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—El mejor arma de una mujer no es la fuerza sino la palabra. Por cada triste intento de herirme podría conseguir con una llamada que te encarcelasen bajo cualquier acusación—le advirtió altamente irritada. Su amenaza era totalmente cierta puesto que Edna poseía la influencia necesaria para mover hilos de aquella manera. Si ya lo había hecho con Catherine, una don nadie no sería mayor problema. Recibió el empujón y la miró con ferocidad. —Eres una niña muy brabucona. Hablas mucho y observas poco— susurró desde cierta distancia. —Pese a mi aspecto, no dudo de que incluso los de tu calaña puedan reconocerme. ¿Qué ganan enfrentándose a alguien con mi poder económico? Un bonito cupo en la lista de mis matones, como tú los has llamado.

-Bueno, hay muchos que dicen que si uno quiere el trabajo bien realizado, debe hacerlo uno mismo. A lo mejor consigo esquivar a tus guardaespaldas o lo que sea… -se encoge levemente de hombros-. O quizás es que no tienes la fuerza necesaria como para enfrentarme, a lo mejor te perdiste esa lección en el colegio de ricos. Ah, que no os enseñan nada de eso -Noreen va a cruzarse de brazos pero de repente recibe el bofetón de la mujer. Sonríe por haber conseguido sacar de sus casillas a la morena y le propina un fuerte empujón-. A ti tampoco te conviene molestarme, vieja. Ahora mismo no hay guardaespaldas, estás en uno de los peores barrios de la ciudad, justamente donde tengo más aliados que tú.

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Se agachó a la altura del niño, intentando tener así una mayor cercanía con él. Sus palabras la sorprendieron y no para bien. ¿Es que acaso las había visto? Un gesto de algo parecido a la preocupación se tiñó en su rostro. —¿Cuántos años tienes, Aidan?— dijo con voz suave. Pese a que el niño no parecía intuir lo que en verdad habían hecho su madre y ella, quería asegurarse.—Tu madre desfalleció en la calle. Estáis todos aquí porque yo la encontré y pude socorrerla. Aun así, no me parecía conveniente que vosotros tres cenaséis solos, sin noticia alguna de Amma.  Creo que os hubieráis preocupado. ¿Qué he hecho mal entonces, pequeño?— continuó con un tono falsamente dulce. Le toqueteó la cabeza para revolverle el pelo. —Tu madre está descansando y recuperándose. No sería recomendable que la molestases. ¿Por qué no juegas con tus hermanos y dejas de fantasear con supuestas brujas y villanas? No soy nada de eso. 

Enfrentando a la demonio | Privado

Entrecierra los ojos algo enfadado cuando le habla de esa manera. No le gusta que le traten como si fuera tonto, pero a determinadas personas se lo deja pasar. Goldwyn no se encuentra en dicha lista, por supuesto: -La espalda de mi madre. La he visto aunque tus sirvientes no nos hayan dejado ver a nuestra madre todavía. Puede que Colin sea un poco corto de luces y no sospeche de ti, pero yo sé que eres mala. Lo has demostrado con mi madre -suelta acusador y con su aguda voz mientras la señala con el dedo índice.

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La supuesta apatía e indiferencia de la joven es lo que conseguía alterarla e irritarla más.  —¿Qué habría de malo en que uno de mis guardaespaldas te apalizarla? Me ahorraría a mí el mancharme las manos de mierda— contestó con una mueca molesta. Seguidamente soltó un pequeño grito por el pisotón. La miró desafiante y la abofeteó con ganas.  —Estás jugando con fuego, niña. No te conviene molestarme.

-Pero si yo tenía en cuenta que cuando cagamos, las mierdas de todos son iguales, sin importar la “supuesta” clase social -porque ya no sabe a qué clase pertenece esa mujer. Un día se la encuentra de señora rica y ahora… con esas pintas. Se espera dicha reacción por parte de la morena, y poco le molesta que le haya escupido en la cara-. ¿Enterrarme viva? ¡Eso quiero verlo! -ríe un poco pese a estar en la posición que está-. Estoy deseando ver cómo llamas a tus guardaespaldas -le pisa un pie.

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Sabía por propia experiencia lo inaguantable de aquel dolor. Por mucho que tratase de hacerlo con sumo cuidado o lo más rápido posible, el dolor iba a seguir ahí. Cuando acabó la sutura se inclinó en la cama a su lado, pasando una mano por las heridas. Más tarde se las taparía, pero por el momento necesitaba ver el rostro de Amma. Se daba cuenta de que sus empeños con la pelirroja iban mucho más allá de sus propios caprichos egoístas. Ya la tenía comiendo de su manía, ya la idolatraba. No era necesaria mostrar esa esporádica cercanía. Y sin embargo, no podía evitar preocuparse con sinceridad por su bien estar.  — No lo vuelvas a hacer. No quieres que hayan consecuencias por ello. No quieres que deje de enviaros esos paquetes de comida. No quieres eso, Amma. — De nuevo la manipulaba, pero quizá esta vez sus fines eran algo más altruistas.  — Prométemelo. — susurró cerca de su oído, antes de inclinarse para darle un beso en la mejilla.

El alcohol hizo que varias de las heridas volviesen a sangrar y todo su cuerpo temblase ante el dolor que estas le producían. El beso de Edna consiguió calmarla durante unos instantes y, antes de que le empezase a coser, asintió tragando saliva con fuerza, sabiendo que lo que venía a continuación no iba a ser nada agradable. En cuanto sintió la aguja hundirse en su piel, las lágrimas comenzaron a escapar irremediablemente de sus ojos. Su respiración se agitó y para no gritar no le quedó otra que morder la almohada.

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Edna dejó a Amma en la cama, ofreciéndole el descanso que merecía tras la cura de su espalda y otras cosas que habían sucedido entre tanto. La miró con cautela, esperando hasta el momento en el que cerrase los ojos. Justo cuando salía de la habitación se topó con uno de los hijos de la pelirroja, el que tenía el cabello más oscuro de todos y el que le dedicaba miradas que Edna no sabía interpretar del todo bien, aunque intuía que no eran de afecto.  —¿Te has perdido, pequeño? —le dijo con forzada amabilidad. No es que le gustasen especialmente los niños, y menos cuando querían entrometerse en asuntos de adultos. Aún así, eran los hijos de Amma, y una parte de ella también estaba velando porque no les faltara comida en la boca.  —¡Oh! ¿Y qué se supone que le he hecho, cielo?— dijo con melosidad, entornando los ojos.

Enfrentando a la demonio | Privado

Un chófer había ido a recogerles a Colin, a Seamus y a Aidan, informándoles que su madre se encontraba en la mansión de la señorita Goldwyn que la misma señorita había permitido que ellos tres también pasasen la noche allí. Sintiendo que perdía parte de su orgullo, Aidan subió al coche junto a sus hermanos para después encontrarse con algo completamente espectacular. El lugar era enorme, así, el hermano mayor y menor poco tardaron en perderse entre los jardines tan bien cuidados (con la vigilancia de uno de los mayordomos, claro). Por otro lado, el mediano insistía en querer ir a ver a su madre, cosa que de momento no se le permitía. Pero Aidan no es un chaval que acepte un no por respuesta, por lo que buscando y buscando, al final encontró lo que quería. Pero no le gustó ni un pelo, ¡su madre estaba gritando! Asustado, primero miró por la rendija de la puerta para encontrarse una escena lo suficientemente extraña para un niño de su edad, sin embargo, lo que quedó grabado a fuego en su cabeza fueron las heridas de la espalda de su madre. ¡No iba a consentir que su madre fuera herida por la otra mujer! Decidido, se propuso acorralar a Goldwyn tras la cena y en cuanto vio su oportunidad, dijo: -Sé lo que le has hecho a mi madre.

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Fue a buscar, lo más rápido que pudo, todo lo que necesitaba para hacerle la desinfección y cura de la espalda. Si bien era cierto que desde hacía muchos años no utilizaba sus habilidades para la enfermería  —las condiciones de su antigua profesión le había llevado a ello  — con Amma había vuelto a tener que recuperar aquellos conocimientos. Se colocó a su lado y, una vez desinfectada la zona, se inclinó para darle un beso en el hombro, queriéndola tranquilizar.  — Va a doler. Si lo vuelves a hacer no estaré yo para curarte. ¿Lo has entendido?  — le susurró, como si se tratase de una niña pequeña, antes de volver a besar su magullada piel, tomar una aguja y comenzar a coser la herida más grande. La vista de su espalda no lee hizo que se le removiera el estómago, había visto cosas todavía peores, pero sí que sus ojos se humedecieran de nuevo.

Por mucho que intentó alargar el beso, Edna terminó por separarse. Un quejido con cierta frustración escapó de sus labios y hundió el rostro sobre la almohada, escuchando a la mujer hablar con sus empleados para que sus hijos pudiesen pasar la noche en la mansión y no sin la compañía de su madre. Al igual que había ocurrido en su anterior encuentro, acató las órdenes de Edna sin pestañear, aunque el deshacerse de su vestido en aquella ocasión resultó mucho más dificultoso que hacia un par de días. Finalmente, volvió a tumbarse boca abajo y ocultó su rostro bajo otro cojín, dejando a la vista su demacrada espalda.

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El beso estaba siendo algo distinto al primero que se dieron, quizá por que Amma parecía algo más consciente del mismo. Las propias lágrimas de Edna se secaron poco a poco, aunque no marchó su gesto de preocupación, mezclado con rabia.  — El peor pecado es atentar contra ti misma, Amma  — le dijo con voz quebrada, sabiendo que aquello podría aplicarse también a su propio pasado. Se levantó y tomó un teléfono que había en la habitación.  — Sé que les había dado la semana libre. No. No me importa, sigue siendo mi empleado. Traiga a los niños hasta mi casa — murmuró escuétamente. Se sentó de nuevo en la cama y le dedicó una mirada compasiva a la pelirroja.  — Quítate el vestido. Será más cómodo para sanarte las heridas.  — le explicó.

Sentir de forma más “consciente” los labios de Edna sobre los propios, le dejó sin aliento. Por unos segundos, se quedó completamente inmóvil, pensando en las consecuencias que aquello podía acarrear. ¿Acaso aquello era un pecado? Lo único que sabía era que el matrimonio era sagrado, solo para hombres y mujeres, y que había otros hombres que yacían entre ellos, pero jamás nadie le habló de una relación entre dos mujeres. Se sabía la Biblia prácticamente de memoria y no recordaba ningún pasaje que lo prohibiese. Además, había algo en Edna que le tenía totalmente hipnotizada. Después de esos segundos, le miró con un extraño magnetismo a los ojos y finalmente comenzó a corresponderle el beso, apretando ahora con suavidad el brazo de la contraria. — He pecado de la peor forma posible.  — añadió respecto al asunto de la carta y asintió con lentitud, agradecida ante la actitud de esta hacia el cuidado de sus hijos.

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En el buzón de la Srta. Edna Goldwyn

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— No puedes volver en este estado. Tengo que sanar tu espalda o llamar a un médico. —  murmuró con insistencia. Miró el rostro lleno de dolor de Amma y no pudo evitar acercarse a ella para darle un beso en los labios.  — ¿Penitencia por qué? No has hecho nada malo. Lo único horrible que has hecho es desobedecerme y herirte. —  susurró encima de sus labios, aunque de una forma tranquila, pese a que le estaba dedicando aquellos reproches.  — Llamaré a alguien para que recoja a tus hijos y coman aquí, si es esa tu mayor preocupación. 

Las caricias de Edna sobre su rostro consiguieron detener sus lágrimas, pero no el dolor; tanto físico como mental, que sentía en aquellos instantes.  — Mis hijos me esperan en casa para la cena.  — musitó, aferrándose con fuerza a una de las almohadas ante la insistente pregunta de la mujer. No podía decirle la verdad, tan solo pensaría que estaba loca y lo más probable sería que dejase de ayudarla.  — Penitencia.  — añadió, para no dejarla sin respuesta alguna y es que en parte, esa era la verdad.

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Quiso pegarle. De nuevo aquel arrebato de furia, de descontrol, la invadía. Pero tuvo que recordarse que no era una mujer violenta, que el estado de Amma ya era suficientemente desesperante como para hacerle más daño. Además, la culpabilidad de su último encuentro todavía la perseguía. Se agachó y, calmándose todo lo que pudo, le acarició el rostro.  — Me temo que necesitarás un médico. Puedo desinfectarte, incluso coser alguna de las heridas. Pero te has abierto la carne demasiado  — murmuró con desaliento.  — ¿Por qué lo has hecho? — volvió a insistir, sin entender qué la habría llevado hasta tal locura.

A medida que Edna iba hablando, comenzó a negar con la cabeza lentamente. Sabía de sobra que la mujer no comprendía sus creencias, pero tenía que entender su situación. En cuanto le cambió el tono de voz, tragó saliva y, aunque le dolía hasta el respirar, consiguió continuar articulando un par de palabras. — Te mandó a ti. — dijo de forma imperceptible, sintiendo como sus lágrimas habían comenzado a mezclarse con la sangre que brotaba de su sien. Con dificultad, volvió a permanecer en silencio y subió todo lo que pudo; unos centímetros escasos, la ropa que cubría su espalda. Tuvo que morderse el labio con fuerza para no emitir otro quejido pues, la piel se había pegado a la tela y el separarla tan solo le producía más dolor.

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— ¿Quién es él?  — gruñó rápidamente. La compasión de sus ojos se había trasformado con cierta rapidez en molestia y enfado.  — Él. No hay ningún él, no seas idiota — comentó a decir, mirándola con incredulidad. — Te dije que no debías dedicar más ruegos a Dios, que no era él quien te está salvando de la mierda en la que vives. ¿Qué ha hecho Dios por ti? ¡Dímelo! — le exigió. El profundo ateísmo de Edna le impedía entender como una mujer a la que no consideraba idiota pese a los pocos recursos que hubiera tenido para alfabetizarse. Pero no sólo era una cuestión de moral. De nuevo, la desesperación de Edna por estar endiosada ante los ojos de la pelirroja tomaba partido en la situación. Respiró con profundidad, tratando de calmarse.  — Amma, dime qué te has hecho. ¿Puedes enseñármelo?

Una amarga risilla escapó de su boca y continuó acariciando la tela de la prenda, sintiéndose algo más calmada a pesar del dolor palpitante en su espalda y cabeza. Con más dificultad que nunca, bajó del vehículo y se dejó guiar hasta el interior de la mansión de Edna; en la cual no se oía ni una sola alma. Cuando la mujer le tumbó sobre la cama, un quejido más elevado, acompañado ya de lágrimas, retumbó en toda la estancia. Con las últimas fuerzas que le quedaban, se acostó de lado y cerró los ojos. — He sido yo misma.  — confesó con una vergüenza similar a la del anterior encuentro. — Pero tenía que hacerlo, él tiene que perdonarme y yo no podía negarme.

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La desfachatez de la niña era irritante a más no poder. A Edna le estaba costando horrores mantenerse medianamente serena y, después de escuchar sus comentarios ni siquiera lo iba a intentar.  —Nos resulta exótica la mierda de mundo en la que vivís — respondió altamente  molesta. Lo que no imaginaba es que a los pocos segundos se encontrase con la cara llena de suciedad del suelo.  —¡¿Quién demonios te crees que eres?!— gritó, completamente asqueada y alterada. La miró con furia y la agarró de las solapas de la chaqueta. — Puedo hacer que te entierren viva por esto. ¿Lo sabías, niña? — siseó justo antes de escupirle en el rostro.

-¿Estás hablando en serio? ¿Yo? ¿Comprarte a ti? Ugh, venga, ni en sueños. Con las pocas monedas que he conseguido, prefiero pagar por algo de utilidad -suelta sonriendo ampliamente, sin tanto maquillaje y con aquella ropa, la mujer no impone tanto como la última vez-. Ah, claro, una fiesta de disfraces en uno de los barrios más pobres. No me digas que ahora a los ricos os va celebrar fiestas por estos lares -suelta con ironía mientras se aproxima a la morena-. Te falta algo de suciedad en la cara -se agacha para coger algo de polvo (y mierda en general que hay en la calle) y rápidamente le pasa la mano por delante de la cara-. Ya estás perfecta.

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Acarició su pelo por encima, sin entender qué era lo que le sucedía. No parecía herida, al menos no a simple vista. S quedó unos instantes callada, ante su comentario. ¿Acaso creía que se enorgullecía de llevar aquellas telas roídas?  — Sí ... recuérdame que te haga tirar esto y te compre algo más decente— dijo entre dientes, ignorando por completo la sonrisa de la otra.  No tardaron mucho en llegar a la mansión de Edna, la cuál estaba inualmente ausente de personal.  Le tiró un billete al conductor, sin esperar a saber cuál era el precio. Que se quedase el cambio, no importaba— Vamos, sólo unos pasos más— murmuró, todavía guiándola hasta la primera habitación que encontraron, tumbándola en la cama.  — Dime qué ha ocurrido. ¿Qué te ha sucedido en la calle? ¿Alguien te ha hecho daño?—le susurró con reencontrada preocupación.

Otro quejido escapó de su boca cuando fue levantada del suelo. Sabía que Edna estaba intentando ayudarla y que desconocía el estado de su espalda, pero a cada paso que daban, las lágrimas se concentraban en sus ojos. Asintió ante su pregunta, sin saber muy bien hacia donde quería llevarla pero cuando la mujer paró al taxi, pudo hacerse una idea. Dentro del vehículo, se acurrucó cual niña pequeña sobre el pecho de su madre, intentando que su espalda no tocase con el respaldo y en ese momento, reconoció la blusa que llevaba Edna. Con suavidad, se aferró un poco más a ella y sonrió de forma casi imperceptible. — La hice yo y ahora la llevas puesta.  — dijo con un hilo de voz.

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La preocupación se agolpó en su rostro. Parecía que la otra mujer estuviera fuera de sí, a niveles similares en los que estuvo cuando le entregó las llaves de su antigua casa.  — Vámonos de aquí — siseó. La amenaza de que alguien la reconociera mientras estaba junto a Amma también la tenía en un sin vivir. Reunió las fuerzas que pudo, cargándola sobre un costado.  — Apóyate en mí, pero tendrás que andar por ti misma. ¿Crees que podrás? — le preguntó, mientras comenzaba a tomar rumbo a su propia casa. Si bien era cierto que estaba lejos, dudaba que en aquel lugar tuvieran los recursos necesarios para curar a Amma.  Se quedó un rato pensando, la carta decía expresamente que no podía contar con sus empleados y debía vivir la vida de un pobre. Sabiendo que se estaba arriesgando, dudó, pero finalmente dio un gran silbido para llamar a un taxi. ¿Contaría aquello como una desobediencia a su amenaza? No estaba utilizando a sus empleados, al fin y al cabo.   — Que le den a Phoenix— murmuró para sí misma.

Las voces y los sonidos de la calle le sonaban distante pero entre todo el jaleo de la multitud pudo reconocer a alguien. Antes de poder articular palabra, sintió como dicha persona le levantaba un par de centímetros, provocando así que un quejido similar al de un perro herido escapase de sus labios. Al abrir mínimamente los ojos, confirmó lo que pensaba y a pesar de que notaba como un hilo de sangre resbalaba por su rostro, una esperanzadora sonrisa se dibujó sobre su boca. — Edna. — murmuró, sintiendo como si la mujer de verdad se tratase un ángel. — Has venido.

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A la última que deseaba encontrarse en esos momentos era a la niñata de los barrios bajos de la ciudad. Ya había tenido suficiente con la primera vez, no quería perder el tiempo pero, por supuesto, su orgullo le impedía hacer como si no hubiera escuchado nada.  —Dudo que pudieras comprarme con el par de monedas que tengas. Guárdalas para algo bonito. Un cepillo de dientes quizá, ¿nadie te ha dicho que tienes la boca muy sucia?  — dijo, refiréndose a su tono maleducado.  —Voy a una fiesta de disfraces. Me inspiraste mucho al tener que elegir mi atuendo. Gracias.  — mintió con ironía.

Oh, no se lo puede creer. ¿Qué hace la egocéntrica en los barrios bajos y vestida de esa manera? No puede evitar sonreír de forma pícara y silbar, simplemente para llamar su atención y poder verle la cara directamente: -Pero a quién tenemos aquí… ¿Rica de día y puta de noche? ¿O es al revés?

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No supo de dónde vino exactamente el silbido, pero no tardó en reconocer a una mujer que yacía tirada en el suelo de la mugrienta calle. Mierda, siseó para sí misma. ¿Qué demonios podría haberle ocurrido? Si no recordaba mal, les había dejado comida suficiente a ella y sus hijos y la herida del abdomen no podría haber empeorado.  —Apartáos, inútiles   — ordenó al grupo que rodeaba el cuerpo de la mujer. Todos la miraban con sorpresa, pero ninguno se había dignado a ayudarla. Se agachó, inclinándose sobre la pelirroja, elevándola un poco del suelo , tratando de que recuperase la conciencia.  — Amma, soy yo. ¿Puedes escucharme?

Tenía la espalda completamente destrozada. Apenas se podía mover y conseguir salir de la cama ya le había costado casi todas sus fuerzas. Por desgracia, no podía permitirse pasarse el día recuperándose así que finalmente, salió a la calle con la idea de ir a su puesto de trabajo pero, después de caminar un par de escasos muertos, cayó sobre la acera. ¿Por qué? pensó, aunque sabía de sobra la respuesta. Ahora no solo tenía la espalda destrozada, sino que a mayores, acababa de hacerse una brecha en la sien izquierda. En un primer momento, intentó levantarse sola, pero al ver que todo el cuerpo le fallaba, desistió y agradeció el silbido de un vecino que le reconoció y no dudó en llamar a otra persona para que le ayudasen. 

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Cracks (2009) dir.Jordan Scott