De un modo u otro, todos nos hemos sentido a la deriva. Aquí comparto mis pensamientos, días y noches, momentos y lo que se me ocurra. Más que nada, es un libro de recortes.
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Attic Notebook
Hace algunos años, Laini Taylor, autora de Hija de Humo y Hueso y de El Soñados Desconocido, publicó en su cuenta de Instagram que comenzaría su Attic Notebook, un ejercicio de escritura que me cautivó en un instante.
El reto es bastante sencillo: cada día, hay que escribir una historia siguiendo un tema predeterminado. Hoy, mi tópico podría ser «amor» y mañana, «flor». Las distintas palabras que se convertirán en historias se pueden compilar en una lista —por el bien del orden; en realidad, nada te detiene de irlas inventando cada mañana. Al terminar todos los temas, será hora de guardar la libreta, tu attic notebook, por un mes —o más. Pasado este tiempo, puedes abrirla y redescubrir lo que escribiste, como si te encontraras con un libro perdido en un desván.
La primera vez que realicé este ejercicio, perdí la libreta por más de un mes y cuando la encontré, fue bastante entretenido leer los personajes y las situaciones que había creado. A veces todavía la reviso, sorprendiéndome con lo que hay guardado entre sus páginas. Es como reencontrarte con viejos amigos a los que habías olvidado.
Hoy decidí volver a realizar este ejercicio y para lograrlo, le pedí a mis amigos de Instagram que sugirieran temas. Hasta ahora, han aparecido palabras bastante peculiares, como «apoteosis» o «serendipia», y temas que no pueden faltar en una buena historia, como «amor» o «belleza».
Por diversos motivos, no había sentido ganas de volver al blog —no lo visitaba desde hace cuatro meses. Uno de los principales es que no tenía nada que decir. En realidad, es posible que todavía no tenga nada que decir, pero quería dejar un registro del inicio de mi nueva Attic Notebook —ya fui a comprar una nueva libreta y todo eso— e invitarte a formar parte de esta aventura.
Dejaré aquí la lista de temas que han surgido de Instagram, por si quieres animarte. Yo comenzaré hoy, 16 de abril, y aunque todavía no sé si publicaré las historias aquí, sí me gustaría conocer las tuyas. Si escribes una, o si sigues esta lista de temas, házmelo saber. Sería maravilloso saber que alguien más se une a este loco intento conmigo.
Día 1: Bienestar.
Día 2: Tiempo.
Día 3: Serendipia.
Día 4: Ansiedad.
Día 5: Culpa.
Día 6: Grafito.
Día 7: Recuerdo.
Día 8: Hipocresía.
Día 9: Ocio.
Día 10: Guerra.
Día 11: Arte.
Día 12: Amor.
Día 13: Apoteosis.
Día 14: Sueños.
Día 15: Yoyos.
Día 16: Pasión.
Día 17: Libros.
Día 18: Sexo.
Día 19: Travesura.
Día 20: Autoestima.
Día 21: Soledad.
Día 22: Olvido.
Día 23: Depresión.
Día 24: Belleza.
Día 25: Música.
Día 26: Apegos.
Día 27: Cielo.
Día 28: Mar.
Día 29: Tonada.
Día 30: Platillo.
Día 31: Compañía (en silencio).
Día 32: Sentimientos (en el tiempo).
Día 33: Herencias.
Día 34: Impuntual.
Día 35: Ilusión.
Día 36: Aventuras.
Por supuesto, esta lista puede ser usada para lo que gustes, no solo para historias. ¿Haces dibujos? ¿Tomas fotografías? Este es un buen momento para retar tu creatividad siguiendo una serie de tópicos elegidos por más personas, ¿a que sí? ¿Qué plasmarías sobre «herencias»? En una libreta también se pueden guardar imágenes, notas musicales, y un montón más de cosas.
Sobre escribir ayudado por el Azar
Desde hace tiempo, creo que un escritor no es dueño de las historias que crea, sino solo un medio por el cual las palabras pasan para encontrar un hogar, y luego de jugar Calabozos y Dragones con mis amigos, se me ocurrió que una manera de añadir un toque de incertidumbre y emoción al proceso de darle vida a un mundo podría ser añadiendo el elemento del Azar.
Algunas de mis historias las crearé usando un D20: Para determinadas acciones de mis personajes, lanzaré un dado de 20 caras, y a partir de allí determinaré si consiguen o no sus objetivos, que pueden ir desde forzar la cerradura de una puerta hasta saltar de un techo a otro.
¿Te gustaría intentarlo? Si no sabes cómo funciona un D20, puedes leer este artículo de Wikipedia para darte una idea. Si no deseas ir para allá, te lo resumo: 20 es el máximo que puede caer en tu dado, y a este tiro se le llama critical success (triunfo crítico), mientras que un 1 sería un critical failure (fallo crítico). Imaginemos, entonces, que tu personaje quiere intentar invitar a una chica a salir, y es un personaje bastante común, entonces no tiene ninguna ventaja por poseer, por ejemplo, bastante carisma. Lanzas tu D(ado)20 y cae 4. Bueno… quizá tu personaje se ponga muy nervioso al momento de invitar a esta chica a salir: suda, tartamudea y todo sale fatal. Si por el contrario, cae algo como un 17, lo lograría casi con honores. Si llegase a caer un 1, quizá ni siquiera llegue a preguntarle al otro personaje si quiere salir a una cita; caería intentando llegar y se lastimaría un tobillo. Si le sabes a las reglas de D&D, chance hasta podrías añadir puntos extra gracias a las distintas habilidades del juego, así, si resulta que tu personaje es un maestro del kung-fu que intenta vencer a unos tipos malos, al tirar el dado se le añadirían unos números extra. En lo que Kobeh decide a escribir un texto sobre cómo crear un personaje de D&D, este o este artículo podrían serte de ayuda si quieres aplicar estos conocimientos a la escritura y divertirte a��n más creando.
Y, creo que ya. Eso sería todo en esta entrada. Nos vemos pérdidos en el Gran Océano.
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Intercambio Equivalente
Para mi trabajo, tuve la oportunidad de entrevistar a Greta Elizondo, solista de la Compañía Nacional de Danza de México, por la salida de su primer libro, El mundo es tu escenario. En este texto, ella hace una comparación entre las etapas de una clase de ballet y la vida cotidiana. De entre las cosas que dijo —puedes leer la entrevista dando clic aquí—, me quedé, principalmente, con una enseñanza: forzarse.
Las actividades creativas son complicadas, no nos engañemos. Enfrentarse al lienzo o a la página en blanco es terrorífico. Allí tienes que verter tu mente y tu alma para crear algo que no solo sea de tu agrado sino que, también, hasta cierto punto, pueda agradarle a alguien más. Alguna vez, algún profesor o profesora, quizá, dijo durante una clase que plasmamos nuestras ideas en forma de arte porque deseamos compartirlas. De no ser así, las dejaríamos solo como ideas, donde nadie más pueda verlas. Aunque con el paso de los años esta afirmación ha ido perdiendo validez en mi cabeza, una parte de mí sigue creyendo eso, que pintamos, escribimos, tomamos fotos o bailamos porque lo hacemos para los demás.
Y hacerlo es una tarea compleja; en el mejor de los casos, disfrutable. Normalmente, es sufrible hasta cierto punto. Elegir los colores, las palabras correctas; la luz adecuada o los pasos ideales, puede terminar siendo frustrante, y no porque lo que haces no te gusta, sino porque podemos llegar a exigirnos perfección. Para mí, es una mentira esa creencia popular de que si haces lo que te gusta, será fácil o esas tonterías. Cada cosa en esta vida tiene su grado de complejidad; no importa qué tan bueno o buena seas con la cámara. Siempre habrá un momento de frustración. Si no me crees, pregúntale a aquellas personas que trabajan en el cine. Yo solo tuve una probada de ello y, aunque las jornadas son terriblemente cansadas, terminas odiando a todos y te frustras a niveles estratosféricos, eso no significa que no ames esa labor.
Puede que este no sea tu caso. O que no sea el de alguien que conoces. De ser así, mis felicitaciones y respetos. No creo conocer a ninguna persona que no haya sufrido en nombre del arte o, si queremos verlo de un modo mucho menos pretencioso, en nombre de una actividad que exija creatividad.
Pero, bueno, ¿a qué voy con lo de forzarse? Para escribir su libro e ingresar al mundo de las letras, Greta se obligó a escribir, al menos, una hora al día. Si quieres, puedes llamarlo disciplina; una disciplina forzada y autoimpuesta. Una disciplina que, en muchos casos, puede surtir efecto. Y si la psicología no se equivoca, solo necesitaremos 21 días para que esto se convierta en un hábito.
¿Por qué esto es tan sorprendente? Porque siempre escuchamos que con perseverancia, todo se logra, y me resultó fascinante encontrarme con un caso tan de cerca, en el que una joven acostumbrada a un medio de expresión diferente —la danza—, encontró su camino entre las palabras gracias al esfuerzo, a sacrificar una hora de su día y no levantarse de la silla hasta conseguir lo que deseaba.
Solo es cuestión de una hora al día.
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La Falsa Sensación de Hacer
En Internet, varias veces me he topado con la frase «si te hace feliz, entonces no es tiempo perdido» —o cualquiera de sus variantes. Y, vaya, es cierto. Si haces algo que te llene y te haga sentir alegría, aprovechaste el rato que pasaste con esa actividad. A fin de cuentas, la felicidad es el fin último del ser humano —depende de a quién le preguntes, pero para fines didácticos, finjamos que estamos de acuerdo en que lo es.
Sin embargo, llega un punto en el que se vuelve prácticamente ridículo, el. Llega un momento en el que estás utilizando dicha acción, la que te «hace feliz» como una excusa para evitar responsabilidades, y ya ni siquiera puedes llamarte hedonista. «Procrastinación» le dicen.
Siendo sincero, creí que el encierro prolongado no me afectaría. De por sí, llevaba una vista bastante monástica —al menos en cuanto a lo que al enclaustramiento se refiere. Mi rutina consistía en ir al trabajo y volver, para permanecer dentro de casa todo el tiempo que fuera posible. Las pocas salidas que tenía con amigos eran espaciadas y lo suficientemente escasas como para no representar un peso para alguien con mi personalidad, pero tan frecuentes como para mantenerme conectado con otros seres humanos —a quienes quiero con todo mi corazón.
¿Cuántos meses han pasado ya? Creo que he permanecido encerrado desde abril. Con un viaje de un mes a mi ciudad natal —donde también estuve encerrado, solo que con mi familia— y de regreso, además de unas cuantas salidas ocasionadas por el trabajo. Fuera de eso, mi día transcurre en un escritorio y en una cama. Y pegado a las distintas pantallas que me rodean: la del celular, la de la computadora y la de la Nintendo Switch.
Últimamente, he desarrollado una no muy sana relación con los videojuegos. Especialmente, con Fortnite. Cada día, el juego entrega una serie de retos a cumplir, que te otorgan experiencia y te ayudan a subir de nivel, para obtener distintas recompensas, como nuevas opciones de personalización. Este sistema me da una sensación de estar haciendo algo con mi día a día. Y si bien, me divierto jugando, también estoy dejando de lado el resto de las cosas que, se supone, me gusta hacer. Fortnite me entrega una recompensa inmediata por un esfuerzo mínimo.
Durante estos meses, me he cuestionado si de verdad quiero hacer lo que gran parte de mi vida me he dicho que quiero hacer, eso de ser fotógrafo y escribir de manera más… profesional. Conforme pasa el tiempo y más me alejo de esas dos actividades, más difusa es su figura. Dentro de mí, sé que en algún momento les dediqué el tiempo suficiente como para que pareciera que era mi destino vivir de ellas. Ahora, solo son viejas amigas a quienes saludo cuando me acuerdo de que existen, mientras las veo de la mano de alguien más o cuando encuentro algo que compartíamos. «Una vez que hayas probado el vuelo, siempre caminarás con la vista mirando hacia el cielo, porque ya has estado allí y allí siempre querrás volver» es una frase que se le atribuye a Leonardo Da Vinci y que he citado en varias ocasiones. En lo que a mí concierne, esta frase está cargada de la más pura verdad. El problema es que, a veces, no tenemos idea de cómo volver a volar.
Como he repetido varias veces, lo que me falta es disciplina. Y aprender a no sabotearme mentalmente cada que se presenta la oportunidad: «Tus ideas no son buenas», «No llegarás a ningún lado con esto» y similares, son frases que aparecen en mi paisaje mental con más constancia de la que me gustaría. Supongo que a toda persona que intenta crear le sucede, ¿no?
Descubrí NaNoWriMo el año pasado —creí que había sido hace más tiempo. El National Novel Writing Month consiste en una especie de «competencia» global contra ti mismo: durante noviembre, tienes que escribir una novela de 50,000 mil palabras. La plataforma del proyecto te permite ir actualizando tu progreso y compartirlo de manera pública, solo con tus amigos o mantenerlo privado. Te otorgan medallas por avanzar día a día y te ofrecen herramientas para mantener la maquinaria de la creatividad bien engrasada.
Si te gusta escribir, hoy, 1 de noviembre, es un buen momento para unirte a NaNoWriMo. Yo estaré compartiendo mi avance aquí mismo, en el blog, como una especie de bitácora de escritura. Creo que el año pasado no avancé de las 10,000 palabras. Veamos a dónde puedo llegar ahora. Y si tú te unes, ¡también comparte tu progreso! Es más fácil y divertido hacerlo con compañía.
Avanzar poco a poco no está mal. Lo importante es hacerlo. Día a día, dar un paso más hacia cualquiera que sea el objetivo que nos hemos planteado. ¿El tiempo es un problema? Puede que sí, o puede que no. Haruki Murakami escribió su primera novela en las madrugadas, luego de cerrar el bar de jazz que regentaba.
¿Tú qué tal? ¿Alguna vez te has preguntado si de verdad quieres hacer aquello que te has dicho que deseas hacer en tu vida? Quizás el problema no es tan grande como piensas. Quizá solo hace falta darle un nuevo enfoque y, bueno, centrar un poco más tu mente. Nada es demasiado bueno o demasiado malo como para no agradar; hay público para todo y, lo que haces, encontrará un espacio en este mundo, que es tan vasto y diverso.
Eso sí, nada llega sin sacrificio, o, como dice la primera ley de la alquimia, de acuerdo a Hiromu Arakawa: «El hombre no puede obtener nada sin dar algo a cambio. Para crear, algo de igual valor debe perderse.»
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La Muerte y todos sus amigos
Últimamente, he estado escuchando mucho “Death and All His Friends” de Coldplay, la pista número 10 del álbum Viva la Vida. Cuando mi miedo irracional a la muerte emerge, mantenerla a mi alrededor me ayuda a calmarme.
«¿Miedo irracional a la muerte? Pero, el miedo a la muerte es racional.» Vaya, desde cierto punto de vista, puede llegar a serlo. La mayoría de las personas que habitan este mundo no quieren apartarse de él; nos gustan los pequeños o grandes placeres a los que estamos atados. La muerte es tan definitiva y sabemos tan poco sobre lo que hay después de ella ―si es que hay algo―, que resulta normal y hasta recomendable tenerle un poco de miedo o, al menos, respeto.
Sin embargo, ¿cuál es el punto de tenerle miedo a algo inevitable? Todos vamos a morir, un día u otro; en pocos o muchos años. En este momento, mientras lees esto, estadísticamente, es muy posible que alguien esté diciendo sus últimas palabras, sufriendo un accidente o desencadenando una serie de eventos que culminarán en tragedia.
Así está marcado el ciclo del universo: todo lo que nace, tiene que perecer. Si las teorías son ciertas, nuestro cosmos en constante expansión encontrará un fin que dará origen a un nuevo comienzo. Es «el ciclo sin fin».
Ahora se me viene a la mente esto: «Si la muerte del universo dará vida a una nueva serie de galaxias, ¿nuestro fallecimiento a qué le da lugar?» Cuando una estrella de determinadas masas solares explota, puede dar lugar al nacimiento de un agujero negro de masa estelar. Si tal despliegue de energía da origen a algo, entonces, ¿todo depende de la espectacularidad de la muerte del objeto en cuestión, de su tamaño? De ser así, es posible que nuestras muertes sean tan diminutas que no alteren el tejido del espacio-tiempo. Por suerte o por desgracia, cuando un ser humano muere, no hay un gran despliegue de energía. Al menos no en un sentido físico. En un sentido emocional, las cosas cambian.
La primera vez que tuve un ataque de pánico derivado de mi miedo a la muerte, me sumergí en una novela escrita por una amiga, en la que una chica muere y va al infierno para analizar a los condenados bajo el cargo de la regente del lugar. De alguna manera, me reconfortó saber que, si moría, podría ir a un lugar donde el sarcasmo seguía siendo moneda común y donde los ángeles lucharían por ganarse un lugar. Sé que no es así. Sin embargo, Cae Nieve en el Infierno fue un maravilloso escape. Se las recomiendo.
Conforme pasan los años, el miedo va y viene. A veces se queda poco tiempo y, en ocasiones, hasta se toma la molestia de desempacar sus cosas y ocupar una de las habitaciones vacías de mi mente. Su horario favorito para interpretar su espectáculo es cualquiera en el que estoy con la mente libre. Por eso intento mantenerme ocupado; sé que es negación. De un hecho no comprobado, pero, finalmente, negación.
Una de las respuestas que he encontrado para hacerle frente al miedo a la muerte es una de las máximas del budismo: «El deseo es el origen del sufrimiento». Si dejas de desear, dejas de sufrir. Ya he hablado sobre budismo en una entrada anterior del blog. ¿En algún momento has puesto a prueba el dejar de desear como un método para lidiar con el dolor? Por ejemplo, dejar de desear las ataduras humanas.
Me estoy yendo por las ramas, pero, a la vez, no tengo nada más que contar. Me gustaría poder redactar un extenso ensayo de tanatología, pero carezco de los conocimientos necesarios.
Todos vamos a morir. Es irrefutable. Pero hay manera de permanecer y hacerle justicia a las palabras de la canción de Coldplay “I don’t want to follow Death and all of his friends” ―No quiero seguir a la muerte y a todos sus amigos―: deja de perder el tiempo.
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Inmutabilidad: Cacería de Brujas
Elisabeth Noelle-Neumann diseñó la espiral del silencio y, en resumen, con ella nos explica que las personas con una opinión contraria a la dominante suelen callarse sus palabras por miedo a que la sociedad las excluya.
Pongamos este ejemplo: una multitud se reúne para apedrear a alguien que cometió, ante sus ojos, felonía. Cerca, una persona permanece mirando, y cree que lo que están haciendo es incorrecto: no participa, pero tampoco se pronuncia en contra, por temor a que la ira se revierta y también le toque parte del castigo. Esta persona es un agente sometido ante la verdad de la mayoría, que no puede expresar sus propias opiniones.
Otra clase son aquellos que, sin creer realmente en una idea, se unen a ella solo para pertenecer a un grupo. Toman la piedra y la lanzan, aunque no piensen que es lo correcto.
Para los sometedores, es algo como: «Si no piensas como yo, estás en mi contra.»
Este comportamiento iracundo de la idea dominante es común en los comentarios de las redes sociales, donde las personas dejan sacar su verdadero ser, al no exponerse físicamente: pueden insultar a quien quieran, al fin y al cabo, su vida está en otro lado ―¿lo está?
El caso más reciente de esto es el del asaltante golpeado por varios hombres dentro de la combi. A cualquiera que comentara que no le había parecido correcto, le llovían un sinfín de respuestas absurdas, insultos y demás, por pensar de manera contraria a lo que la mayoría consideró un acto de justicia.
A mí no me pareció bien lo que hicieron.
En el blog, suelo escribir ideas que pueden resonar con la mayoría. No porque desee complacer, sino porque así pienso. Sin embargo, también suelo dejarme aplastar por la espiral de ideas dominantes y prefiero callar mis pensamientos.
Hoy decidí compartir lo que creo sobre internet, la cultura de la cancelación y la democratización de la opinión.
Internet tiene una cualidad peculiar que a veces olvidamos que está allí: permanencia.
Creciendo con el internet, se me llegó a advertir que tuviera cuidado con lo que ponía en línea, porque permanecería allí (aquí) para siempre. Internet es, de cierto modo, la caverna donde nuestra generación plasma con los dedos sus rituales de caza: estas palabras son mis pinturas rupestres. Quizá, en un futuro, alguna civilización mucho más avanzada mirará hacia atrás y verá nuestra actual forma de comunicación como algo básico y, hasta cierto punto, absurdo.
Pareciera que la cualidad de permanencia del internet le otorga al ser humano una propiedad que, por naturaleza, por ley universal, no es parte de su ―nuestro― sistema: inmutabilidad. Lo inmutable es aquello que no puede ser cambiado ni alterado. El constante cambio es fundamental para el funcionamiento de la vida. O, poniéndolo en otro término, me refiero al movimiento.
Heráclito dijo que nadie puede bañarse dos veces en el mismo río, o, en otra versión, que ningún hombre (entiéndase hombre como ser humano) puede cruzar el mismo río dos veces, «porque ni el agua ni el hombre son los mismos.»
De acuerdo a Aristóteles, solo existe una pieza en el engranaje del cosmos que carece de esta particularidad, del constante cambio: el primer motor inmóvil. Aquel o aquello que puso en marcha «la rueda» de la existencia. Fuera de esta sustancia o entidad estática ―lo que dio el primer empujón―, todo lo demás en el universo está en constante movimiento: la tela del espacio-tiempo se expande ―y quizás en algún momento se contraiga―, las galaxias giran, la luz viaja, los planetas rotan, los soles generan energía, las plantas crecen, el mar tira y afloja, los seres humanos― bueno, se entiende el punto. Años después, Santo Tomás de Aquino utilizó el argumento de Aristóteles como prueba de la existencia de Dios, pero eso no es algo que nos incumba ahora mismo.
Lo inmóvil, lo inmutable, es lo divino ―y hasta el dios judeocristiano sufre cambios de personalidad entre el Viejo y el Nuevo Testamento.
A pesar de que, de acuerdo al filósofo, solo existe una pieza estática en el juego, internet parece no opinar lo mismo, o no comprender la complejidad de la mente humana y sus transformaciones. Las ideas, por supuesto, también viven sometidas a esta ley universal del cambio. Lo que piensas hoy, puede que no lo pienses mañana, y en lo que creíste hace diez años, puede no ser en lo que creas ahora.
Me serviré de otro ejemplo de la antigüedad para ilustrar mi punto, arriesgándome a, a partir de aquí, estar cometiendo una falacia: la Paradoja de Teseo. ¿Cuando a un objeto se le reemplazan algunas o todas sus partes, sigue siendo el mismo?
Esta leyenda cuenta que los atenienses conservaron el barco de Teseo hasta los tiempos de Demetrio de Falero, cambiando las partes que se dañaban por otras de madera mucho más resistente. Y así, con el paso de los años, el barco… ¿Dejó de ser el mismo o continuaba siendo la nave en la que Teseo navegó los mares? Depende de a quién le preguntes. Algunos podrían decir que, en esencia, es la misma cosa; otros argumentarán que la identidad del navío se encontraba en sus tablas, pues las reemplazadas no son las que flotaron en el mar salado.
A lo largo de la historia, ha surgido este mismo cuestionamiento con otros ejemplos. Yo pretendo, con esto, acercarme a la cultura de la cancelación.
Internet ―creo que ya lo he mencionado en varias ocasiones― es un maravilloso terror. Por un lado, le ofrece a las personas la posibilidad de romper, de cierto modo, sus limitantes espaciales y temporales. Por otro, nos hace sentir que nuestra opinión es importante y que vale lo mismo que la de los demás. Déjame decirte algo: que tengas acceso a la web no hace que tu opinión valga más o valga menos. Hay otros factores que entran en juego, como la especialización en ciertos temas, los códigos de conducta con los que fuiste educado o educada y bla, bla, bla.
La «democratización» de la opinión es absurda y, a la vez, una bendición. Como dirían comúnmente, no es la herramienta, sino el cómo se usa. Con la popularización de las opiniones y calificaciones ―por ejemplo IMdB y la posibilidad de que el público califique películas, o GoodReads y su sistema para que lectores le den tantas estrellas a un libro―, todas las personas se han convertido en críticos y críticas. O lo que es peor, a todos y todas se nos han otorgado un mazo y un hacha, para que juguemos a ser jueces y verdugos, como si de verdad tuviéramos la capacidad de juzgar a los otros ―he aquí la ironía en esta entrada del blog.
Las palabras tienen poder y usarlas sin responsabilidad es terrible. Como dice esa canción de The Oh Hellos, “There will come a poet/ Whose weapon is his word/ He will slay you with his tongue, o lei o lai o lord.” Pero no, no estoy diciendo que cada persona capaz de tuitear sea poeta, pero sí tiene la capacidad latente de «asesinarte con su lengua.»
Muchas veces, puede resultar impredecible el comportamiento de una tenencia. Un tuit cualquiera puede ser retuiteado un millón de ocasiones y cuando te lo topas, podrás preguntarte qué hizo que se viralizara si solo habla de pizza con o sin piña. Relatable content, supongo yo ―o un absurdo escapa de la realidad, pues nuestra vida se ha vuelto una parodia de actos físicos y digitales. Lo más básico y mundano suele resonar en la mente de todos nosotros. Entonces, la «masa digital» se hace presente. Y esa misma «masa digital» es la que toma el valor irracional para dar su aprobación o desaprobación, muchas veces no solicitada, sobre un tema cualquiera ―te has de haber enterado de lo que sucedió con la película Mignonnes.
Entra a Twitter y ve qué está en tendencia. Muy posiblemente te topes con que están cancelando a alguien nuevo el día de hoy, o que se están quejando de una nueva Lady o un nuevo Lord, o que tal película no expresa los ideales de cierto sector de la sociedad, o que esa palabra está mal empleada, o que ese nuevo término del que no tenías idea, deberías haberlo incluído en― a lo que sigue.
Puede que estas denuncias sean legítimas y que internet se esté usando como una herramienta para hacer un cambio positivo en la sociedad ―aunque en realidad, tuitear algo no te hace un héroe; deja de lado el complejo y la serotonina que te ofrece el sentir que hiciste algo bueno por el mundo al retuitear esto o aquello.
Nadie puede negar que, por ejemplo, compartir mil veces la imagen de una persona desaparecida o de un imbécil que se propasó con alguna chica, realmente puede lograr algo; que el cántico de mujeres que claman por justicia porque las están matando, es algo que debe ser escuchado. Tenemos muchos ejemplos de «historias de éxito» en lo que a la cultura de la cancelación se refiere. Ocasiones justificadas. Denuncias reales; campañas que merecen resonar en cada rincón de este sitio maldito que es la web.
Este es el lado positivo de la herramienta, donde viven quienes saben blandirla con lógica.
Sin embargo, también somos unos reverendos ignorantes al momento de ponernos manos a la obra y traer al presente los errores del pasado de alguien a quien ni siquiera conocemos, o a la hora de defender con fe ciega a un ser humano que bien podría ser la peor escoria del planeta.
En internet, aparentemente, el tiempo no pasa.
Cuando no ves ni hablas con una persona durante un periodo prolongado, digamos, años, su imagen permanece inalterada en tu mente. «Le gustaba escuchar música punk, las paletas de fresa y vestir de morado.» Nuestra mente es una perfecta cápsula del tiempo; aunque cambia, le es muy difícil aceptar la transformación ―puede que esto sea una generalización caprichosa por mi parte. El día en que vuelves a toparte cara a cara con ese ser humano que permaneció inmutable en tu mente y descubres que ahora detesta el punk, prefiere la mora azul y que su color favorito es el rojo, hay un cortocircuito. A mí me han echado en cara cosas así. «Antes eras tal, y te gustaba hacer cual.» Es cierto. Antes. Cambiamos. En este sentido, aludiendo a Schrödinger, el barco de Teseo es y no es el mismo.
Lo que aplica con los gustos, también podríamos aplicarlo a los errores.
Me usaré de ejemplo. Como muchas personas de mi generación, crecí con ciertos estereotipos que tuve que ir deshaciendo con los años, al conocer nuevas personas y formas de ver el mundo. No culpo a las personas que me los enseñaron, ni el entorno en el que estábamos ―con orgullo puedo decir que me he criado en una familia bastante abierta que no me educó con una mente cerrada ni me impuso ideas viejas y ridículas; siempre me han dado la opción de elegir y apoyarme en mis decisiones, por más contrarias que sean a lo que ellos creen―; a veces, podemos ser víctimas de las circunstancias. Aquí es donde Jean-Jacques Rousseau vendría a decirnos que el hombre nace bueno y que es la sociedad la que lo corrompe, lo que nos hace pensar en la sociedad como un ente independiente de los seres humanos ―y, de cierto modo, lo es; la sociedad es una «masa» con sus propias ideas y comportamientos.
Me he reído con y he contado chistes machistas, lo mismo que racistas y que ofenden a una o varias religiones. Me he dejado llevar por estereotipos relacionados a la nacionalidad o sexualidad de las personas, así como también he sido culpable de mil y un faltas por las que, si tuviera presencia en internet o si mis amigos fueran otros, merecería ser cancelado y azotado con los látigos virtuales de todos aquellos jueces y verdugos que se toman su «trabajo» demasiado en serio.
¿O lo merecería?
El otro día hablaba con mi mejor amigo sobre la terrible huella que dejamos en internet y que, actualmente, tenemos que cuidar todo lo que decimos. No sé si en algunas de mis cuentas de Twitter haya algo con lo que se me pueda acusar de xenófobo, racista o machista. Quizá en el registro de las mentes de algunas personas sí que haya pruebas. Sin embargo, si puedo mirar hacia atrás y aceptar esas cosas como errores, significa que la ley inmutable del universo ha actuado sobre mí: he aprendido y he cambiado. Esta es una fabulosa cualidad humana que la «masa digital», en su ira, olvida que existe. O tal vez no y solo lo hace a propósito.
Una voz sola puede no ser importante, a menos que se encuentre en una cueva donde haga eco. En una ciudad, puede pasar desapercibida. Pero cuando más voces se unen a la primera, el ruido comienza y se gesta una verdad. A fin de cuentas, ¿qué es la verdad? Es solo un convenio social. La mayoría dicta qué está bien y qué está mal, qué es cierto y qué no, y a eso lo llamamos verdades y leyes.
Me gusta usar el ejemplo de daltonismo: si de pronto, más de la mitad de la población mundial se volviera daltónica, este padecimiento y los colores que se perciben a través de él comenzarían a ser la verdad.
Hace años, las brujas existían, y era imposible volar por el cielo. Hace años, se consideraba que la mujer era inferior al hombre y esto se tomaba como una verdad. Lo mismo sucedía con las personas negras o cualquiera que no fuera blanco. Todavía podemos ver remanentes de estas ideas, cánones de su tiempo, en nuestros días. Ya no son verdad. Sin embargo, la sociedad en algún momento decidió que lo eran, así como también lo era casarse a una edad que ahora escandalizaría a cualquiera, y otro sinfín de doctrinas que el día de hoy parecen propias de una distopía porque la mayoría ya no está de acuerdo con ellas ―ni deberían o no deberían estarlo, solo se trata de evolución.
Así pasa con cada aspecto de la existencia del ser humano, inclusive con el lenguaje. Ha cambiado y ahora, ponerle tilde a «sólo» ya no es correcto. Y quizás algún día, se agregue al español un género neutro, si la mayoría llega al acuerdo de que es lo necesario y lo transforman en una nueva verdad.
Pero, me estoy yendo por las ramas.
Cuando varias voces se juntan para crear una verdad, es allí donde llega el problema, porque puede que esa verdad sea una simple irracionalidad producto de la ira de un colectivo, que ignora el paso del tiempo como un factor relevante.
Este argumento se ha usado en muchas ocasiones y lamento si ya te cansaste de él ―si tienes algún argumento en contra, me encantará leerlo en los comentarios―: contextualización de los hechos. Durante la Edad Media, la caza de brujas era algo habitual, celebrado y deseado. La gente verdaderamente creía en la existencia de estos seres y solían atribuir estas cualidades a las mujeres que se salían de las reglas establecidas. Ahora mismo, lo vemos como un acto espantoso. Y desde mis ojos del siglo XXI, por supuesto, lo era. Pero, ¿cómo habría sido si me hubiera encontrado allí? Por supuesto, no habría tenido la mentalidad que tengo ahora. Quizá hasta habría formado parte de la muchedumbre que se acercaba a mirar y a gritar.
Muchas de las cosas producidas en los 90’s y principios de los 2000, son juzgadas con ojos contemporáneos: recuerda que ya han pasado, al menos, dos décadas. «Eso está mal por esto y por aquello», «Oh, no, ese chiste. Cancelen a la persona y arruinen su carrera.» ¿Lo peor? Que esta cultura tiene memoria de la generación a la que pertenece. ¿Tú te puedes acordar de aquello por lo que «luchaste» con tu valiente comentario en el 2018? Si sí, me pongo de pie y te aplaudo. Las «causas justas» ―entiéndase con esto las nimiedades por las que internet suele debatir― tienen fecha de caducidad. Con esta sociedad de la inmediatez, todo va y viene, movido por los hilos de los intereses colectivos. Trabajamos bajo los dobles estándares de la conveniencia.
Del pasado se aprende, y si se mira hacia atrás y se aceptan los errores, significa que ya no podemos cruzar el mismo río, porque este ha cambiado y nosotros, nosotras, también.
¿A qué voy con esto? Que si te vas a enojar porque en el 2000, 2005 o 2007 alguien hizo un chiste indebido o un comentario fuera de lugar y quieres destruir toda su vida por ello, desde mi punto de vista, te falta perspectiva. Esto mismo aplica al querer defender a una persona que cometió una falta ―dañando a una o más personas― y que, por tal o cual razón, sabemos que podría volver a cometerla.
Por ejemplo, James Gunn. A pesar de toda la campaña que se hizo contra él, Disney lo despidió y un año después, lo contrató de nuevo. Ayer (23 de agosto del 2020), muchas personas aplaudieron su trabajo en The Suicide Squad ―mientras que otras todavía señalan sus errores del 2008 y del 2010. Quiero llegar a que el James Gunn de esos años probablemente sea un idiota, y también a que ahora, 10 años más tarde, el hombre haya tenido oportunidad de reflexionar sobre las estupideces que dijo o que escribió, en un tiempo donde la comedia y actitud no eran tan escrupulosas. ¿Eso lo convierte en un horrible ser humano que merece ser enviado a todos los infiernos de todas las religiones? No. Pero, hasta donde sabemos, sus faltas fueron pequeñas. Comentarios aislados. Puede remendar sus fallos. Explora tu mente y dime cuántos pensamientos negativos has tenido. No eres ningún santo ―nadie lo es; yo tampoco.
Sin embargo, personas como Harvey Weinstein, por poner otro ejemplo, jamás merecerán perdón ni clemencia. Y en ejemplos más pequeños, hay quienes defienden sin razón a personalidades solo porque les agradan. Katy Perry fue acusada de acoso sexual por el actor de uno de sus videos y por una presentadora y, ¿quién sigue hablando de ello? Cuando el fanatismo de algunos se antepone a la justicia, ¿cuál es el punto? Seguimos creando verdades a conveniencia ―no digo que Kary Perry sea culpable ni inocente, solo la uso como ejemplo por la cantidad de seguidores capaces de defenderla.
Con lo anterior, sobre James Gunn, no quiero decir que los errores no deban ser señalados. Adelante. Hazlo; trae a la luz el pasado y prueba a los demás ―y si puedes, pruébate también a ti mismo, a ti misma. Lo que quiero decir es que tras acusar a alguien por una falta corregible, escuches lo que tiene que decir, y averigua si sigue pensando como antes. ¿Volvería a decir lo que dijo, a compartir lo que compartió? En consecuencia, el castigo debe ser igual al crimen, y algunos crímenes no son tan terribles como queremos hacerlos ver. Si a ti te sucediera, ¿te gustaría tener la oportunidad de decir que eres una persona distinta? A veces, esta oportunidad es negada, por la apabullante violencia de internet.
Entonces, tras años de obtener nuevas ideas, de reflexionar, ¿el barco de Teseo sigue siendo el mismo? Lo es y no lo es. No puede cambiar lo que fue, pero ahora tiene piezas nuevas que lo ayudan a navegar mejor.
Si tú puedes mirar hacia atrás y no encontrar ninguna actitud de la que te arrepientas, existe la posibilidad de que, uno: sigas teniendo comportamientos desagradables que no has podido superar; o, dos, que la mentalidad que tenías hace diez, quince años, estaba adelantada a su época y encaja perfectamente con los ideales del 2020, uno de los años más problemáticos y liberadores, repleto de opiniones contrarias y luchas de facciones digitales compuestas por personas que luego de cancelar a alguien o dar una opinión que no contribuye absolutamente en nada, que solo es una queja absurda, apagan la computadora o dejan de lado el celular y vuelven a sus vidas, donde, quizá, no están haciendo nada más por nadie más.
Espero no haber dejado cabos sueltos ni una interpretación errónea en el texto. Esto no es un ataque contra la cancelación ni contra la opinión, sino contra la fe ciega de una masa iracunda que parece no conocer que todo está en constante cambio, y que solo quiere sentir que hace algo por los demás sin que esa sea la solución. Tampoco quiero que parezca que justifico actos terribles: hay cosas que no importa si se hicieron hace quince, veinte o treinta años, jamás tendrán perdón. El ser humano es capaz de muchas atrocidades imperdonables.
Y, quién sabe, puede que yo, en uno, dos, cinco o diez años, lea esto y me dé cuenta de cuán equivocado estaba. Solo el tiempo lo dirá.
Las cacerías de brujas no han terminado. Aquí dentro, en internet, las personas siguen clamando por ese espectáculo.
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El Librero: After Dark
«Perfil de una gran ciudad. Captamos esta imagen desde las alturas, a través de los ojos de un ave nocturna que vuela muy alto».
Durante mucho tiempo, me molestaba la idea de que las personas usaran marcatextos o pluma en las páginas de sus libros y lo decía abiertamente. Con el paso de los años, aprendí que cada quien puede tratarlos como mejor le parezca y le haga feliz.
Solo una vez me he atrevido a usar bolígrafo en un libro y fue con El Príncipe de la Noche de Darren Shan. En la página final, anoté una frase que, en ese entonces, consideré el error más grave del personaje principal de la saga. Me pareció una idea genial y quise repetirlo en otros textos. Por suerte, no lo hice. Usar alguna tinta permanente sobre cualquier edición impresa me sigue pareciendo algo incorrecto; sin embargo, ya no voy por la vida diciéndoles a los demás lo que deben hacer.
A veces, al iniciar un libro, tomo un lápiz y escribo en la última página el lugar y la fecha en la que estoy introduciéndome a ese mundo. Al terminar, vuelvo y anoto dónde lo acabe y qué día. Eso no lo hice con After Dark.
Haruki Murakami (村上 春樹) es un escritor y traductor de 71 años nacido en Kioto, Japón, en 1949. Según sus propias palabras, no le importan los premios literarios, pero me permitiré mencionar que comenzó su carrera gracias a que se ganó el Premio Gunzo a Mejor Nuevo Escritor y debido a que fue nominado al Akutagawa con Escucha la Canción del Viento (風の歌を聴け). Esta obra cimentó las bases de la Trilogía de la Rata, compuesta, además, por Pinball 1973 (1973年のピンボール), La Caza del Carnero Salvaje (羊をめぐる冒険) y por Baila, Baila, Baila (ダンス・ダンス・ダンス) ―quizá mi libro favorito de este escritor, que pelea por el puesto con Tokio Blues. Sé que son 4 obras, pero Baila, Baila, Baila no se considera, como tal, parte de la Trilogía, aunque el personaje principal sea el mismo y comparta locaciones ―como el Hotel Delfín― con los otros tres.
Como dije en la entrada pasada, es ahora cuando hablo sobre el Akutagawa, uno de los galardones literarios más prestigiosos de todo Japón. Tiene este nombre debido al aclamado escritor japonés Ryūnosuke Akutagawa. Este premio se ofrece dos veces al año y solo se le da a los mejores escritores noveles o que apenas se encuentran en desarrollo. Cuando alguien gana, además del prestigio, se lleva un reloj de bolsillo y un millón de yenes. Murakami y este premio tienen una larga historia de… rivalidad. Durante mucho tiempo, todos se preguntaron el porqué este gran escritor no se lo había llevado. Ahora, al ser reconocido mundialmente, ya no puede aspirar a él. Al menos, todavía le queda el Nobel.
Cabe mencionar que Haruki Murakami inició su aventura en la escritura gracias a un partido de béisbol. De pronto, estando allí, sintió que tenía que hacer un libro; le llegó como una revelación repentina. En esta época, el escritor regentaba su propio bar de jazz ―ah, el jazz; siempre encontrarás este género musical en sus novelas― y era durante las madrugadas que se dedicaba a trabajar en Escucha la Canción del Viento. No tenía ninguna pretensión más allá de sacar las palabras de dentro de su mente.
Primero, comenzó escribiendo en japonés y al acabar el primer borrador, no se sintió satisfecho, por lo que decidió volver a intentarlo, pero esta ocasión, en inglés. Quedó feliz con lo que tenía, así que lo tradujo a su idioma natal y fue así que encontró su voz, una que muchos críticos del País del Sol Naciente tachan de ser poco japonesa.
La fama internacional de Murakami llegó con su novela Tokio Blues: Norwegian Wood (ノルウェイの森). Esta historia le permitió viajar fuera de Japón y trabajar mucho más en calma, sin la presión que ejercían sobre él los críticos de su nación.
Si te interesa saber más sobre su vida, te recomiendo leer De qué hablo cuando hablo de escribir. También te recomendaría De qué hablo cuando hablo de correr, sin embargo, no lo he leído ―Murakami es corredor desde los 33 años, algo que hace para mantener su cuerpo activo y en equilibrio con su mente; sin un cuerpo sano, no podrá escribir, algo que explica a través de una metáfora con el dolor de muelas.
Mi aventura con el surrealismo de Murakami comenzó con 1Q84. Lo empecé a leer en la universidad y, bueno, todavía no lo termino. En esos años, cuando un libro de verdad no me gustaba, lo dejaba a la mitad. Supongo que no estaba listo para este escritor.
Pero, bueno, ya habrá tiempo para hablar sobre otros de los libros de este autor, pues constituyen más de la mitad de lo que he leído este año ―no pensé que fuera a gustarme tanto. Hoy estamos aquí por After Dark (アフターダーク), novela publicada en 2004 y traducida por Lourdes Porta en la primera edición de Maxi Tusquets Editores México de 2009.
Este fue mi segundo libro del año.
«Cerca de medianoche, Mari se toma un café en un restaurante. En una habitación, Eri se ha sumido en una dulce inconsciencia; el televisor cobra vida y empieza a distinguirse en la pantalla una imagen turbadora. Lo más inquietante: el televisor no está enchufado…»
After Dark nos plantea una noche en el Japón que surge después de las 12:00 AM.
En un texto que solo puedo describir como «cinematográfico» ―en más de una ocasión, el escritor nos sitúa en el POV de una cámara―, Murakami nos cuenta la historia de Mari Asai, quien deambula por las calles y establecimientos de la ciudad porque no quiere estar en casa. A Mari la acompañan, Tetsuya Takahashi, miembro de una banda, Kaoru, la regente de un love hotel y Shirakawa, trabajador de turno nocturno que podría estar implicado en un crimen. Murakami pobla las páginas de After Dark con los arquetipos dueños de la noche.
La canción “Five Spot After Dark” es la que le da nombre a esta novela. Compuesta por Curtis Fuller, esta tonada de jazz es una banda sonora ideal para la narrativa a la que nos guía Haruki Murakami, repleta de los lugares y escenas propias de una ciudad que debería dormir por completo, pero que se mantiene despierta para darle hogar a todos aquellos que no pueden realizar sus labores durante el día.
Por supuesto, el elemento surreal no se puede quedar fuera en esta novela: Eri Asai, hermana mayor de Mari y modelo, es visitada por una entidad misteriosa a través de la pantalla de su televisión desconectada.
¿De dónde proviene esta visión que se presenta entre la estática? ¿Por qué está interesada en Eri? ¿Por qué Mari no quiere volver a casa? ¿Qué otros sucesos se esconden entre las calles y por qué la cámara nos arrastra a tan diversas situaciones? Estas son solo dos de las preguntas que tendremos que resolver a lo largo de este texto con tintes noir. Me permito adelantar que muchas de las respuestas se encuentran ocultas entre líneas.
After Dark continúa con la tradición de Murakami de centrar sus novelas en personajes solitarios que parecen vivir más dentro de sus pensamientos que en el mundo real, cuestionando sus inseguridades hasta alcanzar un punto en el que son capaces de sobrellevarlas y salvarse o ser arrastrados por ellas hacia el otro lado.
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El Librero: El cielo es azul, la tierra blanca
«Un día, de repente, me encontré al maestro en la calle».
Este año le ha pertenecido a los autores japoneses. De los 12 libros que he leído, al menos 9 han sido de escritores del País del Sol Naciente, principalmente Haruki Murakami y Hiromi Kawakami. Espero poder darle la misma atención a Banana Yoshimoto dentro de los 13 libros que todavía me faltan por leer para completar los 25 del año ―y si logro más, qué mejor. Pero, bueno, de ella y de Tsugumi ya hablaré más adelante.
Comencé el año viajando a la Ciudad de México desde Campeche. Durante el vuelo, El Cielo es azul, la tierra blanca fue mi fiel compañero. La narrativa de Kawakami me tomó por sorpresa ―o, al menos, la traducción de Marina Bornas Montaña, ya que no hablo ni leo japonés.
Hiromi Kawakami nació en Tokio en 1958. Esta escritora, crítica y ensayista estudió ciencias naturales y en algún momento de su vida empezó a dar clases de biología. Su carrera como escritora inició en la publicación de ciencia ficción NW-SF. Su primer libro ―una compilación de relatos― llegó en 1994, cuando nuestra autora tenía 36 años, y se tituló 神様 (Kamisama). Tras esta publicación llegó 蛇を踏む (Hebi wo fumi), en 1996, obra que la hizo acreedora del premio Akutagawa (ya hablaré más a detalle del Akutagawa cuando lleguemos a Murakami) y en 2001, ganó el Tanizaki por センセイの鞄 (Sensei no Kaban), libro que nos compete el día de hoy.
Durante su extensa carrera, la escritora de 62 años se ha hecho con varios galardones y ha sido publicada en varios países. Hasta donde sé, su novela más reciente la publicó en 2016 y se titula 大きな鳥にさらわれないよう (Ōkina tori ni sarawarenai yō). Una traducción literal sería No se lo traguen los pájaros grandes.
Recuerdo haber comprado El cielo es azul, la tierra blanca en un Gandhi, quizás a la par que otro texto de Murakami, y haber esperado bastante tiempo para leerlo. Me llamó la atención su portada y las reseñas sobre la autora, así que lo llevé conmigo a casa. He de admitir que soy reacio a comprar libros de los cuales no sé nada, así que suelo dar una revisada a internet antes de atreverme a dedicarle mi tiempo a las palabras de un desconocido.
Aunque, formalmente, comencé El cielo es azul, la tierra blanca el 28 de diciembre del 2019, no fue sino hasta el 1 de enero del 2020 que le presté la atención necesaria, empezándolo nuevamente desde la página uno ―lo terminé el 3 del mismo mes. Vaya que fue una sorpresa, pues saliendo de Tokio Blues, de Murakami, me vi forzado a explorar Japón desde una nueva perspectiva, con una voz mucho más suave, despreocupada y, de cierto modo, alienada. A pesar de que la obra comparte ciertas características que, he descubierto, son inherentes a la literatura japonesa ―como escenas en un bar, donde el personaje principal bebe sake y come calamar―, me enfrenté a un mundo distinto ―como pasa con cualquier autor, por supuesto; pero en ese momento, mi único referente de obras japonesas era el escritor que la misma crítica del país asiático acusa de ser el autor menos nipón que existe.
Este libro es, simple y sencillamente, una historia de amor. Tsukiko Omachi, de treinta años, se enamora de su viejo profesor del instituto, Harutsuna Matsumoto, de setenta. Si quieres encontrar algo más allí, no lo hay ―y con esto me refiero a que no leas este libro buscando una trama acelerada, melodramática y repleta de tintes contemporáneos. Quizá puedas llegar a leer entre líneas para descubrir reflexiones sobre la muerte y el pasado, empero, en esencia, leerás capítulo tras capítulo el lento y natural nacimiento de un romance en una sociedad donde el internet y los celulares todavía no eran la norma ―extraño esos días.
Esta historia es de las que exploran las relaciones humanas, y lo hace de la manera más pura. Aunque no está exenta de conflicto, la historia Kawakami se siente ligera, como cirros flotando a merced del viento; su narrativa cronológica presenta fotografías de momentos relevantes en la evolución de la pareja que conforman el profesor y su ex-alumna. Leer El cielo es azul, la tierra blanca es aventurarse en una novela donde nos enseñan a querer como se hacía hace casi veinte años, donde aprendemos que enamorarse puede ocurrir en cualquier etapa de la vida y donde se nos enseña que siempre tendremos inseguridades, seguiremos dudando y cometiendo errores. Está bien. Todo avanza.
Kawakami nos habla de la cotidianeidad a través de capítulos como «La luna y las pilas» o «Los pollitos» ―con estos títulos, ya te imaginarás qué caminos toma―, donde sus personajes se enfrentan a problemas normales, como el que se les funda un foco, reencontrarse con viejos compañeros, beber de más, ir en una cita, o incluso temas mucho más complicados, como la superación de la pérdida de alguien a quien amaste toda tu vida. Independientemente de lo que hable, Hiromi consigue que sientas interés, siempre y cuando tengas la mente abierta a explorar el día a día.
Cuando digo que Kawakami presenta fotografías de momentos me refiero a la manera en que habla ―en primera persona― los encuentros entre Omachi y Matsumoto. Nos abre la puerta a sus momentos más íntimos, sin que lleguemos a profundizar demasiado en, por ejemplo, todos sus temores, vicios y demonios. Nos convierte en observadores discretos; bien podríamos estar presenciando esta historia desde la ventana de una casa de té.
Si tuviera que plantear el escenario ideal para leer este libro, sería en un día de lluvia fina, con las gotas como única pista de fondo. Tendría una ventana cerca, a través de la cual podría ver el cielo y sus nubes grises ―entre las cuales se dejaría ver el sol―; sentiría el aroma a húmedo que impregna el mundo y la brisa fresca soplando sin prisa. ¿Demasiado melancólico? Tal vez. Es así como este libro me hizo sentir.
Si necesito un espacio tranquilo al cual viajar, sé que puedo contar con Omachi.
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Detonantes, libros y metas
Luego escribir mi entrada anterior, aquella sobre la mente, una amiga me comentó que, de no ser por la pandemia y el cuidado que se tiene actualmente con la limpieza, no habría logrado comprender lo que sentí. Si estás tomando las medidas necesarias, como lavarte las manos seguido y durante al menos 30 segundos, usar cubrebocas, cambiarte de ropa luego de haberte sentado en lugares públicos ―esto puede que solo sea cosa mía― o alejarte a una distancia mínima de un metro y medio de las demás personas, entonces estás viviendo una versión racional de aquello que expliqué ―con sus agregados y sus disminuciones.
Cuando tuve mi entrevista para ingresar a la universidad, sentí la necesidad de admitir que, en ese entonces, vivía con una tremenda aversión hacia los gérmenes. Recuerdo estar en la oficina de la entrevistadora y decirle algo similar a: «Ahora que salga, iré a lavarme las manos, porque toqué esta hoja que usted también tocó». No tengo idea de cómo se lo tomó, pero sí recuerdo pensar que ese sería motivo suficiente para que me negaran la entrada a la carrera.
Con la situación actual del país ―no digo del mundo, porque otros lugares fueron mucho más precavidos y ya se están recuperando; mientras que, por el contrario, otros tantos se encuentran peor―, me siento con una pequeña ventaja, a la vez que siento como si el entorno quisiera empujarme de nuevo a esa época ―previa al trastorno delirante―, poniéndome detonantes en el camino.
Esta entrada no viene a ser nada en específico. Solo tenía ganas de contar algo.
¿A ti cómo te está yendo con la pandemia? Espero que bien. Ojalá estés sano o sana y te encuentres aprovechando el tiempo de la manera que mejor te haga sentir.
Para mí, ha sido un lento retorno a la escritura ―lo cual considero una victoria― y un todavía más lento descenso en la lectura, iniciando en junio. Terminar La historia interminable de Michael Ende me llevó un mes. Del 29 de junio al 20 de julio. No es un mal libro. Es tremendamente imaginativo, vívido y motivante. Sin embargo, detesté al protagonista y eso me hizo ir a un paso lentísimo. Pensé que me recuperaría al retornar a obras fuera de lo que suelo leer ―fantasía o, recientemente, algo que podemos clasificar como realismo mágico―, así que mi siguiente libro fue Tsugumi de Banana Yoshimoto, del 20 al 25 de julio. Y desde el 25 de julio he estado «leyendo» Algo que brilla como el mar de Hiromi Kawakami. La verdad es que solo llevo 34 páginas.
He considerado comenzar a escribir sobre los libros que he leído este año. Hacerles un apartado en el blog y hablar largo y tendido sobre qué me parecieron. Quizá desde una perspectiva académica, con lo que recuerdo de mis clases, o solo como un fan hablando de las cosas que le gustan. ¿Podría encontrar un punto medio? Tal vez.
¿Te has puesto alguna meta a alcanzar antes de que tengamos que salir de nuevo al mundo? A la normalidad. «Normal» es definido por la RAE como aquello «Habitual u ordinario» y considerando que esto de la pandemia ya lleva unos cuantos meses, es natural que ya podamos llamarle normalidad. Detesto el término «nueva normalidad». No tengo un motivo sólido. Solo me suena ridículo.
Bueno, en lo que estaba. ¿Tienes alguna meta? ¿Un proyecto? No es que sean necesarios, solo que últimamente he visto cómo un sinfín de amigos y conocidos se han volcado en la redes sociales para compartir lo que hacen. Tienen un podcast o dan talleres, le hablan a la cámara sin parar o… Bien, supongo que captas la idea. También debes haberlo notado.
Es bueno, ¿no? Tener algo en que ocupar el tiempo. Las redes sociales son un magnífico canal para encontrar personas a las que les guste lo que haces, lo compartan y te descubran a la vez que te descubres. Aunque, como todo, también tienen sus partes negativas, como la cultura de la cancelación, que se ha convertido más en una broma que en un movimiento real que ayude a las personas. Tiene sentido. En realidad, el problema no es la herramienta en sí, sino quien la sostiene y el uso que le da.
Últimamente, siento como si los días se movieran más rápido. Ya estamos en agosto. Ni siquiera sé cuántos meses lleva esto. Aunque lo intente, no logro recordar cuándo fue que se nos prohibió salir. No sé cuál fue la última película que vi en el cine ni el último restaurante que visité. Siendo como soy, el posible que no vuelva a lugares así hasta dentro de mucho, mucho tiempo, incluso si nos dicen que ya es seguro hacerlo.
En esta ocasión, me gustaría cerrar esta entrada con las cosas que me han hecho feliz últimamente o los descubrimiento de la semana.
Me he visto envuelto en una lucha contra la racionalización del lenguaje. Cuando escribo, dejo que las palabras fluyan y pocas veces hago un análisis extenso antes de publicarlas. Sin embargo, desde que le pedí a Nicole ―la hermana de mi mejor amigo― que me ayudara a revisar un texto y me hiciera notar la existencia del queísmo y del dequeísmo, le dedico mucho más tiempo a la revisión de los textos. Llevo unos cuantos días con el segundo capítulo de Otoño, la Estación Adecuada y eso me hace sentir mucho más responsable con lo que creo. Jamás me han gustado los procesos; soy alguien que prefiere la inmediatez. Así soy con las fotos, los textos y, cuando lo hacía, así era con los dibujos. Dedicarle más esfuerzo se siente bien.
Bastille lanzó una nueva canción titulada “WHAT YOU GONNA DO???”.
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Comencé a ver la nueva temporada de The Umbrella Academy y desde la primera noté cuánto detesto su corrección de color. No sé qué encuentran de atractivo en lo que le hacen a la imagen. Sin embargo, es bueno ver a los Hargreeves de vuelta. Si te gustan los superhéroes y no has visto esa serie, quizá pueda agradarte.
Volví a ver Julie & Julia. Es una película agradable para una tarde. La recomiendo con un 8/10.
Me enteré de que la editora de Patrick Rothfuss no ha leído ni una sola palabra del tercer libro. Qué mal. Somos muchas personas quienes lo esperamos, pero lo más seguro es que valga la pena. Siento que Rothfuss se presiona demasiado y que siente que mientras más tiempo pase, los fans esperarán algo más y más sorprendente. ¿Quizá le da miedo no cumplir las expectativas? Ni las nuestras ni, por supuesto, las suyas, que son las que realmente importan.
Y… poco más.
Esta es la entrada de hoy. ¿A ti qué te hizo feliz esta semana? ¿Qué planes tienes? ¿Algún detonante, libro o meta?
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La Mente
Alguna vez lo expliqué: la mente está compuesta por distintos callejones y edificios, avenidas y parques. En la mente, hay una infinidad de biomas que se entrelazan y construyen el mundo que habitamos. Allí dentro, vivimos nosotros.
Por supuesto, en estos paisajes, también ocurren desastres. También habitan monstruos.
El trastorno delirante «es un trastorno psicótico que se caracteriza por la presencia de una o más ideas delirantes sin que se produzca otra patología significativa.» Dicho de otra forma, se presentan ideas improbables. Como dice la Alicia de Burton, se pueden pensar en seis imposibilidades antes del desayuno. «Las falsas creencias pueden ser cosas comunes que podrían ocurrir (como ser engañado por el cónyuge) o cosas improbables (como que a una persona le extirpen órganos internos sin dejar cicatriz).» Cuando una persona es víctima de este padecimiento, tiende a estar segura de que uno de sus delirios se hará realidad, aunque le muestren mil y un pruebas de lo contrario. Una persona con trastorno delirante puede continuar funcionando de manera normal en sus actividades, siempre y cuando no se vea directamente involucrada con aquello que causa el delirio. ¿Cómo lo sé? Bueno, es bastante sencillo. Hablo desde la experiencia.
¿Cómo es una persona con el trastorno delirante?
- Son personas con una idea o creencia muy persistente que influyen de forma muy directa en su vida cotidiana.
- Normalmente, la actividad laboral y social de quienes sufren este trastorno no se ven afectadas, salvo que las ideas delirantes guarden relación con alguna de estas actividades o según el tipo de delirio. No obstante, la mayoría de las personas que sufren este trastorno desarrollan un estado de ánimo irritable, incluso pueden llegar a tener comportamientos violentos.
- Son muy reservados y guardan un cierto secretismo a la hora de hablar sobre su delirio.
- Son personas, en muchas ocasiones con ideas incoherentes y desorganizadas, pero con pleno sentido para ellos.
Yo estaba en la universidad, en mi último año. Aparentemente, mientras me encontraba allí, todo era normal. Asistía a mis clases sin contratiempos, cumplía con mis tareas, veía a mis amigos. En cuanto salía, era que todo se trastornaba: sentía la imperiosa necesidad de quitarme la ropa que había llevado puesta, de no tocar mi mochila durante todo el día ni nada de mi casa hasta que me hubiera bañado. Dividí mis prendas entre la que usaba para la universidad y la que usaba para otras actividades cotidianas; vivía dos vidas. Incluso, en el último semestre, llegué a tener dos celulares. Uno que solo usaba con mis compañeros de la escuela y otro que mantenía personal, para las personas que no estaban relacionadas con la universidad. Todos los objetos que utilizaba en la escuela estaban, por decirlo de alguna manera, embrujados, y cualquiera que pisara el recinto también absorbía parte de aquella aura. En mi mente, aquel embrujo flotaba en el aire. Lo respiraba. Se impregnaba en mí. En cualquier superficie, no importaba el material, no importaba si estaba vivo o no.
No sé si es fácil de entender, pero te pondré un ejemplo: vienes de la calle y te ensuciaste. Tienes lodo por todas partes. Sin darte cuenta, te sientas en una silla y la manchas de lodo. Nadie más puede verlo, solo tú. Por el resto del tiempo, evitas esa silla. Tu familia no sabe por qué. Tú no les dices. Pasas menos tiempo fuera de tu cuarto, porque cosas de toda la casa están manchadas con aquel lodo. Cada que sales y visitas el lugar donde el lodo emana, te vuelves a ensuciar. Para tocar la puerta de la casa, tienes que ingeniártelas; si no te queda de otra, la tomas y después sales y la limpias. Te bañas varias veces al día. Te lavas las manos con obsesión, hasta lastimarte. El mundo a tu alrededor está sucio y no puedes evitar que los demás se sienten allí o toquen eso porque, eres consciente, el lodo solo está en tu cabeza. ¿O no? ¿Podría hacerle daño a alguien más? Evitas abrazar a las personas hasta haberte cambiado. Te alejas. Detestas. Nadie lo comprende; las explicaciones no salen de tu boca. Todo porque tienes miedo del lodo, del lugar de donde viene y de quien, en tu mente, puede estarlo causando. Porque, por supuesto, hay uno o varios causantes. Quizá tú no les pases por la mente, pero ellos a ti sí. Y los evitas. Y verlos te arruina el día; sientes ansiedad y terror e ira. Y crees que en cualquier momento te van a lastimar o a alguien que quieres. Aunque no estén allí. Encontrarán la manera. Tal vez a través del lodo, por eso quieres limpiarlo.
Creo que ahora lo entiendes mejor.
¿Cuándo supe que tenía que tratarlo? Cuando comenzó a impedirme realizar actividades de manera normal. Estar en la escuela me aterraba. Vigilaba cada paso. Cada cosa que hacía, tenía que realizarla de manera mecánica y especial; no podía dejar ningún rastro de mí en ningún salón o banca. Creo que alguna vez me corté y sangré. Estaba aterrado de que esa sangre pudiera ser usada de alguna manera. Ya no podía vivir así. Eso no era vida.
Visité a un terapeuta y le conté por qué estaba allí. Al menos, uno de los motivos. Llevaría tiempo para que pudiera hablar de lo que de verdad sucedía dentro de mi cabeza: para que pudiera decirle que todo lo que tenía que ver con la universidad, lo había metido varias bolsas de plástico (ropa, libros, mochilas, regalos de mis amigos) y lo había encerrado en mi armario; pasaría tiempo hasta que pudiera decirle que tenía que desinfectar cada área que había tenido contacto con algo de mi escuela. Pasaría tiempo hasta que pudiera explicarle claramente qué desastres naturales azotaban las costas de mi imaginación. Por supuesto, aquel momento no llegó. No se lo conté. En lo que a él respectó, yo había entrado en un proceso de despersonalización. Eso tratamos durante algunas sesiones, hasta que de él también desaparecí. De hecho, intentó que escribiera sobre ello, sobre lo que me sucedía, para que fuera más fácil entenderlo. No me atreví. Ponerlo en papel era darle fuerza, hacerlo tangible; si a penas podía hacer mención vaga de lo que sentía, ¿cómo podría darle forma con algo que me importaba tanto, algo como las palabras?
Lamento que llevara tanto tiempo. Por fin lo hago.
Resulta natural que al graduarme, cortara toda comunicación con mis compañeros; no era su culpa, pero no podían saber el porqué hacía lo que hacía. Corté de tajo aquel lazo que me había mantenido atado; apagué el teléfono que ellos tenían, cambié de redes sociales y de correo. Desaparecí de sus vidas, para que ellos desaparecieran de la mía. ¿Los extrañaba? No en ese momento, porque ellos también estaban embrujados. Aunque no lo sabían. No tenían que saberlo. Eran parte del extenso sistema de aquel lodo, de aquel embrujo, de aquel polen, de aquella densa neblina pegajosa que no se iría jamás. Al descartar todo aquel mundo, creí que estaría mejor. Era lo que había esperado durante largos meses. Lo siento.
Me fui de la ciudad una vez. Luego volví. Mi rutina se convirtió en despertar, dibujar, alimentarme, ver series y dibujar. Repetí esto día, tras día, tras día. Y nadie entendía el porqué. Los dibujos se volvieron mi manera de comunicarle al mundo lo que sentía: en ellos sí podía explicar, de cierta manera, cómo los terrores escalaban las montañas de mi mente para infectarlo todo.
Al no tener la universidad como catalizador de mis delirios (que, en realidad, el lugar no tenía la culpa; solo era lo que había tenido a la mano), otros recipientes se llenaron del embrujo: nombres que no podía pronunciar (esto ya estaba presente desde el inicio), memorias que no podía recordar y más objetos que era incapaz de tocar. Todo se iba añadiendo. A veces, volteaba a mi armario, a donde sabía que todo estaba guardado. Eventualmente, tendría que enfrentarme a ello. Mientras tanto, cada trazo sufría, cada acción que realizaba estaba condicionada. Cada que leía. Cada que veía algo. No podía compartir con el mundo lo que hacía, porque temía que fuera a ser usado en mi contra. Me volví un ente cautivo de sí mismo, para sí mismo.
Cuando por fin decidí que la solución racional era alejarme de la ciudad, tuve que empacar, enfrentarme a lo que había dentro del armario. Para tratar las cosas que habían estado en la universidad, me vestí con la ropa que había llevado allí. Quizá usé guantes. Tiré cuanto pude. Solo conservé lo que tenía un valor sentimental mucho más poderoso que los delirios. Y eso, aun así, lo enterré en cajas bajo otros objetos. Mi plan era no volver a tocarlos jamás.
Dejé la ciudad y en ella, todo lo que me daba miedo. En lo que a mí concernía, de ahora en adelante estaría bien. Empero, ¿puedes escapar de los terrores arraigados en tu mente? Dentro de la cabeza de todos nosotros existe un bosque. Uno profundo y terrible; es oscuro, repleto de criaturas sin forma y sin sentido. En el centro de este bosque, hay un árbol; este árbol es enorme y, aunque está seco, sigue creciendo. Sus raíces se extienden por debajo de la tierra fértil, marchitándola; erosionan las calles pavimentadas, irrumpen en las casas, consumen toda el agua. Este árbol no puede ser eliminado, pero su curso sí se puede cambiar. Sus raíces pueden ser enviadas mucho, muy lejos. O enterradas tan profundamente que les tome demasiado tiempo y esfuerzo volver a la superficie.
¿Me ayudó mudarme? Sí, y no. En mi mente, las personas que quería y amaba ahora estaban seguras, conmigo lejos de allí. Pero, la tela del universo es extensa y nos une a todos. De algún modo, los causantes podrían saber lo que pensaba, aunque hubiera huído. Ni siquiera allí estaba al margen de los sucesos que tenían lugar en lugares invisibles.
Con el tiempo, dibujar también se volvió un castigo. Ya no podía hacerlo sin pensar que algo malo le sucedería a alguien, así que lo dejé. No leía. No dibujaba. Y a veces, en el trabajo, tenía que empezar las cosas desde el principio porque, de algún modo, estaban contaminadas. Borraba y rehacía. Borraba y rehacía. Dentro de mi cabeza, tenía sentido. Estaba protegiéndome. En cuanto una idea llegaba, lo que había estado haciendo en aquel momento se impregnaba de ello. Era como una palabra en negritas. Era imposible no verla. Era diferente. Estaba sucia y ensuciaría lo que viniera a continuación. O peor, causaría algún desastre.
En algún momento, aprendí que hablar en voz alta me tranquilizaba. Acallaba a las ideas que pululaban en mi consciencia. Solo tenía que gritar «¡Ya!» o «¡Basta, Kevin!» para que las aguas dejaran de agitarse con violencia. Me repetía que podía controlarme. Funcionó un tiempo, hasta que mi mente aprendió a evadir también aquel sistema. Uno de los dos tenía que ser más fuerte: ella o yo.
Conforme pasó el tiempo, encontré un nuevo sujeto que se volvió el origen de mis delirios. Estaba seguro de que me odiaba. Mantuve mi distancia, pero también tenía miedo. Me asustaba caminar solo por las calles, algo que hacía a menudo. No podía evitarlo. Por suerte, mi jefe y yo nos hicimos más cercanos. Él se volvió, de algún modo, un protector. Él y un compañero. A ambos les debo más de lo que pueden llegar a entender. Me acompañaron durante un proceso que desconocían.
Durante este período, tomar fotografías se volvió mi terapia. Aunque tenía que borrar algunas porque «se contaminaban», a veces me quedaba con cosas buenas. Cosas buenas que mi mente buscaba la manera de malograr. Era como si tener algo bueno para mí fuera a traerle desgracia a los demás. Imagina que tienes una galleta, pero al morderla, el cielo se abrirá y un rayo le caerá a alguien. ¿Suena ridículo? Para mí, en ese entonces, tenía sentido. Quizá no con este ejemplo, pero con unos igual de locos.
Mi mente está llena de historias fantásticas. De héroes, de mitos, de maldiciones, de monstruos. ¿Es acaso por mi imaginación activa que caí presa de este vórtice? Me lo llegué a preguntar y me dije que si tenía que abandonar mi imaginación por sanidad, prefería que la oscuridad me consumiera. No es de extrañarse que estos días se me dificulte dormir porque temo de los fantasmas.
Antes, todo lo que hacía era escribir. ¿Cuándo lo dejé? Cuando se presentó el primer síntoma. Un día, dejé mi mochila abierta. O quizá no. No importa. Lo crucial es que al volver al salón, estaba abierta. Allí guardaba mis cuadernos con historias. Creí que alguien los había leído, que usaría mis ideas. Dejé de creer en mí y en lo que hacía. Ya no tenía sentido. Alguien más estaba trabajando en lo que yo. ¿Tenía sentido? No. Claro que no. Pero hasta consideré ir a revisar las cámaras para saber quién había entrado. Sería inútil, de todos modos. Supongo que allí debí haberlo notado. Esto fue antes de mudarme, antes del lodo. Fue un primer atisbo de lo que llegaría.
Volviendo a cuando me mudé: Mi mente comenzó a ganarme terreno. Lo gracioso es que mi mente era, soy yo. ¿Podía controlarla? Ese fue el primer momento en el que tomé consciencia de lo que sucedía. Era yo quien me estaba atormentando. Me hablaba a mí. Me gritaba a mí.
Por cierto, en esta temporada, viví solo. Bueno, más o menos. Adopté a un perrito. En alguna ocasión llegué a ser violento con él y me arrepiento. Tengo poca paciencia para las criaturas sin razonamiento, y más cuando son pequeñas. Él me acompañó y no me dejó. En ese tiempo, a pesar de vivir en una casa poco amueblada y con mucho eco, le tenía más miedo a lo que había dentro de mí que a lo que podía habitar en cualquier rincón de soledad. Mi peor enemigo ya se había presentado, y tenía mi nombre, y estaba en donde no podía alcanzarlo.
Durante un tiempo, todo continuó igual. Mi mente susurrándome cosas, temiendo por mí y por los demás. Los delirios de persecusión estaban allí; volteaba a cada esquina. Estaba lejos del peligro que me había detonado todo, pero había encontrado uno nuevo. Creo que el punto de inflexión llegó el día que golpeé la pared: estaba solo, en mi cuarto, acostado. No podía con mi mente, así que grité. Grité tan fuerte que me dolió la garganta, a la vez que golpeaba la pared con mi puño. Quizá lloré. Tras aquel incidente, supe que podía o levantarme o caer, caer y caer hasta perderme y llegar a la alternativa final, fuera cual fuera. El suicidio, claro, no era una opción. Sabía que no podía continuar viviendo así, pero quería continuar respirando. Como dice esa canción de Vampire Weekend, “I don’t wanna live like this, but I don’t wanna die” (No quiero vivir así, pero no quiero morir). Tomé las riendas de mi mundo.
Me llevó tiempo, claro. No fue de la noche a la mañana, pero lo logré. Primero, visité los perfiles de redes sociales de mis compañeros de la universidad. Antes, al hacerlo, tenía que limpiar mi celular con alcohol, pues creía que eso eliminaba lo que sea que dejaba. Después, llamé a algunos de ellos, luego de meses de que no supieran qué había pasado conmigo. Recuerdo que alguien me dijo que sabía que no había muerto porque su prima le contó que estaba bien. Me resultó muy gracioso. Cuando llamé a una amiga desde el número que ella jamás había tenido y le recordé que no debía responder a números de extraños, lo primero que hizo fue felicitarme por mi cumpleaños, que había sido hacía más de tres meses. Así, me fui reconectando. Fui limpiando las calles de mi ciudad interna, los valles, los mares. Y por suerte, había personas esperando por mí, que habían sido pacientes. No les había puesto una prueba; jamás haría algo así. Solo habían decidido aguardar. Se los agradezco de todo corazón.
He de decir que algunas personas intentaron contactarme durante este tiempo, encontrándome de maneras insólitas. No les respondía. Prefería que fuera así.
Llegó Navidad y pude felicitar a aquellos con quienes había restablecido comunicación. En Año Nuevo, lo pude hacer otra vez. Podía dominar a mi mente. En parte, me ayudaba entender que no importaba lo que hiciera, todos estábamos conectados. Todos somos átomos, todos somos polvo estelar. Todos somos lo mismo y nunca estamos separados.
Tras un mes, respondí mensajes de personas que intentaban llegar a mí. Jamás les expliqué mi ausencia, al menos no hasta ahora, si es que se topan con este texto. ¿Qué más puedo decir? Si era o es trastorno delirante, no lo sé. No he vuelto a hablarlo con un especialista. Si todavía me quedé con algunas costumbres de aquella época, como decir palabras en voz alta para acallar a mi mente, o si los terrores aún vienen a mí en mis momentos de mayor debilidad, esa es historia para otro día. Pero, como dije, el árbol no se puede eliminar. Se le puede enterrar, se le puede limitar. Sin embargo, es parte mía, así como el tuyo es parte tuya.
A principios de febrero (yo me fui en agosto), volví a la ciudad. Vi a amigos que había dejado de ver. Visité mi universidad y, adivina, ¡ya no estaba embrujada! (jamás lo estuvo). Tuve algo de miedo, de toparme con la vasija en la que había depositado mis delirios. En las varias. Me sobrepuse. Entendí que no importaba. Que el universo era extenso y todo lo demás, intrascendente. También entendí que contaba con el amor de las personas y que eso me ayudaría.
No sé si algunas personas se ofenderán por lo que encontrarán aquí. Otras, quizá, se sorprendan. En verdad, me da igual. Hablar sobre la salud mental es algo que comencé a tomarme muy en serio desde que tuve que enfrentarme a esta situación, que sé que podría estar esperando latente para surgir de nuevo, en la misma forma o con una completamente nueva. Si comparto esta historia es para que aprendamos a comprender: una vez, cuando intenté explicarle a alguien qué me sucedía, me dijo que no era el centro del universo. Que las personas tienen sus propios problemas. Tiene sentido. Es verdad. Empero, me dolió. En mi mente, aquello daba igual. Eso no detendría a nada ni a nadie. Actualmente, no la culpo. Yo no le expliqué y, además, no todos pueden tratar con la irracionalidad. Por eso existen especialistas.
Si escribo esto es para que los demás entiendan, entendamos, que no todo se resuelve de manera tan sencilla. Que las cicatrices quedan. Que las palabras curan, pero también hieren. Y que la mente no conoce de límites, pero que podemos enseñarle cuándo y dónde explorar.
Jamás minimices a alguien que pase por un momento difícil dentro de sí. Quizá yo preferí alejarme de pasos funestos. Comprendí que quería seguir andando y crear y explicar y disfrutar. Sin embargo, para otros, puede ser demasiado. Puede que sea más sencillo dejarlo atrás, silenciarlo de manera definitiva.
Escucha. Intenta entender. Ofrece tu mano y entiende también que no todo lo podrás manejar tú, ni esa persona, y que los abrazos no son la cura más eficaz. No siempre.
Y si tú pasas por algo similar, aquí estoy. Si bien no te entiendo del todo, hemos caminado por senderos similares. No estás solo, no estás sola. Quizá mi caso no era tan terrible si lo pude reducir de un ruido terrible a oleadas de ondas que van y vienen. Quién sabe. No te confíes.
Lo que hay en tu mente te pertenece a ti y a nadie más. Eso que temes eres tú. Eso que temes puedes dominarlo. Esos monstruos son una extensión de ti. Y si tú no puedes enfrentarlos, no está mal buscar ayuda, si es eso lo que deseas.
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De los Inicios de las Cosas
Hola. Hace tiempo que no me paso por aquí. El miércoles pasado se cumplieron dos meses. Si no me había asomado por el blog, en parte es porque no tenía nada que decir. De pronto, me venían a la mente títulos e ideas, pero no terminaban de germinar. Las semillas siguen allí. Puede que en este mes, o en el siguiente, o dentro de un año, decida retomarlas. Mientras eso sucede, hay otras palabras que compartir. Hoy quiero hablar de los inicios de las cosas. De las raíces.
Todos tenemos nuestras raíces creativas en algún lado. Comenzamos, quizá, en un foro de internet hace diez años, o en una cafetería a la que nos gustaba ir a dibujar. Quizá tomaste tu primera fotografía con una cámara de objetivo fijo que no tenía opciones manuales y, ahora, años después, ante las infinitas posibilidades, te encuentras a la deriva. Miras hacia todos lados y no sabes a dónde quieres ir. Hablo de manera creativa, pero si te sirve aplicarlo a otros aspectos de la vida, adelante: quizás antes sabías lo que querías estudiar o dónde querías trabajar y ahora pareciera que tu mente ya no está tan segura. Para estos casos, considero que una buena opción es volver al inicio de las cosas, a las raíces. Me usaré como ejemplo.
Yo comencé escribiendo en una comunidad de Pokémon hace más de diez años. Su nombre era Poké Espectáculos. En ese entonces, las Wikis no eran parte de Fandom, y no eran nada muy sofisticado. Ni siquiera recuerdo cómo llegué allí. Solo sé que un día entré, había un chat y personas creando historias de Pokémon, por lo que supe que aquel era el lugar donde quería estar. Creé una cuenta y averigüé lo que tenía que hacer. Por supuesto, todo lo que allí se hacía estaba relacionado con el videojuego japonés de encapsular monstruos. Poco a poco fui integrándome a la comunidad y, siendo una persona que a veces se sentía fuera de lugar en la secundaria, Poké Espectáculos se transformó en un nuevo mundo donde podía dejar volar mi imaginación. Allí aprendí sobre CSS, sobre creación de sprites y programas de edición de imágenes. Conocí a personas increíbles y pasé por momentos muy vergonzosos. Me gustaría haber conservado algunos de los amigos que allí hice.
Un día, uno de los usuarios nos presentó Wattpad. En ese entonces, Wattpad no era la gran cosa. Una plataforma mucho menos conocida que Fanfiction, en la que las personas con algo de imaginación podían ir a volcar sus historias. En mi mente, yo ya comenzaba a desarrollar mil y un ideas de lo que quería contar, así que no lo dudé y me registré en Wattpad, que se volvió otro sitio seguro para mí. De hecho, gracias a esa plataforma pude desenvolverme más como redactor y, claro, allí conocí a una de las personas que más aprecio en esta existencia. De mis años en Wattpad sí conservo más de una amistad.
El tiempo pasó y abandoné ambas plataformas. Es inevitable. Los cambios llegan. Las prioridades cambian. Sin embargo, no olvido que fue en internet y en comunidades pequeñas, donde comencé a escribir porque sí, lo que me gustaba y como me gustaba. Si a los demás les agradaba, era un extra. Escribía aunque solo hubiera una persona siguiendo mis historias. Y, de cierto modo, es por eso que sigo con este blog. Mientras allá afuera todavía exista alguien leyendo mis palabras, las seguiré compartiendo. Quizás ese alguien único eres tú. Quizá no escriba ya para nadie más. Entonces, esta es mi misiva para ti.
¿Algunas vez te has planteado tus orígenes? Volver la vista no siempre es malo. Volver a tomar esa primera cámara, llena de limitaciones, que abren tu mente a un sinfín de nuevas ideas, o volver a esa cafetería que te ayudó a hacer ese primer dibujo, no suena como una mala idea, ¿no lo crees? Al menos, si como yo, te encuentras en una deriva creativa.
Ya que tengo este blog, he decidido expandirlo. Volver, de cierto modo, a mis raíces. No Poké Espectáculos o Wattpad, sino algo más ínitmo. Al libro de recortes que unos cuantos leen. En el menú del blog he añadido dos secciones nuevas: Lo Que Nos Conforma y Otoño, la Estación Indicada. Estas son dos historias que he tenido revoloteando en mi mente desde hace tiempo, que exploran la misma historia de un personaje, en distintas etapas de su vida. Una parte de mí deseaba que fueran historias más realistas que lo que suelo escribir, pero… bueno, creo que a fin de cuentas, los mismos protagonistas fueron quienes me guiaron, como narrador, hacia el mundo que ellos prefirieron.
Y… Nada más quería venir a contar esto. A hablar de esta nueva etapa en mi pequeño proyecto y, espero, motivarte a que intentes volver atrás y descubrir lo que eres capaz de hacer ahora, con todo lo que has aprendido. Pienso en personas específicas y en cosas que he visto de ellos, de hace años: quizá antes hacías cortometrajes con tus amigos. Solo porque eran felices haciéndolos, sin más pretensión que pasarla bien. Es posible que hace tiempo, te gustara fotografiar todo lo que te rodeaba y no solo lo que considerabas artístico y bello ante ciertos cánones. Tal vez antes te permitías disfrutarlo más.
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Obsesiones
Todos tenemos una. Una obsesión. Puede carcomernos hasta la médula y tomar lo mejor de nosotros. Un día, mis obsesiones me llevaron a la puerta de lo que creí que era un problema mayor. Quizá lo sea y todavía está por desarrollarse.
Una de mis mayores obsesiones era la originalidad. Quería encontrar el hilo negro y que todo lo que hiciera, fuera Sirio en el cielo oscuro: el punto brillante al que todos dirigen su mirada. ¿Qué creador no quiere eso, en algún momento de su vida? Creas, creamos para compartirlo con el mundo. Alguien alguna vez me dijo que si sacas las ideas de tu mente, es para mostrarlas. Si no, las dejarías allí. En varias ocasiones me han refutado este argumento, que yo he tomado como un credo. Siempre he creado por y para los demás. Por supuesto que tengo una necesidad que satisfacer, sin embargo, quiero que los demás vean lo que hago. Por eso tengo un blog. Por eso estás leyendo estas palabras ahora mismo.
Durante mucho tiempo, Karla, a quien aún considero mi mejor amiga, fue la única que me ayudó a cargar este peso. Me daba la mano cada que la sombra densa de la incertidumbre se cernía sobre mi pequeño ser. Es algo que le agradezco de todo corazón; he sido muy ingrato con ella.
Comencé a escribir en la secundaria. La historia se llamaba Strawberries and Cream, en honor a una de mis series favoritas, The Mentalist. La trama era sencilla: un chico con una doble personalidad que no sabía que era un asesino que, en cada una de sus escenas del crimen, dejaba una mariposa de origami. Aprendí a hacer mariposas de origami por eso. Ahora ya no recuerdo los pasos a seguir. Ni de las mariposas ni de la escritura.
Mi siguiente historia llegó en el género de la fantasía. Strawberries and Cream no fue terminada. Ni siquiera recuerdo que hubiera más de un capítulo. Circus llegó luego de que leyera Cirque Du Freak, de Darren Shan. Comenzaron a gustarme mucho los circos. El espectáculo en general. Circus era la historia de este chico, James, quien escapa de casa para unirse a un espectáculo itinerante donde encuentra personas capaces de hacer cosas extraordinarias. Elyse, la chica que era capaz de crear fuego. Y otros. No recuerdo más personajes además de James, Elyse y quizá por allí había una bruja. Creo que James tenía una mejor amiga.
Circus era publicada en Wattpad, por ahí del año 2011. Todavía hay tres capítulos disponibles, de los 31 originales. Alcanzó 46 mil lecturas y en los últimos capítulos, tenía al menos unos cuantos seguidores que la leían cada que se actualizaba —muchos menos, por supuesto, que cuando comencé. La historia termina con la muerte de Elyse a manos de su padre, el dueño del circo. Con James volviendo a su vida cotidiana, o escapando; con su mejor amigo persiguiéndolo y una serie de desventuras típicas de una novela para jóvenes adultos.
En los tiempos de Circus quise escribir El Héroe del Infierno. Esta historia comenzó cuando leí una escena de Demonata, también de Darren Shan. Había un niño sentado en una mesa larga, con otro hombre junto a él. Eso me cautivó. El décimo segundo libro de esa saga lleva por nombre Hell’s Heroes. En realidad, no fui nada sutil al proclamar de dónde venía mi inspiración.
El Héroe del Infierno me sobrepasó. En parte, fue lo que me hizo dejar de escribir.
Terminé el primer borrador con casi 300 páginas, luego de mucho tiempo invertido. El día que lo acabé, estaba sentado en un jardín, bajo un árbol, con la notebook en las piernas y un sentimiento de satisfacción que rara vez he vuelto a sentir. Ni siquiera graduarme de la universidad me hizo sentir tan valioso como terminar mi primera historia propiamente dicha. Circus había sido una progresión de ideas compartida con el mundo. El Héroe del Infierno la había escrito solo para mí —y para Karla, por supuesto.
Una vez terminado El Héroe del Infierno, venía la parte de reescritura. Una noche, cerré la laptop y me fui a dormir. Al día siguiente, no pude abrir el documento. Intenté recuperarlo por todos los medios posibles, pero fue inútil. Estaba triste. Mucho. Decidí que no volvería a escribir en un tiempo.
Cuando volví a darle la oportunidad a El Héroe del Infierno, y quise escribirlo desde cero, había aprendido unas cuantas cosas sobre narrativa. Había consumido muchas más historias y, de algún modo, sentía que estaba listo para aferrarme a un estilo. No lo estaba, claro.
Narrado de este modo, suena muy sencillo. No lo fue. Durante todo este proceso, pasé por muchos altibajos. Más de una vez me sentí destruido al encontrar historias similares a la mía, o al darme cuenta que lo único que hacía era tomar ideas que me gustaban y juntarlas en un collage que consideraba una historia original. El título de mi mayor logro era la traducción de otro título; la escena que había inspirado toda la historia era algo que había leído en otro lado; incluso mis personajes favoritos de la reescritura eran, son algo que me gustó de Sword Art Online y que quería contar a mí manera. Por supuesto que no plagiaba, sino que tomaba algo que me gustaba y le daba mi visión. Algo así como te dicen en Roba como un artista. Robar de una persona es plagio. De varias, es inspiración.
Llegó el momento de reescribir El Héroe del Infierno sin nada más que lo que recordaba. Mi fantasía urbana fue dividida en cinco arcos argumentales, y comencé por el medio, porque no estaba listo para enfrentarme una vez más al inicio de la historia. Este arco se llamaba Siete Rosarios, y sería precedido por Hojas Hermanas y Ciudad de Esencias y Espíritus. Sería sucedido por otros dos títulos, uno de ellos, El Héroe del Infierno, en honor al nombre original de la historia.
El día que acabé Siete Rosarios, con más de 300 páginas, quizá 400 si lo ponía en un formato común, me volví a sentir tremendamente satisfecho. Incluso, en la escena clímax, me di el permiso de llorar. Me había enamorado de mis personajes y hacer lo que hice con ellos… Bueno, hice lo que tenía que hacer. Así como Dumbledore con Harry, los había criado para ser cerdos para el matadero.
Me sentía muy bien. El libro estaría compuesto de cinco parte y una sola de ellas ya eran más de 300 páginas.
Fue entonces cuando el peso de El Nombre del Viento cayó sobre mí. No había leído nada igual. Era una novela fantástica, con un personaje principal lleno de defectos. Eso me encantaba. Cuando miré Siete Rosarios, y me encontré con mi personaje principal, Samuel, al menos podía estar satisfecho con él en ese sentido: no era perfecto. Era irracional, cometía errores, se dejaba engañar. Sin embargo, no estaba conforme con mi mundo. No era ni un ápice tan grandioso con el de Rothfuss. Entonces comencé a cambiar la historia. La incliné más hacia el lado de la fantasía épica, relegando a la fantasía urbana. La deformé tanto que, entonces, me di cuenta de lo que estaba haciendo: solo estaba agregando más ingredientes a una sopa que si bien no era perfecta, al menos no necesitaba nada extra. Pero ya estaba hecho. No podía volver al principio. La idea de la transformación ya estaba allí.
Solo hay una persona capaz de hacerme cambiar completamente de parecer sobre algo, creativamente hablando, y ese es Kobeh, mi mejor amigo. Si a él no le gusta algo que hago, tiendo a tomármelo muy en serio. Para mí, él es un erudito de la narración.
En mayo, comencé algo que supuestamente sería una serie de relatos en mi cuenta de Instagram, inspirados por el primer capítulo de una historia que comencé hace tiempo. Publiqué el primer capítulo y cuando tuve el segundo, se lo enseñé a Kobeh. Me dio su opinión y decidí no ponerle más atención a esa historia. Sus correcciones son buenas. Me abrieron los ojos al proceso mecánico que había comenzado; a lo oxidado que estoy; a que ya olvidé cómo hacer mariposas de papel. Ahí está otra de mis obsesiones: tiene que ser perfecto. Confío demasiado en esa cosa que se supone que tengo, un talento, y a veces siendo que es más grandioso de lo que en realidad es. Lo veo a través de una lupa. A veces espero algo que sé que no llegará. Todo necesita perfeccionarse.
Ese mismo día, también decidí dejar de tomar tan en serio a Kobeh. Es observador, es minucioso, y cuando comenta, intenta hacerlo únicamente sobre lo técnico. Sin embargo, también sé que tiene sus deslices. Siempre tomaré en cuenta su opinión, porque lo respeto como creador; así como también impondré lo que quiero por sobre lo que es correcto. Como cuando escribíamos guiones juntos.
Luego del fiasco de Siete Rosarios me dije que quizá era momento de dejarlo, por las buenas. Que la escritura no era para mí. Luego me topé con otra historia; con algo que parecía adaptarse más a una visión de mi mundo. Mi obsesión con el secretismo y la paranoia me llevaron a abandonarla, pues creía que alguien más la estaba escribiendo. Y esa fue la gota que derramó el vaso. Desde entonces, no he escrito nada que sienta que vale la pena. Nada que quiera mostrar. Quiero darle a las personas algo perfecto. Tal cosa no existe.
Un ser imperfecto no puede crear algo perfecto.
Luego de mi separación con la escritura, intenté llenar el vacío con la fotografía y con la cinematografía. A la gente le gustó lo que hacía. Me decían que era bueno, que lo soy. Yo solo suelo agradecer y continuar mi camino. Pueden llamarlo humildad o cualquier cosa. Nunca sé cómo responder a los halagos, porque no siento que los merezca.
La fotografía, en un inicio, se me hizo fácil. Mucho más sencilla que la escritura. Podía obtener el resultado en un clic. En unos segundos, tenía mi producto hecho. No necesitaba meses de estar sentado frente a la computadora, noches desvelado, para tener algo con lo cual sentirme satisfecho.
Luego descubrí que la fotografía, como toda actividad creativa, requiere que se le trate con respeto y cuidado. Es, como diría Rothfuss sobre la música, una amante celosa.
¿Si tuviera que elegir entre la fotografía, el video, el dibujo y la escritura, qué elegiría? La escritura. Desde la secundaria, quiero ser escritor. Quiero vivir de las palabras.
Seguro tú también tienes algo de lo que quieres vivir, ¿no es así? ¿Qué es aquello que te mueve en el día a día? Aunque no lo hagas. Algo que anhelas y que te haría feliz si pudieras llevarlo a cabo cada día de tu vida. ¡HAZLO! No importa que ahora no te dediques a ello. El muno no es ideal. Pero da pasos hacia ese objetivo.
Cuando comencé a escribir guiones, mi estilo era muy literario. Ahora me limito a describir con oraciones cortas, tanto en guiones como en cualquier otro texto largo. Perdí, de cierto modo, una chispa que formaba parte de mí.
Cuando escribía, había algo de mí que brillaba, pero que también estaba muy lejos de este mundo. No importa con quien estuviera, mi mente flotaba de vuelta a ese hotel en el que vivía Sam, o al circo donde se encontraba James. Alguna vez le dije a una persona que usaba la escritura para escapar y que si ya no lo hacía, era porque quizá, por fin, había encontrado la manera de sentirme a gusto en el mundo.
No hay que equivocarnos. Cualquier creador crea porque siente una inconformidad hacia algo. Sus creaciones son su medio de escape. Son su grito guerra.
Juan Rulfo dejó de escribir el día que sintió que ya no tenía nada más que decirle al mundo.
Mis obsesiones comenzaron con la originalidad, porque sentía, quizá sabía, que cacería de ella. O quizá solo estaba buscando algo con lo que me sintiera identificado; todavía lo hago. Todo creador comienza imitando. Tomamos los estilos que más nos convencen y con el tiempo, los transformamos, los adaptamos y de ahí sale algo que es aparentemente nuevo, pero que en realidad solo es una mezcla de colores. Puedes hacer una genealogía de cualquier creador a quien admires: todos y todas ellas, a su vez, imitaban y admiraban a alguien.
¿A dónde pretendo llegar con todo esto? A que ahora acepto lo que me gusta, y lo que me inspira. No me obsesiona crear un color nuevo, porque no es el caso. Escribir no se trata de la novedad; ni la fotografía, ni la música, ni ninguna de esas disciplinas. Esto se trata de tomar lo que sientes, sean esas emociones crudas o esa necesidad, y ponerlas en un molde: un lienzo o páginas, la pauta musical o una prenda. Esto se hace porque así lo sientes. No importa nada más. Un estilo vendrá. A Neil Gaiman se le ha acusado de no ser original; de solo tomar historias ya existentes y adaptarlas. Si es cierto o no, no importa. Lo disfrutamos.
Hace poco, Kobeh me compartió un reto mensual, que consistía en dibujar un escenario distinto cada día. Se me ocurrió que mi personaje sería esta chica, que un día descubre que se está desvaneciendo, porque ella es un sueño y su soñador está despertando. Ella desea encontrarlo para agradecerle por haberla soñado, y emprende una aventura para conocerlo. Mientras dibujaba a la chica, me detuve y pensé si mi historia no era similar a El Fin del Mundo y un Despiadado País de las Maravillas de Haruki Murakami. Murakami es el escritor que, actualmente, más leo. Repasé mentalmente la historia del escritor japonés: la similitud se hallaba en el mundo de los sueños, y en el despertar. No pensaba en Murakami cuando se me ocurrió la chica: en realidad, solo pensaba en cuánto me gusta el estilo del videojuego Gris, en cuan etéreo se siente. Imaginé a la chica desvaneciéndose y mi concepción del mundo de los sueños y, bueno, esto nació. Acepté que me gustaba, y que quería hacerlo. Que se lo debía a ella —no espero que entiendas de quién hablo. Me sentí liberado.
Ahora, llegados a este punto, puede que te estés diciendo: Bueno, este solo vino a decirme que ha copiado mucho de lo que hace. Sí. Supongo que sí. En parte se trata de eso. De dejar ver que la originalidad no es más que una obsesión estúpida que alguna vez perseguí. Y en parte esto es una catarsis para mí. Acepto que hay quienes estuvieron antes que yo, y que me toca aprender de ellos, de ellas. Que solo viendo cómo caminaron, seré capaz de abrir mi propio camino.
Esto es, también, una declaración para mí. Y para James y para Elyse. Y para Sam, Ivonne, aquella chica del tejado, la de orejas de elfo y todos los personajes que me acompañaron en El Héroe del Infierno y Siete Rosarios. Esto es una declaración para mis historias inconclusas y para las que vendrán. Una declaración y un agradecimiento. Fueron la prueba, el error y el aprendizaje. Tal vez algún día vuelva a ellos. Tal vez no. Pero ahí estuvieron, están, estarán. Me acompañaron durante mis obsesiones y nacieron de los más incomprensibles lugares. Son todo lo que me gusta y, por lo tanto, son yo.
Esto también es para las personas que me acompañaron más profundamente mientras trabajaba en esas historias: Karla, Natalia H., Kobeh.
Karla jamás dejó que me rindiera. Me motivó. Aún lo sigue haciendo; lamento que no estemos continuando con nuestro taller. Espero pronto podamos retomarlo —y perdón por todas las veces que hice que iniciáramos una historia colaborativa y que eso no nos llevara a nada.
Natalia H., gracias por escuchar atentamente todas las horas de mis palabras sin sentido. Contarte sobre Sam fue lo que me ayudó a darle forma al mundo que alguna vez habitó. Y al que se supone que iba a habitar.
Kobeh, solo tengo una cosa que decir, y espero que sea suficiente: Demonios.
Mis personajes, lo que leo, lo que escribo, lo que veo, son
lo que me conforma.
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Perdiendo el tiempo
Clavas la vista hacia enfrente, mientras el sol de la tarde comienza a bajar en el cielo. El camino de tierra no te resulta conocido. Volteas y la parte que ya has recorrido te es familiar, sin embargo, tu mente no la procesa como correcta. Vuelves la vista hacia el frente y avanzas unos cuantos pasos, arrastrando los pies, enfundados en botas desgastadas, cómodas para cualquier tipo de terreno. A tu izquierda, una amplia llanura que se extiende por kilómetros y kilómetros. El viento de desliza sobre las briznas de hierba de distintas tonalidades. Podrías decir que son verdes, pero esa sencilla palabra no alcanza a contener en sí misma todas las variantes de tonalidad que hay ante tus ojos, danzando al son de la música de la naturaleza, que escuchas con claridad. A la música la acompaña un aroma dulce, fresco, al que ya te habías acostumbrado y que de pronto vuelves a percibir como novedoso.
En esa misma dirección, atisbas una cordillera de picos nevados. El aire allí debe ser distinto, al igual que los colores. En tu mochila llevas el equipo adecuado para subir, si decidieras redireccionar tu rumbo y escalar. ¡Y aunque no lo tuvieras! Seguro que en las cercanías encontrarías una tienda donde comprarlo. Cargas en tus bolsillos el dinero necesario, que, de no tenerlo, te lo podrías ganar en el camino, pues cuentas con más talentos de los que puedes enlistar, aunque quizá no te has dado cuenta de este hecho. Nadie te enseñó que la cualidades moran en el temperamento y en el carácter, y que lo demás es cuestión de práctica y error. Recuerdas que en algún momento, querías volar a las estrellas, pero alguien te dijo que era un sueño tonto.
Te detienes. Miras hacia la derecha. Poco a poco, el terreno desciende, interrumpido por unas elevaciones menores que pronto vuelven a ser bajadas. Continúa y continúa, hasta regularse formando un valle. Al fondo del valle, como no podía ser de otro modo, discurre un río y junto al río, se construyó un poblado. Desde tu posición, luce pequeño. Casitas rústicas de juguete que intentas aplastar entre tu índice y tu pulgar, divirtiéndote con la perspectiva. Atrás no había camino alguno que fuera en esa dirección. Das por hecho que más adelante te encontrarás en una encrucijada, donde una de las bifurcaciones te llevará hacia el pueblo, otra hacia las montañas y una más te permitirá continuar recto, por este rumbo que ahora se siente incorrecto.
Mientras observas el pueblo, te preguntas hacia dónde vas. Eres incapaz de responder a esta pregunta. Sabes que un día tuviste una ruta marcada en un mapa, y que ese mapa lo dejaste atrás, quizás en algún hostal o se lo prestaste a alguien que jamás te lo devolvió. Tal vez tú lo tiraste al linde del camino cuando te cansaste de él. Has tenido varios mapas. Ahora no sabes por qué vas hacia donde vas. ¿Y si trabajas para alguien y ese alguien te ordenó que caminaras en línea recta? Eso explicaría tus bolsillos llenos de dinero, la mochila lista para toda clase de situación, y tu falta de objetivo. Tal vez sea buen momento para conseguirte uno de esos, un objetivo.
El sol continúa bajando por el lado del pueblo, mientras tú te dejas caer en el césped. Primero te sientas, te quitas la mochila y te dejas caer. El cielo se pinta de distintos colores. A cada segundo que pasa, uno se va y es sustituido por otro nuevo, a veces más bello. Al final, todos los colores serán iguales y darán vida a la noche, donde las estrellas serán ahora las protagonistas. Tendrás que acampar, pero no quieres prepararte todavía. Cruzas los brazos tras la cabeza y sigue mirando el avance del tiempo. Te concentras. Por más que lo intentes, no lo detendrás. Te preguntas si, sin ningún objetivo, no estarás desperdiciando tu tiempo. En primer lugar, ¿quién te dijo que deberías tener una meta? No lo sabes. Solo percibes que el mundo que te rodea funciona de esa manera. Que eres un engranaje más de la maquinaria. Una maquinaria que no cumple ninguna función además de moverse para sí misma. A mayor escala, no produce nada. No aporta nada. Es una máquina trabajando en medio de un cuarto blanco, que, a lo mucho, suelta una chispa. Es innegable que la física interviene en la máquina, que genera energía, que la ocupa, que la transforma, pero a un nivel mayor, su funcionamiento no afecta a la habitación, ni al piso, ni al edificio, ni al complejo repleto de otras máquinas iguales. Son rehiletes, girando en el viento porque sí.
Llevas una de tus manos hacia el frente de tu rostro y la observas con atención, girándola frente a ti. Mueves los dedos y percibes tus articulaciones trabajando, tus músculos acomodándose, tus huesos tirando. Hay unas dos manchas, unas uñas mal cortadas, mas no sucias, unos raspones y eso de allí parece la insinuación de una arruga. Ese proceso no se detendrá. Las arrugas llegarán y no se quedarán en tu mano. Se extenderán por tu cuerpo. Todo lo que hoy consideras bello, por ser joven, pasará a ser bello por ser viejo. Ya no podrás recorrer tantas distancias, como lo has hecho en este camino, pero si vives bien, tu recompensa estará dentro de tu cabeza. Aunque poco a poco tu mente también corra el riesgo de deteriorarse. Un día no recordarás tus mejores momentos, o los confundirás. Quizás una mañana despiertes y no recuerdes tu nombre ni dónde estás. La luz de la lámpara junto a ti bañará tu piel de pergamino y tú no querrás levantarte. Escucharás el piar de las aves afuera de tu ventana, si tienes suerte. Si no, escucharás a tus vecinos o automóviles, que en sí mismos, constituyen una parte fascinante del entorno. ¿Por qué en las narraciones, te preguntas, se le suele dar connotación de hermoso a lo natural, pero de triste y vacío a las discusiones matinales, a la música fuerte, al rugido de los motores? Es una generalización, te das cuenta, pero fundamentada.
Entonces, te levantarás y permanecerás al borde de la cama, con los pies acariciando la superficie bajo ellos. Dependiendo de en dónde vivas, estarás o no usando calcetines. Asumiendo que tendrás un lugar tuyo donde vivir. Por ahora, no tienes nada propio. En el futuro en el que sí lo tienes, decides incorporarte por completo, pues sabes que un día, ni siquiera abrirás los ojos.
Abres los ojos. Te dormiste y el cielo ya está lleno de estrellas. Estas noches no se ven en una ciudad, porque las ciudades cuentan con otros atractivos, más al alcance de la mano. Te sientas y arrastras tu mochila hacia ti. La bolsa de dormir la llevas atada a un lado. Como hace frío y tienes los dedos entumecidos, te lleva un rato poder deshacer el nudo. Pero lo consigues. Te retiras las botas y te metes dentro del saco térmico. El frío se acaba. No es la primera vez que duermes así. Que sea lo que tenga que ser.
Te preguntas si has estado usando mal tu tiempo, recorriendo un camino en línea recta, sin rumbo definido. Has conocido personas, has visitado lugares. Has sido feliz. ¿Con qué objetivo? Ninguno en la mira. Has hecho lo que has hecho para justificar el día. Para justificar tu existencia en la maquinaria, y así decirte que estás haciendo lo correcto. ¿Qué te ha costado? No todos los engranajes son iguales. Algunos pasan momentos más difíciles que tú, pues están oxidados. Otros son engrasados con mayor constancia. Es una máquina desigual, y una máquina desigual jamás correrá a todo su potencial.
Sientes hambre y ganas de orinar. Sales de la bolsa de dormir, te alejas un poco y te encargas de una de tus dos necesidades fisiológicas. Vuelves, abres la mochila, te limpias las manos con agua que cargas para ese fin y comes una barrita energética cuando vuelves a meterte al saco. Notas la futilidad de tus acciones, encaminadas al mantenimiento de un cuerpo que se está echando a perder. No importa cuánto ejercicio hagas o no, cuánto medites o cuánto leas. La descomposición llegará de todos modos. Algún día estarás bajo tierra. Algún día serás cenizas. Lo que hay después de eso, si es que hay algo, no lo sabes. Solo conoces este cielo, este césped y este aroma. Te gustan.
Te acomodas de lado y observas el camino que la recorriste, bañado en plateado por la luz de la luna en menguante gibosa. Sonríes. Volteas al lado contrario, a la incertidumbre de lo que queda por recorrer, sin saber cuánto es en kilómetros, días, meses o años. Tu boca es un rictus. Vuelves a estar boca arriba. Cierras los ojos. ¿Estás perdiendo el tiempo?
La respuesta llega, pero te dormiste. A la mañana siguiente, sabrás si continúas recorriendo el camino.
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Cuidando Flores
Cuando conseguí mi 3DS, uno de los primeros juegos que tuve fue Animal Crossing: New Leaf. No sabía nada de él —y si tú tampoco, te lo explicaré de manera sencilla: es un simulador, donde vives tu vida tranquila rodeado de animales humanoides; pescas, capturas insectos, tienes una casa. Jamás había jugado nada de Animal Crossing y, para ser sincero, no le encontré mucho sentido. Estaba acostumbrado a otros ritmos, como los de Pokémon o los de The Legend of Zelda, donde tienes objetivos específicos a cada momento y donde no tienes que esperar tiempo del mundo real para continuar con la aventura.
A la larga, me cansé de New Leaf y lo vendí. Hasta donde recuerdo, no hice mucho en esa entrega.
El 20 de abril se cumple un mes desde la salida de Animal Crossing: New Horizons. Todos parecían muy emocionados por esta siguiente parte de las saga, así que pensé que sería bueno darle una nueva oportunidad. Quizá mi edad o mi mentalidad no me habían permitido disfrutar de Animal Crossing en todo su esplendor.
El día del estreno, lo compré y comencé a jugarlo. No me sorprendió. De hecho, hizo que la sangre me hirviera y que se me saltara una vena de la frente. Era la misma fórmula lenta y tediosa: tener que esperar un día entero para la fabricación de una casa, o a un día determinado de la semana para poder comprar determinado artículo. No me arrepentí de comprarlo, pero comparado con The Legend of Zelda: Breath of the Wild, no parecía tan atractivo.
Comencé a ver más y más videos de las islas de las personas en internet, mientras me preguntaba cómo era posible que fueran tan adelantados. Después descubrí de qué se trata el viaje en el tiempo dentro del juego —básicamente, cambias la fecha de tu consola para que los eventos sucedan antes. Visité las islas de mis amigos y las noté mejores que las mías. Uno de ellos me dijo que la clave era, pues, jugar. La verdad, yo no lo hacía tanto, porque Animal Crossing: New Horizons no despertaba en mí nada, además de las ganas de golpear a Tom Nook.
Ian me enseñó cómo cuidar de las flores dentro del juego, y cómo hacer que se expandan en la isla. La idea me emocionó. Sin embargo, en cuanto me dijo que tardaría una semana para conseguir mi objetivo, me frustré. ¿Por qué tenía que llevarme una semana? ¿No había manera de adelantarlo?
Planté mis flores y empecé a regarlas. Una tarea monótona, que tengo que repetir cada día, a menos que llueva.
La historia se repetía de nuevo.
Al menos, hasta que leí un artículo de Vice titulado “‘Animal Crossing: New Horizons’ Is Not The Game We All Need Right Now”. ¿Por qué llamó mi atención? Porque, al contrario de muchos otros artículos populando en internet, clamando por todo lo alto que este juego es el indicado para la cuarentena, parecía no alabar en lo más mínimo una entrega que no terminaba de satisfacerme. Y Gita Jackson, redactora de la revista, logró sorprenderme.
Gita cuenta cómo en New Leaf, los programadores incluyeron una banca. Si te sentabas en la banca, nada extraordinario sucedía. Solo estaba allí y podías ver el tiempo pasar. Este se convirtió en su lugar favorito dentro del juego, a pesar de que al principio le desesperaba el que no sucediera nada al sentarse. Es comprensible. Gita también habla sobre las «nulas» recompensas una vez que completas el museo o cuando consigues tener una isla de cinco estrellas. Después, a través de varios párrafos, describe New Horizons de esta manera:
«Animal Crossing es una experiencia meditativa, una forma de estar conmigo misma y con mis pensamientos durante unas horas al día [...] La lección que Animal Crossing ha tratado de impartir es que está bien dejar de apresurarse [...] Está bien sentarse en un banco del parque, estar contigo por un momento, solo respirar [...] New Horizons no me pide que haga nada en el juego con urgencia. Después de todo, es una vida en la isla: en la ficción del juego, todos nos mudamos aquí para tomarlo con calma.»
Aprendí algo nuevo: En efecto, a New Horizons no le interesa, en lo más mínimo, lo que yo quiera hacer dentro del juego. Ha establecido sus reglas y yo estoy allí para seguirlas. El juego me da ciertos regalos por la constancia, y es justo eso lo que pretende enseñar.
Hoy, mientras regaba mis flores, lo hice con una actitud diferente. Estoy cuidando de un jardín virtual, sí, pero a fin de cuentas, es mi jardín y será tan bello como yo quiera, dependiendo de la atención que le ponga. Si corro sobre las flores, se rompen, y tengo que esperar para que los pétalos vuelvan a crecer. Si no las riego cada día, no crecerán como deberían, y tardaré más en obtener pequeño espacio colorido. ¿Entonces? Paciencia, y constancia. Como todo en la vida.
Como ya mencioné en la entrada anterior, estos días de encierro he vivido pensando en lo que no hago, en lugar de hacerlo. Junto a mí tengo La Caza del Carnero Salvaje, de Murakami. Si has seguido mi blog, sabrás que leo un libro a la semana. Si voy en buena racha, dos. Con este texto llevo poco más de un mes. Lo comencé el 10 de marzo. Y nada que avanzo. Pienso que debo hacerlo, que me está gustando, que es la conclusión que he esperado desde que leí Baila, Baila, Baila. Muchas respuestas están entre esas páginas, pero no logro tomarlo para seguir la aventura del personaje principal, su novia de orejas bonitas y del Rata. Y me presiono.
Lo mismo con la escritura, o con los VEDAs. Comencé con un VEDA, luego lo cambié a TEDA. Me desmotivé y no he continuado. Estoy oxidado, como una máquina abandonada hace mucho tiempo, que ha sufrido de las inclemencias del clima. Sin embargo, ¿que espero? ¿Que de pronto todo vuelva a funcionar? Sí. Así lo esperaba. No obstante, ahora lo comprendo. Hacen falta dos cosas: paciencia y perseverancia. Quizá es algo que también el tío Iroh intentó enseñar.
Mientras regaba mis flores a lo largo de la isla, medité sobre el proceso creativo. No se trata de escribir un libro rápido, sino de hacerlo bien —algo en lo que Patrick Rothfuss es experto, pues ya lo dice en la dedicatoria de El Nombre del Viento: «Y a mi padre, que me enseñó que si tenía que hacer algo, debía tomarme el tiempo y hacerlo bien»—; no se trata de editar el video lo más veloz, posible, entregarlo y cumplir. Se trata de poner amor en los detalles. No es cuestión de ir a sacar las fotos un día, editarlas y mandarlas. Si harás algo, tómate el tiempo que necesites. Incluso dentro de Nintendo, prefieren entregar un juego tarde a un juego apresurado. Es algo que también aprendí esta semana.
¿Hacer las cosas por hacerlas? ¿Por cumplir un reto de 30 días?
La vida es un proceso.
El mundo es despiadado y competitivo, decía un profesor en una película India que veía a momentos mientras trabajaba en la sala. Sin embargo, no es una carrera. Al menos, no contra los que están allá afuera. Es una carrera contra uno mismo. Somos nosotros quienes nos impulsamos a intentarlo y somos nosotros quienes nos quedamos en el suelo al caer. Somos máquinas que podemos quitarnos el óxido, siempre que tengamos las ganas para querer hacerlo.
La creación se hace de poco en poco. Un granito de arena a la vez. O como solía decir una conocida mía, un ladrillo a la vez. Pero hay que decidirse a poner ese primer ladrillo, luego esa primera línea, para poder continuar hacia arriba. Sin ese primer paso, sin esa primera flor sembrada, no habrá nada que regar.
La vida es ver un atardecer desde una banca, respirando con calma, tomándose el tiempo. Tomándose el tiempo para tu pareja, para tu familia, para tus amigos. Cada uno es un respiro, y a cada respiro hay que ponerle atención. Está bien. Podemos hacer varias cosas a la vez, ¿pero no vale más si le dedicamos atención a cada una? Disfruta de esa canción. De ese beso. De ese abrazo. De ese libro. De esa hoja que cae. De las partes por separado.
La vida es cuidar un jardín y somos nosotros quienes decidiremos qué tan hermosas serán las flores que vamos plantando en él.
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Al menos Alicia
¿Hacer o no hacer? Esta es la pregunta que me he estado haciendo durante mucho tiempo —no solo ahora, en el encierro. Esta interrogante me persigue desde la universidad, época en la que llegué al pico y comencé el descenso de mi creatividad. Desde aquella fatídica etapa, todo ha sido una interminable caída en la que mis ideas no terminan de dejarme satisfecho. Lo que hago, lo hago de manera mecánica. Es como si los procesos de creación se hubieran vuelto una vieja lista de pasos que tengo que seguir al pie de la letra si no quiero arruinar el resultado alquímico de la operación. Y la sigo. Y soy condescendiente. Y los días se suceden bajo esta apatía.
No sin razón me llaman sistemático.
Alicia persiguió al conejo blanco y terminó cayendo, pero al menos Alicia vio un sinfín de fantasías mientras descendía en la incertidumbre. Ojalá yo me esté dirigiendo a un País de las Maravillas, pues si no, solo hay otro destino posible y no me apetece terminar allá, pues dudo que sea como Karla lo pinta.
Hacer implica disciplina y sacrificio. Puedo hacer sacrificios, aunque prefiera evitarlos. Son parte de la existencia. Sin embargo, he demostrado mi falta de carácter para seguir una rutina: en la disciplina yace la complicación, consecuencia de a una razón harto sencilla que llamaremos Carpe Diem. El tiempo se me escapa y no lo aprovecho como querría, a la vez que sí lo hago —al menos el tiempo del que puedo disponer. Pongamos este ejemplo: me encanta leer, lo disfruto como pocas cosas bajo el cielo, pero he pasado mucho tiempo en The Legend of Zelda: Breath of the Wild y en Animal Crossing: New Horizons, dos juegos que también me han hecho feliz. Me ocupan. Me ayudan a imaginar otros mundos. Pero si quiero leer como antes, tengo que reducir el tiempo con esos dos mundos. Y no quiero hacerlo. Me gustaría poder darle tiempo a todo lo que deseo, pero las horas en el día ya no son suficientes y aunque me mantenga despierto hasta las 5 de la mañana —que es lo que he estado haciendo, parte de la enfermedad recientemente generalizada, el Insomnio del Hogar— eso traerá problemas a la larga. Y también tengo que ocuparme de otros asuntos del mundo adulto, que me reclama como suyo.
Leo la contradicción en el párrafo anterior: para llevar a cabo una disciplina cuando no se quiere, se requiere un sacrificio. Y si no me molesta hacerlos, ¿dónde está el problema?
No hacer conlleva solo una falta hacia mí mismo, al menos en el caso de los hobbies. Inicié VEDA (Vlog Every Day in April) el día de ayer y ni siquiera sé qué tantas ganas tengo de continuarlo; el día de hoy, miércoles 8 de abril, tengo de qué hablar, más no las ganas suficientes como para compartirlo. El fallar este reto no afectaría a nadie, solo a mí. Sería el tercer intento fallido, algo que solo yo sé. ¿Qué más da?, podríamos preguntar. Nada cambia en el mundo. Ninguna estrella detendrá su ciclo de destrucción, ni las plagas invadirán el mundo, ni las Puertas de la Verdad se romperán en esquirlas. Son fallos personales. Una carrera contra uno mismo. No hacer conlleva la caída de una ficha a la que posiblemente otras fichas segui rán.
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El Fin del Mundo
Desde que nací, el Fin del Mundo tendría que haber llegado en 18 ocasiones, más o menos.
En 1997, la secta Heaven’s Gate predijo que un cometa acabaría con el planeta. Muchos miembros del culto se suicidaron. Dos años después, Charles Berlitz dijo que la Tierra llegaría a su fatídico final el 8 de mayo de 1999. Varios grupos religiosos apoyaron esta idea e, incluso, algunos esperaron en la Sierra Nevada de Santa María a que una nave extraterrestre llegara para salvarlos.
Por supuesto, el mundo tendría que haberse acabado el 1 de enero del año 2000: las computadoras de todo el planeta fallarían, causando catástrofes de proporciones nucleares. El 17 de marzo de ese mismo año, Joseph Kibweteere organizó una fiesta del Fin del Mundo, donde inmoló a 778 personas. El 5 de mayo, Richard Noone afirmó que la alineación de varios planetas del sistema solar causaría la destrucción de nuestro hogar gracias al aumento de hielo en el polo sur.
El Dr. Malachi Z. York, autodenominado la encarnación de Dios y procedente del planeta Rizq, dijo que el Fin del Mundo llegaría el 5 de mayo del 2003. Tres años después, el 6 de junio del 2006, el planeta tendría que haberse acabado debido a la coincidencia de tres números seis en la fecha.
Basándose en un cálculo bíblico, Thomas Chase dijo que la Tierra se acabaría en agosto del 2007. En 2011, Harold Camping aseguró que el 21 de mayo, Dios vendría al planeta para llevarse a sus elegidos, un 3 % de la población total de los seres humanos. En ese mismo año y gracias a interpretaciones erróneas del calendario maya, el Fin del Mundo tendría que haberse dado el 21 de diciembre.
El 13 de marzo del 2013, y según la Profecía de los Papas de San Malaquías, el mundo acabaría con la llegada del 112º papa, Pedro II, el Papa Negro. En el 2014, History Channel anunció que, según los vikingos, nuestro último día sería el 22 de febrero. En el 2016, el 6 de junio, volvió a repetirse el triple seis.
El numerólogo cristiano David Meade aseguró que el planeta Nibiru chocaría contra la tierra tras una alineación de todos los astros del sistema solar. En 2018, David Meade volvió a intentarlo con el planeta Nibiru, que aparecería el 23 de abril.
El más reciente Fin del Mundo se tuvo previsto para el 3 de octubre del 2019, con el paso del asteroide 2008 FT3 y su baja probabilidad de impacto contra nosotros.
A partir de este año, tenemos 5 posibilidades de que llegue el Fin del Mundo, más las que surjan después: Jeane Dixon dijo que el Armagedón sucederá en el 2020. Isaac Newton propuso que la Tierra acabaría en el año 2060. El asteroide 1950 DA, de 1,1 kilómetros, se dirige a nuestro planeta y podría caer en el Océano Atlántico el 16 de marzo del año 2968. El 21 de marzo del 4006, afirma Sabrina Sforza Galitzia, es la fecha marcada por Leonardo da Vinci para el fin de las eras, dato que obtuvo analizando La Última Cena. Por último, la mística Baba Vanga predijo que en el 5078, se atravesarán los límites del universo, causando el Fin del Mundo.
Fuera de esas 18 ocasiones, he sentido que mi mundo ha estado ante su Fin más veces de las que podría contar, si tuviera ganas de intentarlo. Todos hemos tenido nuestro Fin del Mundo en repetidas ocasiones. Algunos estaban en lo correcto, su mundo acabó; otros seguimos aquí y la posibilidad permanece latente. Cada segundo que sucede a otro, podemos considerarlo una victoria.
Esta entrada iba a tratar sobre mi experiencia en Milán y París y el COVID-19. Sobre cómo me enfermé los últimos días que estuve en Italia, justo cuando el gobierno cerró 11 localidades y el virus comenzaba a poner a las personas nerviosas. Sobre cómo el día que volamos a París, hombres, mujeres y niños ya usaban guantes y cubrebocas; sobre la falta de personal en el aeropuerto. Sobre cómo, en París, estuve recluido en el hotel durante unos días, donde un doctor me recomendó hacerme la prueba y terminé dando negativo. Sobre cómo me asusté y sobre cómo tener un amigo al otro lado del mundo puede ser un apoyo inmenso.
Pero, para una persona joven y que no padece alguna condición física grave, esta enfermedad no es mortal. Aunque la hubiera tenido, en realidad, el único peligro habría sido la reclusión de 14 días por la que habría tenido que pasar, lejos de mis amigos y familia, al otro lado del mundo. La soledad puede conmigo más que el miedo a este virus.
Decidí que no escribiría sobre este asunto solo porque resulta un tanto sensacionalista y caprichoso. Es como agitar una bandera roja en medio de un campo blanco. Un sinsentido para llamar la atención. Lo que al menos sí puedo decir es que durante esa experiencia, en realidad nada peligrosa, reflexioné sobre cuánto tiempo estoy perdiendo en esta vida, por hacer cosas que en realidad no me interesa llevar a cabo. Pensé en lo que pido y en lo que doy. En lo que es importante para mí. En lo que haré de ahora en adelante.
Estar encerrado en una habitación de hotel durante cuatro días puede resultar terapéutico.
Ahora bien, el Fin del Mundo.
A veces pareciera que la Vida no nos da descansos. Llegan temporadas en las que nos obliga a caminar por terrenos complicados, azotados por el viento, a veces por la lluvia o el granizo, donde nos caemos, raspamos, fracturamos o rompemos. Existe la posibilidad de que esto también sea parte de su plan especial para cada uno, si es que creemos en ello. Que sea la manera en la que nos prueba para saber si la merecemos y todo aquello que ya mencioné en alguna ocasión.
El Fin del Mundo tiene muchas formas y contiene una infinidad de significados. Para cada uno de nosotros, el Fin del Mundo puede llegar a diario, furtivo, diminuto, imparable. Mucho de esto depende de la manera en que nos tomemos la realidad.
Pensaba en la frase «vive cada día como si fuera el último». Es ridícula. ¿Te has puesto a pensar qué harías el último día de tu vida? Yo sí. Y si viviera cada mañana, tarde y noche como si fueran los finales, no tendría un trabajo estable, quizá pasaría un largo rato llorando y luego reflexionaría sobre todo lo que no hice. O mandaría todo al carajo y perdería la cabeza. ¿Quién en verdad sabe cómo pasaría sus últimos momentos, en caso de tener la energía suficiente como para hacer algo?
Por supuesto, mi interpretación de la frase es extremista hasta un punto ridículo. No se trata de hacer todo sin preocuparse por el mañana, sino de sentir que está valiendo la pena. Quizá se trate de decirle a las personas que las amas, de sonreír cuanto puedas, de abrazar, de no darle vueltas a lo que no puedes solucionar. Ya sabes. Eso de irte a dormir sabiendo que tu día no fue un total desperdicio, dentro de tus parámetros. No tienes que salvar al mundo para que tu existencia esté justificada, lo único que tienes que hacer es dar lo mejor de ti, en el ámbito de tu elección.
Creo que hablo mucho sobre caminos correctos, o si no lo he escrito aquí, pues lo pienso bastante. Muchos seres humanos gastamos nuestras vidas y nos conformamos con pequeñas gratificaciones que las hacen más llevaderas. ¿Está bien? ¿Está mal? Este párrafo en sí mismo ya emite un juicio de valor bastante claro, así que no hablemos sobre qué es bueno y qué no. Solo tengamos en cuenta lo que dijo Aristóteles: que el ser humano viene a este mundo a ser feliz. Y si lo vas a ser, intenta no dañar a los demás. ¿Has escuchado Treat People With Kindness de Harry Styles? “Maybe we can find a place to feel good/ And we can treat people with kindness/ Find a place to feel good”; «Tal vez podamos encontrar un lugar donde sentirnos bien/ Y podamos tratar a las personas con amabilidad/ Encontrar un lugar donde sentirnos bien.»
Seamos realistas: si el Fin del Mundo llegara mañana, nos consumiríamos entre nosotros.
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Este mundo salvaje
Los cinco —quizá éramos seis— permanecíamos quietos en la habitación, rodeados de estanterías vacías, escritorios sin usar y sillas que todavía tendrían que esperar un tiempo para cumplir su cometido en la existencia. Frente a nosotros, ella, vestida de blanco, con el cabello suelto y sus facciones enrevesadas en un remolino de aparente calma, nos cuestionaba. En la sesión anterior, la instructora había contado un chiste. Tres veces seguidas. Con fines didácticos. La primera ocasión, a pesar de ser una broma tonta, fue graciosa; todos reímos. La segunda vez, fue un poco menos divertida, pero yo dejé escapar una sonora carcajada. Para cuando lo repitió una ronda más, fui el único que prorrumpió en risotadas.
—Es que cuando me pongo nervioso, me río —le expliqué quince días más tarde, luego de que sacara el tema a colación. Ella no tenía que saberlo, yo no tenía que contárselo. Nuestra relación no iba más allá de la hora por la que le pagaban. Aun así, las palabras salieron de mi boca.
—Es bueno que te rías. Lo malo sería si lloraras —soltó, con la seguridad que confiere el creerse sabio en determinada materia, aunque en realidad no tengas ni idea. Y no digo que ella no tuviera razón, pero ante mis ojos, se limitaba a recitar lo que todas las demás personas podrían haber dicho, haciendo que algo se revolviera en mi interior.
—Llorar no es malo —aclaré, sintiéndome, de igual manera, una eminencia en un tema del que quizá no conocía ni una quinta parte. Pero, ¿qué se le va a hacer? Así somos los seres humanos. Nos encanta creernos sabios. Está en nuestra naturaleza adoctrinar. Y a veces, malinterpretar.
Me sentía listo para iniciar un debate, para aclarar el porqué llorar es sano e, incluso, recomendable. Sin embargo, ella no refutó mi comentario. Luego de ignorarme de manera capital, inició el relato del palacio de cristal. Cuando hubo terminado, nos dio una breve explicación, nos pidió que cerráramos los ojos y entonces meditamos. El resto de la sesión la pasé masticando mi insatisfecho deseo de un enfrentamiento. Sé que el budismo dice que no deberíamos desear. Yo no soy budista.
Emoción.
f. Alteración del ánimo intensa y pasajera, agradable o penosa, que va acompañada de cierta conmoción somática.
Sentimiento.
m. Estado afectivo del ánimo.
En la universidad, en la clase de Psicología Social, nos explicaron que las emociones pertenecen al presente. Son, como su definición señala, «pasajeras». Una emoción se vive en el ahora y se vive con pasión. Es un arrebato. Es la improvisación espontánea de una pieza musical. Son dos enamorados recién conocidos, que se desean como solo dos almas que apenas se han rozado pueden hacerlo.
Se ha sugerido que existe una cantidad de emociones humanas básicas definidas, propuestas por Paul Ekman: Sorpresa, asco, tristeza, ira, miedo y alegría. No necesitamos nada más para sobrevivir, porque están diseñadas para que seamos capaces de salir adelante en este mundo salvaje.
Años después de presentar a las 6 emociones, Ekman amplió la lista básica, que con anterioridad se limitaba a lo que él había descubierto con sus investigaciones originales hechas con una tribu de Papúa Nueva Guinea. No nos interesa su lista expandida.
Los sentimientos, por otro lado, pertenecen al pasado. Se experimentan como una composición musical creada e interpretada con esmero, un trabajo bien hecho a lo largo de los años. Como un matrimonio que, tras años de conocerse, ya se han adecuado el uno al otro, sin perder el amor. Los sentimientos, si bien recuerdo, son más largos que una emoción. Más asentados. Las emociones están hechas de arena, los sentimientos son de concreto.
Cuando te hacen una fiesta sorpresa, experimentas una emoción. Cuando recuerdas lo que sentiste, años después, allí hay un sentimiento.
Como un mecanismo de defensa, el cuerpo humano solo puede aguantar las emociones durante un tiempo determinado. Por ejemplo, somos incapaces de sentir tristeza por más de unos cuantos minutos. Después de un rato llorando y gritando y sintiéndonos miserables, necesitamos descansar. Un poco. Luego, el río de la agonía es libre de continuar su curso. A decir verdad, no recuerdo por qué es así. Pero supongo que es como cuando pasamos mucho tiempo escribiendo con pluma: la mano se cansa. Necesitamos detenernos. Si continuáramos escribiendo a pesar de las molestias, nos generaríamos un grave problema. Y las emociones son tan intensas, que tienen que llegar rápido y así de rápido se tienen que ir, como si de una máquina que se sobrecalienta se tratase. El sistema de enfriamiento tiene que entrar en función para mitigar el daño a los componentes.
Y los seres humanos somos máquinas. Máquinas perfectas creadas a partir de piezas imperfectas.
Sobrepensar una situación sobre la que hay cierta incertidumbre, como el resultado de un examen de matemáticas o si dejamos abierto el gas en la estufa, no hará que el universo nos ayude a obtener la respuesta más pronto. En ocasiones, solo nos queda esperar. Si no puedes tener antes de tiempo los resultados del examen, preocuparte solo duplicará el sufrimiento —esta frase la tomé de Animales Fantásticos y Dónde Encontrarlos— y si tienes duda sobre si el gas está abierto o no, volver y verificarlo, entrar en acción, es la única solución para calmar la mente.
Los seres humanos somos dualidades con pulgares. Un día podemos estar seguros de que confiamos en una decisión o creencia, y al siguiente decidir que no es así. Como mencioné arriba, no soy budista, aunque me guste su filosofía. Creo con firmeza en que el no desear termina con el sufrimiento. En todo caso, hay que sustituir el deseo por la acción, ya que alterar las emociones resulta en una alteración de cada aspecto que compone el cuerpo humano.
Este diagrama a mí me gusta mucho. Seguro que lo has visto por allí en redes sociales más de una vez:
Aunque con «no te preocupes» no me refiero a que no sientas. Opino que son dos cosas muy distintas. Por supuesto, preocuparse es parte de sentir. Y tiene que hacerlo el tiempo justo, no más, no menos. ¿Quién dicta el tiempo justo? Tú, claro. No dejes que nadie más intente decirte cuánto o cómo debes sentir. A la persona que lo haga, patéale. Estás en todo tu derecho.
He descubierto cuán terapeútico resulta llorar. Alguna vez, mientras las lágrimas me corrían por el rostro, me di cuenta de que hacía mucho tiempo que no sucedía, que no lloraba. Me sentí liberado y alegre luego de hacerlo. Lo mismo sucede con la risa, el enojo y la ira, la tristeza, la alegría, el anhelo, la apatía, el —yo sé que estoy combinando manifestaciones físicas, emociones y sentimientos. Pero sentirlo todo está bien.
Cuando veo a una persona llorando, no le digo que deje de hacerlo —continúo con este ejemplo porque es el más sencillo, ante lo que todos tenemos un tabú—, sino que me mantengo a su lado y dejo que continúe. ¿Alguna vez te han dicho «no llores» y, de pronto, te detienes? No. Es estúpido —aunque si te ha sucedido, mis respetos. Creo que es de Avatar: La Leyenda de Aang, una frase que dice «cuando un hombre adulto llora, es porque tiene un muy buen motivo». Tal vez no sea de allí y yo solo esté poniendo estas palabras en labios del tío Iroh. Quizá la frase salió de El Nombre del Viento o de El Temor de un Hombre Sabio. Incluso existe la posibilidad de que no sea de ninguno de estos tres. Empero, el punto es que dejar sentir es correcto —hasta el punto que la persona no se esté lastimando a sí misma en el proceso, me atrevo a agregar.
No. Ahora lo recuerdo. La frase es de Shaman King. La dice Yoh cuando él y Manta se encuentran a Mosuke llorando en el museo, por Amidamaru y Harusame.
Por algún motivo, los seres humanos hemos sido educados en el Arte de Ocultar los Sentimientos, por temor a la burla, al rechazo. Es algo así como la espiral del silencio de Elisabeth Noelle-Neumann, que a grandes rasgos nos dice que, para ser aceptada, la minoría callará su opinión contrastante con la de la mayoría. Cuando una minoría se expresa, la masa tiende a segregarla. Como, por ejemplo, en una votación entre personas con las que no tienes mucha confianza; podrías ceder ante la decisión de los demás con tal de complacerlos. Y creo que así funcionan los sentimientos y las emociones. Tememos expresarlos. Los guardamos.
Mi tuit fijado dice: «Nos sentimos frustrados cuando los personajes de las películas no dicen cómo se sienten en realidad para resolver la trama, mientras que nosotros vivimos gran parte de nuestras vidas no contándole a los demás lo que sentimos realmente.»
Ríe sin miramientos.
Llora cuando lo necesites, donde sea que lo necesites.
Grita si tienes ganas. La gente te mirará raro, pero da igual.
Cuenta lo que hay dentro de ti.
Oscar Wilde escribió en El Retrato de Dorian Gray: «La única manera de librarse de la tentación es ceder ante ella. Si se resiste, el alma enferma, anhelando lo que ella misma se ha prohibido, deseando lo que sus leyes monstruosas han hecho monstruoso e ilegal», lo que ahora podría trasladar a que la única manera de librarse de un sentimiento o de una emoción, es ceder. Dejarse llevar, sin vergüenza, sin temor.
A veces, también nos dejamos inundar de emociones y sentimientos negativos por no querer lastimar a los demás. ¿Pero lo vale? Seremos lastimados cuando tengamos que serlo, y lastimaremos cuando sea el momento de hacerlo.
En este mundo salvaje, las máquinas necesitan liberar vapor.
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Ella y el Despiadado País de las Maravillas
¿Alguna vez has llorado mientras abrazas un árbol, antes o después de gritarle a un dios ancestral, en un volcán y sintiendo que no puedes seguir adelante? Es una experiencia que te llena de energía y liberación. Recomiendo que lo pruebes al menos una vez en la vida. Reta a la montaña, porque hay alguien más, allá afuera, que te está retando a ti, con una constancia propia que solo se puede equiparar a la de la expansión del universo. Quiere que le demuestres que vale la pena que estés a su lado. Sus pequeñas manías son crueles, a veces justas y adorables, a veces benevolentes. Le gusta darnos lecciones. Así se maneja.
No recuerdo cómo fue, pero cuando tenía cuatro años, me operaron. Tengo fotografías para compartir el momento, si un día me apeteciera hacer una presentación ante las personas que conozco sobre los Eventos De Mi Vida Que No Recuerdo, Pero Que Sucedieron. Eso abarcaría casi toda mi infancia, que solo puedo traer al presente a pedazos difusos, esparcidos por el País de mi mente, que está un tanto revuelto. Y que está rodeado de paredes frágiles.
Hasta ahora, no me he roto ningún hueso del cuerpo, ni he sufrido algún accidente en automóvil. Soy afortunado. Pareciera que Ella, la Vida, no quiere probarme de esa manera. O tal vez sí y lo está guardando para el futuro. Poco sabemos de Ella y su temperamento voluble, sin embargo, así la amamos con locura, de un modo u otro. Al menos la mayoría de los que seguimos aquí, de su mano.
Alto. Quizá sí me he roto un hueso, alguna vez, cuando era muy pequeño. Mi madre y yo íbamos en bicicleta a entregar un dibujo que yo había hecho. Mi pie de infante se atoró en la cadena. Sangró. Quizá se podía ver el hueso, quizá no. Tampoco tengo recuerdos de ello. Solo datos contados por alguien más. Hasta hace tiempo, tenía una cicatriz en el tobillo que servía como prueba infalible de lo que había sucedido. Era un óvalo casi perfecto. No obstante, con el tiempo, conforme crecí, la piel se estiró y la marca desapareció. No sabía que el cuerpo podía hacer eso, pero así es. Resulta sorprende cómo se recupera. Y hay personas allá afuera que han sufrido accidentes mucho más graves y que pueden constatarlo.
En donde estoy, en París, es de noche y debería estar durmiendo. Pero ya dormí todo el día, a ratos, entre esto y aquello. Tuve varios sueños. Al menos dos de ellos debería anotarlos. Uno está muy presente, mientras que el otro se ha ido desvaneciendo y creo que para recordar de qué trataba, tendría que esforzarme bastante.
En mi vida, he tenido al menos tres sueños que dejaron su impronta grabada en fuego y que soy incapaz de olvidar. En uno de ellos, sentí la ira más pura que jamás he sentido. Que no sabía que era capaz de sentir. Lo recuerdo con más nitidez que muchos aspectos de mi vida física —y la llamo «vida física» puesto que sería injusto llamarla «vida real», considerando que los sueños conforman también nuestra realidad, que es solo lo que captamos y procesamos con la mente— y puedo narrarlo con increíble detalle, desde el paisaje terroso, la casa abandonada, su color, forma y distribución, el automóvil abandonado y la cancha de básquetbol rodeada por grandes muros naturales de roca marrón.
El segundo sueño lo conforman otro paisaje terroso y estéril, un grupo de personas caminando en grupo, durante la noche, en un tour, un puente junto a lo que parecía ser un cementerio, y la extensión enorme de un desierto bajo las estrellas, acompañado por una joven de cabello blanco que disfrutaba conmigo de la inmensidad del mundo y de lo pequeños que somos en realidad. Creo que he vuelto a soñar con ella, y espero no crea que la he olvidado, donde sea que viva.
El tercer sueño es un poco más borroso y difícil de armar. Estaba en una casa, abandonada, con un jardín descuidado, con hierba seca y rodeado de paredes deslavadas, resquebrajadas, con un grupo de personas. Festejábamos. Compartíamos. Era un sueño alegre, a pesar del escenario.
Mi mundo de sueños parece un tanto lúgubre, si nos fiamos de mis descripciones. Si hiciera un mapa del terreno de los—
Acabo de recordar otro sueño, el que me hizo unificar todo y creer que, en realidad, se puede hacer un mapa de lo que llevamos en la cabeza, del lugar al que vamos cuando dormimos. En este sueño, yo estaba en un cielo, y desde él podía ver toda la extensión de lo que conforma mi País de los Sueños. Conocía aquellos sitios tan bien como me conocía a mí. Sabía que ya había visitado muchos de ellos, en el pasado, y que todos conformaban mi paraíso onírico. La certeza era incomparable. Al despertar, supe que, de un modo u otro, los seres humanos llevamos en nuestra mente un conjunto de lugares mapeables que visitamos solo al cerrar los ojos. Espero algún día esto se compruebe, porque, si existe el alma, tal vez cada uno de nosotros viaje a nuestro lugar de ensueño durante las noches —o cuando sea que duermas.
Lo que me lleva, por supuesto, a Haruki Murakami. Al terminar El Fin del Mundo y un Despiadado País de las Maravillas, me sentí decepcionado, pero no sorprendido, a la vez que satisfecho. Rara combinación, ¿eh? Allí —y a continuación hablaré de la trama de la historia, por lo que te sugiero que te saltes este y los siguientes tres párrafos si planeas leer el libro— nuestro personaje principal, sin un nombre, como es constante en la obra de Murakami, vive en Tokio y es un informático. Al menos, es una manera de explicar a lo que se dedica. Encripta información. Pertenece a algo llamado el Sistema, una empresa particular que se encarga del resguardo de datos. Nuestro personaje, en El Despiadado País de las Maravillas, —es decir, Tokio— tiene un encargo de un anciano científico, que le dice que debe hacer un lavado de cerebro —una manera de encriptar datos— y un shuffling. El shuffling es un sistema implantado en la mente de nuestro personaje principal, que él solo puede llevar a cabo escuchando determinada música y en un estado de subconsciencia. Cuando está realizando un shuffling, trabaja de manera mecánica, sin ser consciente de sus actos. Al terminar, no recuerda qué hizo durante el proceso. Nuestro personaje, más adelante, descubre que el sistema shuffling fue diseñado por el anciano, quien pertenecía al Sistema, y que está usando al personaje principal como sujeto de experimento, activando otro sistema implantado en su mente, llamado El Fin del Mundo, que acabará enviándolo a su subconsciente. Puede sonar un poco complejo, soltado de este modo. Otras personas, informáticos de la Factoría, un conjunto de ex miembros del Sistema, se dedican a robar información y quieren hacerse con el sistema shuffling. El anciano le regala a nuestro personaje principal el cráneo de un unicornio.
Mientras esta historia se desarrolla, a la par nos cuentan la vida en El Fin del Mundo, una ciudad amurallada a la que otro personaje principal acaba de llegar. La ciudad tiene ciertos habitantes, y cada uno desarrolla una función específica. Está el Guardián, por ejemplo, quien se encarga de cuidar a las bestias, unicornios que salen y entran de las murallas y que ven su población drásticamente reducida durante los inviernos. Al llegar a la ciudad, nuestro otro personaje principal es asignado como el Lector de Sueños, y también le quitan su sombra, que representa, además, su corazón. El trabajo del Lector de Sueños es estar en la biblioteca, leer cráneos de unicornios a través de sus dedos y una luz que proyectan, y estar acompañado por la Bibliotecaria. En el transcurso de esta segunda narración, nuestro personaje intenta que su sombra, que muere al tiempo de ser separada de su cuerpo, no perezca. Se enamora. Sospecha. Explora.
¿Qué tiene esto que ver con lo que conté de los sueños mapeables? Que nuestros dos personajes principales son el mismo. Y la historia sucede, ya sea en el pasado y en el presente, o de manera simultánea. El personaje del Despiadado País de las Maravillas, descubre, luego de hacer el shuffling, que en unas cuantas horas, perderá su consciencia y se sumirá en un nivel profundo de su mente, donde vivirá eternamente. Y eternamente es una manera muy clara de decirlo, puesto que el tiempo, para la mente, es relativo. Dentro del mundo de sueños, unos instantes en el mundo físico pueden ser horas, días o semanas. Podemos quedarnos dormidos durante dos minutos e ir al mundo onírico por un tiempo indefinido. La mente puede estirar un segundo cuando le plazca. Para ella, no hay límites. Dentro de nuestra cabeza podemos vivir eternamente. Y es justo eso lo que le sucede a nuestro personaje principal, quien nos narra su vida también en El Fin del Mundo, ya dentro de su mente. Durante todo el tiempo, su sombra ha estado intentando sacarlo de la cárcel que es su cabeza y regresarlo al mundo físico. ¿Lo logra? Eso sí lo dejaré en misterio.
Haruki Murakami plantea en esta historia la existencia de un mundo interior, al que podríamos acceder de un modo u otro. Y eso sería fascinante. Que todo con lo que hemos soñado, donde hemos estado, se reproduzca de nuevo. Que podamos visitar los mismos lugares, ver a las mismas personas, probar la misma comida. Idílico.
¿Alguna vez has soñado con un lugar con el que ya habías soñado con anterioridad? Algo como si de capítulos se tratase; una noche vives uno y, a la siguiente, o varias después, pasas al otro. A eso me refiero. ¿Y si lo visitamos de nuevo porque existe, en algún espacio? Ya sea en nuestro interior o en los confines de otros universos.
—sueños, ¿cómo sería tu mundo? ¿Y si las personas que están en coma visitan ese país lejano y desconocido?
Pero me he desviado del camino central. De lo que quiero hablar es de los retos, y de demostrarle a la Vida que merecemos estar con Ella, en este Despiadado País de las Maravillas. Creo que la Vida nos pone retos enfrente para averiguar si somos dignos de estar con ella, de disfrutarla. Esos retos nos hacen crecer y apreciarla, o nos tumban y nos hacen cuestionarnos todo lo que conocemos. Incluso, a veces, estos retos son imposibles de sortear. O no encontramos una salida. A veces solo ha llegado el momento.
¿Con qué muros te has topado últimamente? ¿A lo largo de tu vida, qué has superado? ¿Cómo le has demostrado a la Vida que la mereces y que Ella te merece a ti? Recuérdalo y llénate de orgullo. Los límites se sobrepasan, porque solo así podemos crecer. Por eso digo que también es adorable, porque es como si quisiera, Ella, la Vida, vernos más fuertes, más preparados.
Y la mente también juega un papel importante en este proceso. El día de hoy —ayer, acá ya es pasada medianoche— y durante los días anteriores, muchas personas me han pedido que piense positivo. Que el cómo enfrente dentro de mí una determinada situación, impactará en lo que suceda en el mundo físico. Así mismo, el budismo, en el Noble Óctuple Camino, nos dice en el Entendimiento Correcto que con el pensamiento se puede disuadir el sufrimiento, llevándolo por un sendero de liberación, y que la Atención Correcta consiste en controlar la mente y entrenarla en permanecer centrada. Vivimos dos mundos, el físico y el interno, que se complementan. Quizá Sócrates tenía razón y el Topus Uranos está por allí, en algún sitio, esperando para darnos todas las respuestas.
Estamos programados, eso es cierto. Somos máquinas con un software dado por la genética. Según la psicología, ese software recibe el nombre de temperamento, que determina el funcionamiento de nuestro sistema nervioso y endocrino. El carácter, por otro lado, es aprendido. Son los programas que nos instalamos conforme avanzamos en la vida; las actualizaciones del temperamento, y que vienen a definirnos un poco mejor. Es movible. Transformable. El temperamento, por lo que tengo entendido, no lo es. Al menos, no todavía. El temperamento es la tesis y el carácter la antítesis. La personalidad aparece como la síntesis.
La personalidad, añadida a nuestras otras capacidades, son lo que nos ayuda a enfrentar los retos de la Vida. Y también de donde Ella toma ventaja para saber qué lanzarnos después.
¿Por qué abracé un árbol, lloré y grité a un dios ancestral? Porque fui a hacer alpinismo, hace un año, y me dio mal de montaña. Me sentía mareado y fatigado, sin hambre y solo quería estar acostado. El proceso de abrazar y gritar me ayudó. Sentí a la naturaleza y descargué mucho de lo que había dentro de mí. De verdad, un ejercicio tan sencillo, impactó en todo mi cuerpo como si de una medicina celestial se tratase. Al poco rato volví a sentirme mal, pero mientras duró, fue fascinante. La mente de verdad juega un papel importante en el cómo nos desarrollamos en el mundo físico.
Al final, decidí que no podría subir el volcán inactivo. Que me quedaría en el campamento. Tuve sueños febriles durante la noche, y a veces pienso que era la naturaleza hablando conmigo. Puedes llamarme loco, pero incluso tú desconoces qué fuerzas interactúan en la inmensidad del cosmos. Hay mucho que se nos escapa, mucho que no podemos comprender por más que lo intentemos. Al día de hoy, no sabemos con certeza qué es la materia oscura. Tal vez como Philip Pullman lo propone en His Dark Materials, sea el Polvo, una sustancia primigenia, pensante, que actúa a su determinada manera. Ya lo escribí alguna vez: para las hormigas no somos seres vivos, sino más que paisaje, porque no tienen la capacidad de comprender nuestro nivel de existencia. Puede que así sea para nosotros. Que el universo sea un organismo vivo, a su modo, en algún nivel superior al que nuestra pequeña mente todavía no puede acceder. Pero quizá la clave también se encuentra en nuestro interior y algún día seamos capaces de acceder a ella, de acceder a todo lo que hay más allá.
El caso es que, allá en el volcán, desperté con la determinación de llegar a la cima. El camino fue ameno, hasta que llegué al puente colgante, que se alzaba por sobre una caída inmensa. Le temo a las alturas. No puedo asomarme por el límite de un edificio, ni siquiera de un puente peatonal. Cuando una persona lo hace, también me asusta. Por lo tanto, cruzar ese puente supuso para mí un reto complejo. Mientras andaba sobre él, las piernas me hormiguearon, sentía cómo comenzaba a temblar y que de un momento a otro caería al vacío. Cruzamos dos o tres puentes similares. Llegamos a la cima. Observé el mundo que había bajo mis pies y me sentí pequeño. Una infinitesimal parte de toda la Existencia. No era contemplar el desierto desde un acantilado —durante ese sueño, no tuve miedo; o tal vez sí, porque no me acerqué al límite—, pero se parecía. Todavía tengo que mirar las estrellas en la inmensidad de la arena y la roca.
Superé un pequeño reto y recibí mi recompensa. Me sentí un poco más valiente. Un poco más sabio. La Vida me enseñó una lección, a pesar de que mi mente había flanqueado.
Soy una persona solitaria, pero detesto estar solo. Me puede, me tumba, me corroe. La soledad es uno de mis retos y todavía no soy tan capaz como para frenarle el paso y saber que la superaré. Pero estoy intentándolo. Incluso mi propia mente es un reto. A veces creo que perderé la cordura.
Entonces, los límites están allí, los retos nos aparecen, porque Ella nos quiere preparar. Y es decisión nuestra si tomamos su ayuda para explotar todo nuestro potencial. ¿De qué hablo? De lo más sencillo, también. Si quieres cantar, ve a clases. Tal vez sea tu destino que tu voz le dé la vuelta al mundo. Pero quizá hay algo que te lo impide. Entonces, deberás demostrar que superarás ese muro y que harás imposibles por desarrollar esa capacidad. Creo que todos estamos destinados a la grandeza, como sea que la definamos, sea encestando una canasta de espaldas, formando una familia y, o volviéndonos grandes cineastas, diseñadores, fotógrafos o escritores, y solo tenemos que ir superando los retos para lograrlo. Así, Ella, la Vida, estará orgullosa y sabremos que somos felices.
«Vas a estar bien. Has subido volcanes y danzado en fuego. Has enfrentado explosiones y resuelto laberintos. Volverás a tu rutina y tus lecturas, y no notarás las noches sabiendo en lo profundo de tu corazón que nunca envejeceremos o moriremos.»
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