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eldeambulo-blog · 7 years ago
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This was such an interesting read! Do you think having a purpose makes you live longer? Does over-population and an excess of people in a society create gaps in purpose? Do you feel like you know what your Ikigai is, do you have any part of this figured out? 
It’s always interesting to me when one culture creates language to express an idea, so when another culture struggles with the problem, it is expressable, but using that first cultures’ language - it feels like the epitome of the positives of globalization. Is this culture sharing? Do we adapt the concepts out of context, or do you think our modern social issues are pretty universal?
What are your thoughts? How are you adulting these days?
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eldeambulo-blog · 7 years ago
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What happens when your brain’s support cells aren’t so supportive?
Potentially explaining why even healthy brains don’t function well with age, Salk researchers have discovered that genes that are switched on early in brain development to sever connections between neurons as the brain fine-tunes, are again activated in aging neuronal support cells called astrocytes. The work, which appeared in Cell Reports on January 2, 2018, suggests that astrocytes may be good therapeutic targets to prevent or reverse the effects of normal aging.
“Much of the work to look at how non-neuronal brain cells—specifically astrocytes—affect neuronal function has gone on in the young brain during development,” says Nicola Allen, an assistant professor in Salk’s Molecular Neurobiology Laboratory. “But we wanted to understand why in a healthy aging brain, the neurons don’t communicate as well as they used to.”
Although not nearly as well studied as neurons, astrocytes—named for their star-shaped appearance—make up one-third to one-half of all the cells in the brain and are increasingly being found to be critical for neuronal function. Allen previously discovered a class of proteins secreted by astrocytes that help neurons form active connections, known as synapses. Without this help, neurons will not communicate. Neuroscientists know that in the young, developing brain, synapses are being activated and deactivated, while in the adult brain they are mostly stable. But in aging brains, neurons start to lose connections and don’t communicate as well. Allen and graduate student Matthew Boisvert wondered whether the changes to synapses and neuronal communication during aging might be related to changes in astrocytes.
To find out, the duo decided to compare gene expression in astrocytes in the adult brain versus the aged brain in mice. This would give them an idea of which genes are active at the two stages.
Boisvert chose to compare four-month-old mice, who in mouse years are adults, to two-year-old mice, who are quite elderly. He used a molecular technology called ribo-tag that allowed him to find out which genes were being made into proteins by astrocytes. It works by isolating the protein-making machines of cells (called ribosomes), which turn mRNA copies of DNA (genes) into proteins. By taking a sort of molecular snapshot of an astrocyte’s ribosomes, it’s possible to see all the mRNA copies in progress and thus know which genes are active.
To develop a comprehensive view of astrocyte gene expression, the duo used the technique in four very different areas of the mouse brain: two regions of the cortex and the hypothalamus and cerebellum.
To their surprise, they found that most of the properties that make an astrocyte an astrocyte didn’t change much with age—gene expression was fairly consistent with time. But what did change: genes that during development would normally cause the loss of connections between neurons were switched on again in the aging astrocytes.
“This suggests that there’s some sort of genetic program that’s being reactivated in these astrocytes as they age that’s causing neurons to lose their connections with each other,” says Allen.
Interestingly, the areas in which astrocytes looked the most different were brain areas where neurons are known to function notably less well with age or even to die—the cerebellum and the hypothalamus.
“This may explain why metabolism decreases and coordination gets worse with age, because these are functions that are coordinated by the hypothalamus and cerebellum,” adds Boisvert.
The team has made their study data publicly available for other researchers to use. In future, the lab plans to compare aging astrocytes to astrocytes in models of disease to see whether there could be prepathological changes that allow the transition to disease to occur.
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eldeambulo-blog · 7 years ago
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Kalanchoe
En mi ventana tengo un kalanchoe, de la especie daigremontiana. Es una suculenta también conocida como aranto o espinazo del diablo. Acabo de recoger una hoja caída, probablemente arrancada por mi gato para frotarse con una forma aserruchada que suelte sus feromonas. La hoja, de cobertura gomosa e interior más blando, me hace pensar en un mango dejado por horas al aire libre. Mi pulgar la aprieta y la deshace contra mi mano, sus gránulos ruedan y abrillantan mis relieves dactilares con su agua clara. Su sabor es parecido al pepino, aunque más amargo. Su consistencia es menos diluible que el aloe.
A metros de mi departamento, otra crece en una grieta de un radier en no más de 3 centímetros de diámetro, desde ahí se espiga medio metro hacia la luz. Con su aparición en tan inoportuno sitio, promueve ese prejuicio popular que considera al kalanchoe como maleza. Lo que tampoco sería del todo infundado. Debido a su reproducción asexuada, cada una puede soltar centenas de semillas que ruedan al viento y que pueden llegar a cualquier porción de tierra ajena para patudamente enraizar en ella.
Últimamente el género de plantas kalanchoe, con más de cien especies, ha cobrado cierto protagonismo. Se les asignan propiedades antihistamínicas, desinflamatorias e incluso anticancerígenas. De hecho, otro nombre bastante autoexplicativo por el que se la conoce –y que olvidé mencionar más arriba– es “curalotodo”. De ahí quizá pudiera explicarse que las farmacéuticas no han financiado las suficientes investigaciones sobre este producto tan accesible para todos. Más allá de sus potenciales cualidades curativas —que la hacen merecedora de una nota en un matinal— me atrae algo más. Es la primera de las pocas plantas que he escuchado la clasificación apócrifa, aunque bastante difundida, de ser una de las “carne de perro”. Resiste todo sol y recibe las peores heladas con un apenas perceptible cambio de color. Si se le corta un brazo y se planta éste con cuidado, le sale raíz. Hombres que saben cuándo retirarse del mundo, mujeres con una mirada Emma Goldman, de una sabiduría y carácter autosuficientes, abuelitas que parecen tener una conexión metafísica con la tierra que pronto va a hospedarlas, todos ellos me han soltado esa misma observación. Por más anodina que sea, mucha sabiduría transpira de ella. “Me gusta porque es carne de perro” es otra manera de decir que la resiliencia es tan importante que asumió un valor estético. También, quienes se forman con ese carácter poseen una intuición común –una que no pareciera discriminar los conocimientos librescos de su portador– que la naturaleza puede ser nuestra guía moral para los retos que supone la adaptación en la sociedad.
Y quizás así sea. La planta es un sistema estacionario. No puede escapar de su ambiente. Nosotros tenemos pies y no raíces, pero cuánto servirá transportarse con ellos si en el fondo nos trastorna una misma claustrofobia, síntoma de que la globalización tiende a homogeneizarlo todo. En cualquier parte del mundo, cada vez que las ciudades prosperan, van tomando una cierta familiaridad de aeropuerto. Hoy sería un reto encontrar un «locus amoenus» antes de que se vuelva un destino turístico. Todo está intervenido, conocido y bajo la mirada de Google Earth. Pareciera que de nuestro ecosistema (en que el prefijo “eco” no sé si refiere a lo natural o a la economía) no podemos escapar, entonces, debemos aprender a armarnos metafóricamente contra el mal tiempo que viene y de los depredadores que habitan el mismo territorio.
El 7 de febrero de este año, un reporte científico publicado en la revista Nature, descubrió un gen (KdN41) presente tanto en el kalanchoe como en el tabaco. Su función es desintoxicar las sustancias oxidantes inducidas por la sequía. Básicamente, vuelve a la planta más resistente en períodos de escasez hídrica. Ojo, porque este gen no se detectó fuera de condiciones estresantes, se activa recién cuando la humedad de la tierra desciende de un 8%. Está claro que la resiliencia ante momentos críticos no se trata sólo de adaptarse, de sobrevivir a situaciones adversas, sino también de juzgar bien cuándo realmente hay una crisis o cuándo no. Para alguien como yo –quien siente desmayarse de fatiga si ya se le hizo tarde para comprar el pan–, esto es iluminador.
En esas temporadas en que uno medita sobre la muerte, me topé con un modesto macetero de medio litro que tenía un kalanchoe enano, coronado por sus rosadas flores campanas, el cual me sacó por un rato de mis cíclicas reflexiones. Otro día, me encontré con un poema de Borges del Cuaderno San Martín. Ahí dice que las flores se han asociado a funerales gracias a “que su existir dormido y gracioso/ es el que mejor puede acompañar a los que murieron/ sin ofenderlos con soberbia de vida”. Si bien tal idea es un razonamiento magnético, sospecho que en los organismos vegetales se respira una vida más poderosa. De hecho, en estos días en que las preocupaciones mundanas parecen robarnos la energía, si se da la casualidad de encontrarse con un kalanchoe en la calle –sea, como en mi caso, en un antejardín de edificio residencial o en un rincón asignado para orinar con una acritud que espanta al olfato–, sólo basta arrodillarse frente a ella y dejarse llevar por esa –ojalá no vaporosa– interrupción de vitalidad de la que podríamos contagiarnos.
Reescrito para el sábado, 23 de junio de 2017 (primera versión: 30 de marzo). Crónica 04.
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eldeambulo-blog · 7 years ago
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Sobre Isle of Dogs de Wes Anderson
En una de sus películas, tres hermanos —mientras atravesaban India en tren— tuvieron que sufrir experiencias traumáticas para recién empezar a confiar entre ellos. En otra, Chas Tenembaum tuvo que estar de nuevo a punto de perder a sus hijos para aprender a no sobreprotegerlos y, por lo tanto, que el nuevo perro de la familia no tenga que usar correa. Incluso en el cortometraje Castello Cavalcanti (2013) bastaron 7 minutos para que el personaje de Jason Schwartzman se dejara seducir por la idea de quedarse unas horas más en la villa italiana donde tuvo un accidente; prefirió conversar con los viejos del lugar y con una atractiva barwoman en vez de volver en seguida a la ciudad donde lo esperaban sus responsabilidades.
Estos son sólo algunos de los tantos retratos de la psique humana que se pueden encontrar en las obras de Wes Anderson. Y es por el hecho de que nos tiene acostumbrado a este tipo de contenido que algunos de sus seguidores podrían no tener muchas ganas de ver Isle of Dogs (2018). Más que nada porque está animado en stop motion. Esta reticencia es todavía peor si no se ha visto su primera animación de este tipo, Fantastic Mr. Fox (2009). Cuesta imaginar que el carácter artificioso de un producto animado pueda congeniar con la honestidad. Pero el gran punto a favor para ver esta película es pensar que —si es verdad el trastorno obsesivo compulsivo que padecen tanto Wes Anderson como supuestamente el público a quien él se dirige— el stop motion debería ser la expresión cinematográfica más satisfactoria. Hay un control total de los detalles. En Isle of Dogs, cada expresión facial de las marionetas y cada uno de los 240 sets orquestados tuvieron que pasar por el director. En la producción de una película normal se está limitado al espacio físico, a un presupuesto que nunca sobra y, por supuesto, a lo buena que sea la actuación de un tercero. Eso significa trabajar con otro temperamento humano, con toda una sensibilidad distinta. En algunos casos se puede transformar en una inmensa contribución, pero sí o sí el actor dejará pisadas de barro en la visión del autor. Por el contrario, el stop motion —si bien exige mucha dedicación (un ejemplo: 297 pecas pintadas a pincel en cada una de las 100 máscaras de silicona sólo para un personaje)— depende principalmente de la paciencia y esfuerzo de su equipo. Estos son dos desafíos que sólo un trabajólico aceptaría. Es como si se valorara más el trabajo en solitario, como todo un departamento de marionetas, en vez de actores cuyo desempeño está basado en socializar con los demás. Lo que tiene sentido porque una personalidad de escrupulosa laboriosidad tiende a frustrarse con quienes no trabajen de manera similar, por lo que es mejor reducir esas colaboraciones al mínimo. Se necesitaron más de 12 horas de trabajo de los animadores para conseguir 3 segundos de filmación útil. Jeff Goldblum grabó las líneas para su personaje desde una llamada en su celular.
En los guiones anteriores de Wes Anderson siempre había un personaje que encarnaba sus tensiones psicológicas. Hoy ya no cuenta acerca de sus obsesiones, sino que se expresa a través de ellas. La figura del director se ha ido desenfocando cada vez más hasta que ya no quedan rasgos humanoides, por lo que cualquier otro ser vivo puede sustituirlo. Aquí son los perros. Una de las varias mejoras de estilo que ha tenido desde su primera animación Fantastic Mr. Fox es que ahora los animales ya no están tan personificados: le sacaron toda ropa humana y pisan, como deberían, en cuatro patas. Isle of Dogs humaniza a los animales del mismo modo que un dueño humaniza a su mascota, le atribuye una inteligencia superior e imagina que en sus ladridos, maullidos o graznidos se esconde un complejo idioma que sólo ellos entienden. Se aprovecha de esa fantasía para generarnos empatía con los perros. Ese juego sonoro de decir rápido el título de la película y que suene como “I love dogs”, es la síntesis de lo que subliminalmente quiere hacerte sentir. Ya no se trata de un egoísta descubrirse a sí mismo, sino que descubrir al otro. Ahora más que nunca, esto suena a trasfondo político. En estos tiempos polarizados, que tanto un extremo como el otro inventan noticias para desprestigiarse mutuamente, para desvirtuar la imagen de los oponentes como una peste peligrosa, antes que reconocerlos como personas con distintos intereses. También esta trama de expulsar a un grupo que ya está ensamblado en la sociedad recuerda a lo que los Estados Unidos de Trump ha estado discutiendo en el último tiempo desde el “Build the Wall”.
Sin embargo, Isle of Dogs llama no a la condena, sino a la reconciliación. En un momento se nos muestra que incluso el tirano alcalde Kobayashi, organizador de toda esta cruel cuarentena, posee una sensibilidad humana encubierta por su carácter dictatorial. Al final la película cambió de enfoque hacia la visión del enemigo después de que gran parte se haya centrado en el punto de vista de los perros. No sólo para que no fuera una simple apología animalista, sino porque la idea es que hay que ver al otro como él ve al mundo. Esto está considerado hasta en la estética de la película. Todas las filmaciones desde la perspectiva de los perros no había rojo ni verde, porque ellos no ven estos colores. Es más, que no estén subtitulados los diálogos en japonés contribuye a este efecto de percibir como los perros. Sólo ellos se expresan en un lenguaje familiar, mientras que lo que dicen los japoneses no tienen ni subtítulos. No podemos entenderlos en la misma manera que los perros tampoco pueden, por lo que compartimos su incertidumbre. Si los subtítulos hubieran aparecido debajo, la barrera idiomática se neutraliza y la simpatía por los perros dejaría de ser tan efectiva.
Pero la verdad es que Isle of Dogs no supone ser moralista ni diplomática: su primer objetivo es entretener. Claro, este tipo de arte debe ser entretenido en orden de que pueda hacerse popular y capitalizarse, pero es más que eso. Es una conexión elemental con la naturaleza a través del juego. Un juego es inventar una realidad más pequeña, una que puede controlarse con un par de reglas y pasarla bien asumiendo mínimas consecuencias. Manipular una realidad miniaturizada permite entender mejor la de mayor escala. Imaginar una microrrealidad en la cual practicar tus habilidades, aparece desde en el acto de leer una novela rusa hasta en el jugar al escondite. Por eso es que Isle of Dogs es más que sólo una terapia de TOCs a través del arte. Más que un trabajo de impecable detallismo enfermizo, es un juego tratado con delicadeza infantil. Cuando las niñas organizan con cuidado cada artículo de su casa de muñecas no suele tratarse como un trastorno. Hay una tendencia a reducirlo todo a esa perspectiva adulta, enmarañada, artificiosa, seria, freudiana de que nos definimos según nuestros problemas. Nos olvidamos de que estas animaciones vienen de juguetes, de unos parecidos a los de nuestra infancia y con los que creábamos un mundo imaginario en que —aunque de bajísimo presupuesto material— nos sumergíamos por completo. Había gente detrás de estas marionetas, estos juguetes, que estuvieron doblando sus articulaciones, intercambiando piezas unas por otras y en algunos casos hasta manipulando plastilina. Quizás la pasamos tan bien viendo esta película gracias a que la tripulación que aparece en los créditos la pasó mucho mejor. No pensamos en ello porque estamos distraídos por la escenografía de costo elevado, por el realismo de sus detalles, por lo que la película parece decir entre líneas y por otras cosas más que, en realidad, están ahí sólo porque son las tonterías que los adultos necesitamos para engancharnos a una historia.
Sábado, 16 de junio de 2018. Crónica 03.
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eldeambulo-blog · 7 years ago
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Archivo Joaquín Edwards Bello
Miles de teorías se pueden hacer sobre por qué Joaquín Edwards Bello decidió tener un archivo de recortes de diario, ordenados alfabéticamente en carpetas. Lo más seguro es que habrá ayudado en la creación de más de alguna de sus 12 mil crónicas. El mismo autor habló en una de éstas al respecto, apropiadamente la tituló “El archivo” y se refirió a ese trabajo recopilador —y no al de escribir crónicas ni las tantas de sus novelas— como su “obra maestra”. Por eso más que una labor de bibliotecología era artística. La idea no es reservar información sino jugar con ella: producir una cercanía entre sus asociaciones libres y lo otro, ese mundo material de los recortes.
Es mucho más efectivo preocuparse de cómo se ordenan los archivos en una estantería que apilarlos azarosamente. El método del palacio de la memoria —es decir, tratar de memorizar algo abstracto posicionándolo imaginariamente en un lugar determinado— ha sido usado desde oradores griegos hasta por contadores de cartas que buscan sacarle ventaja al blackjack. Es una memoria ejercitada hasta en lejanos parentescos biológicos. Por ejemplo, puede encontrarse en el llamado pájaro arquitecto. Si se googlea este pájaro como “bowerbird” se encontrarán artículos y vídeos de BBC y de Nat Geo, todos enfocados en el mismo fenómeno. El macho reúne tallos y edifica con ellos complejas estructuras, llamadas emparrados, muy parecidos a un nido, aunque sin su propósito de albergar crías sino de coleccionar artículos del mundo exterior. Estos tesoritos sirven para atraer a la hembra, ella reconoce el valor que poseen bajo un criterio de lo extravagante. Mientras más extraños, más interesantes. Si la hembra le gusta lo que ve, entonces acepta al macho como pareja sexual. Cualquier basurita de color azul, como la argolla de una tapa de botella, es altamente cotizada en este mercado aviar. Machos competitivos pueden robarse estos hallazgos azules de otros emparrados, mientras que quien fue desvalijado nota enseguida qué objeto falta y devuelve el mismo o uno parecido en el lugar exacto donde estaba. Ese es el tipo de memoria que se despertaba en la madriguera humana de Joaquín Edwards Bello. Probablemente esa cita o anécdota que a él le faltaba se ponía a brillar dentro de su cabeza, al punto que ensombrecía el resto de las carpetas. Muchas de sus crónicas debieron zurcirse gracias a esa aleatoria búsqueda entre recortes o al menos por una versión cerebral de esa búsqueda. De esta manera puede, en la crónica “Claudio de Alas”, no empezar comentando sobre la persona del título. Primero se pone a hablar sobre otro colombiano en Chile y cuando efectivamente aparece Claudio, cae en digresiones sobre el dueño español del Hotel Fornos o de Ramón del Valle-Inclán. En el último párrafo, el espíritu combativo de Claudio de Alas es contrastado con el propio espíritu del cronista, quien es menos políticamente conflictivo. Toda la expansión temática que había al principio de la crónica ahora se contrae hacia el yo, el cronista. Pareciera que después de todo este viaje mental, nos diéramos cuenta con él de los beneficios que significa no involucrarse tan frontalmente en la política: “Yo era entonces un niño volteriano, petulante y ridículo; pero feliz”.
Si se recopilara por mero afán de hacerlo, entonces estaríamos hablando sólo de un mal de Diógenes bibliográfico. El archivo de Joaquín Edwards Bello sería apenas una versión intelectual de una despensa acumulada de latas de Cocacola compradas en Groupon. Pareciera, en una intuición inicial, que el mismo pensamiento compulsivo está detrás: “Tengo más de lo que podría ocupar, pero nunca me hará falta nada”. Sin embargo, hay una justificación mayor porque la mente es más insaciable de datos que el estómago de comida. Una manera más inteligente de acaparar cosas sería preocuparse por el valor nutritivo que contienen, sean proteínas que mejoren nuestra dieta o joyas literarias que potencien el texto, que no lo hagan parecer un museo de anécdotas. El acto de conservación recupera su valor entonces si se sabe seleccionar o, en este caso, leer bien qué es lo importante. Basta recordar los primeros años de estudio para concluir que no entendíamos realmente cómo funciona nuestra memorización. En el ritual de estudio colegial, todo salía a la fuerza y a medias: se subrayaba con destacador más de la mitad de la fotocopia, se anotaba al costado en una letra ilegible y lo único que uno alcanzaba a memorizar antes de la prueba era innecesariamente lo que se había anotado en el torpedo. Por el contrario, Joaquín Edwards Bello entendía intuitivamente cómo amistarse con los datos. Tenía que involucrar una memoria multisensorial. Esconder un recorte en una carpeta y luego recordarla como la ardilla puede oler una tierra recién excavada para encontrar su avellana.
Sin embargo, que no sepamos estudiar por no involucrar los aspectos intuitivos de nuestra manera de retener información, no quiere decir que este problema no les preocupa a algunos. La compañía fabricante de vidrio Corning Incorporated subió a Youtube 11 minutos de contenido acerca de una nueva tecnología del futuro, las pantallas de cristal. Implementadas con circuitos OLED, pueden adoptar flexibilidad sin pérdida alguna de imagen y pueden ocupar todos los espacios imaginables. Una confianza excesiva en creer que la era de cristal es la que viene cuando, como por coincidencia, eres una compañía que se dedica a ello. Toda esta confianza se encarna en el presentador del video. Él va mostrando distintas escenas futuristas de nuestro futuro día a día, como niños en el colegio aplicando esta tecnología, y luego pausa la escena, la atraviesa en tiempo y espacio con esa parada de Carlos Pinto. Según el video, cuánto faltará para que esta tecnología reemplace las pizarras de clases y por fin reformar didácticamente el sistema educativo. Faltaría menos todavía para que lleguen a todas las oficinas millennials, en donde probablemente tendrán un software que podrá reorganizar información, gráficos y material anexo según las preferencias de su usuario. Toda la información será indexada mnemotécnicamente y con la opción de recurrir a internet por la que falte. Esta facilidad de acceso nos exacerbará todavía más esa confianza intelectual que tenemos en nosotros mismos. Hoy ya tomamos el internet por una prótesis cognitiva que nos hace sentir más seguros con nuestro intelecto. Por eso ahora hay cada usuario de Twitter arrogándose, por ejemplo, sabérselo todo, porque habla de algo como si lo supiera y si le piden detallar, simplemente lo googlea. Pero es una confianza falsa que depende de la cercanía de un teclado o por la carga de batería del celular. Una seguridad paradójicamente similar a cuando se toca un punteo de guitarra cuando esa guitarra es imaginaria. Al menos que uno sea un músico y no uno que no le alcanzó para serlo, quienes tocamos en el aire aprovechamos de ponerle todo el color que se pueda, los dedos nos cuelgan en las más intensas notas sobre ese traste imaginario, y qué importa si nos están mirando en el metro: mejor. Esa es una confianza que desaparece cuando efectivamente tenemos el instrumento sobre nuestras piernas. 
Al final quizás sea esa la misma confianza, aunque menos hipertrofiada, la que Joaquín Edwards Bello estaba buscando. Tener tanto a la mano en su archivo le permitió la propulsión creativa de escribir dos crónicas al día. Quizás hubiera apreciado la masiva accesibilidad del internet, pero no dejaría que un algoritmo sea quien le reorganice los documentos, sino que incluso él preferiría recopilarlo todo en una arbitrariedad más humana, cicatrizada de errores. También otro factor le parecería sospechoso: la perdurabilidad de los datos. Cada vez éstos corren menos el peligro de ser borrado gracias a su respaldo en la nube. Poco queda de que el soporte material —como el casi biodegradable papel de diario— sufra daños de la humedad, polillas o incluso las contaminaciones más modestas como el polvo. La exposición al deterioro daba al objeto cierta urgencia por usarlo. Ahora gran parte de los 50 millones de artículos de Wikipedia reposan con cierto abandono mientras todavía se tenga la certidumbre que seguirán apareciendo en las primeras entradas de Google. Sin embargo, despacio se ha ido gestando una ansiedad generalizada de que se pierda todo de un día para otro. Es más fácil imaginarse que sean eliminados los zettabytes de datos gracias a un terrorista virtual en la casa de sus papás, que haya incendios simultáneos coordinados en todas las bibliotecas del mundo. Mientras más contenido sea leído a mayor velocidad, mayor posibilidad de que un error sea fatal.
Entonces hay que comprender que la información de por sí no puede ser valiosa o el desamparo inminente de hallarse sin ella será peor. Tampoco son más valiosas las toneladas de libros que cada vez más tienen un imperturbable descanso en estanterías. Es la actividad misma, la humana, de navegar por toda información que le ofrece el entorno y, entonces, de producir algo a cambio. Y es muy necesario puntualizar que es importante la actividad y no la persona detrás de ésta. Cada texto es una navegación por datos, una suerte de expedición del autor por el mundo de las ideas. Las crónicas de Joaquín Edwards Bello pueden leerse como un relato de cada uno de esos viajes cognitivos. Solemos idolatrar excesivamente a quienes llegan a paraderos impensados de la consciencia humana, sin pensar que muchos de ellos se atreven a llegar a esos lugares porque sólo quieren tener un público que lo admire y que siga sus pasos. Otros recorren esos lugares con la intención de instalar señalética.
Sábado, 9 de junio de 2018. Crónica 02.
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eldeambulo-blog · 7 years ago
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Clasificaciones humanas
No es que ya no se pueda meter a la gente en categorías, como hacer generalizaciones o reciclar estereotipos. Es cierto que hoy no habría nada más aburrido si Disney sacara una película sobre una princesa en apuros. A nadie parece caberle un arquetipo clásico porque, en teoría, se sabe que las personas son más complicadas que eso. Pero los arquetipos eran útiles, permitían encapsular información y volver a los sujetos caricaturas más predecibles. Cuando niño, uno ya era capaz de reconocer el interés egoísta de un villano o ver en una introvertida la valiosa timidez de Cenicienta. Ya no ocupamos esas fórmulas, aunque quizá inconscientemente hacemos unos cálculos distintos: creemos saber cómo alguien es por las personas con que se rodea. A veces aceptamos esa solicitud de amistad en Facebook sólo porque los amigos en común nos inspiraron confianza. Las redes sociales son un sustituto más económico de las relaciones interpersonales, permiten multiplicar los contactos y por lo tanto la influencia social, pero eso significa también que ha cambiado nuestra percepción hacia los demás. El milenario refrán «dime con quién andas y te diré quién eres» ha tenido su fashion comeback y ahora es casi el único discernimiento que se aplica en tiempos tan de ceño fruncido como el actual.
Por un lado, es lamentable: conocer a alguien en persona permitía simpatizar con ella antes de confrontarse con sus opiniones. Por otro, toda esta sobreinformación es la oportunidad de una nueva inteligencia. Una que construye un retrato mental de una persona a través de un collage hecho de detalles externos como los amigos o las cosas que se asoman sin querer en sus publicaciones. Hay mucha información sobre alguien en las manchas impresas en el espejo de su baño donde se sacó la selfie. Dicen más las notificaciones de su Gmail y hasta la carga de su batería que el meme que acaba de compartir.
El internet también ha permitido nuevas construcciones todavía vaporosas de prestigio social. Ya no se valora tanto la persona por su apellido francés de una rancia alcurnia de la que supuestamente heredamos el gusto por el tenis o nuestra manera de estornudar. Ahora la atención está puesta en el desconocido que fue retwitteado por una cuenta verificada con un ticket. Paradójicamente, este nuevo estándar de valoración del individuo parece más homogeneizar el comportamiento humano que particularizarlo. Ya todos hacen lo mismo y opinan de la misma manera para escalar estos peldaños y pertenecer a la nueva aristocracia virtual. Esto genera un problema evidente: hay sólo una forma de opinar correctamente, pero miles pueden ser las intenciones detrás de esa opinión. Por esto muchos usuarios hemos desarrollado unos sensitivos anticuerpos contra las personalidades deshonestas. El hipster no es desagradable porque usa lentes gruesos ni máquina de escribir, sino porque esta la compró el 2015 a un abuelito de pensión miserable y porque sus lentes no vinieron de una prescripción médica. Lo enjuiciamos por ser un acto vanidoso, pero lo que de verdad nos molesta de él es que no sepa esconderlo mejor.
¿De dónde viene esa soberbia de creernos liberados de prejuicios cuando realmente estamos tropezando con unos nuevos? Porque así somos los humanos. Estamos constituidos por la evolución para engañarnos a nosotros mismos para que sea más fácil engañar al otro. Ya desde hace un par de décadas se ha ido gestando este tema del autoengaño, pero ahora, a principios de este año, ha vuelto con el libro The Elephant in the Brain: Hidden Motives in Everyday Life de Kevin Simler y Robin Hanson. Parafraseando, la premisa principal del libro es que nuestra consciencia no es el presidente que toma todas las decisiones, sino el secretario de prensa que, desconociendo las razones, inventa las excusas. Entonces, quien desocupa su bolsillo en la palma del viejito del metro y luego afirma que es para aportar un granito de arena al mundo, en realidad sólo le interesa sentirse mejor consigo mismo y hasta proyectar una suerte de estatus moral frente a los demás. Ni las conversaciones con nuestro mejor amigo funcionan como intercambios de información; son en realidad oportunidades para presentar egoístamente atributos personales que nos sitúen en una mejor posición dentro del mercado social. Todo está imbricado de motivaciones «subliminales», de intereses ocultos hasta al que le conviene. Y cuando, mediante la razón, queremos llegar al centro de todo, sucede que había otra muñeca rusa adentro. La verdad parece inaccesible porque hasta la motivación por alcanzarla parte del deseo de obtener una ventaja competitiva frente a los demás. El autoengaño está tan ramificado en nuestra construcción de mundo que se infiltró en la cultura y organización social para acomodar nuestros motivos escondidos. El hecho que los medicamentos puedan llegar a ser tres veces más caros en Chile que en otro país de Latinoamérica es porque nuestra demanda se basa en que queremos sentirnos saludables y decirnos que los estamos, no en comprometernos física o nutritivamente a estarlo.
Queda la duda si habrá alguna escapatoria del autoengaño. Una duda que ya se presume sin solución o que, al menos, no será una que ilumine todo de un solo parpadeo. Nuestra consciencia es incapaz de llegar al punto exacto donde no haya puntos ciegos. Este, si existe, sólo se puede alcanzar por etapas. Un proceso mucho más profundo que los alcances de esta crónica. Quizás una buena terapia contra el autoengaño podría comenzar, como en todo trastorno psicológico, con asumir lo que se padece. Hay un ejemplo esclarecedor en este respecto. En el día de la madre recién pasado, Andre 3000 publicó en Soundcloud dos canciones. La segunda, titulada “Look Ma No Hands” consiste en un instrumental de jazz en que el legendario rapero improvisa por 17 minutos tocando el clarinete bajo, con la sola colaboración de un piano tan intenso que triza las vías respiratorias. Tanto el piano como el clarinete se pelotean la atención, coquetean entre sí en unos puntos y se ponen a pelear en otros. Es una conmovedora dedicatoria sin palabras a su madre muerta, cuyo título “Mira mamá sin manos” insinúa que el talento —que un artista como André tanto disfruta mostrar ante el público— puede ser una versión posterior que viene de ese deseo mimado de hacer sentir orgullosa a tu primera fan, de la misma manera que un niño suelta las manillas de la bicicleta cuesta abajo porque quiere que lo vean asumir ese riesgo. Puede que no sea la última verdad acerca de las motivaciones del artista, aunque podría ser el primer paso que permita encontrarla.
Sábado, 26 de mayo de 2018. Crónica 01.
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