Pero hay un problema grande -agregó el Che-. Estos morenos están muy desorganizados y no tienen fe en sí mismos. Debemos unirlos y hacer que peleen por la misma causa revolucionaria… Y ahí es donde entran ustedes.
-¿Jugando al fútbol? -se quejó Gustavo, creyendo que Guevara quería quitarse a los hermanos del medio y llevarse la gloria de la revolución en el Congo.
El Che se levantó del suelo, donde estaba sentado y fumó, pensativo.
-Tengo la teoría de que los podemos “evangelizar” con la pelota. Este es un pueblo muy futbolero. Quiero que elijan entre los cubanos y Simbas a los que sepan jugar y se hagan pasar por europeos de gira por el país para promover el fútbol. Eso no va a despertar sospechas de las autoridades y les permitirá recorrer la región libremente. Así, mientras hacen partidos de exhibición, podrán ir detectando a aquellos que puedan ser permeables a sumarse a la lucha y, por la noche, repartir armas y explicar la doctrina de la revolución.
-¿Y qué camiseta usaríamos? -preguntó Rocco, algo más interesado.
-La de Rosario Central, obviamente -contestó el Che con una sonrisa.
-¿Es una joda? -se quejó Gustavo, que era hincha de Newells.
-Yo no jodo -contestó secamente Guevara, a quien la sonrisa se le había desvanecido.
-¿Por qué no usamos alguna con los colores de la bandera del Congo? -preguntó Rocco otra vez, tratando de encontrar una solución consensuada.
-¿O la de Angola? -intervino Gustavo, recordando que tenía los colores de la camiseta de Newell’s.
Después de mirar con desconfianza a Gustavo (que le sostuvo la mirada) el Che contestó sin ninguna emoción:
-Como ya les dije, vamos a usar la camiseta de Central. No una con los colores de Cuba, del Congo o la puta que los parió: vamos a usar la de Rosario Central y no se discute más este asunto. Volviendo al plan, al equipo lo integran ustedes, más algunos cubanos y los Simbas que consigan. Es importante que haya congoleños para no despertar sospechas...
El Che buscó en su mochila un mapa de la región de los Kivus, sobre la frontera con Uganda, Ruanda y Burundi.
-Yo les conseguiré transportes y papeles de identificación. Vayan a Bukavu lo antes posible.
Pocos días después, dos camiones cargados con cinco cubanos y cuatro congoleños partieron hacia Bukavu. Ya no volverían a ver al Che…
                                                              ***
 Por la fatalidad de los caminos, las lluvias y los controles de la gendarmería congoleña, la célula guerrillero-futbolera tardó mucho más de lo esperado en llegar a Bukavu, una de las ciudades más importantes del Congo. Poco a poco, con el correr de los días y a espaldas de los gendarmes, comenzaron el “apostolado gramsciano” y el reclutamiento de los nuevos “jugadores” revolucionarios, que eran luego enviados al Jefe Blanco o Tatú (como le decían al Che en el país) que estaba con los Simbas en Katanga.
Al principio, las cosas fueron bien: la expedición recorrió toda la zona de los Kivus y la Provincia Oriental, desde las fronteras con Uganda, Ruanda y Burundi hasta el valle de los ríos Lualaba y Lomami, en el Alto Congo, esparciendo fútbol y el mensaje revolucionario, mientras por la noche se realizaban ataques a patrullas de la Gendarmería. Hasta ese momento, todo parecía salir según lo planeado y hasta las protestas de Gustavo Mico en usar la camiseta de Central terminaron (a cambio de cambiarse en privado en uno de los camiones). Lo único que impedía que fuesen más efectivos era la indisciplina de los congoleños, la espesa selva que dificultaba encontrar claros para armar una cancha respetable… y la tendencia de ciertas tribus orientales del país a comerse a los rivales vencidos: no les resultó sencillo a los Mico hacerles entender a las etnias batani y kawanzama que el canibalismo no era una práctica comúnmente aceptada en los círculos futboleros (de hecho, nunca pudieron erradicarla del todo y continúa hasta el día de hoy).
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La racha positiva duró hasta que llegó una nota del Che en noviembre, en la que decía que la situación en Katanga era insostenible, que la derrota era inevitable y que debían unirse a él para evacuar el Congo, ya que los Gendarmes estaban arrasando con la rebelión. Esa noche los hermanos conferenciaron. Sabían que la operación estaba saliendo alentadoramente bien y que contaban con suficientes armas y cobertura como para continuar la revolución, incluso sin el apoyo del Che. Consideraron que la causa estaba por encima de la gastada amistad con Guevara y que tenían la oportunidad de ganarse un respeto como libertadores de aquella tierra clavada en el centro del África. Los Micó tiraron la carta de Guevara al fuego y se juramentaron continuar hasta el final. Días más tarde, les llegó la noticia de que el Che se había enfurecido con el motín y les había enviado la maldición de Kimbisa, convocando a Lungombe (el demonio) a ocuparse de ellos. Y bien que lo hizo…
El 21 de noviembre de 1965, Guevara (con lo que quedaba de su tropa) dejó el territorio del Congo para regresar a Cuba, mientras los rosarinos continuaron valerosamente su misión revolucionaria. Pero los malos augurios de su compatriota, camarada y jefe, los llevaron a la perdición.
El 30 de noviembre, el grupo llegó a un pueblo sobre el río Ituri, a 10 kms al norte de Bunia, cerca de la frontera con Uganda y el Lago Alberto. El lugar estaba fuertemente custodiado por un destacamento de gendarmes que se había instalado en las afueras del lugar. Seis días antes, Mobutu había dado un golpe de Estado, se había proclamado Presidente y cambiado el nombre del país a Zaire, lo que había generado que la Gendarmería aumentara sensiblemente los controles. En la entrada del pueblo, los gendarmes los detuvieron y escucharon las explicaciones sin convencerse.
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-Nosotros jugamos fútbol, Bwana -dijo desafiante un fornido gendarme en un francés con fuerte acento lingala-. No necesitamos que ustedes nos lo enseñen…
-Lo sé, Coronel -contestó Rocco con la estéril intención de caerle bien. Luego agregó-. Venimos a incentivar el deporte entre los niños y jóvenes. Se trata sólo de pasar un buen rato y practicar un poco de técnica.
El bravo negro lo miró con desconfianza.
-Los europeos mienten y sólo se han aprovechado de nosotros, Bwana. Pero en lugar de apalearlos como se merecen, voy a darles una oportunidad: juguemos fútbol. Si ustedes ganan, pueden continuar su camino a Bunia -le dijo el morocho en tono amenazante, señalando la ruta de tierra a sus espaldas.
El rosarino asintió con lentamente y con desconfianza. El gendarme continuó:
-¿Qué pasa si perdemos? –preguntó el rosarino.
El enorme negro sonrió, ensanchando su mandíbula y mostrando su dentadura incompleta
-Bueno… Mejor no pierdan, Bwana.
-Pero no hay aquí dónde jugar -protestó Rocco señalando la espesa jungla.
-De eso me ocupo yo...
A continuación, chifló y aparecieron unos veinte pigmeos a quienes les habló en un extraño lenguaje. Los pigmeos asintieron y comenzaron a derribar frenéticamente árboles y matorrales a machetazos para abrir un claro en la espesura. Diez minutos más tarde, los pigmeos plantaban los troncos que servirían de arcos.
-¿Lo ve, Bwana? -preguntó el gendarme muy satisfecho ante el pálido rostro de Rocco- Sólo se necesita buena voluntad...
El mayor de los Micó corrió a contarle las novedades a su hermano.
-Yo creo que lo mejor es seguir nuestro camino y volver a Bunia más adelante -reflexionó Rocco-. Esto me huele mal…
-No -contestó Gustavo-. Nosotros jugamos en Central Córdoba. Fuimos profesionales alguna vez, ¿te acordás? Y tenemos buen equipo. Podemos ganar.
Rocco no parecía muy convencido pero no tenían mucha opción, por lo que convocaron al equipo y todos (menos Gustavo que se cambiaba solo) fueron a un costado de los camiones a ponerse las camisetas. Al llegar a la improvisada cancha, se encontraron con la cruel realidad: los pigmeos se habían ido y regresado como escuderos de los verdaderos jugadores: unos gigantescos morenos, musculosos y en perfecta forma física, vestidos con coloridos atuendos tribales. Luego de dejar sus túnicas y armas a los enanos, se vistieron con botines modernos y camisetas con los colores del Zaire. Nunca (no tenían forma de saberlo) se les ocurrió que aquellos simples gendarmes, eran en realidad parte de la guardia personal del dictador Mobutu.
Rocco miró a su alrededor. El claro en el que se había armado la cancha estaba rodeado por la espesa selva y, más atrás, se veían las montañas y Uganda. Mientras se acomodaban en la cancha, el mayor de los hermanos pudo apreciar que muchos curiosos, mezclados con los pigmeos, se habían ubicado alrededor de los límites del campo de juego. El clima era decididamente hostil.
En cuanto empezó el partido, uno de los gendarmes lanzó una feroz patada a la altura del pecho a uno de los cubanos en un costado. Varios levantaron la mano para protestar la falta sólo para ver que el árbitro se encaminaba hacia la selva para no volver jamás. Mientras tanto, la batahola continuó. Rocco recibió un puñetazo en un ojo cuando entraba al área a buscar un centro y uno de los congoleños que jugaba con los rosarinos sufrió una herida cortante por parte de uno de los pigmeos cuando estaba por hacer un lateral. Sin el árbitro para controlar el juego, el partido se convirtió en una batalla campal, porque los revolucionarios encubiertos no se quedaron atrás. Decididos a llevar la lucha armada al terreno de juego, los guerrilleros devolvieron golpe por golpe y, al grito de ¡Viva la Revolución! ¡Viva Fidel! ¡Viva el Che!, rememoraron el combate de El Uvero, en Cuba, contra las fuerzas de Batista. En cuanto a los hermanos rosarinos, se entregaron a la lucha al estilo de aquellos legendarios partidos por la Copa Libertadores de América: sin dar ni recibir cuartel.
Al cumplirse el primer tiempo, todos estaban demasiado doloridos y cansados por el combate. Lo que en algún momento había sido un equipo vestido con bastones de color amarillo y azul, ordenado y pulcro, después de aquel primer tiempo sólo quedaban once fieras, ennegrecidas de barro y sangre, con las facciones hinchadas por los golpes y los uniformes irreconocibles y hechos jirones. ¿La revolución? En ese momento parecía tan lejana como la costanera de Rosario. Para el segundo tiempo, se juramentaron pegar más fuerte pero hacer -aunque sea- una jugada clara para convertir el gol de la victoria. En el fondo, todos temían ser devorados al finalizar el partido.
Los primeros diez minutos fueron iguales al primer tiempo, aunque dos de los Simbas revolucionarios sufrieron sendas fracturas expuestas. En el minuto 13, ocurrió lo peor: Gustavo empujó a un gendarme y recuperó la pelota cerca del área grande. Levantó la cabeza, vio que Rocco se metía en diagonal entre los dos centrales rivales y le envió un pase largo. La cancha estaba rápida y la pelota picó y salió despedida hacia delante, dando a Rocco el tiempo suficiente para escapar a sus marcadores y definir de emboquillada ante la mala salida del arquero.
Lo que pasó después, fue un torbellino de confusos episodios que se sucedieron en cámara rápida. En medio de los festejos por el gol, uno de los cubanos tomó a Gustavo del hombro para festejar, con tan mala suerte que -con las costuras desgastadas por la paliza- la tela de la camiseta de Central se abrió y asomó la casaca de Newell’s que Gustavo (en secreto) llevaba debajo…
-¡Angola! ¡Angola! -empezaron a gritar los gendarmes señalando la camiseta de Newells.
Todos se horrorizaron al ver los colores de la bandera de Angola. En un segundo, los gendarmes se abalanzaron sobre ellos con la ayuda de los pigmeos, que venían armados de sus machetes, generando una desordenada fuga que dispersó a los revolucionarios por toda la zona. En cuanto a los hermanos Micó, Rocco, luego de dormir de un violento codazo al arquero rival, corrió a toda velocidad hasta uno de los camiones. Allí se colocó varias tiras de granadas alrededor del cuerpo y, tomando una carabina San Cristóbal calibre 30, regresó al campo de juego. Cuando el último cartucho salió disparado, Rocco dejó caer su arma, activó dos granadas y se voló en pedazos en medio de una multitud de gendarmes. Mientras tanto, su hermano corría hacia la espesa selva con su casaca de Newell’s al descubierto, para perderse en las montañas rumbo a Uganda.
                                                    ***
 Gustavo se quitó su sombrero Panamá y se sentó en un banco en el aeropuerto N’Djili de Kinshasa. Apoyó el sombrero en una mesa y se secó el sudor de la frente. A su lado estaban el soldado argentino y el intérprete de Naciones Unidas. Luego de aquella batalla en las afueras de Bunia en 1965, el rosarino había huido hasta las montañas lindantes con Uganda, abandonando la revolución para siempre. Había logrado sobrevivir cuarenta años en la selva congoleña, transformándose en un ser mitológico en el este del Congo. Gustavo no había tomado contacto con la civilización occidental desde aquel maldito partido, temiendo por su vida y (más aún) que el Che se hubiera enterado que la revolución en el Congo había fracasado por su obstinación en renegar de la camiseta de Central. Luego de saber de la caída de la Unión Soviética, de la muerte del Che y de que Kabila había sido asesinado luego de alcanzar la presidencia del país por medios democráticos, Gustavo había entregado sus armas (algunos cuchillos, una pistola y un fusil obsoleto) a las tropas de Naciones Unidas bajo la promesa de que sería regresado a la Argentina.
-¿Y ahora qué? -le preguntó el argentino con una sonrisa.
-De vuelta a Rosario -contestó simplemente Micó. Luego de unos instantes de reflexión, agregó-. Tengo una deuda con la historia…
-¿Escribirá sus memorias? -preguntó el intérprete.
Gustavo lo miró extrañado y lo negó con un movimiento de su cabeza.
-¿Para qué desenterrar esos hechos? Mejor que queden así.
-Pues para completar la historia del Che y la revolución en el Congo…
Mi hermano suspiró y se tiró para atrás en su silla.
-Eso ya es pasado. Ahora voy a hacer algo que nunca pensé que podría hacer. ¡Ir al Parque a ver a Newell’s! ¡En estos años salimos seis veces campeones! ¡Esa es la verdadera revolución!
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  [1] Hiroo Onoda fue el último soldado japonés en rendir sus armas luego de la 2ª guerra mundial. Lo hizo en 1974, luego de recibir una orden expresa de su anterior oficial superior, después de 30 años de estar escondido en una montaña de la isla de Lubang, Filipinas.
[2] “Simba” significa “león” en dialecto swahili.
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El Mundial que Nunca Fue...
Bajé con paso cansino las escaleras que me traían del despacho del presidente de la AFA. La entrevista con Joaquín Garrido no me había dejado nada. Ni siquiera las novedosas propuestas de la FIFA de dividir los partidos en tres tiempos de treinta minutos o que los empates fueran definidos mediante duelos de pugilato entre los arqueros de ambas escuadras lo habían sacado de sus habituales y poco expresivos monosílabos. Cansado, desanimado y agobiado por los cuarenta grados de temperatura, decidí ir al bar de la Asociación.
El café del lugar era malo, caro y me provocaba acidez pero al menos me haría olvidar lo frustrante del encuentro. Cabreado, colgué el saco en el respaldo de una silla y me saqué la corbata. Mi camisa estaba empapada. Me pregunté por vigésima vez en el día por qué continuaba usando traje para esas entrevistas. Hice una seña al mozo y me senté frente a una de las vitrinas de trofeos ganados por la selección. Me gustaba sentarme allí, en medio de los galardones y polvorientos retratos de los antiguos héroes deportivos a inspirarme, a organizar mis apuntes y a redactar bocetos, mientras añoraba épocas de gloria futbolera. Esa mañana los trofeos yacían sobre una larga mesa y un hombre les pasaba, sin mucho interés, el lustre con un trapo ennegrecido. Me acerqué y pedí permiso para husmear un poco. Frente a mí estaba la réplica de la Copa del Mundo, la Copa América y muchas otras distinciones. Cuando me disponía a volver a mi mesa, mis ojos se detuvieron en una pequeña copa, que reconocí de inmediato. Era una copia de la Jules Rimet, el trofeo que antiguamente se otorgaba al ganador del mundial, que tan cerca estuvimos de ganar en 1930 y Brasil se llevara para siempre en 1970. La levanté y la miré en detalle. Era una verdadera joya de la reproducción que hacía dudar de su autenticidad. Observé que en el frente figuraban cuatro inscripciones. La última, totalmente inverosímil:
 “1930 – Uruguay
1934 – Italia
1938 – Italia
1942 – Argentina”
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  -¿Le gusta? -preguntó una voz a mis espaldas. El lustrador se había acercado al notar mi interés en el trofeo. Transpiraba como un maratonista y me la señalaba con un pucho a medio fumar y una colilla de cinco centímetros aún pegada al cigarrillo- La levantó Mateo Nino en Madrid, en un estadio silencioso y colmado.
-¿De qué me habla? -pregunté tratando de no ser tragado por una nube de humo- En 1942 ni siquiera se jugó el mundial…
-¿Está seguro? Ahí está el trofeo, lo tiene usted en las manos -el hombre me respondió con una carcajada casi diabólica. Después agregó-. Si quiere saber su historia, pregunte por el gallego Carrizo en Maestranza, se va a divertir un rato.
Como tenía tiempo me terminé de un trago el venenoso café y fui a buscar al tipo. Enero es un mes complicado para los cronistas: no hay fútbol, no hay pases, no hay nada que escribir. Decidí prenderle una vela al Carriso ese. A veces las notas surgen en los lugares más inesperados. Me mandaron a la utilería, donde encontré a un hombre de unos setenta años largos, inflando pelotas y ordenando botines y colchonetas. Era muy flaco, estaba completamente pelado y llevaba una barba rala canosa. Dos ojos achinados se movían vivamente en su arrugado rostro.
-Buen día, estoy buscando al Sr. Carrizo -dije.
El hombre levantó la vista y me miró de arriba abajo, desconfiado.
-¿De parte de quien?
-Soy Juan Santibañez, de “Puro Gol” -le dije estrechando su mano dura y cuajada por el trabajo manual-. Estuve mirando los trofeos de la AFA y encontré uno que no conocía. Me dijeron que probablemente el señor Carrizo me pudiera contar su historia.
-¿Y qué trofeo es ese? -preguntó con la voz cascada.
-Una réplica de la Copa Jules Rimmet.
-Mire, yo a usted no lo conozco, pero sí a Carrizo. Es medio desconfiado, ¿sabe? Más que nada porque todo el mundo lo toma de boludo. Y de boludo tiene poco…
-No tengo ninguna intención de burlarme de nadie. Le explico: me mandaron a hacer una entrevista con Joaquín Garrido que, como siempre, me tomó de boludo a mí. Pero el espacio en la revista lo tengo que llenar igual. Si pudiera hablar con Carrizo y me explicara la historia del trofeo, a lo mejor puedo hacer un buen artículo.
-Véngase a eso de las tres de la tarde, que lo va a encontrar. El cuento es largo pero vale la pena así que traiga puchos.
-Pero yo no fumo…
-Tráigalos igual.
Por suerte no tenía reuniones en la redacción ni nada que no pudiera esperar unas horas. Busqué un teléfono público, avisé a la revista y me quedé a comer algo liviano en el centro. Sentía que el café del bar había agravado notablemente mi úlcera. A la hora establecida, volví con un paquete de Jockey. El hombre me esperaba en la puerta.
-¿Trajo lo que le pedí? -me preguntó con un cigarrillo negro en la mano.
Asentí y contesté.
-¿Habló con Carrizo?
-¿Rubios? -rezongó- Algo es algo. Venga conmigo.
Me llevó hasta una pequeña oficina en la planta baja. Se trataba de un cuarto siniestro, no apto para claustrofóbicos, que debió pensarse para depósito porque no tenía ventanas ni ventilación y la luz de la única lámpara del techo era amarilla y deprimente. Había un viejo escritorio, un par de sillas y una cocinita con una pava con agua caliente.
-Venga, mi amigo. Siéntese y alcánceme el paquete -dijo mientras ponía yerba en un mate de lata-. Le advierto que acá el mate se toma amargo…
                                                        ***
 Era un lluvioso día de mediados de junio de 1942 cuando el vapor “Aurora” comenzó las maniobras para atracar en el puerto de Barcelona, luego de casi treinta días de ajetreado viaje desde Buenos Aires. Desde la baranda de un pasillo a metros de su camarote, Mateo Nino, mediocampista defensivo y capitán de la selección argentina, respiró aliviado. Su voluminoso cuerpo de un metro ochenta, algo pasado de peso, se aferraba al balcón de madera expectante. Nunca le había gustado el mar. Su fobia a cualquier cosa que flotara se remitía a su adolescencia en Apóstoles, Misiones, cuando en su afán por espiar a una polaca de sinuosas curvas de la colonia cercana mientras se bañaba a orillas del lago Rosamonte, cayó pesadamente y casi se ahoga. Desde allí, evitaba cualquier medio de transporte que se desplazara sobre las aguas. El viaje transatlántico, rico en tormentas y alertas por submarinos alemanes, no había ayudado en nada a que cambiara de opinión al respecto. Y la caída de uno de los marineros al oscuro océano, tampoco…
Nino admiró la rambla de la ciudad y reflexionó. Hacía casi dos meses que el Presidente de la Nación Roberto Ortiz le había mandado llamar a la Quinta de Olivos. ¿Qué podía querer el primer mandatario de un simple futbolista? Contra todas las expectativas -la guerra mundial se devoraba a Europa desde Francia hasta Rusia- se estaba organizado la copa del mundo de 1942. El mundial se jugaría en España ya que el Generalísimo Franco quería levantarle la moral a su país, arrasado por la guerra civil pero con buenos estadios en pié. Sólo participarían en el mismo los países neutrales al conflicto. Sin embargo, la Asociación de Football Argentino había decidido no asistir alegando que la FIFA se había negado a que el mundial del ’38 se jugara en el país.
-Eso a mí, sinceramente, me importa un pomo-había afirmado el Presidente, enfermo de diabetes y malhumorado-. Ni el mundial, ni el football me interesan. Son deportes para la gilada. Yo soy burrero de alma. Me gustan el polo y las carreras. River y Boca me dan igual. Para mí el único club es el Jockey… Pero yo necesito que la Argentina participe. Y lo hará, con o sin el apoyo de la AFA…
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El presidente Ortiz estaba convencido que era preciso declarar la guerra a Alemania pero las fuertes presiones de los militares y de ciertos sectores sociales y políticos, le obligaban a mantenerse de brazos cruzados. Eso cambiaría si se desatara un escándalo lo suficientemente espeso como para hacer insostenible la neutralidad. Sacar a la luz la intensa actividad de espionaje del Eje en Argentina podría ser la excusa perfecta pero necesitaba información fiable relativa a contactos, actividades y centros de reunión. Estando en España, un agente podría contactarle y pasarle la preciada información, que Nino traería a la Argentina. En el plan del presidente, Nino sería el capitán de una selección de jugadores semiprofesionales y del ascenso dirigida por José Pastori, un italiano que dirigía a Tigre.
-¿Quién desconfiaría de un pobre tipo como usted? Si es casi un analfabeto, con todo respeto se lo digo, señor Nino -remató Ortiz, casi comprensivo.
Su nombre había surgido por recomendación de un buen amigo de Ortiz, que era miembro de la Comisión Directiva de Platense, donde jugaba Nino. Había dos razones para que él fuera el mejor candidato. Por un lado, era virgen en materia política: nadie lo conocía y era ajeno al gobierno. Por el otro, era un hombre valiente: luego de perder por goleada un partido con Atlanta, algunos simpatizantes del calamar se habían acercado hasta el vestuario para darle al arquero una paliza ejemplificadora. Cuando media docena de malvivientes se abalanzó sobre el guardametas, el misionero intervino y, haciendo valer sus puños frente a palos y cuchillos, noqueó uno a uno a los agresores e hizo huir a los demás. A partir de allí, se acabaron las bravuconadas en el club y le dieron la cinta de capitán.
Nino encendió un nuevo cigarrillo mientras seguía con la vista el vuelo de una gaviota. La política no le interesaba. No solo no había votado a Ortiz sino que ni siquiera sabía a quien lo había hecho: cada vez que había elecciones, el presidente del club levantaba los documentos de todos y se los devolvía al día siguiente a cambio de una prima. Pero no podía desairar al Presidente. Además, era realista: tanto él como sus compañeros eran jugadores de segundo nivel y no tendrían otra oportunidad de jugar en la selección, y menos todavía, en un mundial. Una voz interrumpió sus pensamientos.
-¡Nino! -llamó Vicente Malavolta, uno de sus compañeros, con quien compartía el camarote. Jugaba de puntero izquierdo en Tigre y a pesar de tener una pierna más corta que la otra (tal vez gracias a ello), se las había ingeniado para meter veinte goles en el campeonato anterior-. Dice el DT que tenemos un rato, antes de desembarcar, para hacer ejercicios en cubierta. Asíque, largá el pucho y vamos…
  Los diez países participantes estaban divididos en dos grupos y se estableció que los dos primeros de cada zona clasificarían a semifinales. Los partidos se jugarían en distintos estadios de toda España, pero la final se haría en Madrid. En el Grupo “A” estaban Argentina, Brasil, Francia (de Vichy), Perú y Portugal. En el otro grupo, Chile, España, Suecia, Suiza y Uruguay. El 25 de junio, empezó el mundial con el partido entre la selección local y Suecia en el abarrotado estadio Chamartín de Madrid. El generalísimo Franco estuvo presente con su figura regordeta enfundada en su traje de gala y encabezó el desfile que, según las crónicas, empezó en el Museo del Jamón en la Plaza Mayor y culminó en el centro del campo de juego del Chamartín. Allí después de lanzar miradas amenazantes a su edecán, entonó a todo pulmón “Cara al Sol” con toda la afición. El seleccionado español utilizó una camisa azul falangista (la tradicional casaca roja había sido prohibida, sospechosa de republicana y comunista) y sorprendió al vapulear a los escandinavos por un contundente 5-0, con tres goles de un jovencísimo Telmo Zarra. Mientras tanto, Uruguay venció a Chile en Bilbao en lo que la prensa denominó “la Batalla de San Mamés”. El encuentro terminó con cinco jugadores hospitalizados por quebraduras más o menos graves, entre ellas, la fractura de tibia y peroné del arquero uruguayo, a quien un delantero chileno le saltó encima.
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En el otro grupo, Brasil, liderado por el experimentado Leônidas da Silva -el Diamante Negro-, le ganó a Perú por tres a uno en el Estadio del Velódromo de Huelva. Leônidas, buscaba revancha luego de que Brasil perdiera en semifinales el mundial de Francia porque el entrenador (Ademar Pimienta) lo había dejado en el banco para “preservarlo” para la final. El morocho estuvo imparable y marcó los tres tantos de su equipo.
En cuanto a la Argentina, debutó contra la Francia de Vichy en el Camp Le Corts del Club Barcelona, ciudad donde jugaría todos sus partidos. En el palco estuvo presente un representante del Mariscal Pétain y en lugar de la Marsellesa se entonó “Maréchal, nous voila”, el himno de Vichy, mientras el equipo -y buena parte del público- saludaba a los galos con la mano derecha en alto.
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El seleccionado francés -debido a las deserciones a causa de la guerra y a las depuraciones del régimen- estaba compuesto por jugadores amateurs y la Argentina se impuso por un rotundo 8 a 1, con tres goles del Tano Malavolta. El equipo de Vichy se despidió del campo abucheado e insultado por su propia tribuna. Pocos días después, durante el viaje de regreso a Francia, fueron emboscados por partisanos franceses a la salida de los pirineos y el ómnibus en el que viajaban fue acribillado. El mundo leyó horrorizado la noticia de que el Mariscal Petain había exhumado con honores los cuerpos de todos los integrantes del seleccionado… con sus partes viriles brutalmente seccionadas. A pesar de los esfuerzos realizados, nunca recobraron los testículos faltantes.
El segundo partido de la Argentina fue contra los portugueses, a quienes vencieron por cuatro goles. Malavolta volvió a gritar y quedó tercero en la tabla de goleadores, por detrás de Zarra y del Diamante Negro, que había marcado tres goles en la victoria sobre Francia. Mientras tanto, España había goleado a Suiza y el país entero había vuelto a vestirse de azul. El Generalísimo felicitó a los paladines nacionales y prometió que la copa se quedaría en casa. Los medios de prensa españoles catalogaron como favorita, por supuesto, a la selección local pero Argentina, Brasil y Uruguay habían ganado todos sus partidos y se perfilaban como los grandes rivales del equipo europeo.
  Los jugadores argentinos se alojaron en un viejo hotel que a duras penas se mantenía de pie y que había sido un cuartel republicano durante la guerra. El conserje les había dicho como dato anecdótico que en su frente habíanse fusilado, primero a varias decenas de oficiales nacionales y luego, a milicianos comunistas y anarquistas. Para finalizar, había comentado con cierta morbosa complicidad, que Nino tendría el dudoso privilegio de dormir en el cuarto que donde se había castigado y torturado a los prisioneros de ambos bandos.
Nino entró con paso cansino al hotel y clavó su mirada en un reloj de pared que colgaba en el corredor. Tenía la cara del generalísimo y las manecillas que marcaban la hora eran sus bigotes. Eran casi de las ocho de la noche y se escuchaba la música de un oscuro burdel cercano, frecuentado por prostitutas, borrachos y marineros de paso. Los jugadores argentinos habían tenido la tarde libre luego de haber vencido esa mañana a Perú por dos goles y Nino había salido a caminar. Las huellas del reciente conflicto eran visibles por todos lados, a pesar de los esfuerzos del gobierno de Franco por reconstruir las ciudades. Las calles estaban inundadas por ex combatientes y civiles mutilados, muchos de ellos sin ninguna ocupación, que vagaban sin destino, mendigando por una peseta o un pitillo. La pesadumbre general por la guerra, sin embargo, estaba oculta debajo de los colores de España y el azul de la falange que, junto con los retratos de Franco y José Antonio, se dejaban ver hasta el ridículo, en todas las ventanas y vidrieras de los negocios. La ilusión con el equipo nacional era grande y nadie pensaba en un resultado que no fuera campeonar. Cuando Nino se encaminaba a la escalera, el conserje se le acercó con pasos cortos y rápidos.
-Señor, señor. Tiene un mensaje.
Nino tomó el pequeño sobre que el conserje le tendió y se lo guardó en el bolsillo con movimientos torpes y nerviosos, mirando a un lado y a otro. Sintió en el estómago el mismo vacío que lo había perforado dos años antes, al haber metido de cabeza el gol en contra que había condenado a Platense al descenso. Corrió al primer piso y abrió la puerta de su habitación para toparse con el Tano Malavolta que preparaba un mate. Sin decir una palabra, dejó su boina a un costado de la cama y se encerró en el baño. Allí, en silencio, abrió el sobrecito y extrajo un papel doblado y escrito con letra manuscrita torpe y difícil de entender.
 Esta noche en el burdel. Maribel.
 Hizo un bollito con la escueta misiva y se la guardó silenciosamente en un bolsillo. Salió del baño y tomó el amargo que le tendió Malavolta. Sería difícil escabullirse sin que su compañero lo supiera.
-Tanito, vámonos de juerga.
-¿Qué te agarró, Nino? -preguntó el delantero. Se había puesto a jugar con una navaja, con la que se cortaba las uñas de la mano.
-No sé. Tenemos el bulín ese, ahí al lado y no nos escapamos ni una noche… Vamos a dar una vuelta
La cara de Malavolta se iluminó.
-Es la primera vez que te oigo decir algo así. ¿Y Pastori? ¿Y los muchachos? Si se enteran que fuimos sólos, se va a armar quilombo…
-No. No hay que decir nada. Después les contamos y, en todo caso, que se sumen a la próxima. A Pastori, lo esquivamos y chau.
-Va bene -asintió Malavolta entusiasmado-. ¿A qué hora salimos?
-Cuando todo el mundo apolille.
Pocas horas más tarde, los dos jugadores vestidos con ropa oscura y poco llamativa se escurrieron por la ventana del cuarto que daba a un costado del edificio. Cayeron a una terraza y de ahí a un baldío que daba a la calle de atrás. Allí esperaron un rato, ya que les pareció que el DT Pastori los espiaba desde la ventana de la habitación contigua. Cuando estuvieron seguros de que no había nadie, se deslizaron por las sombras, esquivando faroles y ojos indiscretos hasta rodear la manzana y llegar a la esquina del burdel. Esperaron que los guardias civiles salieran a dar la ronda y se lanzaron a la puerta. El lugar era oscuro, iluminado por algunas velas y la atmósfera era muy espesa debido al humo de los cigarrillos y a los gritos de los borrachos.
-Nos vemos después. Por mí, no te apures, je, je… -anunció el Tano, saludando con la mano, antes de perderse entre la multitud.
Las mujeres daban vueltas sirviendo tragos y hablando con la clientela. En un costado, tres hombres extremadamente flacos tocaban una guitarra y cantaban canciones alegres. Una mujer de unos cincuenta años se le acercó.
-Estoy buscando a Maribel… -dijo Nino un tanto intimidado.
Sin prestarle demasiada atención, la gruesa mujer hizo una seña para que la siguiera. Nino acompañó a la mujer hasta otro salón, abarrotado de parroquianos y tomó por un brazo a una chica que se encontraba de espaldas.
-Te buscan, niña.
Maribel giró y miró detenidamente a Nino. El futbolista sintió un súbito calor al ver el colorido vestido escotado y los sensuales hombros descubiertos de la muchacha. Sus labios estaban pintados de rojo furioso y tenía los dientes delanteros algo separados. Sus ojos eran oscuros y el cabello, desordenado y negro como la noche. La madama se retiró y Maribel tomó a Nino de la mano.
-Vamos, guapo -su voz era suave pero firme.
Nino se dejó conducir por la muchacha hasta una escalera. Subieron al primer piso y los sonidos de la multitud quedaron atrás. Entraron a un cuarto a oscuras. La chica sentó a Nino sobre la cama.
-Antes que… -empezó a decir Nino.
La muchacha hizo un gesto de silencio y cerró las cortinas de la habitación. Encendió una vela y la colocó en un rincón, lejos de Nino. Luego se sentó a su lado y nuevamente clavó en él su profunda mirada. El jugador le entregó la notita.
-Me dijeron que preguntara por usted -dijo tropezando con sus propias palabras.
-Entonces debe estar buscándome a mí -completó una voz gruesa que venía desde el cambiador. Su acento no era español sino criollo. Un hombre de unos cincuenta años se acercó desde las penumbras-. ¿Ha venido solo?
-Con un compañero del equipo -contestó Nino.
El hombre hizo una seña a Maribel, que ágil como un felino, se lanzó a la puerta del dormitorio y espió hacia fuera.
-¿Está usted loco? ¿No termina de entender la importancia de todo esto y el peligro que corre, verdad?
-Es un amigo. Lo conozco bien…
-¿Amigo? Mi mejor amigo intentó apuñalarme con un punzón en la primaria luego de perder contra mí un “pan y queso” por las semifinales de un torneo infantil. No se puede confiar en nadie. De hecho, usted tampoco puede confiar en mí… Ni yo en usted. ¿Cómo puedo saber que no es una trampa para descubrirme? Es demasiado inocente para este trabajo -le dijo el desconocido. Luego encendió un cigarrillo y miró a Maribel, que negó con la cabeza-… Tengo información para darle. Me pondré en contacto con usted en los próximos días. Hasta entonces, cuídese. Le están vigilando…
El misterioso desconocido se acercó y le tendió la mano. Al hacerlo, un halo de luz se filtró por la puerta y le iluminó parcialmente el rostro. Era moreno, con un fino bigote negro. Sus ojos eran oscuros y estaba peinado hacia atrás con fijador. Nino creyó reconocer a alguien. En ese instante, se escuchó un estruendo y gritos que provenían de la planta baja. Maribel se asomó nuevamente a la puerta.
-¡Fuera todos, que estamos de inspección! -sonó la imperativa voz de un capitán de la Guardia Civil.
-Le están buscando a usted -dijo el desconocido. Luego señaló el vestidor-. Alguien le denunció. Maribel los entretendrá. Salga por allí.
Nino se levantó rápidamente y entró al cuartito mientras sentía los pesados pasos de los guardias subiendo las escaleras para revisar los cuartos. Encontró una ventana disimulada y se deslizó fuera, justo cuando se abría la puerta de la habitación. Nino cayó sobre algo suave que, evidentemente estaba preparado para esas ocasiones y escapó a la vacía calle. Dio algunas vueltas para esquivar la redada y luego entró al hotel ayudado por el Tano, que ya estaba dentro.
  Nino y sus compañeros salieron del hotel rumbo al Camp le Corts. El equipo argentino venía cosechando elogios por parte de la prensa española a raíz de su sorpresiva campaña, ya que nadie contaba con que, abandonado por su propia Asociación y sin sus mejores jugadores, pudiera lograr la clasificación a la ronda final. Sin embargo, los argentinos habían compensado la falta de buen fútbol con temple y coraje, y estaban a punto de lograr el pase a las instancias definitivas. Pero aún les restaba jugar nada más y nada menos que ante el temido Brasil de Leônidas.
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Habiendo desarrollado un demoledor juego en los partidos anteriores y con la clasificación en el bolsillo, Brasil salió a jugar con actitud condescendiente. Pero la selección criolla, conociendo sus grandes limitaciones, jugó el partido con el cuchillo entre los dientes, dispuesta a impedir que Leônidas y sus muchachos les hicieran la fiestita. Bastó que el Diamante Negro tocara el balón a los pocos minutos de empezado el encuentro, para que Nino lo ajusticiara con un violento rodillazo a la altura de los riñones. La batahola que siguió duró varios minutos hasta que el árbitro suizo logró que Leônidas se levantara y estrechara la mano que Nino le tendía con sonrisa bonachona y mirada amenazante. Al hacerlo, el argentino le susurró:
-Ché, vocé, tocá la pelota de nuevo y te piso las pelotas.
Acababa de comenzar la pesadilla de Leônidas. A partir de allí, el Diamante Negro fue sistemáticamente pulido a patadas por todo el mediocampo y la defensa albiceleste en cada intervención y no volvió a pisar el área hasta el minuto veinticinco de la parte final cuando, ya con el partido dos a cero a favor de la Argentina el Leônidas hizo una fantasía en el área. Recibió la pelota de espaldas al arco desde un lateral, amagó hacia un lado y se volvió hacia el otro, para dejar atrás a su marcador. Cuando le salió el siguiente defensor argentino, le hizo un sorpresivo sombrero y se perfiló para disparar al arco. En ese momento, una violenta patada le sacudió el espinazo.
El árbitro sancionó penal pero, aunque Leônidas se negó a patear, y los brasileños convirtieron, no les alcanzó. Al día siguiente, España con tres goles de Zarra, goleó a Uruguay y definió las semifinales: España-Brasil y Argentina-Uruguay.
  Eran las dos de la mañana cuando Nino escuchó unos golpes en la ventana de su habitación. Tardó unos minutos hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Para su sorpresa, el Tano no estaba en su catre. Antes de que comenzara con sus elucubraciones, volvió a sentir un “tic” en el vidrio. Abrió la ventana y se asomó. Debajo de él en la terraza, un hombre le hacía señas y le susurraba:
-Venga, baje. ¡Debemos hablar urgente!
Nino reconoció la voz de su contacto. Se calzó las alpargatas y se deslizó fuera. El hombre lo llevó a un costado y se sentaron. Jadeaba como un zaguero central después de marcar a Pedernera.
-Escuche, me están siguiendo. Encuéntreme la noche siguiente al partido de semifinales en lo de Maribel. No intente contactarme antes. Para ese momento estará listo lo que preparo. No puedo darle la información antes. No podemos arriesgarnos a que la encuentren en su poder. Deberá llevarla de vuelta a su país escondida… No cuente esto absolutamente a nadie y ganen el partido contra Uruguay -alcanzó a decir. Luego se incorporó, se bajó la boina sobre la frente y, cuando estaba por partir, Nino lo tomó de un brazo.
-Antes dígame quién es usted y como sé que no me engañará.
-Mi nombre es Américo Giuliano -ese nombre hizo ruido en la memoria de Nino- soy argentino y tercer arquero de la selección que perdió la final con Uruguay en el ’30. Después del mundial, ahogado entre la deshonra y el permanente peligro de morir linchado junto con el resto del plantel, abandoné Buenos Aires… Me fui a Italia con Luis Monti a jugar a la Juventus. Allí nos nacionalizamos para jugar el mundial de 1934. Fue una vergüenza. Jugamos amenazados por el propio Duce y recurrimos a todo tipo de trampas para ganarlo. Me tocó ser el arquero suplente pero ganamos gracias a mi puntería. Fui fundamental en el segundo gol a los checos…
-¿No dijo que era el arquero suplente? -le interrumpió Nino.
-Exacto. Justo antes de que Schiavo rematara al gol, sacudí de un violento piedrazo a Planicka, el portero checo. Pero eso no fue lo peor. El Duce nos había amenazado de muerte, sí, pero también nos prometió 20000 liras a cada uno si ganábamos. ¡No sólo no vi una puta lira sino que además, amenazaron con deportarme! Odio al Duce y estoy dispuesto a hacer lo que sea por hundirlo. Mi actual trabajo con Jules Rimmet en la FIFA sirve de coartada a mis actividades de espionaje. Lo espero en cuatro días…
Giuliano desapareció entre las sombras. Nino levantó la vista y volvió a descubrir que, aunque todo estaba oscuro, la ventana de Pastori estaba abierta y, a pesar de que eso se explicaba por el agobiante calor, las cortinas estaban cerradas y se movían ligeramente. Minutos más tarde de regresar a su cuarto, apareció el Tano, que entró a la habitación en el más profundo sigilo.
  El partido contra Uruguay no sólo definía la clasificación a la final, sino que, para la Argentina, también significaba la oportunidad de vengar la derrota en la reciente final del Campeonato Sudamericano que se había jugado en febrero de ese año en Montevideo. Sabiendo que los campeones sudamericanos, a diferencia de los habilidosos brasileños, tenían su fuerte en el juego físico, Pastori planteó el encuentro de igual a igual, con un esquema cerrado, confiando en la potencia de sus propios volantes (acostumbrados a luchar por la permanencia en primera) y en la velocidad de Malavolta para sorprender a los charrúas en algún contraataque. Los campeones orientales se sorprendieron y no esperaron que una segunda selección del equipo argentino saliera a hacerles frente. Olvidaron que una patada no distingue entre primera y segunda división. Hubo pocas situaciones de gol, que provinieron de tiros libres cercanos al área. A quince minutos del final, Nino recuperó (con plancha alevosa) la pelota de las piernas de Obdulio Varela, joven y áspero mediocampista que hacía su debut en un mundial. A continuación, encaró en dirección al arco rival y logró avanzar cinco metros antes de recibir una dura entrada de Varela, que lo había corrido para devolverle la atención. A pesar del golpe, Nino logró conectar un pase largo en dirección al Tano Malavolta que, rápido como una gacela, rompió la última línea de la defensa oriental. El delantero encaró el arco con decisión y velocidad. El portero charrúa no había visto nada igual: Malavolta, a causa de su pierna corta, parecía caer en cada gambeta. Sin embargo, por alguna extraña razón, se recuperaba y el balón continuaba entre sus pies. Ramón Sosa le salió al cruce a la altura del punto del penal sin saber qué haría el Tano con su gambeta indescifrable. Malavolta aprovechó el desconcierto del portero y, lo fulminó de un violento disparo alto que entró y traspasó la red para perderse en la platea baja del Camp Le Corts. Los argentinos se fundieron en un eterno abrazo, mientras los uruguayos se miraban sin creerlo. El partido continuó pero los ataques uruguayos chocaron contra un muro humano y, salvo un tiro de Varela desde lejos que se fue junto al palo derecho del arquero, no hubo más oportunidades para modificar el score. Al finalizar el encuentro, Obdulio Varela cambió su ensangrentada camiseta con Nino.
-¿Sabe qué pasó? Los dirigentes nos aseguraron que ya estábamos en la final. Hicimos mal en escucharlos… -dijo Obdulio mientras le estrechaba la mano.
-Tranquilo pibe, usted es joven. Va a tener revancha -le aseguró el argentino.
  A la noche siguiente, después del toque de queda, Nino esquivó la vigilancia de la Guardia Civil, y se encaminó al prostíbulo. Sintió un agudo dolor en las entrañas, más precisamente sobre la cicatriz que marcaba el lugar donde solía estar su apéndice. Éste había sido extirpado sin anestesia por el preparador físico de Platense con un peine de alambre durante un partido con Ferro, luego de que un violento disparo de un rival le reventara las tripas y estuviera a punto de provocarle peritonitis. Desde aquel día, cada vez que olfateaba el peligro, la cicatriz comenzaba a arderle con intensidad. Una multitud de curiosos franqueaba la entrada, la Guardia Civil había puesto un cordón de vigilancia.
-¿Qué sucede? -preguntó Nino a uno de los presentes.
-Parece que un hombre se ahorcó. La Guardia Civil está investigando…
Le tomaron del brazo. Maribel, envuelta en una mantilla negra, le hizo señas de guardar silencio y lo llevó hasta un baldío cercano. Se escondieron detrás de unos trastos.
-Le han matao -dijo Maribel con los ojos desorbitadamente abiertos y rojos-… Le han matao aquí mismo…
-Despacio, Maribel, no te entiendo…
-Que se han cargao a Américo, hombre -dijo antes de largarse a llorar.
-La Guardia Civil dice que hay un ahorcado -dudó Nino.
-¡Gilipollas! ¿Que no entiendes? ¡No han ahorcao a nadie, le han acuchillao!
Nino maldijo para sus adentros. Llevó a Maribel al lugar más oscuro del callejón y le dio un cigarrillo. La chica sin dejar de temblar, contó el resto de la historia.
-Américo me iba a llevar con él a Zurich -dijo la chica. Luego agregó entre sollozos-… Él me advirtió que esto podía ocurrir. Que le estaban siguiendo. Me pidió que me comunicara con usted y le diera un mensaje si algo le sucedía…
La chica hizo silencio y comprobó que nadie les escuchaba. Bajó la voz y agregó:
-La información que tenía que entregarle está escondida dentro de la copa. Debéis ganarla…
Nino tragó saliva, sorprendido. Ya era un milagro haber llegado a las finales. Ganar la copa no estaba en los planes de nadie.
-¿Estás segura, Maribel?
-Me lo dijo esta tarde antes de que le mataran como a un perro…
-Escondete. No regreses a tu cuarto. Mañana por la mañana andá al consulado argentino. Allí te darán refugio -aseguró Nino.
La chica se perdió en la oscuridad, dejando a Nino en el más profundo de los silencios. Emprendió la caminata en dirección al hotel pero un ruido de pasos irregulares lo alertó. Primero fueron cortos y rápidos pero, a medida que se acercaron a él, se hicieron más lentos y sigilosos. Nino se apoyó contra una fría pared y se agazapó como cuando esperaba un centro desde el córner. Los pasos se interrumpieron. Entonces, retomó su camino pero los pasos se reanudaron. Cruzó una calle, dobló en la oscura esquina y comenzó a correr a toda prisa. Los pasos de su perseguidor sonaban constantes a sus espaldas. Apretó el paso y se sumergió en otra callejuela que hacía eses y bajaba rumbo al puerto. Los pasos se aceleraron. Nino se detuvo y se escondió abruptamente en el zaguán de una puerta. Las pisadas se acercaron velozmente, mientras el argentino se hacía pequeño en su escondite procurando no hacer ningún ruido. Esos pasos eran inconfundibles. Una figura pasó corriendo a toda prisa por delante de él. Era delgado, vestía una camisa y pantalón largo y llevaba una gorra inclinada sobre la frente. Se detuvo en la esquina y un dejo de luz le iluminó la cara y confirmó sus sospechas.
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-¡Tano! -lo llamó en un susurro. El goleador giró, hacia la oscuridad, intentando ver quién lo llamaba. Nino insistió, levantando la voz- ¡Tano!
Entonces el delantero lo vio y se acercó al zaguán.
-¿Qué hacés acá? -preguntó Nino preocupado.
-Quise ir al boliche pero la Guardia Civil lo había cerrado. Te ví entre la multitud y cuando saliste corriendo, fui atrás tuyo…-dijo, todavía agitado por la corrida
Nino no contestó y se acercó sigilosamente a la esquina.
-Has estado actuando raro, tanito…
Los pasos ya no se escuchaban. El mediocampista se asomó a la esquina. La calle estaba desierta.
-¿Raro? -preguntó el tano levantando una ceja.
Nino volvió a asegurarse que no hubiera nadie cerca y lo increpó.
-¿Te pensás que soy boludo? Desde hace varios días te ausentás por la noche sin aviso y me seguís…
-¿…al burdel? ¿Desde cuándo tengo que pedirte permiso para ir a un puterío? -el tano, muy temperamental, le hizo frente a Nino, que lo doblaba en tamaño, mientras le daba pequeños empujoncitos con su mano izquierda- ¿Quién te pensás que sos? Figlio di…
En ese momento, se oyó una detonación seca y Nino percibió un fogonazo desde las penumbras a su izquierda. Malavolta se sacudió, puso los ojos en blanco y cayó, inerte, sobre el mediocampista. Nino se incorporó y se sorprendió al reconocer al técnico Pastori, que se acercaba corriendo. Su voluminosa figura agitada, su mirada decidida, su inesperada aparición, no indicaban nada bueno. Volvió a sentir una punzada en su lado derecho.
-Nino, carajo, de buena te salvé. Ese tano taimado te podría haber ensartado como a un pollo -dijo Pastori mientras revisaba los bolsillos del delantero. De uno de ellos extrajo su filosa navaja-. Estos napolitanos traidores…
El misionero, inmóvil lo miraba extrañado mientras el técnico del seleccionado continuaba inspeccionando el cuerpo de Malavolta. Cuando se incorporó, creyó ver un movimiento a las espaldas de Pastori.
-Tranquilo, estoy al tanto de tu misión. Me la comentó personalmente el presidente. Yo iba de incógnito para custodiarte. Hace poco descubrí que Malavolta no era de los nuestros y comencé a seguirlo -el tono del técnico era amistoso pero seguía empuñando la pistola-. Creo que ya es momento de que me entregues lo que sea que te haya dado Giuliano antes de que lo apuñalaran…
-¿Cómo sabe que lo apuñalaron? -preguntó Nino- Se comentaba que lo habían ahorcado.
-Apuñalado, ahorcado, da igual. No se pase de vivo, Nino. La cosa es que está bien muerto -el tono del técnico ya no era tan amistoso- Deme los papeles.
-¿Cuáles papeles?
-No se haga el boludo. Los que le dio la otra noche -ahora Pastori corrió hacia atrás el percutor.
Fue lo último que hizo. Un violentísimo garrotazo le rompió la cabeza en dos y cayó pesadamente al suelo. Detrás, temblando de odio y de miedo, estaba Maribel con un palo de amasar manchado de sangre y roto a la mitad.
-No veía un golpe semejante desde que Godoy, el arquero de Juventud Antoniana se reventara el occipital contra el poste derecho de su propio arco -Nino revoleó el palo lejos y miró a los ojos a la chica.
-Cabrón, ya no joderás a nadie…
Un trueno interrumpió el silencio de muerte y un rayo razgó el cielo. Nino abrazó a la muchacha justo cuando se desencadenaba un violento chaparrón. Segundos más tarde, caminando como borrachos, ambos se perdieron en la oscuridad bajo una cortina de agua.
  Al día siguiente, hubo gran revuelo por las misteriosas muertes de uno de los goleadores del mundial y del técnico de la selección argentina, que fueron atribuidas a sendos atentados de los separatistas de la región. Pero ese no fue el único golpe para el seleccionado criollo. Dos días después, 18 de julio, el día de la final, el equipo nacional recibió la triste noticia del fallecimiento del Presidente Roberto Ortiz a raíz de su enfermedad. En el estadio Chamartin de Madrid a punto de reventar, forrado de banderas azules y rojas y amarillas, se hizo un minuto de silencio por el mandatario argentino. Luego, quince mil almas rugieron con gritos de “¡Arriba España!” y hurras al Generalísimo Francisco Franco, presente en el Palco Real con su uniforme de gala.
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En el vestuario argentino, el capitán tomó la palabra. Sabía de sobra que a Ortiz le importaba un bledo el fútbol pero necesitaba ganar la copa para conseguir la información que debía llevar a la Argentina. Esa sí era la voluntad del Presidente. Suspiró y dijo con solemnidad:
-Muchachos, no hace falta que les recuerde la trascendencia de este partido. Éramos el equipo fácil y ahora somos la revelación. Hasta los cretinos mercachifles de la AFA, señores de culo gordo que viven de nosotros, tienen que aceptar que hemos llegado más lejos de lo que creían. Pero todavía nos falta un paso para entrar en la historia. Y lo tenemos que hacer por dos personas: el tano y nuestro Presidente -a Nino no se le movió un músculo mientras obviaba el recuerdo del DT-. A ellos les debemos estar aquí. Uno nos trajo con su obstinación a no aceptar los mandatos de la Asociación. El otro nos trajo con sus goles. No será fácil. Jugamos contra los candidatos y dueños de casa, que llegaron a la final demoliendo rivales y que esperan su turno para comernos crudos. Nosotros venimos con humildad, sin que nos sobre nada. Ni siquiera tenemos a nuestro goleador. Pero vamos a demostrar lo que nos importan las amenazas y las camisas azules que nos muestran desde la tribuna. ¡Nosotros tenemos una camisa celeste y blanca! Le prometí al Presidente que íbamos a traernos esta copa y vamos a cumplir -mintió descaradamente-. ¡Por el Tano! ¡Por el Presidente! ¡Vamos Argentina, carajo!
El resto de los compañeros estalló en gritos de victoria y entusiasmo.
Nino, levantó sus brazos y pidió calma.
-Acá no gana el mejor sino el menos boludo. Estos gallegos no saben lo que es jugarse el ascenso en potreros olvidados de Dios. Jugar un regional intoxicados por la comida que te da el cocinero del hotel cuando vas de visitante. O soportar que tu propia hinchada te incendie la casa para motivarte. ¡Ustedes sí! Los quiero concentrados y listos para hundirle los tapones en la cara al Zarra ése, que tiene como diez goles. Vamos a ganar a puro huevo. ¡Quiero llevarme esa copa a Buenos Aires y para regalárselas a los de la Asociación!
Nino abrió la puerta del vestuario y el equipo salió como una tromba rumbo a la cancha, insultando al público y echando espuma por la boca. El campo de juego estaba verde y liso como una alfombra. Las tribunas rugían y coreaban al grito de ¡Viva Franco! y ¡Arriba España! Nino levantó su vista hacia el palco oficial, donde Franco, acompañado por su canciller, Serrano Suñer, aplaudía y sonreía levantando su bigotín, haciendo gala de un tranquilo optimismo. Los jugadores españoles, con el gesto adusto y confiado, fueron recibidos como héroes. Sus flamantes camisetas azules con el escudo de la falange cosido junto al de España, contrastaban con las casacas gastadas por el uso (eran las mismas que se habían utilizado durante la Copa América de ese año), desgarradas y vueltas a coser del equipo argentino. Incluso el buzo del arquero lucía unos pitucones de cuerina casi desprendidos. Sin afeitar, con los cordones del cuello sin atar y los botines sucios de barro parecían más un grupo de presidiarios que un equipo a punto de disputar la final del mundo.
“Hay que ensuciar la cancha de entrada, provocarlos para que pierdan el control y se olviden de jugar. Quiero que se planten como si se jugaran la permanencia en primera B. Mostrémosles a estos payasos como se juega en el ascenso…”, les había dicho Nino a sus compañeros en el túnel. Para romper el hielo, después de entonar el himno argentino y “Cara al Sol”, mientras sus compañeros trotaban por el campo de juego, le pidió la pelota al referee. Nino la tomó y miró a su alrededor, mientras pasaba sus dedos por los gajos de cuero y la dura costura. Luego la dejó caer sobre su pié derecho y la hizo rebotar varias veces antes de dar un violento zapatazo que le pegó en la nuca a un pibe flacucho que hacía de alcanza pelotas. Las gradas estallaron y los once jugadores españoles se le vinieron al humo. Nino, en tanto, los miraba en silencio y una sonrisa socarrona esculpida en el rostro, mientras se acomodaba los testículos. Luego de un amague de linchamiento, los jugadores volvieron a sus lugares y comenzó el partido.
Movieron los españoles. No iban dos segundos de juego, cuando Nino se lanzó con los tapones hacia arriba y derribó al jugador ibérico que había recibido el primer pase del partido. Era una jugada peligrosa e innecesaria que nuevamente generó empujones, roces y alguna que otra trompada. En tiempos en los que las tarjetas amarillas o rojas no existían, sólo se salía de la cancha muerto o muy malherido.
Los argentinos, siguiendo la ejemplar conducta de Nino se lanzaron a demoler sus rivales, sin dejar que se llevaran la pelota sin una patada al paso. La “Masacre del Chamartín” superó en violencia, saña y brutalidad a la “Batalla de San Mamés”. Los fieros españoles, dueños de un fútbol exquisito que había asombrado a los periodistas especializados, se hundieron en la locura propuesta por Nino y sus huestes. Más preocupados por devolver golpe por golpe, se olvidaron de atacar y de jugar en equipo, cegados por las continuas provocaciones de los argentinos.
Finalmente, pocos minutos antes del entretiempo, la Argentina tuvo en sus pies un peligroso tiro libre a pocos metros del área grande española. Ocasión clara de gol en los pies de Nino. El fiero mediocampista tocó la pelota para la entrada de Barrosa, el delantero suplente de Malavolta, que hacía su debut en el mundial. El forward de Almirante Brown penetró al área solo a la carrera listo para darle un latigazo al balón pero, en su lugar, ensayó una violenta patada sobre el número tres español que se acercaba para impedirle el remate.
-¿Qué os pasa, cabrones? ¿No sabéis jugar balompié? -preguntó Zarra al finalizar los primeros cuarenta y cinco minutos.
-Dejáte de mariconadas y jugá a la pelota, mamarracho, hijo de la gran puta -contestó Nino, acompañando el gesto con un sonoro cachetazo. Nuevamente los equipos se tomaron a golpes de puño y el segundo tiempo estuvo a punto de suspenderse. Mientras tanto, el Caudillo, desde su palco oficial observaba todo, atento y en silencio. El gesto de optimismo había desaparecido y en su lugar, un profundo surco de preocupación cruzaba su frente.
Los jugadores argentinos se habían atrincherado en el vestuario, huyendo de los simpatizantes locales que arrojaban todo tipo de objetos desde las gradas. Mientras desde fuera del vestuario se escuchaban corridas, insultos y golpes contra la puerta, Nino felicitó a sus dirigidos por el partido y pidió “profundizar el esquema de juego”. No sólo habían mantenido el cero en el arco propio después de los primeros cuarenta y cinco minutos (algo que ningún rival de los españoles había conseguido), sino que habían logrado que se olvidaran de jugar. Telmo Zarra no había tenido ni una sola oportunidad clara para anotar y cuando la pelota había llegado a sus pies, lo había hecho siempre acompañada por la dura marca de los defensores argentinos. Las consecuencias, sin embargo, estaban a la vista. Los futbolistas tenían su vestimenta hecha jirones, embarrada y ensangrentada. Había llegado el momento de golpear: aprovechando la desconcentración de los españoles, había que marcar un gol y aguantar. Vinieron a buscarlos.
Nino salió primero y recibió todos los insultos desde las tribunas con los brazos en alto. Incluso le cayó encima un gato que algún espectador había revoleado desde su asiento. El capitán de la selección se paró frente al palco oficial, se puso firme y saludó al Generalísimo con el saludo socialista: puño cerrado y brazo izquierdo en alto. Asombrado y con algo de temor, Nino sintió la desencajada vocecita del Mismísimo:
-¡Freíd a esos soplapollas!
Los españoles se tomaron esas palabras en serio, y salieron a comerse la cancha. Los primeros diez minutos fueron de constante asedio al área argentina, sin que el equipo albiceleste pudiera hacer pie y cruzar la mitad del campo. Nuevamente Nino fue el encargado de poner las cosas en su lugar al acomodar de una patada en la cadera a Luis Castillo, el volante más habilidoso de los españoles. La batahola volvió a tragarse el partido y el juego se sumió en una violenta sucesión de golpes en los que la pelota pasó a un segundo plano. Pero al minuto treinta y tres, el defensor central español tropezó y perdió la pelota en la mitad de la cancha. Barrosa se la llevó a gran velocidad, eludió al arquero y definió con el arco vacío ante un enmudecido estadio.
Durante el resto del partido -que incluyó casi veinte minutos adicionados por el árbitro portugués- los españoles intentaron seguir las indicaciones de su desesperado entrenador pero fue en vano: el muro de contención inspirado y construido por Nino fue indestructible. Barrosa retrocedió unos metros y se sumó a la primera línea de defensa, consistente en tres hombres que corrían y marcaban en todas las direcciones con expresas intrucciones de no cruzar la mitad de la cancha. Si la pelota o algún rival lograba atravesar el primer cerco, lo esperaba una segunda línea de cinco mediocampistas que no tenían ningún miramiento en revolear balones y rivales a las plateas. Detrás de ellos, tres hombres hacían guardia delante del arquero en una celda mortal. Allí se había ubicado Nino, para poder dirigir a sus compañeros. Una sorpresiva y espesa lluvia embarró el campo, facilitando la tarea de los defensores. El resultado no se modificó.
Franco, enfurecido, se retiró de su palco vomitando amenazas y prometiendo juicios sumarios a los jugadores y toda la plana mayor de su gobierno. En su lugar, quedó su pálido y tembloroso su canciller -el Cuñadísimo- para entregar los premios. El silbato del árbitro desató una catarata de amargura que deprimió a España entera. Nino, antes de saludarse con sus compañeros, fue a buscar al chico que había golpeado de un pelotazo antes de empezar el partido. Lo encontró en un costado, llorando abrazado a un balón. Nino lo levantó y fue a buscar el premio.
Serrano Suñer le entregó, con mirada glacial y sin decir una palabra, la copa Jules Rimmet, que el volante recibió con curiosidad.
-Así que todo fue por esto… -dijo antes de dársela al chico-¿Cómo te llamás?
El alcanzapelotas levantó la vista y dijo:
-Vete a tomar por culo.
Lo levantó en andas y dieron la vuelta olímpica bajo un aguacero frente al silencioso e incrédulo público.
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                                                        ***
 -…en ese momento yo tenía diez años y vivía en el Chamartín. Dormía al lado de la utilería y me daban un plato de caldo y pan. Mis padres murieron durante la guerra y Nino dijo que me adoptaría. Yo viajé con el plantel a Barcelona y me quedé con Maribel hasta que se aprobó la adopción. La copa se guardó en el Consulado y yo la llevé escondida entre mi ropa y la entregué a la AFA al llegar con Maribel a Buenos Aires. En cuanto a la información, no se qué sucedió: Ortiz murió y Argentina no rompió relaciones con Alemania hasta tres años después.
-¿Y qué pasó con Nino y la selección?
-Regresaron a la Argentina como seis meses después que nosotros. Lo hicieron de incógnito debido al hostigamiento de mis enfurecidos compatriotas, que no los dejaban salir del consulado argentino. El barco que los llevaba fue hundido por submarinos alemanes en medio del atlántico y no hubo supervivientes. Nunca más lo volví a ver. Me quedé con Maribel, que me cuidó como si fuera su hijo.
-No entiendo cómo no hubo repercusiones en la prensa, crónicas…
-Nadie quiso este mundial. La AFA se opuso desde el principio y España, que había preparado todo para ganar, perdió la final. Encima lo organizó Franco y ya se sabe que ahora nadie quiere saber nada con él. Todo el mundo estuvo de acuerdo en silenciar el tema y, sencillamente, se borró toda alusión. La desaparición del equipo argentino facilitó todo. Lo único que quedó es esa vieja copa en el estante, que nadie conoce ni recuerda. Como pensaron que la Rimmet se había perdido con el hundimiento del barco, hicieron una copia para el mundial del 50, es decir que la original está acá.
-¿No comentó nunca esto?
-No me mire así. En la AFA me dieron laburo, me cuidaron, me ayudaron. Esta es mi casa. No podía traicionarlos. Mucho después, empecé a contar la historia a mis amigos y me di cuenta de la terrible verdad: nadie me creía y me trataban de loco. Tienen razón. La historia es increíble. Ahora no hay nada que hacer…
Me despedí de Carrizo. La historia era buena pero inverosímil: nadie en la redacción me iba a dejar publicar algo así. Volví a verlo varias veces. La historia siempre me había parecido muy divertida y coherente -aceptando, claro, el hecho de que se basaba en la falacia de un mundial que nunca se hizo- y, aunque nunca creí del todo en sus palabras, continué visitándolo con el genuino interés de un chico a quien le relatan una linda historia. Lo raro fue que las veces que pedí permiso a la AFA para que me dejen ver los trofeos, en particular el de la Jules Rimmet, nunca accedieron.
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Algunos años después, volví a coincidir con la limpieza de los trofeos en la AFA. La hacía un muchacho nuevo, que no me conocía y aproveché para acercarme, fumar un pucho y darle charla. Al rato, me permitió echarle un vistazo a la copa. A pesar de saber que no podía ser cierto, la tomé en mis manos y me conmoví recordando la histórica gesta deportiva que Carrizo me había relatado. La sostuve en mis manos e imaginé el momento de la premiación, con Serrano Suñer puteando por lo bajo por tener que entregarla a Nino. Luego, aprovechando que el muchacho estaba distraído, metí los dedos por debajo de la base de madera. Sentí la presencia de una astilla y dí la vuelta al trofeo para mirar bien. Era un desnivel en la madera, viejo pero aún sensible al tacto. Con el corazón en la boca, metí la uña y empujé hacia fuera.
Se abrió un pequeño compartimento y una bolita de papel, prolijamente doblada y amarillenta, se deslizó en la palma de mi mano. Desplegué la hoja. A pesar de los años pasados, aún se podía leer un listado de nombres alemanes, con sus direcciones de contacto y algunos teléfonos en Buenos Aires. ¡La lista de Giuliano! Todo era verdad. El mundial, la historia de espionaje, la selección fantasma, la charla con Ortiz, todo. Pensé en ir al Congreso o a la Presidencia con la copa y el papel, pero después de pensarlo de nuevo, lo dejé tal cual lo había hecho Carrizo cincuenta años antes. Mejor respetar su voluntad pero tomé una decisión. La copa estaba en casa y ya llegaría el momento adecuado para descubrir la verdad. Ese papelito era la prueba irrefutable de que la Copa era original y de la hazaña de Nino y los suyos.
Luego de devolver la copa, fui hasta la oficina de maestranza, donde encontré a todos los empleados mateando, incluso a aquel que me había dirigido con sorna a Carrizo un par de años antes. Abrí la puerta con decisión:
-Al próximo que diga que Carrizo es un loco o un boludo, le reviento la cara a trompadas y lo hago rajar de la AFA -dije y cerré la puerta de un golpe.
Por lo menos, ya nadie se burlaría del gallego Carrizo…
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Última pelota
Aquella noche de junio de 1978, el viejo y diminuto estadio Kantrida, de la ciudad de Rijeka, estaba repleto y los 12000 espectadores que llenaban las tribunas rugían bajo una lluvia torrencial. Dos equipos se disputaban el pase a la final de la Copa de Yugoslavia. Por un lado el local, el HNK Rijeka. Por el otro, el último campeón, el Hajduk de Split. Dos equipos croatas. Los organizadores habían armado un complicado almanaque para asegurarse que al menos un equipo serbio estuviera en la definición. Con el empate, clasificaba el Hajduk, pero si el Rijeka metía un gol, le alcanzaba para estar en la definición de la Copa.
Al contrario del Rijeka, que era un conjunto humilde y la sorpresa del Torneo, el Hajduk era un equipo poderoso y, claramente, favorito. El año anterior, había ganado el título contra el Buducnost Titograd en Belgrado y estaba primero en la Liga de Yugoslavia. Se trataba de un equipo fuerte y ganador, que descansaba en Mirko Critanic, su guardavalla, un joven muy talentoso y de gran categoría que sabía cortar centros con seguridad, tenía gran precisión en los saques de meta, voz de mando y personalidad para ordenar la defensa y hasta atajaba penales.
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Con el encuentro 0 a 0, a los 30 minutos del segundo tiempo, el Hajduk parecía tener el partido controlado hasta que del área grande del Rijeka, partió un rechazo que se transformó en un pase largo para el único delantero de punta del equipo local.
-¡Dejala! -le gritó Mirko al defensor más cercano.
Cuando el número 2 cabeceó hacia atrás el balón, ocurrieron dos fatalidades. La primera fue que la pelota quedó corta. La segunda, que el solitario delantero del Rijeka era, ni más ni menos, que el rapidísimo Luka Frkovic, “el Fusilero de los Balcanes”, la bestia negra de Mirko, a quien siempre le marcaba goles. La pelota fue perdiendo fuerza hasta quedar a igual distancia de Mirko que de Luka, que corría hacia ella como un tren. Mirko corrió para enviar esa pelota directo a la segunda bandeja del estadio. El público enmudeció cuando tomaron conciencia de que era inevitable que ambos jugadores llegaran al balón simultáneamente y sólo Dios sabía si ella moriría en manos de Critanic o descansaría para siempre en la red de su arco. Era la jugada que definiría el partido y la clasificación. El éxito y el fracaso. La gloria y el olvido.
Critanic, al notar que su destino era chocar con la mole que venía de frente, flaqueó por un instante, que alcanzó para que Frkovic llegara una fracción segundo antes y tocara la pelota por un costado del desesperado arquero. Mirko se arrojó a sus pies pero ya era tarde. Ni siquiera giró su cabeza: el delirio de las gradas le marcó cuál había sido el final de la jugada. Los seguidores del Haijduk nunca se lo perdonaron. A pesar de que el pase del defensor había sido corto y defectuoso, la evidente duda de Critanic lo condenó. El Rijeka ganó el partido y luego la Copa y, aunque el Hajduk se quedó con la Liga, las buenas actuaciones de Critanic no alcanzaron para hacer olvidar aquella noche en la que no se había jugado todo por la pelota.
                                                          ***
 La mañana era nublada y calurosa y una suave brisa corría desde el oeste. Pero la brisa no traía alivio al calor, sino olor a quemado y podredumbre, gritos de dolor y sensación de agonía. En 1991, la ciudad de Vukovar, en el extremo Este de Croacia, parecía muerta. Gracias a los continuos bombardeos, los edificios eran ruinas de cemento y acero, las calles estaban atravesadas por enormes y profundos cráteres, las iglesias eran montañas de escombros, las escuelas habían sido sepultadas, los hospitales no daban abasto y no parecía haber signos de vida. Pero Mirko Critanic, enrolado en la Guardia Nacional Croata, sabía que no era así. Las calles estaban desiertas, sí, pero Vukovar continuaba viva.
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Como consecuencia de la declaración de independencia de Croacia, la República Serbia, que no se resignaba a la desmembración de lo que consideraba su territorio, invadió el país. La guerra comenzó y los cañones serbios inmediatamente enfocaron su mira en Vukovar. Los ataques a las ciudades siempre se han caracterizado por ser sangrientos y terribles pero ésta tenía una horrorosa particularidad: el ejército serbio no tenía, por el momento, ningún interés en avanzar sobre ella, contentándose con rodearla y machacarla con continuos bombardeos de artillería y fuego de francotiradores. Las consecuencias fueron claras: una población que antes del ataque era de aproximadamente 85.000 habitantes (de mayoría croata, pero también serbia y bosnia), un mes más tarde quedaría reducida a sólo 15.000. Todo esto ante la mirada indiferente de la ONU, la OTAN, Rusia y los Estados Unidos.
Mirko se sacó la boina y se secó la transpiración de la frente. Luego, controló la munición de su fusil y se arrodilló detrás de su cobertura, un montón de hierros retorcidos que alguna vez fuera un lujoso Volvo 740 azul. Se encontraba a pocos metros de la orilla Oeste del Danubio. La división 204º de la Guardia Nacional, a la que Mirko pertenecía, había llegado poco antes de que los serbios cerrasen el cerco sobre la Vukovar, en julio. Desde entonces, estaban esperando que éstos se decidieran a entrar en la urbe para devolver atenciones. Se escucharon detonaciones a la distancia. Cuatro, cinco, seis y seguían. Como graves y cortos truenos. Critanic escuchó que alguien gritaba ‘a cubierto’ y contó los segundos. En seguida, se sintió el silbido breve y pesado de los proyectiles y la explosión subsiguiente. El suelo tembló con las detonaciones, como si Dios le estuviera dando puñetazos a la ciudad. El mortífero combo incluía cañones, misiles y morteros, lanzados desde la orilla opuesta del río. Un edificio cercano voló por los aires y sus restos se derrumbaron a la calle. Una nube de humo cubrió la vista del soldado. A continuación, un obús impactó a pocos metros suyo y el mundo pareció explotar frente a él. Una ola de calor lo atravesó y la onda expansiva hizo que su cabeza golpeara con parte de la chatarra en la que se escondía. Todo se volvió negro…
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 Pocos minutos después, Mirko abrió los ojos, mareado. Se incorporó sobresaltado y miró hacia los costados. Las calles estaban vacías y todo el mundo continuaba escondido, aún aturdido por la tormenta de fuego y muerte que había caído sobre ellos minutos antes. ‘Todo normal”, pensó Mirko con amargura. Sintió que alguien lo tomaba del hombro y lo arrastraba hacia atrás.
-Cuidado, muchacho. Los francotiradores están esperando su oportunidad -dijo alguien a sus espaldas. Se trataba de un hombre de unos setenta años, de rasgos duros y arrugados, cuyos ojos, sin embargo, transmitían calidez. A su lado, descansaba un fusil kalashnikov. Le tendió la mano y dijo con voz cortada-. Ivo Saric.
Mirko sacudió su cabeza y estrechó la mano que le tendía el viejo. Ambos desconocidos, unidos por las circunstancias y el refugio común, se pusieron a conversar. Ivo Saric resultó ser un curtido carpintero nacido en Vukovar, donde había vivido siempre. Durante sus siete décadas de vida, había peleado por una Nación independiente contra los serbios y sus aliados rusos. Ya descreído por los años, las guerras y las desilusiones, no había mostrado demasiado entusiasmo cuando, tras cuarenta años de comunismo, se declaró la Independencia de Croacia. Sabía que el país vecino y Rusia no se quedarían de brazos cruzados, mirando cómo la gran Serbia se desmembraba. Y no se había equivocado. Ahora estaba cansado y viejo, pero listo para disparar sus últimos cartuchos contra el enemigo de siempre, a las puertas de su propia ciudad. Sus profundos ojos azules otearon al otro lado del Danubio, en dirección a las posiciones serbias. Entre el cielo nublado y la bruma del río no se alcanzaba a distinguir demasiado. El único espectáculo interesante (el fuego, la destrucción y las columnas de humo negro) estaba de su lado del río. No se escuchaban sonidos desde la caída del último obús, quince minutos antes, con excepción de las órdenes de los oficiales, los gritos de los heridos y el llanto de algunas mujeres.
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 Mirko apoyó su espalda contra las ruinas del Volvo y encendió un cigarrillo.
-¿Quiere uno? -ofreció con voz ronca, acercándole el paquete de Ronhill.
El anciano lo rechazó con una corta sonrisa y sacó, a su vez, una petaca con aguardiente que llevaba colgada de su cinturón.
-El tabaco hace mal a la salud. ¿Sljivovica?
-¿Le parece que el aguardiente es más sanó? -contestó Mirko con una mueca divertida, tomando la petaca de manos de Ivo. Sintió cómo el líquido le quemaba en la garganta y una nube de calor le subía desde las entrañas. No dejaba de parecerle irónico que alguien se preocupara por su salud, dadas las circunstancias que los rodeaban.
-Si usted fuera deportista… -murmuró el viejo con la voz entrecortada.
-Al contrario, fui profesional unos cuantos años. ¿Le gusta el fútbol?- preguntó Mirko, mientras guardaba el paquete de cigarrillos en su chaqueta.
Ivo tosió antes de responder.
-Como a todo el mundo…
-Bueno, yo jugué unos años en la primera del Hajduk de Split. Luego me fui a Alemania… -dijo Mirko, saboreando el tabaco con un dejo de nostalgia.
El viejo lo miró más detenidamente. Estudió los rasgos de su cara e intentó asociarla a algún recuerdo futbolero.
-¿Cuál dijo que era su nombre?
-Mirko… -empezó a decir el soldado.
-¡¿Mirko Critanic?! -exclamó el viejo con asombro, mientras el otro asentía. Ivo se entusiasmaba más y más, mientras hablaba- ¡Pero, claro! Créase o no, a pesar de mis años, tengo una muy buena memoria. Usted debe haber debutado allá por el ‘77 o ‘78…
-24 de enero de 1978. Un partido de la Copa de los Balcanes contra el Dínamo de Zagreb. Habían expulsado al arquero titular por cometer un penal. Fue un partido muy caliente. Entré, atajé el penal y lo ganamos tres a uno -comentó Mirko antes de dar una profunda pitada-. Empecé con el pie derecho…
Ivo lanzó una carcajada y se golpeó una rodilla con la mano izquierda.
-¡Ja! Usted jugó en el Hajduk hasta el ‘83, me parece. Y después se fue a un equipo alemán... ¿El FC Magdeburgo? -Ivo lo miró intentando recordar.
-Sí. Fueron buenos tiempos… Por haber ganado la Recopa de Europa en el ’74, el Magdeburgo se había transformado en el equipo de moda de este lado de Alemania. Fue mi mejor época, pero después me lesioné y regresé al Hajduk. Un año después, la rodilla no me aguantó más. La vida del futbolista es corta. Me retiré en el ‘87 y puse un restaurant en Zagreb. Luego vino la Independencia y me enrolé -contestó Mirko antes de pitar nuevamente su cigarrillo.
Se quedaron unos minutos en silencio y luego Ivo reflexionó con su voz cascada:
-Fue un buen arquero… Con un poco más de carácter y seguridad, hubiera sido grande de verdad -dijo con una mueca despectiva, Ivo.
Critanic sostuvo la pesada mirada del viejo por unos instantes antes de desviar la suya hacia la otra orilla del Danubio. Luego asintió y tiró la colilla de su cigarrillo a la calle.
-Siempre me criticaron eso, y sigo sin entenderlo. Siempre fui titular en los equipos que integré… -contestó ofendido.
-¿Sabe qué pasa? Teniendo la técnica que usted tenía, pudo haber sido un jugador magistral -insistió Ivo-, pero tenía un defecto fatal: miedo…
-¿Qué quiere decir? -replicó indignado Mirko.
-Eso, miedo. A chocar con un rival, a que la pelota le haga daño… Dígamelo usted. Debería haber aprendido de su colega, Drazen Cervenko…
-Psssst -comentó Mirko con una mueca despectiva-… Cervenko era un animal.
-Ni más ni menos. Pero era un tipo sacrificado. Y uno sabía que cumplía en cualquier partido, contra cualquier rival y no perdía ni un mano a mano. Salía directo a los pies, como un doberman. Los delanteros le tenían terror. Era capaz de romperle a uno la cadera si le daba de lleno... Así fue cómo llegó a la Selección -agregó el viejo, frunciendo los labios. Abrió nuevamente su petaca, pero esta vez no la ofreció a su compañero.
-Yo no fui a la Selección porque los técnicos no supieron valorarme. Gané la Copa Yugoslavia con el Hajduk en 1977 y 1987 y la Liga en 1978/79, y con el Magdeburgo la Copa de la República. En Alemania me cansé de atajar penales… -explicó Mirko.
-Con eso solo no alcanza. Si usted ataja un penal, como dice, y el equipo pierde dos a uno, por más que egoístamente crea que ha cumplido y se saque la responsabilidad del fracaso, se equivoca. La derrota se lo traga tanto como a los demás. Un verdadero arquero siente cada gol como una afrenta personal. Sólo cuando mantiene el cero, su conciencia está tranquila. Es el guardián de la victoria. Un delantero puede errar 20 goles y meter sólo uno para ser un héroe. Un único error de un guardameta basta para conducir al equipo al desastre. Para ganar hay que disputar cada pelota, hay que pelear y competir con el rival. No hay victoria sin sacrificio -dictaminó el viejo.
-Yo no necesité golpear a un rival para quedarme con la pelota. Yo era lo suficientemente rápido para llegar antes y evitar el choque -se defendió Critanic.
-Como en aquella semifinal contra el Rijeka... Debe estar dispuesto a defender el arco a muerte. Igual que en la vida, el sacrificio es esencial en el fútbol. Así como los volantes salen a matarse en la media cancha y el líbero siempre está bordeando la expulsión, usted debe salir a encararse con un delantero aunque tenga que llevárselo puesto para quedarse con esa pelota. El arquero es un jugador sacrificado. Por eso es tan importante su actitud. Por eso el reconocimiento a Cervenko, mucho menos dotado, pero que se jugaba a todo o nada y nunca daba por perdida una pelota -le contestó Ivo. Sus ojos echaban chispas.
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-Vamos, vamos, no es para tanto. Son sólo partidos de fútbol… -dijo Mirko, restándole importancia.
-Sigue equivocado, jovencito. Un partido de fútbol es un espejo de la propia vida, con sus bondades, dificultades y miserias. Allí salen a la luz las pasiones, virtudes, tentaciones y vicios de los competidores. El juego de equipos potencia la generosidad, los egoísmos, el respeto -o no- a las reglas, los miedos, la sangre fría, la ira, la honestidad y los engaños, la responsabilidad y el sacrificio… Un equipo llega a la cima o se pierde en el olvido no tanto por la cualidad individual de sus miembros, como por el espíritu de cuerpo que los une y que genera que cada uno se supere en virtud del beneficio colectivo -el anciano estaba indignado, pero aún le faltaba agregar algo más. Señaló a Mirko con su dedo índice derecho y sentenció fríamente-. Un tipo que no se esfuerza al máximo en cualquier aspecto de la vida, me inspira suma desconfianza. Con su filosofía, cuando avancen los serbios, una vez que vacíe su cargador y se crea cumplido, me va a dejar solo…
El viejo se interrumpió bruscamente y Mirko notó que su mirada se desviaba y su rostro palidecía. Siguió la dirección en la que miraba Ivo y abrió la boca incrédulo. Imposible saber de dónde había aparecido, pero una pelota de gajos blancos y negros, sucia y desinflada, estaba rodando por la calle. Y detrás de ella, tres niños de unos diez años, corrían dando gritos de alegría. Sus ropas estaban ajadas y sus caras y pelos rubios totalmente oscurecidos por el polvo y la mugre.
-¡Vuelvan! -alcanzó a gritar Ivo mientras Mirko miraba la escena petrificado.
Pero ya era tarde. La primera bala tumbó a uno de los chicos y los otros dos apenas se dieron cuenta, pensando que habría tropezado. El sonido seco del disparo se escuchó un instante más tarde, casi cuando el segundo de los niños rodó sin vida por el agrietado pavimento. El tercero, aterrorizado, corrió en dirección a Ivo pero el invisible tirador lo alcanzó en la espalda, cuando caía en brazos del viejo.
Mirko quiso tragar, pero no tenía saliva en la garganta. Ivo giró, con el niño muerto en sus brazos y se lo mostró, mientras le decía:
-Ojalá tuviera usted, el espíritu de estos muchachitos. Sabían que los serbios estaban enfrente pero salieron a jugar igual. Esto es sacrificio: hacer lo que uno debe hacer sin medir las consecuencias -las lágrimas le caían silenciosas, cruzándole la cara. Luego agregó despacio, con la voz cortada y casi sin emoción-… Una palabra y le juro que lo mato acá mismo.
                                                       ***
 Las palabras del viejo calaron hondo en la conciencia de Mirko. Al poco rato se separaron y nunca más se volvieron a ver. Ivo murió a mediados de septiembre, justo cuando las fuerzas serbias, se decidieron finalmente a adentrarse en la ciudad. Un mortero cayó dentro de una improvisada trinchera en la que dormía. Nunca se enteró de lo sucedido.
Lo de Mirko, fue distinto. Habían comenzado los sangrientos combates, durante los cuales las fuerzas croatas, sobrepasadas en número y en armamento resistían heroicamente, provocando grandes pérdidas en los invasores. La lucha era cuerpo a cuerpo, entre las ruinas de los derribados edificios y escombros del desdibujado mapa de la ciudad. Mirko, junto con cinco camaradas de la 204º y dos milicianos, estaba apostado con ametralladoras y cohetes antitanques en el primer piso de lo que había sido un frecuentado Café. Emboscaron un pelotón de infantería enemigo, y en medio del tiroteo, un serbio logró colar una granada rusa dentro de la habitación. Estaban perdidos.
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En ese instante, Mirko tuvo un retroceso al pasado y sintió que encaraba una pelota frente a Luka Frkovic. Estaba jugando nuevamente aquel partido de semifinales contra el Rijeka. El delantero parecía más grande y rápido que nunca y volvió a sentir ese cosquilleo de los partidos. Escuchó la voz del viejo Ivo que le decía ‘…no hay victoria sin sacrificio…’. Tomó aire y enfrentó a Frkovic con los ojos bien abiertos, saltando con todo su cuerpo sobre la granada serbia como si se dispusiera a quedarse con esa pelota de gol para siempre. El impacto de la explosión fue amortiguado por la humanidad del soldado, salvando la vida de sus compañeros de armas.
Repelido momentáneamente el ataque serbio, sus compañeros acongojados giraron sus cabezas para mirar a quien se había sacrificado por ellos. Un cabo, tomó la iniciativa y silenciosamente, dio la vuelta el cuerpo del soldado. Para asombro de todos, Mirko sonreía…
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El Intercolegial del ´92
                                                         A mis compañeros del Cole del Salesiano,
                                                      miembros de la gloriosa generación del ´75.
¡Padre Marcos y la rep…!
Sí, ya sé que tengo que dejar de hacerme mala sangre, pero qué querés… Hoy se cumple un nuevo aniversario de aquella fecha maldita. No puedo creer que ya pasaron más de veinte años y que todavía me dure la calentura. Aunque el psiquiatra me dice que he progresado, que por lo menos ahora puedo hablar del tema, que ya no me despierto con pesadillas ni rompo a pedradas las vidrieras de los colegios nacionales de la zona… Qué se yo… Pero dejame que te cuente para que vos entiendas esta furia, este fuego que me consume y me mata y no me deja en paz.
Estábamos en cuarto año del secundario y en esa época mi mundo giraba alrededor de una pelota de fútbol. Más precisamente de fútbol de salón, papi fútbol, futsal o como quieras llamarlo, que es casi obligatorio en los colegios del sur por el sencillo hecho de jugarse en cancha cerrada, al abrigo de los vientos y la nieve. Y te aclaro. Sí, te aclaro porque ya veo tu risita condescendiente de porteño canchero y pelotudo que a todos los del interior nos jode profundamente. No te creas que no jugábamos al fútbol de verdad. Por supuesto que lo hacíamos. Y con mucho más méritos que ustedes, que tuvieron la suerte de nacer en la pampa húmeda y están acostumbrados a jugar sobre un fino colchón de hierbas e ir al piso sobre el suave césped escuchando el canto de los pájaros de un bosque cercano. Porque, vamos a decir la verdad: plantan un pedazo de poroto en el suelo y germinan hasta naranjos. En cambio, nosotros le dábamos a la pelota en el patio de cemento del colegio, en los playones de concreto de la costanera o en las nunca mejor llamadas “canteras”, donde los defensores barren sobre suelo de piedra áspera y dura o sobre el hielo resbaladizo y filoso que, de a poco, te va limando los huesos y destrozando las articulaciones. Un verdadero futbolista austral se reconoce fácilmente por su marcada renguera, su artrosis prematura y porque parece de sesenta años aunque, en realidad, bordea los cuarenta.
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Ahora vienen un par de palabritas acerca de mi colegio, el salesiano de Río Gallegos, sin las cuales no entenderías el resto de la historia. Era el mejor de la ciudad. Tenía una historia deportiva envidiable en la provincia de Santa Cruz y una enorme vitrina de madera donde los alumnos pueden aún hoy repasar con admiración y respeto los trofeos, copas y medallas, ganadas por sus antecesores desde comienzos del 1900 en distintas disciplinas. Sólo una pequeña, pequeñísima pero dolorosa espina desgarraba nuestro orgullo salesiano: el Torneo Intercolegial de Futsal. Por supuesto que ya lo habíamos ganado, pero muchos años atrás, cuando competían muy pocos equipos y no participaba el Colegio Nacional Guatemala, que desde su creación, unos quince años antes, se había encargado de ganar todos y cada uno de los torneos.
Con el Guatemala había mucho más que una copa en juego: ambas instituciones eran diametralmente diferentes. El nuestro era un colegio tradicional, religioso, de varones, en el que todos llevábamos un sencillo pero elegante uniforme consistente en pantalón gris, saco y corbata azules y zapatos negros del que estábamos orgullosos. El Guatemala, por su lado, era un colegio nacido de un árido decreto, perteneciente a la Nación, laico y mixto, que reunía en sus entrañas a un alumnado que parecía una banda de zaparrastrosos. Valga lo dicho para demostrar el aprecio que existía entre ambas instituciones y sus alumnos.
A mediados de septiembre de 1991, nuestro equipo yacía arruinado por el desconsuelo en uno de los vestuarios del colegio Julio Roca. Habíamos perdido por un doloroso 3-5 las semifinales del Intercolegial ’91. Aquel partido había marcado no sólo nuestra eliminación sino también el final del ciclo de un equipo glorioso que había obtenido dos interprovinciales patagónicos, dos trofeos de la Copa Hermandad (que se jugaba contra los chilenos de Punta Arenas) y el Campeonato Provincial del ‘91, derrotando al Nacional en la final. Sólo había faltado el Intercolegial. Ya no sería posible conseguirlo con ese equipazo ya que se retiraban por egreso tres de los cinco titulares, entre ellos el goleador histórico del colegio y el arquero titular de los cuatro años anteriores. Para 1992 nos quedaban el Pipa Lorenzo, volante central muy habilidoso -que ya tenía todo arreglado para entrar a la reserva de Gimnasia de la Plata en el ’93- y el Tano Barcacchia, que jugaba en el fondo y marcaba con la delicadeza de una motosierra. En medio de la bronca y el abatimiento por la derrota, el rector del colegio, el padre Marcos (maldita sea su estampa), nos prometió:
-El año que viene, este torneo será nuestro. Vamos a ser locales y pondremos a punto el gimnasio y las tribunas para que sea una verdadera fiesta. Esa copa va a descansar en nuestra vitrina…
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Yo estaba en aquel vestuario porque, aunque no me daba como para jugar, como conocía mucho a los muchachos y tenía una buena idea de táctica, me habían incluido en el cuerpo técnico. Aquella noche, con los ojos rojos de bronca, nos juramos ganar la copa. Nada de pelotudeces como ‘hacer el mayor esfuerzo’, ‘dar lo mejor de nosotros’ o ‘pelear hasta el final’. Siendo locales, sería ganar la copa o morir en el camino.
El ‘gimnasio’ era la cancha del colegio, un lugar mítico y sagrado. Tanto o más que la misma iglesia… Yo diría que más. Tenía dos tribunas con butacas de madera, a la vieja usanza, con capacidad para unas 500 personas. Hasta había una cabina de transmisión, donde se ubicaban los equipos de sonido o, eventualmente, las cámaras, cuando el lugar se alquilaba para distintas cosas, desde bingos y fiestas, hasta mítines políticos y recitales. Era inexpugnable. El vestuario visitante nunca tenía calefacción ni agua caliente, en algunos sectores la pelota picaba mal porque el suelo estaba hueco o tenía desniveles, en otros había peligro de resbalar por las temidas goteras que transformaban el piso de goma negro -de ahí su mote de “Coliseo Negro”- en una pista de hielo. Incluso la iluminación era pésima y en muchos casos la luz amarillenta desaparecía por completo, dejando a oscuras ciertos tramos del terreno de juego, como el del punto del penal. Y nosotros, que conocíamos cada centímetro de la cancha de memoria, sacábamos ventaja de aquella situación al máximo. Como ya he dicho antes, los rivales venían al salesiano a morir. Pero eso duró hasta que un turro, egresado de la Escuela Técnica llegó al cargo de Ministro de Educación de la Provincia y estableció ciertas normas “mínimas”, que nuestro gimnasio no cumplía, para que un colegio pudiera postularse como sede de un intercolegial. A partir de allí, nuestro récord de victorias en casa continuó intacto, pero ya nunca pudimos ganar aquel torneo.
Nos costó creer en las palabras del cura pero de alguna manera, el padre Marcos (que reviente en el Infierno) había logrado financiar los arreglos de la cancha y durante enero, febrero y buena parte del primer semestre, se trabajó en serio para adecuar las instalaciones. El gimnasio volvió a tener calefacción, los vestuarios se acondicionaron y se agregaron lockers, pusieron parquet en el piso, las luces se cambiaron, se reemplazaron las butacas rotas de las tribunas, se compró un nuevo tablero de puntuación y hasta se modernizó la cabina de transmisión. El cura Marcos estaba cumpliendo con su parte del trato. Cada vez que lo cruzábamos, nos guiñaba un ojo y nos decía:
-No me vayan a fallar. Este trofeo tiene que quedar en casita este año…
Finalmente, el alguna vez temido gimnasio, pasó a ser el más moderno de la provincia y el salesiano traicionó a su historia pero ganó la licitación para ser sede de los intercolegiales del ’92.
Mientras las obras avanzaban, nosotros nos preparábamos para la guerra. Al Pipa y al Tano, sobrevivientes de la Vieja Guardia se sumaron el Loco Rivarola, que jugaba al medio, era zurdo y rapidísimo; un pibe de tercer año, Víctor Ramírez, delantero implacable y ‘el Indio’ Oyarzo, un “nacido y criado” (NyC) de pura cepa, debajo de los tres palos. No era mal equipo pero el del Guatemala estaba consolidado. Venían juntos desde primer año y jugaban de memoria.
En agosto, arrancó el torneo. Se armaron dos zonas de cuatro colegios y los dos mejores de cada una clasificaban a las semifinales. El primer partido, lo jugamos contra la Escuela Nº1, que era un desastre. El 11-1 fue definitivo. Sirvió para agarrar confianza y hacer buena diferencia de gol, pensando en un hipotético lugar como mejor segundo. Porque los otros dos equipos en la zona eran el Julio Ladvocat (que nos había eliminado en las semis del año anterior) y los rústicos de la Escuela Técnica. Nuestros compañeros llenaron las dos tribunas del gimnasio y llevaron papelitos, petardos y hasta un bombo que metía miedo. A diferencia del cambiador visitante, que estaba en un costado del gimnasio, frente a las hostiles tribunas, el túnel que comunicaba el vestuario local con la cancha, venía desde las entrañas del colegio y pasaba por debajo de la cabina de transmisión. Salir y sentir a la hinchada reventar fue suficiente para que se nos llenara el pecho de emoción. El padre Marcos (que no nos crucemos de nuevo, viejo maldito) miraba orgulloso desde un costado la goleada, bajo los nuevos reflectores que iluminaban la cancha.
No vamos a entrar en detalles. Valga, para la estadística, hacer mención que el Pipa Lorenzo hizo cuatro goles, más tres del loco Rivarola y cuatro del nuevo delantero, Víctor Ramírez. Además, nuestro flamante arquero estuvo muy atento y hasta atajó un penal. Nadie pareció notar la presencia de un charquito en el costado derecho de una de las áreas. Lo noté al finalizar el partido, cuando lo pisé y casi me mato en medio de los festejos por la victoria. Podía haber venido de alguna botella de agua, pero también podría haber sido el fruto de alguna imperceptible gotera. En medio del jolgorio, me olvidé del tema.
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El segundo partido lo jugamos contra la ENET N°1. Si las relaciones con los muchachos del Guatemala eran tensas, las existentes con la gente de la Escuela Técnica eran mucho peores y existía una larga tradición de peleas y desprecios mutuos que se fomentaban de generación en generación. Por lo tanto, aunque teníamos mejor equipo, el partido tuvo más tarjetas que goles. A mitad del primer tiempo el Pipa entró al área haciéndole un caño a un defensor pero la pelota se le fue larga. Como se quedó sin ángulo para rematar, se quedó esperando para dar el pase a un compañero. En eso apareció un áspero defensor de la ENET al que le decían “el animal” y lo levantó de una patada desde atrás, en una jugada tan extraña como innecesaria. Expulsión y penal que Ramírez, ante la imposibilidad del Pipa de levantarse del suelo, convirtió en el único gol del partido. A pesar de lo claro de la infracción, la tribuna visitante comenzó a generar disturbios y a amenazar al árbitro. La roja al Tano Barcacchia por una supuesta mano no alcanzó para calmar los ánimos de la hinchada rival y hubo un serio riesgo de que ambas escuadras se enfrentaran a pedradas a la salida del partido. Alguien tuvo la buena idea de avisar a la policía y un patrullero cargado de canas, hizo que los aficionados se llamaran a la reflexión.
Ya clasificados, con el Pipa todavía maltrecho en el banco y el Tano fuera por suspensión, nos enfrentamos al Ladvocat, en busca de revancha por la semifinal del año anterior. Nuevamente en un marco con clima de final, con papelitos de colores, música tronando y bombos golpeando, salimos a por la venganza. Las cosas no empezaron como esperábamos. A los cinco minutos, nos metieron el primer gol y antes del final de la etapa inicial, nos enchufaron el segundo. Nuestra moral pareció venirse abajo pero la tribuna no aflojó y en el entretiempo nos mentalizamos en dar vuelta el resultado.
Mientras el DT, gritaba y gesticulaba, mi vista se distrajo hacia el borde del área que nos tocaba ocupar en el segundo tiempo. Ahí estaba nuevamente. El charquito se había formado otra vez y mis preocupaciones se enfocaron en aquel lugar. Llamé a uno de los alcanza pelotas y le pedí que pasara un trapo. Después busqué al padre Marcos (mal rayo lo parta) con la mirada, pero no lo encontré. Cuando arrancó la segunda etapa, me encaminé al técnico y le comenté mi preocupación.
-¿De qué charquito me hablá? -me preguntó con tonada cordobesa. Era de San Luis pero por alguna misteriosa razón hablaba con ese cantito inconfundible de las sierras. Su mirada seguía las jugadas del partido sin perder detalle.
-Allí, Cacho -le señalé el lugar, al otro lado de la cancha, justo cuando cobraban un tiro libre en la puerta de nuestra área. El DT me miró con ojos enloquecidos.
-¿Vo’ me ’tas jodiendo? ¡Mirá la boludé que me decí! ¡Olvidate del charquito y pensá cómo hacemo pa’dar vuelta el partido!
Ahí se acabó el diálogo aunque el charquito siguió titilando como una alarma en algún lugar de mi cerebro. Como no había forma de meter un gol, entró el Pipa que, como si estuviera nuevo, clavó dos goles y, cuando faltaban dos para el final, metió un pase para la entrada del pibe Ramírez, que la puso en un ángulo. Tres a dos y locura. No los habíamos eliminado pero ahora ellos tenían que jugar contra el Nacional, que era casi lo mismo...
La semifinal contra el colegio Gobernador Gregores era pan comido, pero significó mucho para mí porque fue el primer partido que dirigí. Cacho no se presentó y yo, como su asistente, tuve que hacerme cargo del equipo. Aunque tenía algunos nervios, fue todo bastante sencillo. La formación inicial fue la de siempre y les pedí que salieran a presionar de entrada para hacer una buena diferencia y después cuidar a los jugadores para la final. Los muchachos me respondieron como si los hubiera dirigido toda la vida. El Pipa hizo una de las suyas y se mandó un gol de mitad de cancha, sorprendiendo al arquero con un milimétrico zurdazo que se encanutó en un ángulo. El segundo gol lo metió el Loco Rivarola fruto de una mala salida del arquero rival y de que Barcacchia la recuperara en la mitad de la cancha. Ellos se descontrolaron y nosotros hicimos lo nuestro: cinco a uno y a la final.
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Del charquito, ni noticias, pero como soy un vasco cabeza dura, me hice una escapada al despacho del padre Marcos (que se lo trague el Averno) para hablarle del asunto.
-¿Gotera? ¿Qué gotera? -me preguntó indignado.
-Le digo, padre, que en las últimas semanas lo he visto en varios de los partidos en un costado, cerca de la mitad de la cancha. Es un peligro, padre. Y queda una semana para la final…
-No puede ser, m´hijo. Vamos al gimnasio.
Caminamos en silencio hasta la vacía cancha. Acompañé al cura hasta un oscuro costado, debajo de las tribunas, donde estaba el tablero de las luces. El sacerdote las encendió todas y el gimnasio pareció explotar.
-Ahora, decime. ¿Dónde está tu gotera?
Me encaminé decidido a donde había visto la filtración pero la muy maldita había desaparecido y no había más que una minúscula manchita de humedad.
-Padre, le juro que… -mis palabras fueron interrumpidas por un sonoro cachetazo.
-No se jura, m´hijo.
-Tiene razón, padre, pero era aquí. En este preciso lugar.
-Mmmm... ¿Está seguro?
-Le j… le digo que sí. No se nota porque estos últimos días no llovió ni nevó. Pero está ahí arriba…
El cura suspiró pensativo y dijo:
-Mire, pibe, yo mismo supervisé las obras y le puedo prometer que no hay ni un solo agujero. Será que a alguien se le cayó agua o gaseosa.
-No, padre, no. Yo también lo pensé pero después volví a verlo en otros partidos en el mismo lugar.
-Le quiero creer, Urtizberrea, pero no hay nada. Vigíle el gimnasio y, si llega a verla de nuevo, me avisa. Pero seguro que hay alguna otra explicación -dicho lo cual se dio media vuelta y se marchó, dejándome solo, a oscuras y a las puteadas. Maldito sea…
                                                            ***
 El día llegó. Recuerdo que la jornada anterior se había desatado un tan sorpresivo como violento temporal y había nevado toda la noche. La ciudad había amanecido cubierta de nieve y la temperatura, de varios grados bajo cero, contrastaba con el calor humano de la cancha desbordada. Las entradas se habían agotado pero igual dejaron entrar a los alumnos del colegio, que se amontonaban en las escalinatas de las plateas y a los costados de la cancha, apiñados como los inmigrantes europeos que venían a América a fines del siglo XIX. El griterío era infernal y los bombos retumbaban en el gimnasio cerrado como si fueran cañones. Sabiendo que nos jugábamos el todo por el todo, hicimos algunos cambios para que el equipo visitante recordara que estaba en territorio enemigo: cortamos el agua en el vestuario y los dejamos sin luz y sin calefacción. Como en los viejos tiempos. Corrí hasta la salida del túnel justo cuando el equipo del Nacional, con sus horribles camisetas bordó, salía del saboteado vestuario visitante bajo una infernal y temible silbatina. Aún hoy, al recordarlo, se me pone la piel de gallina. Tal era el quilombo que, traicionado por sus nervios, su capitán tropezó y cayó de rodillas, temblando como una hoja.
Regresé a nuestro búnker. Cacho había terminado con la charla técnica y estaba en la exhortación previa a la batalla. Les recordó que era una oportunidad única para quedar en la historia de la Institución. También el sacrificio enorme que el colegio había realizado para mejorar las instalaciones y las esperanzas que todos tenían en ellos, pidiéndoles un último esfuerzo para vengar tantas injustas frustraciones del pasado. Por último, Cacho les entregó a todos una nueva camiseta, que mantenía los colores y el escudo, pero tenía un diseño más moderno y elegante. Cuarenta minutos nos separaban de la Gloria.
Cuando el equipo salió con las flamantes casacas blancas y azules, el gimnasio tembló. La cancha era un volcán en erupción. Explotaron petardos, cayeron papelitos y los bombos redoblaron su amenazante tam-tam, mientras los parlantes hacían sonar los acordes del himno del colegio. Pareció el ritual de los charrúas antes de morfarse vivos a Solis y los suyos a orillas del Río de la Plata: fue aterrorizador. Para colmo, el padre Marcos (condenado traidor) había comprado esas mangueras que tiran humo y con todo ese polvo en el aire, hubo que abrir las puertas y esperar a que se ventilara un poco porque no se podía respirar.
Con casi veinte minutos de retraso, empezó el partido. Arrancamos con todo: en la primer jugada, el Pipa, demostrando por qué Gimnasia lo había seleccionado, dejó a un tipo en el camino, le metió un caño a otro y casi les rompe travesaño de un zapatazo. Habíamos avisado pero el partido se hizo cerrado y trabado, con mucha pierna fuerte, bajo el ensordecedor griterío de la muchedumbre de las gradas que hacía apenas audible el silbato del árbitro. En medio del caos y el humo, el primer gol llegó a los diez minutos: jugada por la izquierda, el Pipa Lorenzo acumuló marcas contra un lateral y metió un centro exacto para el puntazo de Ramírez, que la clavó abajo junto a un palo. Parecía que los dioses nos favorecían por fin, pero tres minutos después, le sacaron la pelota al Pipa con falta que el árbitro no cobró y, en veloz contraataque, el Nacional nos empató. Lo peor fue que el tano Barcaccia le recordó a uno de los jueces la ancestral profesión de su madre y la esquina precisa de la ciudad en la que desarrollaba su actividad, lo que le ganó la primera amarilla del encuentro y que Cachito lo sustituyera por el Flaco Mansilla, un pibe de tercer año.
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Al final del primer tiempo, el Indio Oyarzo tapó un mano a mano y, ante nuestro terror y la sorpresa de la delantera del Nacional, salió temerariamente rápido y con pelota dominada. Cuando le salieron dos rivales, la cedió con una maestría desconocida al Loco Rivarola, que picaba por la otra punta. Rivarola corrió hasta el fondo y metió un buscapié para la entrada de Ramírez, que anotó su segundo gol.
El DT pidió un tiempo muerto para enfriar el partido y metió a Barcaccia (más sereno) de nuevo en el equipo. Levanté la cabeza y me emocioné al ver la fiesta que se vivía en la tribuna. Estábamos a un paso de conseguir el preciado galardón. Cacho pidió a todos máxima concentración y marca fuerte pero sin falta.
-Los nerviosos son ellos. Los esperamos y salimos de contra. Si alguno se cansa, me hace una seña y sale un ratito. Necesitamos velocidad y cabeza fría…
Y hablando de “cabezas frías”, yo me había encargado de que el vestuario visitante estuviera inhabitable: los peloteros tenían instrucciones precisas de abrir las ventanas ni bien empezara el partido para que hicieran por lo menos unos diez grados bajo cero de temperatura. Me dijeron que había nieve hasta en los mingitorios. Varios terminaron con pulmonía.
El segundo tiempo se jugó a pura patada sin que ninguno pudiera llegar mucho al arco. El planteo bilardista estaba dando sus resultados, pero tuvimos mala suerte. A doce minutos del final, Tito González, mediocampista rudo y torpe del Nacional, metió un sablazo con todo el odio de su alma. El tiro, pésimamente ejecutado desde la mitad de la cancha, se hubiera perdido afuera si no se hubiese desviado en el codo del Tano Barcaccia, y descolocado al Indio Oyarzo. González le gritó el gol al Tano en la cara, que enloqueció y le metió una trompada. El árbitro debió haber expulsado a ambos, pero Tito era hijo de uno de los miembros del Consejo Deliberante, órgano donde dormía una resolución que lo nombraba a director de la escuelita deportiva de un colegio provincial. No necesitó pensarlo mucho antes de decidir rajar sólo a Barcaccia por doble amonestación.
Con el partido empatado y un jugador más, nos metieron en un arco. Cachito pidió tiempo muerto y lo sacó a Ramírez para meterlo de nuevo a Mansilla y controlar el fondo. De esa manera, el equipo quedó parado con dos tipos en el fondo y el Pipa arriba, intentando cazar un rebote para salir de contra. Cuando quedaban cuatro minutos, el Guatemala nos hizo un golazo y se pusieron tres a dos. Las tribunas enmudecieron y sólo se escucharon los cantos de los cincuenta ridículos del Nacional que habían venido a apoyar a su escuadra. El padre Marcos estaba de pie junto a una columna. Ya no parecía tan satisfecho.
A dos minutos del final, Fuentes, un delantero del Nacional, logró colarse en el área y definió ante la salida del Indio. La pelota dio en el palo y, de rebote, en la mano de Mansilla. Sin tener en cuenta la intención y ante la desesperación de todo el mundo, el árbitro pitó penal. El partido ya terminaba y no teníamos tiempo muerto para preparar una jugada por si ocurría el milagro. Fuentes acomodó la pelota en el punto del penal. Estábamos al borde del abismo. Entonces, comenzó una silbatina como no se recuerda hasta el día de hoy. Fuentes, inmutable, se retiró un paso y le pegó duro y al medio para asegurarla. El Indio, se arrojó a su derecha pero, rápido de reflejos levantó su pierna izquierda para tocar la pelota. El balón, por la fuerza del remate, se elevó y golpeó fiero el travesaño, antes de salir despedido hacia un costado de la cancha.
El Pipa fue el único que reaccionó y se lanzó en persecución de la pelota. Alcanzó a dominarla junto a la línea del lateral y la adelantó apenas, para encabezar un contraataque que lo dejaría solo contra un arquero adelantado y mal parado. Si convertía, habría penales y estaba seguro que lo ganábamos. Entonces lo vi de nuevo. Sí. Era él. El charquito. La nieve del techo se había comenzado a derretir y la gotera había hecho su trabajo. Claro que, emocionados y concentrados en el partido, nadie se había percatado de él. Lorenzo, entrado en velocidad, no pudo esquivarlo. Patinó y, ante las horrorizadas miradas de todo el mundo, cayó al suelo. De manera increíble, rebotó y se incorporó, como si hubiera sido parte del mismo movimiento. Sin embargo, cuando se repuso y encaró el arco con la pelota dominada -era un verdadero genio, el Pipa- ya era tarde. Un mediocampista y un defensor lo habían alcanzado. Incluso antes de caer de manera definitiva, logró conectar un remate fuerte y bien dirigido que el arquero desvió al córner.
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El árbitro dio por terminado el partido y las tribunas se hundieron en un doloroso silencio. Ni siquiera los del Nacional podían creerlo. Sin reparar en las funestas consecuencias que podía sufrir, busqué al cura para decirle un par de cosas pero había desaparecido. Minutos después, mientras nos retirábamos abatidos con la medalla de plata colgada del cuello como si fuera un ancla, la tribuna comenzó a cantar amenazas contra el colegio y, más precisamente, contra el cura y los árbitros. Nadie pudo soportar -y las heridas nunca cicatrizaron, por más que ganamos el intercolegial al año siguiente- el haber perdido en nuestro propio estadio por culpa de aquel charquito subversivo. El cura se esfumó a en un sorpresivo y sospechoso retiro en el seminario de Pico Truncado y nunca más volvió al colegio.
¿Ahora entendés mi calentura, mi locura, mi psicosis? Ese campeonato había estado a minutos de ser nuestro. Lo hubiésemos conseguido si no hubiera entrado aquel tiro de carambola de González, si el imbécil de Barcaccia no se hubiese hecho expulsar, pero -sobre todo- si aquel charquito maldito no hubiera estado ahí…
¡Padre Marcos y la rep…!
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La Pasión según el Padre Andrés
                                                               A mi amigo el padre Juan Francisco T.,
                                                              Y a mis amigos penitentes racinguistas.
El padre Andrés siempre había sido muy fanático del fútbol. Y si había alguna cosa que podía asimilarse a su compromiso con Dios eso era su amor por la Academia Racing Club. Por eso, para el padre Andrés, el domingo era un día especial. Mucho más especial, incluso, que para otros sacerdotes. Desde que se levantaba, muy temprano, vivía la jornada dominical en un clima particular de oración y de respetuoso silencio, motivado en ese revivir el sufrimiento y la angustia de Cristo, superado por la renovadora esperanza de la salvación y de que todo dolor es pasajero. Pero además, porque jugaba Racing. Y aquel domingo no era uno más, porque Racing e Independiente se enfrentaban por la punta del campeonato en cancha de la Academia. “Va a ser una tarde brava”, reflexionó.
Después de un almuerzo muy liviano en su casa, fue hasta su habitación. El padre Andrés vivía a metros de la Catedral de Avellaneda, lugar en el que había nacido y que había pertenecido a sus padres. Según contaba siempre, por algún milagro de la Divina Providencia había tenido la suerte de haber sido asignado a esa parroquia, lo que le había permitido quedarse en aquella casa en la que había pasado su niñez y adolescencia. Desde la muerte de sus padres, se había mudado al dormitorio de ellos (mucho más fresco y amplio) y había transformado su antiguo cuarto en un santuario académico, manteniéndolo igual que lo tenía aquella tarde de noviembre del ‘67, cuando el Chango Cárdenas hizo festejar y blasfemar simultáneamente a todo Avellaneda. “Veinte años pasaron”, pensó Andrés con nostalgia mientras abría la puerta de su viejo dormitorio, donde con su viejo se habían abrazado escuchando por la radio aquel gol que venía desde Montevideo.
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Como siguiendo un ritual, lentamente, empezó a acomodar todos los elementos sagrados para las celebraciones de la tarde. Puso sobre la cama una sotana blanca, un alba del mismo color y dos estolas: una de color morado (correspondiente al tiempo de Cuaresma) y otra celeste, que le habían regalado. Todas perfectamente planchadas. Mientras lo hacía, prendió la radio, la misma Spika del ’67 sintonizada en el dial de Radio Nacional (de donde nunca se había movido desde aquel día de la coronación), justo cuando leían las formaciones de Racing e Independiente para esa tarde. Haciendo gala de su característica prolijidad, examinó el cuarto al detalle. La posición de la silla del escritorio estaba bien. El crucifijo sobre la cama, perfectamente alineado. Los cuadros y las fotos acomodadas en su sitio. Incluso una en blanco y negro de él con su papá y su abuelo en la entrada del “Cilindro” de Avellaneda. Todo estaba en su lugar. Se colocó la sotana blanca y también, con mucho respeto, la estola celeste. Después guardó el rosario en un bolsillo y, con un gesto casi solemne, desplegó la camiseta de Racing a los pies de la cama.
Antes de salir, supervisó nuevamente que todo estuviera en su lugar, apagó la radio y rezó el Santo Rosario. Media hora más tarde, tomó un librito de oraciones donde tenía el Vía Crucis y salió a caminar intentando mantener el silencio interior a pesar de que el barrio entero estaba revolucionado. La tarde, como normalmente sucedía en diciembre, estaba soleada y hacía más de treinta grados de calor. Caminó unos metros goteando la transpiración y tomó por la avenida Adolfo Alsina en dirección a la cancha de Racing. Todos los domingos (el hombre es un animal de costumbres y de cábalas), el padre Andrés salía a caminar por el barrio, mientras rezaba. El periplo lo solía llevar desde la Catedral por Alsina hasta la calle Cordero. Allí doblaba a la izquierda hasta Italia, bordeaba la cancha de Independiente, y tomaba Colón otra vez a la izquierda, para volver a Alsina y, finalmente a la Catedral para la misa dominical. Todos los domingos hacía la misma caminata siete veces, según decía, porque era una zona de parque y porque le gustaba ver el ambiente futbolero del barrio. Pero por dentro, se sentía como aquellos israelitas comandados por Josué, que habían dado siete vueltas alrededor de las murallas de Jericó hasta lograr la caída de la ciudad y la victoria para Yahvé.
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“Te adoramos Cristo y te bendecimos…” empezó a rezar, mientras caminaba por Alsina “…porque con tu Santa Cruz, redimiste al mundo”. Empezó a sentir el cariño de la gente del barrio que ya lo conocía. “¡Grande, cura!” le gritó un vendedor de banderas y gorritas en la esquina con San Martín. “¡Vamos esta tarde, Acadé…!” escuchó desde uno de los bares. El sacerdote respondía cada saludo con una leve inclinación de cabeza pero sin levantar la vista de su devocionario. Al llegar a Belgrano, lo rodeó una multitud de hinchas de Racing que, entre cantos acompañados por bombos, llegaba en masa al estadio. En ese momento se detuvo a un costado un micro del que parecieron salir miles de almas académicas. Andrés tenía los ojos apenas abiertos, intentando mantener el estoicismo que lo transportaba a los tiempos de Cristo, para contemplar y ser partícipe -de alguna manera- de aquel dolor extremo al que había sido sometido el Hijo de Dios. Aunque parezca ridículo, para alguien tan fanático de Racing, el acercarse al fuego futbolero que salía del Cilindro sin entregarse a él, era un sacrificio desgarrador, como el de un adicto al alcohol que  voluntariamente pasa frente a un bar para poner a prueba su voluntad.
Al llegar a la esquina de Constitución, el ambiente empezó a cambiar. “Segunda Estación” -siguió rezando el cura- “Jesús es sentenciado a muerte”.  A pesar de los colores celestes y blancos de la cancha, camisetas y vestimentas rojas empezaron a inundar la calle y al grito de “¡oooh…dale, dale rooo…!” ahogaron a los cantos racinguistas.
“¡Mufa!” le gritó un hincha de Independiente. “¡Fuera yeta!”, maldijo otro, mientras se cruzaba de vereda y se persignaba. En un costado, la policía lo miraba con preocupación. El padre Andrés continuó leyendo su libro de oraciones: “El juez sabe que sus enemigos se lo han entregado por envidia, e intenta un recurso absurdo: la elección entre Barrabás, un malhechor acusado de robo con homicidio, y Jesús, que se dice Cristo.” A medida que avanzaba hasta la calle Cordero y el estadio de Independiente, el clima se fue poniendo más espeso y los saludos aislados empezaron a dar lugar a amenazas cada vez más serias. “Dios es mi Padre, aunque me envíe sufrimiento. Me ama con ternura, aun hiriéndome”.
Aunque el sacerdote había pasado por situaciones semejantes casi todos los domingos, cuando se jugaba el clásico de Avellaneda las afrentas y amenazas eran siempre más peligrosas y creíbles. Andrés se llevó la estola celeste a los labios sin levantar la mirada de su devocionario, provocando un nuevo clamor de puteadas por parte de la parcialidad visitante.
“¡Este es el infierno, cura!” exclamó alguien antes de tirarle una botellazo. Andrés recibió el golpe sin detener su camino por la calle Italia, rumbo a Colón y a la salvación de la muchedumbre. Cruzó los controles policiales y las vallas sin problemas. A la policía no le hacía gracia que Andrés saliera de peregrinación cada domingo pero lo dejaban pasar.
Cuando comenzó su segunda vuelta por Alsina, el partido ya había empezado. Los treinta y cinco grados de térmica se sentían fuerte debajo de la sotana y la estola, pero Andrés continuaba caminando y repitiendo las estaciones del Via Crucis. Las calles estaban desiertas y llenas de papelitos. De fondo se sentía el clamor constante de ambas hinchadas que festejaban y pujaban en cada jugada.
“Tercera Estación, Jesús cae por primera vez bajo el peso de la cruz”, continuó Andrés, “…la turbamulta ha ido agigantándose. Los legionarios apenas pueden contener la encrespada, enfurecida muchedumbre que, como río fuera de cauce, afluye por las callejuelas de Jerusalén...”. En ese instante, el mundo pareció explotar.
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-¡Goooooooooooooooooooooo…!
Una enorme angustia se apoderó del cura, que caminaba en ese momento en el sector que limitaba locales y visitantes. Al mismo tiempo que una tribuna gritó el gol, la otra cargó los insultos, y lo mismo sucedió en el barrio. Tanto fue así, que no le resultó sencillo interpretar de quién había sido el gol. “Un dolor agudo penetra en el alma de Jesús, y el Señor se desploma extenuado…”. El sacerdote, con un agujero en el estómago por la angustia de solo pensar que el diablo hubiera metido la cola y el gol, tropieza y cae contra el cordón de Alsina y Díaz Vélez. No hay nadie en la calle para preguntar. Igual, había prometido que no averiguaría nada del partido hasta el final. Mortificado mentalmente, le pidió a la Virgen que el gol haya sido de Racing. Se había prometido no molestar al Señor por el fútbol pero una y otra vez se encontraba incumpliendo su propia palabra. En medio del ensordecedor griterío, el cura se secó el sudor de la frente e intentó mantenerse sereno y continuar su meditación, ofreciendo ese sufrimiento interior que sólo los fanáticos del fútbol pueden comprender.
Minutos después, terminó el primer tiempo. Aparecieron algunos hinchas de Independiente que lo insultaron, pero también una anciana y dos señoras que se dirigían a la panadería. “Sexta Estación: una mujer piadosa enjuaga el rostro de Jesús” repitió Andrés mientras caminaba.
-Padrecito, padrecito, venga -lo llamó la anciana mientras lo corría y sacaba un trapo. Andrés detuvo su camino y la miró medio sorprendido. La anciana le secó la cara al sacerdote, que no dejaba de transpirar y estaba medio deshidratado de tanto caminar sin descansar bajo el impiadoso sol del verano bonaerense. “Una mujer, Verónica de nombre, se abre paso entre la muchedumbre, llevando un lienzo blanco plegado, con el que limpia piadosamente el rostro de Jesús“, lee incrédulo Andrés antes de agradecer a la señora y continuar la caminata sin querer preguntarle cómo va el partido.
Poco después de reanudado el encuentro, otra vez estalló el Cilindro. Andrés, empapado en sudor, cayó nuevamente al suelo por la sorpresa y el agotamiento. “Jesús cae por segunda vez”, lee al comienzo de la Sexta Estación. El cura se muerde los labios. “Ay, Dios, que haya sido de Racing”, ruega al Cielo. Y después mira su devocionario “…fuera de la muralla, el cuerpo de Jesús vuelve a abatirse a causa de la flaqueza, cayendo por segunda vez, entre el griterío de la muchedumbre y los empellones de los soldados. La debilidad del cuerpo y la amargura del alma han hecho que Jesús caiga de nuevo...”. Mientras se incorporaba, reflexionó “Levantate, debilucho. Jesús caía por el peso de la cruz. Vos llevás un devocionario y nada más…”. En ese momento, salió a la calle un loco con una bandera y un gorrito de Racing.
-¡Tomá, Rojo, tomá! ¿Sabés qué hacés con las copas, amargo?- gritaba el tipo mirando hacia la cancha de Independiente. Después lo vió a Andrés, con la túnica empapada por la transpiración y arrastrando los pies con los ojos desmedidamente abiertos.
-¿Che, cura, estás bien? Me gustan los colores de la sotana -le dijo mientras se acercaba- ¡Estamos dos a cero arriba! ¡Y pensaban que nos iban a ganar! ¡Justo ellos!
-¿En serio? -alcanzó a balbucear Andrés con la garganta seca.
-¡Un golazo de Rubén Paz y otro de Colombatti! -dijo y se fue cantando.
Con una sonrisa, Andrés continuó rezando.
Al llegar a la Decimoprimera Estación “Jesús es clavado en la Cruz”, un nuevo grito se elevó al cielo, seco, duro, implacable. Gol de Independiente. “No era necesario tanto tormento. Él pudo haber evitado aquellas amarguras, aquellas humillaciones, aquellos malos tratos, aquel juicio inicuo, y la vergüenza del patíbulo, y los clavos, y la lanzada...". Le empezaron a temblar las piernas por el agotamiento de pensar en la perspectiva de que Bochini se iluminara y completara su macabra obra, en forma de empate, luego de ir ganando por dos goles de local. Esa era su cruz…
Los minutos pasaron, eternos, interminables, y el clamor de la cancha se fue apagando por los nervios del final del partido. Andrés calculó que era inminente el cierre del segundo tiempo pero no quería pensar en eso. Parte de su sacrificio consistía en ofrecer esos nervios, en hacerse invisible a las contingencias del partido y entregarse a “lo que Dios quiera”, confiando que fuera una victoria de la Academia. Y entonces ocurrió.
La parcialidad de Independiente gritó el gol y la exclamación pareció surgir de las entrañas de la tierra, directo del Infierno. El barrio tembló. La tribuna de Racing reaccionó segundos después, transformando todo en un enorme e incomprensible griterío en el que se mezclaban los sentimientos encontrados de ambos bandos. Angustiado por esta segunda puñalada, el cura se concentró en la Decimosegunda Estación “Jesús muere en la Cruz”. Por alguna razón, la meditación parecía escrita para ese mismo momento“…la tierra queda sumida en tinieblas. Son cerca de las tres, cuando Jesús exclama: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Finalmente, resignado al empate, alcanzó a leer “…el velo del templo se rasga, y tiembla la tierra, cuando clama el Señor con una gran voz: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.
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Cuando Andrés llegó a la esquina de Colón y Alsina, al final de su séptima vuelta alrededor del Cilindro, las puertas se abrieron y la hinchada de Racing salió del estadio. La escena lo sorprendió, ya que todos salían alegres, en medio de festejos y dedicatorias al rival de toda la vida, ese que dormía a sólo una cuadra de distancia. Un conocido de la misa de 8 se le acercó y lo abrazó con intensidad, haciéndolo soltar el devocionario.
-¡Ganamos, cura! ¡Casi nos empatan pero no pudieron! ¡Son tan amargos!
El muchacho le contó que después del gol de Colombatti, liderados por Bochini, el Rojo había ahogado a Racing, arrinconándolo contra el arco de Fillol. Sin embargo, el Pato había salvado una y otra vez el cero, hasta que Merlini marcó el descuento a pocos minutos del final. Independiente, había atacado con sus últimas fuerzas y en tiempo de descuento, logró marcar el empate, pero el árbitro Lamolina anuló el gol de Reggiardo por una posición adelantada muy polémica. Pálido, deshidratado, temblando por las novedades y con la cabeza hecha pedazos, sólo atinó a llevarse la mano al cuello, y apretar la cruz de plata y el escudito de Racing que llevaba colgados. Después, gateando e intentando no ser arrollado por la masa que salía del estadio, recuperó el Vía Crucis que estaba leyendo. Había quedado boca abajo, sobre el asfalto, marcando la página de la última Estación: “Unas veces renovamos el gozoso impulso que llevó al Señor a Jerusalén. Otras, el dolor de la agonía que concluyó en el Calvario... O la gloria de su triunfo sobre la muerte y el pecado. Pero, ¡siempre!, el amor -gozoso, doloroso, glorioso- del Corazón de Jesucristo… porque como El, también resucitaremos para recibir el premio de su Amor… Entonces estoy seguro de que Dios no me dejará de su mano”. Ser de Racing es como un verdadero Vía Crucis…, reflexionó.
-¡Amén! –gritó el padre Andrés, antes de abrazarse con un desconocido y sumarse al festejo callejero.
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Ascenso, auge y caída de Tommy Duggan
Sostienen los iniciados que el problema fundamental del Director Técnico porteño de origen irlandés Tomás Duggan (conocido también como "el maestro", "el músico", "el loco" o, sencillamente "Tommy") no fue su esquizofrenia, ni su manifiesta excentricidad. Ni siquiera su conocida y absoluta ceguera. Su problema fue el haber sido un verdadero artista.
                                                       ***
           Cuenta la leyenda que una madrugada de domingo de la primavera de 1983, Tommy Duggan y su gran amigo Diego Vergara tomaban un whisky en el Café Tortoni luego de haber asistido a una de las mejores presentaciones de la "Buenos Aires Dixieland Jazz Band". Diego tenía en sus manos la primera edición de uno de los matutinos más importantes del país, que había comprado minutos antes a un canillita de la Avenida de Mayo. Con una mueca de fastidio, pasó las hojas hasta llegar a la sección deportiva. Allí, luego de los titulares de la fecha de primera división, estaban los resultados y las notas del fútbol del ascenso.
           -Che, Tommy, hoy juega San Lorenzo con Racing.
           -Gana el Cuervo -dijo con desgano Duggan. Tommy se había sacado sus habituales enormes anteojos negros y se pasaba, cansado, una mano por sus descoloridos ojos. Tomás Duggan, debido a una irreversible maculopatía, había perdido la visión unos diez años antes, cuando estaba terminando sus estudios de música. Esto no le había impedido dedicarse a tocar el trombón y el piano, y a componer esporádicamente temas de jazz, ya que su familia tenía dinero suficiente como para darse el lujo de no necesitar trabajar. El fútbol y el jazz ocupaban su vida.
           -No sé, no sé -dijo Diego, poco convencido, antes de agregar con ebria maldad-... ¿Vos "viste" cómo está jugando Racing?
           Esto fue un disparador para la conversación, que ya había agotado el tema "mujeres" un rato antes.
           -Sos un pelotudo -reaccionó Tommy-. Además, puedo no haber "visto" a Racing, pero lo escuché jugar a San Lorenzo por la radio. Y va a ganar el Cuervo aunque venga de la B. No se necesita ver jugar a un equipo para saber si anda bien o mal. La vista no es todo. Sino mirá ese equipo de mierda que tenés vos. Se supone que todos sus jugadores son videntes pero a la pelota no la encuentran ni en cámara lenta.
           "Ese equipo" era Gimnasia y Esgrima de Palermo, club barrial creado en la década del cincuenta y que presidía Vergara. El equipo de fútbol del club, que jugaba sus partidos de local en la cancha de Defensores de Belgrano, militaba cómodamente la media tabla de la cuarta división del fútbol profesional. El sábado por la tarde había perdido de local con Puerto Nuevo de Campana por 7 a 2, un resultado que hubiera sentenciado la vida útil de cualquier entrenador normal. Sin embargo, el técnico de Gimnasia hacía años que dirigía al equipo y era una especie de “poder en las sombras” en el club.
           -“Tropezón no es caída” -contestó Diego.
           -En realidad, el equipo no es tan malo. Le falta un técnico en serio. Alguien con ideas nuevas.
           Diego se echó a reír, apurando un nuevo vaso de whisky.
           -¿Y Gómez, qué? ¿Me vas a decir que es un novato? Dirige al equipo desde hace ocho temporadas. Conoce hasta los recovecos más recónditos del club.
           -Está obsoleto. Y conoce demasiado el club. Vos sabés por qué lo digo... Tenés que rajarlo cuanto antes. A menos que quieras que el club se acostumbre a la mediocridad.
           -Tampoco te pasés. ¿A quién querés que ponga? ¿A vos?
           Los dos se quedaron en silencio un rato. Tommy, sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo interno de su saco gris y los tanteó para contarlos. A continuación, meditabundo, encendió uno y ofreció el paquete a su amigo. Se volvió a poner los anteojos.
           -¿Por qué no? -preguntó, una vez que el humo hubo llenado sus pulmones y clareado sus pensamientos.
           -¿Por qué no, qué? -retrucó el presidente de Gimnasia de Palermo.
           -¿Por qué no me nombrás a mí?
           -¿Vos estás en pedo o sos rematadamente pelotudo? ¿Cómo te voy a poner a vos? ¿Estás borracho?
           Un nuevo silencio, más tenso, se produjo entre ellos.
           -Dame una buena razón.
           -Para empezar, y sólo para empezar, estás ciego.
           -Eso es discriminación -dijo Tommy saboreando la palabra-. Otra.
           -Además de ciego, estás loco.
           -Hay muchos locos que dirigen y nadie dice nada...
           -Pero no hay ningún ciego que además esté loco que dirija. Perdoname, Tommy, pero toda esta conversación es una estupidez.
           -Veo más de lo que crees. Te puedo decir exactamente lo que estás haciendo.
           Diego hizo un gesto de cansancio.
           -Esa carita de desprecio la conozco. Además, tenés el pie derecho cruzado sobre el izquierdo, tu clásica camisa afeminada color amarillo abierta en el cuello, la mano derecha en el bolsillo del pantalón y la izquierda sobre el vaso de ginebra. ¿En qué me equivoqué?
           Diego se había quedado paralizado.
           -Y podés andar cerrando esa bocota tuya y cambiar la cara de idiota -agregó Tommy-. La ceguera agudiza otros sentidos y yo no estoy ciego del todo: distingo las sombras. Además, tendría algún colaborador que me vaya contando lo que está pasando en la cancha. La estrategia la tengo en la cabeza y te aseguro que, si me das rienda suelta para elegir jugadores y hacer las prácticas como yo quiero, puedo dirigir ese equipito tuyo y sacarlo campeón. Y, de paso, lo borrás a ese viejo mala leche de Gómez.
           Diego lo pensó. Era una locura, pero era cierto que Gómez era un peligro para su propio puesto y para el club. Pidió un nuevo vaso de whisky. Además, si el equipo andaba mal, lo podían rajar en unos meses y poner a otro.
           -Está bien.
           -Una sola condición: en primer lugar, YO mando en el equipo. Como te dije, las cosas que yo haga se deberán respetar aunque parezcan disparates. En segundo lugar, todo lo que yo les diga a los jugadores es secreto y ellos deberán comprometerse a no revelar nada a nadie.
           -Vos estás loco -reflexionó Diego.
           -Seguro, pero vos también: acabás de contratar a un ciego para dirigir un equipo de fútbol.
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 Ascenso
             Días después, Gómez fue despedido de Gimnasia y Esgrima en medio de un escándalo, amenazas cruzadas y promesas de denuncias. El jueves siguiente por la noche, Tommy Duggan y un amigo músico de Río de Janeiro, Joao Julio César Tercero "Marquinha", fueron presentados al equipo. El encuentro se realizó en un sótano que Duggan tenía en Boedo, que usualmente lo prestaba como sala de ensayos a grupos de jazz. Los veintidós jugadores del plantel estaban presentes. Mientras algunos miraban al nuevo DT con suspicacia, otros, más humildes, lo hacían con docilidad. Tommy, vestido de jeans y un saco sport, con sus gafas negras y una gorra de tweed escocés, fumaba en silencio sobre el escenario. Más atrás, Marquinha jugaba distraído con una taza de café vacía. Luego de dejarlos hablar un rato, Tommy tomó su bastón y golpeó el piso hueco de madera del estrado.
           -Señores, sé que todos ustedes conocían bien al viejo Gómez. La dirigencia decidió que era necesario un cambio radical. Yo soy ese cambio radical -dijo con una sonrisa-. Vamos a armar un grupo nuevo, basándonos en ustedes. Habrán escuchado que, además de ciego, soy loco. Es cierto, pero no soy boludo. Respeto a los que me respetan. Sé que todos ustedes juegan bien al fútbol. Mi primera selección estará basada en otras características.
           Un murmullo se sintió en toda la sala.
           -¿Les gusta la música? Quiero jugadores con ritmo. Esa será la primera prueba -Marquinha se levantó y se paró en la puerta de un cuarto de trastienda-. Van a ir pasando uno por uno.
           Tommy se incorporó y se dirigió al cuarto de al lado.
           -¡Álvarez! -gritó Marquinha con fuerte acento brasileño, una vez que el DT se perdió detrás de la puerta.
           El arquero suplente se paró y caminó dubitativo hacia el cuarto. Cuando el canoso arquero de 32 años entró, encontró a Tommy sonriendo con el cigarrillo en la boca, sentado frente a una mesa ratona. A sus espaldas, pudo ver una vieja rocola y una pila de discos de pasta a un costado.
           -Siéntese, Álvarez. Tiene buenas condiciones y creo que podría ser titular en mi equipo. Pero antes necesito saber si tiene ritmo. Tome -Tommy le alcanzó un enorme par de auriculares-, póngase ésto, escuche y marque el ritmo.
           Adivinando la cara de desconcierto de su interlocutor, el técnico comenzó a golpear con su dedo índice la mesa, marcando el compás.
           -Así, ¿ve? Escuche y haga lo mismo. Quiero ver si usted entiende de música…
           Quince días después, Tommy dejó libre a cinco históricos del club, incluyendo al goleador del equipo y al arquero titular debido a que “no encajarían en la filosofía de juego” que proponía. Luego, hizo traer a dos delanteros y dos defensores, que también fueron previamente sometidos a la "prueba de sonido". Los reunió, nuevamente en el sótano de Boedo pero, esta vez, con la presencia de la Buenos Aires Dixieland Jazz Band, formada por once músicos. Luego de las presentaciones formales, Tommy dejó que los miembros de la banda se acomodaran y se prepararan para comenzar el ensayo.
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           -Antes de que empiecen, sólo unas palabras. Vean cómo se han distribuido: por un lado está el piano, algo solitario, junto al banjo. A continuación, tenemos un contrabajo y la batería. Lo siguen dos trombones, dos clarinetes, un saxofón y dos trompetas -Tommy repetía la formación de memoria, como si la estuviera viendo-. Quiero que escuchen con atención, fijándose la manera en que van entrando los instrumentos. Maestro, ¿qué van a interpretar?
           -Pensaba empezar con "Sweet Georgia Brown" -contestó el pianista, que era el director de la formación.
           -Perfecto, amigo mío. Estén atentos y sigan el ritmo. Luego -remató Tommy- verán que todo tiene sentido.
           Una vez que todos hicieron silencio, el baterista contó hasta tres y todos admirablemente sincronizados, iniciaron el tradicional tema. Mientras el contrabajo y la batería marcaban el ritmo, el banjo y el piano mantenían el acompañamiento de fondo y los instrumentos de viento llevaban el hilo de la melodía principal. Luego, continuaron con "Sing, Sing, Sing", "Dixie Drag" y otros. Al final de la velada, Tommy se dirigió a sus muchachos.
           -Espero que hayan sabido disfrutar de la buena música pero vamos a hablar de fútbol. Cuando terminemos la pretemporada, ustedes van a jugar al fútbol como suena esta banda de jazz. No pretendo que aprendan música y ni siquiera les pido que les guste el jazz, pero sí que se aprendan los temas y le encuentren sentido al ritmo. Se habrán dado cuenta que cada instrumento cumple una función muy distinta en la orquesta que, al sumarse, crea esta música maravillosa. Todo el balance, la armonía, el compás, se apoya en tres instrumentos básicos: el piano, el contrabajo y la batería. Usted, Álvarez -dijo el Técnico-, será el baterista de mi banda: despierto y atento, acompañará y será el soporte en el que todo el equipo se apoyará. La batería tapa los agujeros y mantiene el ritmo para que el resto de los instrumentos pueda volver a entrar en la melodía. Así debe jugar mi arquero. El contrabajo, es el volante central. Clavado en la mitad de la cancha, es la médula ósea del conjunto. En el pentagrama, marca el ritmo y maneja la velocidad. En la cancha, el cinco roba las pelotas, recupera y alimenta al resto del mediocampo y la delantera. Cuando las cosas salen bien, el cinco parece ser parte del decorado, igual que el contrabajo se pierde entre los instrumentos de viento. Parece que no está. Pero cuando lo expulsan o juega mal, ahí sí que se nota su ausencia o destiempo. Finalmente, el piano es como el diez: acompaña y marca el ritmo pero también brilla por propios méritos y contagia a la banda y al público. Es quien da los pases gol, maneja el ataque y reparte el protagonismo y, finalmente, quien hace goles maravillosos. Esa es la columna vertebral de mi banda: batería, contrabajo y piano; arquero, volante central, volante creativo.
           Ante su absorto auditorio, Tommy Duggan continuó explicando y comparando posiciones futboleras y la función de los instrumentos en la banda a partir del paralelismo entre el banjo y el líbero, y los instrumentos de viento con la versatilidad de los volantes y delanteros.
           La clase duró cinco horas. Entrada la madrugada, Duggan despidió a sus jugadores y encendió un cigarrillo, finalizando el segundo atado de la noche. A su lado, Marquinha, ojeroso y agotado, recorría las hojas de un cuaderno cargado de apuntes.
           -Todos los jueves por la noche, empezaremos la concentración con una reunión aquí. Quiero que me consigas grabaciones de swing. Empezaremos con algo liviano. Habrá tiempo para lo demás...
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           Durante las semanas siguientes, Duggan obligó al equipo a escuchar discos de Glenn Miller, Duke Ellington, Benny Goodman, Artie Shaw y distintas variaciones del tema "In the Mood", insistiendo en la importancia de que cada jugador se enfocara en escuchar y aprenderse de memoria la parte que el instrumento que representaba, tocaba en la pieza. Mientras durante la semana el equipo tenía sus prácticas de fútbol, jueves y viernes por la noche asistían a los ensayos de alguna banda de jazz para aprender diferentes variantes y estilos de una misma composición. Luego, Duggan tomaba examen a sus jugadores, obligándolos a tararear la melodía de los instrumentos con los que se identificaban, dirigiéndolos como lo haría Count Basie. Una vez que se convenció de que sus muchachos se habían aprendido de memoria la melodía, pretendió aplicar la música al juego. Según Duggan, la melodía elegida, "In the Mood" era ideal para comenzar un partido de forma ofensiva, ya que arrancaba a pura potencia con un enérgico arpegio de saxofones. A partir de allí, manteniendo la pelota en su poder, el equipo debía ser capaz de pasarse el balón y que le llegara al jugador que le tocara según la sección de la pieza que se interpretaba (cuya melodía los futbolistas debían seguir mentalmente en forma coordinada). Hizo este ejercicio con otras tres composiciones: "Pensylvania 6-500" y "American Patrol", enérgicas y vibrantes, y "Moonlight Serenade" de Beethoven en la versión swing, para tener la pelota y cuidar el resultado. El planteo y la idea, a pesar de parecer absurda, comenzó a funcionar en los entrenamientos y el equipo logró en las prácticas respetar el tempo y la ejecución de cada instrumento, ajustándolo según las versiones. Esto también generó situaciones confusas e incomprensibles, como que no se aprovechara un contragolpe si en ese momento las trompetas le dejaban el protagonismo a las cuerdas. Pero Duggan insistía en respetar rígidamente la partitura bajo la excusa de que, por el momento, no se podría dejar que los jugadores improvisen y que esta estrategia tenía la ventaja de desconcertar al rival. Tommy no descansó hasta que cada uno en el equipo soñara con el jazz.
           El viernes anterior al primer partido, Duggan y sus dirigidos se reunieron en el sótano del Café Tortoni. Luego de escuchar a la "Buenos Aires Dixieland Jazz Band" y antes de volver a la concentración, Tommy expresó:
           -Mañana será nuestro debut. La gente ya los conoce a la mayoría, por lo que la atención estará centrada en mí. Recuerden lo que estuvimos practicando. Si movemos nosotros, empezamos con "In the Mood". Si lo hacen ellos, presionamos bajo la música de "American Patrol". Cuando tengamos la pelota, a pasarla según la grabación que estuvimos escuchando: Glenn Miller y su banda en vivo en el Radio City, New York, 1943, 5 minutos 43 seg. de duración, hasta que yo les marque lo contrario. No se preocupen por el resultado porque llevará un tiempo adaptarnos. Todas las bandas tardan un tiempito en salir adelante y la nuestra no será la excepción. Yo no los voy a poder ver -finalizó entre algunas risas de sus dirigidos- pero los voy a estar escuchando...
           El día del partido, a estadio lleno, Gimnasia y Esgrima de Palermo debutó contra San Martín de Burzaco y perdió por 0-4. Los jugadores de Duggan intentaron imponer la melodía en su juego pero se mostraron erráticos y chocaron contra el muro defensivo rival. El siguiente partido enfrentaron a General Lamadrid de Villa Devoto, que los goleó 0-5. El tercer partido también fue una derrota por 1-4. Sin embargo, los comentarios generales del único gol de Gimnasia destacaron la jugada "de memoria" que pareció "musicalmente" ejecutada.
           -Estamos agarrando ritmo -explicó Duggan a quien lo quiso escuchar.
           Las cosas en el Club, sin embargo, estaban más complicadas. El candidato opositor a Diego Vergara se había aliado con el despedido DT y habían comenzado ya los murmullos y críticas a Tommy Duggan por su ceguera, su locura y porque concentraban fuera del club durante tres días, sospechándose que asistían a clubes nocturnos. Duggan sabía que esto sucedería pero, según dijo, tenía una fe "ciega" en el equipo y en su sistema.
           En el cuarto partido, contra Leandro N. Alem de Gral. Rodríguez, Tommy se sentó en el banco de suplentes con dos auriculares diferentes en las orejas. En la derecha escuchaba el relato del partido y en la izquierda, la grabación de Glenn Miller. El encuentro finalizó empatado en dos goles, luego de haber estado perdiendo 0-2 en el primer tiempo. Esta vez, los comentarios radiales se fijaron en la curiosidad de que el técnico de Gimnasia había salido despedido del banco de suplente con una batuta y había golpeado tres veces el techo de la banca, haciendo que el equipo cambiara de ritmo y pasara a ser más ofensivo. Luego tocó jugar contra Club Social y Deportivo Liniers de San Justo, y el conjunto de Duggan goleó por 5-0 a quien, hasta ese momento, era el puntero de la categoría. Nunca más volvieron a perder. "El equipo estuvo afinado", comentó simplemente Tommy Duggan al finalizar los 90 minutos de ese encuentro.
 Auge
             Gimnasia y Esgrima de Palermo, club barrial desprendido del Estudiantes de Buenos Aires y fundado por el padre de Diego Vergara, millonario y filántropo nacido en Canning y Güemes, sufrió lo que algunos medios locales y barriales llamaron "un cambio revolucionario". Luego de las críticas por la contratación de un no vidente como director de la sección de fútbol y, a pesar de las estrepitosas caídas iniciales, el club amarillo y blanco ganó 15 partidos consecutivos, empató y volvió a una racha de 17 victorias, estableciendo un récord en la categoría y una hazaña impensada. Terminado el campeonato y obtenido el ascenso, surgieron nuevas dificultades ante la perspectiva de jugar en la Primera C. Tommy y Diego se juntaron en el Tortoni para una de las tradicionales sesiones de la Buenos Aires Dixieland Jazz Band.
           -Tommy, lograste algo impensado -arrancó el presidente del club, luego de un sorbo a su vaso de whisky con hielo- pero el nuestro es un club modesto. Hablé con la Comisión Directiva para programar, entre otras cosas, el año futbolístico. No hay dudas de que es un privilegio poder jugar en la nueva categoría pero lo cierto es que el objetivo del club no es llegar a la primera división en fútbol, sino que los chicos y la gente del barrio tengan donde pasar el tiempo, hacer deporte y divertirse sanamente. Tu campaña extraordinaria logró hacer entrar un montón de plata pero ahora Defensores, por ejemplo, quiere cobrarnos más por la cancha, los jugadores van a querer ganar más, etcétera. Yo podría poner la guita y lo haría con gusto porque los socios están felices e ilusionados, pero en la Comisión me dijeron que era mejor usar la plata para hacer una pileta... Tienen razón.
           Tommy no había dejado de asentir ante el discurso de su amigo y presidente. Cuando terminó de hablar, Duggan prendió un cigarrillo e inhaló suavemente el humo.
           -Diego, somos amigos desde hace mucho tiempo, conozco el club y soy socio desde los diez años, no me tenés que explicar nada. Ya hablé con el equipo. Salvo excepciones, todos son socios. Quedamos en que nadie va a pedir más plata: si nos va bien, los ojos de los clubes de arriba van a estar puestos en ellos y podríamos hacer buenas transferencias, haciendo un buen negocio para todos. Sobre la cancha, soy amigo del presidente de Defe. Sólo te pido que aceptes una pequeña suba porque a la cancha hay que mantenerla y en la C hay otro desgaste, viste. Conseguime eso y estamos hechos.
           La charla finalizó con un brindis y el tema "Chattanooga Choo Choo" a cargo de la Buenos Aires Dixieland Jazz Band. Duggan mantuvo el equipo y, antes de comenzar la pretemporada, los reunió a todos en el ya conocido sótano de Boedo.
           -Muchachos, ya pasó la euforia. Ahora van a prestarnos atención de verdad y no vamos a poder repetirnos tanto. Vamos a dejar el swing -se escuchó un murmullo de protesta- y nos concentraremos en el dixieland, que es, a mi entender, una forma más elaborada y rebuscada del jazz. El ritmo les parecerá menos melódico y más desordenado. Sin embargo, si prestan atención, sentirán la armonía maravillosa que yace tras ese aparente caos. El equipo funcionará más ensamblado y concentrado pero el resultado será aún mejor.
           Las semanas siguientes, se dedicaron a mejorar la parte física y a estudiar los temas y artistas más ilustres del dixieland: "Basin Street Blues" y "When the Saints go Marchin'in", interpretados por Louis Armstrong, Eddie Condon, la Firehouse Five Plus Two Band y Steamboat Willy, de grabaciones originales conseguidas misteriosamente por Marquinha y ejecutadas por diferentes bandas de Buenos Aires.
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           Como había sucedido el año anterior, el equipo comenzó flojo, perdiendo por 0-2 contra Tristán Suárez. Pero los socios y dirigentes hicieron caso omiso de las críticas a pesar de que Gimnasia empató y perdió los partidos siguientes. Al llegar al sexto encuentro, siguiendo mentalmente la melodía de "Muskrat Ramble", versión de Louis Armstrong, grabación de estudio en Chicago, 1953, el equipo del maestro Duggan sacó a relucir su mejor fútbol y le ganó por seis goles a Barracas Central. Gimnasia volvió a tener rachas y a ganar varios partidos consecutivos, interrumpidas por esporádicas caídas y empates. Nuevamente, el equipo de Duggan ganó las dos rondas del torneo y se aseguró un impensado ascenso a la B Metropolitana, cinco fechas antes del final del campeonato. Los programas de fútbol de radio y televisión empezaron a seguir y a analizar con curiosidad al equipo de Duggan que, con estilo propio y personalidad, ponía de rodillas a sus rivales en cualquier cancha con un sistema basado en el juego de equipo y no en las individualidades. El desconcierto aumentaba ante la creciente fama del técnico ciego que dirigía al equipo sin decir palabra alguna y con una batuta en su mano derecha.
           Como premio a los buenos resultados y la relevancia histórica para el club, Diego Vergara pagó una semana de vacaciones completa en Nueva Orléans, durante la cual asistieron a tradicionales espectáculos en la cuna misma del jazz. El viaje también estuvo rodeado por el misterio y la discreción, ya que Tommy temía que alguien pudiera violar el secreto de su éxito. Con el correr de los partidos, el técnico empezó a dar muestras de una marcada paranoia que, exacerbada por su ceguera, lo llevó a desconfiar de todos aquellos que lo rodeaban, con excepción de Marquinha. También sus detractores comenzaron a hacer alusión a sus cambiantes estados de ánimo y arranques de impaciencia y maltrato hacia sus jugadores. La inflexible disciplina con la que trataba a sus dirigidos lo llevó a tener problemas con directivos y jugadores, como cuando dejó fuera del equipo al mismísimo capitán, a quién había apodado "el saxofonista", pero que era más conocido como "el negro" González. Su indignación rayó la locura cuando descubrió que "el negro" no era un hombre de raza negra sino que su apodo se debía a que su piel tenía un leve tinte moreno. "Mi saxofonista no puede no ser negro", fue su única explicación sobre la marginación de González del plantel. Esto obligó a Vergara a gestionar una rápida transferencia a Central Córdoba y a una jugosa compensación económica para evitar que el indignado jugador develara el secreto del éxito de Tommy Duggan.
           Sin embargo, los preparativos para la nueva temporada continuaron y, en una nueva sesión de la Buenos Aires Dixieland Jazz Band en Boedo, Duggan les explicó a sus jugadores los elementos del “Bebop”, un nuevo subgénero evolucionado en la década del cuarenta en Estados Unidos. Esta nueva metamorfosis del jazz, desarrollada por Dizzy Gillespie y Charlie Parker en reacción a la música de las grandes bandas, se caracterizaba por ser un ritmo más rápido y agresivo que el de las ordenadas melodías del swing. Con él, piano, trompeta y batería comenzaron a independizarse y a asumir papeles melódicos en las formaciones a través de solos e incipientes improvisaciones. Según explicó Duggan, cuya afición al alcohol y calmantes comenzaba a ser preocupante, el Bebop traducido al pentagrama futbolero sería el éxito que los llevaría a la primera división y los prepararía para llegar aún más lejos. Se deshizo de algunos jugadores por considerar que asumían un protagonismo que iba en detrimento del grupo, aunque en realidad lo que sucedía era que no respetaban al pie de la letra las grabaciones que Tommy había seleccionado para el partido de la fecha. Los sustitutos fueron sometidos a las oportunas "pruebas de sonido" y "confidencialidad". Por lo demás, la rutina siguió siendo la misma, con ejercicios futbolísticos y musicales, ensayos con la banda de jazz los jueves y los viernes por la noche, la infaltable asistencia grupal al Tortoni.
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           Para el nuevo torneo, los temas seleccionados fueron "Salt Peanuts" de Gillespie, "Scrapple From the Apple" de Charlie Parker y "Move" de Miles Davies. Lo que sí cambió diametralmente, fue la cobertura periodística. Todos querían hacer notas y saber más del extraordinario y excéntrico técnico, que había llevado a un club de barrio de Palermo del anonimato a la segunda categoría del fútbol argentino. Duggan, al comienzo, reaccionó bien pero cuando, luego de ganar los tres primeros partidos, perdió dos encuentros seguidos y la prensa se mofó de él, decidió no hablar más con el periodismo y sumergirse en sus auriculares para siempre.
           En el aspecto futbolístico, el equipo tuvo más dificultades que hasta entonces y Gimnasia tuvo un andar más bien errático durante la primera ronda, finalizando en un honorable tercer lugar de la Zona A, detrás de San Miguel y Racing Club. Esto significaba, por sí solo una verdadera hazaña, pero Duggan era un perfeccionista y, más molesto por la falta de sincronización de su equipo con el nuevo estilo musical que por la falta de resultados favorables, decidió separar del plantel a otros tres futbolistas, que fueron cedidos a otros clubes de la noche a la mañana. En el Torneo Octogonal, Gimnasia se superó a sí mismo y ganó 6 partidos seguidos, incluyendo la final a Atlanta en la cancha de River. De esa manera, obtuvo el torneo y el ascenso a la primera división.
  Caída
             Poco después de la hazaña, Duggan fue internado en una clínica privada. Marquinha lo había encontrado intoxicado de alcohol, pastillas y nicotina en su caserón de Belgrano. La ansiedad y los nervios por los partidos estaban haciendo mella en su tranquila y despreocupada vida y las consecuencias no se habían hecho esperar. Cuando Vergara lo visitó, se sorprendió por el estado de decaimiento general de su amigo, quien hablaba en sueños y deliraba, ladrando órdenes a sus jugadores como si estuviera en el campo de juego, mientras tarareaba melodías de jazz.
           Tommy, sin embargo, se recuperó y, dos semanas después, celebraba su clásica apertura de pretemporada en la Buenos Aires Dixieland Jazz Band en el cabalístico sótano de Boedo. Ayudado por Marquinha y su bastón, comenzó a delinear lo que, en sus palabras, era su obra cumbre: trasladar el “jazz de vanguardia” al juego de su equipo en primera división. La tarea no era sencilla: además de todos los conceptos anteriores, el “avant garde jazz” incluía el arte de la improvisación, el cual basado en una estructura melódica, requería de mucho conocimiento de la melodía original y sus posibles variaciones. Este jazz muchas veces podía resultar confuso para el auditorio y los músicos poco iniciados. Llevado al fútbol, podía culminar en un completo desastre. Y fue en eso en lo que se transformó: los jugadores de Gimnasia, a pesar del duro entrenamiento, no estaban preparados ni capacitados para llevar al campo de juego las ideas vanguardistas y las improvisaciones de George Adams, Ornette Coleman, Django Bates o Charles Gayle. El equipo arrancaba con una idea de juego que parecía clara, pero a los pocos minutos, siguiendo las alocadas melodías, los jugadores comenzaban largas y complicadas gambetas y “jueguitos” que intentaban seguir los solos instrumentales y terminaban en inútiles jugadas individuales o ridículos pases de los delanteros al arquero propio. Los resultados fueron catastróficos: de 36 partidos jugados, Gimnasia ganó 5, empató otros tantos y perdió el resto, muchos de ellos por goleadas.
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             Esto, sumado a las burlas del periodismo, que nunca había olvidado los desplantes de Duggan, y a las críticas renovadas de sus enemigos, centradas en las salidas nocturnas, en sus excentricidades y en los maltratos a jugadores y colaboradores, así como su adicción al alcohol, terminaron por saturar a directivos y seguidores. Uno de los jugadores a quien había separado del equipo en años anteriores, expresó una frase que luego fue histórica: “El problema no es que Duggan sea ciego. El problema es que es un ciego de mierda”.
              Al finalizar la temporada, el viejo Gómez regresó a su cargo de técnico en reemplazo de Tommy y, bajo su experimentada mano, el club regresó rápidamente a la cuarta división del fútbol argentino, terminando con la aventura y el sueño que había generado Duggan, como si nada hubiera pasado.
               Poco tiempo después, Duggan y Vergara trasnochaban, fiel a su costumbre, en el Café Tortoni, luego de presenciar una nueva sesión de la Buenos Aires Dixieland Jazz Band.
               -Ahora que estamos de nuevo donde corresponde -comentó Tommy, luego de una pitada a su cigarrillo-. ¿Todo volvió a la normalidad?
               Diego protestó.
              -Con vos llegamos a lo más alto. Eso no se olvida.
               -¿Sabés qué? Si yo hubiera estado más tiempo…
              -No. Hubiera sido igual. Salvo por el hecho de que te hubieras muerto antes de finalizar el campeonato -contestó el presidente del club.
              -Tenés razón. Ni yo soy tan ciego ni vos sos tan loco -ambos amigos levantaron sus vasos de whisky y brindaron.
               -Creo que el mundo del fútbol no está aún preparado para Tommy Duggan.
               -Tal vez sea momento de llevar el fútbol al mundo de la música. Llamaré a Marquinha. ¿Seré capaz de trasplantar la ideología del catenaccio al jazz? -preguntó Tommy.
              -Quien sabe. Aunque no estoy seguro de que eso redunde en beneficio de la música… -los amigos chocaron sus vasos nuevamente, mientras la banda ensayaba “Give my Regards to Broadway”.
               Así terminó la leyenda extraordinaria y musical del brillante Tommy Duggan en el fútbol: con un acorde de trombón.
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 New York, Mayo de 2013
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La Historia Secreta
Pocos saben que en un lugar perdido de la Patagonia, se jugó un capítulo fundamental en la historia de las Malvinas. De hecho, las islas estuvieron a un paso de ser restituidas mucho antes de la guerra del ’82. Recién hoy, a más de cincuenta años de aquellos hechos y con todos sus participantes muertos, me siento autorizado para relatar lo sucedido un ventoso día de 1968, cuando argentinos e ingleses se disputaron la soberanía del archipiélago… en un partido de fútbol.
Corría el año 1998, y yo trabajaba en la sección política de un importante diario de la Capital, cuando el director me anunció que me enviarían a Londres a hacer una investigación sobre las Islas Malvinas. Días antes, el gobierno británico había desclasificado una serie de documentos relacionados con la soberanía de las islas, entre ellos un memorándum secreto en el que las autoridades se manifestaban de acuerdo con la entrega de las islas a nuestro país.
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Pocos días más tarde, atravesaba los floridos jardines de Kew Gardens, en las afueras de Londres, donde funcionan los archivos del Foreign Office. Allí, me enfrenté a una bibliotecaria de tristes décadas y poderosos lentes que, luego de varias escrutadoras y justificadamente desconfiadas miradas -parecía ponerla algo nerviosa que un argie revisara ‘sus’ archivos- me trajo varias cajas de cartón, perfectamente rotuladas y catalogadas, que contenían una enorme cantidad de papeles, carpetas y documentos. Fueron varios días de investigación -siempre bajo la desaprobadora mirada de la bibliotecaria- hasta que en el fondo de una caja me topé con un papel amarillento, con manchas de humedad y muy arrugado: el famoso documento 7/138, también conocido como Memorándum de Entendimiento del 28 de marzo de 1968. El texto indicaba que “…el gobierno del Reino Unido reconocerá la soberanía argentina de las islas Malvinas con efecto a una fecha a ser acordada. Ese momento ocurrirá cuando la divergencia en cuanto a los intereses de los isleños sea acordada…”. Entonces era cierto. ¿Qué había sucedido? ¿Por qué no se había firmado?
En la Embajada Argentina se me informó que los archivos de la época habían sido enviados a Buenos Aires tiempo atrás y que yo tendría que buscarlos en la Cancillería o en el Archivo General de la Nación. También me aseguraron que siempre se había rumoreado en la embajada, que Gran Bretaña había estado a punto de reconocernos la soberanía en aquellos años. Hice inútiles pesquisas en el Foreign Office y regresé a la Argentina, donde los archivos distaban de ser tan completos y organizados como en Londres. No encontré nada sobre el tema que me ocupaba. Cuando intenté contactar a quienes habían participado de la negociación, me encontré con que todos habían fallecido o se negaron a hablar.
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Según la nota que publiqué, Lord Alun Chalfont, Subsecretario de Estado para las Américas del Foreign Office, había comentado confidencialmente al Ministro Carlos Ortiz de Rozas, de la Embajada Argentina, durante un almuerzo en enero del ‘67, la existencia de una propuesta británica de devolución de las Malvinas. Según Chalfont, el Reino Unido no tenía intereses estratégicos, políticos o económicos en las islas y se las querían sacar de encima. El problema estaba en establecer el “cómo” y el “cuándo”. Las negociaciones continuaron durante la Asamblea de las Naciones Unidas, cuando ambos cancilleres se encontraron en Nueva York. Todo anduvo bien hasta que los isleños se enteraron de la existencia del dichoso memo y provocaron un escándalo que salió publicado en el Daily Express pocos meses más tarde. La cosa se enfrió y, con la victoria de los conservadores en 1970 y la guerra del ’82, se terminó todo.
¿Por qué razón las negociaciones se habían extendido tanto? ¿Era posible que el lobby de los kelpers, a quienes los ingleses despreciaban profundamente, tuviera tanta fuerza? ¿Qué había sucedido entre bambalinas? Todo esto me fue develado gracias a la información provista por Pepe de Estrada, un olvidado pero fundamental protagonista de la gesta secreta que pudo haber recuperado las islas. Gracias él, obtuve la versión completa de los hechos y la razón verídica -aunque inverosímil- por la que las Malvinas continuaron bajo el poder británico.
Cuando hablé con Pepe por teléfono, me atendió cordialmente pero se mostró reacio a una entrevista. Le comenté la razón de mi investigación y que deseaba hablar del tema con él. Me confirmó que había estado destinado en la Embajada en Londres entre 1965 y 1970 y que había participado de aquellas negociaciones pero que no tenía intenciones de declarar. Le dejé mis datos para el caso de que se arrepintiera y no volvimos a hablar del asunto. Por eso me llamó la atención, siete años más tarde, encontrar en mi escritorio del diario un sobre papel madera con una carta de Pepe.
 Estimado amigo:
Hace unos años, usted realizó una investigación sobre unas negociaciones por las Malvinas que tuvieron lugar a fines de los años sesenta. En ese momento no quise hablar porque, en caso de creerme, me hubiera tachado -tal vez con razón- de traidor y, más probablemente, de loco. Ahora que agonizo, quiero que conozca la trama secreta de aquella negociación. Antes que nada, debería saber que Lord Chalfont y yo tenemos dos grandes y terribles defectos en común que llevaron todo al desastre. El primero, es que ambos somos jugadores empedernidos y somos incapaces de dejar pasar una apuesta sin aceptarla. Sin importar lo que haya que haya en juego. Lo otro, es que somos fanáticos absolutos del fútbol. Es necesario que usted lo sepa porque de otra manera no comprendería lo que más tarde sucedió.
En cuanto a aquel famoso almuerzo entre Lord Chalfont y el Ministro Ortiz de Rozas, debo confesarle que yo fui de la partida aquel mediodía de enero del ‘67. Teníamos buena relación por lo cual no nos llamó la atención la invitación. Sin embargo, nada nos había preparado para escuchar lo que nos dijo Lord Chalfont: que tenían la intención de devolvernos las Malvinas…
A partir de ahí, hubo muchas reuniones confidenciales hasta que, en marzo de 1968 se acordó el texto que usted conoce. Las negociaciones avanzaron bajo secreto absoluto. Pero lo importante es lo siguiente, preste atención. Un día de octubre de ese año, me llamó Ortiz de Rozas y me dijo que estaba todo preparado para la entrega de las islas y que Lord Chalfont sería enviado a Puerto Argentino a anoticiar a los kelpers del acuerdo. Yo, en misión reservada, lo acompañaría a fin de que tuviera un nexo encubierto con la Cancillería. Viajaríamos por separado a Buenos Aires  y luego a Río Gallegos, donde Lord Chalfont tomaría el vuelo semanal a Malvinas. Yo aguardaría su regreso, simulando asistir a una reunión por un tema de fronteras. Fui elegido para acompañar a Lord Chalfont por dos razones. La primera y fundamental, era que por ser Secretario de Embajada -la cucaracha del escalafón-, nadie repararía en mí ni haría ninguna asociación con Lord Chalfont. La segunda, era que  nos conocíamos muy bien. Habíamos estado juntos en la platea de Wembley durante aquel recordado partido de cuartos de final del ’66, cuando Rattin, injustamente expulsado del encuentro, se sentó sobre la alfombra de la Reina y se negó a dejar el campo de juego. Discutimos fuertemente con Lord Chalfont pero reconozco que, si no hubiera sido por él, los bobbies me hubieran sacado a palazo limpio. Chalfont me juró que levantarían la Copa. La historia le dio la razón y yo le prometí venganza…
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Lord Chalfont aterrizó en las islas en noviembre de 1968 y se reunió con las autoridades, que le censuraron y se opusieron totalmente. Él les dijo que Su Majestad y el Primer Ministro estaban cansados de ellos y de una industria lanera a la que debían subvencionar sin obtener a cambio más que una base con diez marines. Se trataba de un razonamiento fenicio, digno de la lógica liberal británica, en la que los kelpers eran una molestia. Ellos también juraron venganza.
Lord Chalfont regresó a Río Gallegos para visitar El Cóndor, estancia de Su Majestad, ubicada a unos 70 kilómetros de ripio al sur de la ciudad. Allí lo esperaba yo, con un grupo de gendarmes y don James Buttler, el administrador del campo. El Cóndor es la estancia más grande de Santa Cruz, con varios cientos de miles de hectáreas a uno y otro lado de la cordillera. En ella trabajaban y vivían más de 100 personas y se hablaba en inglés y castellano. Es decir que, prácticamente, estábamos sobre suelo inglés. Se había organizado un gran asado de cordero con salsa de menta, regado por vinos mendocinos y whisky escocés. Buttler, el administrador, aunque no andaba del todo bien de la cabeza, sabía tratar a sus invitados. Con mayor razón si eran de la Corona.
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Antes del almuerzo, mientras jugábamos al pool en una de las salas del casco decorada con trofeos de tenis, polo y cucardas de la Rural de Buenos Aires, Lord Chalfont me contó lo sucedido en las islas. Según comentó, los kelpers se opondrían al proyecto pero la decisión estaba tomada. Mientras hablábamos, dimos cuenta de una botella del mejor whisky de Buttler. Lentamente, el alcohol empezó a hacer su efecto…
-Les daremos las Falklands y terminaremos de una vez con esta estupidez… -dijo Chalfont con una sonrisa, mientras me ganaba el tercer partido de la mañana. El olor de los corderos asados, llamaba a la mesa.
-Milord, debo corregirlo en un punto: las MALVINAS nos serán DEVUELTAS -contesté firmemente-… Nunca dejaron de ser nuestras.
Lord Chalfont echó algo de tiza a su taco y bebió un nuevo trago.
-Su juego es todavía peor que el de su selección -lamentó-. En cuanto a lo otro, las Falklands son nuestras por haber colonizado esos dos montículos de tierra olvidadas del Señor y abandonadas por ustedes y los españoles.
-Le recuerdo, milord, que a las autoridades españolas las sacaron a punta de bayoneta.
-¿Llama usted "Autoridades" a un grupo de granjeros que prefirió volver a Buenos Aires en lugar de transformarse en los primeros colonos de Su Majestad?
Como ya he dicho, desde aquella tarde en Wembley, solíamos discutir de fútbol cuando nos veíamos. Él era un conocido simpatizante del Arsenal y yo me había hecho seguidor del West Ham, un club de las clases bajas, sólo para hacerle la contra. Desde entonces, nuestras discusiones no respetaban la diferencia de rangos ni de edades. Al igual que cuando discutíamos de fútbol, el tono fue subiendo hasta que el “milord” fue reemplazado por un “viejo pirata” y el “secretario de embajada” por un “jovenzuelo maleducado”. Pero lo peor vino después. Una vez aplacados los ánimos -y finalizada la botella-, nos abrazamos y decidimos organizar un partido de fútbol para hacer las paces. Buttler, también adobado por el alcohol, se ofreció para hacer de árbitro. El equipo inglés estaría integrado por los rubicundos comandos del SBS que escoltaban a Chalfont y el nuestro, por los morochazos de la Gendarmería que me acompañaban. Ahí fue cuando Chalfont dijo la primera estupidez.
-Pongámosle pimienta a la cosa: le juego las Malvinas.
-Pero si ya son nuestras -protesté temiendo una derrota y el paredón.
-Vamos, vamos. Si no recuerdo mal, ustedes tienen algo nuestro: las banderas del Regimiento 71° de Highlanders. Si ganan, acelero cuanto puedo el traspaso de las islas. De lo contrario, usted deberá gestionar la devolución de las insignias. Recuerde que, en breve, las negociaciones se harán públicas, recuperarán las Falklands y será un héroe. No sea cagón.
Si no hubiese estado medio borracho, habría olido la trampa. Además, me jugaba las enseñas británicas de 1806, para lo cual no tenía ningún derecho ni instrucción. Pero lo peor de todo fue la frase del final. No podía dejar pasar la afrenta. De todas formas, qué podía importar. Habríamos de recuperar las Islas y no tenía duda de que ganaríamos el partido. La tentación pudo más que yo.
-Hecho -dije envalentonado, aunque me arrepentí inmediatamente.
Luego de dar cuenta de los corderitos y la menta, y con los milicos de ambas banderas bien sazonados con vino tinto, se resolvió hacer el encuentro de la fraternidad angloargentina. Reuní a los muchachos y les comenté la situación. Elegimos a los once mejores y quedamos en que yo estaría de suplente por dos razones: no estaba en condiciones físicas de jugar y, además, para que no hubiera funcionarios metidos.
-Nos jugamos las islas -les dije-. Dientes apretados. No hay oficiales ni subalternos. En la cancha somos todos iguales. Tómenlo como una revancha del 66.
-Señor Embajador -me dijo el cabo Ayala. Hacía cuatro días que lo conocía y, aunque le había explicado veinte veces que yo no era más que un secretario de embajada, continuaba llamándome así-, no se preocupe.  Los gringos están jodidos.
“El negro” Ruffi fue al arco. Abajo jugaron “Rastrillo” Commelli, “Serrucho” Tettamanti y “el Carnicero” Rizzo. Al medio se pararon el cabo Ayala, “el Tigre” Fernández, Joton y Costa; y dos delanteros: “el Tiburón” Tropepi y “el Barba” Demaría. Esos fueron los once héroes -los once traidores- que se jugaron las islas, casi sin saberlo, aquel 14 de noviembre en la Estancia el Cóndor, de Su Majestad Británica.
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La cancha era un enorme corral a espaldas del galpón de esquila. Tenía arcos de madera, piedra y mata negra en lugar de césped y el viento huracanado de la primavera lo cruzaba por los cuatro costados. En el círculo central nos reunimos, Buttler, Lord Chalfont, el cinco de ellos, el cabo Ayala y yo. Buttler hizo el sorteo con una moneda plateada con la efigie del rey Jorge VI y elegimos el arco contra el viento. Se jugarían dos tiempos de 30 minutos y finalizaría con el tradicional té y mate de las cinco de la tarde. Miré a las huestes de Ayala. Parecían pumas hambrientos, aunque los carniceros del SBS también tenían lo suyo, ya se imaginará. No sé qué les habría dicho Lord Chalfont pero echaban espuma por la boca.
-Que sea un buen match. El tiempo está mejor que en las Falklands -comentó Lord Chalfont antes de colocar una pelota de cuero gastada en el punto de partida.
-Falklands, mis huevos, señor Ministro-interrumpió el cabo Ayala-. Querrá decir "Malvinas"...
-No se preocupe, secretario -me dijo Lord Chalfont cuando notó que estaba por intervenir-. Es bueno que haya un poco de rivalidad…
La pelota se puso en movimiento sola, por la acción del viento. El partido fue tremendamente accidentado y la primera jugada bastó para temer cómo terminaría todo: los ingleses comenzaron a hacer circular la pelota y el nueve de ellos hizo una diagonal frente al arco que terminó con un cruce del “carnicero” Rizzo. Antes de ser levantado por el aire por nuestro back, el inglés alcanzó a habilitar al wing derecho, que entraba por un costado y reventó el travesaño de un pelotazo. Ignorando el choque entre Rizzo y el nueve británico, Buttler dio saque de arco incluso antes de que la pelota se perdiera por un costado.  
La tensión aumentó minuto a minuto. Tropepi entró al área con pelota dominada pero cuando estaba a punto de rematar, un enorme y musculoso escocés, le descosió  el costillar de un zapatazo. A pesar de que Tropepi era duro como un toro, el flagrante planchazo lo dejó desparramado y medio mareado en el suelo. Si quedaba alguna duda acerca de la lealtad de Buttler, ésta se disipó allí mismo: haciendo gran espamento y gesticulando con los brazos, pitó y marcó tiro libre para los ingleses, por un supuesto off side. Con ironía, le recordé que habíamos quedado en no jugar con la regla por no contar con jueces de línea pero fue inútil.
-Levántese, maricón -le dijo Buttler a un casi inconciente Tropepi, antes de reprenderle duramente en inglés (en el colmo de su locura, nos hablaba a nosotros en inglés y a los británicos en perfecto español). Lord Chalfont observaba divertido las acciones desde un costado. A continuación, el centro half inglés remató de veinticinco metros con viento a favor. La pelota, que era medio globo, hizo una curva extraña y se le metió a toda velocidad en el arco al negro Ruffi. Pero no nos resignamos. A base de toque y juego brusco, los toscos gendarmes se abrieron paso y pocos minutos màs tarde, Demaría consiguió el empate. Cuando salió a festejar, pasó por al lado del arquero británico y, sin darse cuenta, le pisó el pie. Ahí se armó la primera de varias trifulcas. Empujones, manotazos y alguna piña, terminaron con Buttler anulando el gol y expulsando a Demaría por una jugada inédita en el reglamento: cargar al arquero “luego del gol”.
El juego brusco se acentuó con el correr de los minutos. El escocés que casi mata a Tropepi le entró como una mula al cabo Ayala a la cabeza, pero el gendarme se levantó y le devolvió un cabezazo al estómago que dejó al enorme pelirrojo en el suelo.
-Pa’ que aprendas, ‘jue puta -le dijo escupiendo dos dientes.
Buttler sostuvo que la entrada había sido válida aunque amonestó a Ayala por exceso verbal. Mientras tanto, un enloquecido Chalfont, se dedicaba a dar instrucciones a los suyos para que golpearan lo más duro posible a nuestros jugadores.
Al finalizar el primer tiempo, me acerqué a Lord Chalfont y le dije:
-¿No era que este era un partido amistoso? ¿Y la fraternidad angloargentina?
-¿Amistoso? No sea boludo. No existen los amistosos -me contestó con desdén, remarcando lo de “boludo”, satisfecho de poder usar el vocablo correctamente.
Eso hizo que se me pasara el efecto del alcohol. Con el partido uno a cero abajo y un jugador menos, me pareció correcto dar un paso al costado para dejar que los muchachos rompieran todo a su alrededor y que, si era posible, marcaran algún gol. En tanto, el cabo Ayala le dedicó al equipo una arenga enfervorizada aunque algo inexacta, en la que mezcló las invasiones inglesas, las Malvinas, la batalla de San Lorenzo y, fundamentalmente, el partido del Mundial del ‘66.
-No se preocupe, Embajador. Los “vam’uacé” cagar… -me aseguró.
El segundo tiempo estuvo plagado de situaciones extrañas, en los que la Patagonia jugó su partido también. En un momento de descuido, Tropepi escapó por entre dos defensores y dejó en el camino al arquero. Pero la suerte no nos acompañó: el delantero, a pesar de tener el arco libre, en lugar de tocar al gol, remató con todas sus fuerzas. En ese momento, una oveja -salida de no sé donde- se cruzó por la línea del arco y la pelota le dio al medio. El animal cayó fulminado sobre la línea de cal y el arquero recuperó la pelota en el rebote. Buttler se acercó a la escena para analizar la situación mientras todos nosotros festejábamos. El árbitro, sostuvo que ni la pelota ni la oveja habían cruzado totalmente la raya y que, por ende, no había sido gol. Sostuvo que ese pobre animal era un obstáculo natural en la zona y que Tropepi debió haberlo tenido en cuenta al rematar. Se armó otro escandalete que Butler disolvió con amonestaciones en inglés y pitando saque de meta.
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A los pocos minutos el arquero inglés cometió el error de querer sacar de abajo sin tomar en cuenta el viento que, en ese momento, soplaba en su contra. Una potente ráfaga levantó el balón unos dos metros antes de arrastrarlo hacia atrás con gran violencia. El guardametas, sorprendido, no llegó a reaccionar y la pelota se hundió en la red. Buttler, luego de unos minutos de desconcierto, no tuvo más remedio que convalidar el tanto del empate.
Cuando quedaban diez minutos, y en represalia por un aberrante codazo del “Carnicero” Rizzo al centrohalf inglés, Tropepi fue nuevamente apaleado por el coloso escocés. El pobre gendarme, que había sido castigado durante todo el partido, salió acalambrado por los golpes. Ante la mirada desconfiada de Lord Chalfont, hice mi ingreso a la cancha. Protestó, diciendo que el DT de un equipo no podía jugar y que, si no había reemplazo, deberíamos continuar con dos jugadores menos. Ni lo miré.
-Embajador -me dijo Ayala todavía escupiendo sangre-, usté quédese por la izquierda, que alguna pelota le va a llegar.
El sanguinario defensor de las tierras altas, siguiendo precisas instrucciones de Lord Chalfont, me seguía como una sombra por toda la cancha, mientras yo intentaba mantenerme al menos a un metro de él para evitar que me planchara como a Tropepi en un descuido del árbitro. Los minutos pasaban y yo no había tocado ni una pelota. La batalla era en la mitad de la cancha y la acción no salía de ahí. Pero cuando el partido agonizaba, Ayala me tiró un pelotazo largo a la izquierda. El escocés se descuidó y un segundo me bastó para esquivar la artera pero tardía patada que me dedicó y sacarle un metro de distancia en velocidad. Encaré al arco y, cuando pisé el área grande, me salió el arquero a achicar.
En un segundo eterno, me asaltaron terribles dudas. Con el partido igualado: ¿valía la pena hacer un gol que, con el tiempo casi cumplido, nos llevaría a una inexorable victoria? No necesitábamos ganar para quedarnos por las Malvinas, esa era ya una decisión política tomada. Esa estúpida apuesta, ¿podría complicar la firma del Memorando de Entendimiento? Había caído en la trampa mortal inglesa: ganar el partido y la apuesta me exponían, tal vez, a perder las islas por una calentura. Lord Chalfont era un pez gordo en el gobierno británico. Conociendo su fama de mal perdedor, ¿sería capaz de cajonear todo por culpa nuestra -o, más bien mía-?
Me abrí un poco y dejé que el arquero se acercara. Por detrás, sentí el aliento del escocés que volvía a la carga. Lo que pasó después es muy confuso. Recuerdo que me perfilé de derecha para tocar suavemente la pelota con el empeine y que hiciera una comba hacia adentro. A continuación, las botas del pelirrojo se me clavaron en la espalda y caí violentamente al suelo.
Cuando desperté, estaba de vuelta en Río Gallegos. La comitiva se había separado y yo me recuperaba en el destacamento de Gendarmería de la ciudad con la espalda vendada y el lado izquierdo de la cara hinchada y colorada como un zapallo. Ayala me dijo que la jugada había terminado en gol y que Buttler había finalizado el partido ahí nomás, desencadenando una violenta pelea entre ambos equipos en la que incluso participaron los peones de la estancia (ellos sí, a favor de la Argentina). Por último, los efectivos del SBS debieron subirse a los camiones que los habían transportado hacia allí para evitar que los empalaran en el galpón de esquila. Me contó que Lord Chalfont se había retirado enfurecido al grito de “¡Estas perdido, Estrada! ¡Te vas a arrepentir! ¡Nunca tendrán las islas!”, al tiempo que juraba hablar personalmente con Su Majestad acerca de la actuación de Buttler esa tarde.
Informé a la Cancillería de la reunión de Lord Chalfont con los isleños, pero no dije una sola palabra acerca del partido ni de los incidentes. Regresé a Londres y no volví a cruzarme con Lord Chalfont jamás. Días después, el Daily Express hacía público el proyecto de acuerdo entre ambos gobiernos. El escándalo que se generó hizo que se abandonaran las negociaciones y todo quedara en el olvido…
Todavía tengo la duda acerca de qué hubiera sucedido si no marcaba aquel gol. Temo ver la mano negra de Lord Chalfont entregando la información al Daily Express sólo para vengarse de aquella derrota. Nunca lo sabré pero sólo por eso, debería ser considerado un traidor. Nunca debí anotar ese tanto.
Ahora sabe toda la verdad. Queda a su juicio creerme o no. No tengo familia, por lo que su publicación no perjudicará a nadie más que a mi memoria, que es lo menos que merezco. Puedo irme tranquilo, ahora que me he desahogado…
Que Dios me perdone.
Pepe de Estrada
             Hasta ahí, la transcripción de la carta póstuma de Pepe. Medité lo sucedido durante mucho tiempo, sin saber si debía o no hacer pública la historia. Finalmente lo hago ahora, preguntándome aún si hago lo correcto. ¿Héroes o villanos? ¿Culpables o inocentes? No se puede saber qué hubiera sucedido si aquel partido finalizaba empatado o si Estrada no hubiera aceptado la apuesta de Lord Chalfont. ¿Hizo bien en encarar al arquero y tocársela a un costado? A eso parece resumirse todo, finalmente. A una jugada que duró segundos. Pero no me siento capaz de condenar a Pepe por su gol, porque pienso que, incluso sabiendo todo lo que pasaría luego… ¡yo también hubiera definido a la izquierda del arquero!
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La Vuelta más Amarga (gracias por tanto, Pato)
“Mire Fillol, si usted no firma con River, yo mañana lo cago a trompadas…”
                                                                                    Ángel Labruna - 1973
  Carlitos tenía solo siete años pero nunca se olvidó de aquel 22 de diciembre de 1990. Las nubes de la tarde anunciaban tormenta cuando cruzaron el portal de la platea de socios, tres horas antes de que comenzara la última fecha del Torneo Apertura 1990. El chico se sentó y se puso el gorrito del ’86 de Rubén, su papá, mientras éste sintonizaba a Víctor Hugo en la radio.
El campeonato ardía. Con 27 puntos, lideraba el  durísimo Newell’s Old Boys de Marcelo Bielsa, con el Tata Martino, el Gringo Scoponi, el Chocho Llop, Berizzo y Pochetino. Un punto más abajo estaba River, dirigido por Passarella, que quería repetir el título que habìa obtenido unos meses antes. Al contrario de Newell’s, que se caracterizaba por tener la defensa más aguerrida y la valla menos vencida, River tenía la mejor delantera del campeonato y unos nenes que mamita querida: el Mencho Medina Bello con su potencia, el Polillita Da Silva y sus sutilezas, Leo Astrada, Borrelli, los hermanos Enrique…
Para salir campeón, Newell’s tenía que ganarle a San Lorenzo, en cancha de Ferro. Si empataba o perdía, había que esperar lo que sucediera en el Monumental, donde River buscaría una victoria ante Vélez. En caso de empate en puntos, el campeonato quedaba para River por mejor diferencia de gol y porque le había ganado a Newell’s el partido en Rosario.
En la radio dijeron que la estadística favorecía ampliamente a River sobre Vélez pero Rubén le dijo a Carlitos que no se tenía que dejar llevar por esas pavadas.
-Qué importa si en la década del sesenta les ganamos 10 partidos seguidos -le dijo-. ¿Eso te asegura que no te comas 5 goles al siguiente encuentro? A los partidos hay que jugarlos y ganarlos. Lo demás es pura cháchara. Eso me lo enseñó tu abuelo, que vio jugar a la Máquina.
El padre de Carlitos tenía razón porque Vélez no venía de punto ni mucho menos: estaba tercero y sin chances de campeonar, pero era un rival peligrosísimo que tenía al cabezón Ruggeri en el fondo, y a Gareca y al Gallego González -goleador del campeonato- en la delantera. Pero lo peor era que en el arco estaba el Pato Fillol, idolatrado por la gente de River, que esa misma tarde se retiraba y colgaba los guantes.
-Papi, ¿Fillol se va a dejar hacer algún gol?
-Pobre de vos -le contestó Rubén a su hijo-. El Pato es un señor. Y un caballero. Nos va a costar un Perú colarle uno.
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La expectativa crecía porque ambos partidos se jugaban a la misma hora. La tarde estaba pesadísima y habían empezado a caer algunas gotas. Si diluviaba, la cosa iba a estar complicada para los arqueros. No hay nada peor que estar en el arco con la pelota mojada y el área embarrada. Eso era garantía de que habría goles, aunque era mucho más probable que se los comiera el Flaco Passet a que se le escaparan al Pato, que era un monstruo. Así reflexionó Rubén ante la mirada absorta de Carlitos.
-¿Sabés hace cuánto no vengo a la cancha? Ocho años. Desde que a Fillol lo transfirieron a Argentinos -un obeso plateísta ubicado en la fila de atrás, también con una radio en la mano, se había metido en la conversación-. Tanta bronca tenía que juré no volver. El Pato es un crack por donde se lo mire. Además de ser un gran tipo. Y tiene de qué quejarse, eh, porque se las hicieron todas. River lo dejó en bolas en el ’83, después de haber sido el arquero del equipo que cortó la racha de los 18 años. Bilardo también: lo hizo atajar durante toda la Eliminatoria pero después lo colgó para el mundial de México. Tapó 25 penales, pibe, y más de la mitad en River. Una barbaridad. Y estos turros ignorantes de los dirigentes que no respetan nada y menos a los ídolos, no le han hecho un reconocimiento ni nada. Por eso vuelvo hoy. Para ver su último partido.
-Tendría que ser con la camiseta de River… -acotó Rubén.
-No me hagas engranar -siguió el desconocido-. Ahora, atajando para Vélez (también Alonso terminó refugiado en este club amigo, viste) va a jugar su último partido. ¿Sabes que tengo miedo de que hoy sean capaces de chiflarlo? Hasta eso pienso. Son chicos jóvenes que vienen a ver a River campeón… Ojalá me equivoque. Pero yo te digo, pibe, que el Pato va a jugar su último partido a lo grande. Si llegamos a hacerle un gol, será por una falla defensiva, no porque Fillol nos haga una gauchada. Y está bien que así sea. Por eso es un fenómeno. No quedan tipos así…
   En el vestuario, los jugadores de Vélez, escuchaban atentamente las últimas indicaciones del técnico, intentando concentrarse en el difícil partido que estaba por comenzar. En un costado, alejado de todos ellos, estaba el arquero. Vestido con un buzo verde, golpeando sus palmas enguantadas en silencio, en lugar de escuchar al técnico Roberto Rogel, el Pato enfrentaba sus propios fantasmas, recorría su propia peregrinación, vivía su propio calvario. Estaba a punto de enfrentar al club que lo había consagrado. A los colores que lo habían convertido en ídolo. Al equipo con el que había ganado ocho títulos locales y que le había permitido llegar al arco de la selección para quedarse con un Mundial. Pero también, al conjunto que lo había abandonado, que lo había echado, que lo había decepcionado.
-Ubaldo -le había dicho Angelito Labruna cuando lo rajaron-, no le guarde rencor al Club. Son los hijos de puta de los dirigentes los que hacen estas cosas, no la gente. Que su calentura sea con ellos. Usted tiene cuerda para rato. Es el mejor arquero del fútbol argentino. Ya va a volver a River. Acuérdese de todo lo que ganó acá…
Angel Labruna, el mismo que lo había llevado a River en 1973 y le había dado la titularidad del “arco más grande” en el ‘75 lo llamó para atajar en Argentinos Jrs. cuando al Pato lo dejaron libre de River por una pelea con el presidente Aragón Cabrera. “Pensar que estuve a punto de retirarme”, pensó. “Si no hubiera sido por don Angel…”. Labruna había sido como un padre para él. Lo más emotivo y lo más duro fue que prácticamente murió en sus brazos, aquel 20 de septiembre de 1983, cuando habían salido juntos a caminar. El Pato movió su cabeza de un lado a otro, como intentando sacudirse el recuerdo de don Angel, feliz y triste a la vez. Pero era inevitable no pensar en él estando en la cancha de River. Angelito había sido un sabio. Y siempre tuvo razón. Salvo por lo del regreso. Después de atajar en el club de la Paternal, había estado en Flamenco de Brasil, en el Atlético de Madrid y hasta había vuelto a Racing para ganar la Supercopa Sudamericana, su último título. Pero nunca volvió a River. Esa cuenta pendiente jamás la podría saldar como jugador. Se prometió hacerlo en el futuro, como técnico o de alguna otra manera.
Los golpes en la puerta del vestuario lo sacaron de sus pensamientos.
-Es la hora -anunció el juez de línea.
Afuera, se escuchaba el aliento inconfundible de miles de almas ilusionadas con un nuevo campeonato. Y él, al contrario de tantas otras veces, no sería parte de la fiesta. El Pato se levantó dispuesto a jugar el partido más amargo de su carrera: no sólo porque era el último, sino porque sabía que si hacía un buen partido -rogaba porque así fuera- probablemente impediría a su club más querido la obtención de un nuevo título. Se santiguó con la esperanza de despejar sus fantasmas y salió en dirección al túnel. El plantel de Vélez se había parado a uno y otro lado del túnel y aguardaba, silencioso y respetuoso, que Fillol pasara delante de ellos. El Pato saludó a cada uno y encaró la claridad del túnel, desde donde bajaban algunos papelitos.
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   Mientras Carlitos se comía un pancho y su viejo discutía con el plateísta, salió Vélez a la cancha. El primero en aparecer fue el Pato Fillol con la pelota entre sus manos. Se escucharon algunos chiflidos pero el Pato levantó su brazo derecho y la tribuna estalló en una ovación que pareció un grito de gol. El chico miró a su papá y al gordo que estaba atrás. Aplaudían y cantaban “olé, olé, olé, olé… Patoooo… Patoooo…”. Fillol salía a la cancha por última vez.
Un ratito después, apareció River envuelto en una verdadera lluvia de papeles, que anticipaba el diluvio que se avecinaba. El cielo estaba definitivamente negro y las torres de iluminación comenzaron a prenderse.
-¿Ése es Passarella? -preguntó Carlitos, señalando a un tipo de saco y corbata que, mientras el equipo se sacaba la foto, corría a abrazarse con Fillol. Su papá asintió.
-Que difícil va a estar esto… -acotó el plateísta que, a esa altura, ya se consideraba de la familia.
Movió River y, en la primera avanzada, Borrelli hizo una pared con Da Silva y se la tocaron al Mencho Medina Bello, que metió un cañonazo que el Pato desvió al corner, mientras Víctor Hugo casi se traga el micrófono en medio del enloquecido relato. El tiro de esquina, embrujado hacia adentro por la comba de Borrelli, fue descolgado con aparente sencillez por Fillol con una sola mano.
-Igualito a Amadeo -comentó Rubén, entre admirado y preocupado, haciéndose eco del pesimismo general de la platea San Martín.
   El Pato se sentía bien. Acababa de atrapar con las dos manos un cabezazo del Pipa Higuaín que se metía en un ángulo. Hacía mucho que no sentía tanta confianza. Acomodó la pelota en el área chica y apuntó. Por la izquierda estaba el Gallego González, pero muy marcado. Mejor tirársela a Gareca y que se arregle. Estaba a punto de pegarle con alma y vida, cuando un silencio extraño se apoderó del estadio.
   -¡Golllllllllllllll de Newell’s! -el grito de José Gabriel desde Caballito, quebró el relato de Víctor Hugo en la radio- Dieciocho minutos del primer tiempo, tiro libre para el equipo rosarino y Ruffini la colgó de zurda en un ángulo. ¡Uno a cero y Newell’s empieza a gritar campeón!
A Carlitos se le hizo un nudo en el estómago. Newell’s ya estaba ganando y River no podía con Vélez. O con el Pato, porque ese guacho, ese verdadero turro, no dejaba pasar una. Y había habido varias, ¿eh? Da Silva había rematado dos veces. Borrelli le había tirado desde afuera del área, el Mencho lo habia fusilado a quemarropa y hasta el loco Enrique le había pegado. Y siempre había aparecido Fillol.
-Está como en el ’78 -alcanzó a decir Rubén.
El arquero de verde tapaba todo y los plateístas, en vez de putear como tantas otras veces, se agarraban la cabeza y se mordían los labios. Para peor, en una contra, Vélez se puso arriba con un gol del Tigre Gareca. En Rosario, volvieron a festejar, con el campeonato casi asegurado. A Carlitos, guiado por el comentario de Víctor Hugo, las tribunas del Monumental se le asemejaron raras, tapizadas por sesenta mil almas silenciosas, mientras River intentaba revivir después de la puñalada velezana. La oscura tarde, después de un sonoro trueno, derramó sus primeras gotas sobre Nuñez.
Tan angustiados estaban todos por el tremendo partido que estaba haciendo Fillol que incluso cuando San Lorenzo empató el partido, el grito de gol fue medio apagado. Fue un trago de agua salada, que no calmaba la sed de gloria sino que la aumentaba, porque Fillol se quedaba con cada mano a mano y cada ataque millonario. 
La cosa pareció cambiar cuando, agonizando el primer tiempo, el árbitro sancionó penal para River. Las tribunas del Monumental vibraron y se estremecieron en un festejo anticipado. Mi viejo y el desconocido plateísta se miraron temerosos.
-¿Cuantos penales decís que atajó Fillol? -preguntó Rubén.
-Veinticinco -repitió el plateísta con un hilo de voz.
   Cuando el árbitro sancionó el penal, Fillol se fue derechito a la línea de gol, sin protestar. No era de grandes salir a pedir cualquier cosa. No era lo correcto. O por lo menos a él se lo habían enseñado así. Se juega como se vive y se vive como se juega o algo así. Por eso levantó la pelota y se la acercó al uruguayo Da Silva, que iba a patear.
-Y bueno, ahí lo tenés -se dijo para sí el Pato mientras le daba un par de pataditas al palo derecho para sacarse la mufa. Miró hacia las tribunas que enloquecían ante el inminente empate. El clímax del desafío que tanto temía (y que internamente esperaba) había llegado. Se acomodó en el medio del arco, tirado un poco hacia su izquierda, y palmeó sus manos mientras González le hablaba al árbitro para poner nervioso al Polilla.
Finalmente, Da Silva acomodó la pelota en el punto del penal y se movió unos tres o cuatro pasos hacia atrás, observando el arco. El Pato, mientras tanto, trataba de leerle la mente. Este tipo nunca me la va a tirar fuerte al medio. Es de los que patea despacio y bien pegado al palo. No creo que trate de colgármela de un ángulo. Es mucho arriesgar. Sabe que si la pierna derecha lo traiciona por los nervios, la pelota queda a media altura y me la regala. No. Va a ser abajo. ¿Pero a la derecha o a la izquierda? El Polillita parecía mirar a su palo izquierdo pero, por un instante, sus ojos se desviaron a su derecha. Sí. Me la tira a la derecha.
El árbitro dio la orden y el tiempo se detuvo. El Pato se sintió solo en medio de una imagen congelada, como en una fotografía. La imponente mole de hormigón, cargada de sufrientes hinchas enmudeció y el número 9 de River avanzó hacia el balón en cámara lenta. Ya no le cabía ninguna duda de que le había adivinado la intención al uruguayo y que, si quería, le atajaba ese penal. Pero, ¿quería hacerlo? River había sido su casa por tantos años... Su gente lo había recibido bien desde el primer día. Incluso a pesar de haber debutado en aquel aplastante 5-2 en contra en la Bombonera, por el Nacional de 1973. Tantos títulos, tantas alegrías… Ningún trago amargo posterior pudo opacar tanto cariño recíproco. Pero también estaba Vélez. El público del Amalfitani lo había cobijado al final de su carrera cuando nadie, ni siquiera River, había levantado el tubo para contratarlo. No. Él tenía sus valores. Y la tribuna de River, de Racing, de Quilmes, de Argentinos y hasta de Boca lo respetaba por su capacidad debajo de los tres palos pero, sobre todo, por su entereza moral. Con todo el dolor de su alma, decidió que -tal como venía haciendo hasta ahora- su lealtad estaba ese día con Vélez.
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 -El estadio enmudecido. Suena el silbato del árbitrooo… ¡Fillol! ¡Fillol! ¡Fillol! ¡El Polillita sacó un remate a la derecha del Pato, bien esquinado pero a media altura y en el rebote Ruggeri la colgó de la segunda bandeja! ¡Grande Pato! ¡Como en los viejos tiempos! ¡Como a Deyna en el ’78, en este mismo estadio! ¡Porque el Pato se agranda en la cancha de River! ¡Y le quiebra la ilusión a sesenta mil almas que se vinieron hasta Nuñez! ¡Para terminar con las suspicacias! No te vayas nunca Pato, no te vayas…
La voz de Víctor Hugo seguía sonando, aunque el chico ya no la escuchaba. Cuando Fillol le desvió el tiro a Da Silva, el aparato de radio se le cayó de las manos y se estrelló contra el frío concreto de la platea. Quedó absorto, cuando ese leopardo de verde se estiró y se hizo de goma, volando hacia un costado para desviar el tiro del uruguayo. Carlitos se enfureció. No era justo.
-¡La puta que te parió! -gritó con toda la fuerza de sus pulmones. Se sintió bien por el desahogo. Aunque después se fijó a su alrededor. La San Martín, caracterizada por su mal humor, poca paciencia y fácil puteada a los jugadores más emblemáticos, estaba muda. Su papá, pálido, tampoco hablaba, perdido entre su deseo de salir campeón junto al pibe y la idolatría que sentía por el Pato. Un poco más atrás, el plateísta se mordía el labio inferior y aplaudía. Volvió a mirar a su papá, que le puso una mano en la cabeza y le dijo:
-Qué le vas a hacer… Ése es Fillol… Nosotros lo dejamos ir…
   Toda la defensa de Vélez se le vino encima para festejar el penal. Fillol, molesto y un poco amargado, los echó y los mandó a ocupar sus puestos porque River seguía vivo. Esa estocada que había metido al sueño de campeonar era una espada de doble filo que también a él lo había herido.
Al comenzar el segundo tiempo, los gritos de Passarella parecieron darle nueva vida al equipo, pero Fillol seguía indomable y la tribuna sufrió todo el partido. El empate del Polillita a los quince minutos pareció más un desahogo de bronca que una nueva ilusión. El partido de Newell’s seguía empatado y así terminaría, unos cinco minutos antes que el que se jugaba en el Monumental.
River tenía a Vélez acurrucado en torno a Fillol, buscando desesperado el gol de la victoria. El Flaco Passet se fue expulsado después de verse obligado a derribar a un delantero de Vélez en una contra y el lateral derecho ocupó su lugar en el arco. Con un hombre menos, el millonario siguió buscando pero en la agonía del partido el Gallego González estampó el segundo gol de Vélez después de un contraataque fulminante. Segundos después, el árbitro finalizó el encuentro, desatando la euforia de la mitad de Rosario y de veinte tipos en plena cancha de River.
   Fillol se agarró la cabeza. Había jugado uno de los mejores partidos de su vida ante el club de sus amores y el árbitro acababa de cerrarle el telón a su carrera con tres pitidos largos y fríos. Sus compañeros de equipo lo abrazaron y lo levantaron en andas. Salió por encima de esa marea velezana para encontrarse con el milagro: desde los cuatro puntos del estadio, bajaban los aplausos infinitos de agradecimiento, de reconocimiento, de admiración para aquel pibe surgido de las inferiores del Club Atlético San Miguel del Monte y adoptado en Nuñez y tantos otros clubes como hijo propio. Levantó primero uno, después el otro brazo y se le hizo un nudo en la garganta cuando la ovación se redobló. Esa aclamación era más importante que la de cualquier campeonato porque no provenía de la euforia ganadora de un torneo sino del dolor mismo de la derrota. Era el agradecimiento sincero y dolido al ídolo inmortal que les había impedido gritar “campeón”. Este recuerdo lo acompañaría para siempre. Bajo la cobija de la lluvia, se largó a llorar.
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  Antes de abrazarse con el plateísta, Rubén le dio a Carlitos un sonoro beso en la frente. El chico, contagiado del ambiente general no pudo evitar llorar y aplaudir cuando los jugadores de Vélez, con el Pato en andas, comenzaron a dar la vuelta olímpica. Nadie se movió de su lugar y la salida demoró varias horas. A pesar de la amargura, todos quisieron quedarse a despedirlo.
                                                            ***
 -¿Ganaron? -preguntó la mamá de Carlitos cuando los vio llegar callados pero con los ojos enrojecidos.
-No. Pero dimos la vuelta igual
Nota:  Durante sus 21 años de carrera, Ubaldo Matildo Fillol jugó en Quilmes, Racing, River, Argentinos Jrs., Flamenco de Brasil, Atlético de Madrid, y Vélez Sarsfield; consiguiendo los siguientes títulos: Metropolitano 1975, Nacional 1975, Metropolitano y Nacional 1977, Metropolitano y Nacional 1979, Torneo Cuarto Centenario Ciudad Buenos Aires 1980,  y el Nacional 1981 con River; la Copa Guanabara 1984 con Flamenco; y la Supercopa Sudamericana y la Interamericana en 1988 con Racing. Tiene el récord de penales atajados en el Fútbol Argentino (26) y récord de penales atajados en una misma temporada (6). En la Selección, ganó el Mundial de 1978, y es el arquero que más partidos jugó en la selección (58) y el que mantiene el récord de valla invicta (20 partidos).
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Fillol en Quilmes (1969-1971).
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Fillol en River Plate (1973-1983).
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Fillol en Argentinos Jrs. (1983).
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Fillol en el Flamengo (1983-1984).
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Fillol en el Atlético de Madrid (1985-1986).
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Fillol en Racing Club de Avellaneda (1971-1973 y 1987-1989).
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Fillol en Vélez Sarsfield (1989-1990).
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Fillol en la Selección Nacional (1974-1985).
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